El vasto territorio del Ártico, logísticamente inaccesible, remoto y sujeto a los rigores de una climatología extrema, bien podría convertirse en las próximas décadas en una de las zonas geoestratégicas más calientes del planeta. Para que ello empiece a vislumbrarse como un escenario real, el calentamiento global ha tenido que ejercer allí sus implacables efectos, como demuestra que el océano glaciar Ártico ha visto reducida este año su extensión de hielo al nivel más bajo desde 1979, cuando los satélites empezaron a recoger datos por vez primera. Su superficie helada apenas superó el pasado invierno los 12,7 millones de kilómetros cuadrados.
Ello sin duda habrá disparado todas las alarmas entre los grupos ecologistas, pero también ha levantado las orejas no sólo a gobiernos, sino también a los principales jugadores mundiales de la industria extractiva y del comercio marítimo. Y es que, a medida que mengua tanto la superficie como el grosor de la capa de hielo ártica, crece el interés –y la posibilidad– por explotar los fabulosos recursos de hidrocarburos y minerales. Un tesoro energético que los expertos estiman en al menos 90.000 millones de barriles de petróleo (un 13% de las reservas mundiales) y un jugoso 30% de las reservas globales de gas natural. Los minerales son mucho más difíciles de evaluar, pero un reciente informe de Chatham House estima que unos 100.000 millones de dólares (unos 77.000 millones de euros) se invertirán en la región ártica en los próximos 10 años.
A la vez, el deshielo supuestamente permitirá que, a partir de la próxima década, puedan abrirse, bien por la vertiente rusa o por la canadiense, rutas marítimas que permitirían transportar mercancías desde Asia a Europa por una travesía que reduce en 7.000 kilómetros la actual ruta. O lo que es lo mismo: un trayecto un 40% más corto que el actual a través del Canal de Suez. No es extraño, por tanto, que la perspectiva de una potencial explotación a semejante escala haya venido a perturbar, de algún modo, la vigente “Pax Artica” que, con el consenso de los cinco Estados fronterizos (EE UU, Canadá, Dinamarca, Noruega y Rusia), ha permitido históricamente abordar los asuntos del Ártico sin otros criterios que la prudencia, la cooperación y la ley internacional.
En los dos o tres últimos años, varios de los mencionados países se han apresurado a maniobrar con la vista puesta en un futuro en el que el Ártico, eventualmente, pueda convertirse en una zona tan estratégica como hoy es el Estrecho de Malacca o el Canal de Panamá. Sin embargo, muchos expertos coinciden en que los movimientos tectónicos que se avecinan no están exentos de dificultades. De entrada, existen actualmente seis litigios territoriales abiertos entre las naciones ribereñas del Ártico: uno en tierra firme, cinco en el mar, y en todos ellos está presente Canadá. Todos los países menos Estados Unidos, que no ha firmado la Convención de Derecho Marítimo de la ONU que rige el Ártico, tienen hasta 2014 para presentar sus alegaciones.
Ello explica también que, mientras se resuelven jurídicamente los litigios, algunos han optado por tomar posiciones. Por ejemplo, fue toda una declaración de intenciones que Moscú mandara a una expedición a clavar una bandera rusa de titanio en el Polo Norte, lo que fue visto por sus vecinos como un acto de diplomacia agresiva. La riqueza que, potencialmente, el Ártico puede inyectar en la economía rusa ha llevado al Kremlin a catalogar la región como estratégica, lo que explica que estén no sólo actualizando sus infraestructuras en sus costas, sino que estén modernizando también su capacidad naval militar. Canadá, por su parte, anunció la compra de una flota de ocho embarcaciones especiales para navegar por zonas de hielo y prevé tener operativo en 2015 un puerto de aguas profundas –de uso estrictamente militar– en Nanisivik, a más de mil kilómetros al norte del puerto ubicado más septentrional. Una escalada militar es, por tanto, más que previsible.
Ahora bien, el interés por el Ártico no es sólo regional. Desde la Unión Europea a China o India, muchos otros países, alejados incluso miles de kilómetros de las aguas adyacentes al Polo Norte, han manifestado sus pretensiones futuras en la zona. De entre todos ellos, Pekín ha estado especialmente activo, lo que sin duda catapulta el futuro de esta región a una nueva dimensión. “China ha realizado investigaciones en el Ártico. Países cercanos al Ártico como Islandia, Rusia, Canadá y otros países europeos aspiran a privatizar el Ártico o a tener prioridad a la hora de explotarlo”, declaró en su día Cui Hongjian, del Instituto Chino de Estudios Internacionales. “Pero China insiste en que el Ártico es de todos, exactamente igual que la luna”.
No son palabras vacías de contenido. Los principales líderes chinos, encabezados por Wen Jiabao, han realizado visitas oficiales en los últimos meses a países como Dinamarca, Suecia e Islandia, todos ellos miembros del Consejo Ártico, un foro intergubernamental destinado a promover el desarrollo sostenible en la zona y que está integrado por ocho Estados árticos, las comunidades indígenas y una veintena de países observadores entre los cuales está España. Pekín ha dejado muy clara su voluntad de obtener el estatus de observador permanente, lo que le permitiría jugar gradualmente un mayor rol en los asuntos del Ártico. Además, dicha estrategia la remató el pasado verano con el viaje científico de su rompehielos Xuelong, el más grande del mundo, a Islandia después de un periplo de 17.000 kilómetros.
Mientras todo ese escenario madura poco a poco con la vista puesta en el calentamiento global, el gigante asiático aspira a poner el pie en otro territorio ártico que no arrastra litigios de soberanía y que ha puesto el punto de mira de su desarrollo en la explotación de sus recursos naturales: Groenlandia. Pese a que mantiene vínculos económicos, jurídicos y políticos con Dinamarca, desde 2009 Groenlandia trata desesperadamente de dar un salto de calidad en su desarrollo que le permita independizarse, al menos económicamente, de Copenhague. Para ello, la explotación de sus ingentes reservas de minerales –desde hierro y oro a rubíes y tierras raras– se antoja el mejor camino, y en éste no parece que haya mejor compañero de viaje que China.
En Nuuk, la capital de este ingente territorio de dimensiones como toda Europa, pero con una población de apenas 56.000 personas, está claro que se vive una especie de fiebre del oro. No pasa un día sin que los medios de comunicación evoquen la posibilidad de que una minera con sede en Reino Unido, London Mining, explote con financiación y mano de obra chinos los yacimientos de mineral de hierro que se encuentran a tan sólo 120 kilómetros de la capital. Los desafíos a los que se enfrenta el país y su población, que podría recibir en los próximos meses hasta 3.000 trabajadores chinos para colmar el déficit de mano de obra y capital humano de Groenlandia, son enormes, dice en entrevista con FP en español el primer ministro, Kuupik Kleist. “Pero no tenemos otra elección que explotar nuestros recursos mineros si queremos ser independientes de Dinamarca”, remata.
En el caso de Groenlandia, calificada por algunos como el África del Ártico por su riqueza en recursos y por los riesgos que podría comportar su explotación, la asociación con China parece encajar a la perfección. El gigante asiático no sólo pone sobre la mesa su enorme demanda de materias primas, sino que además ofrece su experiencia para construir las infraestructuras mineras necesarias para explotar dichos recursos y, más importante si cabe, su casi ilimitada capacidad financiera. De hecho, otras compañías mineras de Australia, Canadá o Reino Unido, que han invertido años y cantidades millonarias en explorar los yacimientos locales, negocian estos días con compañías y bancos estatales chinos su entrada en dichos proyectos al mismo tiempo que solicitan los permisos administrativos.
Proyectos todos ellos que requieren de inversiones multimillonarias, que se plantean a largo plazo y que implican indudables riesgos logísticos por la precariedad –o ausencia casi total– de las infraestructuras, pero que en Pekín se ven con buenos ojos. No en vano, como queda demostrado en muchas de sus inversiones en África y otros lugares, China está dispuesta a embarcarse en proyectos de riesgo y largo plazo cuando se trata, como es el caso, de lograr un objetivo estratégico nacional; esto es, ir a la fuente de los recursos para garantizar su suministro futuro de materias primas.
La población local observa con cierta incredulidad lo que sucede. Los inuit, nativos de la zona que habitaban la región Ártica en Rusia, Canadá, Estados Unidos y Groenlandia antes de la llegada de los occidentales, temen verse presa de los juegos geopolíticos. “Somos gente simple. Nuestra pasión es la caza y la pesca, y disfrutar de esta naturaleza única. Tememos ser víctimas de los intereses comerciales de las empresas multinacionales y la inexperiencia y ambición de nuestro Gobierno”, explica un marinero local que prefiere que su nombre no sea citado. “Si me dan a elegir entre seguir siendo pobre pero mantener este ecosistema para mis hijos, o enriquecerme y que todo cambie, no tengo dudas. Lo primero”, remata. En cualquier caso, en ese cruce de caminos histórico en el que se encuentra Groenlandia, China parece tener reservado un papel estelar.
Esta entrada fue modificada por última vez en 26/10/2012 19:56
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