Tribunal: Corte Suprema de Justicia de la Nación(CS)
Fecha: 14/06/2005
HECHOS:
La Cámara de Apelaciones confirmó el auto de procesamiento con prisión preventiva de un militar por crímenes contra la humanidad. Contra esa resolución la defensa interpuso recurso extraordinario, cuya denegación motivó una presentación directa ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que hizo lugar parcialmente al recurso y, por mayoría, declaró la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final y, asimismo, la constitucionalidad de la ley 25.779 que declara la nulidad absoluta e insanable de las leyes mencionadas.
SUMARIOS:
1. La progresiva evolución del derecho internacional de los derechos humanos con el rango establecido por el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional ya no autoriza al Estado a tomar decisiones -en el caso, la Corte Suprema declaró la invalidez constitucional de las leyes 23.492 y 23.521 de punto final y de obediencia debida (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548)- cuya consecuencia sea la renuncia a la persecución penal de delitos de lesa humanidad, en pos de una convivencia social pacífica apoyada en el olvido de hechos de esa naturaleza
2. Es inadmisible el recurso extraordinario en cuanto al agravio fundado en la falta de legitimación del presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales para ejercer el rol de querellante en el proceso tendiente a que se declare la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 de punto final y de obediencia debida 492 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), respectivamente, pues la decisión que rechaza la excepción de falta de acción y acepta el rol de parte querellante no constituye sentencia definitiva, en tanto no pone término al pleito ni impide su continuación.
3. Si bien en el ámbito de la justicia penal nacional, la Cámara Nacional de Casación Penal es tribunal superior de la causa cuando se invoquen agravios de naturaleza federal que habiliten la competencia de la Corte Suprema por vía extraordinaria, frente a la imposibilidad jurídica de reeditar la instancia casatoria, pues el imputado agotó y consintió la denegación de esta vía de impugnación, su conducta no puede jugar en contra del ejercicio de su derecho de defensa -a los fines del remedio federal intentado-, ya que en definitiva su proceder se ajustó a las reglas establecidas y aceptadas por la doctrina imperante.
4. Las leyes 23.492 y 23.521 -de punto final y de obediencia debida (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548)- que intentaron dejar atrás los enfrentamientos entre “civiles y militares”, en cuanto se orientan, como toda amnistía, al “olvido” de graves violaciones a los derechos humanos, se oponen a las disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y resultan, por lo tanto, constitucionalmente intolerables -arg. art. 75, inc. 22, Constitución Nacional-.
5. La circunstancia de que leyes orientadas hacia el olvido de graves violaciones a los derechos humanos -en el caso, leyes 23.492 y 23.521 de punto final y de obediencia debida (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), respectivamente- puedan ser calificadas como “amnistías” ha perdido toda relevancia en cuanto a su legitimidad, pues, en la medida en que dichas normas obstaculizan el esclarecimiento y la efectiva sanción de actos contrarios a los derechos reconocidos en los tratados internacionales en la materia -art. 75, inc. 22 Constitución Nacional-, impiden el cumplimiento del deber de garantía a que se ha comprometido el Estado argentino, y resultan inadmisibles.
6. La inadmisibilidad de las disposiciones de amnistía y prescripción, así como el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que tiendan a impedir la investigación y sanción de los responsables de violaciones graves de los derechos humanos configura un aspecto central de la jurisprudencia de la Corte Interamericana Derechos Humanos, cuyos alcances -en el caso, con relación a la impugnación constitucional de las leyes 23.492 y 23.521 de obediencia debida y de punto final (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), respectivamente- no pueden ser soslayados.
7. Corresponde declarar de ningún efecto las leyes 23.492 y 23.521 -de punto final y de obediencia debida- (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.
8. Corresponde declarar la validez de la ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843), por medio de la cual el Poder Legislativo declara insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521 -de punto final y de obediencia debida- (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), pues su contenido coincide con lo que los jueces deben declarar con relación a las leyes referidas y, en la medida en que las leyes deben ser efectivamente anuladas, declarar la inconstitucionalidad de dicha norma para luego resolver en el caso tal como ella lo establece constituiría un formalismo vacío.
9. La ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843), por medio de la cual el Poder Legislativo declara insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521 -de punto final y de obediencia debida- (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), es el de intentar dar cumplimiento a los tratados constitucionales en materia de derechos humanos por medio de la eliminación de todo aquello que pudiera aparecer como un obstáculo para que la justicia argentina investigue debidamente los hechos alcanzados por dichas leyes y, de este modo, subsanar la infracción al derecho internacional que ellas continúan representando.
10. Cabe declarar la inaplicabilidad de las leyes 23.492 y 23.521 -denominadas respectivamente “de punto final” y “de obediencia debida”- (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) respecto de quien fuera imputado por crímenes de lesa humanidad, pues corresponde aplicar el principio de imprescriptibilidad de los delitos en cuestión derivado tanto del derecho internacional consuetudinario cuanto de la Convención de la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad (del voto del doctor Boggiano).
11. Las leyes 23.492 y 23.521 -denominadas respectivamente “de punto final” y “de obediencia debida” (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548)- resultan inaplicables respecto de quien fuera imputado por crímenes de lesa humanidad, toda vez que la inaplicabilidad de las normas de derecho interno de prescripción de los delitos de lesa humanidad tiene base en el derecho internacional ante el cual el derecho interno es sólo un hecho (del voto del doctor Boggiano).
12. El desarrollo progresivo del derecho internacional de los derechos humanos impone en la etapa actual del acelerado despertar de la conciencia jurídica de los Estados de investigar los hechos que generaron las violaciones a aquéllos, identificar a sus responsables, sancionarlos y adoptar las disposiciones de derecho interno que sean necesarias para asegurar el cumplimiento de esta obligación -en el caso, se declaró la inaplicabilidad de las leyes 23.492 y 23.521 denominadas respectivamente “de punto final” y “de obediencia debida”- (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), a fin de evitar la impunidad y garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos de las personas sujetas a su jurisdicción (del voto del doctor Boggiano).
13. Los delitos contra el derecho internacional, contra la humanidad y el derecho de gentes pueden ser juzgados aún fuera del país en el que se hubiesen cometido de acuerdo a la teoría de la jurisdicción universal -en el caso, se declaró la inaplicabilidad de las leyes 23.492 y 23.521 denominadas respectivamente “de punto final” y “de obediencia debida” (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) -, toda vez que los mismos violan una norma de “ius cogens” y en modo sistemático lesionan el derecho internacional (del voto del doctor Boggiano).
14. Cabe declarar la inconstitucionalidad de la ley 23.521 (Adla, XLVII-B, 1548), conocida como ley de obediencia debida, en cuanto establece que quienes a la fecha de la comisión del hecho ilícito hubieran revestido la calidad de oficiales, suboficiales o personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de Seguridad, Policiales o Penitencarias, no son punibles por los delitos establecidos en el art. 10 de la ley 23.049 (Adla, XLIV-A, 8) por entender que habían obrado en virtud de obediencia debida, toda vez que la presunción exculpatoria “iure et de iure” consagrada en la norma impugnada importa la invasión por parte del Poder Legislativo de funciones propias del Poder Judicial, en clara violación al art. 116 de la Constitución Nacional (del voto del doctor Maqueda).
15. La ley de punto final -ley 23.492 (Adla, XLVII-A, 192)- debe ser considerada una ley de amnistía encubierta, no sólo porque el fin invocado por el Poder Ejecutivo Nacional para sancionarla fue la “consolidación de la paz social y reconciliación nacional”, sino también porque el ámbito de aplicación de la referida norma se limitó a hechos del pasado, quedando vedada su aplicación a casos futuros (del voto del doctor Maqueda) .
16. Las leyes 23.492 y 23.521 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), conocidas como leyes de punto final y obediencia debida respectivamente, desconoce todo rol a las víctimas del terrorismo de Estado y a sus familiares de acudir a los tribunales a solicitar el esclarecimiento y sanción penal de los responsables, a pesar de ser éstos afectados directos (del voto del doctor Maqueda) .
17. Resulta válida la ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843) que declaró la nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida, pues sin perjuicio de que el Poder Judicial es el órgano facultado para declarar la eventual inconstitucionalidad de las leyes impugnadas, ello no obsta a que el Poder Legislativo pueda dar cuenta del grado de adecuación constitucional de su accionar, ya que el art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional obliga a todos los poderes del Estado en su ámbito de competencias a hacer posible la plena vigencia de los derechos y garantías constitucionales (del voto del doctor Maqueda).
18. El delito de privación ilegítima de la libertad previsto en los arts. 141, 142 y 144 bis del Cód. Penal contiene una descripción lo suficientemente amplia como para incluir aquellos supuestos específicos denominados “desaparición forzada de personas” (del voto del doctor Maqueda).
19. La desaparición forzada de personas no sólo configura un crimen de lesa humanidad para la ley internacional, sino que dicha conducta se encuentra también tipificada en el delito de privación ilegítima de la libertad establecido en los arts. 141, 142 y 144 bis del Cód. Penal, lo cual implica preservar el principio de legalidad cuyo fin es que cualquiera que vaya a cometer un acto ilegal esté advertido con anterioridad por la norma que esa conducta constituye delito y que su realización conlleva una pena (del voto del doctor Maqueda).
20. La imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad se vincula con la obligación de los Estados nacionales de adoptar las medidas tendientes a la persecución de este tipo de delitos con el consiguiente deber de no imponer restricciones, de fundamento legislativo, sobre la punición de los responsables de tales hechos (del voto del doctor Maqueda).
21. Los principios que en el ámbito nacional se utilizan para justificar el instituto de la prescripción no resultan aplicables a los delitos de lesa humanidad, pues la imprescriptibilidad de estos delitos aberrantes opera como una cláusula de seguridad tendiente a evitar que los restantes mecanismos adoptados por el derecho internacional se vean burlados mediante el mero transcurso del tiempo (del voto del doctor Maqueda).
22. La ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843) al conferir jerarquía constitucional a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad ha sumado al deber de punición que corresponde a los tribunales, la presencia de una norma positiva de derecho internacional que consagra la imposibilidad de considerar extinguida la acción penal por prescripción respecto de los delitos de lesa humanidad (del voto del doctor Maqueda).
23. El sistema internacional de protección de los derechos humanos impide a los Estados disponer medidas que excluyan la persecución penal tendiente a investigar la presunta comisión de crímenes de lesa humanidad y el eventual castigo de los responsables de dichos crímenes (del voto del doctor Maqueda)
24. La sanción y vigencia de las leyes 23.492 y 23.521 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) en tanto impedían llevar adelante las investigaciones necesarias para identificar a los autores y partícipes de graves delitos perpetrados durante el último gobierno de facto, y aplicarles las sanciones penales correspondientes, resultan claramente violatorias de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (del voto del doctor Maqueda)
25. Las leyes 23.492 de “punto final” y 23.521 de “obediencia debida” (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) son inconstitucionales en cuanto violan normas de derecho internacional público y han perdido todo efecto en función de la inexequibilidad dispuesta por la ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843), por lo que debe cancelarse cualquier efecto directo de ellas o de los actos en ellas fundados, que constituya un obstáculo para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina (del voto del doctor Zaffaroni).
26. El Congreso de la Nación no ha excedido el marco de sus atribuciones legislativas al establecer la inexequibilidad de las leyes 23.492 y 23.521 mediante la ley 25.779 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548; LXIII-E, 3843), pues se ha limitado a sancionar una ley cuyos efectos se imponen por mandato internacional, la cual pone en juego la esencia misma de la Constitución Nacional y la dignidad de la Nación Argentina (del voto del doctor Zaffaroni).
27. La sanción de la ley 25.779 en cuanto dispone la inexequibilidad de las leyes 23.492 de “punto final” y 23.521 de “obediencia debida” (Adla, LXIII-E, 3843; XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), elimina toda duda respecto de la cancelación de los efectos de las mismas y permite la unidad de criterio en todo el territorio y en todas las competencias, resolviendo dificultades que podría generar las diferencias de opiniones en el sistema de control difuso de constitucionalidad que nos rige (del voto del doctor Zaffaroni).
28. Los objetivos del Preámbulo de la Constitución Nacional serían negados en la medida en que se interpretase cualquiera de sus normas obligando a los jueces a admitir o legitimar una pretendida incapacidad de la Nación Argentina para el ejercicio de su soberanía -en el caso, respecto de la validez constitucional de las leyes 23.492 de “punto final” y 23.521 de “obediencia debida” (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548)-, con la consecuencia de que cualquier otro país pueda ejercerla ante su omisión, en razón de violar el mandato internacional de juzgar los crímenes de lesa humanidad cometidos en su territorio por sus habitantes y ciudadanos (del voto del doctor Zaffaroni).
29. El Congreso Nacional no se encontraba habilitado para dictar las leyes 23.521 y 23.492 (Adla, XLVII-B, 1548; XLVII-A, 192); y al hacerlo ha vulnerado no sólo principios constitucionales sino también los tratados internacionales de derechos humanos, generando un sistema de impunidad con relación a delitos considerados como crímenes de lesa humanidad, del que se deriva la posibilidad cierta y concreta de generar responsabilidad internacional para el Estado argentino (del voto de la doctora Highton de Nolasco).
30. Las leyes 23.521 y 23.492 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) son violatorias del principio de igualdad ante la ley, ya que aparejan un tratamiento procesal de excepción para los sujetos amparados y, de manera simultánea, privan a las víctimas de los hechos, o a sus deudos, de la posibilidad de acudir a la justicia para reclamar el enjuiciamiento y punición de los actos ilícitos que los damnifican (del voto de la doctora Highton de Nolasco).
31. Debe consagrarse la validez constitucional de la ley 25.779 779 (Adla, LXIII-E, 3843) que declaró “insanablemente nulas” las leyes 23.521 -ley de obediencia debida- y 23.492 -ley de punto final- (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), pues los legisladores han tenido en mira subsanar la infracción al derecho internacional de los derechos humanos que éstas contenían y cumplir de manera debida las obligaciones asumidas a través de los tratados internacionales de derechos humanos, eliminando todo aquello que pudiera constituir un impedimento normativo para avanzar en la investigación y punición de los crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina, extremo que no había sido cubierto por la ley 24.592 cuyo art. 2 derogaba esas normas (del voto de la doctora Highton de Nolasco).
32. Las leyes 23.492 y 23.591 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) resultan violatorias de derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y también del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, lo que importa que no sólo desconocen las obligaciones internacionales asumidas en el ámbito regional americano sino las de carácter mundial, por lo cual se impone restarles todo valor en cuanto a cualquier obstáculo que de éstas pudiera surgir para la investigación y alcance regular de los procesos por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina. (del voto del doctor Lorenzetti) .
33. El Congreso Nacional, mediante la sanción de la ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843) que declaró “insanablemente nulas” las leyes 23.492 y 23.591 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) permite la unidad de criterio en todo el territorio y en todas las competencias, resolviendo las dificultades que podría generar la diferencia de criterios en el sistema de control difuso de constitucionalidad que nos rige, y brinda al Poder Judicial la seguridad de que un acto de tanta trascendencia resulte del funcionamiento armónico de los tres poderes del Estado y no dependa únicamente de la decisión judicial (del voto del doctor Lorenzetti).
34. La declaración de inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.591 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) no constituye violación del principio “nulla poena sine lege”, en la medida en que los crímenes de lesa humanidad siempre estuvieron en el ordenamiento y fueron reconocibles para una persona que obrara honestamente conforme a los principios del estado de derecho (del voto del doctor Lorenzetti).
35. En los procesos penales por delitos de lesa humanidad, los imputados no pueden oponerse a la investigación de la verdad y al juzgamiento de los responsables a través de excepciones perentorias, salvo cuando el juicio sea de imposible realización o se haya dictado una sentencia firme, pues los instrumentos internacionales que establecen esta categoría de delitos no admiten que la obligación de los Estados de enjuiciar a los imputados cese por el transcurso del tiempo, amnistía, o cualquier otro tipo de medidas que disuelvan la posibilidad de reproche (del voto de la doctora Argibay)
36. La modificación de las normas referidas a la prescripción de la acción penal no viola el principio de culpabilidad -en el caso, se declaró la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548)-, en tanto no implica cambio alguno en el marco de ilicitud que el autor pudo tener en cuenta al momento de realizar las conductas que se investigan (del voto de la doctora Argibay)
37. Aquellas personas a las cuales se les atribuye la comisión de un delito no poseen un derecho a liberarse de la persecución penal por el transcurso del tiempo -en el caso, se declaró la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548)-, porque la prescripción de la acción penal no es una expectativa con la que pueda contar, al momento del hecho, el autor de un delito (del voto de la doctora Argibay).
38. En el caso de crímenes contra la humanidad, el Estado argentino ha declinado la exclusividad del interés en la persecución penal para constituirse en el representante del interés de la comunidad mundial, el cual esta misma ha declarado inextinguible (del voto de la doctora Argibay).
39. La decisión que rechaza la excepción de falta de acción y acepta el rol de parte querellante no constituye sentencia definitiva a los fines del recurso extraordinario -art. 14, ley 48 (Adla, 1852-1880, 364)-, pues no pone término al pleito ni impide su continuación, sin que quepa apartarse de tal principio a menos que se verifique un agravio de insusceptible reparación ulterior, lo que no se verifica cuando el impulso procesal está a cargo de otros querellantes y del representante del Ministerio Público Fiscal, al poner de manifiesto que -de momento- cualquier decisión al respecto sería indiferente para alterar la situación del imputado (del voto en disidencia del doctor Fayt).
40. La derogación de la leyes 23.492 de “punto final” y 23.521 de “obediencia debida” (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548) sólo puede operar para el futuro, sin afectar o modificar situaciones existentes a la entrada en vigor de la norma derogatoria, como se pretendió con la sanción de la ley 25.779 de “derogación retroactiva” (Adla, LXIII-E, 3843) de tales normas, aun cuando los legisladores interpreten que se violó la Constitución durante el procedimiento de formación y sanción de las normas anuladas, pues el Congreso se estaría atribuyendo una potestad que no tiene ningún poder constituido de la República, correspondiendo al Poder Judicial privarlas de efecto en forma retroactiva a través del control de constitucionalidad en un caso concreto (del voto en disidencia del doctor Fayt).
41. No puede legitimarse la ley 25.779 (Adla, LXIII-E, 3843), en cuanto dispuso la anulación de las leyes 23.492 de “punto final” y 23.521 de “obediencia debida” (Adla, XLVII-A, 192; XLVII-B, 1548), con la invocación del antecedente de la anulación dispuesta por la ley 23.040 respecto de la ley 22.924 -conocida como de “pacificación nacional”- (Adla, XLIV-A, 3; XLIII-D, 3831), dictada por el Gobierno de facto durante el Proceso de Reorganización Nacional, ya que esta última norma configuró un evidente abuso de poder frente a las garantías y derechos esenciales de los individuos, o bien un palmario exceso en el uso de las facultades de los poderes públicos que se desempeñaron en sustitución de las autoridades legítimas (del voto en disidencia del doctor Fayt)
42. Tanto la aplicación retroactiva de la “Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímemes de Lesa Humanidad” -arts. I y IV- como la de la “Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas” -en virtud del art. 15, ap. segundo, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos-, resultan inaplicables en el derecho argentino, de conformidad con lo dispuesto en el art. 27 de la Constitución Nacional, en cuanto establece que los tratados deben ajustarse y guardar conformidad con los principios de derecho público establecidos en la Constitución (del voto en disidencia del doctor Fayt) .
TEXTO COMPLETO:
Dictamen del Procurador General de la Nación:
Suprema Corte: I. La Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de esta ciudad confirmó el auto de primera instancia que decreta el procesamiento con prisión preventiva de Julio Héctor Simón y amplía el embargo sobre sus bienes, por crímenes contra la humanidad consistentes en privación ilegal de la libertad, doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, las que, a su vez, concurren materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí (fojas 1 a 6). Contra esa resolución la defensa interpuso recurso extraordinario (fojas 45 a 71) que, denegado (fojas 72 a 73 vuelta) dio origen a la presente queja.
II. 1. De la resolución de la cámara de fojas 1 a 6, surge que se imputa a Julio Héctor Simón, en aquel entonces suboficial de la Policía Federal Argentina, haber secuestrado en la tarde del 27 de noviembre de 1978 a José Liborio Poblete Rosa en la Plaza Miserere de esta ciudad y, en horas de la noche, a la esposa de éste, Gertrudis Marta Hlaczik, y a la hija de ambos, Claudia Victoria Poblete, tal como fuera establecido en la causa n° 17414, “Del Cerro, Juan A. y Simón, Julio H. s/procesamiento”. Todos ellos fueron llevados al centro clandestino de detención conocido como “El Olimpo”, donde el matrimonio fue torturado por distintas personas entre las que se encontraba Simón. Allí permanecieron unos dos meses, hasta que fueron sacados del lugar, sin tenerse, hasta ahora, noticias de su paradero.
El a quo rebate en dicha resolución las objeciones probatorias de la defensa y para el agravio consistente en la no aplicación de la ley 23521, el tribunal se remite a los fundamentos dados en las causas 17889 y 17890, resueltas ese mismo día. En cuanto a la calificación legal de la conducta atribuida a Simón, se mantiene la efectuada por el juez de primera instancia, con expresa referencia a que se aplican los tipos penales más benignos, esto es, los que regían con anterioridad al año 1984.
Posteriormente, la cámara declara inadmisible el recurso extraordinario interpuesto por la defensa contra dicha resolución, con el argumento de que la presentación carece del fundamento autónomo que exige el artículo 15 de la ley 48 y no cumple con los recaudos indicados por la Corte en el precedente publicado en Fallos: 314:1626. Y en tal sentido, observa el tribunal que -debido a tal defecto- para una comprensión cabal de la materia en discusión es necesario acudir al expediente principal a fin de determinar la existencia de resoluciones diversas, el contenido de cada una de ellas y las tachas que hacen a la defensa.
2. La recurrente, por su parte, invocó los siguientes agravios: el querellante Horacio Verbitsky (presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales) carece de legitimación para querellar, y su participación en el proceso significó la consagración, por vía judicial, de una acción popular no contemplada en la ley procesal ni susceptible de encontrar amparo en el artículo 43 de la Constitución Nacional que recepta la protección de los derechos de incidencia colectiva. Se postula, en consecuencia, la nulidad absoluta de todo lo actuado con intervención de esa supuesta parte.
Por otra parte, la defensa pide que se aplique al imputado el beneficio otorgado por la ley 23521, norma de la cual postula su validez constitucional citando la doctrina del caso publicado en Fallos: 310:1162. Agrega que las leyes 23492 y 23531 revisten calidad de leyes de amnistía, de muy larga tradición entre nosotros, y que por el alto propósito que persiguen (la concordia social y política) no son susceptibles de ser declaradas inconstitucionales. De esto se deriva el carácter no justiciable del tema analizado, pues al Poder Judicial no le es dado, en los términos de los artículos 75, incisos 12 y 20, juzgar sobre la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones adoptadas en la zona de reserva de los demás poderes del Estado.
Por último, la defensa cuestiona que los jueces inferiores receptaran el Derecho de Gentes de una manera que lesionaba las garantías de la ley penal más benigna, del nullum crimen nulla poena sine lege, así como de la prohibición de aplicar la ley ex post facto. Aduce que se aplicó retroactivamente una norma de naturaleza penal, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -aprobada por la ley 24.556 y, en cuanto a su jerarquía constitucional, por la ley 24820- con la consecuencia de que elimina los beneficios de la prescripción de la acción y de la pena. Agrega la recurrente que no se puede restar significación a la validez inalterable de la garantía consagrada en el artículo 18 de la Constitución Nacional, en aras de los principios generales reconocidos por la comunidad internacional (artículo 4 de la ley 23.313).
III. 1. Toda vez que está involucrada en el sub judice la libertad de Julio Héctor Simón, podemos conjeturar que se encuentran reunidos en este recurso los requisitos de tribunal superior (“Rizzo” -publicado en Fallos: 320:2118-, “Panceira, Gonzalo y otros s/asociación ilícita s/incidente de apelación de Alderete, Víctor Adrián” -expediente P.1042. XXXVI y “Stancanelli, Néstor Edgardo y otro s/abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público s/incidente de apelación de Yoma, Emir Fuad – causa n° 798/85” -expediente S.471.XXXVII) y de sentencia definitiva (Fallos: 310:2246; 312:1351; 314:451 y, más recientemente, en las recaídas en los precedentes ya citados de “Panceira, Gonzalo” y “Stancanelli, Néstor Edgardo”).
2. A ello debe agregarse que, al haber postulado el recurrente -en contra de lo decidido por la cámara- la validez constitucional de los artículos 1, 3 y 4 de la ley 23521, norma que regula una institución del derecho castrense, cual es los límites de la obediencia militar, así como la interpretación que realiza de garantías penales constitucionales, nos encontramos ante cuestiones federales, por lo que resulta procedente admitir la queja y declarar formalmente admisible el recurso extraordinario interpuesto, para lo cual paso a desarrollar los agravios pertinentes.
IV. En lo que respecta a la facultad para querellar del presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) aún cuando se aceptare la naturaleza federal de la cuestión, como lo ha hecho V.E. en los precedentes publicados en Fallos: 275:535; 293:90; 302:1128 y 318:2080, disidencia de los jueces Belluscio y Petracchi, puesto que está en juego la interpretación del concepto de “particular ofendido” -que exige la ley procesal para obtener la legitimación activa- a la luz del Derecho internacional de los derechos humanos, lo cierto es que la defensa ya dedujo la excepción de falta de acción de Horacio Verbitsky para querellar a Julio Simón, por estos mismos hechos, cuestión que fue tratada y resuelta por la cámara (fojas 44 de este incidente) sin que se advierta, o se alegue, arbitrariedad. Este agravio, en consecuencia, no es más que la redición de aquél, por lo que no resulta pertinente un nuevo tratamiento en esta ocasión. Por otro lado, tampoco se trata de una cuestión imprescindible para resolver este recurso o que tenga una conexión necesaria con la resolución en crisis, toda vez que la misma consiste en el dictado de medidas cautelares en el marco de un proceso donde el Ministerio Público Fiscal, más allá de la actuación de la querella, ejerce en plenitud su voluntad requirente. Todo ello sin perjuicio de mi opinión favorable en cuanto a las facultades del CELS para actuar en juicio en representación de las víctimas de estos delitos, según lo desarrollara en mi dictamen emitido en los autos “Mignone, Emilio F. s/promueve acción de amparo” (S.C. M.1486.XXXVI).
V. En lo tocante al examen de las cuestiones sustanciales traídas a debate, estimo conveniente adelantar brevemente, para una más clara exposición, los fundamentos que sustentarán la posición que adoptaré en el presente dictamen y los distintos pasos argumentales que habré de seguir en el razonamiento de los problemas que suscita el caso.
Dada la trascendencia de los aspectos institucionales comprometidos, explicitaré, en primer lugar, la posición desde la cual me expediré. Para ello comenzaré con una introducción relativa a la ubicación institucional del Ministerio Público, las funciones encomendadas en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad, en particular, en relación con la protección de los derechos humanos, y específicamente en el ejercicio de la acción penal, cuya prosecución se halla en cuestión.
Seguidamente, me ocuparé, de examinar la constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 a la luz del artículo 29 de la Constitución Nacional, con el objeto de demostrar que, ya para la época de su sanción, las leyes resultaban contrarias al texto constitucional.
En tercer lugar, abordaré el examen de la compatibilidad de las leyes con normas internacionales de jerarquía constitucional, vinculantes para nuestro país, al menos desde 1984 y 1986, que prohíben actos estatales que impidan la persecución penal de graves violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad (artículos 27, 31 y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional, 1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Concluiré que las limitaciones a las potestades legislativas -y de los demás poderes del Estado- que de ellas se deriva son coincidentes con aquella que ya imponía originariamente una correcta interpretación del artículo 29 del texto constitucional. Expondré, asimismo, que el deber de no impedir la investigación y sanción de los graves ilícitos mencionados pesa no sólo sobre el Legislativo, sino que recae sobre todo el Estado y obliga, por tanto, al Ministerio Público y al Poder Judicial a no convalidar actos de otros poderes que lo infrinjan.
En cuanto lugar, puesto que las consideraciones precedentes solo tienen sentido en tanto no deba concluirse que se ha operado la prescripción de la acción penal para la persecución de los delitos imputados, explicaré por qué, a pesar del paso del tiempo, la acción penal para la persecución del hecho objeto de la causa aún no ha prescripto. Preliminarmente haré una consideración en lo que respecta al análisis de la privación ilegítima de la libertad como delito permanente, así como la fecha a partir de la cual corre la prescripción, a la luz del Derecho interno.
Por último, también en relación con este aspecto, fundamentaré que, ya para la época de los hechos, existían normas en el ordenamiento jurídico nacional que reputaban la desaparición forzada de personas como delito de lesa humanidad y disponían su imprescriptibilidad en términos compatibles con las exigencias de lex certa y scripta, que derivan del principio de legalidad (artículo 18 de la Constitución Nacional).
VI. A. El examen de la constitucionalidad de un acto de los poderes del Estado importa necesariamente la tarea de precisar y delimitar el alcance y contenido de las funciones y facultades que la Constitución Nacional ha reservado al Ministerio Público Fiscal.
Esta institución, cuya titularidad ejerzo, ha recibido del artículo 120 de la Carta Fundamental, luego de la reforma de 1994, el mandato de defender la legalidad y velar por los intereses generales de la sociedad. Este mandato, otorgado por el poder constituyente, emerge directamente del pueblo soberano y, por ello, no es una simple potestad jurídica, sino un verdadero poder público que erige al Ministerio Público en un órgano constitucional esencial de la República Argentina. Una perspectiva congruente con las concepciones que en la actualidad intentan explicar el fenómeno “Estado” invita a analizar el sentido de la inserción del Ministerio Público en el orden institucional argentino y la significación que tiene para la sociedad en su conjunto.
La defensa de la legalidad, en el Estado de Derecho, no es otra cosa que la defensa de la vigencia del Derecho en el Estado, y se refiere, fundamentalmente, a la legalidad de la actuación de las instituciones y al respeto de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Con este objeto, la Constitución ha facultado al Ministerio Público para “promover la actuación de la justicia” en defensa del orden institucional (artículo 120). Ello, a la vez, constituye un presupuesto esencial para defender “los intereses generales de la sociedad”; porque el orden institucional es el que ofrece las condiciones elementales para asegurar la libertad de los ciudadanos y de todos sus derechos esenciales. Nadie puede hoy negar que sin orden institucional es imposible la convivencia justa y pacífica, y sin ambas es inconcebible lograr el verdadero fin del Estado: la libertad de los hombres cuya cooperación organiza, ordena y regula. Ambas -la tutela del orden constitucional expresado como principio de la legalidad, y la de los intereses generales de la sociedad- constituyen las dos caras de un mismo problema.
De este modo, que la Constitución Nacional le haya dado esta misión al Ministerio Público obedece a la lógica del Estado de Derecho. El pueblo soberano ha puesto la custodia de la legalidad, la custodia del Derecho en manos de un órgano público independiente y autónomo, a fin de que pueda requerir a los jueces la efectividad de dicha tutela. La libertad sólo es posible cuando se vive en paz; sin paz no hay libertad. Y ésta debe ser la preocupación fundamental del Derecho y del Estado.
Los acontecimientos mundiales nos han enseñado que estamos compelidos a realizar una profunda conversión de nuestro pensamiento. Las fuentes de significación y las certezas de la modernidad (tales como la fe en el progreso; la creencia de que el avance tecnológico mejoraría el nivel de vida; la equivalencia entre crecimiento económico y desarrollo humano; etc.) se están agotando rápidamente en una sucesión temporal que acelera cada vez más la historia. Ampliar los horizontes mentales es un deber inexcusable para quienes ejercemos una autoridad pública. Y esa conversión implica que, aun entre los escombros de las catástrofes humanas, podemos descubrir una singular oportunidad de cambio. La actuación de las instituciones públicas que implique el avasallamiento de los derechos fundamentales de las personas y del orden institucional son una señal, un signo, del peligro de disolución social y constituyen una violación del Estado de Derecho.
Como bien es sabido, nuestro sistema de control de la supremacía constitucional, al ser difuso, habilita a todo juez, a cualquier tribunal de cualquier instancia, para ejercerlo; e incluso, recientemente, V.E. aceptó ampliar la posibilidad de dicho control a la “declaración de oficio” por parte de los jueces (Fallos: 324:3219).
El Ministerio Público, en el marco de su tarea de velar por la vigencia del orden público constitucional y los intereses generales de la sociedad debe actuar en “defensa del orden jurídico en su integralidad” y denunciar, por tanto, los actos y las normas que se opongan a la Constitución (Fallos: 2:1857; 311:593; 315:319 y 2255); máxime cuando se hallan en juego los derechos y libertades fundamentales reconocidos en ella y en los instrumentos del Derecho internacional de los derechos humanos, a los que expresamente el constituyente otorgó jerarquía constitucional. Esas son las notas características, la misión fundacional y fundamental a la que no puede renunciar bajo ningún concepto el Ministerio Público, porque debe cumplir, en definitiva, con la representación de la sociedad argentina.
B. En reiteradas ocasiones he sostenido que los casos de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, como las ocurridas en nuestro país entre los años 1976 -y aun antes- y 1983, exigen como imperativo insoslayable, y más allá de la posibilidad de imponer sanciones, una búsqueda comprometida de la verdad histórica como paso previo a una reconstrucción moral del tejido social y de los mecanismos institucionales del Estado (cf. dictámenes de Fallos: 321:2031 y 322:2896, entre otros).
Tal como expresé en el precedente “Suarez Mason” (Fallos: 321:2031) el respeto absoluto de los derechos y garantías individuales exige un compromiso estatal de protagonismo del sistema judicial; y ello por cuanto la incorporación constitucional de un derecho implica la obligación de su resguardo judicial. Destaqué, asimismo, que la importancia de esos procesos para las víctimas directas y para la sociedad en su conjunto demanda un esfuerzo institucional en la búsqueda y reconstrucción del Estado de Derecho y la vida democrática del país, y que, por ende, el Ministerio Público Fiscal no podía dejar de intervenir en ellos de un modo decididamente coherente y con la máxima eficiencia. Esta postura institucional ha sido sustentada durante mi gestión mediante el dictado de las resoluciones 73/98, 74/98, 40/99, 15/00, 41/00 y 56/01, ocasiones en que he sostenido la necesidad de empeñar nuestros esfuerzos para que las víctimas obtengan la verdad sobre su propia historia y se respete su derecho a la justicia.
Pues bien, en este mismo orden de pensamiento, y puesto ante la decisión de precisar los alcances de la obligación de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones de los derechos humanos y del derecho a la justicia, creo que el compromiso estatal no puede agotarse, como regla de principio, en la investigación de la verdad, sino que debe proyectarse, cuando ello es posible, a la sanción de sus responsables. Como lo expondré en los acápites siguientes, la falta de compromiso de las instituciones con las obligaciones de respeto, pero también de garantía, que se hallan implicadas en la vigencia efectiva de los derechos humanos, no haría honor a la enorme decisión que ha tomado el Constituyente al incorporar a nuestra Carta Magna, por medio del artículo 75, inciso 22, los instrumentos internacionales de derechos humanos de mayor trascendencia para la región.
Esta línea de política criminal es consecuente con la tesitura que he venido sosteniendo desde este Ministerio Público Fiscal en cada oportunidad que me ha tocado dictaminar sobre la materia (cf. dictámenes en Fallos: 322:2896; 323:2035; 324:232; 324:1683, y en los expedientes A 80 L. XXXV “Engel, Débora y otro s/hábeas data”, del 10/3/99; V 34 L. XXXVI “Videla, Jorge R. s/falta de jurisdicción y cosa juzgada”, del 14/11/00; V 356 L. XXXVI “Vázquez Ferrá, Karina s/privación de documento”, del 7/5/2001 -LA LEY, 2003-F, 437-).
Pienso, además, que la reconstrucción del Estado nacional, que hoy se reclama, debe partir necesariamente de la búsqueda de la verdad, de la persecución del valor justicia y de brindar una respuesta institucional seria a aquellos que han sufrido el avasallamiento de sus derechos a través de una práctica estatal perversa y reclaman una decisión imparcial que reconozca que su dignidad ha sido violada.
El sistema democrático de un Estado que durante su vida institucional ha sufrido quiebres constantes del orden constitucional y ha avasallado en forma reiterada las garantías individuales básicas de sus ciudadanos requiere que se reafirme para consolidar su sistema democrático, aquello que está prohibido sobre la base de los valores inherentes a la persona. La violencia que todavía sigue brotando desde el interior de algunas instituciones y que hoy en forma generalizada invade la vida cotidiana de nuestro país debe ser contrarrestada, ciertamente, con mensajes claros de que impera el Estado de Derecho, sobre reglas inconmovibles que deben ser respetadas sin excepción, y que su violación apareja necesariamente su sanción. No hace falta aquí mayores argumentaciones si se trata de violaciones que, por su contradicción con la esencia del hombre, resultan atentados contra toda la humanidad.
C. En consecuencia, debo reafirmar aquí la posición institucional sostenida a lo largo de mi gestión, en el sentido de que es tarea del Ministerio Público Fiscal, como custodio de la legalidad y los intereses generales de la sociedad, como imperativo ético insoslayable, garantizar a las víctimas su derecho a la jurisdicción y a la averiguación de la verdad sobre lo acontecido en el período 1976-1983, en un contexto de violación sistemática de los derechos humanos, y velar, asimismo, por el cumplimiento de las obligaciones de persecución penal asumidas por el Estado argentino.
Todo ello, en consonancia con la obligación que pesa sobre el Ministerio Público Fiscal, cuando se halla frente a cuestiones jurídicas controvertidas, de optar, en principio, por aquella interpretación que mantenga vigente la acción y no por la que conduzca a su extinción. Esta posición ha sido sostenida, como pilar de actuación del organismo, desde los Procuradores Generales doctores Elías Guastavino y Mario Justo López, en sus comunicaciones de fecha 19 de octubre de 1977 y 24 de julio de 1979, respectivamente, y mantenida hasta la actualidad (cf., entre otras, Res. 3/86, 25/88, 96/93, MP 82/96, MP 39/99, MP 22/01).
VII. Es por todos conocido que la naturaleza de las leyes “de obediencia debida” y “de punto final”, que en este caso han sido invalidadas por el a quo, ha sido materia de controversia. Para ello no cabe más que remitirse, por razones de brevedad, al precedente “Camps” del año 1987 (Fallos: 310:1162), que dejó sentada la posición del máximo Tribunal en ese entonces respecto a su validez constitucional y, al cual se han remitido los diversos fallos posteriores que las han aplicado (Fallos: 311:401, 816, 890, 1085 y 1095; 312: 111; 316:532 y 2171 y 321:2031, entre otros).
Sin embargo, a mi entender, ya sea que se adopte la postura en torno a que la ley de obediencia debida constituye una eximente más que obsta a la persecución penal de aquellas previstas en el Código Penal o que la ley de punto final representa una causal de prescripción de la acción -cuyo régimen compete al Congreso Nacional legislar-, lo cierto es que el análisis correcto de sus disposiciones debe hacerse en torno a los efectos directos o inmediatos que han tenido para la persecución estatal de crímenes de la naturaleza de los investigados y, en este sentido, analizar si el Poder Legislativo de la Nación estaba facultado para dictar un acto que tuviera esas consecuencias. Por lo tanto, ya en este punto he de dejar aclarado que este Ministerio Público las considerará en forma conjunta como “leyes de impunidad” dispuestas por un órgano del gobierno democrático repuesto luego del quiebre institucional.
A esta altura, no es posible desconocer que el gobierno militar que usurpó el poder en el período comprendido entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983 se atribuyó la suma del poder público, se arrogó facultades extraordinarias y en ejercicio de estos poderes implementó, a través del terrorismo de Estado, una práctica sistemática de violaciones a garantías constitucionales (cf. Informe sobre la situación de los derechos humanos en la Argentina, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, aprobado en la sesión del 11 de abril de 1980; Informe de la Comisión Nacional sobre desaparición de Personas [CONADEP], del 20 de septiembre de 1984 y Fallos: 309:1689).
Por lo tanto, la cuestión gira en torno a la afirmación de que estas leyes, por su propia naturaleza, han impedido a los órganos de administración de justicia el ejercicio de la acción penal ante la comisión de determinados hechos que constituyeron graves violaciones de los derechos humanos y por los cuales la vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaron a merced del gobierno de facto.
Cabe abordar, por ello, la cuestión si el contenido de las leyes en análisis resulta conciliable con lo dispuesto por el artículo 29 de la Constitución Nacional.
Ciertamente el artículo 29 contiene prohibiciones al Legislativo y al Ejecutivo que, en puridad, se derivan ya del principio de separación de poderes que es inherente a la forma republicana de gobierno adoptada por la Constitución, y que surgen implícitas, asimismo, de las normas que delimitan las distintas esferas de actuación de los poderes de gobierno. Sin embargo, lejos de representar una reiteración superficial, la cláusula contiene un anatema que sólo se comprende en todo su significado cuando se lo conecta con el recuerdo de la dolorosa experiencia histórico-política que antecedió a la organización nacional. Como enseña González Calderón, este artículo “fue inspirado directamente en el horror y la indignación que las iniquidades de la dictadura [se refiere a Rosas] engendraron en los constituyentes, pero es bueno recordar que también otros desgraciados ejemplos de nuestra historia contribuyeron a que lo incluyeran en el código soberano” (Juan A. González Calderón, Derecho Constitucional Argentino, 3° ed., t. I, Buenos Aires, 1930, pág. 180).
En efecto, sólo en el marco de esos hechos históricos puede comprenderse correctamente el objetivo político que los constituyentes persiguieron con su incorporación. Permítaseme, por ello, traer a colación algunos antecedentes -anteriores al dictado de la Constitución Nacional de 1853/1860- en los que las Legislaturas concedieron “facultades extraordinarias” al Poder Ejecutivo, y que resultaron, sin duda, determinantes a la hora de concebir la cláusula constitucional. Así, puede recordarse las otorgadas por la Asamblea General el 8 de setiembre y 15 de noviembre de 1813 al Segundo Triunvirato, para que “obre por sí con absoluta independencia” y con el objetivo de “conservar la vida del pueblo” (Ravignani, Emilio, Asambleas Constituyentes Argentinas, Buenos Aires, 1937, t. I, pág. 72); también aquellas que se otorgaron el 17 de febrero de 1820 a Manuel de Sarratea, como gobernador de Buenos Aires “con todo el lleno de facultades” (Méndez Calzada, La función judicial en las primeras épocas de la independencia”, pág. 357-359, Buenos Aires, 1944); las dadas al entonces gobernador Martín Rodríguez, el 6 de octubre del mismo año, para “la salud del pueblo”; y claramente las concedidas al también gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, el 6 de diciembre de 1829, el 2 de agosto de 1830 y el 7 de marzo de 1835 (Ravignani, op. cit.).
Es curioso destacar que las razones alegadas en aquellos momentos -al igual que desde el año 1930, en ocasión de la constante interrupción de la vida democrática del país-, han estado siempre basadas en la identificación “por algunos” de graves e inminentes “peligros para la Patria”. Ello, con la consecuente decisión de que los cauces institucionales propios del Estado no eran aptos para despejar estos peligros, y sí lo era la violación de la garantía republicana de división de poderes y el recorte de las libertades individuales. En aquellas épocas se sostenía: “… se hace necesario sacrificar momentáneamente al gran fin de salvar la existencia del país … los medios ordinarios de conservar las garantías públicas y las particulares de los ciudadanos …”. (Ravignani, op. cit. pág. 1087).
Fue, pues, sobre la base de esta realidad, que el constituyente incorporó el artículo 29 del texto constitucional, en clara reacción contra aquellos que pretendieran otorgar o ejercer, con la excusa de querer proteger a la Nación de “graves peligros”, poderes omnímodos al gobernante, con la consecuente violación del principio republicano de división de poderes y el inevitable avasallamiento de las libertades civiles y los derechos inherentes a las personas que ese ejercicio ilimitado de poder trae aparejado.
En este sentido, suele citarse como antecedente inmediato del texto del artículo 29 una decisión de la legislatura de la provincia de Corrientes. El Congreso General Constituyente provincial sancionó el 16 y 17 de diciembre de 1840 dos leyes cuyo contenido era la prohibición de que la provincia fuera gobernada por alguna persona con facultades extraordinarias o la suma del poder público. La razón de estas leyes quedó expuesta en el mensaje que se envió con ellas; así, se dijo que se ha querido imponer este límite “…aleccionados por la experiencia de los males que se han sufrido en todo el mundo por la falta de conocimiento claro y preciso de los primeros derechos del hombre en sociedad…”; que “…los representantes de una sociedad no tienen más derechos que los miembros que la componen”, y que en definitiva, “aquellos no pueden disponer de la vida y libertad, derechos inalienables del hombre…” (cit. por Rubianes, Joaquín “Las facultades extraordinarias y la suma del poder público”, Revista Argentina de Ciencias Políticas, t. 12, 1916) y contra aquellos que la calificaron de superflua, José Manuel Estrada, en su Curso de Derecho Constitucional, enseñaba sobre el origen del artículo 29 de la Constitución y las razones de su incorporación al texto constitucional “…nunca son excesivas las precauciones de las sociedades en resguardo de sus derechos… Mirémoslo con respeto, está escrito con la sangre de nuestros hermanos”.
Ahora bien, sobre la base de estos antecedentes, pienso que basta comparar las circunstancias históricas que acabo de reseñar con las que tuvieron lugar durante el último gobierno de facto para concluir que durante los años 1976 a 1983 se vivió en nuestro país la situación de concentración de poder y avasallamiento de los derechos fundamentales condenada enfáticamente por el artículo 29 de la Constitución Nacional (cf., asimismo, Fallos: 309: 1689 y debate parlamentario de la sanción de la ley 23.040, por la cual se derogó la ley de facto 22.924).
Desde antiguo, sin embargo, esta Procuración y la Corte han interpretado que el contenido del anatema de esa cláusula constitucional no se agota en la prohibición y condena de esa situación, sino que, por el contrario, la cláusula, conforme a su sentido histórico-político, implica asimismo un límite infranqueable a la facultad legislativa de amnistiar.
Es que, como fuera expresado por Sebastián Soler en el dictamen que se registra en Fallos: 234:16, una amnistía importa en cierta medida la derogación de un precepto, lo cual sería inadmisible constitucionalmente en este caso, puesto que ha sido el constituyente quien ha impuesto categóricamente la prohibición, de modo que sólo él podría desincriminar los actos alcanzados por el artículo 29 de la Constitución Nacional. Esta ha sido la interpretación que el Ministerio Público Fiscal sostuvo en el dictamen de Fallos: 234:16, en el que dejó sentado el error de:
“…asignar al Poder Legislativo, o al que ejerza las funciones propias de éste, la atribución de amnistiar un hecho que, por la circunstancia de estar expresamente prohibido por la Constitución Nacional, se halla, a todos sus efectos, fuera del alcance de la potestad legislativa […] Aceptar en semejantes condiciones que los sujetos de tal exigencia tienen la facultad de enervarla mediante leyes de amnistía, significa tanto como admitir el absurdo de que es la Constitución misma la que pone en manos de éstos el medio de burlarla, o bien dar por sentada la incongruencia de que la imperatividad de la norma, expresada en términos condenatorios de singular rigor, no depende sino de la libre voluntad de quienes son precisamente sus destinatarios exclusivos. Se trata en la especie de un delito que sólo puede cometerse en el desempeño de un poder político, que afecta la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno, y que deriva de una disposición constitucional […] En resumen, el verdadero sentido del artículo 20 es el de consagrar una limitación a las atribuciones de los poderes políticos, y el de considerar el exceso a los límites impuestos como una grave trasgresión a cuyos autores estigmatiza con infamia. Y si la Constitución se ha reservado exclusivamente para sí ese derecho, quienes quisieran de algún modo interferirlo a través de la sanción de una ley de amnistía, se harían pasibles, en cierta medida, de la misma trasgresión que quieren amnistiar.”
En sentido concordante con esa posición V.E. resolvió en Fallos 234:16 y 247:387 -en este último respecto de quien era imputado de haber ejercido facultades extraordinarias-, que:
“el artículo 29 de la Constitución Nacional -que categóricamente contempla la traición a la patria- representa un límite infranqueable que el Congreso no puede desconocer o sortear mediante el ejercicio de la facultad de conceder amnistías…”.
Una correcta interpretación del artículo 29, por consiguiente, permite colegir que existe un límite constitucional al dictado de una amnistía o cualquier otra clase de perdón no sólo para el Poder Legislativo que otorgara facultades prohibidas por la Constitución Nacional, sino también para aquellos que hubieran ejercido esas facultades.
En mi opinión, sin embargo, tampoco aquí se agotan las implicancias que derivan del texto constitucional atendiendo a su significado histórico-político. Por el contrario, pienso que un desarrollo consecuente del mismo criterio interpretativo que ha permitido extraer los corolarios anteriores debe llevar a la conclusión de que tampoco los delitos cometidos en el ejercicio de la suma del poder público, por los cuales la vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaran a merced de persona o gobierno alguno, son susceptibles de ser amnistiados o perdonados. En efecto, sería un contrasentido afirmar que no podrían amnistiarse la concesión y el ejercicio de ese poder, pero que sí podrían serlo los delitos por los que la vida, el honor y la fortuna de los argentinos fueron puestas a merced de quienes detentaron la suma del poder público. Ello tanto más cuanto que los claros antecedentes históricos de la cláusula constitucional demuestran que el centro de gravedad del anatema que contiene, y que es, en definitiva, el fundamento de la prohibición de amnistiar, es decir, aquello que en última instancia el constituyente ha querido desterrar, no es el ejercicio de facultades extraordinarias o de la suma del poder público en sí mismo, sino el avasallamiento de las libertades civiles y las violaciones a los derechos fundamentales que suelen ser la consecuencia del ejercicio ilimitado del poder estatal, tal como lo enseña -y enseñaba ya por entonces- una experiencia política universal y local. Empero, estos ilícitos rara vez son cometidos de propia mano por quienes detentan de forma inmediata la máxima autoridad, pero sí por personas que, prevaliéndose del poder público o con su aquiescencia, se erigen en la práctica en señores de la vida y la muerte de sus conciudadanos.
En definitiva, se está frente a la relevante cuestión de si no es materialmente equivalente amnistiar la concesión y el ejercicio de la suma del poder público que amnistiar aquellos delitos, cometidos en el marco de ese ejercicio ilimitado, cuyos efectos hubieran sido aquellos que el constituyente ha querido evitar para los argentinos. En cierta medida, conceder impunidad a quienes cometieron delitos que sólo pueden ser explicados en el contexto de un ejercicio ilimitado del poder público representa la convalidación del ejercicio de esas facultades extraordinarias en forma retroactiva. Por ello, si por imperio del artículo 29 de la Constitución Nacional la concesión de la suma del poder público y su ejercicio se hallan prohibidos, y no son amnistiables, los delitos concretos en los que se manifiesta el ejercicio de ese poder tampoco pueden serlo.
Con el objeto de evitar confusiones, sin embargo, debe quedar bien en claro que con esta interpretación no pretendo poner en debate los límites del tipo penal constitucional que el artículo 29 contiene con relación a los legisladores que concedieren la suma del poder público; es decir, que en modo alguno se trata de extender analógicamente los alcances de ese tipo a otras personas y conductas, en contradicción con el principio de legalidad material (artículo 18 de la ley fundamental). Antes bien, lo que he precisado aquí es el alcance de las facultades constitucionales de un órgano estatal para eximir de pena los graves hechos delictivos que ha querido prevenir en su artículo 29 de la Constitución Nacional. Por ello, no es posible objetar los razonamientos de índole analógico que, con base en el sentido histórico político de esa cláusula constitucional, he efectuado para precisar las conductas que, a mi modo de ver, quedan fuera de la potestad de amnistiar o perdonar.
Por consiguiente, toda vez que, como lo expresé en el acápite precedente, no cabe entender los hechos del caso, sino como una manifestación más del ejercicio arbitrario de poder por el que el último gobierno de facto puso los derechos más fundamentales de los ciudadanos a su merced y de las personas que en su nombre actuaban, he de concluir que las leyes 23.492 y 23.521 son inconstitucionales en tanto por intermedio de ellas se pretende conceder impunidad a quien es imputado como uno de sus responsables.
VIII. En el acápite anterior he expuesto las razones por las que considero que para la época de su sanción los argumentos que se derivan del artículo 29 ya eran suficientes para concluir en la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final.
Si a pesar de todo se entendiera, como ocurrió en el fallo “Camps” (Fallos: 310:1162), que ello no es así, nuevos argumentos, producto de la evolución del pensamiento universal en materia de derechos humanos, han venido a corroborar la doctrina que permite extraer una sana interpretación del sentido histórico-político del artículo 29 de la Constitución, y obligan a replantear la solución a la que se arribó en el caso “Camps” mencionado.
En concreto, en lo que sigue expondré las razones por las que considero que las leyes cuestionadas resultan, en el presente caso, incompatibles con el deber de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones a los derechos humanos que surge de los artículos 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; normas éstas que integran el derecho interno nacional con jerarquía constitucional.
A. El control judicial de constitucionalidad implica la revisión de decisiones que los representantes de la ciudadanía han tomado en virtud de su mandato constitucional y, en este sentido, es preciso reconocer su carácter, de algún modo, contra-mayoritario. En atención a ello es que la declaración de inconstitucionalidad de una ley del Congreso debe estar guiada por parámetros sumamente estrictos, debe tener el carácter de última ratio y fundarse en la imposibilidad de compatibilizar la decisión mayoritaria con los derechos reconocidos por el texto fundamental.
Sin embargo, el test de constitucionalidad de una norma debe tener correspondencia, también, con el momento histórico en el que ese análisis es realizado. Son ilustrativas las discusiones de teoría constitucional sobre el paso del tiempo y la interpretación de los textos constitucionales escritos. Así, es doctrina pacífica la necesidad de realizar una interpretación dinámica de la Constitución, de acuerdo con la evolución de los valores de la sociedad y la atención que requieren aquellos momentos históricos en los que se operan cambios sustanciales de los paradigmas valorativos y, por consiguiente, interpretativos.
En tal sentido, no puede desconocerse que la evolución del Derecho internacional, producto de la conciencia del mundo civilizado de la necesidad de trabajar con nuevas herramientas que sean capaces de impedir que el horror y la tragedia envuelvan cotidianamente a la humanidad, ha puesto en evidencia nuevos desafíos para los Estados nacionales. Como consecuencia se ha producido una evolución y consolidación de todo un corpus normativo que se ha materializado en una nueva rama del Derecho internacional público, como lo es el Derecho internacional de los derechos humanos.
A mi entender, nuestro país ha vivido, en consonancia con esta evolución mundial, un cambio sustancial en la concepción de su ordenamiento jurídico, en virtud de la evolución del Derecho internacional de los derechos humanos, que comenzó por plasmarse en la jurisprudencia del más alto Tribunal y que ha tenido su máxima expresión en la reforma constitucional de 1994. En efecto, es importante destacar que no sólo se ha operado en nuestro país un cambio de paradigma interpretativo de la Constitución, esto es un nuevo momento constitucional (cf. Ackerman, Bruce, We the People: Foundations, Cambridge, Mass. Harvard U. P., 1991), sino que además, si alguna duda pudiera caber al respecto, dicha evolución ha hallado reconocimiento expreso en la reforma del texto escrito de la Constitución Nacional.
Es a la luz de este nuevo paradigma valorativo que se impone, en mi opinión, una revisión de los argumentos que sobre esta misma materia efectuó V.E. en el precedente de Fallos: 310:1162 ya citado.
B. Antes de proseguir, y para dar contexto a este análisis, creo necesario hacer una referencia obligada a la cuestión de la aplicación en el ámbito interno de las normas del Derecho internacional por las que se ha obligado la República Argentina.
Es sabido que el Derecho internacional remite al ordenamiento jurídico interno de cada Estado la decisión acerca de cómo habrán de incorporarse las normas del Derecho internacional en el Derecho interno. Así, las normas de un Estado podrían disponer la aplicación automática y directa de las normas internacionales -en la medida en que fueran operativas- en el ámbito interno, o podrían exigir que cada norma internacional tuviera que ser receptada por una norma interna que la incorpore. Por otra parte, y de acuerdo con las reglas del Derecho internacional público, también corresponde al orden jurídico interno resolver las relaciones de jerarquía normativa entre las normas internacionales y las normas internas (Fallos: 257:99).
De antiguo se ha entendido que nuestra Constitución ha optado por la directa aplicación de las normas internacionales en el ámbito interno. Ello significa que las normas internacionales vigentes con relación al Estado argentino no precisan ser incorporadas al Derecho interno a través de la sanción de una ley que las recepte, sino que ellas mismas son fuente autónoma de Derecho interno junto con la Constitución y las leyes de la Nación.
Esta interpretación tiene base en lo establecido en el artículo 31 del texto constitucional, que enumera expresamente a los tratados con potencias extranjeras como fuente autónoma del Derecho positivo interno y, en lo que atañe a la costumbre internacional y los principios generales de derecho, en lo dispuesto por el artículo 118, que dispone la directa aplicación del derecho de gentes como fundamento de las sentencias de la Corte (Fallos: 17:163; 19:108; 43:321; 176: 218; 202:353; 211:162; 257:99; 316:567; 318:2148, entre otros).
Por consiguiente, las normas del Derecho internacional vigentes para la República Argentina -y con ello me refiero no sólo a los tratados, sino también a las normas consuetudinarias y a los principios generales de derecho- revisten el doble carácter de normas internacionales y normas del ordenamiento jurídico interno y, en este último carácter, integran el orden jurídico nacional junto a las leyes y la Constitución (cf. artículo 31, Fallos: 257:99 y demás citados).
En este punto, sin embargo, corresponde efectuar una reseña de la evolución que ha experimentado nuestro ordenamiento jurídico en cuanto al orden de prelación de las normas que lo integran. Al respecto, lo que queda claro -y en ningún momento se ha visto alterado- es la supremacía de la Constitución sobre las demás normas del Derecho positivo nacional, incluidas las normas de Derecho internacional vigentes para el Estado argentino (cf. artículos 27 y 31 del texto constitucional y Fallos: 208:84; 211:162).
En cambio, en lo atinente a las relaciones de jerarquía entre las leyes nacionales y las normas del Derecho internacional vigentes para el Estado argentino, la interpretación de nuestra constitución ha transitado varias etapas. Así, luego de una primera etapa en la cual se entendió que las normas internacionales poseían rango superior a las leyes nacionales (Fallos: 35:207), sobrevino un extenso período en el cual se consideró que éstas se hallaban en un mismo plano jerárquico, por lo que debían regir entre ellas los principios de ley posterior y de ley especial (Fallos: 257:99 y 271:7). A partir del precedente que se registra en Fallos: 315:1492 se retornó a la doctrina Fallos: 35:207 y, con ello, a la interpretación del artículo 31 del texto constitucional según la cual los tratados internacionales poseen jerarquía superior a las leyes nacionales y cualquier otra norma interna de jerarquía inferior a la Constitución Nacional. Esta línea interpretativa se consolidó durante la primera mitad de los años noventa (Fallos: 316:1669 y 317:3176) y fue un importante antecedente para la reforma constitucional de 1994 que dejó sentada expresamente la supremacía de los tratados por sobre las leyes nacionales y confirió rango constitucional a los pactos en materia de derechos humanos (artículo 75, inciso 22, de la Constitución).
Con posterioridad a la reforma constitucional la Corte Suprema sostuvo que el artículo 75, inciso 22, al asignar dicha prioridad de rango, sólo vino a establecer en forma expresa lo que ya surgía en forma implícita de una correcta interpretación del artículo 31 de la Constitución Nacional en su redacción originaria (Fallos: 317:1282 y, posteriormente, 318:2645; 319:1464 y 321:1030).
C. Llegados a este punto, corresponde adentrarse en la cuestión referida a la compatibilidad de las leyes en análisis con normas internacionales que, como acabo de reseñar, son a la vez normas internas del orden jurídico nacional de jerarquía constitucional. Como lo he expuesto, me refiero a aquellas normas que imponen al Estado argentino el deber de investigar y sancionar las violaciones de los derechos humanos y los crímenes contra la humanidad (artículo 1.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos y del 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).
En concreto, si las leyes 23.492 y 23.521 contuvieran disposiciones contrarias a esos tratados internacionales, o hicieren imposible el cumplimiento de las obligaciones en ellos asumidas, su sanción y aplicación comportaría una trasgresión al principio de jerarquía de las normas y sería constitucionalmente inválida (artículo 31 de la Constitución Nacional).
Creo, sin embargo, conveniente destacar que no se trata de examinar la compatibilidad de actos del último gobierno de facto con el deber de no violar los derechos fundamentales reconocidos en la Convención Americana o en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, sino de confrontar la validez de actos del gobierno de iure que asumió el poder en 1983, y que consistieron en la sanción de las leyes 23.492 y 23.521, durante el año 1987, con la obligación de investigar seriamente y castigar las violaciones a esos derechos, que se desprende de los mencionados instrumentos internacionales.
Y, en tal sentido, cabe recordar que la Convención Americana sobre Derechos Humanos había sido ratificada por el Estado argentino en 1984 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en 1986, es decir, con anterioridad a la sanción de las leyes cuestionadas, y, por otra parte, que la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre -vigente al momento en que los crímenes ocurrieron- obligaba ya al Estado argentino a investigar y sancionar las graves violaciones de los derechos humanos, puesto que ella misma es fuente de obligaciones internacionales, y así lo ha establecido la Corte Interamericana en sus decisiones (cf., en cuanto al pleno valor vinculante de la Declaración Americana, CIDH, OC-10/89, del 4/7/89). Por ello, queda descartada cualquier objeción referente a la aplicación retroactiva de los instrumentos mencionados (cf. Informe de la Comisión N° 28/92, casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina, párr. 50).
Es, en efecto, un principio entendido por la doctrina y jurisprudencia internacionales que las obligaciones que derivan de los tratados multilaterales sobre derechos humanos para los Estados Partes no se agotan en el deber de no violar los derechos y libertades proclamados en ellos (deber de respeto), sino que comprenden también la obligación de garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción (deber de garantía). En el ámbito regional, ambas obligaciones se hallan establecidas en el artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Como es sabido, el contenido de la denominada obligación de garantía fue precisado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde el primer caso que inauguró su competencia contenciosa (caso Velásquez Rodríguez, sentencia del 29 de julio de 1988, Serie C, N° 4). En ese leading case la Corte expresó que:
“La segunda obligación de los Estados Partes es la de ‘garantizar’ el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en la Convención a toda persona sujeta a su jurisdicción. Esta obligación implica el deber de los Estados Partes de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como consecuencia de esta obligación, los Estados deben prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención y procurar, además, el restablecimiento, si es posible, del derecho conculcado y, en su caso, la reparación de los daños producidos por la violación de los derechos humanos” (cf. caso Velásquez Rodríguez, ya citado, párr. 166-. Esta jurisprudencia ha sido reafirmada en los casos Godínez Cruz -sentencia del 20 de enero de 1989, Serie C, N° 5, párr. 175- y El Amparo, Reparaciones -sentencia del 14 de septiembre de 1996, Serie C, N° 28, párr. 61-, entre otros).
Recientemente, sin embargo, en el caso “Barrios Altos”, la Corte Interamericana precisó aún más las implicancias de esta obligación de garantía en relación con la vigencia de los derechos considerados inderogables, y cuya afectación constituye una grave violación de los Derechos Humanos cuando no la comisión de un delito contra la humanidad. En ese precedente quedó establecido que el deber de investigar y sancionar a los responsables de violaciones a los derechos humanos implicaba la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera por efecto conceder impunidad a los responsables de hechos de la gravedad señalada. Y si bien es cierto que la Corte se pronunció en el caso concreto sobre la validez de una autoamnistía, también lo es que, al haber analizado dicha legislación por sus efectos y no por su origen, de su doctrina se desprende, en forma implícita, que la prohibición rige tanto para el caso de que su fuente fuera el propio gobierno que cometió las violaciones o el gobierno democrático restablecido (cf. caso Barrios Altos, Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú, Sentencia de 14 de Marzo de 2001 e Interpretación de la Sentencia de Fondo, Art. 67 de la CADH, del 3 de Septiembre de 2001). En sus propias palabras:
“Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (párr. 41).
“…a la luz de las obligaciones generales consagradas en los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y eficaz, en los términos de los artículos 8 y 25 de la Convención. Es por ello que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención. Las leyes de autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana. Este tipo de leyes impide la identificación de los individuos responsables de violaciones a derechos humanos, ya que se obstaculiza la investigación y el acceso a la justicia e impide a las víctimas y a sus familiares conocer la verdad y recibir la reparación correspondiente” (párr. 43).
“Como consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables…” (párr. 44).
Por lo demás, en sentido coincidente, también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se expidió en diferentes oportunidades sobre el deber de los Estados Parte de la Convención de investigar y, en su caso, sancionar las graves violaciones a los derechos humanos. En su informe N° 28/92 (casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina) sostuvo que las leyes de Obediencia Debida y Punto Final son incompatibles con el artículo XVIII de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y los artículos 1, 8 y 25 de la Convención Americana. Asimismo, recomendó al Gobierno argentino “la adopción de medidas necesarias para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la pasada dictadura militar” (cf., en igual sentido, Informe N° 29/92, Casos 10.029, 10.036, 10.145, 10.305, 10.372, 10.373, 10.374 y 10.375, Uruguay, 2 de octubre de 1992, párr. 35, 40, 45 y 46; y caso “Carmelo Soria Espinoza v. Chile”, caso 11.725, Informe N° 133/99).
Al respecto, es importante destacar que también la Comisión consideró que las leyes de punto final y de obediencia debida eran violatorias de los derechos a la protección judicial y a un proceso justo en la medida en que su consecuencia fue la paralización de la investigación judicial (artículo 25 de la Convención Americana y XVIII de la Declaración Americana). Así lo expresó en el ya mencionado Informe 28/92:
“En el presente informe uno de los hechos denunciados consiste en el efecto jurídico de la sanción de las Leyes… en tanto en cuanto privó a las víctimas de su derecho a obtener una investigación judicial en sede criminal, destinada a individualizar y sancionar a los responsables de los delitos cometidos. En consecuencia, se denuncia como incompatible con la Convención la violación de las garantías judiciales (artículo 8) y del derecho de protección judicial (artículo 25), en relación con la obligación para los Estados de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos (artículo 1.1 de la Convención) (párr. 50).
De lo expuesto se desprende sin mayor esfuerzo que los artículos 1° de la ley 23.492 y 1°, 3° y 4° de la ley 23.521 son violatorios de los artículos 1.1, 2, 8 y 25 de la Convención Americana, en tanto concedan impunidad a los responsables de violaciones graves a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, como lo es la desaparición forzada de persona materia de la presente causa.
Creo, sin embargo, necesario destacar, en relación al contenido del deber de investigar y sancionar, un aspecto que estimo de suma trascendencia al momento de evaluar la constitucionalidad de leyes de impunidad como la de punto final y obediencia debida. Me refiero a que el contenido de esta obligación en modo alguno se opone a un razonable ejercicio de los poderes estatales para disponer la extinción de la acción o de la pena, acorde con las necesidades políticas del momento histórico, en especial, cuando median circunstancias extraordinarias.
En este sentido, la propia Corte Interamericana, por intermedio del voto de uno de sus magistrados, ha reconocido que, en ciertas circunstancias, bien podría resultar conveniente el dictado de una amnistía para el restablecimiento de la paz y la apertura de nuevas etapas constructivas en la vida en el marco de “un proceso de pacificación con sustento democrático y alcances razonables que excluyen la persecución de conductas realizadas por miembros de los diversos grupos en contienda…”. Sin embargo, como a renglón seguido también lo expresa esa Corte, “esas disposiciones de olvido y perdón no pueden poner a cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos, que significan un grave menosprecio de la dignidad del ser humano y repugnan a la conciencia de la humanidad” (cf. “Barrios Altos”, voto concurrente del Juez García Ramírez, párr. 10 y 11).
Con idéntica lógica los propios pactos internacionales de derechos humanos permiten a los Estados Parte limitar o suspender la vigencia de los derechos en ellos proclamados en casos de emergencia y excepción, relacionados en general con graves conflictos internos o internacionales, no obstante lo cual expresamente dejan a salvo de esa potestad un conjunto de derechos básicos que no pueden ser afectados por el Estado en ningún caso. Así, por ejemplo, el artículo X de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas ha receptado este principio al establecer que:
“en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales, tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública, como justificación de la desaparición forzada de personas”.
También el artículo 2.2 de la Convención contra la Tortura que expresa:
“en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como el estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura” (en el mismo sentido el articulo 5° de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura).
De acuerdo con este principio, por lo tanto, un Estado podría invocar situaciones de emergencia para no cumplir, excepcionalmente, con algunas obligaciones convencionales, pero no podría hacerlo válidamente respecto de ese conjunto de derechos que son considerados inderogables. Y con la misma lógica que se postula para la exégesis del artículo 29 de la Constitución Nacional, se ha sostenido que la violación efectiva de alguno de esos derechos ha de tener como consecuencia la inexorabilidad de su persecución y sanción, pues su inderogabilidad se vería seriamente afectada si existiera el margen para no sancionar a aquellos que hubieran violado la prohibición absoluta de no afectarlos.
Pienso que este fundamento, vinculado con la necesidad de asegurar la vigencia absoluta de los derechos más elementales considerados inderogables por el Derecho internacional de los derechos humanos, ha quedado explicado, asimismo, con toda claridad en el voto concurrente de uno de los jueces en el fallo “Barrios Altos” (LA LEY, 2001-D, 558). Allí se dice que:
“En la base de este razonamiento se halla la convicción, acogida en el Derecho internacional de los derechos humanos y en las más recientes expresiones del Derecho penal internacional, de que es inadmisible la impunidad de las conductas que afectan más gravemente los principales bienes jurídicos sujetos a la tutela de ambas manifestaciones del Derecho internacional. La tipificación de esas conductas y el procesamiento y sanción de sus autores -así como de otros participantes- constituye una obligación de los Estados, que no puede eludirse a través de medidas tales como la amnistía, la prescripción, la admisión de causas excluyentes de incriminación y otras que pudieren llevar a los mismos resultados y determinar la impunidad de actos que ofenden gravemente esos bienes jurídicos primordiales. Es así que debe proveerse a la segura y eficaz sanción nacional e internacional de las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada de personas, el genocidio, la tortura, determinados delitos de lesa humanidad y ciertas infracciones gravísimas del Derecho humanitario” (voto concurrente del Juez García Ramírez, párr. 13).
Estas consideraciones ponen, a mi juicio, de manifiesto que la obligación de investigar y sancionar que nuestro país -con base en el Derecho internacional- asumió como parte de su bloque de constitucionalidad en relación con graves violaciones a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, no ha hecho más que reafirmar una limitación material a la facultad de amnistiar y, en general, de dictar actos por los que se conceda impunidad, que ya surgía de una correcta interpretación del artículo 29 de la Constitución Nacional.
En efecto, no se trata de negar la facultad constitucional del Congreso de dictar amnistías y leyes de extinción de la acción y de la pena, sino de reconocer que esa atribución no es absoluta y que su contenido, además de las limitaciones propias de la interacción recíproca de los poderes constituidos, halla límites materiales en el artículo 29 de la Constitución y el 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Esta norma y las relativas a la facultad de legislar y amnistiar -todas de jerarquía constitucional- no se contraponen entonces; antes bien se complementan.
D. Llegado a este punto, creo oportuno recordar que, de conformidad con reiterada jurisprudencia de V.E., la interpretación de las normas del Derecho internacional de los derechos humanos por parte de los órganos de aplicación en el ámbito internacional resulta obligatoria para los tribunales locales. En tal sentido, en el precedente de Fallos: 315: 1492, ya citado, V.E. afirmó que la interpretación del alcance de los deberes del Estado que surgen de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia producida por los órganos encargados de controlar el cumplimiento de las disposiciones de dicho instrumento internacional. Asimismo, en el precedente “Giroldi” (Fallos: 318:514 -LA LEY, 1995-D,462-) sostuvo que los derechos y obligaciones que surgían de los Pactos de derechos humanos que integran el bloque de constitucionalidad, a partir de la última reforma constitucional, determinan el contenido de toda la legislación interna de rango inferior, y agregó que, tal como lo establecía la Constitución, su interpretación debía realizarse de acuerdo a las “condiciones de su vigencia”, es decir, conforme al alcance y contenido que los órganos de aplicación internacionales dieran a esa normativa.
También considero necesario destacar que el deber de no impedir la investigación y sanción de las graves violaciones de los derechos humanos, como toda obligación emanada de tratados internacionales y de otras fuentes del Derecho internacional, no sólo recae sobre el Legislativo, sino sobre todos los poderes del Estado y obliga, por consiguiente, también al Ministerio Público y al Poder Judicial a no convalidar actos de otros poderes que lo infrinjan.
En este sentido, ya se ha expresado esta Procuración en varias oportunidades (cf. dictámenes de esta Procuración en Fallos: 323:2035 y S.C. V.34.XXXVI, Videla, Jorge R. s/incidente de falta de jurisdicción y cosa juzgada, del 14 de noviembre de 2000), como así también V.E. en reiterada jurisprudencia (cf. Fallos: 321:3555 y sus citas, especialmente el voto concurrente de los doctores Boggiano y Bossert), y ha sido también señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión Consultiva OC-14/94 sobre la responsabilidad internacional que genera la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado y en el precedente “Barrios Altos” ya citado (especialmente punto 9 del voto concurrente del Juez A.A. Cancado Trindade), concretamente en relación al deber en examen.
E. Por consiguiente, sobre la base de todo lo anteriormente expuesto, ha de concluirse que las leyes de obediencia debida y de punto final, en la medida en que cercenan la potestad estatal para investigar y sancionar las desapariciones forzadas de autos, se hallan en contradicción con los artículos 8 y 25, en concordancia con los artículos 1.1 y 2, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los artículos 14.1 y 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del artículos XVIII de la Declaración Interamericana de Derechos Humanos, y son, por consiguiente, inconstitucionales a la luz de lo dispuesto por los artículos 31 y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional.
He comenzado este análisis con una breve mención a la evolución del pensamiento mundial en torno a la necesidad de diseñar nuevas estrategias capaces de prevenir que la humanidad vuelva a presenciar o ser víctima del “horror” y que el desarrollo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha generado nuevos desafíos a los Estados nacionales. A mi entender, y como ha sido puesto de resalto por Bobbio, el mayor de ellos radica en lograr la efectiva protección de los derechos en el ámbito interno, y que cada institución nacional asuma su compromiso de velar por la vigencia absoluta de los derechos humanos internacionalmente reconocidos (cf. Bobbio, Norberto, El problema de la guerra y las vías de la paz, Cap. IV, ed. Gedisa, Barcelona). En otras palabras, resulta imperioso no descansar en la existencia de los sistemas de protección internacionales, asumir su carácter subsidiario y “tomarnos los derechos humanos en serio” desde la actuación de cada poder estatal. En su aplicación efectiva, precisamente, es donde reside el mayor desafío de los órganos de administración de justicia, como garantes últimos de los derechos fundamentales de los ciudadanos
IX. En los acápites precedentes ha quedado establecido que las leyes de punto final y de obediencia debida han de ser consideradas inconstitucionales en tanto y en cuanto impidan el juzgamiento y eventual castigo de los hechos calificados como desaparición forzada de personas que son investigados en autos.
La cuestión que resta ahora por abordar es si los hechos del caso, que han perdido la cobertura de esas leyes, pueden ser aún perseguidos penalmente o si, por el contrario, la acción penal para ello está prescripta por el transcurso del tiempo. Y desde ya adelanto mi opinión en el sentido de que los delitos atribuidos no se encuentran prescriptos de acuerdo con el Código Penal, ni tampoco a la luz de las normas del Derecho internacional de los derechos humanos que también integran nuestro Derecho positivo interno.
A. Desde el punto de vista del Derecho interno debemos analizar la condición de delito permanente de la privación ilegal de la libertad y el dies a quo de la prescripción. Esto nos permite establecer, por un lado, que aun cuando se dejaran de lado, por vía de hipótesis, las normas del Derecho internacional, la solución del caso no variaría en estos aspectos, y por el otro, que ambos ordenamientos, amén de compartir su validez constitucional, se adecuan intrínsecamente.
Si partimos de la circunstancia, al parecer indiscutible, de que aún no se ha establecido el paradero del matrimonio, debemos presumir que aún se mantiene su privación ilegal de la libertad, y por lo tanto que este delito, y de ahí su caracterización de permanente, se continúa ejecutando. V. E. ya ha dicho que en estos casos puede sostenerse que el delito “tuvo ejecución continuada en el tiempo” y que “esta noción de delito permanente… fue utilizada desde antiguo por el Tribunal: Fallos: 260:28 y, más recientemente, en Fallos: 306:655, considerando 14 del voto concurrente del juez Petracchi y en Fallos: 309:1689, considerando 31 del coto del juez Caballero; considerando 29, voto del juez Belluscio; considerando 21 de la disidencia de los jueces Petracchi y Bacqué, coincidente en el punto que se cita”) (caso “Daniel Tarnopolsky v. Nación Argentina y otros”, publicado en Fallos: 322:1888, considerando 10° del voto de la mayoría).
Sobre este aspecto, y a mayor abundamiento, me permitiré transcribir, en lo que sea pertinente para este delito, lo que sostuve en el dictamen producido en los autos “Videla, Jorge Rafael s/incidente de apelación y nulidad de la prisión preventiva” (S.C.V. 2, L.XXXVI).
“Como lo afirma el autor alemán H. H. Jescheck (Tratado de Derecho Penal. Parte General): “Los delitos permanentes y los delitos de estado son delitos de resultado cuya efectividad se prolonga un cierto tiempo. En los delitos permanentes el mantenimiento del estado antijurídico creado por la acción punible depende de la voluntad del autor, así que, en cierta manera, el hecho se renueva constantemente” -pág. 237-.
“De tal forma, el delito permanente o continuo supone el mantenimiento de una situación típica, de cierta duración, por la voluntad del autor, lapso durante el cual se sigue realizando el tipo, por lo que el delito continúa consumándose hasta que cesa la situación antijurídica. Y cuando se dice que lo que perdura es la consumación misma se hace referencia a que la permanencia mira la acción y no sus efectos. Por ello, en estas estructuras típicas “está en poder del agente el hacer continuar o cesar esa situación antijurídica; pero mientras ésta perdure, el delito se reproduce a cada instante en su esquema constitutivo” (Maggiore, G., Derecho penal. Traducido por Ortega Torres, T.1, Bogotá, 1956, pág. 295).
“Privada de libertad la víctima del secuestro, el delito es perfecto; este carácter no se altera por la circunstancia de que dicha privación dure un día o un año. Desde la inicial verificación del resultado hasta la cesación de la permanencia, el delito continúa consumándose… En tanto dure la permanencia, todos los que participen del delito serán considerados coautores o cómplices, en razón de que hasta que la misma cese, perdura la consumación” (De Benedetti, Wesley: Delito permanente. Concepto. Enciclopedia jurídica Omeba, t. VI, Bs. As., 1979, pág. 319)”.
Ahora bien, en lo que respecta a los autores nacionales clásicos, Sebastián Soler dice que “la especial característica de este bien jurídico tutelado hace forzoso que este hecho asuma los caracteres de delito permanente. En realidad, el hecho comienza en un momento determinado; pero los momentos posteriores son siempre imputables al mismo título del momento inicial, hasta que cesa la situación creada” (“Derecho Penal Argentino”, tomo IV, pág.37, Ed. “tea”, año 96). Y Ricardo Núñez, por su parte, habla de “la permanencia de la privación de la libertad” y, consecuentemente, lo define como un delito “eventualmente permanente”. En la nota al pie de página, agrega que “el artículo 141 describe un delito de carácter permanente que se consuma en el instante en que efectivamente se ha suprimido la libertad de movimiento en el sujeto pasivo” (“Tratado de Derecho Penal”, tomo cuarto, pág. 36, Marcos Lerner Editora, año 89).
En conclusión, el delito básico que se imputa a Simón es de carácter permanente -como lo dice la doctrina nacional y extranjera y lo sostiene la jurisprudencia del Tribunal- y, por consiguiente, aún hoy se continuaría cometiendo, toda vez que hasta el momento se ignora el paradero de los secuestrados, situación que es una consecuencia directa -y asaz previsible- del accionar típico del autor y por la que debe responder en toda su magnitud.
Se podría objetar que ya no hay una prolongación del estado consumativo de la privación de la libertad, puesto que las víctimas podrían estar muertas o, lo que resulta impensable, en libertad. Pero esto no sería más que una mera hipótesis, pues no se aporta la menor prueba en tal sentido, y, como se dijo más arriba, la más notoria derivación de este hecho -la desaparición de las víctimas- tiene su razón de ser en el particular accionar del autor, una circunstancia querida por éste, por lo que no parece injusto imputar tal efecto en todas sus consecuencias. De lo contrario, una condición extremadamente gravosa -como es la supresión de todo dato de las víctimas- y puesta por el mismo imputado, sería usada prematuramente en su favor, lo cual es una contradicción en sus términos.
Y como resultado de todo este razonamiento, obtenemos que no resulta posible considerar la prescripción de la acción penal mientras no se conozca verosímilmente la fecha en que el delito habría cesado de cometerse (artículo 63 del Código Penal) por lo que también en este aspecto la cuestión resulta abstracta.
B. 1. El recurrente ha objetado que sería contrario al principio de legalidad material, consagrado en el artículo 18 de la Constitución Nacional, tomar en consideración una figura delictiva no tipificada en la legislación interna, como la desaparición forzada de personas, y así también aplicar al caso normas internacionales relativas a los crímenes de lesa humanidad y su imprescriptibilidad que no habrían estado vigentes para el Estado argentino al momento del hecho.
Por lo tanto, la primera cuestión a resolver consiste en establecer si para la época de los hechos investigados el delito de desaparición forzada de personas se hallaba tipificado en nuestra legislación interna, y, asimismo, si para ese entonces existía ya una norma vinculante para el Estado argentino que atribuyera la condición de crimen de lesa humanidad a ese delito.
Creo oportuno recordar que por desaparición forzada de personas se entiende en el Derecho penal internacional la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona. Tal es la formulación adoptada por el artículo 2 de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -incorporada a la Constitución por ley 24.556-, que no hizo más que receptar en esa medida la noción que con anterioridad era ya de comprensión general en el Derecho internacional de los derechos humanos (cf., asimismo, en igual sentido, la caracterización que contiene el artículo 7 inciso i) del Estatuto de Roma).
Una vez establecido así el alcance de la figura, se desprende, a mi entender, que el delito de desaparición forzada de personas ya se encuentra -y se encontraba- tipificado en distintos artículos de nuestra legislación penal interna. No cabe duda que el delito de privación ilegítima de la libertad contiene una descripción típica lo suficientemente amplia como para incluir también, en su generalidad, aquellos casos específicos de privación de la libertad que son denominados “desaparición forzada de personas”. Se trata, simplemente, de reconocer que un delito de autor indistinto, como lo es el de privación ilegítima de la libertad, cuando es cometido por agentes del Estado o por personas que actúan con su autorización, apoyo o aquiescencia, y es seguida de la falta de información sobre el paradero de la víctima, presenta todos los elementos que caracterizan a una desaparición forzada. Esto significa que la desaparición forzada de personas, al menos en lo que respecta a la privación de la libertad que conlleva, ya se encuentra previsto en nuestra legislación interna como un caso específico del delito -más genérico- de los artículos 141 y, particularmente, 142 y 144 bis y ter del Código Penal, que se le enrostra al imputado.
Debe quedar claro que no se trata entonces de combinar, en una suerte de delito mixto, un tipo penal internacional -que no prevé sanción alguna- con la pena prevista para otro delito de la legislación interna. Antes bien, se trata de reconocer la relación de concurso aparente en la que se hallan parcialmente ambas formulaciones delictivas, y el carácter de lesa humanidad que adquiere la privación ilegítima de la libertad -en sus diversos modos de comisión- cuando es realizada en condiciones tales que constituye, además, una desaparición forzada.
En cuanto a la vigencia temporal de la condición de lesa humanidad de la figura de mención, es mi opinión que la evolución del Derecho internacional a partir de la segunda guerra mundial permite afirmar que, ya para la época de los hechos imputados, el Derecho internacional de los derechos humanos condenaba la desaparición forzada de personas como crimen contra la humanidad.
Es que la expresión “desaparición forzada de personas” no es más que el nomen iuris para la violación sistemática de una multiplicidad de derechos humanos, a cuya protección se había comprometido internacionalmente el Estado argentino desde el comienzo mismo del desarrollo de esos derechos en la comunidad internacional, una vez finalizada la segunda guerra mundial (Carta de Naciones Unidas del 26 de junio de 1945, la Carta de Organización de los Estados Americanos del 30 de abril de 1948, y la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre del 2 de mayo de 1948).
En esa inteligencia, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en sus primeras decisiones sobre denuncias de desaparición forzada de personas, expresó que, si bien no existía al tiempo de los hechos “ningún texto convencional en vigencia, aplicable a los Estados Partes en la Convención, que emplee esta calificación, la doctrina y la práctica internacionales han calificado muchas veces las desapariciones como un delito contra la humanidad”. También señaló que “la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos reconocidos en la Convención y que los Estados Partes están obligados a respetar y garantizar” (cf. casos Velásquez Rodríguez y Godínez Cruz, ya citados, y más recientemente el caso Blake, sentencia de 24 de enero de 1998, Serie C N° 36, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Cf., asimismo, el Preámbulo de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas).
Cabe poner de resalto que ya en la década de los años setenta y comienzos de los ochenta, la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos y su Comisión de Derechos Humanos se habían ocupado de la cuestión de las desapariciones y promovido su investigación (cf. resolución 443 [IX-0/79] del 31 de octubre de 1979; resolución 510 [X-0/80] del 27 de noviembre de 1980; resolución 618 [XII-0/82] del 20 de noviembre de 1982; resolución 666 [XIII-0/83] del 18 de noviembre de 1983 de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos. Asimismo, Informe Anual 1978, páginas 22/24 e Informe Anual 1980-1981, páginas 113/114 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y caso Velásquez Rodríguez, precedentemente citado, pár. 152).
En igual sentido, también la Asamblea General de las Naciones Unidas ha dejado plasmado en el Preámbulo de la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas el recuerdo de que ya en “su resolución 33/173, de 20 de diciembre de 1978…se declaró profundamente preocupada por los informes procedentes de diversas partes del mundo en relación con la desaparición forzada o involuntaria de personas…y pidió a los gobiernos que garantizaran que las autoridades u organizaciones encargadas de hacer cumplir la ley y encargadas de la seguridad tuvieran responsabilidad jurídica por los excesos que condujeran a desapariciones forzadas o involuntarias”.
Asimismo, debe recordarse que fue precisamente en el marco de esas denuncias que la Comisión Interamericana elaboró aquél famoso “Informe sobre la situación de los derechos humanos en Argentina”, aprobado el 11 de abril de 1980, donde describió el contexto institucional durante el período del último gobierno militar, haciendo expresa mención al fenómeno de los desaparecidos y a la comprobación de graves y numerosas violaciones de derechos fundamentales reconocidos en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre. Y fue a raíz de estos antecedentes que la comunidad internacional resolvió establecer una instancia internacional frente al problema de las desapariciones y creó en el año 1980, en el ámbito de Naciones Unidas, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias.
Ciertamente, la enumeración podría continuar; sin embargo, para finalizar sólo habré de destacar, una vez más, la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra la Desapariciones Forzadas, ya mencionada, que en su artículo 1.1 manifiesta que “todo acto de desaparición forzada constituye un ultraje a la dignidad humana y es condenada como una negación de los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas, como una violación grave manifiesta de los derechos humanos y de las libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos” y constituye, asimismo, “una violación de las normas del derecho internacional que garantizan a todo ser humano el derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica”.
En el contexto de estos antecedentes, la ratificación en años recientes de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas por parte de nuestro país sólo ha significado, como ya lo adelantara, la reafirmación por vía convencional del carácter de lesa humanidad postulado desde antes para esa práctica estatal; en otras palabras, una manifestación más del proceso de codificación del Derecho internacional no contractual existente.
En conclusión, ya en la década de los años setenta, esto es, para la época de los hechos investigados, el orden jurídico interno contenía normas (internacionales) que reputaban a la desaparición forzada de personas como crimen contra la humanidad. Estas normas, puestas de manifiesto en numerosos instrumentos internacionales regionales y universales, no sólo estaban vigentes para nuestro país, e integraban, por tanto, el Derecho positivo interno, por haber participado voluntariamente la República Argentina en su proceso de creación, sino también porque, de conformidad con la opinión de la doctrina y jurisprudencia nacional e internacional más autorizada, dichas normas ostentaban para la época de los hechos el carácter de derecho universalmente válido (ius cogens).
A la vez, ello significa que aquellas normas penales internas, en cuyas descripciones típicas pudiera subsumirse la privación de la libertad que acompaña a toda desaparición forzada de personas, adquirieron, en esa medida, un atributo adicional -la condición de lesa humanidad, con las consecuencias que ello implica- en virtud de una normativa internacional que las complementó.
2. En los acápites precedentes ha quedado establecido que las leyes de punto final y de obediencia debida han de ser consideradas inconstitucionales en tanto y en cuanto impidan el juzgamiento y eventual castigo de los hechos calificados como desaparición forzada de personas que son investigados en autos. La cuestión que resta ahora por abordar es si los hechos del caso, que han perdido la cobertura de esas leyes, pueden ser aún perseguidos penalmente o si, por el contrario, la acción penal para ello ha prescripto por el transcurso del tiempo, siempre teniendo en cuenta el derecho internacional, pues en el orden jurídico interno ya dimos respuesta a este punto.
Comprendido que, ya para la época en que fueron ejecutados, la desaparición forzada de personas investigada era considerada un crimen contra la humanidad por el Derecho internacional de los derechos humanos, vinculante para el Estado argentino, de ello se deriva como lógica consecuencia la inexorabilidad de su juzgamiento y su consiguiente imprescriptibilidad, tal como fuera expresado ya por esta Procuración General y la mayoría de la Corte en el precedente publicado en Fallos: 318:2148.
En efecto, son numerosos los instrumentos internacionales que, desde el comienzo mismo de la evolución del Derecho internacional de los derechos humanos, ponen de manifiesto el interés de la comunidad de las naciones porque los crímenes de guerra y contra la humanidad fueran debidamente juzgados y sancionados. Es, precisamente, la consolidación de esta convicción lo que conduce, a lo largo de las décadas siguientes, a la recepción convencional de este principio en numerosos instrumentos, como una consecuencia indisolublemente asociada a la noción de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Sean mencionados, entre ellos, la Convención de Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad, aprobada por Resolución 2391 (XXIII) de la Asamblea General de la ONU, del 26 de noviembre de 1968 (ley 24.584); los Principios de Cooperación Internacional en la Identificación, Detención, Extradición y Castigo de los Culpables de Crímenes de Guerra o de Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada por Resolución 3074 (XXVIII) de la Asamblea General de la ONU, del 3 de diciembre de 1973; la Convención Europea de Imprescriptibilidad de Crímenes contra la Humanidad y Crímenes de Guerra, firmada el 25 de enero de 1974 en el Consejo de Europa; el Proyecto de Código de Delitos contra la Paz y Seguridad de la Humanidad de 1996 y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (ley 25.390).
Es sobre la base de estas expresiones y prácticas concordantes de las naciones que tanto esta Procuración como V.E. han afirmado que la imprescriptibilidad era, ya con anterioridad a la década de 1970, reconocida por la comunidad internacional como un atributo de los crímenes contra la humanidad en virtud de principios del Derecho internacional de carácter imperativo, vinculantes, por tanto también para el Estado argentino. En tal sentido, ello lo ha expresado con claridad V.E, al pronunciarse en relación con un hecho ocurrido durante el último conflicto bélico mundial, oportunidad en la cual enfatizó que la calificación de los delitos contra la humanidad no depende de los Estados sino de los principios del ius cogens del Derecho internacional, y que en tales condiciones no hay prescripción para los delitos de esa laya (Fallos: 318:2148 ya citado).
En el marco de esta evolución, una vez más, la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico interno de la Convención de Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad y de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -que en su artículo séptimo declara imprescriptible ese crimen de lesa humanidad-, ha representado únicamente la cristalización de principios ya vigentes para nuestro país en virtud de normas imperativas del Derecho internacional de los derechos humanos.
Por lo demás, sin perjuicio de la existencia de esas normas de ius cogens, cabe también mencionar que para la época en que tuvieron lugar los hechos el Estado argentino había contribuido ya a la formación de una costumbre internacional en favor de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad (cf. Fallos: 318:2148, voto del doctor Bossert, consid. 88 y siguientes).
Establecido entonces que el principio de imprescriptibilidad tiene, con relación a los hechos de autos, sustento en la lex praevia, sólo queda por analizar si, de todos modos, se vulneraría el principio de legalidad por no satisfacer esa normativa las exigencias de lex certa y lex scripta.
En primer lugar, estimo que no puede controvertirse que aquello en lo que consiste una desaparición forzada de personas no estuviera suficientemente precisado a los ojos de cualquier individuo por la normativa originada en la actividad de las naciones, su práctica concordante y el conjunto de decisiones de los organismos de aplicación internacionales; máxime cuando, como ya fue expuesto, la figura en cuestión no es más que un caso específico de una privación ilegítima de la libertad, conducta ésta tipificada desde siempre en nuestra legislación penal.
Y en cuanto a su condición de lesa humanidad y su consecuencia directa, la imprescriptibilidad, no puede obviarse que el principio de legalidad material no proyecta sus consecuencias con la misma intensidad sobre todos los campos del Derecho Penal, sino que ésta es relativa a las particularidades del objeto que se ha de regular. En particular, en lo que atañe al mandato de certeza, es un principio entendido que la descripción y regulación de los elementos generales del delito no necesitan alcanzar el estándar de precisión que es condición de validez para la formulación de los tipos delictivos de la parte especial (cf. Jakobs, Günther, Derecho Penal, Madrid, 1995, págs. 89 y ss.; Roxin, Claus, Derecho Penal, Madrid, 1997, págs. 363 y ss.) Y, en tal sentido, no advierto ni en la calificación de la desaparición forzada como crimen contra la humanidad, ni en la postulación de que esos ilícitos son imprescriptibles, un grado de precisión menor que el que habitualmente es exigido para las reglas de la parte general; especialmente en lo que respecta a esta última característica que no hace más que expresar que no hay un límite temporal para la persecución penal.
Por lo demás, en cuanto a la exigencia de ley formal, creo que es evidente que el fundamento político (democrático-representativo) que explica esta limitación en el ámbito nacional no puede ser trasladado al ámbito del Derecho internacional, que se caracteriza, precisamente, por la ausencia de un órgano legislativo centralizado, y reserva el proceso creador de normas a la actividad de los Estados. Ello, sin perjuicio de señalar que, en lo que atañe al requisito de norma jurídica escrita, éste se halla asegurado por el conjunto de resoluciones, declaraciones e instrumentos convencionales que conforman el corpus del Derecho internacional de los derechos humanos y que dieron origen a la norma de ius cogens relativa a la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad.
En consecuencia, ha de concluirse que, ya en el momento de comisión de los hechos, había normas del Derecho internacional general, vinculantes para el Estado argentino, que reputaban imprescriptibles crímenes de lesa humanidad, como la desaparición forzada de personas, y que ellas, en tanto normas integrantes del orden jurídico nacional, importaron -en virtud de las relaciones de jerarquía entre las normas internaciones y las leyes de la Nación (artículo 31 de la Constitución)- una modificación del régimen legal de la prescripción de la acción penal, previsto en los artículo 59 y siguientes del Código Penal.
Por consiguiente, desde esta perspectiva, corresponde concluir que no se halla prescripta la acción penal para la persecución de la desaparición forzada de personas aquí investigada.
X. Quiero, finalmente, decir que entiendo a ésta, mi opinión, -además de indelegable- como una tarea fundamental. Velar por la legalidad implica necesariamente remediar los casos concretos de injusticia, tener en cuenta que en estos acontecimientos históricos siempre estuvieron presentes seres humanos que, como Antígona en su desesperación, claman resarcimiento conforme a la ley o conforme a los derechos implícitos que tutelan la vida, la seguridad y la integridad; y que la única solución civilizada a estos problemas ha querido llamarse Derecho.
Precisamente es misión del Derecho convencer a la humanidad que las garantías de las que gozan los hombres -aquellas que los involucran por entero- deben ser tuteladas por todos.
En el estudio de estos antecedentes hemos regresado, tal vez sin quererlo, a lo básico: a las personas, a sus problemas vivenciales, a su descuidada humanidad y también a una certeza inveterada: si los Estados no son capaces de proporcionar a los hombres una tutela suficiente, la vida les dará a éstos más miedos que esperanzas.
La República Argentina atraviesa momentos de desolación y fatiga. Es como si un pueblo cansado buscara soluciones trágicas. Se ha deteriorado todo, la funcionalidad de las instituciones, la calidad de la vida, el valor de la moneda, la confianza pública, la fe civil, la línea de pobreza, el deseo de renovar la apuesta cívica.
Todas las mañanas parecería perderse un nuevo plebiscito ante el mismo cuerpo social que nos mira con ojo torvo, el temple enardecido, el corazón temeroso.
Un Estado que apenas puede proveer Derecho, apenas seguridad, apenas garantías, poco tiene que predicar.
Y no queremos que la indolencia aqueje nuestra grave tarea porque entonces sí estaremos ante la peor tragedia nacional. Decía Simone de Beauvoir que lo más escandaloso del escándalo es que pase inadvertido. Nos duele la Argentina en todo el cuerpo, en un mundo que deseamos sea de carne y hueso y no un planeta de gobiernos, Estados y organismos. La sociedad se ha convertido en un encuentro violento de los hombres con el poder. La lucidez de la civilización democrática parece estar interrumpida. Hay muchas razones para sospechar que la sociedad argentina, enfrentada a una crisis pendular, adolece de irrealidad; sufre el infortunio de asimilar sus espejismos y alucinaciones. Es en momentos como éstos cuando hay que evitar los gestos irreparables puesto que ninguna señal que no sirva para hacer más decente la situación actual no debe ser ejecutada. De alguna forma hay que salvar el decoro de una sociedad que debe sobrevivir con dignidad y cuyos intereses la Constitución nos manda defender. La planificación política jamás debiera asfixiar a la prudencia jurídica porque el jurista y el juez son la voz del Derecho que sirve a la Justicia. De otro modo mereceremos vivir horas imposibles.
XI. Por todo lo expuesto, opino que V. E. puede abrir la presente queja declarando formalmente admisible el recurso extraordinario oportunamente planteado, pronunciarse en favor de la invalidez e inconstitucionalidad de los artículos 1° de la ley 23.492 y 1°, 3° y 4° de la ley 23.521, y confirmar la resolución de fs. 341/346 del principal, que confirmó el procesamiento con prisión preventiva de Julio Héctor Simón, por crímenes contra la humanidad consistentes en privación ilegal de la libertad, doblemente agravada por mediar violencia y amenaza y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, la que, a su vez, concurre materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí. – Agosto 29 de 2002. – Nicolás E. Becerra.
Dictamen del Procurador General de la Nación:
I. La Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de esta ciudad confirmó el auto de primera instancia que decretó el procesamiento con prisión preventiva de Julio Héctor Simón y amplió el embargo sobre sus bienes, por crímenes contra la humanidad consistentes en privación ilegal de la libertad, doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, las que, a su vez, concurren materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí (fs. 1/6).
Contra esa resolución la defensa interpuso recurso extraordinario (fs. 45/71) que, denegado (fs. 72/73 vta.), dio origen a la presente queja.
II. De la resolución de la cámara de fs. 1/6, surge que se imputa a Julio Héctor Simón -por entonces suboficial de la Policía Federal Argentina- haber secuestrado, en la tarde del 27 de noviembre de 1978, a José Liborio Poblete Rosa en la Plaza Miserere de esta ciudad y, en horas de la noche, a la esposa de éste, Gertrudis Marta Hlaczik, así como también a la hija de ambos, Claudia Victoria Poblete, tal como fuera establecido en la causa Nº 17.414, “Del Cerro, Juan A. y Simón, Julio H. s/procesamiento”. Todos ellos habrían sido llevados al centro clandestino de detención conocido como “El Olimpo”, donde el matrimonio habría sido torturado por distintas personas entre las que se habría encontrado Simón. Allí habrían permanecido unos dos meses, hasta que fueron sacados del lugar, sin tenerse, hasta ahora, noticias de su paradero.
En dicha resolución, el a quo rebatió las objeciones probatorias de la defensa y, respecto del agravio relativo a la no aplicación de la ley 23.521, se remitió a los fundamentos dados en las causas Nº 17.889 y 17.890, resueltas ese mismo día. En cuanto a la calificación legal de la conducta atribuida a Simón, mantuvo la postulada por el juez de primera instancia, con expresa referencia a que aplicaba los tipos penales más benignos, esto es, los que regían con anterioridad al año 1984.
Posteriormente, la cámara declaró inadmisible el recurso extraordinario interpuesto por la defensa contra dicha resolución, con sustento en que la presentación carece del fundamento autónomo que exige el artículo 15 de la ley 48 y no cumple con los recaudos indicados por la Corte en el precedente publicado en Fallos: 314:1626. Y en tal sentido, expresó que -debido a tal defecto- para una comprensión cabal de la materia en discusión era necesario acudir al expediente principal a fin de determinar la existencia de resoluciones diversas, el contenido de cada una de ellas y las tachas que hacen a la defensa.
III. La recurrente, por su parte, invocó los siguientes agravios. En primer lugar, sostuvo que el querellante Horacio Verbitsky (presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales) carecía de legitimación para querellar, de modo que su participación en el proceso habría significado la consagración, por vía judicial, de una acción popular no contemplada en la ley procesal ni susceptible de encontrar amparo en el artículo 43 de la Constitución Nacional, que recepta la protección de los derechos de incidencia colectiva. Postuló, en consecuencia, la nulidad absoluta de todo lo actuado con intervención de esa supuesta parte.
Solicitó además la aplicación del beneficio otorgado por la ley 23.521, norma de la cual postuló su validez constitucional citando la doctrina del caso publicado en Fallos: 310:1162. Al respecto, sostuvo que las leyes 23.492 y 23.521 revestían la condición de leyes de amnistía, de muy larga tradición entre nosotros, y que por el alto propósito que perseguían (la concordia social y política) no eran susceptibles de ser declaradas inconstitucionales. Agregó que de ello derivaba el carácter no justiciable del tema analizado, pues al Poder Judicial no le es dado, en los términos de los artículos 75, incisos 12 y 20, juzgar sobre la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones adoptadas en la zona de reserva de los demás poderes del Estado.
Por último, cuestionó que los jueces hayan receptado el Derecho de Gentes de un modo que lesionaba las garantías de la ley penal más benigna, el principio nullum crimen nulla poena sine lege y, concretamente, la prohibición de aplicación de leyes ex post facto. Adujo que se aplicó retroactivamente una norma de naturaleza penal, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -aprobada por la ley 24.556 y, en cuanto a su jerarquía constitucional, por la ley 24.820- con la consecuencia de que elimina los beneficios de la prescripción de la acción y de la pena. Agregó la recurrente que no se puede restar significación a la validez inalterable de la garantía consagrada en el artículo 18 de la Constitución Nacional, en aras de los principios generales reconocidos por la comunidad internacional (artículo 4 de la ley 23.313).
IV. En el dictamen que antecede a éste, a fs. 111/133, mi predecesor en el cargo se pronunció a favor de la legitimación del C.E.L.S. para querellar y de la nulidad e inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, en tanto impidan, cada una por sus efectos propios, el juzgamiento y eventual castigo de las graves violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo por los miembros del gobierno de facto que usurpó el poder el 24 de marzo de 1976, y el personal militar subalterno.
Debido a la trascendencia de la materia, además de tener por reeditados los fundamentos jurídicos que contiene el dictamen que antecede, estimo pertinente la oportunidad para introducir, en parte, nuevas perspectivas sobre el problema. En esencia, de todas maneras, me remito a los argumentos que esta Procuración General ya hizo valer en las dos ocasiones anteriores y que constituyen por sí solos razón suficiente para fundamentar, con el alcance mencionado, la inconstitucionalidad y nulidad de las leyes 23.492 y 23.521 (fs. 111/133 y causa A 1391, XXXVIII “Astiz, Alfredo y otros por delitos de acción pública”, dictamen del 29 de agosto de 2002).
Como es sabido, para resolver si leyes cualesquiera tienen validez dentro de un sistema normativo debe analizarse, al menos y como primer paso básico, si al momento de su sanción se encontraban en vigencia normas de jerarquía superior que vedaran al órgano que las dictó, la competencia para regular esa materia. Ese examen, aplicado al caso que nos ocupa, arroja por resultado que el Congreso de la Nación no tenía competencia para dictar las leyes 23.492 y 23.521, pues ya para la época de su sanción se hallaban vigentes en el derecho interno normas de jerarquía superior, que vedaban al Congreso la posibilidad de dictar leyes cuyo efecto fuera impedir la persecución penal de graves violaciones a los derechos humanos, como las que son investigadas en autos.
Estas normas son, por un lado, los artículos 29, 108 y 116 de la Constitución de la Nación Argentina y, por el otro, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Sólo por razones de conveniencia expositiva, me ocuparé en primer lugar de este último aspecto, para luego pasar a confrontar las conclusiones obtenidas con las que derivan de las cláusulas citadas de la Constitución argentina.
V. No es mi intención reiterar conceptos relativos a la evolución experimentada por el derecho internacional de los derechos humanos a partir de 1948; que han sido ya reseñados suficientemente en las sentencias de primera y segunda instancia y en el dictamen precedente.
Pero sí quisiera reconstruir, como punto de partida de las consideraciones que efectuaré, la secuencia de antecedentes normativos y jurisprudenciales que sustentan la tacha de inconstitucionalidad con base en las convenciones mencionadas. Estos son:
1) Las leyes 23.492 y 23.521 fueron sancionadas el 29 de diciembre de 1986 y el 4 de junio de 1987, respectivamente. Por su parte, la Convención Americana sobre Derechos Humanos fue ratificada por la República Argentina en el año 1984.
2) Esto significa que para la época en la que ambas leyes fueron sancionadas ya se hallaba vigente, como parte integrante del orden jurídico nacional, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que en su artículo 1.1 establece la obligación de los Estados parte de respetar los derechos reconocidos en ella (obligación de respeto) y garantizar su pleno y libre ejercicio (obligación de garantía).
3) El contenido de la obligación de garantía fue definido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el primer caso que inauguró su competencia contenciosa (“Velásquez Rodríguez”, sentencia del 29 de julio de 1988).
Allí, en línea con la doctrina y la praxis del derecho internacional de los derechos humanos, la Corte Interamericana explicó que: “La segunda obligación de los Estados Partes es la de ‘garantizar’ el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en la Convención a toda persona sujeta a su jurisdicción. Esta obligación implica el deber de los Estados Partes de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como consecuencia de esta obligación los Estados deben prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención y procurar, además, el restablecimiento, si es posible, del derecho conculcado y, en su caso, la reparación de los daños producidos por la violación de los derechos humanos. La obligación de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos no se agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el cumplimiento de esta obligación, sino que comporta la necesidad de una conducta gubernamental que asegure la existencia, en la realidad, de una eficaz garantía del libre y pleno ejercicio de los derechos humanos” (de los párrafos 166 y 167).
4) El alcance de la obligación de garantía fue precisado luego en “Barrios Altos”, pronunciamiento en el que la Corte Interamericana declaró que el deber de investigar y sancionar implicaba la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera por efecto conceder impunidad a los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos, entendidas éstas como aquellas que contravienen derechos inderogables reconocidos por el derecho internacional (caso “Barrios Altos”, sentencia del 14 de marzo de 2001).
En ese precedente el tribunal internacional expresó: “Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (párr. 41).
Luego de reiterar que disposiciones de esa naturaleza violan las obligaciones generales de los artículos 1.1 y 2, y las que surgen de los artículos 8 y 25 de la Convención, la Corte Interamericana expresó que, en consecuencia, “…carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables, ni pueden tener igual o similar impacto respecto de otros casos de violación de los derechos consagrados en la Convención Americana acontecidos en el Perú” (párr. 44).
5) En el caso “Ekmekdjián” (Fallos: 315:1492), resuelto el 7 de julio de 1992, V.E. modificó el criterio que había mantenido invariable desde el precedente “Martin” (Fallos: 257:99), y sostuvo que en virtud del artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados -ratificada por la República Argentina en 1972 y en vigor desde 1980- las normas contractuales internacionales que integran el orden jurídico nacional (artículo 31 de la Constitución) poseen primacía por sobre las leyes nacionales y cualquier otra norma interna de rango inferior a la Constitución Nacional.
En palabras de la Corte: “Esta convención ha alterado la situación del ordenamiento jurídico argentino contemplada en los precedentes de Fallos: 257:99 y 271:7, pues ya no es exacta la proposición jurídica según la cual ‘no existe fundamento normativo para acordar prioridad’ al tratado frente a la ley. Tal fundamento normativo radica en el artículo 27 de la Convención de Viena, según el cual ‘Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado'” (párr. 18).
6) Esta doctrina se consolidó durante la primera mitad de los años noventa (Fallos: 316:1669 y 317:1282) y fue un importante antecedente para la reforma constitucional del año 1994, que estableció expresamente la supremacía de los tratados internacionales por sobre las leyes nacionales y confirió rango constitucional a los pactos internacionales en materia de derechos humanos mencionados en el artículo 75, inciso 22, de la Constitución nacional.
7) Por fin, V.E. ha sostenido, en diversos precedentes, que la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos es vinculante para el Estado argentino cuando interpreta la Convención, pues el constituyente le ha conferido jerarquía constitucional “en las condiciones de su vigencia” (artículo 75, inciso 22), es decir, tal como la Convención rige efectivamente en el ámbito internacional considerando la interpretación que hace de sus normas el órgano internacional encargado de su aplicación, y al cual la República Argentina le ha reconocido expresamente competencia para conocer en todos los casos relativos a la interpretación y aplicación de la Convención (Fallos: 315:1492; 318:514; 319:3148; 321: 3555).
8) La doctrina sostenida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos” fue reiterada en los casos “Trujillo Oroza – Reparaciones”, sentencia del 27 de febrero de 2002 (párr. 106) (LA LEY 2002-C, 765); “Benavides Cevallos – cumplimiento de sentencia”, sentencia del 9 de septiembre de 2003 (párr. 6 y 7); “Maritza Urrutia”, sentencia del 27 del noviembre de 2003 (párr. 126); “Molina Theissen”, sentencia del 4 de mayo de 2004 (párr. 84); “19 Comerciantes”, sentencia del 5 de julio de 2004 (párr. 175 y 262); “Hermanos Gómez Paquiyaurí”, sentencia del 8 de julio de 2004 (párr. 232); “Tibí”, sentencia del 7 de septiembre de 2004 (párr. 259); “Masacre Plan de Sánchez”, sentencia del 19 de noviembre de 2004 (párr. 95 y ss.); “Carpio Nicolle y otros”, sentencia del 22 de noviembre de 2004 (párr. 126 y ss.); “Hermanas Serrano Cruz”, sentencia del 1º de marzo de 2005 (párr. 168 y ss.) y “Huilca Tecse”, sentencia del 3 de marzo de 2005 (párr. 105 y ss.).
Como lógica consecuencia de las afirmaciones precedentes resulta que para la época en que fueron sancionadas las leyes de punto final y de obediencia debida, normas de jerarquía supralegal prohibían el dictado de disposiciones cuyo efecto fuera impedir la investigación y eventual sanción de graves violaciones de los derechos humanos, como las que son juzgadas en autos, y que, en esa medida, ambas leyes eran, ya por ese entonces, inconstitucionales.
VI. 1) Consecuentemente, de lo que se trata, en este caso, es de considerar de aplicación retroactiva la jurisprudencia de V.E. relativa al orden de prelación de las normas que integran el orden jurídico nacional (artículo 31 de la Constitución), y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en lo que respecta a la interpretación del contenido del artículo 1.1 de la Convención- lo que no está alcanzado por la prohibición de retroactividad de la ley penal (cf. Jakobs, Derecho Penal, Marcial Pons, Madrid, 1995, ps. 126 y ss.; Roxin, Derecho Penal, Civitas, Madrid, 1997, ps. 165 y ss. Asimismo, Fallos: 196:492; 291:463; 310:1924; 313:1010; 315:276).
2) Dado que ambas leyes de impunidad privaron a las víctimas de su derecho a obtener una investigación judicial en sede criminal, destinada a individualizar y sancionar a los responsables de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante el último gobierno militar, ellas no sólo son incompatibles con el artículo 1.1 de la Convención, sino que constituyen también una violación de las garantías judiciales (artículo 8) y del derecho a la protección judicial (artículo 25), tal como lo estableció la Comisión Interamericana de Derechos Humanos al tratar el caso argentino en su Informe Nº 28/92 (casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina).
3) Además, en la misma medida y por las mismas razones expresadas en relación con la Convención, las leyes 23.492 y 23.521 son también contrarias al Pacto de Derechos Civiles y Políticos, también vigente en el derecho interno al tiempo de sanción de esas leyes, por cuyos artículos 2.1 y 14.1 el Estado asumió la obligación de garantía y la protección de las garantías judiciales a las que se refieren los artículos 1.1. y 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y que deben ser interpretados en consonancia.
En las Observaciones Finales al informe presentado por la Argentina de conformidad con lo dispuesto por el artículo 40 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1995, el Comité señaló que la ley de obediencia debida, la ley de punto final y el indulto presidencial de altos oficiales militares, son contrarios a los requisitos del Pacto, pues niegan a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante el período del gobierno autoritario de un recurso efectivo, en violación de los artículos 2 y 9 del Pacto. (Comité de Derechos Humanos, Observaciones Finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina, 5/04/95, CCPR/C/79/Add. 46; A/50/40, párr. 144-165).
Asimismo, la obligación de investigación y sanción de las graves violaciones de los derechos humanos fue afirmada recientemente por el Comité de Derechos Humanos en la Observación General Nº 31 del 29 de marzo de 2004. En línea con la doctrina de “Barrios Altos”, dicho órgano sostuvo en esa oportunidad que “en los casos en que algún funcionario público o agente estatal haya cometido violaciones de los derechos reconocidos en el Pacto a los que se hace referencia en este párrafo -tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, las privaciones de vida sumarias y arbitrarias y las desapariciones forzadas- los Estados parte de que se trate no podrán eximir a los autores de responsabilidad jurídica personal, como ha ocurrido con ciertas amnistías y anteriores inmunidades. Además, ningún cargo oficial justifica que se exima de responsabilidad jurídica a las personas a las que se atribuya la autoría de estas violaciones.
También deben eliminarse otros impedimentos al establecimiento de la responsabilidad penal, entre ellos la defensa basada en la obediencia a órdenes superiores o los plazos de prescripción excesivamente breves, en los casos en que sean aplicables tales prescripciones” (Comité de Derechos Humanos, Observación General Nº 31, Naturaleza de la obligación jurídica general impuesta a los Estados parte en el Pacto, aprobada en la 2187a sesión, celebrada el 29 de marzo de 2004, ps. 17 y 18).
Sólo me queda mencionar que ni la secuencia de antecedentes normativos e interpretativos que he traído a colación, ni el resultado al que conduce su combinación, son fruto de la casualidad, sino la lógica y previsible consecuencia de un proceso de evolución de la conciencia jurídica universal, que se ha puesto también de manifiesto en la decisión de la sociedad argentina de conferir en el año 1994 jerarquía constitucional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y al Pacto de Derechos Civiles y Políticos (entre otros) y la posterior derogación (ley 24.592) y anulación (ley 25.779) de ambas leyes de impunidad. Es en el marco de este nuevo paradigma valorativo que se impone la revisión de los argumentos sobre los que se sustentó la decisión en el precedente de Fallos: 310:1162 (cf. fs. 120 del dictamen que antecede).
VII. Sin perjuicio de lo anterior, también participo de la opinión de que las leyes 23.492 y 23.521 eran -y son- incompatibles con diversas cláusulas de la Constitución Nacional.
1) El punto de partida lo constituye el argumento concebido por V.E. y esta Procuración en torno al artículo 29 de la Constitución nacional. De acuerdo con la doctrina sentada en los precedentes de Fallos: 234:16 y 247:387 (y parcialmente Fallos: 309:1689) -que, insisto, comparto-, los términos enfáticos con que está concebida esa cláusula constitucional y la nulidad insanable con que se fulmina a los actos que describe implican una restricción a la facultad del Congreso de conceder amnistías. Concretamente, en esos precedentes se dijo que la concesión y el ejercicio de las facultades extraordinarias proscriptas en esa cláusula quedaban fuera de la potestad legislativa de amnistiar, pues la vigencia de ese precepto constitucional se vería afectada si, una vez realizados, el Congreso pudiera perdonar los hechos que allí son condenados tan enfáticamente.
Esta doctrina, vale mencionarlo, fue también invocada en los fundamentos del proyecto de ley del Poder Ejecutivo que luego sería sancionada como ley 23.040, por la cual se derogó por inconstitucional y se declaró insanablemente nula la ley de amnistía del último gobierno de facto (ley 22.924) y, más recientemente, en el debate parlamentario de la ley 25.779, las referencias al artículo 29 de la Constitución Nacional entraron nuevamente en escena como parte de los fundamentos relativos a la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521.
Además, esta doctrina ya había sido puesta de manifiesto antes por Marcelo Sancinetti, primero en “Derechos Humanos en la Argentina Post-Dictatorial”, Lerner, Buenos Aires, 1988, luego en Sancinetti- Ferrante, “El derecho penal en la protección de los derechos humanos”, Hammurabi, Buenos Aires, 1999, y, por último, en “Las leyes argentinas de impunidad y el artículo 29 de la Constitución de la Nación Argentina”, en: Libro de Homenaje a Enrique Bacigalupo, t. 1, Marcial Pons, Madrid, 2004, ps. 811.
2) Pienso también que un desarrollo consecuente del criterio interpretativo que ha permitido extraer los corolarios anteriores, debe llevar a la conclusión de que tampoco los delitos cometidos en el ejercicio de la suma del poder público son susceptibles de ser amnistiados o perdonados, pues sería un contrasentido afirmar que no podrían amnistiarse la concesión y el ejercicio de ese poder, pero que sí podrían serlo los delitos por los que la vida, el honor y la fortuna de los argentinos fueron puestos a merced de quienes detentaron la suma del poder público. Ello tanto más cuanto que los claros antecedentes históricos de la cláusula constitucional demuestran que el centro de gravedad del anatema que contiene -y que es, en definitiva, el fundamento de la prohibición de amnistiar, es decir, aquello que en última instancia el constituyente ha querido desterrar- no es sólo el ejercicio de la suma del poder público en sí mismo, sino también el avasallamiento de los derechos fundamentales que son habitualmente la consecuencia del ejercicio ilimitado del poder estatal, tal como lo enseña la experiencia histórico-política universal y local. Es que estos ilícitos rara vez son cometidos de propia mano por quienes detentan de forma inmediata la máxima autoridad, sino con la intervención de personas que, prevaliéndose del poder público o con su aquiescencia, se erigen en la práctica en señores de la vida y la muerte de sus conciudadanos, precisamente la situación que condena el artículo 29 de la Constitución nacional.
En definitiva, se postula que es materialmente equivalente amnistiar la concesión y el ejercicio de la suma del poder público que amnistiar los delitos cometidos en el marco de ese ejercicio, porque son sus efectos los que el constituyente ha querido evitar para los argentinos. Conceder impunidad a quienes cometieron los delitos por los que “la vida, el honor o la fortuna de los argentinos” quedaron “a merced de gobiernos o persona alguna” representa la convalidación del ejercicio de esas facultades extraordinarias en forma retroactiva. Por ello, si por imperio del artículo 29 de la Constitución nacional la concesión de la suma del poder público y su ejercicio se hallan proscriptos, y no son amnistiables, los delitos concretos en los que se manifiesta el ejercicio de ese poder tampoco pueden serlo (cf. Sancinetti-Ferrante, op. cit., ps. 282/283).
3) Ello sentado, sólo me queda realizar las siguientes precisiones y aclaraciones.
En primer lugar, para la decisión del tema en debate carece de relevancia que las leyes sean o puedan ser clasificadas como leyes de amnistía en sentido estricto. Lo decisivo no es la denominación, sino los efectos contrarios que esas leyes tienen respecto de las previsiones, en cada caso, del Derecho internacional de los derechos humanos y de la Constitución de la Nación Argentina. Las consecuencias han sido claras: las leyes han impedido el cumplimiento del deber de garantía sobre el que se expuso antes, y han transgredido los límites del artículo 29 de la Constitución nacional. Desde este punto de vista, la clasificación de las leyes como “amnistías” o no, tiene únicamente valor académico. Lo importante es que por contraponerse con normas de carácter superior y ser dictadas sin competencia material, son leyes inválidas. En particular, con ello se está diciendo que el artículo 29 de la Constitución nacional debe interpretarse, a la luz de la doctrina del Tribunal, en el sentido de que implica un límite constitucional al dictado de una amnistía o cualquier otra clase de perdón, como quiera que designe el Congreso a la ley por la que se pretenda consagrar la impunidad.
4) Debe quedar claro que no se pretende poner en debate los límites del tipo penal constitucional que el artículo 29 contiene con relación a los legisladores que concedieren la suma del poder público; es decir, que en modo alguno se trata de extender analógicamente el alcance de esa prohibición a otras personas y conductas, en contradicción con el principio de legalidad material (artículo 18 de la ley fundamental). Por el contrario, se ha explicado que la doctrina de los precedentes de Fallos: 234:16 y 247:387 presupone que, además de consagrar un tipo penal, el artículo 29 de la Constitución nacional impone un límite a la potestad legislativa de amnistiar. Es el alcance de esta restricción el que se ha precisado en este dictamen, y es en la infracción de ese límite que se ha sustentado la inconstitucionalidad de las normas. Por ello, no es posible objetar los razonamientos de índole analógica que he efectuado, con fundamento en el sentido históricopolítico de esa cláusula constitucional, para precisar las conductas que quedan fuera de la potestad de amnistiar o perdonar.
5) Está claramente demostrado por la resolución del juez de primera instancia y por la decisión de la Cámara que hechos investigados en autos fueron llevados a cabo en el contexto de las graves violaciones de los derechos humanos perpetrados por la última dictadura militar, que usurpó los poderes del estado entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983. Las características centrales y la metodología utilizada para consumar dichas violaciones masivas de los derechos humanos han sido claramente expuestas por V.E. en la sentencia publicada en Fallos: 309:1689. En ese pronunciamiento, que revisó la sentencia dictada por el pleno de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal en el juicio llevado a cabo contra la junta militar que usurpó el poder el 24 de marzo de 1976 y las dos juntas militares subsiguientes, se describió acabadamente el modo en que esos gobiernos de facto ejercieron el poder.
Esa metodología consistió, principalmente, en la captura de sospechosos de poseer vínculos con actividades contrarias al régimen, en su encierro en centros clandestinos de detención, en la aplicación de tortura a los detenidos con el objeto de recabar información y su sometimiento a condiciones de vida inhumanas. Este procedimiento de aprehensión, tortura y detención en sitios clandestinos generalmente concluía con la eliminación física de los aprehendidos, quienes en algunas ocasiones eran puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Estas acciones criminales fueron desplegadas clandestinamente, para lo cual los agentes estatales ocultaban su identidad y mantenían incomunicados a los detenidos, negando también a los familiares la información acerca del secuestro, lugar de alojamiento y suerte final de sus seres queridos (cf. Fallos: 309:1689; asimismo, Informe de la C.O.N.A.D.E.P., del 20 de septiembre de 1984).
A partir de estos antecedentes, es indudable que durante los años 1976 a 1983 se vivió en nuestro país la situación de concentración de poder y avasallamiento de los derechos fundamentales condenada enfáticamente por el artículo 29 de la Constitución nacional (cf. Fallos: 309:1689; debate parlamentario de la sanción de la ley 23.040, por la que se derogó la ley 22.924; más recientemente, en los fundamentos del proyecto y el debate de la ley 25.779).
Por consiguiente, no cabe entender los hechos del caso sino como una manifestación más del ejercicio arbitrario de poder por el que el último gobierno de facto puso los derechos más fundamentales de los ciudadanos a su merced y de las personas que en su nombre actuaban. Procede entonces concluir que las leyes 23.492 y 23.521 son inconstitucionales, en tanto por su intermedio se pretenda conceder impunidad a quien es imputado como uno de los responsables de la desaparición forzada y de las torturas de las que habría sido víctima el matrimonio Poblete-Hlaczik.
6) No quisiera finalizar, sin destacar una circunstancia que ha sido puesta ya de manifiesto en el dictamen anterior de esta Procuración, y es que ni el artículo 29 de la Constitución, ni la obligación de garantía que ha asumido convencionalmente nuestra Nación se oponen a un razonable ejercicio de los poderes estatales para disponer la extinción de la acción y de la pena, acorde con las necesidades políticas del momento histórico, en especial cuando median circunstancias extraordinarias.
La propia Corte Interamericana, por intermedio del voto de uno de sus magistrados, ha reconocido que, en ciertas circunstancias, bien podría resultar conveniente el dictado de una amnistía para el restablecimiento de la paz y la apertura de nuevas etapas constructivas en la vida, en el marco de “un proceso de pacificación con sustento democrático y alcances razonables que excluyen la persecución de conductas realizadas por miembros de los diversos grupos en contienda…”. Sin embargo, como a renglón seguido también lo expresa esa Corte, “esas disposiciones de olvido y perdón no pueden poner a cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos, que significan un grave menosprecio de la dignidad del ser humano y repugnan a la conciencia de la humanidad” (cf. “Barrios Altos”, voto concurrente del Juez García Ramírez, párr. 10 y 11).
En suma, no se trata de negar la facultad constitucional del Congreso de dictar amnistías y leyes de extinción de la acción penal y de la pena, sino de reconocer que esa atribución no es absoluta y que su alcance halla límites materiales en el artículo 29 de la Constitución Nacional y en el artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Por consiguiente, estas normas y las relativas a la potestad de legislar y amnistiar, todas de jerarquía constitucional, no se contraponen, sino que se complementan.
Estas consideraciones ponen de manifiesto, que la obligación de investigar y sancionar que nuestro país -con base en el derecho internacional- asumió como parte de su bloque de constitucionalidad en relación con las graves violaciones a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, no ha hecho más que reafirmar una limitación material a la facultad de amnistiar y, en general, de dictar actos por los que se conceda impunidad, que ya surgía de una correcta interpretación del artículo 29 de la Constitución Nacional.
VIII. La ley 23.521 (ley de obediencia debida) presenta un vicio adicional. En su artículo 1 pretende establecer -a través de presunciones iuris et de iure- cómo deberían ser reconstruidas situaciones de hecho, al disponer que determinadas personas, en determinadas circunstancias, obraron justificadamente. No obstante, la Constitución Nacional, en tanto otorga competencia sólo al Poder Judicial -y no al Legislativo- para determinar la reconstrucción de cómo sucedieron los hechos concretos que acarrean consecuencias jurídicas y cuáles son aplicables (lo cual, en abstracto sí es determinado por el Poder Legislativo por medio de leyes) implica una negación de la competencia del Congreso para tomar decisiones de esa índole. Ello se deriva de los artículos 108 y 116 de la Constitución Nacional, en tanto estatuyen como atribución privativa del Poder Judicial “el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación”.
Por ello, con el dictado de la ley 23.521 el Congreso invadió competencias del Poder Judicial, violando las salvaguardas de la división de poderes, arrogándose potestades que no le fueron otorgadas y, por lo tanto, dictando normas inválidas.
Si la falta de competencia del Congreso no se duda para la situación de signo contrario, es decir, para la pretensión del Congreso de dictar leyes que impongan castigos sin juicios a un grupo de personas o personas determinadas -lo que en el derecho constitucional estadounidense se conoce como la prohibición de emitir un “Bill of Attainder”, es decir, una ley emitida por el Poder Legislativo, que inflinge penas sin un juicio llevado a cabo por el Poder Judicial (cf. artículo I, Sección 9, parágrafo 3, de la Constitución de los Estados Unidos de América; Willoughby, The Constitution of the United States, New York, 1910, Vol. II, p. 801; Corte Suprema de Estados Unidos, Cummings v. Missouri, 1866)- no puede dudarse que el Congreso tampoco puede eximir, sin juicio de responsabilidad, a un grupo de personas, indicando que actuaron justificadamente. La evaluación de la existencia de una situación fáctica que se subsume en una causa de justificación reconocida por el derecho es tarea del Poder Judicial, no del Legislativo, de la misma manera que lo es la evaluación de la existencia de una conducta conminada con pena.
Ese avasallamiento de competencias tiene un carácter más lesivo que una verdadera amnistía, ya que ésta, al menos, y en tanto no sea prohibida, no tiene el valor simbólico de declarar que no hubo ilícitos, pues tan sólo se limita a comunicar que, si los hubo, es preferible prescindir de su persecución. Sin embargo, cuando el Congreso, mediante una supuesta ley de amnistía, establece de manera irrefutable que no existió un ilícito (porque el hecho típico está justificado por una causa de justificación reconocida por el derecho) no sólo se arroga la función de juzgar hechos particulares, que es privativa del Poder Judicial, sino que comunica un plus respecto del simbolismo de la amnistía. En efecto, la ley 23.521 no se limita a decir que los hechos no deben ser juzgados, sino que se pronuncia en el sentido de un juicio, pues predica que los hechos fueron lícitos, no antijurídicos, que fueron justificados.
Así la ley 23.521 también es inconstitucional por invadir esferas de competencia del Poder Judicial en violación a los artículos 1, 108 y 116 de la Constitución nacional.
IX. El recurrente ha objetado que sería contrario al principio de legalidad material, consagrado en el artículo 18 de la Constitución Nacional, tomar en consideración una figura delictiva no tipificada en la legislación interna, como la desaparición forzada de personas, y así también aplicar al caso normas internacionales relativas a los crímenes de lesa humanidad y su imprescriptibilidad que no habrían estado vigentes para el Estado argentino al momento del hecho.
1) Por lo tanto, la primera cuestión a resolver consiste en establecer si para la época de los hechos investigados el delito de desaparición forzada de personas se hallaba tipificado en nuestra legislación interna, y, asimismo, si para ese entonces existía ya una norma internacional vinculante para el Estado argentino que atribuyera condición de crimen de lesa humanidad a ese comportamiento. Al respecto, debo adelantar que comparto en un todo el punto de vista que esta Procuración ha venido sosteniendo en relación con estas cuestiones (cf. causa V. 2, XXXVI, dictamen del 23 de agosto de 2001; A 1391, XXXVIII “Astiz, Alfredo y otros por delitos de acción pública”, dictamen del 29 de agosto de 2002; M. 960, XXXVII “Massera, Emilio Eduardo s/incidente de excarcelación”, dictamen del 3 de octubre de 2002, y dictamen de fs. 111/133).
Por desaparición forzada de personas se entiende en derecho penal internacional la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona. Tal es la formulación adoptada por el artículo 2 de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -incorporada a la Constitución por ley 24.556-, que no hizo más que receptar en esa medida la noción que con anterioridad era ya de comprensión general en el derecho internacional de los derechos humanos (cf., asimismo, en igual sentido, la caracterización que contiene el artículo 7, inciso “i”, del Estatuto de Roma).
Una vez establecido el alcance de este delito, corresponde concluir que la desaparición forzada de personas ya se encuentra -y se encontraba- tipificada en distintos artículos del Código Penal argentino. Pues no cabe duda de que el delito de privación ilegítima de la libertad contiene una descripción típica lo suficientemente amplia como para incluir también, en su generalidad, aquellos casos específicos de privación de la libertad que son denominados “desaparición forzada de personas”. Se trata, simplemente, de reconocer que un delito de autor indistinto como la privación ilegítima de la libertad, cuando es cometido por agentes del Estado o por personas que actúan con su autorización, apoyo o aquiescencia, y es seguida de la falta de información sobre el paradero de la víctima, presenta todos los elementos que caracterizan a una desaparición forzada. Esto significa que la desaparición forzada de personas, al menos en lo que respecta a la privación de la libertad que conlleva, ya se encuentra prevista en nuestra legislación interna como un caso específico del delito -más genérico- de los artículos 141 y, particularmente, 142 y 144 bis del Código Penal, que se le enrostra al imputado.
Debe quedar claro que no se trata entonces de combinar, en una suerte de delito mixto, un tipo penal internacional -que no prevé sanción alguna- con la pena prevista para otro delito en la legislación interna. Se trata de reconocer la relación de concurso aparente existente entre ambas formulaciones delictivas, y el carácter de lesa humanidad que adquiere la privación ilegítima de la libertad -en sus diversos modos de comisión- cuando es realizada en condiciones tales que constituye una desaparición forzada.
2) En cuanto a la vigencia temporal, también coincido con el criterio sostenido por esta Procuración. Parece claro que la evolución del derecho internacional a partir de la segunda guerra mundial permite afirmar que, para la época de los hechos imputados, el derecho internacional de los derechos humanos condenaba ya la desaparición forzada de personas como un crimen contra la humanidad.
Es que la expresión desaparición forzada de personas no es más que el nomen iuris para la violación sistemática de una multiplicidad de derechos fundamentales, a cuya protección se había comprometido internacionalmente el Estado argentino desde el comienzo mismo del desarrollo de esos derechos en la comunidad internacional una vez finalizada la guerra (Carta de Naciones Unidas del 26 de junio de 1945, Carta de Organización de los Estados Americanos del 30 de abril de 1948, y aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, y Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre del 2 de mayo de 1948).
En esa inteligencia, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en sus primeras decisiones sobre denuncias de desaparición forzada de personas expresó que si bien no existía al tiempo de los hechos “ningún texto convencional en vigencia, aplicable a los Estados Partes en la Convención, que emplee esta calificación, la doctrina y la práctica internacionales han calificado muchas veces las desapariciones como un delito contra la humanidad”. También señaló que “la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos reconocidos en la Convención y que los Estados Partes están obligados a respetar y garantizar”. (cf. caso Velásquez Rodríguez, sentencia de 29 de julio de 1988, Serie C N° 4; luego reiterado en el caso Godínez Cruz, sentencia de 20 de enero de 1989, Serie C N° 5; y recientemente en el caso Blake, sentencia de 24 de enero de 1998, Serie C N° 36, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Asimismo, cf. Preámbulo de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas).
Ya en la década de los años setenta y comienzos de los ochenta, la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos y su Comisión de Derechos Humanos se habían ocupado de la cuestión de las desapariciones y promovido su investigación (resolución 443 [IX-0/79] del 31 de octubre de 1979; resolución 510 [X-0/80] del 27 de noviembre de 1980; resolución. 618 [XII-0/82] del 20 de noviembre de 1982; resolución 666 [XIII-0/83] del 18 de noviembre de 1983 de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos. Asimismo, Informe Anual 1978, páginas 22/24 e Informe Anual 1980-1981, páginas 113/114 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Cf. caso Velásquez Rodríguez, precedentemente citado, parr. 152).
También la Asamblea General de las Naciones Unidas
incorporó al Preámbulo de la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas el recuerdo de que ya en “su resolución 33/173, de 20 de diciembre de 1978… se declaró profundamente preocupada por los informes procedentes de diversas partes del mundo en relación con la desaparición forzada o involuntaria de personas… y pidió a los gobiernos que garantizaran que las autoridades u organizaciones encargadas de hacer cumplir la ley y encargadas de la seguridad tuvieran responsabilidad jurídica por los excesos que condujeran a desapariciones forzadas o involuntarias”.
3) Fue precisamente en el marco de esas denuncias, que la Comisión Interamericana elaboró el “Informe sobre la situación de los derechos humanos en Argentina”, aprobado el 11 de abril de 1980, donde describió el contexto institucional durante el período del último gobierno militar, haciendo expresa mención al fenómeno de los desaparecidos y a la comprobación de graves y numerosas violaciones de derechos fundamentales reconocidos en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre. Y fue a raíz de estos antecedentes que la comunidad internacional resolvió establecer una instancia internacional frente al problema de las desapariciones y creó en el año 1980, en el ámbito de Naciones Unidas, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias que aún hoy continúa en funciones.
Finalmente, la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra la Desapariciones Forzadas, en su artículo 1.1, prevé que “todo acto de desaparición forzada constituye un ultraje a la dignidad humana y es condenada como una negación de los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas, como una violación grave manifiesta de los derechos humanos y de las libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos” y constituye, asimismo, “una violación de las normas del derecho internacional que garantizan a todo ser humano el derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica”.
4) Todos estos antecedentes -lo mismo que los que se mencionarán seguidamente para las torturas- son el resultado, a la vez que la demostración de un proceso de transformación de la conciencia jurídica universal fruto de los horrores de la segunda guerra mundial, del cual la República Argentina fue un partícipe activo desde sus albores, y que se materializó en la progresiva conformación de un corpus juris de carácter imperativo con sustento, primero, en el derecho consuetudinario internacional, y luego también contractual. En este contexto la ratificación en años recientes de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas por parte de nuestro país sólo ha significado la reafirmación por vía convencional del carácter de lesa humanidad postulado desde antes para esa práctica estatal. En otras palabras: una manifestación más del proceso de codificación del preexistente derecho internacional no contractual.
En conclusión, ya en la década de los años setenta, esto es, en el momento de los hechos investigados, el orden jurídico interno contenía normas (internacionales) que reputaban a la desaparición forzada de personas como crimen contra la humanidad. Estas normas, puestas de manifiesto en numerosos instrumentos internacionales regionales y universales, no sólo estaban vigentes para nuestro país, e integraban, por tanto, el derecho positivo interno, por haber participado voluntariamente la República Argentina en su proceso de creación, sino también porque, de conformidad con la opinión de la doctrina y jurisprudencia nacional e internacional más autorizada, dichas normas ostentaban para la época de los hechos el carácter de derecho universalmente válido (ius cogens).
A la vez, ello significa que aquellos tipos penales, en cuyas descripciones pudiera subsumirse la privación de la libertad que acompaña a toda desaparición forzada de personas, adquirieron, en esa medida, un atributo adicional -la condición de lesa humanidad, con las consecuencias que ello implica- en virtud de una normativa internacional que las complementó.
X. 1) Si bien no se mencionó expresamente al crimen de tortura en la definición de “crímenes contra la humanidad” en el artículo 6, inciso “c”, del Estatuto del Tribunal de Nüremberg (del 8 de agosto de 1945), fue considerado en ese proceso como incluido dentro de la expresión “otros actos inhumanos”. Posteriormente, fue incluido expresamente en la Ley 10 del Consejo de Control Aliado (del 20 de diciembre de 1945) que sentó las bases para el juzgamiento de los crímenes cometidos en las cuatro zonas de ocupación que no ingresaron en la competencia del Tribunal de Nüremberg. El artículo II de esa ley mencionaba a “…el asesinato, el exterminio, la esclavización, la deportación, el encarcelamiento, la tortura, las violaciones u otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos, violen o no estos actos las leyes nacionales de los países donde se perpetran”.
La prohibición de la tortura fue reiterada luego en los diversos instrumentos internacionales sobre derechos civiles y políticos y sobre derechos humanos que surgieron con posterioridad a la segunda guerra mundial. También se afirmó esa prohibición en el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la resolución 2.200 (XXI) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 16 de diciembre de 1966, y poco después, en 1969, al aprobarse la “Convención Americana sobre Derechos Humanos” (Pacto de San José de Costa Rica), en cuyo artículo 5 se dispone que toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral (5.1) y que nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes (5.2).
2) Unos años más tarde, la Asamblea General de las Naciones Unidas insistió con la prohibición de la tortura mediante la “Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes”, resolución 3452 (XXX) del 9 de diciembre de 1975, en la que aporta una definición de tortura similar a la que más adelante quedará incorporada a la “Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” (1984). En su artículo 1 establece: “A los efectos de la presente Declaración, se entenderá por tortura todo acto por el cual un funcionario público, u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras”. Ya en la propia definición de tortura se condena la participación de funcionarios del Estado, lo que indica claramente una de las características que ha tenido históricamente la práctica de la tortura: la de estar vinculada a la actividad estatal.
En el artículo siguiente se califica a la tortura y a todo otro trato o pena cruel, inhumano o degradante como “…una ofensa a la dignidad humana…” que “…será condenado como violación de los propósitos de la Carta de las Naciones Unidas y de los derechos humanos y libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos”. A su vez, el artículo 3 establece que “Ningún Estado permitirá o tolerará tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes” y que “no podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación…”.
En la Declaración también se afirma el deber de investigar toda denuncia de aplicación de torturas o de otros tratos o penas crueles o inhumanos por parte de un funcionario público o por instigación de éste (artículo 8), investigación que debe promoverse incluso de oficio en caso que haya motivos razonables para entender que se usaron tales prácticas. Se expresa, asimismo, que todo Estado “asegurará” que los actos de tortura constituyan delitos conforme a la legislación penal (artículo 7) y que el funcionario público que aparezca como culpable de la aplicación de torturas deberá ser sometido a un proceso penal (artículo 10).
Esta Declaración es un antecedente de las convenciones que años más tarde se celebraron con relación a la tortura tanto a nivel universal como regional.
3) En efecto, la extensión de la utilización de la tortura por parte de agentes estatales o personas bajo su control en la represión política llevó a que se insistiera con la prohibición de esa práctica. En este sentido, además de las diversas declaraciones y pronunciamientos al respecto, cabe destacar la adopción de la “Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” (aprobada por Argentina por ley 23.338 del 30 de julio de 1998), adoptada por consenso por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984 (Res. 39/46). En dicha Convención se definió a la tortura en términos similares a los expresados en la “Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” de 1975. Mediante esta Convención, además de constituirse el Comité contra la Tortura -con facultad de recibir, solicitar y analizar informes sobre la práctica de la tortura-, se insistió en la necesidad de la sanción penal de los responsables de la aplicación de torturas, en la inadmisibilidad de la invocación de órdenes superiores como justificación de la tortura ni de la existencia de circunstancias excepcionales, como inestabilidad política interna (artículos 2 y 4).
Asimismo, fueron establecidas reglas para permitir la extradición de los acusados de tortura y se afirmó la jurisdicción universal para la persecución penal de este delito (artículos 8 y 5.2). A través de esta Convención, en síntesis, se reiteró la prohibición de la tortura y la necesidad de que los responsables no queden sin sanción penal.
4) Para insistir en que no se creó un crimen nuevo, puede citarse la autorizada opinión de Burgers y Danelius (el primero fue presidente del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas en la Convención y el segundo el redactor de su borrador final), quienes “…En su manual acerca de la Convención sobre la tortura (1984)…escribieron en la p. 1: ‘Muchas personas presumen que el principal objetivo de la Convención es prohibir la tortura y otros tratos o castigos crueles, inhumanos o degradantes. Esta presunción no es correcta en cuanto implicaría que la prohibición de estas prácticas está establecida bajo el derecho internacional por la Convención solamente y que la prohibición será obligatoria como una regla del derecho internacional sólo para aquellos estados que se han convertido en partes en la Convención. Por el contrario, la Convención se basa en el reconocimiento de que las prácticas arriba mencionadas ya están prohibidas bajo el derecho internacional. El principal objetivo de la Convención es fortalecer la prohibición existente de tales prácticas mediante una cantidad de medidas de apoyo” (cf. voto de Lord Millet en “La Reina c/Evans y otro y el Comisionado de Policía de la Metrópolis y otros ex parte Pinochet”, en “Suplemento Especial de Derecho Constitucional. Caso Pinochet”, La Ley, Buenos Aires, 11 de septiembre de 2000, p. 107).
5) A nivel regional se firmó el 9 de diciembre de 1985 la “Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura” (aprobada por la República Argentina el 29 de septiembre de 1998 mediante ley 23.952), que recogió principios similares a los contemplados en la Convención recién aludida como la obligación de “…prevenir y sancionar la tortura” (artículo 1), la inadmisibilidad de la eximición de responsabilidad penal basada en haber recibido órdenes superiores (artículo 4) o de su justificación en razón de existir inestabilidad política interna, conmoción interior, etc. (artículo 5). Asimismo, se establecen pautas para facilitar la extradición de las personas acusadas y la obligación de perseguir penalmente los casos de tortura, incluso los cometidos fuera de lugares sometidos a su jurisdicción cuando el presunto delincuente se encuentre en el ámbito de su jurisdicción y no proceda a extraditarlo (artículo 12).
En los considerandos de dicha Convención se reafirmó que “…todo acto de tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes constituyen una ofensa a la dignidad humana y una negación de los principios consagrados en la Carta de la Organización de los Estados Americanos y en la Carta de las Naciones Unidas y son violatorios de los derechos humanos y libertades fundamentales proclamados en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos”.
6) En el pedido de extradición de Augusto Pinochet por parte del Reino de España se destacó que la prohibición de la tortura tiene su fuente en el derecho internacional consuetudinario, vigente mucho antes de la sanción de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes el 10 de diciembre de 1984, y se reiteró en varios pasajes la jerarquía de ius cogens de esas normas consuetudinarias: “…el uso sistemático de tortura en una gran escala y como un instrumento de política de estado se habían unido a la piratería, crímenes de guerra y crímenes contra la paz como un crimen de jurisdicción universal mucho antes de 1984. Considero que ya lo había hecho para el año 1973” (cf. voto de Lord Millet, fallo cit., p. 107).
7) En suma, por las mismas razones expresadas en el acápite anterior, queda claro que para la época en que los hechos investigados tuvieron lugar, la prohibición de la tortura formaba parte ineludible del derecho imperativo dirigido tanto a los Estados como, personalmente, a los funcionarios estatales. En otras palabras, la utilización de la tortura como práctica oficial comprometía la responsabilidad internacional del Estado y la responsabilidad individual de quienes la ejecutaran frente al derecho de gentes. Y también respecto de este delito hay que concluir que los tipos penales del Código Penal que lo contienen (artículo 144 ter de la ley 14.616) habían ya adquirido por entonces un atributo adicional -la condición de lesa humanidad, con las consecuencias que ello implica- en virtud de la normativa internacional, vinculante para la República Argentina, que los complementó.
XI. Queda ahora por abordar la cuestión de si los hechos del caso, que han perdido la cobertura de esas leyes, pueden ser aún perseguidos penalmente o si, por el contrario, la acción penal para ello está prescripta por el transcurso del tiempo. Desde ya adelanto opinión en el sentido de que los delitos atribuidos no se encuentran prescriptos en virtud de normas del derecho internacional de los derechos humanos que integran nuestro derecho positivo interno.
1) Es que habiéndose establecido que, ya para la época en que fueron ejecutadas, la desaparición forzada de personas y las torturas eran consideradas crímenes contra la humanidad por el derecho internacional de los derechos humanos, vinculante para el Estado argentino, de ello se deriva como lógica consecuencia la inexorabilidad de su juzgamiento y su consiguiente imprescriptibilidad, tal como fuera expresado ya por esta Procuración General y la mayoría de la Corte en el precedente publicado en Fallos: 318:2148 y, recientemente, en la causa “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/homicidio calificado y asociación ilícita y otros”, sentencia del 24 de agosto de 2004″, consid. 21 y siguientes.
Como se señaló en el dictamen de fs. 111/133, son numerosos los instrumentos internacionales que, desde el comienzo mismo de la evolución del derecho internacional de los derechos humanos, ponen de manifiesto el interés de la comunidad de las naciones porque los crímenes de guerra y contra la humanidad fueran debidamente juzgados y sancionados. Es, precisamente, la consolidación de esta convicción lo que conduce, a lo largo de las décadas siguientes, a la recepción convencional de este principio en numerosos instrumentos, como una consecuencia indisolublemente asociada a la noción de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Sean mencionados, entre ellos, la Convención de Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad, aprobada por Resolución 2391 (XXIII) de la Asamblea General de la ONU, del 26 de noviembre de 1968 (ley 24.584); los Principios de Cooperación Internacional en la Identificación, Detención, Extradición y Castigo de los Culpables de Crímenes de Guerra o de Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada por Resolución 3074 (XXVIII) de la Asamblea General de la O.N.U., del 3 de diciembre de 1973; la Convención Europea de Imprescriptibilidad de Crímenes contra la Humanidad y Crímenes de Guerra, firmada el 25 de enero de 1974 en el Consejo de Europa; el Proyecto de Código de Delitos contra la Paz y Seguridad de la Humanidad de 1996 y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (ley 25.390).
2) Es sobre la base de estas expresiones y prácticas concordantes de las naciones que tanto esta Procuración como V.E. han afirmado que la imprescriptibilidad era, ya con anterioridad a la década de 1970, reconocida por la comunidad internacional como un atributo de los crímenes contra la humanidad en virtud de principios del derecho internacional de carácter imperativo, vinculantes, por tanto también para el Estado argentino. Así lo ha expresado con claridad V.E, al pronunciarse en relación con un hecho ocurrido durante el último conflicto bélico mundial, oportunidad en la cual enfatizó que la calificación de los delitos contra la humanidad no depende de los Estados sino de los principios del ius cogens del derecho internacional, y que en tales condiciones no hay prescripción para los delitos de esa laya (Fallos: 318:2148 y causa A 533, XXXVIII, “Arancibia Clavel”, citada).
3) En el marco de esta evolución, una vez más, la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico interno de la Convención de Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad y de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -que en su artículo séptimo declara imprescriptible ese crimen de lesa humanidad-, ha representado únicamente la cristalización de principios ya vigentes para nuestro país en virtud de normas imperativas del derecho internacional de los derechos humanos. Por lo demás, sin perjuicio de la existencia de esas normas de ius cogens, cabe también mencionar que para la época en que tuvieron lugar los hechos, el Estado argentino había contribuido ya a la formación de una costumbre internacional en favor de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad (cf. Fallos: 318:2148, voto del juez Bossert, consid. 88 y ss., y causa A 533, XXXVIII, “Arancibia Clavel”, citada, consid. 31).
4) Establecido entonces que el principio de imprescriptibilidad tiene, con relación a los hechos de autos, sustento en lex praevia, sólo queda por analizar si, de todos modos, se vulneraría el principio de legalidad por no satisfacer esa normativa las exigencias de lex certa y lex scripta. Al respecto, adelanto que comparto la respuesta que esta Procuración dio a estos interrogantes a fs. 111/133. En primer lugar, estimo que no puede predicarse que aquello en lo que consiste una desaparición forzada de personas no estuviera suficientemente precisado a los ojos de cualquier individuo por la normativa originada en la actividad de las naciones, su práctica concordante y el conjunto de decisiones de los organismos de aplicación internacionales; máxime cuando, como ya fue expuesto, el tipo en cuestión no es más que un caso específico de privación ilegítima de la libertad, conducta ésta contenida desde siempre en nuestra legislación penal. Estas consideraciones valen tanto más para el delito de torturas, que se halla previsto desde siempre en los artículos 144 tercero y siguientes.
5) En cuanto a su condición de lesa humanidad y su consecuencia directa, la imprescriptibilidad, no puede obviarse que el principio de legalidad material no proyecta sus consecuencias con la misma intensidad sobre todos los campos del derecho penal, sino que ésta es relativa a las particularidades del objeto que se ha de regular.
En particular, en lo que atañe al mandato de certeza, es un principio entendido que la descripción y regulación de los elementos generales del delito no necesitan alcanzar el estándar de precisión que es condición de validez para la formulación de los tipos delictivos de la parte especial (cf. Jakobs, Derecho Penal, Madrid, 1995, ps. 89 y ss.; Roxin, Derecho Penal, Madrid, 1997, ps. 363 y ss.) Y, en tal sentido, no advierto ni en la calificación de la desaparición forzada como crimen contra la humanidad, ni en la postulación de que esos ilícitos son imprescriptibles, un grado de precisión menor que el que habitualmente es exigido para las reglas de la parte general; especialmente en lo que respecta a esta última característica, que no hace más que expresar que no hay un límite temporal para la persecución penal.
6) Por lo demás, en cuanto a la exigencia de ley formal, creo evidente que el fundamento político (democrático-representativo) que explica esta limitación en el ámbito nacional no puede ser trasladado al ámbito del derecho internacional, que se caracteriza, precisamente, por la ausencia de un órgano legislativo centralizado, y reserva el proceso creador de normas a la actividad de los Estados. Ello, sin perjuicio de señalar que, en lo que atañe al requisito de norma jurídica escrita, éste se halla asegurado por el conjunto de resoluciones, declaraciones e instrumentos convencionales que conforman el corpus del derecho internacional de los derechos humanos y que dieron origen a la norma de ius cogens relativa a la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad.
7) En consecuencia, debe concluirse que, ya en el momento de comisión de los hechos, había normas del derecho internacional general, vinculantes para el Estado argentino, que reputaban imprescriptibles los crímenes de lesa humanidad, como la desaparición forzada de personas, y que ellas, en tanto normas integrantes del orden jurídico nacional, importaron -en virtud de las relaciones de jerarquía entre las normas internaciones y las leyes de la Nación (artículo 31 de la Constitución)- una modificación del régimen legal de la prescripción de la acción penal, previsto en los artículos 59 y siguientes del Código Penal.
Por consiguiente, corresponde concluir que no se halla prescripta la acción penal para la persecución de los delitos de tortura y desaparición forzada de personas aquí investigados.
XII. Por último, considero, a partir del interés institucional del caso, que no resulta aconsejable aplicar un criterio en extremo restrictivo acerca de los recaudos formales de la apelación federal, a fin de habilitar una sentencia de V.E. que ponga fin a la discusión en torno a este tema (Fallos: 323:337 y sus citas).
Por todo lo expuesto, opino que V. E. puede declarar formalmente procedente la queja y confirmar la sentencia apelada en todo cuanto fue materia de recurso extraordinario. – Mayo 5 de 2005. – Esteban Righi.
Buenos Aires, junio 14 de 2005.
Considerando: En mérito a lo que surge de las constancias que obran agregadas en el expediente, a la naturaleza de la causal invocada para fundar el apartamiento y a lo dispuesto en el art. 17, inc. 5°, del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, corresponde aceptar la excusación para conocer en este asunto presentada por el señor ministro doctor don Augusto César Belluscio. – Enrique S. Petracchi. – Carlos S. Fayt. – Antonio Boggiano. – Juan C. Maqueda. – E. Raúl Zaffaroni. – Elena I. Highton de Nolasco. – Ricardo L. Lorenzetti. – Carmen M. Argibay.
Buenos Aires, junio 14 de 2005.
Considerando: 1°) Que estas actuaciones se iniciaron con motivo de la querella formulada por Buscarita Imperi Roa, quien afirmó que el 28 de noviembre de 1978 las denominadas “fuerzas conjuntas” secuestraron a su hijo José Liborio Poblete Roa, a su nuera Gertrudis Marta Hlaczik y a su nieta Claudia Victoria Poblete; y que distintas denuncias recibidas en la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo señalaban que el militar retirado Ceferino Landa y su esposa Mercedes Beatriz Moreira, tenían en su poder a la menor anotada bajo el nombre de Mercedes Beatriz Landa.
Tras el correspondiente impulso fiscal en torno al hecho denunciado, se llevaron a cabo diversas medidas de prueba que, en efecto, determinaron que Claudia Victoria Poblete se encontraba con vida, que se hallaba inscripta con el nombre de Mercedes Beatriz Landa como hija de Ceferino Landa y de Mercedes Beatriz Moreira y que este estado se constituyó poco tiempo después de que las fuerzas armadas la privaran de su libertad cuando contaba con ocho meses de edad.
A raíz de ello, el 25 de febrero de 2000, se decretó el procesamiento con prisión preventiva del militar retirado teniente coronel Ceferino Landa y de Mercedes Beatriz Moreira en orden a los delitos previstos por los arts. 139, inc. 2°, 146 y 293 del Código Penal y se declaró la nulidad de la inscripción del nacimiento de Mercedes Beatriz Landa como hija de los nombrados (fs. 532/543 del expediente principal).
2°) Que en virtud de la prueba producida el agente fiscal amplió el requerimiento de instrucción en los siguiente términos “De acuerdo a los elementos colectados en las presentes actuaciones, la menor Claudia Victoria Poblete fue secuestrada junto con sus progenitores José Liborio Poblete y Gertrudis Marta Hlaczik el 28 de noviembre de 1978. Esta familia…ha permanecido detenida en el centro de detención clandestina conocido como ‘El Olimpo’, lugar éste en que el matrimonio Poblete fuera despojado de su hija Claudia, mediante el artilugio de que sería devuelta a sus abuelos, hecho éste que jamás tuvo lugar. De acuerdo con las constancias de autos, y el testimonio de algunas personas que permanecieron en calidad de detenidos clandestinos en ‘El Olimpo’, centro éste que estuvo a cargo del General Suárez Mason, algunos de los represores que habían estado encargados de dicho lugar serían responsables del secuestro y la operatoria que culminara en la entrega de Claudia Victoria Poblete a manos del Teniente Coronel Ceferino Landa. Entre aquellos que tendrían conocimiento del destino que se le diera a la menor, se encontrarían Juan Antonio Del Cerro, alias ‘Colores’, Roberto Rosa, más conocido como ‘Clavel’, Julio Simón quien actuaba bajo el seudónimo de ‘Turco Julián’, Carlos Alberto Rolón ‘Soler’, Guillermo Antonio Minicucci ‘Rolando’, Raúl Antonio Guglielminetti ‘Mayor Guastavino’, el Coronel Ferro entre otros. Asimismo, y en lo concerniente al secuestro de la familia Poblete, los intervinientes habrían sido Juan Antonio Del Cerro, Carlos Alberto Rolón y Julio Simón” (fs. 963/964 del principal).
En función de ello el juez instructor dispuso recibirles declaración indagatoria a Juan Antonio Del Cerro (apodado “Colores”) y a Julio Héctor Simón (apodado “Turco Julián”), a cuyo efecto ordenó la detención (fs. 1050). A su vez, con fecha 6 de octubre de 2000, tuvo por parte querellante a Horacio Verbitsky, en su carácter de presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), con arreglo a los fundamentos que lucen a fs. 1177.
Ahora bien, tras escuchar los descargos de los imputados, el juez de primer grado dispuso el procesamiento, con prisión preventiva, de Del Cerro y Simón por haber secuestrado, retenido y ocultado a Claudia Victoria Poblete -art. 146 del Código Penal- (fs. 1470/1490).
Por su parte, la alzada, al confirmar el mencionado auto de mérito, indicó que, de acuerdo con el impulso procesal generado por el representante del Ministerio Público Fiscal y por la querella, la investigación debía abarcar los hechos ilícitos de los que habían sido víctimas los padres de Claudia Victoria Poblete; sobre este punto indicó que de los diversos testimonios y constancias incorporadas en el expediente se desprendía que cuando los menores que permanecieron o nacieron en cautiverio en “El Olimpo” fueron efectivamente entregados a sus familiares, posteriormente sus padres recuperaron su libertad, en tanto que en los casos en los cuales los niños no fueron devueltos a sus abuelos (como el del matrimonio Poblete y el caso de Lucía Tartaglia) sus padres permanecían aún como detenidos desaparecidos (fs. 1607/1614).
3°) Que, en razón de ello, el juez de primera instancia consideró que existían elementos de prueba suficientes para recibirles declaración indagatoria a Julio Héctor Simón y a Juan Antonio Del Cerro por los hechos ilícitos sufridos por José Liborio Poblete y Gertrudis Marta Hlaczik; de modo que, con el objeto de cumplir con dichos actos procesales, declaró la invalidez de los arts. 1° de la ley 23.492 y 1, 3 y 4 de la ley 23.521 por ser incompatibles con la Convención Americana sobre Derechos Humanos (arts. 1, 2, 8 y 25), con la Declaración Americana de Derechos Humanos (art. XVIII), con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (arts. 2 y 9) y con el objeto y fin de la Convención contra la Tortura y otros tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (art. 18 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados); y, a su vez, con apoyo en el art. 29 de la Constitución Nacional declaró la inconstitucionalidad y la nulidad insanable del art. 1° de la ley 23.492 y de los arts. 1, 3 y 4 de la ley 23.521 (pronunciamiento de fecha 6 de marzo de 2001 que luce a fs. 1798/1892).
4°) Que tras recibirle declaración indagatoria a Julio Héctor Simón (fs. 1967/1969), se dictó el procesamiento con prisión preventiva del nombrado sobre la base de las siguientes circunstancias de hecho: “en su calidad de miembro de la Policía Federal Argentina e integrante de un grupo de tareas que dependía del Primer Cuerpo de Ejército Argentino y que formaba parte del sistema clandestino de represión (1976-1983), secuestró, junto a otros funcionarios de las fuerzas de seguridad fuertemente armados, a José Liborio Poblete, quien era lisiado de ambas piernas y se movilizaba en silla de ruedas, hecho ocurrido el día 27 de noviembre de 1978, en horas de la tarde y en la zona del barrio ‘Once’ de esta Ciudad…que en horas de la noche, junto a un grupo de personal de seguridad fuertemente armado, secuestró a la esposa de Poblete, Gertudris Marta Hlaczik (que se encontraba con la hija de ambos, Claudia Victoria), quien fue capturada en su domicilio, sito entre las calles 41 y 42 de Guernica, Provincia de Buenos Aires. Poblete y Hlaczik eran adherentes al grupo político ‘Cristianos para la Liberación’. Los secuestros de ambas personas se realizaron con el objeto de conducirlas al centro clandestino de detención denominado ‘Olimpo’ que se encontraba ubicado en la calle Ramón Falcón, entre Lacarra y Olivera, de esta ciudad; con pleno conocimiento de que allí serían sometidos a torturas y vejámenes y que, luego, en estado de total indefensión, su destino probable sería la eliminación física (muerte), a manos de integrantes de las fuerzas de seguridad que formaban parte del sistema clandestino de represión. Ya en el centro ‘Olimpo’ José Poblete y Gertrudis Hlaczik fueron torturados por Julio Héctor Simón, entre otros, e interrogados acerca de otros integrantes de la agrupación política a la que pertenecían. Entre los métodos de tortura utilizados contra ambos se encontraba la ‘picana eléctrica’, la aplicación de golpes con elementos contundentes como palos o gomas. Asimismo, Julio Simón, junto a otros integrantes de las fuerzas de seguridad, mantuvieron privados de su libertad a Gertrudis Hlaczik y a José Poblete sin dar intervención a la autoridad judicial. Durante el tiempo que duró su cautiverio en ‘Olimpo’ Hlaczik y Poblete fueron sometidos a vejámenes y malos tratos; por ejemplo, se les aplicaban golpes, y a Gertrudis Hlaczik la arrastraron tomada de los pelos y desnuda, y a José Poblete, a quien le decían ‘cortito’, lo levantaban y lo soltaban desde lo alto sabiendo que la falta de miembros inferiores le impediría evitar que se golpeara contra el suelo. Todo ello era realizado por el grupo de tareas que integraba Simón, con la participación activa de éste, quien daba órdenes, custodiaba a los detenidos, y permanecía en el centro de detención en forma estable. Esta situación se mantuvo hasta el mes de enero de 1979 cuando Poblete y Hlaczik fueron sacados del centro ‘Olimpo’ y presumiblemente eliminados físicamente por personas hasta el momento no identificadas” (fs. 2678/2735).
Estos hechos fueron calificados como crímenes contra la humanidad consistentes en la privación ilegal de la libertad, doblemente agravada, por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, la que, a su vez, concurría materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí (arts. 118 de la Constitución Nacional; 55, 144 bis, inc. 1° y último párrafo -ley 14.616- en función del art. 142, incs. 1° y 5° -ley 21.338-, 144 ter, párrafos primero y segundo -ley 14.616- del Código Penal; 306 y 312 del Código Procesal Penal de la Nación).
5°) Que, a su turno, la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de esta Capital Federal, con fecha 9 de noviembre de 2001, rechazó la excepción de falta de acción planteada por la defensa de Julio Héctor Simón, y confirmó la decisión del juez de grado en cuanto había declarado inválidos e inconstitucionales los arts. 1° de la ley 23.492 -de punto final- y 1°, 3° y 4° de la ley 23.521 -de obediencia debida- y había citado a prestar declaración indagatoria a Julio Héctor Simón (expediente 17.889); y en la misma fecha en el expediente 17.768 homologó el pronunciamiento del juez de primera instancia que había decretado el procesamiento con prisión preventiva de Julio Héctor Simón, por crímenes contra la humanidad, consistentes en privación ilegal de la libertad, doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, que, a su vez, concurre materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí (art. 118 de la Constitución Nacional; arts. 2, 55 y 144 bis, inc. 1° y último párrafo -texto según ley 14.616- en función del art. 142, incs. 1° y 5° -texto según ley 20.642-, 144 tercero, párrafos primero y segundo -texto según ley 14.616- del Código Penal; y arts. 306 y 312 del Código Procesal Penal de la Nación).
Contra ambas decisiones el procesado dedujo el recurso extraordinario federal, que fue declarado inadmisible con el argumento de que la presentación carecía de la fundamentación autónoma exigida por el art. 15 de la ley 48; tal decisión dio lugar a la presente queja.
6°) Que, en el recurso extraordinario, el recurrente plantea la nulidad absoluta de todo lo actuado a raíz de la intervención de Horacio Verbitsky (presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales) como querellante, pues sostiene que la participación del nombrado en el proceso significó la consagración -por vía judicial- de una acción popular no contemplada en la ley procesal ni susceptible de encontrar amparo en el art. 43 de la Constitución Nacional, que sólo recepta la protección de los derechos de incidencia colectiva, por lo que en consecuencia, a su juicio, carecía de legitimación para querellar.
Por otro lado, postula la validez constitucional de la ley 23.521 y solicita que se aplique el beneficio reconocido en el art. 1°. Afirma, que la constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 no es un tema justiciable, pues al Poder Judicial no le es dado, en los términos de los arts. 75, incs. 12 y 20 de la Constitución Nacional, juzgar sobre la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones adoptadas en la zona de reserva de los demás poderes del Estado. Que tales leyes de amnistía por el alto propósito que perseguían de lograr la concordancia social y política, no son susceptibles de ser declaradas inconstitucionales.
También invoca la lesión a las garantías de la ley penal más benigna, del nullum crimen nulla poena sine lege, así como de la prohibición de aplicar la ley ex post facto. Sostiene que se aplicó retroactivamente una norma de naturaleza penal, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -aprobada por la ley 24.556 y, en cuanto a su jerarquía constitucional, por la ley 24.820- con la consecuencia de que elimina los beneficios de la prescripción de la acción y de la pena. Agrega que no se puede restar significación a la validez inalterable de las garantías consagradas en el art. 18 de la Constitución Nacional, en aras de los principios generales reconocidos por la comunidad internacional (art. 4 de la ley 23.313).
7°) Que, en primer lugar, cabe puntualizar que las resoluciones recurridas en tanto importan la restricción de la libertad del imputado son equiparables a sentencia definitiva, según la doctrina establecida por los precedentes de Fallos: 310:2246; 312:1351; 314:451, entre otros.
8°) Que en lo que atañe al cumplimiento del requisito propio de tribunal superior contemplado por el art. 14 de la ley 48, corresponde hacer las siguientes precisiones:
El recurso extraordinario fue interpuesto el 6 de junio de 2002 contra la sentencia de la cámara federal con arreglo a lo decidido en los pronunciamientos “Rizzo” (Fallos: 320:2118 -LA LEY, 1997-F, 350-), “Panceira” (Fallos: 324:1632 -LA LEY, 2001-C, 922; 2001-D, 764; 2001-E, 778; DJ, 2001-2-6600-) y “Stancanelli” (Fallos: 324:3952 -LA LEY, 2001-F, 834; 2002-A, 240; 2002-B, 188; DJ, 2002-1, 452-), según los cuales satisfecha la garantía constitucional de la doble instancia, la alzada constituía el superior tribunal a los fines de habilitar la apertura de esta instancia federal.
Sin embargo, esta doctrina ha sido modificada recientemente a raíz de la sentencia dictada in re D.199.XXXIX “Di Nunzio, Beatríz Herminia s/excarcelación -causa N° 107.572-“, del 3 de mayo de 2005, en la que se fijó la regla por la cual siempre que en el ámbito de la justicia penal nacional, conforme al ordenamiento procesal vigente, se invoquen agravios de naturaleza federal que habiliten la competencia de esta Corte por vía extraordinaria, estos deben ser tratados previamente por la Cámara Nacional de Casación Penal, en su carácter de tribunal intermedio, constituyendo de esta manera a dicho órgano en tribunal superior de la causa para la justicia nacional en materia penal, a los efectos del art. 14 de la ley 48.
En ese caso, además, se subrayó que la determinación del tribunal superior de la causa en el ámbito de la justicia penal nacional no había sido precedida de una jurisprudencia uniforme, razón por la cual se estableció que la aplicación en el tiempo del nuevo criterio fijado correspondía a las apelaciones federales dirigidas contra sentencias notificadas con posterioridad a ese fallo (doctrina de Fallos: 308:552 “Tellez”).
Sin embargo, con el objeto de dar cabal cumplimiento con la nueva doctrina fijada, mas sin que este modo de proceder vulnere los derechos del recurrente, se dispuso remitir nuevamente las actuaciones a la instancia de origen para que la defensa -a quien ya se le había garantizado el derecho al recurso en la instancia de apelación- pudiese introducir por las vías que se calificaron como aptas por ante el tribunal de casación sus derechos y agravios federales involucrados.
9°) Que esta solución no puede aplicarse al caso en función de las consecuencias a que dan lugar las vías utilizadas por el recurrente.
En efecto, cabe recordar que el imputado impugnó simultáneamente la sentencia apelada por ante la Cámara Nacional de Casación Penal mediante los recursos de inconstitucionalidad y de casación, y por ante esta Corte con un recurso extraordinario federal; que frente al rechazo de la totalidad de las apelaciones, el imputado dedujo sendas quejas ante la Cámara Nacional de Casación Penal y ante este Tribunal; que la cámara de casación desestimó la presentación directa con fundamento -precisamente- en la doctrina derivada de los precedentes “Rizzo” y “Panceira”; y que de acuerdo a la certificación agregada a fs. 256 de esta queja (S.1767. XXXVIII) el imputado no interpuso recurso extraordinario contra dicha decisión.
Lo expuesto revela la imposibilidad jurídica de reeditar la instancia casatoria, pues el recurrente agotó y consintió la denegación de esta vía de impugnación mediante una conducta que no puede jugar en contra del ejercicio del derecho de defensa del imputado, ya que en definitiva su proceder se ajustó a las reglas establecidas y aceptadas por la doctrina imperante.
Las especiales circunstancias reseñadas tornan de estricta aplicación la pauta jurisprudencial fijada en Fallos: 308:552 “Tellez”, según la cual la autoridad institucional del nuevo precedente debe comenzar a regir para el futuro, de modo que corresponde examinar los agravios que, como de naturaleza federal, invoca el recurrente.
En esta inteligencia, además, esta Corte ha considerado arbitrario el pronunciamiento fundado en el viraje jurisprudencial operado a partir de un nuevo precedente, sobre la base de que se desvirtúa la necesidad de que el litigante conozca de antemano las reglas a las que debe atenerse al momento de intentar el acceso a la instancia revisora, lo cual genera una situación concretamente conculcatoria del derecho constitucional de defensa (Fallos: 320:1393).
10) Que, por último, cabe señalar que no se observa apartamiento de lo aquí dispuesto con el criterio aplicado por este Tribunal en los autos “Recurso de hecho deducido por el defensor oficial de Juan Antonio Del Cerro en la causa ‘Simón, Julio y Del Cerro, Juan Antonio s/sustracción de menores de 10 años -causa n° 8686/2000-‘”, con fecha 30 de septiembre de 2003 (Fallos: 326:3988), en cuanto devolvió los autos al tribunal de origen para que se sustancie el recurso de inconstitucionalidad (art. 474 de Código Procesal Penal de la Nación), pues lo decisivo es que en ese caso esta Corte estaba habilitada para abrir la instancia revisora de la Cámara Nacional de Casación Penal mientras que en el sub lite se carece de dicha atribución en los términos señalados, ocasionando por ende a este procesado un agravio substancial a sus garantías constitucionales si no se procediese del modo indicado; máxime, cuando no puede soslayarse la magnitud del tiempo transcurrido y la restricción de libertad que soporta el recurrente con motivo de la decisión de la que se agravia.
En este sentido, no debe pasarse por alto que uno de los contenidos esenciales de la garantía constitucional de la defensa en juicio es el derecho de todo imputado a obtener un pronunciamiento que, definiendo su posición frente a la ley y la sociedad, ponga término del modo más breve, a la situación de incertidumbre y de restricción de libertad que comporta el enjuiciamiento penal (Fallos: 272:188).
11) Que, en primer término, corresponde señalar que el recurso extraordinario es inadmisible en cuanto al agravio fundado en la falta de legitimación de Horacio Verbitsky (presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales) para ejercer el rol de querellante en el proceso que aquí se trata, pues esta Corte tiene establecido que la decisión que rechaza la excepción de falta de acción y acepta el rol de parte querellante no constituye sentencia definitiva, en tanto no pone término al pleito ni impide su continuación (Fallos: 310:248).
Si bien se ha hecho excepción a esta regla cuando la sentencia apelada puede causar un agravio de insusceptible reparación ulterior, en el caso no se verifica un supuesto de tal naturaleza ya que la circunstancia de que el impulso procesal se encuentre en cabeza de otros querellantes así como del representante del Ministerio Público Fiscal, pone de manifiesto que -de momento- cualquier decisión que se adopte sobre este planteo sería indiferente para alterar la situación del imputado.
En este sentido, cabe subrayar que más allá de la tacha que postula este procesado con respecto al alcance otorgado por la cámara a quo a la figura del querellante contemplada en la actualidad por el art. 82 del Código Procesal Penal de la Nación, materia que -como regla- es ajena a la instancia del art. 14 de la ley 48 (Fallos: 180:136; 188:178; 252:195), lo decisivo es que la recurrente no ha logrado demostrar el modo en que su situación procesal ha sido perjudicada a raíz de la petición efectuada por este querellante en el sub lite para que se declare la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, si se tiene en cuenta que un planteo de esa naturaleza estaba ínsito en el requerimiento fiscal que incluyó en el objeto del proceso la investigación de los delitos cometidos a raíz de la detención y desaparición de José Liborio Poblete y Gertrudis Marta Hlaczik; máxime cuando con particular referencia a la declaración de inconstitucionalidad de normas inferiores a la Ley Fundamental, y más allá de las opiniones individuales que los jueces de esta Corte tienen sobre el punto, el Tribunal viene adoptando desde el año 2001 como postura mayoritaria la doctrina con arreglo a la cual una decisión de esa naturaleza es susceptible de ser tomada de oficio (Fallos: 324:3219; causa B.1160.XXXVI “Banco Comercial Finanzas S.A. (en liquidación Banco Central de la República Argentina) s/quiebra”, de fecha 19 de agosto de 2004).
Ello demuestra que la ineficacia de la decisión torna innecesario en el actual grado de desarrollo del proceso, el pronunciamiento de este Tribunal por falta de gravamen actual.
12) Que en cuanto a la pretensión del imputado de ampararse bajo la llamada “ley de obediencia debida”, corresponde señalar que al dictar dicha ley (23.521), el Congreso Nacional resolvió convalidar la decisión política del Poder Ejecutivo de declarar la impunidad del personal militar en las condiciones del art. 1° de dicha ley, por los delitos cometidos “desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 26 de septiembre de 1983 en las operaciones emprendidas con el motivo alegado de reprimir el terrorismo” (art. 10, inc. 1, ley 23.049). Con el objetivo señalado, la ley mencionada se sustentó en la creación de una presunción, de conformidad con la cual, se debía considerar “de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad” (art. 1°, ley 23.521, in fine).
13) Que la ley mencionada presentaba falencias serias en cuanto a su formulación, las cuales fueron señaladas al examinar su compatibilidad con la Constitución Nacional en el precedente de Fallos: 310:1162 (conf. voto del juez Petracchi). Como se indicó en esa oportunidad, la ley 23.521 presentaba la particularidad de que no establecía regla alguna aplicable a hechos futuros y, de este modo, no cumplía con el requisito de generalidad propio de la función legislativa, infringiendo, por lo tanto, el principio de división de poderes. Asimismo, tal como se destacó en ese momento, no es posible admitir que las reglas de obediencia militar puedan ser utilizadas para eximir de responsabilidad cuando el contenido ilícito de las órdenes es manifiesto, tal como ocurre en los casos de las órdenes que implican la comisión de actos atroces o aberrantes, pues ello resulta contrario a la Constitución Nacional.
No obstante, a pesar de las deficiencias de la técnica legislativa utilizada, la ratio legis era evidente: amnistiar los graves hechos delictivos cometidos durante el anterior régimen militar, en el entendimiento de que, frente al grave conflicto de intereses que la sociedad argentina enfrentaba en ese momento, la amnistía aparecía como la única vía posible para preservar la paz social. La conservación de la armonía sociopolítica era valorada por el legislador como un bien jurídico sustancialmente más valioso que la continuación de la persecución penal de los beneficiarios de la ley. Dicha ley fue juzgada, en consecuencia, como el resultado de una ponderación acerca de los graves intereses en juego, privativa del poder político, y como tal fue admitida por este Tribunal.
14) Que desde ese momento hasta el presente, el derecho argentino ha sufrido modificaciones fundamentales que imponen la revisión de lo resuelto en esa ocasión. Así, la progresiva evolución del derecho internacional de los derechos humanos -con el rango establecido por el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional- ya no autoriza al Estado a tomar decisiones sobre la base de ponderaciones de esas características, cuya consecuencia sea la renuncia a la persecución penal de delitos de lesa humanidad, en pos de una convivencia social pacífica apoyada en el olvido de hechos de esa naturaleza.
15) Que, en efecto, a partir de la modificación de la Constitución Nacional en 1994, el Estado argentino ha asumido frente al derecho internacional y en especial, frente al orden jurídico interamericano, una serie de deberes, de jerarquía constitucional, que se han ido consolidando y precisando en cuanto a sus alcances y contenido en una evolución claramente limitativa de las potestades del derecho interno de condonar u omitir la persecución de hechos como los del sub lite.
16) Que si bien es cierto que el art. 75, inc. 20 de la Constitución Nacional mantiene la potestad del Poder Legislativo para dictar amnistías generales, tal facultad ha sufrido importantes limitaciones en cuanto a sus alcances. En principio, las leyes de amnistía han sido utilizadas históricamente como instrumentos de pacificación social, con la finalidad declarada de resolver los conflictos remanentes de luchas civiles armadas luego de su finalización. En una dirección análoga, las leyes 23.492 y 23.521 intentaron dejar atrás los enfrentamientos entre “civiles y militares”. Sin embargo, en la medida en que, como toda amnistía, se orientan al “olvido” de graves violaciones a los derechos humanos, ellas se oponen a las disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y resultan, por lo tanto, constitucionalmente intolerables (arg. art. 75, inc. 22, Constitución Nacional).
17) Que, tal como ha sido reconocido por esta Corte en diferentes oportunidades, la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como las directivas de la Comisión Interamericana, constituyen una imprescindible pauta de interpretación de los deberes y obligaciones derivados de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (conf. Fallos: 326:2805, voto del juez Petracchi, y sus citas).
18) Que ya en su primer caso de competencia contenciosa, “Velázquez Rodríguez” (1), la Corte Interamericana dejó establecido que incumbe a los Estados partes no sólo un deber de respeto de los derechos humanos, sino también un deber de garantía, de conformidad con el cual, “en principio, es imputable al Estado toda violación a los derechos reconocidos por la Convención, cumplida por un acto del poder público o de personas que actúan prevalidas de poderes que ostentan por su carácter oficial. No obstante, no se agotan allí las situaciones en las cuales un Estado está obligado a prevenir, investigar y sancionar las violaciones a los derechos humanos, ni los supuestos en que su responsabilidad puede verse comprometida por efecto de una lesión a esos derechos. En efecto, un hecho ilícito violatorio de los derechos humanos que inicialmente no resulte imputable directamente a un Estado, por ejemplo, por ser obra de un particular o por no haberse identificado al autor de la transgresión, puede acarrear la responsabilidad internacional del Estado, no por ese hecho en sí mismo, sino por la falta de la debida diligencia para prevenir la violación o para tratarla en los términos requeridos por la Convención” (2).
19) Que si bien el fallo citado reconoció con claridad el deber del Estado de articular el aparato gubernamental en todas sus estructuras del ejercicio del poder público de tal manera que sean capaces de asegurar la vigencia de los derechos humanos, lo cual incluye el deber de prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención, lo cierto es que las derivaciones concretas de dicho deber se han ido determinando en forma paulatina a lo largo del desarrollo de la evolución jurisprudencial del tribunal internacional mencionado, hasta llegar, en el momento actual, a una proscripción severa de todos aquellos institutos jurídicos de derecho interno que puedan tener por efecto que el Estado incumpla su deber internacional de perseguir, juzgar y sancionar las violaciones graves a los derechos humanos.
20) Que en el caso particular del Estado argentino, las leyes de punto final, obediencia debida y los subsiguientes indultos fueron examinados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el informe 28/92 (3). En esa oportunidad, la Comisión sostuvo que el hecho de que los juicios criminales por violaciones de los derechos humanos – desapariciones, ejecuciones sumarias, torturas, secuestros- cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas hayan sido cancelados, impedidos o dificultados por las leyes 23.492 (de punto final), 23.521 (de obediencia debida) y por el decreto 1002/89, resulta violatorio de los derechos garantizados por la Convención, y entendió que tales disposiciones son incompatibles con el art. 18 (Derecho de Justicia) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y los arts. 1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Asimismo, recomendó al gobierno argentino “la adopción de medidas necesarias para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la pasada dictadura militar” (4).
21) Que ya a partir de ese momento había quedado establecido que para la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la circunstancia de que los actos en cuestión hubieran sido dictados por órganos democráticos fundados en la urgente necesidad de reconciliación nacional y de la consolidación del régimen democrático (tal había sido la alegación del gobierno argentino) (5) era prácticamente irrelevante a los fines de la determinación de la lesión de los derechos a que se refieren los arts. 8.1 y 25.1 de la CADH.
22) Que, sin embargo, restaba aún por determinar los alcances concretos de la recomendación de la Comisión en el Informe citado, en particular, con respecto a cuáles eran las “medidas necesarias para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos”. Ello, por cuanto el tenor de la recomendación dirigida por la Comisión a la Argentina con relación a la incompatibilidad de las leyes de punto final y obediencia debida no permitía inferir, sin más ni más, si era suficiente el mero “esclarecimiento” de los hechos, en el sentido de los llamados “juicios de la verdad”, o si los deberes (¡y las facultades!) del Estado argentino en esta dirección también suponían privar a las leyes y el decreto en cuestión de todos sus efectos, ya que tal conclusión significaba producir una fuerte restricción de la cosa juzgada y del principio de legalidad, que impide prolongar retroactivamente la prescripción de la acción penal, ya cumplida en muchos casos.
23) Que tales dudas con respecto al alcance concreto del deber del Estado argentino con relación a las leyes de punto final y obediencia debida han quedado esclarecidas a partir de la decisión de la Corte Interamericana en el caso “Barrios Altos” (6). En efecto, en dicha sentencia, la Corte Interamericana hizo lugar a una demanda contra el Perú, a raíz de un episodio ocurrido en Lima, en el vecindario de “Barrios Altos”, el 3 de noviembre de 1991. Según se desprende del relato de los hechos, esa noche, durante una fiesta para recaudar fondos, llegaron dos vehículos con sirenas policiales. Sus ocupantes llevaban pasamontañas y obligaron a los asistentes a arrojarse al suelo, y una vez allí, les dispararon con ametralladoras y mataron a quince personas. Los autores del hecho fueron identificados como miembros de inteligencia militar del ejército peruano, que actuaban en un “escuadrón de eliminación” con su propio programa antisubversivo y que habría obrado en represalia contra supuestos integrantes de la agrupación “Sendero Luminoso”. Aunque el hecho ocurrió en 1991, sólo en 1995 una fiscal intentó sin éxito hacer comparecer a los militares imputados a fin de que prestaran declaración. Poco después, una jueza asumió la investigación y ordenó la citación. Sin embargo, la justicia militar dispuso que los militares no declararan. De este modo, se planteó un conflicto de competencia ante la Corte peruana, y antes de que ésta resolviera, el Congreso sancionó una ley de amnistía (26.479) que exoneraba de responsabilidad a los militares, policías y civiles que hubieran cometido violaciones a los derechos humanos o participado en esas violaciones entre 1980 y 1995. La jueza declaró la inconstitucionalidad de la amnistía por violar garantías y obligaciones internacionales derivadas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Al tiempo, el Congreso dictó una nueva ley (26.492), en la que declaró que la amnistía no era revisable en sede judicial y que era de aplicación obligatoria. Además, amplió el alcance de la ley anterior, con lo cual quedaron también abarcados aquellos hechos que no hubieran sido denunciados. El tribunal de apelación que revisaba la decisión de la jueza declaró la constitucionalidad de las leyes en cuestión, y ello determinó el archivo definitivo de la investigación.
La Corte Interamericana consideró responsable internacionalmente a Perú, no sólo por la violación del derecho a la vida y a la integridad personal derivada de la masacre, sino también por el dictado de las dos leyes de amnistía, que constituyó la violación de las garantías judiciales, del derecho a la protección judicial, de la obligación de respetar los derechos y de adoptar disposiciones de derecho interno. Con relación a este último aspecto, señaló expresamente que “son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos, tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el derecho internacional de los derechos humanos” (7). Señaló asimismo: “La Corte estima necesario enfatizar que, a la luz de las obligaciones generales consagradas en los artículos 1.1. y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y eficaz (…). Es por ello que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención. Las leyes de amnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana” (8) Consiguientemente, ante la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos “las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables” (9).
24) Que la traslación de las conclusiones de la Corte Interamericana en “Barrios Altos” al caso argentino resulta imperativa, si es que las decisiones del Tribunal internacional mencionado han de ser interpretadas de buena fe como pautas jurisprudenciales. Por cierto, sería posible encontrar diversos argumentos para distinguir uno y otro caso, pero tales distinciones serían puramente anecdóticas. Así, por ejemplo, la situación que generó las leyes peruanas y su texto no son, por cierto, “exactamente” iguales a las de punto final y obediencia debida. Sin embargo, a los fines de determinar la compatibilidad de dichas leyes con el derecho internacional de los derechos humanos, no es esto lo que importa. Lo decisivo aquí es, en cambio, que las leyes de punto final y de obediencia debida presentan los mismos vicios que llevaron a la Corte Interamericana a rechazar las leyes peruanas de “autoamnistía”. Pues, en idéntica medida, ambas constituyen leyes ad hoc, cuya finalidad es la de evitar la persecución de lesiones graves a los derechos humanos.
En este sentido, corresponde destacar que lo que indujo al tribunal interamericano a descalificar dichas reglas no fue tanto que el régimen haya intentado beneficiarse a sí mismo, en forma directa, con la impunidad de los delitos que él mismo cometió (a la manera de lo ocurrido en nuestro país con la ley de facto 22.924). Antes bien, el vicio fundamental no deriva tanto del hecho de que se trate de un perdón dictado por el propio ofensor o del carácter de facto o no del gobierno que las dicta, sino que son razones materiales las que imponen la anulación de leyes de estas características. Por lo tanto, resulta claro que también deben quedar alcanzadas aquellas leyes dictadas por regímenes ulteriores que otorgan impunidad a aquellos autores que pertenecían al régimen anterior, e infringen, de este modo, el propio deber de perseguir penalmente las violaciones a los derechos humanos.
25) Que, a esta altura, y tal como lo señala el dictamen del señor Procurador General, la circunstancia de que leyes de estas características puedan ser calificadas como “amnistías” ha perdido toda relevancia en cuanto a su legitimidad. Pues, en la medida en que dichas normas obstaculizan el esclarecimiento y la efectiva sanción de actos contrarios a los derechos reconocidos en los tratados mencionados, impiden el cumplimiento del deber de garantía a que se ha comprometido el Estado argentino, y resultan inadmisibles.
26) Que, en este sentido, el caso “Barrios Altos” estableció severos límites a la facultad del Congreso para amnistiar, que le impiden incluir hechos como los alcanzados por las leyes de punto final y obediencia debida. Del mismo modo, toda regulación de derecho interno que, invocando razones de “pacificación” disponga el otorgamiento de cualquier forma de amnistía que deje impunes violaciones graves a los derechos humanos perpetradas por el régimen al que la disposición beneficia, es contraria a claras y obligatorias disposiciones de derecho internacional, y debe ser efectivamente suprimida.
27) Que en este punto resulta pertinente recordar el voto concurrente del juez García Ramírez en el caso “Barrios Altos”, en el que se reconoce que el dictado de una amnistía, bajo ciertas circunstancias, podría resultar conveniente para el restablecimiento de la paz y la apertura de nuevas etapas constructivas, en el marco de “un proceso de pacificación con sustento democrático y alcances razonables que excluyen la persecución de conductas realizadas por miembros de los diversos grupos en contienda…”. Sin embargo “esas disposiciones de olvido y perdón no pueden poner a cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos, que significan un grave menosprecio de la dignidad del ser humano y repugnan a la conciencia de la humanidad” (10).
28) Que, por otro lado, a partir de lo decidido en el caso citado con relación a los efectos de las llamadas “leyes de autoamnistía”, se advierte que no sería suficiente con la supresión “simbólica” de las leyes de esta naturaleza. Así, la Corte Interamericana no se limitó a declarar la incompatibilidad de las leyes con la Convención, sino que resolvió que las leyes peruanas carecían de efectos y le impuso al estado peruano la obligación de hacer a un lado la cosa juzgada. Visto el caso argentino desde esta perspectiva, se concluye que la mera derogación de las leyes en cuestión, si ella no viene acompañada de la imposibilidad de invocar la ultractividad de la ley penal más benigna, no alcanzaría a satisfacer el estándar fijado por la Corte Interamericana.
29) Que, por lo demás, la sentencia en el caso “Barrios Altos” no constituye un precedente aislado, sino que señala una línea jurisprudencial constante. Así, en la sentencia del 3 de septiembre de 2001, al interpretar el alcance de dicho caso, la Corte Interamericana ratificó su decisión anterior y señaló que lo allí resuelto se aplicaba con efecto general a todos los demás casos en que se hubieran aplicado las leyes de amnistía examinadas en aquella oportunidad, y volvió a insistir en que “la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por el Estado parte en la Convención constituye per se una violación de ésta y genera responsabilidad internacional del Estado” (11).
30) Que la inadmisibilidad de las disposiciones de amnistía y prescripción, así como el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que tiendan a impedir la investigación y sanción de los responsables de violaciones graves de los derechos humanos fue reiterada con posterioridad y configura un aspecto central de la jurisprudencia de la Corte Interamericana (12), cuyos alcances para casos como el presente no pueden ser soslayados. Por lo demás, su concreta relevancia en el derecho interno frente a supuestos similares ya ha sido reconocida por este Tribunal en Fallos: 326:2805 (“Videla, Jorge Rafael”), voto del juez Petracchi; 326:4797 (“Astiz, Alfredo Ignacio”), voto de los jueces Petracchi y Zaffaroni) y, en especial, en la causa A.533.XXXVIII. “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/homicidio calificado y asociación ilícita y otros – causa n° 259- “, resuelta el 24 de agosto de 2004 (LA LEY, 2004-E, 827; Sup.Const., octubre/2004, 4; DJ 15/09/2004, 13; RDM 2004-V, 119), voto del juez Petracchi, en el que se admitió la aplicación retroactiva de la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, ingresada a nuestro ordenamiento jurídico ex post facto.
31) Que, desde ese punto de vista, a fin de dar cumplimiento a los tratados internacionales en materia de derechos humanos, la supresión de las leyes de punto final y de obediencia debida resulta impostergable y ha de producirse de tal forma que no pueda derivarse de ellas obstáculo normativo alguno para la persecución de hechos como los que constituyen el objeto de la presente causa. Esto significa que quienes resultaron beneficiarios de tales leyes no pueden invocar ni la prohibición de retroactividad de la ley penal más grave ni la cosa juzgada. Pues, de acuerdo con lo establecido por la Corte Interamericana en los casos citados, tales principios no pueden convertirse en el impedimento para la anulación de las leyes mencionadas ni para la prosecución de las causas que fenecieron en razón de ellas, ni la de toda otra que hubiera debido iniciarse y no lo haya sido nunca. En otras palabras, la sujeción del Estado argentino a la jurisdicción interamericana impide que el principio de “irretroactividad” de la ley penal sea invocado para incumplir los deberes asumidos en materia de persecución de violaciones graves a los derechos humanos.
32) Que análogas consideraciones son las que han llevado al Congreso Nacional a dictar la ley 25.779, por medio de la cual el Poder Legislativo declara insanablemente nulas las leyes en cuestión. El debate parlamentario de dicha ley coincidió con el reconocimiento de jerarquía constitucional a la “Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad” y revela, sin lugar a dudas, la intención legislativa de suprimir todos los efectos de las leyes anuladas. Así, en la Cámara de Diputados se evaluó, expresamente, la circunstancia de que la derogación de las leyes dispuesta en el art. 2, de la ley 24.952 no hubiera producido el efecto deseado, en razón de que no dejó claramente establecida la inaplicabilidad del principio de la ley penal más benigna (13). Asimismo, la discusión legislativa permite inferir que el sentido principal que se pretendió dar a la declaración de nulidad de las leyes fue, justamente, el de intentar dar cumplimiento a los tratados constitucionales en materia de derechos humanos por medio de la eliminación de todo aquello que pudiera aparecer como un obstáculo para que la justicia argentina investigue debidamente los hechos alcanzados por dichas leyes (14) y, de este modo, subsanar la infracción al derecho internacional que ellas continúan representando (15). Se trató, fundamentalmente, de facilitar el cumplimiento del deber estatal de reparar, haciéndolo de la forma más amplia posible, de conformidad con los compromisos asumidos con rango constitucional ante la comunidad internacional.
33) Que los alcances de dicha obligación, por otra parte, han sido recientemente examinados por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, según el cual “cuando funcionarios públicos o agentes del Estado han cometido violaciones de los derechos del Pacto (…) los Estados Partes no pueden eximir a los autores de su responsabilidad personal como ha ocurrido con determinadas amnistías…” (16).
En el mismo sentido, y en lo que atañe concretamente a nuestro país, las observaciones finales de dicho Comité sobre este tema dirigidas a la Argentina (17) establecen la inadmisibilidad de la situación creada por las leyes 23.492 y 23.521 también frente al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como la insuficiencia de la mera derogación de tales normas: “Las violaciones graves de los derechos civiles y políticos durante el gobierno militar deben ser perseguibles durante todo el tiempo necesario y con toda la retroactividad necesaria para lograr el enjuiciamiento de sus autores” (18). Anteriormente, el mismo organismo ya había expresado lo siguiente: “El Comité nota que los compromisos hechos por el Estado Parte con respecto a su pasado autoritario reciente, especialmente la ley de obediencia debida y la ley de punto final y el indulto presidencial de altos oficiales militares, son inconsistentes con los requisitos del Pacto [PIDCP]” (19). Asimismo, manifestó en esa ocasión la preocupación sobre ambas leyes “pues privan a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante el período del gobierno autoritario de un recurso efectivo en violación a los artículos 2 (2,3) y 9 (5) del Pacto [PIDCP]. El Comité ve con preocupación que las amnistías e indultos han impedido las investigaciones sobre denuncias de crímenes cometidos por las fuerzas armadas y agentes de los servicios de seguridad nacional incluso en casos donde existen suficientes pruebas sobre las violaciones a los derechos humanos tales como la desaparición y detención extrajudicial de personas, incluyendo niños” (20).
34) Que, sin perjuicio de lo indicado precedentemente, considerada la ley 25.779 desde una perspectiva estrictamente formalista, podría ser tachada de inconstitucional, en la medida en que, al declarar la nulidad insanable de una ley, viola la división de poderes, al usurpar las facultades del Poder Judicial, que es el único órgano constitucionalmente facultado para declarar nulas las leyes o cualquier acto normativo con eficacia jurídica.
Sin embargo, corresponde atender a la propia naturaleza de lo que la ley dispone, así como a la circunstancia de que ella, necesariamente, habrá de ser aplicada – o, en su caso, rechazada- por los propios jueces ante quienes tramitan las investigaciones de los hechos en particular. Desde este punto de vista, se advierte que la supuesta “usurpación de funciones” tiene un alcance muy corto, ya que, en todo caso, se reduce a adelantar cuál es la solución que el Congreso considera que corresponde dar al caso, pero en modo alguno priva a los jueces de la decisión final sobre el punto.
Por otro lado, de acuerdo con lo que ya se ha dicho, queda claro que el contenido mismo de lo declarado por la ley 25.779 coincide con lo que los jueces deben declarar con relación a las leyes referidas. Diferente sería la cuestión, si la nulidad declarada por la ley fuera contraria a derecho. Pero, en la medida en que las leyes deben ser efectivamente anuladas, declarar la inconstitucionalidad de dicha norma para luego resolver en el caso tal como ella lo establece constituiría un formalismo vacío. Por lo demás, de ese modo se perdería de vista que el sentido de la ley no es otro que el de formular una declaración del Congreso sobre el tema y que, de hecho, la “ley” sólo es apta para producir un efecto político simbólico. Su efecto vinculante para los jueces sólo deriva, en rigor, de que la doctrina que ella consagra es la correcta: la nulidad insanable de las leyes 23.492 y 23.521.
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación, se resuelve:
1.- Hacer lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos; declarar la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, y confirmar las resoluciones apeladas.
2.- Declarar la validez de la ley 25.779.
3.- Declarar, a todo evento, de ningún efecto las leyes 23.492 y 23.521 y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.
4.- Imponer las costas al recurrente (art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. Notifíquese y devuélvase. . – Enrique S. Petracchi. – Carlos S. Fayt (en disidencia). – Antonio Boggiano (según su voto). – Juan C. Maqueda (según su voto). – E. Raúl Zaffaroni (según su voto). – Elena I. Highton de Nolasco (según su voto). – Ricardo L. Lorenzetti (según su voto). – Carmen M. Argibay (según su voto).
Voto del doctor Boggiano:
Considerando: 1°) Que la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal rechazó la excepción de falta de acción planteada por la defensa de Julio Héctor Simón, y confirmó la decisión del juez de grado en cuanto había declarado inválidos e inconstitucionales los arts. 1° de la ley 23.492 – de punto final- y 1°, 3° y 4° de la ley 23.521 – de obediencia debida- y citado a prestar declaración indagatoria a Julio Héctor Simón (expediente 17.889). En el expediente 17.768 homologó el pronunciamiento del juez de primera instancia que había decretado el procesamiento con prisión preventiva de Julio Héctor Simón por crímenes contra la humanidad consistentes en la privación ilegal de la libertad, doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real que, a su vez, concurre materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos en dos oportunidades en concurso real entre sí (art. 118 de la Constitución Nacional; arts. 2, 55 y 144 bis, inc. 1° y último párrafo – texto según ley 14.616- en función del art. 142, incs. 4° y 5° – texto según ley 20.642-, 144 tercero, párrafos primero y segundo – texto según ley 14.616- del Código Penal, y arts. 306 y 312 del Código Procesal Penal de la Nación).
Contra ambas decisiones el procesado dedujo el recurso extraordinario federal, que fue declarado inadmisible con el argumento de que la presentación carecía de la fundamentación autónoma exigida por el art. 15 de la ley 48. Tal rechazo dio lugar a la presente queja.
2°) Que el recurrente plantea la nulidad absoluta de todo lo actuado por el presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales como querellante, pues sostiene que su participación en el proceso significó la consagración, por vía judicial, de una acción popular no contemplada en la ley procesal ni susceptible de encontrar amparo en el art. 43 de la Constitución Nacional, que sólo recepta la protección de los derechos de incidencia colectiva, por lo que carecería de legitimación para querellar.
Sostiene la validez constitucional de la ley 23.521 y solicita que se aplique el beneficio reconocido en su art. 1°. Afirma, que la constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 no es un tema justiciable, pues al Poder Judicial no le es dado, en los términos de los art. 75, incs. 12 y 20, juzgar sobre la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones adoptadas en la zona de reserva de los demás poderes del Estado. Señala asimismo que tales leyes de amnistía por el alto propósito que perseguían no son susceptibles de ser declaradas inconstitucionales.
También invoca la lesión a las garantías de la ley penal más benigna, del nullum crimen nulla poena sine lege, así como de la prohibición de aplicar la ley ex post facto. Sostiene que se aplicó retroactivamente una norma de naturaleza penal, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas – aprobada por la ley 24.556 y, en cuanto a su jerarquía constitucional, por la ley 24.820- con la consecuencia de que elimina los beneficios de la prescripción de la acción y de la pena. Agrega que no se puede restar significación a la validez inalterable de la garantía consagrada en el art. 18 de la Constitución Nacional, en aras de los principios generales reconocidos por la comunidad internacional (art. 4 de la ley 23.313).
3°) Que, el imputado interpuso simultáneamente recursos de inconstitucionalidad ante la Cámara Nacional de Casación Penal y extraordinario federal ante la Corte. Frente al rechazo de ambos recursos, el imputado dedujo queja ante la Cámara Nacional de Casación Penal y ante este Tribunal. La Cámara de Casación desestimó la queja, sin que contra esta decisión interpusiera recurso extraordinario, por lo que este último pronunciamiento constituye la sentencia definitiva del superior tribunal de la causa, de modo que el remedio federal interpuesto contra la sentencia de cámara resulta prematuro (Fallos: 312:292, entre otros).
4°) Que si bien lo expuesto bastaría para desestimar el recurso, habida cuenta de que la mayoría de los jueces de esta Corte ha considerado satisfecho el requisito del superior tribunal de la causa, corresponde ingresar al examen de las cuestiones federales propuestas por el recurrente.
5°) Que la sentencia apelada tiene carácter definitivo de acuerdo con la doctrina de Fallos: 324:1632, 3952, a cuyos términos corresponde remitirse en razón de brevedad.
6°) Que, en primer término, corresponde señalar que el recurso extraordinario es inadmisible en cuanto al agravio fundado en la falta de legitimación del presidente del C.E.L.S. para ejercer el rol de querellante en el proceso que aquí se trata, pues esta Corte tiene establecido que la decisión que rechaza la excepción de falta de acción y acepta el rol de parte querellante no constituye sentencia definitiva, en tanto no pone término al pleito ni impide su continuación (Fallos: 310:248).
Si bien se ha hecho excepción a esta regla cuando la sentencia apelada puede causar un agravio de insusceptible reparación ulterior, en el caso no se verifica un supuesto de tal naturaleza ya que la circunstancia de que el impulso procesal se encuentre en cabeza de otros querellantes así como el representante del Ministerio Público Fiscal, pone de manifiesto que – de momento- cualquier decisión que se adopte sobre este planteo sería indiferente para alterar la situación del imputado.
Ello demuestra que la ineficacia de la decisión torna innecesario en el actual grado de desarrollo del proceso, el pronunciamiento de este Tribunal por falta de gravamen actual.
7°) Que la cuestión a decidir es si la acción penal para perseguir un delito de lesa humanidad puede extinguirse por amnistía o prescripción, lo cual torna necesario juzgar si las leyes que habrían operado tal extinción son válidas en el derecho argentino y en el derecho internacional. Esto es, si tales leyes llamadas de “obediencia debida” y “punto final”, son válidas en el derecho argentino e internacional.
8°) Que, es impostergable la definición por esta Corte de la propia Constitución Nacional, para dar suficiente respuesta a tal cuestión, esto es, en qué consiste exactamente esta Constitución. La jurisprudencia y la doctrina constitucionales no parecen estar de acuerdo acerca de si los tratados internacionales con jerarquía constitucional tienen, en rigor, esa misma jerarquía u otra inferior (causas “Petric” Fallos: 321:885 -LA LEY, 1998-C, 284;1998-D, 335; 1998-F, 58; DJ, 1998-2-377; LLC 1998-911-; A.533.XXXVIII “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/homicidio calificado y asociación ilícita y otros”, y E.224.XXXIX “Espósito, Miguel Angel s/incidente de la prescripción penal”, pronunciamientos del 24 agosto y 23 de diciembre de 2004, respectivamente).
9°) Que la Constitución Nacional, al conferir jerarquía constitucional a los tratados internacionales sobre derechos humanos, tal como lo hace su art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional, presenta un fenómeno jurídico que puede caracterizarse, en rigor, como referencia al derecho internacional de los derechos humanos y al derecho internacional universal (causa “Monges” Fallos: 319:3148 -LA LEY, 1997-C, 150-). Tal referencia significa la remisión a un tratado vigente internacionalmente del cual la Argentina es Estado Parte. Sólo a un tratado vigente, tanto internacionalmente como en la Argentina, el Congreso puede otorgarle jerarquía constitucional. La referencia implica que el tratado se aplica tal como rige en el derecho internacional y no porque se haya incorporado al derecho interno. Tampoco se ha operado una recepción de los tratados por incorporación judicial a pesar de no estar aprobados legislativamente y ratificados por el presidente de la Nación; como ha sido de práctica en Holanda. Tampoco hay adaptación de los tratados por vía de una redacción constitucional similar a la de los tratados sin seguirlo tal cual rige internacionalmente. Tanto la incorporación, la recepción como la adaptación son métodos de nacionalización de los tratados. El art. 75, inc. 22, dispone una referencia y no alguno de los citados métodos de nacionalización. En materia de derechos humanos la reforma de 1994 ha seguido una orientación internacionalista a fin de alcanzar la mayor uniformidad posible en las decisiones evitando todo apego a soluciones de genius loci particularista.
10) Que esta Corte estableció que el art. 75, inc. 22, mediante el que se otorgó jerarquía constitucional a los tratados establece en su última parte que aquéllos no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos. Ello indica que los constituyentes han efectuado un juicio de comprobación, en virtud del cual, han cotejado los tratados y los artículos constitucionales y han verificado que no se produce derogación alguna, juicio que no pueden los poderes constituidos desconocer o contradecir. De ello se desprende que la armonía o concordancia entre los tratados y la Constitución es un juicio del constituyente. En efecto, así lo han juzgado al hacer referencia a los tratados que fueron dotados de jerarquía constitucional y por consiguiente no pueden ni han podido derogar la Constitución pues esto sería un contrasentido insusceptible de ser atribuido al constituyente, cuya imprevisión no cabe presumir. De tal modo los tratados complementan las normas constitucionales sobre derechos y garantías y lo mismo cabe predicar respecto de las disposiciones contenidas en la parte orgánica de la Constitución aunque el constituyente no ha hecho expresa alusión a aquélla, pues no cabe sostener que las normas contenidas en los tratados se hallen por encima de la segunda parte de la Constitución (causa “Monges” Fallos: 319:3148, considerandos 20, 21 y 22). Por el contrario, debe interpretarse que las cláusulas constitucionales y las de los tratados tienen la misma jerarquía, son complementarios y, por lo tanto, no pueden desplazarse o destruirse recíprocamente.
11) Que esta doctrina, reafirmada en la causa “Petric” Fallos: 321:885, entre muchas otras, resulta aplicable a los tratados sobre derechos humanos que adquieren jerarquía constitucional con arreglo a lo dispuesto en el último párrafo del citado art. 75, inc. 22 de la Constitución.
12) Que, en rigor cuando el Congreso confiere jerarquía constitucional al tratado hace un juicio constituyente, por autorización de la Constitución misma, según el cual, al elevar al tratado a la misma jerarquía que la Constitución, estatuye que el tratado no sólo es arreglado a los principios de derecho público de esta Constitución, sino que el tratado no deroga norma alguna de la Constitución, sino que la complementa. Tal juicio constituyente del Congreso Nacional no puede ser revisado por esta Corte para declarar su invalidez sino sólo para hallar armonía y complemento entre tales tratados y la Constitución.
No se trata, por ende, de una estricta reforma constitucional, porque el tratado al que se le confiere jerarquía constitucional no modifica, altera o deroga la Constitución sino que la complementa y confirma con normas que si bien pueden desarrollar o hacer explícitos los derechos y garantías constitucionales, guardan siempre el espíritu de tales derechos. Por analogía, el Congreso hace un juicio constituyente de armonía de todos estos preceptos que no pueden entrar en colisión o tener preeminencia unos sobre otros, pues todos integran la Constitución misma con igual rango. Y es la Constitución misma la que confiere poderes al Congreso para elevar el tratado a la jerarquía constitucional. Y no puede afirmarse que tal facultad (art. 75, inc. 22) quebranta la rigidez del art. 30 porque jamás podría razonablemente afirmarse que el art. 75, inc. 22, de la Constitución lesiona el art. 30 sencillamente porque no hay normas constitucionales inconstitucionales. Las cláusulas de la Constitución no pueden interpretarse en contradicción unas con otras, ni jerarquizando unas sobre las otras. Obviamente, cabe distinguir los distintos ámbitos de aplicación según las materias de las normas constitucionales.
Esta Corte no tiene jurisdicción para enervar la vigencia de normas que han sido jerarquizadas constitucionalmente en virtud de un procedimiento establecido en la misma Constitución.
Otra cosa sería si se declarara inválida la reforma constitucional que faculta al Congreso a conferir aquella jerarquía a ciertos tratados. Empero, nadie ha insinuado siquiera que tal facultad del Congreso conferida por la reforma de 1994 fuese inconstitucional.
No es necesario que sea el poder constituyente el que confiera directamente tal jerarquía constitucional a ciertos tratados sobre derechos humanos, si aquél ha asignado tal poder al Congreso con mayorías especiales. Es claro que el Congreso no podría dotar de jerarquía constitucional a un tratado que lesione un principio constitucional. Es más, sería inconcebible que el poder constituyente no pudiese reformar el mismo art. 30 de la Constitución.
13) Que los “referidos tratados” no se han “incorporado” a la Constitución argentina convirtiéndose en derecho interno, sino que por voluntad del constituyente, tal remisión lo fue “en las condiciones de su vigencia” (art. 75, inc. 22). Mantienen toda la vigencia y vigor que internacionalmente tienen y éstas le provienen del ordenamiento internacional en modo tal que “la referencia” que hace la Constitución es a esos tratados tal como rigen en el derecho internacional y, por consiguiente, tal como son efectivamente interpretados y aplicados en aquel ordenamiento (“Giroldi” Fallos: 318:514). Ello implica también, por conexidad lógica razonable, que deben ser aplicados en la Argentina tal como funcionan en el ordenamiento internacional incluyendo, en su caso, la jurisprudencia internacional relativa a esos tratados y las normas de derecho internacional consuetudinario reconocidas como complementarias por la práctica internacional pertinente. La referencia a los Tratados – Constitución incluye su efectiva vigencia en el derecho internacional como un todo sistemático (“Arce”, Fallos: 320:2145, considerando 7°). Los Estados y entre ellos la Argentina han reducido grandemente el ámbito de su respectiva jurisdicción interna por vía de acuerdo con muchos tratados y declaraciones sobre derechos humanos y participando en la formación de un delineado cuerpo de derecho consuetudinario internacional sobre derechos humanos (ver Simma, Human Rights in the United Nations at Age Fifty, 1995, págs. 263-280 y Simma y otros en The Charter of the United Nations a Commentary, 2da. Ed. Vol. 1, pág. 161, nota 123). Además y concordantemente “los derechos básicos de la persona humana” son considerados de ius cogens, esto es, normas imperativas e inderogables de derecho internacional consuetudinario (Barcelona Traction Lights and Power Company Ltd, ICJ Reports 1970, pág. 32, parágrafo 33).
14) Que los tratados internacionales sobre derechos humanos deben ser interpretados conforme al derecho internacional, pues es éste su ordenamiento jurídico propio. Aquéllos están más estrechamente conexos con el derecho internacional y, por esa vía con la interpretación y aplicación que pueda hacer de ellos la jurisprudencia internacional. De nada serviría la referencia a los tratados hecha por la Constitución si su aplicación se viera frustrada o modificada por interpretaciones basadas en uno u otro derecho nacional. Por ejemplo, si el principio de imprescriptibilidad (art. I de la Convención sobre Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad) se viera supeditado y, por ende, enervado, por el principio de legalidad del art. 18 de la Constitución Nacional. O si el derecho de réplica (art. 14 Convención Americana sobre Derechos Humanos) se viera en la práctica derogado por el art. 14 de la Constitución Nacional. Precisamente el fin universal de aquellos tratados sólo puede resguardarse por su interpretación conforme al derecho internacional. Lo contrario sería someter el tratado a un fraccionamiento hermenéutico por las jurisprudencias nacionales incompatible con su fin propio.
15) Que la jerarquía constitucional de tales tratados ha sido establecida por voluntad del constituyente “en las condiciones de su vigencia”, esto es, tal como rigen en el ámbito internacional y considerando su efectiva aplicación por los tribunales internacionales competentes para su interpretación y aplicación (Fallos: 318:514; 321:3555; 323:4130, disidencia del juez Boggiano).
De ahí que la aludida jurisprudencia deba servir de guía para la interpretación de los preceptos convencionales en la medida en que la República Argentina reconoció la competencia de la Corte Interamericana y de la Comisión Interamericana para conocer en todos los casos relativos a la interpretación y aplicación de la Convención Americana (art. 2 de la ley 23.054). Sobre el particular cabe recordar que esta Corte ha establecido que, como fuente de derecho interno los informes y las opiniones de la Comisión Interamericana constituyen criterios jurídicos de ordenación valorativa para los Estados miembros que deben tomar en cuenta razonadamente para adoptar decisiones en el ámbito de su propio ordenamiento (Fallos: 321:3555 y sus citas).
16) Que la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 1.1) impone el deber a los Estados partes de tomar todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que puedan existir para que los individuos puedan disfrutar de los derechos que la Convención reconoce. En este sentido, la Corte Interamericana consideró que “es deber de los Estados parte organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de tal manera que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos” (O/C 11/90, parágrafo 23). Y esta Corte ha juzgado que cuando la Nación ratifica un tratado que firmó con otro Estado, se obliga internacionalmente a que sus órganos administrativos, jurisdiccionales y legislativos lo apliquen a los supuestos que ese tratado contemple, siempre que contenga descripciones lo suficientemente concretas de tales supuestos de hecho que hagan posible su aplicación inmediata (Fallos: 315:1492).
17) Que este deber adquiere particular relevancia en casos como el presente en el que se hallan en juego delitos de acción pública, en los que el Estado tiene la obligación legal, indelegable e irrenunciable, de investigar. Tiene la acción punitiva y la obligación de promover e impulsar las distintas etapas procesales en cumplimiento de su obligación de garantizar el derecho a la justicia de las víctimas y sus familiares. Esta carga debe ser asumida por el Estado como un deber jurídico propio y no como una gestión de intereses de particulares o que dependa de la iniciativa de éstos o de la aportación de pruebas por parte de ellos (Informe n° 34/96 casos 11.228 y otros, Chile, 15 de octubre de 1996, párrafo 72 e Informe n° 36/96, Chile, párrafo 73; análogamente Informe n° 1/99 caso 10.480 Lucio Parada Cea y otros, El Salvador, 27 de enero de 1999, pár. 119; Informe n° 133/99 caso 11.725 Carmelo Soria Espinoza, Chile, 19 de noviembre de 1999, pár. 81; Informe 61/01, caso 11.771 Samuel Alfonso Catalán Lincoleo, Chile, 16 de abril de 2001, párráfo 62).
La obligación del Estado en relación a los deberes de investigación y sanción de delitos aberrantes ya fue reconocida por esta Corte en la causa “Suárez Mason”, Fallos: 321:2031, disidencia del juez Boggiano; causa “Urteaga”, Fallos: 321:2767 (LA LEY, 1998-F, 302; RCyS, 1999-1086); causa “Ganora”, Fallos: 322:2139 (LA LEY, 2000-A, 355; B, 29; DJ, 2000-1-1328) y más recientemente en la causa “Hagelin”, Fallos: 326:3268.
18) Que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha fijado el alcance de los arts. 8.1 y 25, en relación con el art. 1.1 de la Convención, al señalar que garantizan a toda persona el acceso a la justicia para proteger sus derechos y que recae sobre los Estados partes los deberes de prevenir, investigar, identificar y sancionar a los autores y encubridores de las violaciones de los derechos humanos (caso de la “Panel Blanca” Paniagua Morales y otros. Reparaciones, Serie C N° 37, sentencia del 8 de marzo de 1998, párr. 198; caso Ivcher Bronstein, sentencia de 6 de febrero de 2001. Serie C N° 74, párr. 186; caso Blake. Reparaciones, Serie C N° 48, sentencia del 22 de enero de 1999, párr. 61 y sus citas, caso Barrios Altos, Serie C N° 75, sentencia del 14 de marzo de 2001). Toda violación de derechos humanos conlleva el deber del Estado de realizar una investigación efectiva para individualizar a las personas responsables de las violaciones y, en su caso, punirlas.
19) Que los Estados Partes deben combatir la impunidad, definida ésta como “la falta en su conjunto de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena de los responsables de las violaciones de los derechos protegidos por la Convención Americana”, atento que este mal propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos y la total indefensión de las víctimas y de sus familiares (Caso Blake, Serie C N° 48, Reparaciones, sentencia del 22 de enero de 1999 pár. 64 y 65 con remisión a Serie, Caso Paniagua Morales y otros, Serie C-37, sentencia del 8 de marzo de 1998, párr. 173; Caso Loayza Tamayo, Serie C-42 Reparaciones, sentencia del 27 de noviembre de 1998, párr. 171 y, Caso Suárez Rosero, Serie C-44, Reparaciones, sentencia del 20 de enero de 1999, párr. 80).
20) Que en ese orden de ideas el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre Impunidad, Louis Joinet expresó que la situación de impunidad surge del hecho de que los Estados no cumplen con su obligación de investigar y adoptar, particularmente en el área de la administración de justicia, medidas que garanticen que los responsables de haberlas cometido sean acusados, juzgados y, en su caso, castigados. Se configura además, si los Estados no adoptan medidas apropiadas para proveer a las víctimas de recursos efectivos, para reparar los daños sufridos por ellas y para prevenir la repetición de dichas violaciones (E/CN.4/Sub.2/1997/20/Rev.1).
21) Que, a la luz de tales principios, la Corte Interamericana consideró inadmisibles las disposiciones de amnistía, de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que impidan la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (caso Barrios Altos, Serie C N° 75, sentencia del 14 de marzo de 2001, párr. 41).
22) Que la Corte Interamericana concluyó que las leyes de esta naturaleza carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos ni para la identificación y el castigo de los responsables (Barrios Altos, párrs. 41-44 y Barrios Altos – Chumbipuma Aguirre y otros v. El Perú- Interpretación de la Sentencia de Fondo, Serie C N° 83, art. 67 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, sentencia del 3 de septiembre de 2001).
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos con el mismo espíritu recomendó en varias oportunidades, “derogar o en definitiva dejar sin efecto toda medida interna, legislativa o de otro orden, que tienda a impedir la investigación, el procesamiento y la sanción de los responsables del arresto y la desaparición” (Informe n° 19/99, caso 10.542 Pastor Juscamaita Laura, Perú, 23 de febrero de 1999, párr. 43 y 46; en análogos términos Informe n° 20/99 Rodolfo Robles Espinoza e hijos, Perú, del 23 de febrero de 1999, párr. 171, 174 y recomendaciones; Informe n° 136/99 caso 10.488 Ignacio Ellacuría y otros, El Salvador, del 22 de diciembre de 1999, párr. 241, recomendación 3; Informe 61/01, caso 11.771 Samuel Alfonso Catalán Lincoleo, Chile, 16 de abril de 2001, párr. 96 recomendación 2; Informe n° 1/99 caso 10.480 Lucio Parada Cea y otros, El Salvador, 27 de enero de 1999).
23) Que, en voto concurrente, el juez Sergio García Ramirez en el caso Castillo Paez, Serie C N° 43, sentenciado del 27 de diciembre de 1998, no desconoció la conveniencia y necesidad de dictar normas de amnistía que contribuyan al restablecimiento de la paz, en condiciones de libertad y justicia, al cabo de conflictos internos que se pretende resolver con medidas de esta naturaleza. Por el contrario, señaló que es plausible llevar adelante un esfuerzo de este género, encauzado por los principios aplicables del derecho internacional y nacional, alentado, por la participación de los sectores involucrados y asumido en el marco de las instituciones democráticas. Agregó que en la reciente doctrina sobre derechos humanos ha sido ampliamente examinado el tema que por su naturaleza importa la impunidad de conductas realizadas antes de la sanción de tales normas. En consecuencia, afirmó la necesidad de armonizar las exigencias de la paz y la reconciliación con el deber de tutelar los derechos humanos y sancionar a quienes los vulneran, especialmente en supuestos de delitos de lesa humanidad, como el genocidio, la ejecución extrajudicial, la tortura o la desaparición forzada, amparadas en supuestas necesidades de lucha contra la subversión. Además, puso énfasis en que las amnistías no pueden poner a cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos, que significan un grave menosprecio de la dignidad del ser humano y repugnan a la conciencia de la humanidad. En este orden de ideas destacó que la impunidad que apareja las normas sobre amnistías debe limitarse en la mayor medida posible, a fin de que aquéllas alcancen los objetivos que legítimamente pretenden, sin menoscabar el respeto a los derechos humanos cuya violación no puede considerarse como un recurso legítimo en las contiendas internas (párrafos 6, 7 y 8 del voto del citado magistrado, reiterado en el ya citado caso Barrios Altos, párrafos 9, 10 y 11).
24) Que tal como surge de los considerandos precedentes, el aspecto punitivo como integrante del “deber de investigar” y, por ende, del de “garantía” consagrado en el art. 1.1. significa que sólo “el enjuiciamiento y castigo de los responsables” constituye, en violaciones de esta índole, la medida más efectiva para poner en vigencia los derechos protegidos por el Pacto (caso Blake, sentencia del 24 de enero de 1998, Serie C-36, párrs. 96 y 97). Cabe tener en cuenta muy especialmente que el Comité Internacional de la Cruz Roja ha interpretado que el art. 6.5 del Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra sobre derecho internacional humanitario que favorece “la amnistía más amplia posible” después del cese de los conflictos armados internos, no puede interpretarse en el sentido de que apoya la amnistía de violaciones al derecho humanitario sino que sólo se refiere a una especie de liberación al término de las hostilidades para quienes fueron detenidos o sancionados por el mero hecho de haber participado en ellas, no para aquellos que han violado el derecho internacional humanitario (Informe n° 1/99 Lucio Parada Cea y otros, El Salvador, 27 de enero de 1999, párrs. 114 y 115 y sus citas).
25) Que, según la Comisión, la creación de organismos de investigación y el dictado de normas por los Estados Partes que establecieron reparación pecuniaria a los familiares de desaparecidos u otras medidas semejantes no son suficientes para cumplir con las actuales exigencias del derecho internacional de los derechos humanos. Pues el derecho a la verdad sobre los hechos, como obligación del Estado no sólo con los familiares de las víctimas sino también con la sociedad, ha sido diseñado como sistema de protección capaz de garantizar la identificación y eventual sanción de los responsables y tiene un fin no sólo reparador y de esclarecimiento sino también de prevención de futuras violaciones (CIDH Informe n° 25/98 casos 11.505, Chile, del 7 de abril de 1998, pár. 87 y 95 e Informe n° 136/99 caso 10.488 Ignacio Ellacuría y otros, El Salvador, del 22 de diciembre de 1999, párrs. 221 a 226).
La Comisión también sostuvo que a pesar de la importancia que tienen las comisiones para establecer la realidad de los hechos relacionados con las violaciones más graves y para promover la reconciliación nacional, las funciones desempeñadas por ellas no pueden ser consideradas como un sustituto adecuado del proceso judicial, ni tampoco de la obligación de investigar del Estado, en los términos de identificar a los responsables, de imponerles sanciones y de asegurar a la víctima una adecuada reparación (Informe n° 1/99 caso 10.480 Lucio Parada Cea y otros, El Salvador, 27 de enero de 1999, párr. 145; Informe n° 133/99 caso 11.725 Carmelo Soria Espinoza, Chile, 19 de noviembre de 1999, párr. 103). Y el reconocimiento de responsabilidad realizado por el gobierno, la investigación parcial de los hechos, y el pago posterior de compensaciones pues, por sí mismas, no son suficientes para cumplir con las obligaciones previstas en la Convención. (Informe n° 34/96 casos 11.228 y otros, Chile, 15 de octubre de 1996, párrs. 54 a 57 y 72 a 77 e Informe n° 36/96; Informe n° 133/99 caso 11.725 Carmelo Soria Espinoza, Chile, 19 de noviembre de 1999, párr. 75; Informe n° 136/99 caso 10.488 Ignacio Ellacuría y otros, El Salvador, del 22 de diciembre de 1999, párrs. 229 a 232 y Informe 61/01, caso 11.771 Samuel Alfonso Catalán Lincoleo, Chile, del 16 de abril de 2001, párrs. 52 a 55 y 81 a 83).
26) Que es en el contexto del principio sancionatorio como integrante del deber de investigar que la Comisión evaluó defensas de Estados demandados, que habían recuperado su normalidad democrática, basadas en que leyes como las cuestionadas fueron sancionadas por un gobierno anterior o en la abstención u omisión del Poder Legislativo en derogarlas o en la obligación de respetar las decisiones del Poder Judicial que confirmó su aplicación. La Comisión en todas estas oportunidades, señaló que independientemente de la legalidad o constitucionalidad de dichas normas en el derecho interno, resultaba competente para examinar los efectos jurídicos de una medida legislativa, judicial o de cualquier otra índole que resultara incompatible con los derechos y garantías consagrados en la Convención. Y juzgó que el Estado chileno “no puede justificar desde la perspectiva del derecho internacional el incumplimiento” del Pacto de San José de Costa Rica, ya que la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados establece en su art. 27 que un Estado parte no podrá invocar las disposiciones de derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado (Informes n° 34/96, Chile, párrs. 41 y 43 y 36/96, Chile, párrs. 41, 43 y 85).
27) Que, por consiguiente, el desarrollo progresivo del derecho internacional de los derechos humanos, impone en la etapa actual del acelerado despertar de la conciencia jurídica de los Estados de investigar los hechos que generaron las violaciones a aquéllos, identificar a sus responsables, sancionarlos y adoptar las disposiciones de derecho interno que sean necesarias para asegurar el cumplimiento de esta obligación, a fin de evitar la impunidad y garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos de las personas sujetas a su jurisdicción (arts. 1.1 y 2 de la Convención Americana).
28) Que aun antes del tal jurisprudencia internacional, los delitos contra el derecho de gentes hallábanse fulminados por el derecho internacional consuetudinario y concurrentemente por el texto de nuestra Constitución Nacional. La gravedad de tales delitos puede dar fundamento a la jurisdicción universal, como se desprende del art. 118 de la Constitución Nacional que contempla los delitos contra el derecho de gentes fuera de los límites de la Nación y ordena al Congreso determinar por ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio. Ello da por supuesto que tales delitos pueden ser juzgados en la República y, cabe entender, también en otros Estados extranjeros. Y además, que esos delitos contra el derecho internacional, contra la humanidad y el derecho de gentes, por su gravedad, lesionan el orden internacional, en modo que no puede verse en tal art. 118 sólo una norma de jurisdicción sino sustancialmente de reconocimiento de la gravedad material de aquellos delitos (causa “Nadel” registrada en Fallos: 316:567, disidencia del juez Boggiano -LA LEY,1994-A,189-).
29) Que según la teoría de la jurisdicción universal, sin necesidad de abrir juicio aquí sobre las prácticas extranjeras comparadas, tales delitos podrían ser juzgados aun fuera del país en el que se hubiesen cometido, los delitos contra el derecho internacional pueden fundar la jurisdicción universal de cualquier Estado según la costumbre internacional por violar una norma de ius cogens en modo sistemático lesionado el derecho internacional.
30) Que al respecto cabe señalar que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sostuvo que si el Estado en cuestión compromete su responsabilidad internacional al optar por no administrar justicia ante la aplicación de una ley como la de amnistía y dejar, en tales condiciones, el crimen en la impunidad, resulta plenamente aplicable la jurisdicción universal para que cualquier Estado persiga, procese y sancione a quienes aparezcan como responsables de dichos crímenes internacionales, aun cuando aquellos fueran cometidos fuera de su jurisdicción territorial o que no guarden relación con la nacionalidad del acusado o de las víctimas, puesto que tales crímenes afectan a la humanidad entera y quebrantan el orden público de la comunidad mundial. Frente a un crimen internacional de lesa humanidad, si el Estado no quiere o no puede cumplir con su obligación de sancionar a los responsables debe en consecuencia aceptar la habilitación de la jurisdicción universal a tales fines (Informe n° 133/99 caso 11.725 Carmelo Soria Espinoza, Chile, 19 de noviembre de 1999, párrs. 136 a 149 y punto 2 de las recomendaciones).
31) Que, en esa hipótesis, podría darse el caso de que estos delitos fuesen juzgados en algún o algunos Estados extranjeros y no en la Argentina, con el consiguiente menoscabo de la soberanía jurisdiccional de nuestro país.
32) Que ello sentado corresponde adentrarse en el tratamiento de la validez o invalidez de las leyes 23.492 y 23.521.
33) Que el art. 2° de la ley 23.521 establece que “la presunción establecida en el artículo anterior no será aplicable respecto de los delitos de violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y apropiación extorsiva de inmuebles”.
34) Que de aquí se deduce, como consecuencia lógica necesaria e ineluctable, que esas leyes, obviamente, también excluyen los delitos de lesa humanidad, esto es, las graves violaciones de derechos humanos que lesionan el derecho internacional universal imperativo. En efecto, no es dable presumir que el legislador haya intentado derogar el derecho internacional consuetudinario. Es un principio de interpretación general que las normas de derecho estatal deben entenderse en modo que armonicen con las normas del derecho internacional (Trans World Airlines v. Franklin Mint, 466 U.S 243/1984; Washington vs. Washington State Comercial Passenger Fishing Vessel Assn; 443 U.S 658, 690 1979; Weinberger v. Rossi, 456 U.S 25, 32 1982). Tanto más tratándose de normas de ius cogens.
35) Que si alguna improbable interpretación de las leyes 23.492 y 23.521 condujese al resultado de juzgar amnistiados delitos de lesa humanidad aquéllas serían tanto manifiestamente contrarias al derecho internacional como al derecho constitucional argentino.
36) Que de antaño y hogaño, esta Corte ha considerado que las normas del ius cogens del derecho internacional consuetudinario forman parte del derecho interno (“the law of the land”, Fallos: 43:321; 125:40; 176:218; 178:173; 182:185, entre muchos otros).
37) Que, en consecuencia, cabe concluir que las leyes 23.492 y 23.521, en tanto y en cuanto no comprendan delitos de lesa humanidad son inaplicables al caso y, por el contrario, son insanablemente inconstitucionales en tanto y en cuanto pudiesen extinguir delitos de lesa humanidad.
38) Que, en el caso, corresponde declarar la inaplicabilidad o, si se juzgara aplicable, la inconstitucionalidad de las citadas leyes pues se persigue a Julio Héctor Simón por crímenes contra el derecho de gentes. En efecto, los hechos investigados en la causa encuadran en el art. 2 de la Convención sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada por la ley 24.556 y con jerarquía constitucional otorgada por la ley 24.820, art. 1 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (art. 75, inc. 22) y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, que comprende en la definición “otros actos inhumanos”, según la remisión al art. 6 c, del Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nüremberg.
Al respecto cabe destacar que es misión de esta Corte velar por el cumplimiento del ius cogens, esto es, el derecho inderogable que consagra la Convención sobre Desaparición Forzada de Personas. La desaparición forzada de personas constituye, no solo un atentado contra el derecho a la vida, sino también un crimen contra la humanidad. Tales conductas tienen como presupuesto básico la característica de dirigirse contra la persona o su dignidad, en las que el individuo ya no cuenta, sino en la medida en que sea miembro de una víctima colectiva a la que va dirigida el delito. Es justamente por esta circunstancia que la comunidad mundial se ha comprometido a erradicar crímenes de esa laya, pues merecen una reprobación tal de la conciencia universal al atentar contra los valores humanos fundamentales, que ninguna convención, pacto o norma positiva puede derogar, enervar o disimular con distracción alguna. La Nación Argentina ha manifestado su clara voluntad de hacer respetar irrenunciablemente esos derechos y ha reconocido el principio fundamental según el cual esos hechos matan el espíritu de nuestra Constitución y son contrarios al ius cogens, como derecho internacional imperativo (Fallos: 321:2031, disidencia del juez Boggiano).
39) Que, en consecuencia, corresponde examinar si los hechos que se le imputan al recurrente son susceptibles de persecución o, si por el contrario la acción penal se ha extinguido por el transcurso del tiempo.
40) Que, esta Corte juzgó que la calificación de delitos de lesa humanidad está sujeta de los principios del ius cogens del derecho internacional y que no hay prescripción para los delitos de esa laya (Fallos: 318:2148). Este es un principio derivado tanto del derecho internacional consuetudinario cuanto del convencional, la Convención de la Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas. En suma, los delitos de lesa humanidad nunca han sido prescriptibles en el derecho internacional ni en el derecho argentino. En rigor, el derecho internacional consuetudinario ha sido juzgado por esta Corte como integrante del derecho interno argentino (Fallos: 43:321; 176:218; 316:567).
41) Que, en este sentido el art. VII de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas dispone que la acción penal y la pena no estarán sujetas a prescripción. Por su parte el art. III dispone que tal delito será considerado como “continuado o permanente mientras no se establezca el destino o paradero de la víctima”. Al respecto cabe tener presente que la Corte Interamericana de Derechos Humanos consideró que el obstáculo al deber de investigar en forma efectiva derivado de la prescripción de la acción penal, podía considerarse salvado a partir del carácter permanente de la privación ilegal de la libertad que integra el delito complejo de “desaparición forzada”. Destacó que en supuestos como el señalado la prescripción se debe empezar a contar desde el día en que cesa la ejecución del delito. Es decir, que el plazo de prescripción no corre mientras se mantenga la incertidumbre sobre la suerte de la víctima (caso Trujillo Oroza vs. Bolivia, Serie C N° 92, sentencia del 27 de febrero de 2002, párr. 72; en el mismo sentido caso Velásquez Rodríguez, Serie C N° 4, sentencia del 29 de julio de 1988, párr. 181).
42) Que no obsta a las conclusiones precedentes la circunstancia de que la Convención de la Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas no estuvieren vigentes al momento de sanción y promulgación de las leyes de punto final y obediencia debida. Ello por cuanto, en razón de la calificación provisional de los delitos corresponde considerar, como se hizo en la citada causa “Arancibia Clavel”, voto del juez Boggiano, que no se presenta en el caso una cuestión de conflicto de leyes en el tiempo pues el crimen de lesa humanidad lesionó antes y ahora el derecho internacional, antes el consuetudinario ahora también el convencional, codificador del consuetudinario (considerando 29). Aquella calificación provisional puede modificarse en el transcurso del juicio y también, por cierto en la sentencia definitiva.
43) Que el principio de no retroactividad de la ley penal ha sido relativo. Éste rige cuando la nueva ley es más rigurosa pero no si es más benigna. Así, la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad reconoce una conexidad lógica entre imprescriptibilidad y retroactividad. Ante el conflicto entre el principio de irretroactividad que favorecía al autor del delito contra el ius gentium y el principio de retroactividad aparente de los textos convencionales sobre imprescriptibilidad, debe prevalecer este último, pues es inherente a las normas imperativas de ius cogens, esto es, normas de justicia tan evidentes que jamás pudieron oscurecer la conciencia jurídica de la humanidad (Regina v. Finta, Suprema Corte de Canadá, 24 de marzo de 1994). Cabe reiterar que para esta Corte tal conflicto es sólo aparente pues las normas de ius cogens que castigan el delito de lesa humanidad han estado vigentes desde tiempo inmemorial (causa “Arancibia Clavel”, voto del juez Boggiano, considerando 39).
44) Que la inaplicabilidad de las normas de derecho interno de prescripción de los delitos de lesa humanidad tiene base en el derecho internacional ante el cual el derecho interno es sólo un hecho. Esta Corte, en cambio, no puede adherir a la autoridad de la Casación francesa en cuanto juzga que ningún principio del derecho tiene una autoridad superior a la ley nacional, en ese caso francesa, ni permite declarar la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra, ni prescindir de los principios de legalidad y de no retroactividad de la ley penal más severa cuando se trata de crímenes contra la humanidad (Corte de Casación, Fédération Nationale des déportés et internés résistants et patriotes et autres c. Klaus Barbie, 20 de diciembre de 1985; N° 02-80.719 (N° 2979 FS) – P+B, 17 de junio de 2003, “Arancibia Clavel”, voto del juez Boggiano, considerando 31).
45) Que resulta de aplicación el principio de imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad derivado tanto del derecho internacional consuetudinario cuanto de la Convención de la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad. En consecuencia, la Convención no fue celebrada para crear la imprescriptibilidad de delitos que por su naturaleza no eran susceptibles de prescribir, sino para proveer un sistema internacional bajo el cual el delincuente no puede encontrar un refugio ni en el espacio ni en el tiempo.
Además, la imperatividad de tales normas las torna aplicables aun retroactivamente en virtud del principio de actualidad del orden público internacional (Fallos: 319: 2779).
46) Que la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad establece específicamente su aplicación retroactiva al expresar que tales crímenes “…son imprescriptibles cualquiera sea la fecha en que se hayan cometido” (art. I).
Este mismo principio surge del Preámbulo de dicha Convención al expresar que “…en ninguna de las declaraciones solemnes, instrumentos o convenciones por el enjuiciamiento y castigo de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad se ha previsto limitación en el tiempo”. En este sentido advierte que “la aplicación a los crímenes de guerra y de lesa humanidad de las normas de derecho interno relativas a la prescripción de los delitos ordinarios suscita grave preocupación en la opinión pública mundial, pues impide el enjuiciamiento y castigo de las personas responsables de esos crímenes”.
Asimismo se reconoce que es oportuno “afirmar” el principio de la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad y asegurar su aplicación internacional. De los trabajos preparatorios de la Convención surge que se empleó el verbo “afirmar” en lugar de “enunciar” a fin de poner de manifiesto la posición según la cual el principio de imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y lesa humanidad ya existía en el derecho consuetudinario internacional por lo que la Convención no podía enunciarlo sino afirmarlo (Informes de la Comisión de Derecho Internacional, Resolución 3 XXII, aprobada por el Consejo Económico y Social por resolución 1158 (XLI) del 5 de agosto de 1966 y Resolución 2338 (XXII) de la Asamblea General del 18 de diciembre de 1967).
47) Que tal regla es ahora de valor y jerarquía constitucionales y por su especificidad respecto de los delitos que contempla tiene un ámbito material distinto y particular respecto de la norma general de prescriptibilidad sobre los demás delitos. Ambas reglas tienen la misma jerarquía constitucional y por consiguiente las normas especiales de imprescriptibilidad sólo rigen para los delitos contemplados en la Convención citada, que no está por debajo de la Constitución Nacional sino a su misma altura (Fallos: 319:3148).
48) Que, no cabe predicar que el mencionado instrumento internacional está subordinado a la Constitución, pues se identifica con ella. El principio de imprescriptibilidad consagrado en la Convención ya citada, al alcanzar jerarquía constitucional, integra el conjunto de principios de derecho público de la Constitución.
Tal principio conduce a valorar los hechos que dieron lugar al proceso bajo el prisma de las valoraciones actuales que imperan en el derecho internacional humanitario. Máxime si se tiene presente que declarar la prescripción de la acción penal en el país podría dar origen a la responsabilidad internacional del Estado argentino.
49) Que, por lo demás, no es posible afirmar que el art. 18 de la Constitución Nacional que establece el principio de legalidad y de irretroactividad consagre una solución distinta en el art. 118 respecto a la aplicación de las normas del ius cogens relativas a la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. Ambos preceptos no colisionan sino que se complementan, ya que el segundo incorpora al orden interno las normas imperativas del derecho internacional como integrantes del principio de legalidad. La ley de lugar del juicio supone, aunque obviamente, no establece los principios del derecho de gentes.
50) Que, finalmente, no es ocioso traer a consideración una fuente de doctrina autorizada para el derecho argentino (art. 2° de la Constitución Nacional; ver, por todos el maestro Bidart Campos, Germán J., Manual de la Constitución Reformada, Tomo I, Buenos Aires, EDIAR, 1996, Cap. 11, La libertad religiosa, doctrina y derecho judicial).
“Los miembros de las fuerzas armadas están moralmente obligados a oponerse a las órdenes que prescriben cumplir crímenes contra el derecho de gentes y sus principios universales. Los militares son plenamente responsables de los actos que realizan violando los derechos de las personas y de los pueblos o las normas del derecho internacional humanitario. Estos actos no se pueden justificar con el motivo de la obediencia a órdenes superiores” (Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina, 2005, N° 503).
En definitiva, para que pueda percibirse adecuadamente la estructura lógica del presente voto cabe, en suma, puntualizar lo siguiente: a) se procesó y apresó a Julio Héctor Simón por crímenes de lesa humanidad; b) las leyes 23.492 y 23.521 son inaplicables a estos delitos porque no los contemplaron o, de ser aplicables, son inconstitucionales porque si los contemplaron violaron el derecho internacional consuetudinario vigente al tiempo de su promulgación; c) nada corresponde juzgar acerca de la constitucionalidad de ambas leyes respecto de delitos que no son de lesa humanidad, pues no se trata aquí de un caso tal; d) aquellas leyes son inaplicables a los delitos de lesa humanidad o son inconstitucionales si fuesen aplicables a los delitos de esa laya. En ambas hipótesis resultan inaplicables. Nada más corresponde declarar en este caso.
Por ello y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación, se hace lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos, se declaran inaplicables al caso las leyes 23.492 y 23.521 y, por ende, firmes las resoluciones apeladas Con costas (art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. – Antonio Boggiano.
Voto del doctor Maqueda:
Considerando:
Que el infrascripto coincide con los considerandos 1° a 11 del voto de la mayoría.
I. Poderes de interpretación y anulación del Congreso.
12) Que más allá del control de constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 – de Punto Final y Obediencia Debida-, corresponde analizar las facultades del Congreso de la Nación para sancionar la ley 25.779, por la que se declara la nulidad de las leyes de referencia, ya derogadas por la ley 24.952, así como las atribuciones del Poder Judicial en general, y de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en particular, en relación con la revisión constitucional en el caso concreto y con independencia de la declaración de nulidad.
13) Que, la Constitución Nacional en su carácter de norma jurídica operativa condiciona con sus mandatos la actividad de los poderes constituidos, razón por la cual el órgano legislativo no escapa a tal principio y, en consecuencia, su obrar debe estar dirigido al más amplio acatamiento de los principios, normas, declaraciones y derechos reconocidos en el plexo jurídico de base. La regla expuesta se ha visto complementada a partir de la reforma constitucional de 1994 con el reconocimiento de jerarquía constitucional a una serie de tratados de derechos humanos, así como con la inclusión de un procedimiento de mayoría agravada a cargo del Congreso de la Nación para disponer aquella jerarquía respecto a otros tratados de derechos humanos (art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional).
14) Que, en consecuencia, esta Corte históricamente ha entendido que “es una regla elemental de nuestro derecho público que cada uno de los tres altos poderes que forman el gobierno de la Nación, aplica e interpreta la Constitución por sí mismo, cuando ejercita las facultades que ella les confiere respectivamente” (Fallos: 53:420). En lo que respecta al Poder Legislativo y a su rol dentro del sistema de gobierno que adopta la norma fundamental ha señalado que los principios que hacen al régimen representativo republicano se sustentan en que “en todo estado soberano el poder legislativo es el depositario de la mayor suma de poder y es, a la vez, el representante más inmediato de la soberanía…” (Fallos: 180:384). Asimismo ha agregado que “La Constitución establece para la Nación un gobierno representativo, republicano, federal. El Poder Legislativo que ella crea es el genuino representante del pueblo y su carácter de cuerpo colegiado la garantía fundamental para la fiel interpretación de la voluntad general…” (Fallos: 201:249, pág. 269), y en tal sentido “la función específica del Congreso es la de sancionar las leyes necesarias para la felicidad del pueblo…Es clásico el principio de la división de los poderes ínsito en toda democracia y tan antiguo como nuestra Constitución o su modelo norteamericano o como el mismo Aristóteles que fue su primer expositor. Ese espíritu trasciende en la letra de toda la Constitución y en la jurisprudencia de esta Corte…” (del voto del juez Repetto en Fallos: 201:249, pág. 278). Por ello, “…tratándose de los actos de un gobierno regular lo será atendiendo al modo que para la sujeción de ellos a la justicia y su enderezamiento al bien común se establece en los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional – traducción positiva de las exigencias de un orden justo- y se articula en todas las demás disposiciones de ella relativas al establecimiento y facultades de los distintos órganos del poder…” (del voto del juez Casares en Fallos: 201:249, pág. 281).
15) Que es en este contexto en el que debe analizarse la decisión política del Congreso de la Nación plasmada en la ley 25.779 así como los efectos de aquélla. En consecuencia, cabe en primer término revisar los fundamentos del Poder Legislativo para declarar “insanablemente nulas” las leyes 23.492 y 23.521. En la sesión en la que se aprobó la ley, el diputado Urtubey sostuvo que “…Esas dos leyes, que terminaban estableciendo un disvalor moral y ético, no pueden sostenerse en el marco de un sistema republicano que dé garantías no sólo a aquellos que están imputados de delitos y en cuyo beneficio se pretendió extinguir la acción penal, sino también a cientos, miles y decenas de miles de familiares de argentinos de bien que quieren que se haga justicia…”. El profesor Luis Jiménez de Asúa cita dos conceptos sobre este tema, expuestos a su vez por Graven. Dijo lo siguiente: “Los crímenes contra la humanidad son tan antiguos como la humanidad. La concepción jurídica es, sin embargo, nueva, puesto que supone un estado de civilización capaz de reconocer leyes de la humanidad, los derechos del hombre o del ser humano como tal, el respeto al individuo y a las actividades humanas…Es importante que este Congreso nacional no reniegue de sus facultades…Nosotros tenemos una obligación ética irrenunciable: remover los obstáculos que hacen que en la Argentina no se puedan perseguir a aquellos que cometieron delitos de lesa humanidad…” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación -12 Reunión- 4° Sesión Ordinaria (Especial) – agosto 12 de 2003).
En relación con la existencia o no de facultades del Congreso de la Nación para declarar la nulidad de las normas indicadas, la diputada Carrió, al referirse al control de constitucionalidad en el sistema argentino, y sin desconocer la facultad propia del Poder Judicial en la materia, sostuvo que “…La pregunta que queda pendiente es si los otros órganos del Estado controlan o no la constitucionalidad de las normas. Y claro que la controlan…Cuando nosotros estamos en una comisión del Congreso y vamos a sancionar una norma, hacemos análisis de constitucionalidad…Esto se llama control preventivo de constitucionalidad. También podemos derogar una norma tildada de inconstitucional…Lo que queda por saber es si el Poder Legislativo puede, cuando realiza el control de constitucionalidad de una norma declarar su nulidad…En principio no lo puede hacer salvo que la norma con la cual se confronta sancione bajo pena de nulidad…Si la violación de las normas que está analizando el Congreso, en este caso las leyes de punto final y obediencia debida, se refiere al artículo 29 de la Constitución Nacional y es el propio artículo 29 el que sanciona con nulidad absoluta e insanable todos los actos que se opongan, y si además le agregamos a la violación a dicho artículo otras supuestas con sanción de nulidad absoluta e insanable, como son los delitos de lesa humanidad o la violación del derecho de gentes establecido en el artículo 118, la nulidad corresponde…cuando nosotros…declaramos la nulidad absoluta e insanable lo que hacemos es una declaración de invalidez por el órgano competente para dictar la norma, lo que es plenamente factible… Nadie puede desconocer como primer argumento central que este Congreso no tenga competencia. No tiene competencia para un caso concreto, y lo que nunca podría hacer este Parlamento es tomar una causa judicial y sancionar una ley que diga que para una determinada causa no se aplica la ley. Sí puede hacerlo como criterio general bajo estas condiciones: violación del artículo 29 de la Constitución nacional y del derecho de gentes. Este reconocimiento histórico que hoy hace el Congreso Nacional es el más importante de los últimos veinte años. Yo les quiero preguntar en el caso de que esto llegue a la Corte Interamericana de Derechos Humanos si van a catalogar de payasada el pronunciamiento…cuando muchas veces dicha Corte pidió que la legislación se adecuara al juzgamiento. Nosotros creemos que habrá efectos jurídicos: las causas deberán reabrirse…¿Qué podría hacer un juez como último contralor de constitucionalidad de las leyes?…podría mantener que la declaración del Congreso es irrelevante; entonces declara la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida. En ese caso, la declaración del Congreso serviría como un argumento de hecho para sustentar la inconstitucionalidad de tales leyes en los foros internacionales…el magistrado podría declarar la constitucionalidad de nuestra ley y la inconstitucionalidad de las leyes…con lo cual se reabre el proceso…En realidad,…ni la instancia nacional ni la internacional va a poder borrar esta declaración…” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación -12 Reunión- 4° Sesión Ordinaria (Especial) – agosto 12 de 2003).
A su vez, la diputada Lubertino señaló que “También quiero recordar que la actual Constitución Nacional determina que los tratados elevados a rango constitucional son tales en las condiciones de su vigencia. Existe jurisprudencia de la Corte que analiza e interpreta que ‘en las condiciones de su vigencia’ significa ‘según la jurisprudencia de los organismos internacionales’. Por otro lado, reiterada jurisprudencia tanto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como de la Comisión Americana sobre Derechos Humanos y el Comité de Derechos Humanos, no sólo respecto de la Argentina sino también de otros países se refiere a la obligación de los tres poderes del Estado de avanzar en el sentido de garantizar el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad…” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación -12 Reunión- 4° Sesión Ordinaria (Especial) – agosto 12 de 2003).
En sentido similar el diputado Pernasetti, refiriéndose a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, y usando tal argumento para sostener que aún sin la declaración de nulidad era viable institucionalmente discutir y juzgar en cada una de las causas los delitos aberrantes, manifestó “El artículo IV de la Convención que acabamos de aprobar con rango constitucional dice: ‘Los Estados parte en la presente Convención se comprometen a adoptar, con arreglo a sus respectivos procedimientos constitucionales, las medidas legislativas o de otra índole que fueran necesarias para que la prescripción de la acción penal o de la pena establecida por ley o de otro modo, no se aplique a los crímenes mencionados en los artículos I y II de la presente Convención, y en caso de que exista, sea abolida’. Estas son las razones por las cuales debemos introducir en el derecho positivo la norma que proponemos votar. Cabe aclarar que la irretroactividad de la ley penal es un principio básico asentado en el principio de legalidad, que establece que no hay pena sin ley. Por otra parte, el principio de la irretroactividad de la ley penal está en casi todos los pactos de derechos civiles y derechos humanos. Pero también debemos decir que el derecho internacional es claro al definir la naturaleza de la ley penal aplicable, ya se trate de legislación nacional como de derecho internacional. Entonces lo que vale son las excepciones que consagra el propio derecho internacional…entendemos que con la ratificación del tratado y la incorporación al derecho nacional de la iniciativa que seguidamente vamos a votar estamos abriendo realmente la puerta constitucional adecuada para el juzgamiento de todos estos delitos aberrantes” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación -12 Reunión- 4° Sesión Ordinaria (Especial) – agosto 12 de 2003).
Finalmente, el diputado Díaz Bancalari sostuvo que “No hay nada ni nadie que impida al Congreso de la Nación revisar sus propios actos: no hay nada ni nadie que impida a la Cámara de Diputados de la nación declarar la nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida, porque fueron dictadas en violación a normas de la Constitución Nacional… el tiempo que es el juez implacable de los hombres, determinará si este proyecto y sus consecuencias fueron nada más que un intento por alcanzar la verdad y la justicia o si representaron el inicio del camino para su logro…” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación -12 Reunión- 4° Sesión Ordinaria (Especial) – agosto 12 de 2003).
16) Que, por su parte, el debate en la Cámara de Senadores también resulta ilustrativo a los efectos de comprender la voluntad política del órgano legislativo al resolver sancionar la declaración de nulidad como un acto extremo y excepcional, pero, a su vez, consecuencia de la interpretación constitucional entendida como oportuna y adecuada. En tal sentido, el senador Busti manifestó que “…en caso de crímenes de lesa humanidad ningún Estado tiene el derecho de promulgar leyes que sirvan para violar los derechos humanos y que por el principio de no-retroactividad garantizarían la impunidad de los que adoptan esta ley. Un estado de derecho no es justificable dentro de sí mismo, sino solamente desde su fundación en el respeto por los derechos humanos…” y considerando la relación entre el tema en debate y la sanción de la Convención contra la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad, agregó que “el otro significado es claramente jurídico: implica colocar las normas de la convención internacional que acabamos de sancionar en el punto más alto de la pirámide del derecho. Es decir, someter todas las normas del derecho positivo argentino a fin de evitar que contradigan o dificulten su operatividad plena…no creo que la declaración de nulidad de las leyes de impunidad sea una mera declaración o una expresión de deseos, públicos y políticos,…Es la voluntad del Congreso de la Nación de saldar una deuda del pasado con la justicia…”. A su vez, el senador López Arias dijo que “esta nulidad, como mucho se ha sostenido aquí, no está basada en el artículo 29 de la Constitución Nacional, sino que en la ley de obediencia debida hay una clara invasión a poderes por cuanto el Poder Legislativo – que es el que tiene que dictar leyes generales- se atribuye prácticamente la facultad de conducir al Poder Judicial – que es un poder independiente- hacia la interpretación de hechos concretos. De esa manera se invade la facultad exclusiva y privativa del poder Judicial…la vigencia de tratados internacionales y la obligatoriedad de su aplicación por parte de todos los poderes del Estado era algo sobre lo que no había dudas desde hacía mucho tiempo…la declaración de nulidad votada por este Congreso tiene una importancia como precedente realmente superlativa, que no va a poder ser desconocida en el futuro…”. A su vez el senador Pichetto defendió la nulidad de las normas sosteniendo que “…es la manifestación de voluntad política de las dos cámaras del Congreso: una firme voluntad política, un mensaje que tiene como destinatario final al Poder Judicial. Porque de lo que se trata es de abrir caminos, de eliminar los obstáculos… de que sean nuestros propios jueces los que lleven adelante el juzgamiento…Creo firmemente que los hechos cometidos por nacionales o por extranjeros en el territorio del país deben ser juzgados por jueces argentinos”. El senador Cafiero consideró que “…desde el punto de vista del derecho de gentes, que es el que me preocupa, las leyes de punto final y obediencia debida…constituyen actos de violencia institucional que importaron renuncia a obligaciones indelegables e irrenunciables por parte del Estado, por lo que éticamente están fulminadas por insanable nulidad…”. El senador Terragno interpretó el alcance de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad y entendió que “…el nudo de la cuestión se encuentra en un párrafo del artículo I cuando dice que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, cualquiera sea la fecha en que se hayan cometido…dicho artículo está estableciendo un principio excepcional…” y con cita de la Corte Interamericana de Derechos Humanos recordó que “…en el caso Barrios Altos dijo que son inadmisibles las disposiciones de prescripción y el establecimiento de exclusiones de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de violaciones graves de los derechos humanos. El otro punto en cuestión tiene que ver con el artículo IV [de la Convención citada]. Este establece que los Estados parte se obligan a adoptar – con arreglo a sus respectivos procedimientos constitucionales- las medidas legislativas tendientes a que la prescripción de la acción penal o de la pena establecida por ley o de otro modo no se aplique a los crímenes de lesa humanidad y que, en caso de que exista, sea abolida…la nulidad pasa a ser la instrumentación de la Convención que hemos aprobado…Quienes sostienen que esto no puede interpretarse porque el artículo IV señala que ello debe hacerse con arreglo a los procedimientos constitucionales y no sería constitucional que se anulara una disposición por vía legislativa…están proponiéndonos una interpretación que es más violatoria todavía de la división de poderes ¿Por qué? Porque lo que están diciendo es que ese artículo señala que los Estados parte – o sea los respectivos poderes ejecutivos y legislativos, que son los que intervienen en la sanción, firma y aprobación de los convenios internacionales- se obligan por esta Convención a que los respectivos poderes judiciales declaren la nulidad. Esto es un contrasentido… yo creo que la remoción de los obstáculos a la punición de los crímenes de lesa humanidad es parte de la aplicación de la Convención que hemos votado…”. La senadora Perceval manifestó que “…en primer lugar desde un punto de vista técnico jurídico…es plena competencia de este Parlamento decidir y por tanto disponer en todas las medidas y diligencias útiles a fin de regular probables efectos de un texto legal que alguna vez tuvo vigencia. La declaración de nulidad de ambas leyes surge…de nuestra obligación de armonizar y adaptar nuestro derecho interno a los tratados internacionales de derechos humanos que tienen dentro de nuestro sistema normativo jerarquía constitucional. Para decirlo de otra manera: a la obligación de atender la necesidad que una Nación tenga un sistema jurídico coherente…En ese mismo orden de cosas el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos con jurisdicción en la República Argentina han declarado que las amnistías y otras medidas que permiten que los responsables de violaciones de derechos humanos no sean castigados son incompatibles con las obligaciones internacionales del Estado. Con los efectos legales de las llamadas ‘leyes del perdón’ nuestro Estado se encuentra en alto riesgo de infracción respecto de las cláusulas contenidas en distintos tratados internacionales. Veamos ahora la letra de la Constitución Nacional. Para comenzar ninguna ley de nuestra Nación puede a tenor de las previsiones contenidas en el artículo 28 de nuestra Carta magna alterar los principios, garantías y derechos reconocidos en la parte dogmática de la misma…Nuestra obligación hoy quizás sea proporcionar un sistema normativo que permita leer a un derecho objetivo que no contenga contradicciones entre las leyes que lo integran…Este Senado no se está adjudicando ni facultades ni funciones que no le competen. Estamos interpretando una voluntad social mayoritaria y acompañando…a crear el marco político institucional que fortalezca los avances judiciales para el total esclarecimiento de una etapa signa por el terrorismo de Estado…” (Cámara de Senadores de la Nación, 17 Reunión, 11 sesión ordinaria, 20 y 21 de agosto de 2003, versión taquigráfica).
17) Que la reseña efectuada permite vislumbrar la complejidad del debate y, en la trama de argumentos enunciados, destacar aquello que parece ser el núcleo fuerte de la cuestión al tiempo de tener que considerar si la declaración de nulidad insanable ha excedido el marco de facultades del Congreso de la Nación. A tales efectos, lo primero que debe ser destacado es la permanente alusión a las diferencias sustantivas entre la función legislativa y la función judicial a la luz del principio de división de poderes. Ello así, el Poder Legislativo reconoce expresamente que será el Poder Judicial el órgano facultado para declarar la eventual inconstitucionalidad de las leyes impugnadas. Sin perjuicio de ello, la vinculación constitucional alcanza a todos los poderes constituidos y, bajo tal principio, sin duda el Poder Legislativo en su condición de órgano representativo de la voluntad popular en el contexto de un Estado constitucional de derecho, es el primer obligado a dar cuenta del grado de adecuación de su accionar en los términos del mandato constitucional. En tal sentido el art. 75, inc. 22, de la norma fundamental, al reconocer jerarquía constitucional a diversos tratados de derechos humanos, obliga a todos los poderes del Estado en su ámbito de competencias y no sólo al Poder Judicial, a las condiciones para hacer posible la plena vigencia de los derechos fundamentales protegidos.
18) Que, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión Consultiva 14/94, del 9 de diciembre de 1994 (CIDH serie A) Responsabilidad Internacional por Expedición y Aplicación de Leyes Violatorias de la Convención (arts. 1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos) ha establecido que “Según el derecho internacional las obligaciones que éste impone deben ser cumplidas de buena fe y no puede invocarse para su incumplimiento el derecho interno. Estas reglas pueden ser consideradas como principios generales del derecho y han sido aplicadas, aún tratándose de disposiciones de carácter constitucional, por la Corte Permanente de Justicia Internacional y la Corte Internacional de Justicia (Caso de las Comunidades Greco – Búlgaras (1930). Serie B, N° 17, pág. 32; Caso de Nacionales Polacos de Danzig (1931), Serie A/B, N° 44, pág. 24; Caso de las Zonas Libres (1932), Serie A/B, N° 46, pág. 167; Aplicabilidad de la obligación a arbitrar bajo el convenio de Sede de las Naciones Unidas (Caso de la Misión del PLO) (1988) 12 a 31-2, párr. 47). Asimismo estas reglas han sido codificadas en los artículos 26 y 27 de la convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969” (punto III.35 de la Opinión Consultiva citada). En línea con los principios generales expuestos también entendió que “Son muchas las maneras como un Estado puede violar un tratado internacional y, específicamente, la Convención. En este último caso, puede hacerlo, por ejemplo omitiendo dictar las normas a que está obligado por el artículo 2. También, por supuesto, dictando disposiciones que no estén en conformidad con lo que de él exigen sus obligaciones dentro de la Convención…” (punto III.37 de la Opinión consultiva citada). Por ello, concluye que “la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado al ratificar o adherir a la Convención constituye una violación de ésta y que, en el evento de que esa violación afecte derechos y libertades protegidos respecto de individuos determinados, genera responsabilidad internacional para el Estado” (punto III.50 de la Opinión Consultiva citada). Asimismo, en cuanto a las obligaciones y responsabilidades de los agentes o funcionarios del Estado que den cumplimiento a una ley violatoria de la convención, dispone que “…actualmente la responsabilidad individual puede ser atribuida solamente por violaciones consideradas como delitos internacionales en instrumentos que tengan ese mismo carácter, tales como los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad o el genocidio que, naturalmente, afectan también derechos humanos específicos. En el caso de los delitos internacionales referidos, no tiene ninguna trascendencia el hecho de que ellos sean o no ejecutados en cumplimiento de una ley del Estado al que pertenece el agente o funcionario. El que el acto se ajuste al derecho interno no constituye justificación desde el punto de vista del derecho internacional…” (punto IV; 53 y 54 de la Opinión consultiva citada).
19) Que, en razón de lo expuesto y por aplicación del art. 75, inc. 22, adquiere especial relevancia para el análisis de la decisión legislativa tener presente que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido que: “…son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. La Corte, conforme a lo alegado por la Comisión y no controvertido por el Estado, considera que las leyes de amnistía adoptadas…impidieron que los familiares de las víctimas y las víctimas sobrevivientes en el presente caso fueran oídas por un juez, conforme a lo señalado en el artículo 8.1 de la Convención; violaron el derecho a la protección judicial consagrado en el artículo 25 de la Convención; impidieron la investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y sanción de los responsables de los hechos…, incumpliendo el artículo 1.1 de la Convención, y obstruyeron el esclarecimiento de los hechos del caso. Finalmente, la adopción de las leyes de autoamnistía incompatibles con la Convención incumplió la obligación de adecuar el derecho interno consagrada en el artículo 2 de la misma. La Corte estima necesario enfatizar que, a la luz de las obligaciones generales consagradas en los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y eficaz, en los términos de los artículos 8 y 25 de la Convención. Es por ello que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención. Las leyes de autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana. Este tipo de leyes impide la identificación de los individuos responsables de violaciones a derechos humanos, ya que se obstaculiza la investigación y el acceso a la justicia e impide a las víctimas y a sus familiares conocer la verdad y recibir la reparación correspondiente…”. Tales conclusiones la conducen a sostener que “Como consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables, ni puedan tener igual o similar impacto respecto de otros casos de violación de los derechos consagrados en la Convención Americana…”. A su vez ratifica que “…el derecho a la verdad se encuentra subsumido en el derecho de la víctima o sus familiares a obtener de los órganos competentes del Estado el esclarecimiento de los hechos violatorios y las responsabilidades correspondientes, a través de la investigación y el juzgamiento que previenen los artículos 8 y 25 de la Convención” (CIDH Caso Barrios Altos, serie C N° 75, sentencia del 14 de marzo de 2001, cap. VII Incompatibilidad de leyes de amnistía con la Convención, párr. 41/44 y 48).
En oportunidad de proceder a aclarar los alcances de la sentencia citada, el Tribunal Internacional precisó que “…En cuanto al deber del Estado de suprimir de su ordenamiento jurídico las normas vigentes que impliquen una violación a la Convención, este Tribunal ha señalado en su jurisprudencia que el deber general del Estado, establecido en el artículo 2 de la Convención, incluye la adopción de medidas para suprimir las normas y prácticas de cualquier naturaleza que impliquen violación a las garantías previstas en la Convención, así como la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la observancia efectiva de dichas garantías…En el derecho de gentes, una norma consuetudinaria prescribe que un Estado que ha ratificado un tratado de derechos humanos debe introducir en su derecho interno las modificaciones necesarias para asegurar el fiel cumplimiento de las obligaciones asumidas. Esta norma es universalmente aceptada, con respaldo jurisprudencial. La Convención Americana establece la obligación general de cada Estado Parte de adecuar su derecho interno a las disposiciones de dicha Convención, para garantizar los derechos en ella consagrados. Este deber general del Estado Parte implica que las medidas de derecho interno han de ser efectivas (principio del effet utile). Esto significa que el Estado ha de adoptar todas las medidas para que lo establecido en la Convención sea efectivamente cumplido en su ordenamiento jurídico interno, tal como lo requiere el artículo 2 de la Convención. Dichas medidas sólo son efectivas cuando el Estado adapta su actuación a la normativa de protección de la Convención [confr. Caso “La Última Tentación de Cristo” (Olmedo Bustos y otros). Sentencia de 5 de febrero de 2001. Serie C No. 73, párr. 85-87; Caso Durand y Ugarte. Sentencia de 16 de agosto de 2000. Serie C No. 68, párr. 137; y Caso Castillo Petruzzi y otros. Sentencia de 30 de mayo de 1999. Serie C No. 52, párr. 207]. La promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado parte en la convención constituye per se una violación de ésta y genera responsabilidad internacional del Estado. En consecuencia, la Corte considera que, dada la naturaleza de la violación constituida por las leyes de amnistía no. 26479 y no. 26492, lo resuelto en la sentencia de fondo en el caso Barrios Altos tiene efectos generales, y en esos términos debe ser resuelto el interrogante formulado en la demanda de interpretación presentada por la Comisión…” (CIDH Caso Barrios Altos, serie C N° 83, sentencia del 3 de septiembre de 2001, Interpretación de la sentencia de fondo, párr. 16/18).
20) Que esta Corte ha sostenido que “la plenitud del estado de derecho…no se agota en la sola existencia de una adecuada y justa estructura normativa general, sino que exige esencialmente la vigencia real y segura del derecho en el seno de la comunidad y, por ende, la posibilidad de hacer efectiva la justiciabilidad plena de las transgresiones a la ley y de los conflictos jurídicos. El verdadero valor del derecho, dice R. Von Ihering, descansa por completo en el conocimiento de sus funciones, es decir, en la posibilidad de su realización práctica…los otros poderes del Gobierno de la Nación se encuentran también vinculados por el propósito inspirador del dictado de la Constitución – que tanto vale como su propia razón de ser- integrado por los enunciados del Preámbulo, entre éstos el de ‘afianzar la justicia'” (Fallos: 300:1282) y respecto del alcance y sentido del principio preambular citado ha considerado que se trata “de un propósito liminar y de por sí operativo, que no sólo se refiere al Poder Judicial sino a la salvaguarda del valor justicia en los conflictos jurídicos concretos que se plantean en el seno de la comunidad…la admisión de soluciones notoriamente disvaliosas no resulta compatible con el fin común tanto de la tarea legislativa como de la judicial…” (Fallos: 302:1284).
En tal sentido, Domingo Faustino Sarmiento ha sostenido que “No es tanto el texto de las constituciones políticas lo que hace la regla de los poderes públicos, como los derechos de antemano conquistados y las prácticas establecidas…”, lo que lo lleva a sostener que “Para el ejercicio de una constitución cualquiera, no hay sino dos personajes de por medio: el mandatario y el ciudadano; los dos optísimos para instruirse, y saber si está o no en los términos de la constitución el intento sostenido por cada uno…”. Y al referirse al Preámbulo manifiesta “…es no sólo parte de la ley fundamental, sino también la pauta y piedra de toque, para la resolución de los casos dudosos, conformando su interpretación y práctica con los fines para que fueron adoptados las subsiguientes disposiciones y el espíritu que prevaleció en su adopción…”, y citando al juez Story recuerda que “el preámbulo de un estatuto es la llave para entrar en la mente del legislador, en cuanto a los males que requieren remedio y a los objetos que han de alcanzarse mediante la disposición del estatuto…” sin que ello importe que sea citado “para ensanchar los poderes confiados al gobierno general…, ni puede por implicancia, extender los poderes dados expresamente…Su verdadera función es explicar la naturaleza, extensión y aplicación de los poderes que la constitución confiere, sin crearlos en su esencia…” (Obras Completas de Sarmiento, VIII Comentarios de la Constitución, Ed. Luz del Día, Buenos Aires, 1948, Prólogo, pág. 27 y Capítulo I, El Preámbulo, págs. 50/54).
Las consideraciones precedentes conducen a la conclusión de aquello que adelantamos al comienzo en el sentido de reconocer que el texto constitucional y su interpretación y acatamiento no es patrimonio exclusivo del Poder Judicial, dentro del cual la Corte Suprema de Justicia de la Nación sin duda es el intérprete último en el caso concreto pero no el único cuando se trata de adecuar el ordenamiento jurídico infraconstitucional al mandato constituyente. En el ámbito del Poder Legislativo las directrices del Preámbulo, en los términos expuestos, y la disposición del art. 75, inc. 32 de la Constitución Nacional, en cuanto refiere a la facultad del Congreso a hacer todas las leyes y reglamentos para poner en ejercicio no sólo los poderes que dicha norma le atribuye sino todos los otros concedidos por la Constitución al Gobierno de la Nación Argentina, otorgan un marco adecuado de habilitación para que en la materia que nos ocupa el Congreso de la Nación se sienta obligado a dar una respuesta legislativa excepcional para satisfacer desde lo institucional las consecuencias que nacen de lo dispuesto en el art. 75, inc. 22, y con el fin preciso de proteger al Estado argentino de eventuales responsabilidades en el orden internacional.
21) Que, en consecuencia, la declaración de nulidad de las leyes 23.521 y 23.492 (Leyes de Obediencia Debida y de Punto Final) encuentra sustento en la interpretación de la Constitución Nacional y de los Tratados de Derechos Humanos que ha efectuado el Congreso de la Nación al tiempo de debatir el alcance de sus facultades ante una situación excepcional. En efecto, en su condición de poder constituido alcanzado por las obligaciones nacidas a la luz de los tratados y jurisprudencia internacional en la materia, estando en juego la eventual responsabilidad del Estado argentino y con el fin último de dar vigencia efectiva a la Constitución Nacional, ha considerado oportuno asumir la responsabilidad institucional de remover los obstáculos para hacer posible la justiciabilidad plena en materia de delitos de lesa humanidad, preservando para el Poder Judicial el conocimiento de los casos concretos y los eventuales efectos de la ley sancionada.
22) Que en la cuestión sub examine, y por los argumentos precedentemente desarrollados, tiene especial aplicación la doctrina según la cual los actos públicos se presumen constitucionales en tanto y en cuanto, mediante una interpretación razonable de la Constitución, puedan entenderse armonizados con sus disposiciones. El principio de división de poderes y la regla según la cual no debe suponerse en los titulares de los poderes de gobierno la intención de conculcar el texto constitucional conducen al principio de presunción de constitucionalidad. Por tal razón ha sido doctrina reiterada de esta Corte entender que las leyes deben ser interpretadas de la manera “que mejor concuerde con las garantías, principios y derechos consagrados en la Constitución Nacional. De manera que solamente se acepte la que es susceptible de objeción constitucional cuando ella es palmaria, y el texto discutido no sea lealmente susceptible de otra concordante con la Carta Fundamental…” (Fallos: 200:180 y sus citas, entre otros). Consecuencia del principio enunciado es que “cuando las previsiones legales son lo suficientemente amplias como para abarcar ciertas materias que están dentro del legítimo ámbito de la competencia del congreso y otras que escapan a él, los jueces, a fin de permitir la vigencia y asegurar la validez de la ley, deben interpretarla restrictivamente, aplicándola sólo a las materias comprendidas dentro de la esfera que es propia del Poder Legislativo siempre que la norma interpretada lo consienta…En otras palabras: toda vez que respecto de una ley quepan dos interpretaciones jurídicamente posibles, ha de acogerse la que preserva, no la que destruye (Fallos: 247:387 y sus citas). Y ello ya que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha establecido “que los derechos fundados en cualquiera de las cláusulas de la Constitución Nacional tienen igual jerarquía, por lo que la interpretación de ésta debe armonizarlas, ya sea que versen sobre los llamados derechos individuales o sobre atribuciones estatales…” (Fallos: 264:94 y sus citas, entre muchos otros). Por lo expuesto, es doctrina reiterada de la Corte que “la declaración de inconstitucionalidad de una ley es un acto de suma gravedad institucional y debe ser considerada como una ultima ratio de orden jurídico (Fallos: 249:51 y sus citas, entre muchos otros).
II. Examen de las leyes.
23) Que la ley 23.492, conocida como ley de punto final, introdujo una cláusula especial de extinción de la acción penal por la presunta participación en cualquier grado en los delitos previstos en el art. 10 de la ley 23.049.
El texto es el siguiente: art. 1° “Se extinguirá la acción penal respecto de toda persona por su presunta participación en cualquier grado, en los delitos del art. 10 de la ley 23.049, que no estuviere prófugo, o declarado en rebeldía, o que no haya sido ordenada su citación a prestar declaración indagatoria, por tribunal competente, antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley”.
Al poco tiempo, 4 de junio de 1987 fue aprobada, la ley 23.521, conocida como Ley de Obediencia Debida. El art. 1° establecía que: “Se presume sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por los delitos a que se refiere el art. 10, punto 1 de la ley 23.049 por haber obrado en virtud de obediencia debida.
La misma presunción será aplicada a los oficiales superiores que no hubieran revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria si no se resuelve judicialmente, antes de los treinta días de promulgación de esta ley, que tuvieron capacidad decisoria o participaron en la elaboración de las órdenes”.
24) Que, así la ley de obediencia debida estableció como presunción iuris et de iure que quienes a la fecha de comisión del hecho ilícito hubieran revestido como oficiales, suboficiales y/o personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de Seguridad, Policiales o Penitenciarias, no eran punibles por los delitos indicados en el art. 10 de la ley 23.049 entendiendo que los autores habrían obrado en virtud de obediencia debida.
La mencionada ley fue impugnada de inconstitucional, ante diferentes tribunales federales del país, y planteada ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación quien en el año 1987, en la causa “Camps” (Fallos: 310:1162), declaró la validez constitucional de la ley 23.521, constitucionalidad luego convalidada en precedentes posteriores, así como la de la ley de punto final (Fallos: 311:401, 816, 890, 1085 y 1095; 312:111; 316:532 y 2171 y 321:2031, entre otros).
25) Que el juez Bacqué, votó en disidencia en dicha causa al declarar la inconstitucionalidad de la ley de obediencia debida. En lo que respecta al art. 1° de la ley 23.521 consideró que establecer sin admitir prueba en contrario que las personas mencionadas en ella actuaron en un estado de coerción y en la imposibilidad de inspeccionar las órdenes recibidas, vedaba a los jueces de la Constitución toda posibilidad de acreditar si las circunstancias fácticas mencionadas por la ley (estado de coerción e imposibilidad de revisar órdenes) existían, conculcando el principio de división de poderes pues, el Congreso carecía de facultades, dentro de nuestro sistema institucional, para imponer a los jueces una interpretación determinada de los hechos sometidos a su conocimiento en una “causa” o “controversia” preexistente a la ley en cuestión, ya que de otra forma el Poder Legislativo se estaría arrogando la facultad de resolver definitivamente respecto de las “causas” o “controversias” mencionadas. Por ello, entendió difícil encontrar una violación más evidente de principios fundamentales que la ley 23.521, toda vez que en cualquier disposición que inhabilite al Poder Judicial para cumplir con su obligación constitucional de juzgar significa, además de un desconocimiento de la garantía individual de ocurrir ante los tribunales, una manifiesta invasión en las prerrogativas exclusivas del Poder Judicial.
Fue concluyente en señalar que el art. 1° de la ley 23.521 era contrario también a la garantía del debido proceso que asegura la defensa en juicio de la persona y de los derechos, a través del dictado de una resolución judicial (arts. 1°, 94, 95 y 100, en su anterior redacción, de la Constitución Nacional).
Señaló que aún en la hipótesis que la disposición examinada fuera considerada como una ley de amnistía, ningún efecto tenía para borrar su invalidez respecto a delitos como la tortura. Recordó que una larga tradición histórica y jurisprudencial ha considerado que la finalidad primordial de la amnistía alcanza sólo a los delitos políticos, en consecuencia quedaban excluidos de sus beneficios los delitos de características atroces.
Señaló que el deber de obedecer a un superior no es extensible a hechos de ilegalidad manifiesta y menos aún a conductas aberrantes. Recordó que ya el derecho romano excluía de toda excusa a la obediencia debida frente a hechos atroces, y que son muchos los textos, cuya redacción definitiva proviene del período post-clásico o Justiniano, que limitaban la obediencia debida a los delitos quae non habent atrocitatem facinoris, lo cual podía traducirse, en el sentido de hechos que carezcan de la atrocidad correspondiente al delito grave (con cita de Digesto, Ley 43, Libro 24, Título II, pr. 7; Digesto, Libro 44, Título 7, pr. 20. Digesto, Libro 50, Título 17, pr. 157, entre otros). Recuerda que a partir de tales fuentes los glosadores y post glosadores – Baldo, Accursio, Bártolo, Odofredo- negaron a los delitos gravísimos el deber de obediencia por parte de los subordinados. Por otra parte tales soluciones no sólo alcanzaban a la obediencia doméstica del siervo y del filuis familiae, sino que se extendían a la obediencia a los magistrados.
Respecto a las órdenes impartidas en la esfera de la función, recuerda a Odofredo para quien, existía la obligación de obedecer el mandato ilegítimo, excepto que el hecho ordenado fuera atroz. De este modo la atrocidad del hecho aparecía como indicador del conocimiento de ilicitud que, entonces, no puede ignorar el subordinado.
Así, por ese camino se llega a la opinión de Gandino, en el cual ya no se menciona el carácter atroz del hecho, sino si el mandato, está abiertamente contra la ley o es dudoso. Por su parte Grocio, siguiendo la tradición de la filosofía clásica, estima que si existiendo duda no resulta, empero, posible la abstención de todo actuar, es preciso inclinarse por lo que aparezca como el mal menor, y en el caso de la guerra, la desobediencia constituye el mal menor frente al homicidio, sobre todo de un gran número de inocentes.
En cuanto al derecho canónico – parafrasea a San Agustín- aun en el campo militar, es obligatorio desobedecer a las órdenes contrarias a la ley divina. En sentido coincidente la Constitución Gaudiun et spes del Concilio Vaticano II, n° 79, luego de afirmar la obligatoriedad del derecho natural de gentes y sus principios fundamentales, señala que los actos que se oponen deliberadamente a tales principios, y las órdenes que mandan tales actos, son criminales, y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan (con cita de “Documentos de Vaticano II”, B.A.C. Madrid. MCMLXXII, pág. 282).
Señala que los lineamientos de la ecolástica cristiana y de la tradición jurídica formada a su amparo, han sido prolongados en el derecho penal liberal, acentuando el nivel de la propia responsabilidad en la obediencia, inclusive la militar, declarando punibles los delitos cometidos por el mandato superior, siempre que la ilegitimidad de éste fuera por completo manifiesta, criterio seguido por las constituciones de fines del siglo XIX, y principios que se mantienen vigentes hasta la era contemporánea (considerando 34).
Agregó que el art. 18 de la Constitución Nacional al establecer que: “…Quedan abolidos para siempre…toda especie de tormento y los azotes…”, constituía una valla infranqueable para la validez de la ley bajo examen pues “…este mandato constitucional forma parte de las convicciones éticas fundamentales de toda comunidad civilizada, que no puede permitir la impunidad de conductas atroces y aberrantes, como lo es la tortura”.
26) Que el suscripto comparte y hace suyas las enjundiosas consideraciones del juez Bacqué en la causa “Camps”, que lo llevaron a declarar la inconstitucionalidad de la ley de la obediencia debida, con sustento en que las presunciones iuris et de iure por ella establecidas implicaron la invasión por parte del Poder Legislativo de funciones propias del Poder Judicial (art. 116 de la Constitución Nacional).
Del mismo modo, en cuanto señaló que el art. 18 al abolir cualquier clase de tormentos impedía el dictado de tal norma respecto de delitos graves y aberrantes; y así como que esa ley vulneraba el principio de igualdad (art. 16 de la Constitución Nacional).
En efecto, su sanción implicó dejar sin protección bienes jurídicos elementales de determinados habitantes, como la vida y la libertad, a diferencia de los bienes jurídicos del resto de la población, quedando sin castigo la muerte y otros delitos contra miles de individuos en un período de tiempo cierto – desde 1976 a 1983- construyendo así una especial categoría de personas que no tenían derecho a la protección del más sagrado de los bienes como la vida humana.
27) Que, en cuanto a la ley 23.492, conocida como de Punto Final, no hay dudas que debe ser considerada una ley de amnistía encubierta, no sólo por el fin para “consolidación de la paz social y reconciliación nacional” invocado por el P.E.N. para sancionarla, sino por cuanto por otras características la alejan claramente del instituto de prescripción y la asimilan a una anmistía.
En efecto, la extinción de la acción penal prevista en la ley 23.492 estaba condicionada a que algo no ocurriera dentro de cierto plazo (el procesamiento en un caso, la citación a indagatoria en otro), si tal circunstancia ocurría, el hecho quedaba regido por el mismo sistema normativo que habría tenido si la ley no hubiera sido sancionada. Pero si se cumplía la condición negativa de no ser procesado o citado a prestar declaración indagatoria durante el plazo de 60 días, la acción penal quedaba extinguida. De esta manera la ley quedó limitada para hechos del pasado no aplicable a casos futuros, lo que la pone dentro del ámbito de la amnistía.
28) Que, por otra parte, el exiguo plazo de prescripción, más que reflejar la pérdida del interés social por el paso del tiempo -objetivo fundamental de la prescripción-, o la imposibilidad material de colectar pruebas, tendió a impedir la persecución de delitos respecto de los cuales no había disminuido el interés social, sino que, por el contrario se había acrecentado.
Además el plazo de sesenta días, irrazonablemente se apartó del principio de proporcionalidad que rige al instituto de la prescripción, en cuanto a que corresponde mayor plazo cuanto más grave es el delito (art. 62 Código Penal). Alejándose del criterio de otros países, que ante hechos similares – cometidos por el aparato estatal- tendieron a ampliarlos para hacer materialmente asequible la investigación (Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Caso K. – H.W vs. Alemania, parágraf. 111, sentencia del 22 de marzo de 2001).
29) Que, además, las leyes 23.492 y 23.521, por otra parte, desconocieron todo rol a las víctimas y a sus familiares de acudir a los tribunales a solicitar el esclarecimiento y sanción penal de los responsables. Eso los obligó a conformarse con caminos alternativos, como buscar el reconocimiento de derecho “a la verdad”, a la identificación de cadáveres, indemnizaciones, pero se les desconoció toda legitimidad para reclamar judicialmente sanciones penales a los responsables, pese a ser los afectados directos.
III. El marco de análisis general de los Derechos Humanos
30) Que este análisis de las mencionadas normas pone en evidencia que con ellas se ha pretendido liberar de responsabilidad a quienes cometieron los delitos previstos en el art. 10 de la ley 23.049 entre los cuales se encuentra, como en el caso, la desaparición forzada de personas, a pesar de que tales actos han sido analizados en la causa y calificados como crímenes contra la humanidad consistentes en la privación ilegal de la libertad, doblemente agravada, por mediar violencia y amenazas, reiterada en dos oportunidades en concurso real, la que, a su vez, concurriría materialmente con tormentos graves por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos en dos oportunidades en concurso real entre sí (conf. decisión del juez de primera instancia confirmada por la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de esta Capital Federal). Por ello, corresponde examinar si es posible en el marco general de la protección de los derechos humanos vigente en la comunidad universal convalidar leyes que protegen la comisión de tal tipo de actos.
31) Que la Carta de la ONU marca el nacimiento de un nuevo derecho internacional y el final del viejo paradigma -el modelo de Wesfalia- difundido tres siglos antes tras el final de la anterior guerra europea de los treinta años. Representa un auténtico pacto social internacional -histórico y no metafórico, acto constituyente efectivo y no mera hipótesis teórica o filosófica- por medio del cual el derecho internacional se transforma estructuralmente, dejando de ser un sistema práctico, basado en tratados bilaterales inter pares, y convirtiéndose en un auténtico ordenamiento jurídico supraestatal: ya no es un simple pactum asociationis, sino además, un pactum subiectionis. En el nuevo ordenamiento pasan a ser sujetos de derecho internacional no solo los estados, sino también los individuos y los pueblos (Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías: la ley del más débil, Madrid, Ed. Trota, 1999, pág. 145; en similar sentido ver también Lea Brilmayer, International Law in American Courts: A Modest Proposal, 100 The Yale Law Journal, 2277, 2297; 1991 y el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre El efecto de las reservas sobre la entrada en vigencia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (arts. 74 y 75), Opinión Consultiva OC-2/82, serie A N° 2, del 24 de septiembre de 1982, párrafo 29).
32) Que desde esta perspectiva de la protección de los derechos humanos, el primer parágrafo del preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos – del 10 de diciembre de 1948- ha postulado el reconocimiento de la dignidad inherente y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. Asimismo, el art. 1 dispone que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Las cláusulas concernientes a la protección de los derechos humanos insertas en la Declaración se sustentan, además, en la Carta de las Naciones Unidas que en su art. 55, inc. c, dispone que dicha organización promoverá el respeto universal de los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y libertades y en su art. 56 prescribe que todos los Miembros se comprometen a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los propósitos consignados en el art. 55. Tales disposiciones imponen la responsabilidad, bajo las condiciones de la Carta, para cualquier infracción sustancial de sus disposiciones, especialmente cuando se encuentran involucrados un modelo de actividad o una clase especial de personas (conf. Ian Brownlie, Principles of Public International Law, Oxford, Clarendon Press, 1966, pág. 463).
33) Que estas declaraciones importaron el reconocimiento de los derechos preexistentes de los hombres a no ser objeto de persecuciones por el Estado. Esta necesaria protección de los derechos humanos a la que se han comprometido los estados de la comunidad universal no se sustenta en ninguna teoría jurídica excluyente. En realidad, sus postulados sostienen que hay principios que determinan la justicia de las instituciones sociales y establecen parámetros de virtud personal que son universalmente válidos independientemente de su reconocimiento efectivo por ciertos órganos o individuos, lo cual no implica optar por excluyentes visiones iusnaturalistas o positivistas. La universalidad de tales derechos no depende pues de un sistema positivo o de su sustento en un derecho natural fuera del derecho positivo (conf. Carlos Santiago Nino, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Buenos Aires, Ed. Paidós, 1984, pág. 24). El sistema internacional de protección de los derechos humanos se ha constituido con un objetivo claro que va más allá de las diversas pretensiones de fundamentación para la punición contra crímenes aberrantes y que afectan la misma condición humana. Esta concepción del derecho internacional procura excluir ciertos actos criminales del ejercicio legítimo de las funciones estatales (Bruno Simma y Andreas L. Paulus, The responsibility of individuals for human rights abuses in internal conflicts: a positivist view, 93 American Journal of International Law 302, 314; 1999) y se fundamenta, esencialmente, en la necesaria protección de la dignidad misma del hombre que es reconocida en la declaración mencionada y que no se presenta exclusivamente a través del proceso de codificación de un sistema de derecho positivo tipificado en el ámbito internacional.
34) Que también la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado (ver sentencia del caso Velásquez Rodríguez, serie C N° 4, del 29 de julio de 1988, párrafo 165) que la primera obligación asumida por los Estados Partes, en los términos del art. 1.1. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos es la de “respetar los derechos y libertades” reconocidos en la Convención. El ejercicio de la función pública tiene límites dados por los derechos humanos que son atributos inherentes a la dignidad humana y, en consecuencia, superiores al poder del Estado. La Comisión Interamericana recordó que en otra ocasión había puntualizado que “la protección de los derechos humanos, en especial de los derechos civiles y políticos recogidos en la Convención, parte de la afirmación de la existencia de ciertos atributos inviolables de la persona humana que no pueden ser legítimamente menoscabados por el ejercicio del poder público. Se trata de esferas individuales que el Estado no puede vulnerar o en los que sólo puede penetrar limitadamente. Así, en la protección de los derechos humanos, está necesariamente comprendida la noción de la restricción al ejercicio del poder estatal (La expresión ‘leyes’ en el art. 30 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, Opinión Consultiva OC-6/86 del 9 de mayo de 1986. Serie A N° 6, párr. 21)”, aspectos que también fueron considerados por la Corte Interamericana en la sentencia Castillo Petruzzi, Serie C N° 52, del 30 de mayo de 1999).
IV. El sostenimiento histórico y constitucional del derecho de gentes
35) Que este sistema de protección de los derechos humanos de los individuos se sostiene en principios que se encuentran en los orígenes del derecho internacional y que – de algún modo- lo trascienden pues no se limitan al mero ordenamiento de las relaciones entre las entidades nacionales sino que también atienden a valores esenciales que todo ordenamiento nacional debe proteger independientemente de su tipificación positiva. El estudio del recurso extraordinario planteado por la querella se enhebra con estos presupuestos básicos que, en el actual estado del desarrollo de la ciencia jurídica, influyen en la actuación misma de esta Corte a la hora de considerar el ámbito de su competencia para decidir respecto de un crimen de lesa humanidad.
36) Que corresponde señalar que desde comienzos de la Edad Moderna se admitían una serie de deberes de los estados en sus tratos que eran reconocidos por las naciones civilizadas como postulados básicos sobre los cuales debían desarrollarse las relaciones internacionales, sin perjuicio de la observación del derecho de gentes que corresponde a cada una de las naciones en su interior (iure gentium…intra se) (Francisco Suárez, Las Leyes – De Legibus-, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1967, pág. 190, II, c. 19, n° 8; también citado por John P. Doyle, Francisco Suárez on The Law of Nations, en Religion and International Law (Mark W. Janis y Carolyn Evans eds.), La Haya, Martinus Nijhoff Publications, 1999, pág. 110 y nota 105 y Johanes Messner, Ética social, política y económica a la luz del derecho natural, Madrid, Rialp, 1967, pág. 442 y nota 202). Se trataba, en el léxico de aquel tiempo, de probar – mediante un método a posteriori- el derecho natural que debía regir entre las naciones que se hallaban, con cierto grado de probabilidad, entre las más civilizadas en el orden jurídico universal (Grocio, Le droit de la guerre et de la paix, Paris, Guillaumin, 1867, Tomo I, L. I. Cap. I. parr. XII, pág. 87 y Michael P. Zuckert, Natural Rights and the New Republicanism, Princeton, Princeton University Press, 1998), pauta sostenida en los principios fundamentales de justicia que no pueden quedar restringidos solamente a las leyes de la guerra (Juicio de Wilhelm List y otros, Tribunal Militar de los Estados Unidos en Nüremberg, United Nations War Crimes Comission, Law Reports of Trials on War Criminals, vol. VIII, 1949, pág. 49).
37) Que el derecho de gentes importaba un sistema complejo estructurado a partir de principios generales del derecho y de justicia, igualmente adaptable para el gobierno de los individuos en un estado de igualdad natural, y para las relaciones y conductas entre las naciones, basado en una colección de usos y costumbres, en el crecimiento de la civilización y del comercio y en un código de leyes convencionales y positivas. Dicho concepto suponía una suerte de moralidad básica a la que debía atarse la conducta de las naciones entre sí y con relación a sus habitantes que se estructuraba en un ordenamiento jurídico y ético que iba más allá de los sistemas internos positivos entonces existentes. Los elementos obligatorios del derecho de gentes no podían ser violados por la legislación positiva, eran vinculantes para todos, las legislaturas no debían prevalecer sobre ellos y el orden jurídico se entendía como declarativo de tales derechos preexistentes (Emerich de Vattel, Le droit des gens ou principes de la loi naturelle appliqués a la conduite et aux affaires des nations et des souverains, París, Guillaumin -ed. orig. 1758- 1863, t. I, LXVIII, y Steward Jay, Status of the Law of Nations in Early American Law, 42 Vanderbilt Law Review 1989, 819, 827). En este sentido, George Nichols señalaba en la convención ratificatoria del estado de Virginia que el derecho de gentes (law of nations) no había sido decretado por ninguna nación en particular; que no había algo así como un particular derecho de gentes, sino que el derecho de gentes era permanente y general. Era superior a cualquier acto o ley de cualquier nación; implicaba el consentimiento de todas ellas, y era mutuamente vinculante con todas, entendiéndose que era para común beneficio de todas (The Debates in the Several State Conventions on the Adoption of the Federal Constitution, editado por Jonathan Elliot, Filadelfia, J.B. Lippincott Company, 1901, t. III, pág. 502).
38) Que la importancia de esa tradición jurídica fue recogida por el art. 102 de la Constitución Nacional (el actual art. 118) en cuanto dispone que todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República esta institución. La actuación de estos juicios se hará en la misma provincia donde se hubiere cometido el delito; pero cuando éste se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el Derecho de Gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio.
39) Que la vinculación con tales principios implica, como se advierte, la continuación de una tradición jurídica sustancial que ha sido conformadora del moderno sistema de derecho internacional. Se trata de una copia casi textual del art. 117 de la Constitución de Venezuela que también se refería al derecho de gentes en el art. 71. Asimismo, los Estados Unidos de América habían reconocido la importancia de ese tipo de reclamos en la Alien Tort Claims Act que integraba la Judiciary Act de 1789 (capit. 20, parr. 9, b) y en el art. III, secc. 2ª, parr. 3, de la constitución norteamericana. También era compartida esta visión por el principal doctrinario del common law en el siglo XVIII en cuanto sostenía que “el derecho de las naciones es un sistema de reglas, deducible por la razón natural, y establecido por consentimiento universal entre los habitantes civilizados de la tierra; para decidir todas las disputas, regular todas las ceremonias y protocolos, y para asegurar la observancia de la justicia y de la buena fe en aquel trato que debe frecuentemente suceder entre dos o más estados independientes y los individuos pertenecientes a cada uno de ellos” (Blackstone, Commentaries on the Laws of England, Chicago, Callaghan, 1899, T. I – correspondiente al libro IV- pág. 1262).
40) Que la especial atención dada al derecho de gentes por la Constitución Nacional de 1853 – derivada en este segmento del proyecto de Gorostiaga- no puede asimilarse a una mera remisión a un sistema codificado de leyes con sus correspondientes sanciones, pues ello importaría trasladar ponderaciones y métodos de interpretación propios del derecho interno que son inaplicables a un sistema internacional de protección de derechos humanos. En efecto, desde sus mismos orígenes se ha considerado que la admisión de la existencia de los delitos relacionados con el derecho de gentes dependía del consenso de las naciones civilizadas, sin perjuicio, claro está, de las facultades de los diversos estados nacionales de establecer y definir los delitos castigados por aquel derecho (ver en tal sentido Joseph Story, Commentaries on the Constitution of the United States, Boston, Hilliard, Gray and Company, 1833, Vol III, cap. XX, 1154 a 1158; también James Kent, Commentaries on American Law, Vol. I, parte I, New York, Halsted, 1826, especialmente caps. I, II y IX).
41) Que, en estos casos en que queda comprometida la dignidad humana de las personas – sometidas a persecuciones provenientes de una organización criminal sustentada en la estructura estatal- corresponde atender a una interpretación dinámica de dicha cláusula constitucional para responder – en el estado de avance cultural actual- a los requerimientos de un debido castigo para aquellos que cometen crímenes contra el delito de gentes (conf. arg. Fallos: 322:2735, considerandos 6° y 9° y 315:952, considerando 3°). A la luz de lo expresado, corresponde concluir que la Constitución Nacional de 1853 reconoció la supremacía de ese derecho de gentes y en ese acto lo incorporó directamente con el consiguiente deber de su aplicación correspondiente por los tribunales respecto a los crímenes aberrantes que son susceptibles de generar la responsabilidad individual para quienes los hayan cometido en el ámbito de cualquier jurisdicción. Por consiguiente, a la fecha de la institución de los principios constitucionales de nuestro país el legislador lo consideraba como preexistente y necesario para el desarrollo de la función judicial.
42) Que la existencia de esta regla de conducta entre las naciones y la conformación de un derecho de gentes aplicable también para la protección de los derechos humanos individuales se vislumbra en Juan B. Alberdi en cuanto señalaba que “el derecho internacional de la guerra como el de la paz, no es…el derecho de los beligerantes; sino el derecho común y general del mundo no beligerante, con respecto a ese desorden que se llama la guerra, y a esos culpables, que se llaman beligerantes; como el derecho penal ordinario no es el derecho de los delincuentes, sino el derecho de la sociedad contra los delincuentes que la ofenden en la persona de uno de sus miembros. Si la soberanía del género humano no tiene un brazo y un poder constituido para ejercer y aplicar su derecho a los Estados culpables que la ofenden en la persona de uno de sus miembros, no por eso deja ella de ser una voluntad viva y palpitante, como la soberanía del pueblo que ha existido como derecho humano antes que ningún pueblo la hubiese proclamado, constituido y ejercido por leyes expresas” (Juan B. Alberdi, El crimen de la guerra, cap. II, n° IX pub. en Obras Selectas – edición de Joaquín V. González-, Buenos Aires, Lib. La Facultad, 1920, T. XVI, pág. 48). Asimismo Alberdi hacía hincapié en la necesaria vinculación entre el derecho interno y las normas del derecho internacional humanitario en cuanto puntualizaba que “el derecho de gentes no será otra cosa que el desorden y la iniquidad constituidos en organización permanente del género humano, en tanto que repose en otras bases que las del derecho interno de cada Estado. Pero la organización del derecho interno de un Estado es el resultado de la existencia de ese Estado, es decir, de una sociedad de hombres gobernados por una legislación y un gobierno común, que son su obra. Es preciso que las naciones de que se compone la Humanidad formen una especie de sociedad o de unidad, para que esa unión se haga capaz de una legislación o de un gobierno más o menos común” (ob. cit. pág. 190).
43) Que, asimismo, este Tribunal ha reconocido en diversas ocasiones la importancia de esta incorporación del derecho de gentes al sistema institucional de nuestro país que no queda limitado, pues, a la exclusiva consideración de las normas locales y que se encuentra, por el contrario, interrelacionado con este sistema de convivencia general de las naciones entre sí que supone, en definitiva, la protección de derechos humanos básicos contra delitos que agravian a todo el género humano. Importaba, en resumidas cuentas, el reconocimiento declarativo de la existencia de ese conjunto de valores superiores a las que debían subordinarse las naciones por su mera incorporación a la comunidad internacional (ver, en diversos contextos, los precedentes de Fallos: 2:46; 19: 108; 62:60; 98:338; 107:395; 194:415; 211:162; 238:198; 240: 93; 244:255; 281:69; 284:28; 311:327; 312:197; 316:965; 318: 108; 319:2886; 322:1905; 323:2418; 324:2885).
V. Sobre la evolución del derecho de gentes, la aceptación del ius cogens y las obligaciones que de él emergen
44) Que, por otro lado, el derecho de gentes se encuentra sujeto a una evolución que condujo a un doble proceso de reconocimiento expreso y de determinación de diversos derechos inherentes a la dignidad humana que deben ser tutelados de acuerdo con el progreso de las relaciones entre los estados. Desde esta perspectiva se advierte que los crímenes del derecho de gentes se han modificado en número y en sus características a través de un paulatino proceso de precisión que se ha configurado por decisiones de tribunales nacionales, por tratados internacionales, por el derecho consuetudinario, por las opiniones de los juristas más relevantes y por el reconocimiento de un conjunto de normas imperativas para los gobernantes de todas las naciones; aspectos todos ellos que esta Corte no puede desconocer en el actual estado de desarrollo de la comunidad internacional.
45) Que, por consiguiente, la consagración positiva del derecho de gentes en la Constitución Nacional permite considerar que existía – al momento en que se produjeron los hechos investigados en la presente causa- un sistema de protección de derechos que resultaba obligatorio independientemente del consentimiento expreso de las naciones que las vincula y que es conocido actualmente – dentro de este proceso evolutivo- como ius cogens. Se trata de la más alta fuente del derecho internacional que se impone a los estados y que prohíbe la comisión de crímenes contra la humanidad incluso en épocas de guerra. No es susceptible de ser derogada por tratados en contrario y debe ser aplicada por los tribunales internos de los países independientemente de su eventual aceptación expresa. Estas normas del ius cogens se basan en la común concepción – desarrollada sobre todo en la segunda mitad del siglo XX- en el sentido de que existen conductas que no pueden considerarse aceptables por las naciones civilizadas.
46) Que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (ver informe n° 62/02, caso 12.285 Michael Domíngues v. Estados Unidos del 22 de octubre de 2002) ha definido el concepto de ius cogens en el sentido de que deriva de conceptos jurídicos antiguos de “un orden superior de normas jurídicas que las leyes del hombre o las naciones no pueden contravenir” y “como normas que han sido aceptadas, sea expresamente por tratados o tácitamente por la costumbre, como para proteger la moral pública en ellas reconocidas”. Su principal característica distintiva es su “relativa indelebilidad”, por constituir normas del derecho consuetudinario internacional que no pueden ser dejadas de lado por tratados o aquiescencia, sino por la formación de una posterior norma consuetudinaria de efecto contrario. Se considera que la violación de esas normas conmueve la conciencia de la humanidad y obligan – a diferencia del derecho consuetudinario tradicional- a la comunidad internacional como un todo, independientemente de la protesta, el reconocimiento o la aquiescencia (párrafo 49, con cita de CIDH, Roach y Pinkerton c. Estados Unidos, Caso 9647, Informe Anual de la CIDH 1987, párrafo 5).
47) Que antes de la comisión de los delitos investigados ya la discusión entre reconocidos publicistas respecto al carácter obligatorio del ius cogens había concluido con la transformación en derecho positivo por obra de la Conferencia codificadora de Viena, reunida en 1968 en primera sesión (conf. el artículo contemporáneo a tales debates de Pedro Antonio Ferrer Sanchís, Los conceptos “ius cogens” y “ius dispositivum” y la labor de la Comisión de Derecho Internacional en Revista Española de Derecho Internacional, segunda época, vol. XXI, n° 4, octubre-diciembre 1968, 763, 777). En efecto, la unánime aceptación del ius cogens es evidenciado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho de los Tratados, Viena, 26 de marzo al 29 de mayo de 1968, U.N. Doc. A/Conf. 39/11 (conf. Cherif Bassiouni, Crimes against Humanity in International Criminal Law, 2a. ed., La Haya, Kluwer Law International, 1999, pág, 217, nota 131). La Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados aprobada el 23 de mayo de 1969 (ratificada por la ley 19.865) dispone en el art. 53 – cuyo título es “Tratados que estén en oposición con una norma imperativa de derecho internacional general (ius cogens)”- que “es nulo todo tratado que, en el momento de su celebración, esté en oposición con una norma imperativa de derecho internacional general. Para los efectos de la presente Convención, una norma imperativa de derecho internacional general es una norma aceptada y reconocida por la comunidad internacional de Estados en su conjunto como norma que no admite acuerdo en contrario y que sólo puede ser modificada por una norma ulterior de derecho internacional general que tenga el mismo carácter”.
Estas normas del ius cogens, sin embargo, no son una gratuita creación de la Comisión de Derecho Internacional – creada en cumplimiento de la resolución 174 (II) de la Asamblea General de las Nacionales Unidas del 21 de noviembre de 1947)- ya que la presencia en el seno de esa institución de juristas representativos de los principales sistemas jurídicos del mundo contemporáneo que dieron su aprobación unánime a ese texto es índice de que las normas imperativas de derecho internacional general son generalmente aceptadas y reconocidas como válidas (Julio Ángel Juncal, La norma imperativa de derecho internacional general (“ius cogens”): los criterios para juzgar de su existencia, en LA LEY, 132-1200; 1968) y la existencia de ese orden público internacional es, desde luego, anterior a la entrada en vigencia de ese tratado en cada uno de los países que lo han ratificado en sus respectivos órdenes nacionales porque, por naturaleza, preexiste a su consagración normativa en el orden positivo.
48) Que esta doctrina relacionada con obligaciones internacionales de un rango superior que prevalecen sobre las normas legales nacionales existía ya antes de la Segunda Guerra Mundial y posteriormente recibió el apoyo de diversos publicistas de derecho internacional en el sentido de que la prohibición de ciertos crímenes internacionales reviste el carácter de ius cogens de modo que se encuentra no sólo por encima de los tratados sino incluso por sobre todas las fuentes del derecho (Arnold D. MCNair, The law of Treaties, 213-24, 1951 y Gerald Fitzmaurice, The General Principles of International Law Considered from the Standpoint of the Rule of Law, 92 Recueil des Cours de l’Academie de La Haye 1, 1957; citados por M. Cherif Bassiouni, Crimes against Humanity in International Criminal Law, pág. 218 y Karen Parker y Lyn Beth Neylon, jus cogens: Compelling the Law of Human Rights, 12 Hastings International and Comparative Law Review, 411; 1989).
49) Que el ius cogens también se encuentra sujeto a un proceso de evolución que ha permitido incrementar el conjunto de crímenes de tal atrocidad que no pueden ser admitidos y cuya existencia y vigencia opera independientemente del asentimiento de las autoridades de estos estados. Lo que el antiguo derecho de gentes castigaba en miras a la normal convivencia entre Estados (enfocado esencialmente hacia la protección de los embajadores o el castigo de la piratería) ha derivado en la punición de crímenes como el genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad (M. Cherif Bassiouni, International Crimes: Jus cogens and Obligatio Erga Omnes, 59 Law and Contemporary Problems, 56; 1996; Antonio Cassese, International Law, Londres, Oxford University Press, reimp. 2002, págs. 138 y 370, y Zephyr Rain Teachout, Defining and Punishing Abroad: Constitutional limits of the extraterritorial reach of the Offenses Clause, 48 Duke Law Journal, 1305, 1309; 1999).
El castigo a ese tipo de crímenes proviene, pues, directamente de estos principios surgidos del orden imperativo internacional y se incorporan con jerarquía constitucional como un derecho penal protector de los derechos humanos que no se ve restringido por alguna de las limitaciones de la Constitución Nacional para el castigo del resto de los delitos. La consideración de aspectos tales como la tipicidad y la prescriptibilidad de los delitos comunes debe ser, pues, efectuada desde esta perspectiva que asegura tanto el deber de punición que le corresponde al Estado Nacional por su incorporación a un sistema internacional que considera imprescindible el castigo de esas conductas como así también la protección de las víctimas frente a disposiciones de orden interno que eviten la condigna persecución de sus autores.
VI. Sobre las fuentes del delito de lesa humanidad
50) Que resulta pues necesario determinar cuáles son las fuentes del derecho internacional para verificar si los delitos denunciados en la causa revisten el carácter de delitos de lesa humanidad para examinar el alcance del deber de punición que corresponde en estos casos respecto de los acusados y si revisten el carácter de imprescriptibles de los delitos a los que se dirige el objetivo de ese acuerdo entre dos o más personas.
51) Que para el conocimiento de las fuentes de este derecho internacional debe atenderse fundamentalmente a lo dispuesto por el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia que establece en su art. 38 que “esta Corte, cuya función es decidir de acuerdo con el derecho internacional aquellas disputas que le sean sometidas, aplicará:
a. Las convenciones internacionales, generales o particulares, que establezcan reglas expresamente reconocidas por los estados en disputa;
b. La costumbre internacional, como evidencia de la práctica general aceptada como derecho;
c. Los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas;
d. Con sujeción a las disposiciones del art. 49, las decisiones judiciales de los publicistas más altamente cualificados de varias naciones, como instrumentos subsidiarios para la determinación de las reglas del derecho”.
52) Que los crímenes contra la humanidad habían sido considerados ya en el Prólogo a la Convención de La Haya de 1907 en cuanto se señalaba que hasta que se haya creado un más completo código de leyes de la guerra, las Altas Partes Contratantes consideran conveniente declarar que en casos no incluidos en las regulaciones adoptadas por ellas, los habitantes y beligerantes quedan bajo la protección y la regla de los principios del derecho de las naciones (law of nations), como resultan de los usos establecidos entre los pueblos civilizados, de las leyes de la humanidad, y los dictados de la conciencia pública (un lenguaje similar había sido usado en el punto 9 del preámbulo de la Convención de la Haya de 1899 y posteriormente fue utilizado en los Protocolos I y II de 1977 de la Cuarta Convención de Ginebra).
53) Que el art. 6 (c) del Estatuto del Tribunal Militar Internacional para la Persecución de los Mayores Criminales de Guerra para el Teatro Europeo – según la Carta de Londres del 8 de agosto de 1945- definía como crímenes contra la humanidad al homicidio, exterminación, esclavización, deportación, y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, antes o durante la guerra, o persecuciones basadas en fundamentos políticos, raciales o religiosos, en ejecución o en conexión con cualquier crimen dentro de la jurisdicción del Tribunal, sea o no en violación del derecho doméstico del país en que hayan sido perpetrados.
54) Que las conductas consideradas en las leyes impugnadas se refieren a los denominados crímenes contra la humanidad “cuyo presupuesto básico común – aunque no exclusivo- es que también se dirigen contra la persona o la condición humana y en donde el individuo como tal no cuenta, contrariamente a lo que sucede en la legislación de derecho común nacional, sino en la medida en que sea miembro de una víctima colectiva a la que va dirigida la acción”. Tales delitos se los reputa como cometidos “…contra el ‘derecho de gentes’ que la comunidad mundial se ha comprometido a erradicar, porque merecen la sanción y la reprobación de la conciencia universal al atentar contra los valores humanos fundamentales” (considerandos 31 y 32 del voto del juez Bossert en Fallos: 318:2148).
55) Que la falta de un aparato organizado de punición respecto de los estados nacionales no implica que deba omitirse el castigo de los crímenes contra la humanidad, porque precisamente una de las características peculiares en la persecución de estos crímenes consiste en que, en diversas ocasiones, no es posible su represión efectiva ante la ausencia de un marco nacional de punición que ha quedado insertado en un proceso político en el cual las mismas personas que cometieron tales hechos impiden, de un modo u otro, la búsqueda de la verdad y el castigo de los responsables. La protección de tales derechos humanos – y el establecimiento de la Carta misma- supone la inexistencia de mecanismos suficientes para proteger los derechos de los habitantes de la comunidad universal.
56) Que la calificación de los delitos contra la humanidad no depende de la voluntad de los Estados nacionales sino de los principios del ius cogens del Derecho Internacional (conf. arg. Fallos: 318:2148, considerando 4°), lo que pone en evidencia que sea plenamente aplicable el sistema de fuentes del derecho propio de aquéllos.
57) Que, de acuerdo con lo expresado, las fuentes del derecho internacional imperativo consideran como aberrantes la ejecución de cierta clase de actos y sostienen que, por ello, esas actividades deben considerarse incluidas dentro del marco normativo que procura la persecución de aquellos que cometieron esos delitos. Es posible señalar que existía, a la fecha de comisión de los actos precisados un orden normativo – formado por tales convenciones y por la práctica consuetudinaria internacional- que consideraba inadmisible la comisión de delitos de lesa humanidad ejecutados por funcionarios del Estado y que tales hechos debían ser castigados por un sistema represivo que no necesariamente se adecuara a los principios tradicionales de los estados nacionales para evitar la reiteración de tales aberrantes crímenes.
VII. Sobre el deber de punición del Estado
58) Que la integración entre estos principios recibidos por la comunidad internacional para la protección de los derechos inherentes a la persona con el sistema normativo de punición nacional fue una de las pautas básicas sobre la que se construyó todo el andamiaje institucional que impulsó a la Convención Constituyente de 1994 a incorporar los tratados internacionales como un orden equiparado a la Constitución Nacional misma (art. 75, inc. 22). En efecto, allí se señaló expresamente que lo que se pretendía establecer “es una política constitucional, cual es la de universalizar los derechos humanos, reconocer los organismos supranacionales de solución de conflictos como lo son la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos y promover opiniones consultivas de la Corte Interamericana, para que informe sobre el alcance de las normas consagradas en el Pacto, así como también sobre leyes y disposiciones conforme a sus propias resoluciones para asegurar que estén en armonía con el Poder Ejecutivo…La historia nacional y universal ha probado que cuando los estados nacionales violan los derechos humanos, esto sólo puede revertirse por la presencia coactiva de organismos internacionales que aseguren el respeto de los mismos. Los derechos consagrados internamente se convierten en letra muerta cuando el Estado nacional decide no cumplirlos” (Convencional Alicia Oliveira en la 22ª Reunión, 3ª. Sesión ordinaria del 2 de agosto de 1994 de la Convención Constituyente de 1994, Diario de Sesiones, T. III, pág. 2861); (conf. considerando 11 de la disidencia del juez Maqueda respecto de la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Cantos en la Resolución/2003 Expte. 1307/2003, Administración General del 21 de agosto de 2003).
59) Que el art. 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone que toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la Convención, aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus funciones oficiales. Asimismo, el art. 8 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dispone que “toda persona tiene derecho ‘a un recurso efectivo’, ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución o por la ley” (en similar sentido el art. 2.2. y 3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos), (ver en tal sentido lo señalado por la Comisión Interamericana en Monseñor Oscar Romero, caso 11.481).
60) Que de lo expresado resulta que se ha conformado un sistema de protección de los derechos humanos que tiene dos facetas.
En primer lugar, la profundización de una incorporación al orden positivo de los derechos humanos que venía desarrollándose desde fines de la Segunda Guerra Mundial. El reconocimiento de tales derechos fue precisado mediante la Convención Constituyente de 1994 por la incorporación de tales tratados que establecían de un modo inequívoco lo que ya era reconocido por el derecho de gentes incorporado por el entonces art. 102 de la Constitución Nacional (hoy art. 118).
Por otra parte, ambos pactos establecían el derecho de los afectados en sus derechos humanos a lograr el acceso a la justicia mediante un sistema de recursos en el orden nacional y con la conformación de un tribunal internacional destinado, precisamente, a reparar los incumplimientos de los estados miembros respecto a la tutela de los derechos humanos y a la reparación de los daños causados por su violación en el ámbito interno.
61) Que la reforma constitucional de 1994 reconoció la importancia del sistema internacional de protección de los derechos humanos y no se atuvo al principio de soberanía ilimitada de las naciones. Sus normas son claras en el sentido de aceptar – como principio ya existente en ese momento- la responsabilidad de los estados al haber dado jerarquía constitucional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que ya se encontraban vigentes al momento de la sanción de las leyes 23.492 y 23.521. Correlativamente la negativa a la prosecución de las acciones penales contra los crímenes de lesa humanidad importa, de modo evidente, un apartamiento a esos principios e implica salir del marco normativo en el que se han insertado las naciones civilizadas especialmente desde la creación de la Organización de las Naciones Unidas. La incorporación de estos derechos al derecho positivo universal desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos y las subsecuentes convenciones de protección de diversos derechos humanos han supuesto el reconocimiento de este carácter esencial de protección de la dignidad humana.
62) Que al momento de la sanción de las mencionadas leyes existía un doble orden de prohibiciones de alto contenido institucional que rechazaba toda idea de impunidad respecto de los Estados Nacionales. Por un lado, un sistema internacional imperativo que era reconocido por todas las naciones civilizadas y, por otra parte, un sistema internacional de protección de los derechos humanos constituido, en el caso, por la Convención Americana sobre Derechos Humanos (aprobada el 1° de marzo de 1984 por ley 23.054 poco tiempo antes de la sanción de las leyes cuestionadas) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Esas dos fuentes consideraban inequívocamente que el delito de desaparición forzada de personas cometido por funcionarios de un Estado quedaba incluido en la categoría de los delitos de lesa humanidad y que las convenciones vigentes al momento de la sanción de las leyes impugnadas impedían que el Estado argentino dispusiera medidas que impidieran la persecución penal tendiente a averiguar la existencia del delito, la tipificación de la conducta examinada y, eventualmente, el castigo de los responsables de los crímenes aberrantes ocurridos durante el período citado.
63) Que la no punición se enfrenta, además, con el derecho de las víctimas o de los damnificados indirectos a lograr la efectiva persecución penal de los delitos de lesa humanidad. Representa la victoria de los regímenes autoritarios sobre las sociedades democráticas. Consagrar la protección de los criminales de lesa humanidad supone, al mismo tiempo, dar una licencia eventual a los futuros criminales. Los eventuales óbices procesales respecto a la ausencia de planteo en la instancia extraordinaria de este tipo de cuestiones por la querella resulta irrelevante a la hora de examinar el marco de la imprescriptibilidad de la cuestión porque la esencia misma de los crímenes de lesa humanidad impide considerar que tales delitos puedan considerarse soslayados por el mero hecho de que la querella no continúe con la denuncia formulada en tal sentido.
64) Que este Tribunal, en oportunidad de pronunciarse en el caso “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492 -LA LEY, 1992-C, 543-) sostuvo que la interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Se trata de una insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su competencia y, en consecuencia, también para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos (conf. considerando 15 del voto del juez Maqueda en la causa “Videla, Jorge Rafael” y considerando 15 del voto del juez Maqueda en la causa “Hagelin, Ragnar Erland”, Fallos: 326:2805 y 3268 -LA LEY, 2003-F, 955-, respectivamente).
65) Que corresponde, pues, examinar el modo en que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha precisado las obligaciones de los estados en relación a los deberes de investigación y de punición de delitos aberrantes, entre los que se encuentran indudablemente los delitos aludidos en el art. 10 de la ley 23.049. En este sentido, el mencionado tribunal ha señalado en reiteradas ocasiones que el art. 25 en relación con el art. 1.1. de la Convención Americana, obliga al Estado a garantizar a toda persona el acceso a la administración de justicia y, en particular, a un recurso rápido y sencillo para lograr, entre otros resultados, que los responsables de las violaciones de los derechos humanos sean juzgados y obtener una reparación del daño sufrido.
En particular ha impuesto las siguientes obligaciones:
a. El principio general que recae sobre los estados de esclarecer los hechos y responsabilidades correspondientes que debe entenderse concretamente como un deber estatal que asegure recursos eficaces a tal efecto (Barrios Altos, Serie C N° 451, del 14 de marzo de 2001, considerando 48, y Velásquez Rodríguez, 29 de julio de 1988, considerandos 50 a 81);
b. Deber de los estados de garantizar los derechos de acceso a la justicia y de protección judicial (Loayza Tamayo, Serie C N° 33, del 17 de septiembre de 1997, considerando 57 y Castillo Páez, del 27 de noviembre de 1988, considerando 106);
c. La obligación de identificar y sancionar a los autores intelectuales de las violaciones a los derechos humanos (Blake, del 22 de noviembre de 1999, considerando 61);
d. La adopción de las disposiciones de derecho interno que sean necesarias para asegurar el cumplimiento de la obligación incluida en el art. 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Loayza Tamayo, Serie C N° 42, del 27 de noviembre de 1998, considerando 171, Blake, considerando 65, Suárez Rosero, Serie C N° 35, del 12 de noviembre de 1997, considerando 80, Durand y Ugarte, Serie C N° 68, del 16 de agosto de 2000, considerando 143);
e. La imposición de los deberes de investigación y sanción a los responsables de serias violaciones a los derechos humanos no se encuentra sujeta a excepciones (Suárez Rosero, parr. 79; Villagrán Morales, Serie C N° 63, del 19 de noviembre de 1999, considerando 225, Velázquez, parr. 176);
f. La obligación de los estados miembros de atender a los derechos de las víctimas y de sus familiares para que los delitos de desaparición y muerte sean debidamente investigados y castigados por las autoridades (Blake, parr. 97, Suárez Rosero, considerando 107, Durand y Ugarte, considerando 130, Paniagua Morales, del 8 de marzo de 1998, considerando 94, Barrios Altos, parr. 42, 43, y 48).
En particular, ha destacado que el art. 25 “constituye uno de los pilares básicos, no sólo de la Convención Americana, sino del propio Estado de Derecho en una sociedad democrática en el sentido de la Convención” (caso Castillo Páez, sentencia del 3 de noviembre de 1997, parr. 82 y 83; Caso Suárez Rosero, sentencia del 12 de noviembre de 1997, párr. 65, Caso Paniagua Morales y otros, sentencia del 8 de marzo de 1998, parr. 164 y Caso Loayza Tamayo, Reparaciones, sentencia del 27 de noviembre de 1998, párr. 169). El ejercicio discrecional en la acusación que es válido bajo la ley doméstica puede no obstante quebrantar las obligaciones internacionales de un Estado (ver Diane F. Orentlicher, Settling Accounts: The Duty to Prosecute Human Rights Violations of a Prior Regimen, 100 The Yale Law Journal, 2537, 2553; 1991).
Debe tenerse en cuenta que la misma Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado en el caso Blake, considerando 66 que la desaparición forzada o involuntaria constituye una de las más graves y crueles violaciones de los derechos humanos, pues no sólo produce una privación arbitraria de la libertad sino que pone en peligro la integridad personal, la seguridad y la propia vida del detenido. Además, le coloca en un estado de completa indefensión, acarreando otros delitos conexos. De ahí la importancia de que el Estado tome todas las medidas necesarias para evitar dichos hechos, los investigue y sancione a los responsables y además informe a los familiares el paradero del desaparecido y los indemnice en su caso.
66) Que, en consecuencia, los estados nacionales tienen el deber de investigar las violaciones de los derechos humanos y procesar a los responsables y evitar la impunidad. La Corte Interamericana ha definido a la impunidad como “la falta en su conjunto de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena de los responsables de las violaciones de los derechos protegidos por la Convención Americana” y ha señalado que “el Estado tiene la obligación de combatir tal situación por todos los medios legales disponibles ya que la impunidad propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos y la total indefensión de las víctimas y sus familiares” (conf. casos Castillo Páez, Serie C N° 43, párrafos 106 y 107 y Loayza Tamayo, Serie C N° 42, párrafos 169 y 170, ambos del 27 de noviembre de 1998). Esta obligación corresponde al Estado siempre que haya ocurrido una violación de los derechos humanos y que esa obligación debe ser cumplida seriamente y no como una formalidad (Casos El Amparo, Reparaciones, párr. 61 y Suárez Rosero, Reparaciones, Serie C N° 44, del 20 de enero de 1999, párr. 79).
67) Que es necesario tener en cuenta que las Observaciones formuladas por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas con arreglo al párrafo 4 del art. 5 del Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos habían precisado, con anterioridad a la sanción de las leyes 23.492 y 23.521, que los Estados Parte del mencionado Pacto existían obligaciones respecto a la desaparición y muerte de personas. En este sentido se instaba a adoptar medidas inmediatas y eficaces para determinar los hechos y para someter a la justicia a toda persona que se comprueba que haya sido responsable de la muerte de las víctimas; [Quinteros v. Uruguay (Comunicación 107/1981), ICCPR, A /38/40 (21 de julio de 1983) 216 en los párrafos 15 y 16; Baboeram v. Surinam (146/1983 y 148 – 154/1983), ICCPR, A/40/40 (4 de abril de 1985) párrafo 16; Barbato v. Uruguay (84/1981) (R. 21/84), ICCPR, A 38/40 (21 de octubre de 1982) párrafos 10 y 11].
VIII. Negación de la obediencia debida.
68) Que así las leyes de punto final y obediencia debida, son incompatibles con diferentes cláusulas de nuestra Constitución Nacional (arts. 16, 18, 116). Pero la invalidez de tales leyes también proviene de su incompatibilidad con diversos tratados internacionales de derechos humanos suscriptos por el Estado argentino, pues al momento de sancionarse las leyes 23.492 y 23.521 el orden jurídico argentino otorgaba primacía a los tratados por sobre las leyes del Congreso (art. 27 Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, suscripta el 27 de enero de 1980).
69) Que, la Convención Americana de Derechos Humanos, antes de la sanción de las leyes establecía que “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida…” y a que este derecho sea “…protegido por la ley…” y a que “Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente” (art. 4); el derecho a la integridad física y a no “ser sometido a torturas” (art. 5°) así como el derecho a la “libertad personal” (art. 7°).
Por dicha convención el Estado se comprometió a “Adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades” (art. 2°), así como respetarlos y garantizarlos (art. 1°).
70) Que, por su parte, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, también vigente en el derecho interno al tiempo de sanción de esas leyes, además de establecer iguales derechos al tratado interamericano, a través de los arts. 2.1 y 14.1 el Estado argentino también asumió la obligación de garantía y la protección de las garantías judiciales a las que se refieren los arts. 1.1. y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
71) Que, la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes, estableció el deber del Estado de perseguir esa clase de delitos, así como el deber de imponer penas adecuadas (art. 4.2), y la imposibilidad de que pueda “invocarse una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública como justificación de la tortura” (art. 2.3). El principio de buena fe obligaba al Estado argentino a obrar conforme a los fines allí establecidos.
72) Que, consecuentemente, la sanción y vigencia de las leyes 23.492 y 23.521, en tanto impedían llevar adelante las investigaciones necesarias para identificar a los autores y partícipes de graves delitos perpetrados durante el gobierno de facto (1976-1983) y aplicarles las sanciones penales correspondientes, resultaban claramente violatorias de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y del Pacto Internacional de Derecho Civiles y Políticos.
73) Que en tal sentido, resultan insoslayables las opiniones emitidas por los órganos interpretativos de tales tratados de derechos humanos, específicamente en materia de prescripción, amnistía y obediencia debida, respecto a esta clase de crímenes.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos” consideró “que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (CIDH. Caso Barrios Altos, sentencia del 14 de marzo de 2001, párr. 41).
La trascendencia de este último precedente radica además en que la Corte Interamericana declara la invalidez misma de la ley de amnistía, y no su mera inaplicabilidad a un caso concreto llevado a sus estrados, y no sólo alude a amnistías, sino también “disposiciones de prescripción y excluyentes de responsabilidad”.
74) Que, por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el informe 28/92, al analizar las leyes de obediencia debida y de punto final y del decreto de indulto 1002/89 concluyó que las leyes 23.492 y 23.521 como el decreto 1002/89 eran incompatibles con el art. 18 (Derecho de Justicia) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y los arts. 1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
75) Que las Naciones Unidas, en el informe conocido como “Joinet”, señalan que la obediencia debida no puede exonerar a los ejecutores de su responsabilidad penal; a lo sumo puede ser considerada como circunstancia atenuante (Principio 29). La prescripción no puede ser opuesta a los crímenes contra la humanidad (Principio 24), y la amnistía no puede ser acordada a los autores de violaciones en tanto las víctimas no hayan obtenido justicia por la vía de un recurso eficaz (Principio 25) (U.N. E/CN. 4/Sub. 2/1997/20/Rev. 1).
Por su parte el Comité de Derechos Humanos, creado por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, específicamente al referirse al caso argentino sostuvo que la ley de punto final y de obediencia debida y el indulto presidencial de altos oficiales militares, son contrarios a los requisitos del Pacto, pues niegan a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante el período del gobierno autoritario de un recurso efectivo, en violación de los arts. 2 y 9 del Pacto (Comité de Derechos Humanos, Observaciones Finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina, 5/04/95, CCPR/C/79/Add. 46; A/50/40, párr. 144-165). También ha señalado que pese “a las medidas positivas tomadas recientemente para reparar injusticias pasadas, incluida la abolición en 1998 de la Ley de obediencia debida y la Ley de punto final,…Las violaciones graves de los derechos civiles y políticos durante el gobierno militar deben ser perseguibles durante todo el tiempo necesario y con toda la retroactividad necesaria para lograr el enjuiciamiento de sus autores” (Observaciones finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina. 03/11/2000 CCPR/CO/70/ARG).
Más recientemente el Comité de Derechos Humanos sostuvo que “en los casos en que algún funcionario público o agente estatal haya cometido violaciones de los derechos reconocidos en el Pacto, los Estados no podrán eximir a los autores de responsabilidad jurídica personal, como ha ocurrido con ciertas amnistías y anteriores inmunidades. Además, ningún cargo oficial justifica que se exima de responsabilidad jurídica a las personas a las que se atribuya la autoría de estas violaciones. También deben eliminarse otros impedimentos al establecimiento de la responsabilidad penal, entre ellos la defensa basada en la obediencia a órdenes superiores o los plazos de prescripción excesivamente breves, en los casos en que sean aplicables tales prescripciones” (Comité de Derechos Humanos, Observación General N° 31, Naturaleza de la obligación jurídica general impuesta a los estados parte en el Pacto, aprobada en la 2187a sesión, celebrada el 29 de marzo de 2004, págs. 17 y 18).
En sentido coincidente, el Comité contra la Tortura declaró que las leyes de punto final y obediencia debida eran incompatibles con las obligaciones del Estado argentino bajo la Convención (casos n° 1/1988, 2/1988 – O.R.H.M. y M.S. c/ Argentina).
76) Que de lo expuesto surge claramente que las leyes de “punto final” y “obediencia debida” dirigidas a procurar la impunidad de crímenes contra la humanidad, frente al derecho internacional al que el Estado se encontraba vinculado resultaban ineficaces. Por otra parte, el mismo criterio es el que se ha seguido en otras jurisdicciones importantes. Punto en el que concuerda también la doctrina más renombrada en la materia.
77) Que el Estatuto del Tribunal de Nüremberg en el art. 8 expresa que: “El hecho que el acusado haya actuado siguiendo órdenes de su gobierno o de un superior no lo libera de su responsabilidad, sin perjuicio de que ello puede ser considerado para mitigar la pena…”.
La importancia de este Estatuto, es que el mismo tomó características universales al ser receptado por las Naciones Unidas mediante resolución 95 (11/12/46), y representó un cambio sustancial en la materia, ya que era la primera vez que se distinguía entre crímenes contra la paz, crímenes de guerra, y crímenes contra la humanidad, pudiendo ser acusados los individuos aun cuando alegaran haber actuado como funcionarios del Estado. Su criterio fue seguido en el art. 5° del Proyecto de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, del art. 2 (3) de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, por el art. VIII de la Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas; y el art. 4° de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura.
Además, el mencionado Estatuto ha sido seguido por todos los tribunales ad hoc constituidos a instancia de las Naciones Unidas para investigar los delitos de lesa humanidad cometidos por diferentes autoridades gubernamentales con anterioridad a la constitución de la Corte Penal Internacional. Así el Estatuto Internacional para Rwanda (art. 6°); el Estatuto del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia (art. 7).
78) Que en términos similares está redactado el art. 33 del Estatuto de la Corte Penal Internacional, vigente en nuestro país a partir de su aprobación (ley 25.390) y que rige para hechos cometidos con posterioridad a su creación.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló respecto a un guardia del muro de Berlín que ejecutó las órdenes de matar a individuos que intentaron cruzarlo. El ex soldado esgrimió que él era parte de un sistema militar sujeto a una absoluta disciplina y obediencia jerárquica y que había sido objeto de un previo e intenso adoctrinamiento político. El tribunal europeo señaló que ni aun un mero soldado podía obedecer ciegamente órdenes que implicaban infligir, no sólo normas de derecho interno, sino principios básicos de derechos humanos internacionalmente reconocidos. A tal fin recordó los principios afirmados en la Resolución 95 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, conocidas como los “Principios de Nüremberg” que señalan que el acusado que actuó en cumplimiento de una orden no queda librado de responsabilidad (TEDH Caso K.-H.W vs. Alemania, Sentencia del 22 de marzo de 2001).
79) Que en Estados Unidos, desde antiguo la jurisprudencia ha rechazado la innovación de obediencia debida para justificar actos manifiestamente ilícitos. Así en el caso “United States v. Bright” la Corte expresaba que “…la orden de un oficial superior para quitar la vida de los ciudadanos, o invadir la santidad de sus casas y privarlo de sus bienes, no debería proteger al inferior contra los cargos por tales delitos en los tribunales de este país” (24 F. Cas. 1232 -C.C.D. pág. 1809- n° 14647). Ver: United States v. Barrone 1 U.S.465, 467 (1804).
También resultan elocuentes, otros casos judiciales de EE.UU, Alemania e Israel, que han sido analizados por el juez Bacqué en la causa “Camps” (considerando 35) (Fallos: 310:1162).
Las mismas ideas fueron sustentadas en los momentos iniciales de nuestra organización nacional como lo revela el debate de la ley 182 del Congreso de la Confederación, donde ya se señalaba que “…para garantizar al ciudadano contra los avances del poder, es preciso que los ejecutores tengan también una pena”. También resulta elocuente la nota explicativa de Carlos Tejedor al art. 4° del Título III del Código Penal de 1870, donde cita como fuente la antigua doctrina que distinguían los crímenes atroces de los ligeros, y en cuanto a que la orden no justificaba a aquel que cometía delitos atroces (considerando 37 y 34 voto de juez Bacqué, en causa “Camps” con cita de Rodolfo Moreno “El Código Penal y sus antecedentes” t. 2, Buenos Aires, 1922 págs. 268/269).
80) Que en cuanto a la doctrina internacional, el “Proyecto Princeton sobre Jurisdicción Internacional” elaborado por integrantes de la Comisión Internacional de Juristas y la Asociación Americana de Juristas, establecen los principios básicos que deberían servir de guía para la persecución internacional o nacional respecto de graves crímenes contra el derecho de gentes como los de lesa humanidad (Principio 2°). Entre ellos se señala que la invocación de un cargo oficial no libra al acusado de su responsabilidad personal sobre tales hechos (5); se prohíbe la aplicación de términos de prescripción de la acción penal (6°), y se señala que las leyes de amnistía son incompatibles con el deber internacional que tienen los estados de perseguir a los perpetradores de tales crímenes (7.1 y 7.2).
Por su parte Bassouni señala que del elevado estatus de tales crímenes deriva la carga de extraditarlos, la imprescriptibilidad de la acción penal, el desconocimiento de inmunidades a los jefes de Estado, y el rechazo de la invocación de “obediencia de órdenes superiores” como causa de justificación (M. Cheriff Bassiouni; “Accountability for International Crime and Serious Violation of Fudamental Human Rights”, 59 Law & Contemporary Problems 63, 69 – autumn 1996).
En el mismo sentido Orentlicher señala que constituye un principio universalmente aceptado que los individuos acusados de graves violaciones a los derechos individuales nunca deben ser exonerados con sustento en que obedecían órdenes, sin perjuicio de que tal circunstancia pueda ser tomada en cuenta para la mitigación de la pena. Con respecto a las leyes de amnistía, expresa que salvo en casos de extrema necesidad y en que estén en juego los intereses esenciales del Estado, nunca tendrán virtualidad para desconocer las obligaciones internacionales del Estado, ni aun cuando ello genere malestar militar (Orentlicher Diane, “Settling Acounts: The Duty to Prosecute Human Rights Violations of a Prior Regime. The Yale Law Journal, vol 100:2537, págs. 2596/2598 [1991]).
81) Que también se ha sostenido que aun cuando históricamente la amnistía ha sido asociada a conceptos como la paz y la compasión, ella fue explotada por los perpetradores de graves crímenes para lograr impunidad. Por ello tales exoneraciones resultan incompatibles con el deber internacional que tienen los estados de investigar; de modo que éstos siguen obligados a perseguir y sancionar tales crímenes aunque para ello sea necesario anular tales amnistías. Para el caso que se ponga en riesgo significativo los poderes del Estado, éste, ante tal emergencia, puede posponer esa obligación, la cual deberá ser cumplida cuando el peligro haya pasado (Geoffrey Robertson “Crimes Aganst Humanity”, Cap: The Limits of Amnesty, págs. 256/265, The New Press New York, 2000).
82) Que, en síntesis, las leyes de punto final y de obediencia debida son inconstitucionales conforme a todas las consideraciones expuestas.
IX. Principio de legalidad
83) Que lo hasta aquí expresado en modo alguno implica desconocer el principio nullum crimen sine lege por cuanto la conducta materia de juzgamiento, al momento de los hechos, no sólo estaba prevista en el derecho internacional – incorporada mediante el art. 118 de la Constitución Nacional-, sino que también constituía un delito para el Código Penal argentino.
Cabe tener presente que la persecución de crímenes contra el derecho de gentes sobre la base de la ley interna de cada Estado no es un criterio nuevo, dado que fue adoptado en la mayoría de los procesos seguidos ante cortes de diversos países que juzgaron crímenes de esa naturaleza. Así se ha procedido en los Estados Unidos en el caso United States v. Calley (22 U.S.C.M.A. 534, December 21, 1973). En Israel en el caso Eichmann y en Grecia en el juicio seguido a la junta militar que gobernó ese país hasta el año 1974 (Ratner, Steven R. y Abrams, Jason “Accountability for Human Rights Atrocities in International Law: Beyond the Nüremberg Legacy, pág. 168).
Por otra parte el encuadramiento de aquellas conductas investigadas en los tipos penales locales en modo alguno implica eliminar el carácter de crímenes contra la humanidad ni despojarlos de las consecuencias jurídicas que les caben por tratarse de crímenes contra el derecho de gentes.
84) Que, por lo expuesto, las conductas investigadas no sólo eran crímenes para la ley internacional y para tratados suscriptos por la República Argentina (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y Convención Americana sobre Derechos Humanos) sino que nuestro código preveía una clara descripción de la conducta así como su respectiva sanción, lo que implica preservar debidamente el principio de legalidad cuyo fin es que cualquiera que vaya a cometer un acto ilegal esté claramente advertido con anterioridad por la norma que esa conducta constituye un delito y su realización conlleva una pena.
Por su parte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos fue llamado para resolver la denuncia contra Alemania, por quienes fueron condenados en dicho país por el delito de homicidio, cometido contra aquellas personas que habían intentado cruzar el muro de Berlín que dividía dicha ciudad. Para ello los jueces habían ponderado que los condenados, en su carácter de altos funcionarios de la ex República Democrática Alemana habían sido los mentores de tal “plan de seguridad”, y los que impartieron las órdenes de aniquilamiento. Los tribunales rechazaron la justificación de que los acusados habían actuado amparados por reglamentaciones internas, al considerar que las conductas imputadas constituían flagrantes violaciones de derechos humanos.
Ante el Tribunal de Estrasburgo los ex funcionarios esgrimieron que fueron condenados por hechos que no constituían delitos al tiempo de su comisión para la ley alemana, y que consecuentemente su condena violaba los arts. 7°, 1° y 2° de la Convención europea que establecen el principio de legalidad y de irretroactividad de la ley penal.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos consideró que los tribunales alemanes no habían violado el art. 7 de la Convención, pues esta norma no podía ser interpretada para amparar acciones que vulneraban derechos humanos básicos, protegidos por innumerables instrumentos internacionales, entre ellos el art. 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Agregó que, la actuación de los tribunales alemanes era consistente con el deber que pesa sobre los estados de salvaguardar la vida dentro de su jurisdicción, utilizando para ello el derecho penal. Agregó que las prácticas de los funcionarios de la ex Alemania oriental infringieron valores supremos de jerarquía internacional. A la luz de todo ello el Tribunal Europeo de Derechos Humanos enfatizó que al momento que los reclamantes cometieron los actos materia de persecución, ellos constituían delitos definidos con suficiente accesibilidad y previsión por los tratados internacionales, y que el derecho a la vida y a la libertad se encontraban protegidos – entre otros- por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por la ex Alemania Democrática en el año 1974, con anterioridad a las acciones imputadas. Consecuentemente descartó la violación de los principios de legalidad e irretroactividad de la ley penal (Caso: Streletz, Kessler y Krentez Vs. Alemania, sentencia del 22 de marzo de 2001).
85) Que en cuanto a la objeción del recurrente de que sería contrario al principio de legalidad material, consagrado en el art. 18 de la Constitución Nacional, tomar en consideración una figura delictiva no tipificada en la legislación interna, como la desaparición forzada de personas.
Frente a ello cabe afirmar que el delito de desaparición forzada de personas se encontraba tipificado en distintos artículos del Código Penal argentino, pues no cabe duda que el delito de privación ilegítima de la libertad previsto en dicho código contenía una descripción lo suficientemente amplia como para incluir también, en su generalidad, aquellos casos específicos de privación de la libertad que son denominados “desaparición forzada de personas” (art. 141 y, particularmente, 142 y 144 bis).
86) Que, por otra parte, el crimen de la desaparición forzosa de personas fue tenido en cuenta para la creación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, mediante resolución 20 (XXXVI) del 29 de febrero de 1980, constituyó una actitud concreta de censura y repudio generalizados, por una práctica que ya había sido objeto de atención en el ámbito universal por la Asamblea General (resolución 33/173 del 20 de diciembre de 1978), por el Consejo Económico y Social (resolución 1979/38 del 10 de mayo de 1979) y por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías (resolución 5 B [XXXII]) del 5 de septiembre de 1979). También las resoluciones de la asamblea general n° 3450 (XXX; 9/12/75); la 32/128 (16/12/77); y 33/173 del 20 de diciembre de 1978.
87) Que, en el ámbito regional americano, la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos y la Comisión Interamericana se habían referido reiteradamente a la cuestión de las desapariciones para promover la investigación de tales situaciones y para exigir que se les ponga fin [AG/RES. 443 (IX-0/79) de 31 de octubre de 1979; AG/RES 510 (X-0/80) de 27 de noviembre de 1980; AG/RES. 618 (XII-0/82) de 20 de noviembre de 1982; AG/RES. 666 (XIII-0/83) del 18 de noviembre de 1983; AG/RES. 742 (XIV-0/84) del 17 de noviembre de 1984 y AG/RES. 890 (XVII-0/87) del 14 de noviembre de 1987; Comisión Interamericana de Derechos Humanos: Informe Anual, 1978, págs. 22-24a; Informe Anual 1980-1981, págs. 113-114; Informe Anual, 1982-1983, págs. 49-51; Informe Anual, 1985-1986, págs. 40-42; Informe Anual, 1986-1987, págs. 299-306 y en muchos de sus informes especiales por países como OEA/Ser.L/V/II.49, doc. 19, 1980 (Argentina); OEA/ Ser.L/V/II.66, doc. 17, 1985 (Chile) y OEA/Ser.L/V/II.66, doc. 16, 1985 (Guatemala)].
88) Que sobre la base de tales precedentes internacionales, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha rechazado la excepción de irretroactividad de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, respecto de delitos cometidos con anterioridad a su sanción, al considerar que aquellas conductas ya constituían delitos de lesa humanidad, repudiados por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos incluso en la década de los setenta (CIDH Caso de las Hermanas Serrano Cruz vs. El Salvador, Serie C N° 118, sentencia de 23 de noviembre de 2004, parágr. 104; ver también caso Velásquez Rodríguez, Serie C N° 4, del 29 de julio de 1988).
En conclusión, ya en el momento de los hechos investigados, el orden jurídico interno contenía normas internacionales que reputaban a la desaparición forzada de personas como crimen contra la humanidad.
Ello significa que aquellos tipos penales, en cuyas descripciones pudiera subsumirse la privación de la libertad que acompaña a toda desaparición forzada de personas, adquirieron, en esa medida, un atributo adicional – la condición de lesa humanidad, con las consecuencias que ello implica- en virtud de una normativa internacional que las complementó.
En este contexto la ratificación en años recientes de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas por parte de nuestro país sólo ha significado una manifestación más del proceso de codificación del preexistente derecho internacional no contractual.
89) Que, en síntesis, el reproche internacional respecto de tales delitos, así como el carácter de ius cogens de los principios que obligaban a investigarlos, con vigencia anterior a los hechos imputados, conllevan desestimar el planteo de supuesta violación al principio de irretroactividad y de legalidad.
X. Sobre la imprescriptibilidad
90) Que este sistema interamericano de protección de derechos humanos impone que las actuaciones dirigidas a investigar la verdad de lo ocurrido y a lograr la punición de los responsables de delitos aberrantes sean desarrolladas seriamente por los respectivos estados nacionales. En otros términos las actuaciones penales respectivas no pueden constituir procedimientos formales para superar – mediante puras apariencias- los requerimientos de la Convención Americana ni deben conformarse como métodos inquisitivos que importen la violación del derecho a defensa en juicio de los imputados.
Concretamente la Corte Interamericana ha afirmado en el caso Barrios Altos que “considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias, y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (Serie C N° 45, párrafo 41).
91) Que, sin perjuicio de ello, la calificación de delitos de lesa humanidad queda unida, además, con la imprescriptibilidad de este tipo de crímenes según resulta de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y contra la Humanidad, adoptada por la Asamblea de las Naciones Unidas, Resolución 2391 (XXIII) del 26 de noviembre de 1968 aprobada por la ley 24.584. Dicha regla también ha sido mantenida por el art. 29 del Estatuto de la Corte Penal Internacional. Tal decisión sobre la falta de un derecho a la prescripción se vincula, desde luego, con la simétrica obligación de los estados nacionales de adoptar las medidas tendientes a la persecución de este tipo de delitos aberrantes con la consiguiente obligación de no imponer restricciones, de fundamento legislativo, sobre la punición de los responsables de tales hechos.
92) Que los principios que, en el ámbito nacional, se utilizan habitualmente para justificar el instituto de la prescripción no resultan necesariamente aplicables en el ámbito de este tipo de delitos contra la humanidad porque, precisamente, el objetivo que se pretende mediante esta calificación es el castigo de los responsables dónde y cuándo se los encuentre independientemente de las limitaciones que habitualmente se utilizan para restrigir el poder punitivo de los Estados. La imprescriptibilidad de estos delitos aberrantes opera, de algún modo, como una cláusula de seguridad para evitar que todos los restantes mecanismos adoptados por el derecho internacional y por el derecho nacional se vean burlados mediante el mero transcurso del tiempo. El castigo de estos delitos requiere, por consiguiente, de medidas excepcionales tanto para reprimir tal conducta como para evitar su repetición futura en cualquier ámbito de la comunidad internacional.
93) Que desde esta perspectiva, las decisiones discrecionales de cualquiera de los poderes del Estado que diluyan los efectivos remedios de los que deben disponer los ciudadanos para obtener el castigo de tal tipo de delitos no resultan aceptables. De allí surge la consagración mediante la mencionada Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad de un mecanismo excepcional – pero al mismo tiempo imprescindible- para que esos remedios contra los delitos aberrantes se mantengan como realmente efectivos, a punto tal que la misma Convención dispone en su art. 1 que los crímenes de lesa humanidad son imprescripbles cualquiera sea la fecha en que se hayan cometido.
94) Que la relevancia de esa Convención como mecanismo para el logro de una efectiva persecución de los responsables de crímenes aberrantes surge, finalmente, también de la ley 25.778 que le ha conferido jerarquía constitucional en los términos del art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional, de modo que al deber de punición que corresponde a los tribunales en estos casos se aúna la presencia de una norma positiva de derecho internacional que consagra la imposibilidad de considerar extinguida la acción penal por prescripción respecto del delito denunciado en la causa.
95) Que, por lo expresado, la negativa de los apelantes a considerar el delito de desaparición forzada de personas como un delito de lesa humanidad (conf. fs. 31 del recurso extraordinario) resulta inadmisible a la luz de principios del ius cogens que imponen su represión por los órganos estatales y que permiten tipificar a ese delito como autónomo en el actual estado de avance de la ciencia jurídica. Asimismo, los fundamentos expresados revelan que ante la comprobación de una conducta de tales características se impone que este Tribunal intervenga para asegurar el deber de punición que corresponde al Estado argentino en virtud de lo dispuesto por el art. 118 de la Constitución Nacional y de los principios que emanan de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que, por consiguiente, impiden la aplicación de las normas ordinarias de prescripción respecto de un delito de lesa humanidad tal como lo dispone la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada por la ley 24.584 e incorporada con rango constitucional mediante la ley 25.778.
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación, se resuelve:
1.- Hacer lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos; declarar la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, y confirmar las resoluciones apeladas.
2.- Declarar la validez de la ley 25.779.
3.- Declarar, a todo evento, de ningún efecto las leyes 23.492 y 23.521 y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.
4.- Imponer las costas al recurrente (art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. – Juan C. Maqueda.
Voto del doctor Zaffaroni:
Considerando: Que el infrascripto coincide con los considerandos 1° a 11 del voto del juez Petracchi.
Las leyes 23.492 y 23.521 no pueden surtir efectos por imperio de normas de derecho internacional público.
12) Que esta Corte comparte el criterio del señor Procurador General en cuanto a que las leyes 23.492 y 23.521 fueron posteriores a la ratificación argentina de la Convención Americana y que conforme a las obligaciones asumidas por la República en ese acto, el Congreso Nacional estaba impedido de sancionar leyes que las violasen.
13) Que también entiende – en consonancia con el señor Procurador General- que conforme al criterio sostenido por este Tribunal en la causa “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492) las normas violadas integran el derecho interno, criterio reafirmado por la Convención Nacional Constituyente en 1994, expresamente sancionado por el inc. 22, del art. 75 de la Constitución Nacional, es decir, que por lo menos desde el citado fallo impera en la jurisprudencia de esta Corte el llamado criterio del “derecho único”. Tesis correcta, desde que su contraria, o sea, la llamada del “doble derecho”, según la cual la norma internacional obliga al Estado pero no constituye derecho interno, es hoy casi unánimemente rechazada por los internacionalistas, políticamente ha sido empleada para impedir la vigencia de Derechos Humanos en poblaciones coloniales, y lógicamente resulta aberrante, desde que siempre que hubiera contradicción entre el derecho interno y el internacional, obliga a los jueces a incurrir en un injusto (de derecho interno si aplica el internacional o de este último si aplica el interno). Dicho en otras palabras, los jueces, ante un supuesto de contradicción, conforme a la tesis contraria a la sostenida por esta Corte, deben optar entre el prevaricato o la complicidad en un injusto internacional del Estado.
14) Que conforme al criterio de aplicación obligada sostenido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos”, ratificado en todas las sentencias que cita el dictamen del señor Procurador General, las mencionadas leyes no pueden producir ningún efecto según el derecho internacional regional americano, pero además esas leyes también resultan violatorias del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, lo que importa que no sólo desconocen las obligaciones internacionales asumidas en el ámbito regional americano sino incluso las de carácter mundial, por lo cual se impone restarle todo valor en cuanto a cualquier obstáculo que de éstas pudiera surgir para la investigación y avance regular de los procesos por crímenes de lesa humanidad cometidos en territorio de la Nación Argentina.
Tal como lo señala el señor Procurador General, el derecho internacional también impone la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, consagrada primeramente por el derecho internacional consuetudinario y codificada en convenciones con posterioridad, conforme al criterio sostenido en la causa A.533.XXXVIII. “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/homicidio calificado y asociación ilícita y otros – causa n° 259- “. No existe problema alguno de tipicidad, pues se trata de casos de privación ilegal de libertad o ésta en concurso con torturas y con homicidios alevosos, es decir, de delitos que siempre merecieron las penalidades más graves de nuestras leyes positivas, y en cuanto a su calificación como crímenes de lesa humanidad, tampoco es discutible, desde que los más graves crímenes cometidos en la Segunda Guerra Mundial y juzgados conforme al Estatuto de Nürnberg fueron precisamente masivas privaciones ilegales de libertad seguidas de torturas y de homicidios alevosos.
Sin perjuicio de precisar más adelante algunos de estos conceptos, al único efecto de establecer lo que imponen las normas de derecho internacional (y también de derecho interno conforme a la mencionada tesis del derecho único), las anteriores consideraciones son suficientes para que esta Corte haga cesar cualquier efecto obstaculizante emergente de las leyes 23.492 y 23.521.
15) Que a efectos de cumplir con el mandato del derecho internacional, cabe observar que no basta con constatar que el Congreso Nacional sancionó leyes que violaban tratados internacionales y normas constitucionales, o sea, que el derecho internacional exige algo más que la mera declaración de inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521. En efecto: la clara jurisprudencia de “Barrios Altos” exige que ningún efecto de esas leyes pueda ser operativo como obstáculo a los procesos regulares que se llevan o deban llevarse a cabo respecto de las personas involucradas en los crímenes de lesa humanidad cometidos en la última dictadura militar.
Estos efectos están previstos en la ley 25.779.
16) Que conforme a esto, es menester declarar no sólo la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, sino también declararlas inexequibles, es decir, de ningún efecto. Por ello, sin perjuicio de que esta Corte, en función de mandatos de derecho interno y de derecho internacional, declare la inconstitucionalidad de las leyes cuestionadas y, más aún, declare expresamente que carecen de todo efecto que de ellas o de los actos practicados en su función, puedan emerger obstáculos procesales que impidan el cumplimiento de los mandatos del derecho internacional, no puede obviar que el propio Congreso Nacional sancionó la ley 25.779 que declara insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521, aplicando a su respecto las palabras que el texto constitucional reserva para los actos previstos en su art. 29, ley que forma parte del derecho positivo vigente.
17) Que si bien la ley 25.779 coincide con lo que en derecho debe resolver esta Corte, su texto escueto contrasta notoriamente con la extensión y dificultad de los problemas que plantea su alcance, el sentido que puede darse a sus palabras y su propia constitucionalidad, debiendo recordarse que casi todos los argumentos jurídicos que apoyan su constitucionalidad como los que la niegan han sido esgrimidos en ocasión del debate legislativo en ambas Cámaras del Congreso de la Nación. Cabe reconocer, en homenaje a los legisladores, que se trata de un debate donde, junto a aspectos puramente políticos, se han tratado con particular seriedad las cuestiones jurídicas.
El Congreso Nacional no está habilitado en general para anular leyes.
18) Que el primer y básico cuestionamiento a la ley 25.779 pone en tela de juicio la competencia del Congreso Nacional para declarar la nulidad insanable de una ley sancionada y derogada cinco años antes por él mismo (ley 24.952). Además se sostiene que reconocer esta competencia al Congreso, en el caso de leyes penales, implicaría violar garantías constitucionales (y las propias normas internacionales) que hacen a la seguridad jurídica, como la cosa juzgada y la irretroactividad de la ley penal (o la ultra actividad de la ley penal más benigna).
Por cierto que están lejanos los tiempos en que se afirmaba la omnipotencia del Parlamento inglés sosteniendo que “puede hacer hasta cosas que sean algo ridículas; puede hacer que Malta esté en Europa, hacer a una mujer un Corregidor o un Juez de Paz; pero no puede cambiar las leyes de la naturaleza, como hacer de una mujer un hombre o de un hombre una mujer” (Lord Holt, citado en: O. M. Wilson, Digesto de la Ley Parlamentaria, traducido del inglés con autorización del Senado y encargo de la Comisión de Revisión del Reglamento por A. Belin, Buenos Aires, 1877, pág. 195). Dejando de lado la cuestión geográfica y que hoy Malta forma parte de la Unión Europea, como también la misoginia repugnante de la frase y que por suerte hay muchas mujeres juezas, y que los avances de la técnica médica permiten superar lo otrora insuperable, lo cierto es que el extraordinario poder del Parlamento inglés proviene de su milenaria lucha con la monarquía, de la que cobró su potestad casi absoluta: “El poder y jurisdicción del Parlamento son tan grandes y tan trascendentales y absolutos, que no se considera tener límites en cuanto a causa alguna ni persona” (Op. et loc. cit.). Esto se explica porque el Parlamento inglés ejerce el poder constituyente mismo, lo que le habilitaba incluso a condenar y aplicar penas, entre otras cosas. Además, la legalidad era una cuestión siempre problemática en el derecho inglés, dada la vigencia general del Common Law y la potestad judicial de crear tipos penales. Pero esto también es historia en el propio derecho penal británico, pues domina el Statute Law y los jueces han perdido definitivamente el poder de crear tipos penales, tal como lo declaró formalmente la Cámara de los Lores en 1972 (Knuller Ltd. v. Director of Public Prosecutions, cit. en Cross and Jones, Introduction to Criminal Law, London, 1976, págs. 11-12).
Por lo que hace a los poderes tan amplios del Parlamento, en cuanto éste atravesó el Atlántico y se convirtió en el Poder Legislativo en una República, dejó de ejercer el poder constituyente, y la separación de poderes conforme a los pesos y contrapesos le estableció límites que no puede exceder, sin riesgo de que sus leyes no se apliquen por decisión de los jueces, que devienen controladores de estos límites. Este es el sentido del control difuso de constitucionalidad de origen norteamericano que inspira nuestra Constitución Nacional.
Además, es claro que el Poder Legislativo no puede ejercer la jurisdicción, más que en los casos y condiciones que la Constitución establezca y con los alcances y efectos previstos en ésta. En materia específicamente penal, la Constitución de los Estados Unidos prohíbe expresamente que el Congreso dicte sentencias, con la mención específica del llamado Bill of Atteinder (confr. Paschal, Jorge W., La Constitución de los Estados Unidos explicada y anotada, Trad. de Clodomiro Quiroga, Buenos Aires, 1888, pág. 463). Este es el límite que también parece violado por la ley 23.521, tal como lo señala el señor Procurador General en su dictamen, pues no se ha limitado a amnistiar, sino que, mediante el establecimiento de una pretendida presunción iuris et de iure de una causal de exclusión de delito, quiso declarar lícitos o exculpados los delitos cometidos, cuando ésta es una función exclusiva del Poder Judicial y por completo ajena a la incumbencia del legislador.
19) Que pretender que el Congreso Nacional tiene la potestad de anular cualquier ley penal importaría cancelar la retroactividad de la ley penal más benigna, acabar con su ultra actividad y, por consiguiente, desconocer la irretroactividad de la ley penal más gravosa. No sería menos riesgoso el desconocimiento de la cosa juzgada cuando, habiendo mediado procesos que, siguiendo su curso normal, hubiesen terminado en absolución, éstos fuesen revisables en función de las leyes penales pretendidamente anuladas. Por ende, en un análisis literal y descontextualizado de la ley 25.779, ésta no sería constitucionalmente admisible, aunque coincida en el caso con lo que en derecho corresponde resolver a esta Corte.
20) Que no es válido el argumento que quiere legitimar la ley 25.779 invocando el antecedente de la ley 23.040 de diciembre de 1983, referida al acto de poder número 22.924 de septiembre de ese mismo año, conocido como “ley de autoamnistía”. En realidad, esa llamada “ley” ni siquiera era una “ley de facto”, porque no podría considerarse tal una forma legal con contenido ilícito, dado que no era más que una tentativa de encubrimiento entre integrantes de un mismo régimen de poder e incluso de una misma corporación y del personal que había actuado sometido a sus órdenes. Cualquiera sea la teoría que se sostenga respecto de la validez de los llamados “decretos-leyes” o “leyes de facto” antes de la introducción del art. 36 vigente desde 1994, lo cierto es que éstos requieren un mínimo de contenido jurídico, que no podía tenerlo un acto de encubrimiento de unos integrantes de un régimen de facto respecto de otros o de algunos respecto de sí mismos. En rigor, la ley 23.040 era innecesaria, pues hubiese sido absurdo que los jueces tuviesen en cuenta una tentativa de delito de encubrimiento con mera forma de acto legislativo “de facto”, para obstaculizar el avance de la acción penal. Con ello no hubiesen hecho más que agotar el resultado de una conducta típica de encubrimiento.
21) Que la inhabilidad general del Congreso Nacional para anular leyes penales sancionadas por él mismo está ampliamente reconocida en el propio debate legislativo de la ley 25.779. Ninguno de los argumentos sostenidos para defender en el caso esta potestad del Congreso ha pretendido que éste se encuentra habilitado para anular cualquier ley y menos cualquier ley penal en cualquier circunstancia. Por el contrario, todos los argumentos a favor de la constitucionalidad de la ley 25.779 han discurrido sobre la base de que se trata de una circunstancia extremadamente excepcional. De todas maneras, esta excepcionalidad debe ser seriamente analizada, pues es sabido que los desarrollos antiliberales y antidemocráticos siempre invocan cuestiones de excepción y, además, lo que comienza aceptándose como extraordinario, para desgracia de la República y de las libertades públicas, fácilmente suele devenir ordinario.
Los argumentos de excepcionalidad
22) Que no es del caso analizar el debate legislativo en detalle, sino extraer de éste los argumentos medulares que se han empleado, porque ilustran acerca de la excepcionalidad invocada. Las razones centrales que se dieron para fundar la constitucionalidad de esta potestad del Congreso en el caso concreto, o sea, la excepcionalidad legitimante invocada, se centraron en torno a cuatro ideas básicas: a) el estado de necesidad en que se hallaba el Congreso Nacional y el Poder Ejecutivo en el momento de la sanción de estas leyes; b) el art. 29 constitucional, c) el derecho supralegal y d) el derecho internacional.
La invocación de la coacción o necesidad.
23) Que el argumento que invoca un estado de necesidad de los poderes nacionales en el momento de sancionar las leyes que se quieren anular, no resiste mayor análisis. Sin perjuicio de reconocer que se planteaba una situación delicada en esos momentos, cuya valoración no corresponde a esta Corte Suprema – como tampoco el acierto o desacierto de la sanción de estas leyes para resolverla-, es verdad que el Congreso de la Nación suele sancionar leyes presionado por las circunstancias con mucha frecuencia y eso es materia corriente en la política de cualquier Estado. Abrir la puerta de futuras nulidades invocando el estado de necesidad o la coacción en cada uno de esos casos importa sembrar una inseguridad jurídica formidable. Si la coacción de las circunstancias habilitara la posibilidad de que el propio Congreso Nacional anulara sus leyes, no habría razón por la cual no se podrían anular también por otros vicios que acarrean ese efecto en numerosos actos jurídicos, como el error o la ignorancia de las circunstancias, lo que eliminaría toda previsibilidad, condición indispensable para la coexistencia pacífica de toda sociedad.
Apelación al art. 29 constitucional
24) Que también se ha sostenido que la potestad anulatoria en el caso quedaría habilitada con una pretendida aplicación extensiva del art. 29 de la Constitución Nacional. Sin embargo, de la letra de este artículo surge claramente que esas leyes configuran una hipótesis no contemplada en su texto. Por ende, no se trataría de una interpretación extensiva del art. 29, sino de una integración analógica de ese texto. La interpretación extensiva siempre tiene lugar dentro de la resistencia semántica del texto (pues de lo contrario no sería interpretación) (en el sentido de que la interpretación siempre es intra legem: Max Ernst Mayer, Der allg. Teil des deutsches Strafrechts, Heidelberg, 1923, pág. 27; igual, Arthur Kaufmann, Analogie und Natur der Sache, 1965), en tanto que la integración analógica postula la aplicación a un caso semejante pero no contemplado en la letra de la ley.
Independientemente de que el art. 29 constitucional responde a una coyuntura histórica particular y casi referida a una persona, las consecuencias de admitir su integración analógica serían muy peligrosas, pues una mayoría parlamentaria coyuntural podría imponer la responsabilidad y la pena correspondientes a los infames traidores a la Patria a cualquier opositor. Ante esta perspectiva, claramente no querida por la Constitución Nacional, conviene seguir sosteniendo la prohibición de analogía respecto de este texto.
Por otra parte, el art. 29 constitucional es un caso de delito constitucionalizado y, si bien no es un tipo penal, está íntimamente vinculado al tipo que el legislador ordinario construye en función del mandato constitucional y, por ende, su integración analógica siempre es violatoria del art. 18 de la misma Constitución y de las disposiciones concernientes a legalidad de los tratados internacionales incorporados a la Constitución.
En síntesis, la invocación del art. 29 constitucional no puede fundar la excepcionalidad de las circunstancias y la única utilidad que presenta este texto para el caso es la de inspirar la fórmula que la ley 25.779 emplea para disponer la ineficacia de las leyes 23.492 y 23.521.
La apelación a la supralegalidad.
25) Que no han faltado en el curso del debate apelaciones abiertas al derecho natural. Por momentos, en el Congreso de la Nación se renovó el debate entre jusnaturalistas y positivistas. La invocación de un derecho supralegal para desconocer límites de legalidad siempre es peligrosa, pues todo depende de quién establezca lo que es o se pretende natural. Como es sabido, no hay una única teoría acerca del derecho natural, sino muchas. Basta revisar cualquier texto que contemple la historia del pensamiento jurídico para verificar la enorme gama de versiones del jusnaturalismo y sus variables (es suficiente remitir a obras ampliamente divulgadas y clásicas, como Alfred Verdross, La filosofía del derecho del mundo occidental, Centro de Estudios Filosóficos, UNAM, México, 1962; Hans Welzel, Introducción a la Filosofía del Derecho, Derecho Natural y Justicia Material, Aguilar, Madrid, 1971). Sin entrar en mayores detalles que no vienen al caso, es claro que hay un derecho natural de raíz escolástica, otros de claro origen contractualista liberal y absolutista, pero también hubo derechos naturales – con ese u otro nombre- autoritarios y totalitarios, abiertamente irracionales. La legislación penal nazista apelaba a un pretendido derecho natural fundado en la sangre, la raza y el suelo (al respecto, Édouard Conte-Cornelia Essner, Culti di sangue, Antropologia del Nazismo, Carocci Editore, Roma, 2000; Michael Burleigh-Wolfgang Wippermann, Lo Stato Razziale, Germania 1933-1945, Rizzoli, Milano, 1992; George L. Mosse, La Cultura Nazi, Grijalbo, Barcelona, 1973; sobre su extensión al fascismo italiano, Giorgio Israel-Pietro Nastasi, Scienza e Razza Nell’Italia Fascista, Il Mulino, Bologna, 1998). El stalinismo, por su parte, lo hacía remitiendo a los principios de la sociedad socialista (asi: Stucka – Pasukanis – Vysinskij – Strogovic, Teorie Sovietiche del Diritto, Giuffrè, Milano, 1964).
Además, el argumento jusnaturalista corre el riesgo de enredarse y terminar legitimando lo que la ley 25.779 quiere descalificar de modo tan radical, pues reconocer injustos o ilícitos supralegales importa admitir también justificaciones supralegales y, con ello, entrar al debate de la llamada guerra sucia con el autoritarismo de seguridad nacional, que también era una construcción supralegal, o sea que, aunque nadie lo haya desarrollado con ese nombre, se sostuvo la existencia de un aberrante derecho supralegal de seguridad nacional (puede verse el ensayo que en este sentido lleva a cabo Carlos Horacio Domínguez, La Nueva Guerra y el Nuevo Derecho, Ensayo para una Estrategia Jurídica Antisubversiva, Círculo Militar, Buenos Aires, 1980; en lo específicamente penal intentó esta empresa Fernando Bayardo Bengoa, Protección Penal de la Nación, Montevideo, 1975; en sentido crítico sobre estas ideologías, Comblin, Joseph, Le Pouvoir Militaire en Amerique Latine, París, 1977; Montealegre, Hernán, La Seguridad del Estado y los Derechos Humanos, Santiago de Chile, 1979).
Por otra parte, la invocación de fuentes jurídicas supralegales siempre obliga a volver la vista al drama alemán de la posguerra y muy especialmente al debate que en su tiempo se generó. Es sabido que ante las atrocidades cometidas por los criminales nazistas surgió en la posguerra alemana un poderoso movimiento teórico de resurgimiento del jusnaturalismo, del que se hicieron eco varias sentencias del Tribunal Constitucional. La apelación a un derecho supralegal se llevó a cabo especialmente por la vía de la “naturaleza de las cosas” (sobre ello, Alessandro Baratta, Natur der Sache und Naturrecht, Darmstadt, 1965; del mismo, La Teoria della Natura del Fatto alla Luce Della “nuova retorica”, Giuffrè, Milano, 1968; también Rechtspositivismus und Gesetzespositivismus, en ARSP, Wiesbaden, 1968; Juristische Analogie und Natur der Sache, en “Fest. f. Erik Wolf”, Frankfurt, 1972; Il Problema Della Natura del Fatto, Studi e Discussioni Negli Ultimi Anni, Giuffrè, Milano, 1968; Luis Recaséns Siches, Experiencia Jurídica, Naturaleza de la Cosa y Lógica “razonable”, UNAM, México, 1971; Ernesto Garzón Valdes, Derecho y “naturaleza de las cosas”, Análisis de una Nueva Versión del Derecho Natural en el Pensamiento Jurídico Alemán Contemporáneo, Univ. Nac. de Córdoba, 1970).
El estado espiritual de la ciencia jurídica alemana de la mitad del siglo pasado y especialmente de su filosofía del derecho lo marcó en gran medida la polémica sobre la llamada “vuelta” o “giro” de Gustav Radbruch, expresado en un breve artículo de 1946 con el título de “Injusto legal y derecho supralegal” (Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht, en Rechtsphilosophie, Suttgart, 1970, pág. 347; el impacto de este trabajo se observa en diversas contribuciones después de veinte años de la muerte de Radbruch, en los “Gedächnisschrift für Gustav Radbruch, herausgegeben von Arthur Kaufmann”, Göttingen, 1968). “El conflicto entre justicia y seguridad del derecho – sostenía este autor en ese artículo- debería resolverse en forma que el derecho positivo, garantizado por el estatuto y el poder, tenga preeminencia aun cuando en su contenido sea injusto o inadecuado, salvo que el conflicto entre la ley positiva y la justicia alcance una medida tan intolerable que la ley, como ‘derecho injusto’, ceda ante la justicia”.
Sabemos que esta fórmula fue duramente criticada en su momento por Hart, quien se hacía cargo del drama alemán, pero sostenía que era preferible aplicar el derecho positivo antes que correr el riesgo de utilizar leyes retroactivamente, incluso en los casos de intolerabilidad exceptuados por Radbruch. No obstante, como se ha demostrado en una completísima investigación más reciente, la fórmula de Radbruch no tuvo muchas consecuencias prácticas en Alemania (Giuliano Vassalli, Formula di Radbruch e Diritto Penale. Note sulla punizione dei “delitti di Stato” nella Germania Postnazista e nella Germania Postcomunista, Giuffrè, Milano, 2002).
Cabe advertir que media una notoria diferencia entre el momento en que este debate tuvo lugar y el presente. En la posguerra no había Constitución en Alemania; la Constitución de la República Federal se sancionó en 1949 y en ese momento las perspectivas de la Carta de Bonn no eran mejores que las de Weimar treinta años antes. En el plano universal sólo existía la Declaración Universal de Derechos Humanos, instrumento fundamental pero realmente débil en ese momento, pues la aceptación de su consideración como ius cogens es muy posterior a los primeros años de la posguerra. Tampoco existía en Europa un sistema regional de Derechos Humanos; la Convención de Roma es de 1950 y su ratificación y puesta en funcionamiento para todo el continente fueron muy posteriores y graduales. En otras palabras, no se había positivizado suficientemente el derecho internacional de los Derechos Humanos y eran débiles las consagraciones nacionales.
La consagración de los Derechos Humanos se obtuvo primero en las constituciones nacionales y luego se globalizó, en una evolución que llevó siglos (confr. Antonio Augusto Cançado Trindade, Tratado de Direito Internacional dos Direitos Humanos, Porto Alegre, 1997, volume I págs. 17 y sgtes.). Los padres liberales del derecho penal de los siglos XVIII y XIX necesitaron poner límites al poder estatal desde lo supralegal, pues carecían de constituciones. Por ello, Feuerbach consideraba que la filosofía era fuente del derecho penal y Carrara derivaba su sistema de la razón. La consagración de derechos en las constituciones sirvió para positivizar en el plano nacional estas normas antes supralegales, pero luego las constituciones fallaron, los estados de derecho constitucionales se derrumbaron (la Weimarergrundgesetz perdió vigencia, la Oktoberverfassung austríaca de 1921 fue sepultada, el Statuto Albertino italiano no sirvió de nada, etc.) y tampoco tuvieron éxito los intentos internacionalistas de la Liga de las Naciones. Los totalitarismos de entreguerras barrieron con todos esos obstáculos y muchos años después, pasada la catástrofe y superadas etapas de congelamiento posteriores, los Derechos Humanos se internacionalizaron y globalizaron. Este último fenómeno de positivización de los Derechos Humanos en el derecho internacional, como reaseguro de sus positivizaciones nacionales, es lo que hizo perder buena parte del sentido práctico al clásico debate entre positivismo y jusnaturalismo, sin que, por supuesto pierda importancia teórica y tampoco cancele sus consecuencias prácticas, porque nada garantiza que el proceso de positivización no se revierta en el futuro.
En síntesis, respecto de los argumentos esgrimidos en este sentido para explicar la excepcionalidad de la circunstancia de la ley 25.779 en el curso de su debate invocando el derecho natural o supralegal, cabe concluir que no es necesario perderse en las alturas de la supralegalidad, cuando el derecho internacional de los Derehos Humanos, que forma un plexo único con el derecho nacional, confirmado por el inc. 22 del art. 75 de la Constitución Nacional, hace ineficaces las leyes que la ley 25.779 declara nulas. Esto lleva al tercer orden de argumentos sostenidos en el debate parlamentario.
El argumento de derecho internacional.
26) Que se aproxima mucho más al núcleo del problema la posición que funda la legitimidad de la nulidad de las leyes de marras en el derecho internacional vigente como derecho interno. Tal como se ha señalado, es claro que las leyes que se pretenden anular chocan frontalmente con la ley internacional. Pueden citarse varios textos incorporados a nuestra Constitución en función del inc. 22 del art. 75, pero basta recordar la mencionada jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su sentencia del 14 de marzo de 2001, en el caso “Barrios Altos (Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú)” serie C N° 75: “Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”. La Corte Interamericana considera que “las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables, ni pueden tener igual o similar impacto respecto de otros casos de violación de los derechos consagrados en la Convención Americana acontecidos en el Perú”.
Esta jurisprudencia es – sin duda- aplicable al caso de las leyes que anula la ley 25.779 y, conforme a ella, es claro que la eficacia de éstas sería considerada un ilícito internacional. Cualquiera sea la opinión que se sostenga respecto de las leyes de marras, la eficacia de las leyes 23.492 y 23.521 haría incurrir a la República Argentina en un injusto internacional que sería sancionado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, conforme al criterio firmemente asentado respecto del Perú, caso en el que este país, después de serias resistencias, debió allanarse.
Tal como también se señaló no vale para el caso argumentar sobre la base de que la Convención Americana no estaba vigente al momento de los crímenes a cuyo juzgamiento obstan las leyes 23.492 y 23.521. Cualquiera sea el nomen juris y la verdadera naturaleza jurídica de estas leyes, lo cierto es que el principio de legalidad penal es amplio, pero no ampara la eventual posibilidad de que el agente de un delito sea amnistiado o beneficiado con cualquier otra cancelación de tipicidad o impedimento de procedibilidad en alguna ley sancionada en el futuro. Lo cierto es que la Convención Americana fue ratificada en 1984 y en el mismo año se reconoció la competencia plena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es decir, que la sanción de esas leyes es claramente posterior a la ratificación de la Convención y, por ende, cualquiera sea el juicio que éstas merezcan, de conformidad con el criterio jurisprudencial mencionado, son actos prohibidos por la Convención. El ilícito internacional – del que sólo puede ser responsable el Estado argentino- lo constituyen las leyes sancionadas con posterioridad a esa ratificación.
27) Que la ley 25.778, sancionada simultáneamente con la 25.779, ambas publicadas en el Boletín Oficial del 3 de septiembre de 2003, otorga “jerarquía constitucional a la Convención sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad, adoptada por la Asamblea General de Organización de las Naciones Unidas, el 26 de noviembre de 1968 y aprobada por la Ley 24.584”. Esta Convención, según entendió esta Corte Suprema en la causa “Arancibia Clavel” ya citada, no hace imprescriptibles crímenes que antes eran prescriptibles, sino que se limita a codificar como tratado lo que antes era ius cogens en función del derecho internacional público consuetudinario, siendo materia pacífica que en esta rama jurídica, la costumbre internacional es una de sus fuentes. En consecuencia, la prescripción establecida en la ley interna no extinguía la acción penal con anterioridad a esa ley y, por tanto, su ejercicio en función de la misma no importa una aplicación retroactiva de la ley penal.
Se argumentó en el debate parlamentario que sería contradictorio que el Congreso Nacional otorgase jerarquía constitucional a esta Convención y mantuviese cualquier efecto de las leyes que se pretenden anular, o sea, que prácticamente la ley 25.779 sería una consecuencia necesaria de la ley 25.778. No nos parece que se trate de una consecuencia necesaria, porque ninguna de las leyes cuestionadas está referida a la prescripción y, en último análisis, la prescripción sería sólo uno de los obstáculos legislativos al ejercicio de la acción penal, pero en modo alguno agotaría los opuestos por las leyes de marras. Si lo que se pretende es asentar la excepcionalidad en la incongruencia de otorgar jerarquía constitucional a una norma que remueve el obstáculo de la prescripción y, al mismo tiempo, dejar intactos otros obstáculos, este es un buen argumento de política penal, pero no alcanza para explicar la excepcionalidad de la situación que habilitaría al Congreso Nacional a anular dos leyes penales.
28) Que el orden jurídico debe ser interpretado en forma coherente, no contradictoria, pero la coherencia del orden jurídico no habilita tampoco al Congreso Nacional a anular una ley penal. Si la contradicción entre normas vigentes facultase para la anulación de leyes, no sería difícil anular la mayoría de las leyes, si las entendemos en sentido literal. La no contradicción no se basa en la ilusión de legislador racional, que es un legislador ideal, inventado por el derecho o por el intérprete, y que no es el legislador histórico. El legislador puede incurrir en contradicciones y de hecho lo hace, pero es tarea de los jueces reducir las contradicciones, porque lo que no puede ser contradictorio es la interpretación del derecho, y ésta, como es sabido, incumbe a los jueces. Por ende, si se tratase sólo de anular una ley en razón de su contradicción con otras leyes, no sería tarea que incumbiese al Poder Legislativo, sino al Judicial.
Por otra parte, por mucho que la coherencia interna del orden jurídico sea un valor positivo, en función de la necesaria racionalidad de los actos de gobierno como requisito del principio republicano, esto no autoriza a dar prioridad a una parte de la Constitución (o del derecho internacional incorporado a ella) sobre otra, desconociendo la vigencia de esta última. No es admisible que para no violar las Convenciones incorporadas a la Constitución se desconozcan garantías penales y procesales que la propia Constitución establece. Más aún, el propio derecho internacional se opone a esta priorización de normas, al prohibir las interpretaciones de mala fe de las convenciones y al establecer las llamadas cláusulas pro homine.
Ello es así porque al admitir la jerarquización de las normas constitucionales se firma el certificado de defunción de la propia Constitución. Cuando se distingue entre normas superiores y que hacen al espíritu mismo de la Constitución y normas constitucionales simplemente legales, se habilita a desconocer estas últimas para mantener la vigencia de las primeras. Este fue el procedimiento a través del cual se racionalizó el desbaratamiento de la Constitución de Weimar, sosteniendo sus detractores que si la Constitución expresa valores fundamentales, no puede admitirse que su texto otorgue garantías ni espacio político a los enemigos de estos valores, especialmente en situaciones anormales o caóticas (así, Carl Schmitt, Legalität und Legitimität, Berlín, 1933). Pero la propia experiencia nacional es muy ilustrativa en este sentido, puesto que ningún golpe de Estado argentino negó formalmente los valores constitucionales, sino que afirmaron todos que violaban la Constitución para salvarlos. Todas las violaciones a la Constitución Nacional se fundaron en una pretendida jerarquización de sus normas, incluso las que esgrimían la doctrina de la seguridad nacional y cometieron los crímenes cuyo juzgamiento obstaculizan las leyes 23.492 y 23.521.
En síntesis: si bien los argumentos que pretenden fundar la circunstancia extraordinaria que habilitaría al Congreso Nacional a anular las mencionadas leyes por vía del derecho internacional se acercan mucho más a una explicación razonable, no alcanzan para justificar esta circunstancia, pues no puede fundarse esa habilitación en la necesidad de dotar de coherencia al orden jurídico – cuestión que, por otra parte, incumbe al Poder Judicial en su tarea interpretativa y de control de constitucionalidad- y porque no pueden jerarquizarse normas constitucionales, so pena de abrir la puerta para la renovación de viejas racionalizaciones de las más graves violaciones a la Constitución.
El fundamento constitucional de la ley 25.779.
29) Que descartados los ejes argumentales sostenidos en el debate parlamentario de la ley 25.779 para fundar la competencia del Congreso Nacional para anular las leyes mencionadas, es deber de esta Corte agotar las posibles interpretaciones de la ley 25.779 antes de concluir en su inconstitucionalidad. Sabido es que la inconstitucionalidad es un remedio extremo, que sólo puede operar cuando no resta posibilidad interpretativa alguna de compatibilizar la ley con la Constitución Nacional, conforme a un elemental principio de prudencia que debe regir las decisiones judiciales.
Aunque se remonta a Karl Binding, modernamente se insiste, con más depurada metodología, en la distinción entre “norma” y “enunciado normativo”. Toda ley es un “enunciado normativo” que nos permite deducir la “norma” (así, Robert Alexy, Teoría de los Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002, págs. 50 y sgtes.). Así, el art. 79 del Código Penal es un enunciado normativo, pero la norma es el “no matarás”. El art. 1° de la ley 25.779 también es un enunciado normativo, en tanto que la norma es “prohibido reconocerle cualquier eficacia a las leyes 23.492 y 23.521”. En reiteradas ocasiones en el curso del debate legislativo se insiste en la necesidad de “remover obstáculos” al juzgamiento de esos delitos. Se trata de una ley que sanciona una norma que prohíbe considerar de cualquier eficacia a otras dos leyes. Si usásemos una terminología jurídica poco empleada entre nosotros, pero bastante común en otros países de nuestra región y de lengua castellana, concluiríamos en que se impone considerar a las mencionadas leyes “inexequibles”, es decir, inejecutables. Desentrañada la norma, no tiene sentido analizar si se trata de una verdadera nulidad, análoga a la del derecho privado regulada en el Código Civil, o si este concepto es aplicable en el derecho público o si tiene una naturaleza diferente. Dicho más sintéticamente: se trata de saber si el Congreso Nacional podía en el caso prohibir que se tomasen en cuenta las leyes cuestionadas para cualquier efecto obstaculizador del juzgamiento de estos delitos, sin que quepa asignar mayor importancia al “nomen juris” que quiera dársele a esa prohibición.
30) Que la verdadera legitimación de esta norma se esgrime varias veces en el debate legislativo, pero no se la destaca suficientemente ni se extraen de ella las consecuencias jurídicas que inevitablemente se derivan con formidable gravedad institucional. Se trata nada menos que de la puesta en cuestión de la soberanía de la República Argentina. Quienes pretenden que la República desconozca sus obligaciones internacionales y mantenga la vigencia de las leyes de marras, invocan la soberanía nacional y rechazan la vigencia del derecho internacional como lesivo a ésta, cuando el derecho internacional reconoce como fuente, precisamente, las soberanías nacionales: ha sido la República, en ejercicio de su soberanía, la que ratificó los tratados internacionales que la obligan y la norma que la sujeta a la competencia plena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (sobre estos conceptos, Hermann Heller, La soberanía, Contribución a la teoría del Derecho Estatal y del Derecho Internacional, UNAM, México, 1965). Hoy las normas que obligan a la República en función del ejercicio que hizo de su soberanía, le imponen que ejerza la jurisdicción, claro atributo de la propia soberanía, so pena de que ésta sea ejercida por cualquier competencia del planeta, o sea, que si no la ejerce en función del principio territorial entra a operar el principio universal y cualquier país puede ejercer su jurisdicción y juzgar los crímenes de lesa humanidad cometidos en territorio nacional por ciudadanos y habitantes de la República.
31) Que en varias ocasiones se dice en el debate que se presenta la alternativa de juzgar los delitos de lesa humanidad en función del principio de territorialidad o de ceder a las peticiones de extradición para que estos delitos sean juzgados por otros países. Pero la mención no dimensiona adecuadamente el problema, porque pareciera que se trata de una alternativa que involucra sólo a un grupo de personas cuya extradición se ha solicitado. Se pasa por alto que se trata de un hecho nuevo, muy posterior a la sanción de las leyes de marras, y con consecuencias jurídicas colosales.
El hecho nuevo: la operatividad real del principio universal.
32) Que el Congreso de la Nación no podía pasar por alto – y de hecho no lo hizo- la existencia de un hecho nuevo que completa el panorama anterior y reclama una urgente atención. Desde la sanción de las dos leyes en cuestión, pero con creciente frecuencia, el principio universal ha comenzado a operar en forma efectiva y no meramente potencial. Es de público conocimiento que ciudadanos argentinos han sido sometidos a juicio en el extranjero, que también ciudadanos argentinos han puesto en marcha jurisdicción extranjera para obtener condenas que no podían reclamar a la jurisdicción nacional, que hubo condenas en el extranjero, que han mediado pedidos de extradición por estos crímenes, es decir, que el principio universal, que era una mera posibilidad potencial con posterioridad a la sanción de las leyes cuestionadas, comenzó a operar en forma efectiva y creciente.
El principio universal en materia penal se conoce desde hace más de dos siglos, especialmente con referencia a la trata de esclavos, estando receptado en nuestra Constitución desde 1853 y obliga a la República no sólo en razón del derecho internacional consuetudinario sino en virtud de varios tratados internacionales ratificados por nuestro país. Como es sabido, tiene carácter subsidiario, o sea, que cualquier país está habilitado para juzgar los crímenes contra la humanidad, pero a condición de que no lo haya hecho el país al que incumbía el ejercicio de la jurisdicción conforme al principio de territorialidad.
Es claro que la jurisdicción es un atributo de la soberanía y que ésta, en nuestro sistema, emana del pueblo. En consecuencia, el principio universal deviene operativo cuando un Estado no ha ejercido su soberanía y, por ello, los restantes estados de la comunidad internacional quedan habilitados para hacerlo. Un Estado que no ejerce la jurisdicción en estos delitos queda en falta frente a toda la comunidad internacional.
33) Que el hecho nuevo que hoy se presenta es el funcionamiento real, efectivo y creciente del principio universal. Hay ciudadanos argentinos que están detenidos, procesados y juzgados por otros estados en razón de estos delitos cometidos en el territorio nacional. Hay ciudadanos argentinos cuya extradición es requerida a la República en razón de hechos similares. Es del dominio público que el gobierno de España ha paralizado los pedidos de extradición justamente con motivo de la sanción de la ley 25.779, a la espera de que estos delitos sean efectivamente juzgados en nuestro país. Cualquiera sea la opinión que se tenga sobre el funcionamiento concreto del principio universal, sobre la autoridad moral de los estados que lo invocan, sobre la coherencia o incoherencia de su invocación, lo cierto es que la comunidad internacional lo está aplicando por delitos cometidos en nuestro territorio, en razón de que la República no ha ejercido la jurisdicción, o sea, no ha ejercido su soberanía. El hecho nuevo que aparece a partir de las leyes cuestionadas no es la mera posibilidad de ejercicio de la jurisdicción extranjera sobre hechos cometidos en el territorio, sino el efectivo ejercicio de esas jurisdicciones. Los reclamos de extradición generan la opción jurídica de ejercer la propia jurisdicción o de admitir lisa y llanamente la incapacidad para hacerlo y, por ende, renunciar a un atributo propio de la soberanía nacional, cediendo la jurisdicción sobre hechos cometidos en el territorio de la Nación por ciudadanos argentinos.
34) Que si bien existen múltiples conceptos de Constitución y la doctrina los perfecciona o vincula, en el plano más elemental y menos pretencioso, no puede desconocerse que la función que necesariamente debe cumplir una Constitución, sin la cual faltaría su esencia, o sea no habría directamente una Constitución, es una distribución del poder (o si se prefiere una atribución de poder) para el ejercicio del gobierno que presupone la soberanía. Más sintéticamente: la función esencial de la Constitución es la atribución o distribución del poder para el ejercicio de las potestades inherentes a la soberanía.
35) Que aceptada esta premisa elemental, no puede interpretarse nunca una Constitución entendiendo que cualquiera de sus normas impone a los poderes constituidos que no ejerzan o renuncien el ejercicio de la soberanía (y de la jurisdicción como uno de sus atributos). Desde la perspectiva de la onticidad de una Constitución, semejante interpretación reduciría a la propia Constitución a un elemento defectuoso, en parte una no-Constitución, negadora de su propia esencia, y degradaría al Estado a la condición de un Estado imperfecto o disminuido ante la comunidad internacional, habilitada a ejercer la soberanía ante su confesa incapacidad para ejercerla. La dignidad de la República en la comunidad internacional exige que ésta reafirme plenamente su voluntad de ejercer su jurisdicción y, por ende, su soberanía, y que de este modo restaure a la República en su condición de Estado pleno y completo y ponga a salvo a todos sus habitantes del riesgo de ser sometido a cualquier competencia con motivo o pretexto de crímenes contra la humanidad.
El Preámbulo de la Constitución Nacional no es una mera manifestación declarativa, sino que cumple una función orientadora de la interpretación de todas las normas del texto máximo. En su redacción está claramente establecida la función esencial de toda Constitución o norma fundamental. “Constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior”, no son objetivos enumerados al azar, sino claramente propios de toda Constitución, que serían negados en la medida en que se interpretase cualquiera de sus normas obligando a los jueces a admitir o legitimar una pretendida incapacidad de la Nación Argentina para el ejercicio de su soberanía, con la consecuencia de que cualquier otro país pueda ejercerla ante su omisión, en razón de violar el mandato internacional (asumido en ejercicio pleno de su propia soberanía) de juzgar los crímenes de lesa humanidad cometidos en su territorio por sus habitantes y ciudadanos, cediendo ese juzgamiento a cualquier otra nación del mundo, colocando a sus habitantes en riesgo de ser sometidos a la jurisdicción de cualquier Estado del planeta, y, en definitiva, degradando a la propia Nación a un ente estatal imperfecto y con una grave capitis deminutio en el concierto internacional. Además, la omisión del ejercicio de la jurisdicción territorial (o sea, el no ejercicio de un claro atributo de su soberanía) abre un estado de sospecha sobre todos los ciudadanos del Estado omitente y no sólo sobre los responsables de estos crímenes.
36) Que este es el verdadero fundamento por el cual el Congreso Nacional, más allá del nomen jiuris, mediante la ley 25.779 quita todo efecto a las leyes cuya constitucionalidad se discute en estas actuaciones. Si la ley 25.779 no se hubiese sancionado, sin duda que serían los jueces de la Nación y esta Corte Suprema quienes hubiesen debido cancelar todos los efectos de las leyes 23.492 y 23.521. La sanción de la ley 25.779 elimina toda duda al respecto y permite la unidad de criterio en todo el territorio y en todas la competencias, resolviendo las dificultades que podría generar la diferencia de criterios en el sistema de control difuso de constitucionalidad que nos rige. Además, brinda al Poder Judicial la seguridad de que un acto de tanta trascendencia, como es la inexequibilidad de dos leyes penales nacionales, la reafirmación de la voluntad nacional de ejercer en plenitud la soberanía y la firme decisión de cumplir con las normas internacionales a cuya observancia se sometió en pleno ejercicio de esa soberanía, resulte del funcionamiento armónico de los tres poderes del Estado y no dependa únicamente de la decisión judicial. En tal sentido, el Congreso de la Nación no ha excedido el marco de sus atribuciones legislativas, como lo hubiese hecho si indiscriminadamente se atribuyese la potestad de anular sus propias leyes, sino que se ha limitado a sancionar una ley cuyos efectos se imponen por mandato internacional y que pone en juego la esencia misma de la Constitución Nacional y la dignidad de la Nación Argentina.
Lo que corresponde resolver en autos.
37) Que de cualquier manera, sin perjuicio de reconocer que las leyes 23.492 y 23.521 han perdido todo efecto en función de la ley 25.779, corresponde que esta Corte Suprema disipe cualquier duda que pueda subsistir a su respecto y, por ende, que ratifique que las leyes 23.492 y 23.521 son inconstitucionales, como también que se cancela cualquier efecto directo de ellas o de los actos en ellas fundados que constituya un obstáculo para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina. De este modo, no quedan dudas acerca de que cesa la posibilidad de que cualquier país pueda invocar el principio universal y reclamar el juzgamiento de estos crímenes en extraña jurisdicción, reasumiendo la Nación la plenitud de su soberanía y, por ende, del ejercicio de la jurisdicción como atributo de ésta.
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación, se resuelve:
1.- Hacer lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos; declarar la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, y confirmar las resoluciones apeladas.
2.- Declarar la validez de la ley 25.779.
3.- Declarar, a todo evento, de ningún efecto las leyes 23.492 y 23.521 y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.
4.- Imponer las costas al recurrente (art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. – E. Raul Zaffaroni.
Voto de la doctora Highton de Nolasco:
Considerando: Que la infrascripta coincide con los considerandos 1° a 11 del voto del juez Petracchi.
12) Que la sanción de la ley 25.779, que declaró “insanablemente nulas” las leyes 23.521 (conocida como “ley de obediencia debida”) y 23.492 (llamada “ley de punto final”), que habían sido derogadas por la ley 24.952, sancionada el 25 de marzo de 1998 y promulgada el 15 de abril de ese año, merece el debido análisis a los efectos de determinar si, en el caso concreto, el Poder Legislativo tenía facultades para concretar un acto de tal naturaleza en el marco de la Constitución Nacional y, en su caso, cuáles son los alcances y efectos que se derivan de dicho acto.
13) Que, a los fines interpretativos, cabe recordar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la opinión Consultiva 14/94 del 9 de diciembre de 1994 (CIDH Serie A) Responsabilidad Internacional por Expedición y Aplicación de Leyes Violatorias de la Convención (arts. 1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos) ha establecido que “…Según el derecho internacional las obligaciones que éste impone deben ser cumplidas de buena fe y no puede invocarse para su incumplimiento el derecho interno…”.
Las reglas a cumplir de buena fe, que pueden considerarse como principios generales del derecho, han sido aplicadas por la Corte Permanente de Justicia Internacional y la Corte Internacional de Justicia (Caso de las Comunidades greco-búlgaras -1930-, Serie B, n° 17, pág. 32; caso de nacionales Polacos de Danzig – 1931-, Series A/B, n° 44, pág. 24; caso de las Zonas Libres (1932), Series A/B n° 46, pág. 167 y Aplicabilidad de la obligación a arbitrar bajo el convenio de Sede de las Naciones Unidas – caso de la Misión del PLO- 1988, 12 a 31-2, párr. 47), y han sido además codificadas en los arts. 26 y 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 (punto III.35 de la Opinión Consultiva citada).
En línea con estos principios, la Corte Interamericana sostuvo también que son muchas las maneras como un Estado puede violar un tratado internacional y, de manera específica, la Convención. En este último caso, por ejemplo, bastaría con omitir dictar aquellas normas a las que se encuentra obligado por el art. 2 de ella; o bien, la violación podría provenir de dictar disposiciones que no estén de conformidad con las obligaciones que le son exigidas por ese instrumento (punto III.37 de la Opinión Consultiva citada).
En consecuencia, sostuvo la Corte que “…la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado al ratificar o adherir a la Convención constituye una violación de ésta y que, en el evento de que esa violación afecte derechos y libertades protegidos respecto de individuos determinados, genera responsabilidad internacional para el Estado” (punto III.50 de la Opinión Consultiva citada).
Con referencia a las obligaciones y responsabilidades de los agentes o funcionarios del Estado que dieran cumplimiento a una ley violatoria de la Convención, se dispone que “…la responsabilidad individual puede ser atribuida solamente por violaciones consideradas como delitos internacionales en instrumentos que tengan ese mismo carácter, tales como los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad o el genocidio, que naturalmente afectan también derechos humanos específicos. En el caso de los delitos internacionales referidos, no tiene ninguna trascendencia el hecho de que ellos sean o no ejecutados en cumplimiento de una ley del estado al que pertenece el agente o funcionario. El que el acto se ajuste al derecho interno no constituye justificación desde el punto de vista del derecho internacional…” (punto IV 53 y 54 de la Opinión Consultiva citada).
14) Que, en el caso “Barrios Altos”, Serie C N° 75, (sentencia del 14 de marzo de 2001, Cap. VII “Incompatibilidad de leyes de amnistía con la Convención, párrs. 41/44 y 48), la Corte Interamericana de Derechos Humanos expresó que “…son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el derecho internacional de los derechos humanos…”, en virtud de que “…Las leyes de autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana…”. Por lo tanto, “…como consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables…”.
En oportunidad de proceder a aclarar los alcances de la sentencia citada, el Tribunal Internacional expresó “…En cuanto al deber del estado de suprimir de su ordenamiento jurídico las normas vigentes que impliquen una violación a la Convención, este Tribunal ha señalado en su jurisprudencia que el deber general del Estado, establecido en el art. 2 de la Convención, incluye la adopción de medidas para suprimir las normas y prácticas de cualquier naturaleza que impliquen violación a las garantías previstas en la Convención, así como la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la observancia efectiva de dichas garantías…En el derecho de gentes, una norma consuetudinaria prescribe que un estado que ha ratificado un tratado de derechos humanos debe introducir en su derecho interno las modificaciones necesarias para asegurar el fiel cumplimiento de las obligaciones asumidas…La promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado parte en la Convención constituye per se una violación de ésta y genera responsabilidad internacional…”.
15) Que la ley 23.492 (llamada “de punto final”) en su artículo primero sostiene: “Se extinguirá la acción penal respecto de toda persona por su presunta participación en cualquier grado, en los delitos del artículo 10 de la Ley N° 23.049, que no estuviere prófugo, o declarado en rebeldía, o que no haya sido ordenada su citación a prestar declaración indagatoria, por tribunal competente, antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley. En las mismas condiciones se extinguirá la acción penal contra toda persona que hubiere cometido delitos vinculados a la instauración de formas violentas de acción política hasta el 10 de diciembre de 1983”.
La norma en cuestión introduce una cláusula excepcional de extinción de la acción penal. En efecto, sólo se incluyeron en la ley delitos presuntamente cometidos por determinados individuos dentro de un preciso período histórico; se establecía a su respecto un por demás exiguo lapso extintivo, que aparece alejado de cualquier término de proporcionalidad respecto de la escala penal aplicable al hecho establecida con criterio general en el art. 62 del Código Penal; y se fijaban además para esos supuestos precisas y particulares reglas interruptivas del plazo extintivo, también alejadas de la normativa específica establecida en el art. 67 del Código Penal.
16) Que, por su parte, la ley 23.521 (conocida como “de obediencia debida”), en su art. 1° establecía que “…Se presume sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por los delitos a que se refiere el artículo 10, punto 1°, de la ley n° 23.049 por haber obrado en virtud de obediencia debida. La misma presunción será aplicada a los oficiales superiores que no hubieran revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria si no se resuelve judicialmente, antes de los treinta días de promulgación de esta ley, que tuvieron capacidad decisoria o participaron en la elaboración de las órdenes. En tales casos se considerará de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad…”.
Establecía entonces una presunción iure et de iure de impunidad, afirmando, sin admitir prueba en contrario, que los sujetos abarcados en la norma, al llevar a cabo los ilícitos comprendidos en ella habían actuado “en virtud de obediencia debida”, esto es, en “estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad”.
17) Que tal como señala el señor Procurador General en su dictamen, a partir del precedente de Fallos: 315:1492, esta Corte retornó a la doctrina de Fallos: 35:207 acerca de que el art. 31 de la Constitución Nacional establece que los tratados internacionales poseen jerarquía superior a las leyes nacionales y a cualquier norma interna de jerarquía inferior a nuestra Ley Fundamental, aspecto que fue reafirmado por la Convención Nacional Constituyente en 1994 al sancionar el art. 75, inc. 22, en su actual redacción, consagrándose así en el propio texto de la Constitución tal principio así como también, de manera expresa, la jerarquía constitucional de los tratados internacionales sobre derechos humanos.
18) Que a poco que se analicen las leyes en cuestión se advertirá que las mismas aparecen en pugna tanto con el derecho internacional de los derechos humanos que forma parte de nuestra Constitución Nacional cuanto de las normas de nuestro orden interno.
Como lógica conclusión, puede afirmarse entonces que el Congreso Nacional no se encontraba habilitado para dictar tales normas y que al hacerlo ha vulnerado no sólo principios constitucionales sino también los tratados internacionales de derechos humanos, generando un sistema de impunidad con relación a delitos considerados como crímenes de lesa humanidad, del que se deriva la posibilidad cierta y concreta de generar responsabilidad internacional para el Estado argentino.
19) Que, en efecto, en lo que atañe a la ley 23.521, resulta insoslayable que la presunción iure et de iure de inculpabilidad que se establece en su art. 1° implica una lisa y llana violación a la división de poderes, por cuanto el Poder Legislativo se ha arrogado facultades propias del Poder Judicial al imponer a los jueces una interpretación determinada de los hechos que les competía juzgar, impidiéndoles que, en ejercicio de atribuciones propias y excluyentes, los magistrados judiciales examinaran las circunstancias del caso y determinaran en cada supuesto concreto si efectivamente en él se daban las situaciones que aquella ley preanunciaba dándolas por sentado, sin admitir prueba en contrario (conf. disidencias respectivas de los jueces Petracchi y Bacqué en Fallos: 310:1162).
Ambas leyes, además, son violatorias del principio de igualdad ante la ley, ya que aparejan un tratamiento procesal de excepción para los sujetos amparados y, de manera simultánea, privan a las víctimas de los hechos, o a sus deudos, de la posibilidad de acudir a la justicia para reclamar el enjuiciamiento y punición de los autores de los actos ilícitos que los damnifican.
20) Que en cuanto al orden internacional, sin perjuicio de que posteriormente fuera elevada a jerarquía constitucional, lo cierto es que al momento de dictarse las leyes en cuestión, ya contaba con aprobación legislativa la Convención Americana sobre Derechos Humanos – ley 23.054, sancionada el 1° de marzo de 1984-. Dicha Convención, dispone que toda persona tiene derecho a que se respete su vida e indica que ello ha de establecerse a través de la ley (art. 4). Asimismo, entre los derechos civiles y políticos, reconoce el derecho a la integridad física y a “no ser sometido a torturas” (art. 5), así como también el derecho a la libertad personal (art. 7). También en su art. 25 establece el deber de los estados de garantizar a las personas la posibilidad de acudir a los tribunales a procurar el amparo contra aquellos actos “…que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la presente Convención, aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus funciones oficiales…”.
De manera simultánea fija la obligación para los Estados de “…Adoptar, con arreglo a sus disposiciones constitucionales y las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueran necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades” (art. 2), así como “respetar los derechos y libertades reconocidos y a garantizar su libre y pleno ejercicio” (art. 1).
21) Que por su parte, a través de los arts. 2.1 y 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos – ley 23.313, sancionada el 17/4/86, vigente por lo tanto en el derecho interno al momento de sanción de las leyes de marras- el Estado argentino asumió el aseguramiento y protección de las garantías judiciales referenciadas en los arts. 1.1 y 2 de la citada Convención.
22) Que asimismo también se hallaba vigente entonces la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes – ley 23.338, sancionada el 30/7/86-, que en su preámbulo menciona de manera expresa “…la obligación que incumbe a los estados en virtud de la Carta [de las Naciones Unidas], en particular del artículo 55, de promover el respeto universal y la observancia de los derechos humanos y las libertades fundamentales…”, y en su articulado impone a los estados el deber de perseguir esa clase de delitos e imponer penas adecuadas (4.2), y veda cualquier posibilidad de exculpar el hecho invocando “…una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública…” (2.3).
23) Que como consecuencia de lo expuesto, resulta incontrovertido que al mismo momento de su sanción, en tanto las leyes 23.492 y 23.521 tenían por efecto liso y llano impedir las investigaciones tendientes a determinar la responsabilidad individual por la comisión de graves delitos cometidos durante la vigencia del gobierno de facto instaurado entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, y su punición respecto de los autores, encubridores y cómplices, resultaban a todas luces violatorias de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.
24) Que en abono de lo expuesto, cabe mencionar las opiniones vertidas por los órganos interpretativos de tales convenciones sobre derechos humanos, en particular en lo que atañe a temas tales como prescripción, amnistía y obediencia debida.
25) Que con relación a la opinión vertida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Barrios Altos” Serie C N° 75 (sentencia del 14 de marzo de 2001, Cap. VII “Incompatibilidad de leyes de amnistía con la Convención”, párrs. 41/45), cabe remitir a las ponderaciones expresadas en el considerando 14, para evitar repeticiones innecesarias.
Baste decir que, en dicho caso, el tribunal internacional no se limitó a decretar la inaplicabilidad de la ley de amnistía al caso concreto que se le sometía a conocimiento, sino su invalidez, abarcando además de las disposiciones sobre amnistía, aquellas referidas a “…prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad…” en tanto tenían por fin -como en el caso que ocupa decidir-, “…impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos, tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos…”.
26) Que en el Informe 28/92, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al analizar las leyes 23.492 y 23.521, así como también el decreto de indulto 1002/89, concluyó en que todos ellos eran incompatibles con el art. 18 (Derecho de Justicia) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y los arts. 1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
27) Que por su parte, el Comité de Derechos Humanos – creado por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos- con relación al “caso argentino”, expresó que las leyes de obediencia debida y de punto final, y el decreto de indulto presidencial de altos oficiales de las fuerzas armadas, resultan contrarios a los principios del Pacto, pues niegan a las víctimas de violaciones a los derechos humanos durante el período en que se instauró el último gobierno de facto, el acceso a un recurso efectivo, con la consecuente trasgresión de los arts. 2 y 9 del Pacto (Comité de Derechos Humanos, Observaciones Finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina, 5/4/95, CCPR/C/79/Add. 46; A/50/40, párr. 144-165).
Con posterioridad, dijo además que pese “…a las medidas positivas tomadas recientemente para reparar injusticias pasadas, incluida la abolición en 1998 de la ley de obediencia debida y la ley de punto final…las violaciones graves de los derechos civiles y políticos durante el gobierno militar deben ser perseguibles durante todo el tiempo necesario y con toda la retroactividad necesaria para lograr el enjuiciamiento de sus autores…” (Observaciones finales del Comité de Derechos Humanos: Argentina, 3/11/2000 CCPR/CO/70/ ARG).
Por último, el pasado año, sostuvo que “…en los casos en que algún funcionario público o agente estatal haya cometido violaciones de los derechos reconocidos en el Pacto, los Estados no podrán eximir a los autores de responsabilidad jurídica personal, como ha ocurrido con ciertas amnistías y anteriores inmunidades. Además, ningún cargo oficial justifica que se exima de responsabilidad jurídica a las personas que se atribuya la autoría de estas violaciones. También deben eliminarse otros impedimentos al establecimiento de la responsabilidad penal, entre ellos la defensa basada en la obediencia a órdenes superiores o los plazos de prescripción excesivamente breves, en los casos en que sean aplicables tales prescripciones…” (Comité de Derechos humanos, Observación general n° 31, Naturaleza de la obligación jurídica general impuesta a los Estados parte en el Pacto, aprobada en la 2187° sesión, celebrada el 29 de marzo de 2004, págs. 17 y 18).
28) Que finalmente, en idéntico sentido el Comité contra la Tortura declaró que las llamadas “leyes de punto final” y de “obediencia debida” eran incompatibles con las obligaciones del Estado argentino respecto de la Convención (casos n° 1/1998, 2/1988 – O.R.H.M. y M.S. c. Argentina).
29) Que por lo tanto, resulta palmario que las leyes 23.492 y 23.521, que apuntaban a procurar la impunidad de los hechos en ellas contemplados tenían vicios originarios por su grave infracción al derecho internacional de los derechos humanos.
Como consecuencia de ello, es que se sancionó la ley 25.779, a través de la cual se declaran “…insanablemente nulas…” las leyes de mención.
Del debate parlamentario de dicha norma se advierte que los legisladores han tenido principalmente en mira subsanar aquella infracción, y cumplir de manera debida las obligaciones asumidas a través de los tratados internacionales de derechos humanos, eliminando todo aquello que pudiera constituir un impedimento normativo para avanzar en la investigación y punición de hechos como aquellos que son materia de la presente causa, extremo que no había sido cubierto por la ley 24.952, cuyo art. 2 derogaba esas normas.
De allí que habrá de consagrarse la validez constitucional de la ley 25.779.
Mas ello, por sí solo, no resulta suficiente.
En efecto, la clara y terminante doctrina sentada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos tanto en el caso “Barrios Altos”, expuesta en los considerandos 14 y 25, torna imperativo que, con el fin de satisfacer el estándar allí establecido e impedir por tanto que pueda invocarse la ultractividad de la ley penal más benigna o, eventualmente, la cosa juzgada, esta Corte declare además que dichas normas carecen de cualquier efecto y que lo propio ocurre respecto de cualquier acto que, fundado en las mismas, pretendiera oponerse como impedimento al progreso de algún proceso judicial en trámite, o a su iniciación futura, en el ámbito de las respectivas competencias, respecto de hechos vinculados con crímenes de lesa humanidad ocurridos en el territorio nacional.
30) Que por otra parte, no puede soslayarse que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos habilita a que, frente a un crimen internacional de lesa humanidad, si el Estado no quisiera o no pudiera cumplir con su obligación de sancionar a los responsables, resulte plenamente aplicable la jurisdicción universal para que cualquier Estado persiga, procese y sancione a quienes aparezcan como responsables de esos ilícitos, aun cuando los mismos hubieran sido cometidos fuera de su jurisdicción territorial o no guardaran relación con la nacionalidad del acusado o de las víctimas, en virtud de que tales hechos afectan a la humanidad entera y quebrantan el orden público de la comunidad mundial (Informe n° 133/99 caso 11.725 Carmelo Soria Espinoza, Chile, 19 de noviembre de 1999, párrs. 136 a 149 y punto 2 de las recomendaciones). Por lo cual, si no se ejerce la jurisdicción en función del principio territorial, entra a operar el principio universal y se pone en juego la soberanía de la República Argentina.
31) Que respecto del agravio vinculado con la supuesta lesión a la garantía de ley penal más benigna, nullum crimen nulla poena sine lege, así como la prohibición de aplicar la ley ex post facto, referenciados en el considerando 6°, párrafo tercero, esta Corte sostuvo en oportunidad de resolver la causa A.533.XXXVIII “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro y otros s/homicidio calificado y asociación ilícita – causa n° 259- “, sentencia del 24 de agosto de 2004, que “la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos reconocidos en la Convención [Interamericana sobre Desaparición Forzada de personas] y que los estados partes están obligados a respetar y garantizar”, sin perjuicio de la ley positiva del Estado que se trate, ya que aun cuando no existía al momento de los hechos -cabe recordar que se trataba de ilícitos acaecidos con anterioridad a aquellos que se pretendió amparar bajo las leyes en cuestión- “ningún texto convencional en vigencia, aplicable a los Estados Partes en la Convención, que emplee esta calificación, la doctrina y la práctica internacionales han calificado muchas veces las desapariciones como un delito contra la humanidad” (conf. Caso Velásquez Rodríguez, sentencia del 29 de julio de 1988 Serie C n° 4; luego reiterado en el caso Godinez Cruz, sentencia del 20 de enero de 1989, Serie C n° 5; y recientemente en el caso Blake, sentencia del 24 de enero de 1998, Serie C n° 36, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Asimismo, conf. Preámbulo de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas). Desde esta perspectiva, podría afirmarse que la ratificación en años recientes de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas por parte de nuestro país sólo ha significado, como ya se adelantara, la reafirmación por vía convencional del carácter de lesa humanidad postulado desde antes para esa práctica estatal, puesto que la evolución del derecho internacional a partir de la segunda guerra mundial permite afirmar que para la época de los hechos imputados el derecho internacional de los derechos humanos condenaba ya la desaparición forzada de personas como crimen de lesa humanidad. Esto obedece a “que la expresión desaparición forzada de personas no es más que un nomen iuris para la violación sistemática de una multiplicidad de derechos humanos, a cuya protección se había comprometido internacionalmente el Estado argentino desde el comienzo mismo del desarrollo de esos derechos en la comunidad internacional una vez finalizada la guerra (Carta de Naciones Unidas del 26 de junio de 1945, la Carta de Organización de los Estados Americanos del 30 de abril de 1948, y la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre del 2 de mayo de 1948)” (dictamen del señor Procurador General en la causa M.960.XXXVII “Massera, Emilio Eduardo s/incidente de excarcelación”, sentencia del 15 de abril de 2004, -considerando 13-).
También expresó este Tribunal que “…los delitos como el genocidio, la tortura, la desaparición forzada de personas, el homicidio y cualquier otro tipo de actos dirigidos a perseguir y exterminar opositores políticos…, pueden ser considerados crímenes contra la humanidad, porque atentan contra el derecho de gentes tal como lo prescribe el art. 118 de la Constitución Nacional…”, y que su carácter de “imprescriptibles” se deriva de la costumbre internacional que el Estado argentino había contribuido a formar en esa dirección -con antelación a la ocurrencia de los hechos amparados en las leyes en análisis, conforme se desprende del considerando 13 del citado fallo, parcialmente transcripto más arriba-, de modo que la Convención sobre Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad “…ha representado únicamente la cristalización de principios ya vigentes para nuestro Estado Nacional como parte de la Comunidad Internacional” (conf. considerandos 16, 31 y 32, del fallo dictado por esta Corte en la causa “Arancibia Clavel”).
32) Que en consecuencia, los hechos contemplados en las leyes 23.492 y 23.521 eran considerados crímenes contra la humanidad por el derecho internacional de los derechos humanos vinculante para la Argentina, con antelación a su comisión, de lo que se deriva como lógica consecuencia la inexorabilidad de su juzgamiento y su consiguiente imprescriptibilidad.
De tal modo, en manera alguna puede argumentarse que se trate de una aplicación retroactiva de la Convención al caso, puesto que la esencia que se recoge en el instrumento internacional era la regla según la costumbre internacional que se encontraba vigente desde la década de 1960, a la cual adhería el Estado argentino criterio que, por otra parte fue sostenido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos al resolver el caso “Barrios Altos” (considerandos 33, 34 y 35).
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación, se resuelve:
1.- Hacer lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos; declarar la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, y confirmar las resoluciones apeladas.
2.- Declarar la validez de la ley 25.779.
3.- Declarar, a todo evento, de ningún efecto las leyes 23.492 y 23.521 y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.
4.- Imponer las costas al recurrente (art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. – Elena I. Highton de Nolasco.
Voto del doctor Lorenzetti:
Considerando: Que el infrascripto coincide con los considerandos 1° a 11 del voto del juez Petracchi.
12) Que es indudable la trascendencia institucional que tiene la presente causa para la Nación Argentina, no sólo por el carácter de los acontecimientos pasados que se juzgan, sino también por las sucesivas disposiciones legislativas y judiciales que sobre ellos han recaído, todo lo cual obliga a una extrema prudencia en el juicio.
La práctica constitucional, al igual que las catedrales medievales en cuya edificación intervenían varias generaciones, es una obra colectiva que se perfecciona a través de los años y con el aporte de varias generaciones (Nino, Carlos, “Fundamentos de Derecho Constitucional”, Buenos Aires, Astrea, 1992). Quienes tomaron decisiones, legislaron o dictaron sentencias en los últimos treinta años hicieron su valioso aporte en las situaciones que les tocaron vivir. Pero en la hora actual, es deber de esta Corte, tomar en cuenta el grado de maduración que la sociedad muestra sobre la concepción de la justicia, entendida como los principios morales que aceptarían personas libres, iguales, racionales y razonables que permitan una convivencia basada en la cooperación (Rawls, John, “Teoría de la justicia”, México, Fondo de Cultura Económica, 1971; del mismo autor “Justice as Fairness. A Restatement”, Ed Erin Kelly, Harvard, 2001; Barry, Brian, “Justice as imparciality”, Oxford, Clarendon Press, 1995) y que no son otros que los del estado de derecho. Nuestro deber en la hora actual es garantizar, de modo indubitable, la vigencia plena y efectiva del estado de derecho para quienes habitan esta Nación y para las generaciones futuras.
13) Que la resolución recurrida ha calificado a los delitos imputados dentro de la categoría de “crímenes contra la humanidad” consistentes en la privación ilegal de la libertad doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, las que, a su vez concurren materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí.
La descripción jurídica de estos ilícitos contiene elementos comunes de los diversos tipos penales descriptos, y otros excepcionales que permiten calificarlos como “crímenes contra la humanidad” porque: 1- afectan a la persona como integrante de la “humanidad”, contrariando a la concepción humana más elemental y compartida por todos los países civilizados; 2- son cometidos por un agente estatal en ejecución de una acción gubernamental, o por un grupo con capacidad de ejercer un dominio y ejecución análogos al estatal sobre un territorio determinado.
El primer elemento pone de manifiesto que se agrede la vida y la dignidad de la persona, en cuanto a su pertenencia al género humano, afectando aquellos bienes que constituyen la base de la coexistencia social civilizada. Desde una dogmática jurídica más precisa, se puede decir que afectan derechos fundamentales de la persona, y que estos tienen esa característica porque son “fundantes” y “anteriores” al estado de derecho. Una sociedad civilizada es un acuerdo hipotético para superar el estado de agresión mutua (Hobbes, Thomas, “Leviatán. O la materia, forma y poder de una República, eclesiástica y civil”, México, Fondo de Cultura Económica, 1994), pero nadie aceptaría celebrar ese contrato si no existen garantías de respeto de la autonomía y dignidad de la persona pues “aunque los hombres, al entrar en sociedad, renuncian a la igualdad, a la libertad y al poder ejecutivo que tenían en el estado de naturaleza, poniendo todo esto en manos de la sociedad misma para que el poder legislativo disponga de ello según lo requiera el bien de la sociedad, esa renuncia es hecha por cada uno con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor, ya que no puede suponerse que criatura racional alguna cambie su situación con el deseo de ir a peor” (Locke, John, “Segundo Tratado sobre el Gobierno civil”, capítulo 9, Madrid, Alianza, 1990). Tales derechos fundamentales son humanos, antes que estatales. Por ello, los derechos fundamentales no pueden ser suprimidos por el Estado Nacional y si no son respetados, tienen tutela transnacional. Este aspecto vincula a esta figura con el derecho internacional humanitario, puesto que ningún estado de derecho puede asentarse aceptando la posibilidad de la violación de las reglas básicas de la convivencia y admitiendo comportamientos que tornan a las personas irreconocibles como tales.
El segundo aspecto requiere que la acción no provenga de otro individuo aislado, sino de la acción concertada de un grupo estatal o de similares características que se propone la represión ilícita de otro grupo, mediante la desaparición física de quienes lo integran o la aplicación de tormentos. No se juzga la diferencia de ideas, o las distintas ideologías, sino la extrema desnaturalización de los principios básicos que dan origen a la organización republicana de gobierno. No se juzga el abuso o el exceso en la persecución de un objetivo loable, ya que es ilícito tanto el propósito de hacer desaparecer a miles de personas que piensan diferente, como los medios utilizados que consisten en la aniquilación física, la tortura y el secuestro configurando un “Terrorismo de Estado” que ninguna sociedad civilizada puede admitir. No se juzga una decisión de la sociedad adoptada democráticamente, sino una planificación secreta y medios clandestinos que sólo se conocen muchos años después de su aplicación. No se trata de juzgar la capacidad del Estado de reprimir los delitos o de preservarse a sí mismo frente a quienes pretenden desestabilizar las instituciones, sino de censurar con todo vigor los casos en que grupos que detentan el poder estatal actúan de modo ilícito, fuera del ordenamiento jurídico o cobijando esos actos con una ley que sólo tiene la apariencia de tal. Por ello, es característico de esos delitos el involucrar una acción organizada desde el Estado o una entidad con capacidad similar, lo que comprende la posibilidad del dictado de normas jurídicas que aseguran o pretenden asegurar la impunidad.
En el caso, Julio Simón es acusado de delitos que contienen los elementos de calificación mencionados, ya que actuó en su condición de miembro de la Policía Federal Argentina y ejecutando un plan que incluía la persecución de personas por razones políticas. La existencia de estos hechos ha quedado plenamente acreditada, al menos al extremo necesario para fundar el auto de mérito que el recurrente impugna.
14) Que entiende esta Corte Suprema que esos hechos están bien calificados jurídicamente por lo antes dicho, y también para la etapa procesal en la que dicta la resolución de grado.
15) Que efectuada esta calificación del tipo, corresponde examinar los complejos problemas jurídicos que revelan las cuestiones planteadas en autos, relativas a la constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, denominadas respectivamente de “obediencia debida” y “punto final”, acerca de la ley 25.779 que declara la nulidad de ambas y la extensión del principio de legalidad.
Esta Corte entiende que debe darse una respuesta precisa a estas cuestiones, ya que el estado de derecho no puede estar basado en simples razones de excepción, ni prescindir de fundados principios jurídicos que confieran estabilidad a las decisiones y den seguridad jurídica a los ciudadanos.
16) Que la fuente del derecho a la que debe recurrirse para calificar a los mencionados delitos, es la Constitución Nacional (art. 31 Constitución Nacional) en tanto norma fundamental de reconocimiento del estado de derecho. Para estos fines, aquélla debe ser entendida como un sistema jurídico que está integrado por las reglas que componen su articulado y los tratados que “en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la Primera Parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos” (art. 75 inc. 22 Constitución Nacional).
17) Que para comprender el sistema de fuentes del ordenamiento jurídico argentino no cabe reeditar discusiones doctrinarias acerca del dualismo o monismo. La idea de que existe un doble derecho integrado por las normas internacionales que deben ser adoptadas o incorporadas a nuestro derecho interno, o de que configuran normas constitucionales de segundo rango, no se compadece con la clara disposición de la Constitución Argentina ya citada en materia de derechos humanos. Esta Corte ha definido esta cuestión en precedentes que establecieron la operatividad de los tratados sobre derechos humanos, y el carácter de fuente de interpretación que tienen las opiniones dadas por los órganos del sistema interamericano de protección de derechos humanos en casos análogos (Fallos: 315:1492; 318:514). La incorporación de los tratados sobre derechos humanos especificados en el art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional es una decisión de los constituyentes, que los poderes constituidos no pueden discutir. La función de los jueces es claramente interpretativa, basada en un juicio de ponderación, con sustento en los principios de armonización, complementariedad, y pleno significado de todas las disposiciones.
18) Que estas fuentes revelan la existencia de un derecho humanitario constitucionalizado (art. 75 inc. 22 Constitución Nacional) que debe ser interpretado conforme al principio de legalidad (art. 18 Constitución Nacional), para proveer de la suficiente seguridad jurídica que reclama el estado de derecho.
La invocación de un derecho supra legal para desconocer límites de legalidad no permite aventar los riesgos que la experiencia histórica ha revelado, ya que hay numerosas versiones del derecho natural (Alfred Verdross, “La filosofía del derecho del mundo occidental”, México, Centro de Estudios Filosóficos, UNAM, 1962; Hans Welzel, “Introducción a la Filosofía del Derecho: Derecho Natural y Justicia Material”, Madrid, Aguilar, 1971). Sin entrar en mayores detalles que no vienen al caso, es claro que hay un derecho natural de raíz escolástica, otros de claro origen contractualista liberal y absolutista, pero también hubo derechos naturales -con ese u otro nombre- autoritarios y totalitarios. Es suficientemente conocido que la legislación penal del nacional-socialismo apelaba a un pretendido derecho natural fundado en la sangre, la raza y el suelo (Édouard Conte-Cornelia Essner, “Culti di sangue, Antropología del nazismo”, Roma, Carocci Editore, 2000; Michael Burleigh-Wolfgang Wippermann, “Lo Stato razziale”, Germania 1933-1945, Milano, Rizzoli, 1992; George L. Mosse, “La cultura nazi”, Barcelona, Grijalbo, 1973), o que el stalinismo se fundó en principios de la sociedad socialista (así: Stucka-Pasukanis-Vysinskij-Strogovic, “Teorie sovitiche del diritto”, Milano, Giuffré, 1964). Sin embargo, la reacción alemana frente a las atrocidades del nazismo provocó un poderoso movimiento teórico de resurgimiento del jusnaturalismo, del que se hicieron eco varias sentencias emanadas del Tribunal Constitucional de dicho país. La apelación a un derecho supra legal se llevó a cabo especialmente por la vía de la “naturaleza de las cosas” (sobre ello, Alessandro Baratta, “La teoría della natura del fatto alla luce della ‘nuova retorica'”, Milano, Giuffré, 1968; Luis Recaséns Siches, “Experiencia jurídica, naturaleza de la cosa y Lógica ‘razonable'”, México, UNAM, 1971; Ernesto Garzón Valdés, “Derecho y ‘naturaleza de las cosas’, Análisis de una nueva versión del derecho natural en el pensamiento jurídico alemán contemporáneo”, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1970).
Cabe advertir que media una notoria diferencia entre el momento en que este debate tuvo lugar y el presente. En la posguerra no había constitución en Alemania; la Constitución de la República Federal se sancionó en 1949 y en ese momento las perspectivas de la Carta de Bonn no eran mejores que las de Weimar treinta años antes. En el plano universal sólo existía la Declaración Universal de Derechos Humanos, instrumento fundamental pero realmente débil en ese momento, pues la aceptación de su consideración como derecho imperativo (“ius cogens”) es muy posterior a los primeros años de la posguerra. Tampoco existía en Europa un sistema regional de Derechos Humanos; la Convención de Roma data de 1950 y su ratificación y puesta en funcionamiento para todo el continente fueron muy posteriores y graduales. En otras palabras, no se había positivizado suficientemente el derecho internacional de los derechos humanos y aún eran débiles las leyes nacionales.
La consagración de los derechos humanos se obtuvo primero en las constituciones nacionales y luego se globalizó, en una evolución que llevó siglos. Los padres liberales del derecho penal de los siglos XVIII y XIX necesitaron poner límites al poder estatal desde lo supra legal, pues carecían de constituciones. Por ello, Feuerbach consideraba que la filosofía era fuente del derecho penal y Carrara derivaba su sistema de la razón. La incorporación de derechos en las constituciones sirvió para positivizar en el plano nacional estas normas antes supra legales, pero luego las constituciones fallaron, los estados de derecho constitucionales se derrumbaron y tampoco tuvieron éxito los intentos internacionalistas de la Liga de las Naciones. Los totalitarismos de entreguerras barrieron con todos esos obstáculos y muchos años después, pasada la catástrofe y superadas etapas de congelamiento posteriores, los derechos humanos se internacionalizaron y globalizaron. En efecto, a partir de las declaraciones de derechos realizadas en las revoluciones estadounidense y francesa, y en los dos siglos posteriores, se producen los dos procesos que Treves llamó de “positivización” de los derechos y principios contenidos en ellas -al primero de ellos- y, luego de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, de “internacionalización” de los mismos derechos positivizados (Renato Treves, “Diritti umani e sociología del diritto” en Renato Treves y Vicenzo Ferrari -coords., “Sociologia dei Diritti Umani”, Milano, Franco Angelo, 1989). Este último fenómeno de positivización de los derechos humanos en el derecho internacional, como reaseguro de sus positivizaciones nacionales, es lo que hizo perder buena parte del sentido práctico al clásico debate entre positivismo y jusnaturalismo, sin que, por supuesto, pierda importancia teórica y tampoco cancele sus consecuencias prácticas, porque nada garantiza que el proceso de positivización no se revierta en el futuro. Ello es consecuencia del ambiente cultural y político del cual nacen la Carta de la ONU de 1945, la Declaración Universal de 1948 y por lo tanto, como afirma Ferrajoli, el anti-fascismo es el rasgo de la democracia contemporánea nacida de las ruinas de la segunda guerra mundial. Tras comprobar que las mayorías requieren de límites que están en las propias constituciones estatales, y que los mismos Estados requieren de límites supranacionales (Luigi Ferrajoli, “El Tribunal Penal Internacional: una decisión histórica para la cual nosotros también hemos trabajado” en Revista “Nueva Doctrina Penal”, Buenos Aires, del Puerto, tomo 2002/B) surge un nuevo enfoque basado en la Democracia Constitucional.
19) Que la afirmación de que la fuente normativa es el derecho internacional humanitario positivizado, permite seguir admitiendo una regla de reconocimiento de lo que es legal y de lo que no lo es (Herbert L. Hart, “The concept of law”, Oxford, Clarendon Press, 1961), lo que no impide dos aseveraciones complementarias.
El derecho es un sistema de reglas y de principios y estos últimos permiten una apertura hacia las consideraciones morales del derecho (Lon Fuller, “The morality of law”, New Haven, Yale University Press, 1969). Las proposiciones normativas exhiben una pretensión de verdad o corrección que las vincula con la visión ética del derecho, lo cual, en el campo de los derechos humanos, permite una conciliación de su tutela con la aplicación de los principios republicanos (Jürgen Habermas, “Derechos humanos y Soberanía popular. Concepción liberal y republicana”, en “Derechos y Libertades”, número 3, Madrid, Universidad Carlos III, 1994). Esta pretensión de fundamentabilidad ética de la legislación ha llevado a sostener que el legislador puede dictar una ley que revela una insoportable contradicción con la justicia, y que el ciudadano no debe obedecer (Robert Alexy, “La decisión del Tribunal Constitucional alemán sobre los homicidios cometidos por los centinelas del muro de Berlín”, en Revista “Doxa”, Alicante, 1997).
El conflicto entre la justicia y la seguridad jurídica se ha resuelto otorgando prioridad al derecho positivo, el que tiene primacía aun cuando su contenido sea injusto y antifuncional, salvo que la contradicción de la ley positiva con la justicia alcance una medida tan insoportable que la ley, en cuanto “derecho injusto” deba retroceder ante la justicia. Esta es la “fórmula Radbruch” (Gustav Radbruch, Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht (1946) – traducción española bajo el título “Arbitrariedad legal y Derecho supralegal”, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1962) que, si bien tiene un claro origen iusnaturalista, puede ser ajustada al canon hermenéutico de la previsibilidad por la vía del control ético y del principio lógico interno del derecho. En este sentido puede decirse que la ley debe ser interpretada conforme al estándar del ser humano maduro dotado de razonabilidad práctica (John Finnis, “Aquinus. Moral, Political and legal Theory”, Oxford, Oxford University Press, 1998, y “Natural law and natural rights”, Oxford, Clarendon Press, 1980).
Este criterio fue aplicado recientemente por el Tribunal Constitucional Federal de Alemania (Caso “Guardianes del muro” – “Mauerschützen”, del 24 de octubre de 1996) en una decisión ratificada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Caso Streletz, Kessler y Krenz v. Alemania”, Estrasburgo, 22 de marzo de 2001), en la que ambos tribunales negaron legitimidad a la excusa que invocaron los guardianes del muro de Berlín para asesinar en cumplimiento de la ley. Se afirmó en dichos fallos que existían principios básicos de derechos humanos claramente reconocidos y reconocibles en el origen mismo de la acción, por lo que no puede invocarse la aplicación retroactiva de la ley ni violación alguna al principio de legalidad.
La segunda vertiente complementaria es la existencia del “Derecho de Gentes” reconocido tempranamente en el derecho argentino. El art. 118 de la Constitución Nacional recepta esta fuente y se ha reconocido la competencia de los jueces nacionales para juzgar conforme a derecho de gentes (art. 4 de la ley 27 y art. 21 de la ley 48). Ello implica admitir la existencia de un cuerpo de normas fundadas en decisiones de tribunales nacionales, tratados internacionales, derecho consuetudinario, opiniones de los juristas, que constituyen un orden común a las naciones civilizadas. Se trata de una antigua tradición valorada por los más antiguos e importantes juristas de la tradición anglosajona (William Blackstone, “Commentaries on the Laws of England”, 16th. edition, London, Cadell and Butterworth) e iberoamericana (Francisco Suárez, “De legibus”, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1967).
El derecho de gentes es claro en sus efectos, ya que se reconoce su carácter imperativo (“ius cogens”), pero su contenido es todavía impreciso en las condiciones actuales del progreso jurídico, por lo cual es necesario obrar con suma cautela y reconocerle el carácter de fuente complementaria a los fines de garantizar su aplicación sin que se lesione el principio de legalidad (art. 18 Constitución Nacional). Es necesaria la prudencia extrema en el campo de la tipificación de los delitos internacionales con base en el denominado derecho de gentes. No obstante, en lo que respecta a esta causa, la violación de derechos humanos y el genocidio están ampliamente reconocidos como integrantes del derecho de gentes.
20) Que definido con claridad el bloque de constitucionalidad en materia de delitos de lesa humanidad, corresponde examinar si las leyes denominadas “de obediencia debida” y “punto final”, invocadas por la defensa y descalificadas por los tribunales de grado, se ajustan o no al mandato de la Carta Magna.
21) Que la ponderación de las leyes cuestionadas con relación al bloque de constitucionalidad vigente a la época de su sanción, conduce a la afirmación de su inconstitucionalidad.
Las leyes 23.492 y 23.521 fueron sancionadas el 29 de diciembre de 1986 y el 4 de junio de 1987 respectivamente, es decir que ambas fueron posteriores a la ratificación argentina de la Convención Americana sobre Derechos Humanos realizada en el año 1984. En el caso resulta relevante especificar lo decidido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la causa “Barrios Altos” Serie C N° 75, (sentencia del 14 de marzo de 2001) que ha señalado que “son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y la sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”.
También resultan violatorias del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, lo que importa que no sólo desconocen las obligaciones internacionales asumidas en el ámbito regional americano sino incluso las de carácter mundial, por lo cual se impone restarle todo valor en cuanto a cualquier obstáculo que de éstas pudiera surgir para la investigación y alcance regular de los procesos por crímenes de lesa humanidad cometidos en territorio de la Nación Argentina.
22) Que siendo este argumento suficiente para su descalificación, corresponde examinar otros aspectos específicos, para dar satisfacción a los imputados en el ejercicio de su derecho de defensa.
23) Que desde las primeras versiones sobre lo que es el derecho se reconocía algo parecido al principio de la realidad. De esa forma se aceptaba que existían hechos que no pueden olvidarse. Ello regía, en las diferentes versiones de derecho natural o de derecho positivo, también sobre las facultades que tiene el propio soberano. Es así que desde que el adjetivo “amnemon” (olvidadizo) se sustantivó en la Atenas que deseaba pasar página tras la dictadura de los Treinta tiranos, dando lugar al primer “soberano acto de olvido” o “amnistía”, se reconocía que no todo hecho podía encuadrar en ese tipo de decreto. En la evolución mencionada se arriba a la “comunis opinio” de que los delitos de lesa humanidad no deberían ser amnistiados. Tras la positivización e internalización de los derechos humanos, aquellos hechos (los delitos de lesa humanidad) que no “pueden” olvidarse, tampoco “deben” olvidarse. Esa afirmación integra el corpus de nuestra Constitución Nacional.
La ley 23.492 dispuso que “se extinguirá la acción penal respecto de toda persona por su presunta participación en cualquier grado, en los delitos del art. 10 de la ley 23.049, que no estuviere prófugo, o declarado en rebeldía, o que no haya sido ordenada su citación a prestar declaración indagatoria, por tribunal competente, antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley”. En este sentido la ley tiene una finalidad clara que, por sus efectos, puede ser encuadrada dentro de la noción de amnistía.
No es preciso que esta Corte juzgue las finalidades que motivaron al legislador de la época, ni es necesario determinar si el propósito de obtener la “paz social” fue logrado por ese medio. Lo cierto es que, dado el grado de madurez del derecho internacional humanitario obligatorio, juzgado en la actualidad, no es posible sostener válidamente su constitucionalidad y para ello es suficiente con la remisión ya efectuada a lo resuelto en el caso “Barrios Altos” por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El Honorable Congreso de la Nación tiene facultades para dictar leyes de amnistía (art. 75 inc. 20 Constitución Nacional). Pero una ley que clausura no sólo las penalidades sino la propia investigación y condena, priva de toda satisfacción moral a una comunidad aún profundamente dolida por los tremendos horrores sucedidos en esos años.
Nuestros constituyentes originarios quisieron terminar de una vez y para siempre con la tortura del opositor político, no sólo para transformar las conductas del presente que les tocó vivir, sino para que el futuro se basara en el debate de ideas y no en la supresión física del opositor. Lamentablemente no hemos cumplido ese deseo, pero lo incumpliríamos aún más si los delitos fueran objeto de amnistía, ya que no serían eliminados para siempre como manda el art. 18 de la Constitución Nacional.
Es necesario señalar, entonces, lo dicho sobre que aún las leyes de amnistía tienen un límite moral, y está dado por la imposibilidad de amnistiar delitos de lesa humanidad, conforme se ha dicho, porque si se pretende forzar a “olvidar” y a perdonar los agravios proferidos a los significados profundos de la concepción humana, si los delitos atroces quedan impunes, la sociedad no tiene un futuro promisorio porque sus bases morales estarán contaminadas.
24) La ley 23.521, al invadir esferas propias del poder judicial y al consagrar una eximente basada en la obediencia de órdenes reconocibles como ilegales es inconstitucional. La mencionada ley dispone (art. 1°) que “se presume, sin admitir prueba en contrario, que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por los delitos a que se refiere el art. 10, punto 1 de la ley 23.049 por haber obrado en virtud de obediencia debida. La misma presunción será aplicada a los oficiales superiores que no hubieran revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria si no se resuelve judicialmente, antes de los treinta días de promulgación de esta ley, que tuvieron capacidad decisoria o participaron en la elaboración de órdenes”.
Esta ley presenta varias objeciones constitucionales relevantes.
En primer lugar, impone a los jueces una determinada interpretación de los hechos sometidos a su conocimiento en una causa o controversia (opinión del ministro Bacqué en su disidencia en Fallos: 310:1162). El Honorable Congreso de la Nación tiene facultades para establecer presunciones generales, pero en la norma que se analiza se observa que se dirige a un grupo de casos específicamente delimitados subjetiva y objetivamente, con la clara intención de sustraerlos al juzgamiento por parte del Poder Judicial de la Nación, lo cual afecta la división de poderes.
En segundo lugar, consagra una eximente respecto de quienes han obrado en cumplimiento de órdenes claramente reconocibles como ilícitas, lo que es contrario a principios de una larga tradición jurídica que hoy tiene rango constitucional.
Ya en el derecho romano se limitó la obediencia debida a los hechos que carezcan de la atrocidad del delito grave (“quae non habent atrocitaten facinoris”) (Digesto, L.43, Libro 24, Título III), regla que fue mantenida en el medioevo a través de los glosadores y post-glosadores (Baldo, Bártolo) y en el derecho de inspiración cristiana que siempre consideró que no se podían justificar las conductas que se amparaban en órdenes contrarias a la ley divina.
Esta tradición jurídica no fue ignorada por los fundadores de la patria al declarar que “quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes” (art. 18 Constitución Nacional).
Existe entonces una regla de comportamiento ético constitucionalizada que es una frontera que debe ser respetada tanto por quienes reciben este tipo de órdenes como para el legislador que pretenda legitimarlas.
25) Que corresponde fijar con precisión los efectos de la declaración de inconstitucionalidad. Las leyes mencionadas deben ser descalificadas por su inconstitucionalidad y además deben removerse los obstáculos para cumplir con las obligaciones internacionales del Estado Nacional en esta materia. En efecto: la clara jurisprudencia de “Barrios Altos” ya citada, exige que ningún efecto de esas leyes pueda ser operativo como obstáculo a los procesos regulares que se llevan o deban llevarse a cabo respecto de las personas involucradas en los crímenes de lesa humanidad cometidos en el período comprendido por ellas.
26) Que cabe examinar la ley 25.779 sancionada por el Honorable Congreso de la Nación en cuanto declara insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521.
27) Que la sanción de la ley mencionada es una clara demostración de los esfuerzos de la Nación Argentina para cumplir con las normas internacionales a las que se había obligado. Es sin duda loable el propósito del Congreso de la Nación en este aspecto, así como lo es también el esfuerzo argumentativo realizado por los legisladores en la fundamentación de la ley en una abrumadora coincidencia de opiniones. En este sentido, se dijo que nada hay que impida al Congreso revisar sus propios actos (según palabras del señor diputado Díaz Bancalari en su debate parlamentario) y se invocó la necesidad de cumplir los criterios internacionales en la materia que surgen de la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad aprobada por el Congreso (conforme lo expresado por los señores senadores Terragno y Perceval), con la finalidad de ejercer un control general y preventivo respecto de la inconstitucionalidad de las normas (señora diputada Carrió), existiendo una clara coincidencia en que es competencia del Poder Judicial la declaración de inconstitucionalidad en un caso concreto. En definitiva, se ha cumplido con la obligación que tiene el Estado de introducir en el derecho interno las modificaciones necesarias para asegurar el fiel cumplimiento de las obligaciones asumidas.
Corresponde señalar que el Honorable Congreso de la Nación ha expresado un consenso sobre la necesidad de desmontar los efectos de las leyes referidas que es de un valor indudable para esta Corte Suprema, que no debe ignorar el estado de conciencia mayoritario de la comunidad en un tiempo determinado. También es necesario poner de relieve la prudencia de la norma al emplear un lenguaje declarativo pero no directamente anulatorio.
Establecidos estos efectos jurídicos declarativos de la ley 25.779, corresponde delimitar con precisión otros aspectos.
28) Que el meritorio efecto declarativo que se le reconoce a la ley 25.779 debe ser interpretado armónicamente con los límites que la Constitución Nacional y el derecho infraconstitucional establecen para el específico efecto de nulidad.
Por ello, el primer y básico cuestionamiento se refiere a la competencia del Honorable Congreso de la Nación. Se ha señalado que el parlamento inglés tenía amplias facultades fundadas en la necesidad de luchar contra la monarquía, y podía hacer de todo, menos cambiar el orden de la naturaleza” (Lord Holt, citado en O. M. Wilson, “Digesto de la Ley Parlamentaria”, traducido del inglés con autorización del Senado y encargado de la Comisión de Revisión de Reglamento por A. Belin, Buenos Aires, 1877, p. 195; Manuel Rivacoba y Rivacoba, “Incongruencia e inconstitucionalidad de la llamada ley argentina de obediencia debida”, en Revista “Doctrina Penal”, volumen 10, Buenos Aires, Depalma, 1987). Esta configuración cambió con el tiempo y especialmente en el sistema adoptado en nuestro país, basado en la separación de poderes, con límites que no puede exceder, sin riesgo de que sus leyes no se apliquen por decisión de los jueces, que devienen controladores de estos límites. Este es el sentido del control difuso de constitucionalidad de origen norteamericano que inspira a nuestra Constitución Nacional. El Poder Legislativo no puede ejercer la jurisdicción, más que en los casos y condiciones que la Constitución establezca y con los alcances y efectos previstos en ésta. Esta limitación es reconocida por el propio Congreso Nacional en el debate legislativo de la ley 25.779. Ninguno de los argumentos sostenidos para defender en el caso esta potestad del Congreso ha pretendido que éste se encuentra habilitado para anular cualquier ley y menos cualquier ley penal en cualquier circunstancia. Por el contrario, todos los argumentos a favor de la constitucionalidad de la ley 25.779 han discurrido sobre la base de que se trata de una circunstancia extremadamente excepcional.
El Congreso Nacional puede ejercer un control preventivo de constitucionalidad en oportunidad de debatir un proyecto de ley. Una vez sancionada la norma, si detecta una inconstitucionalidad o ella ha sido declarada por un juez, puede ejercer un control reparador derogándola con efectos para el futuro. Pero es necesario establecer con toda precisión que, de acuerdo con nuestra Constitución, la única vía para privar retroactivamente de efectos a una ley es, de modo excluyente, la declaración de su inconstitucionalidad en un caso por parte de un tribunal de justicia.
El segundo argumento es la situación excepcional. La tesis que invoca un estado de necesidad de los poderes nacionales en el momento de sancionar las leyes que se quieren anular, aunque pueda ser entendido en la situación dada, no puede ser admitido como un criterio general válido para justificar la nulidad de las leyes. En el momento de la sanción de las leyes había una situación delicada invocada por el legislador, cuya valoración no corresponde a esta Corte Suprema. Pero si se permitiera que el Congreso estableciera nulidades invocando el estado de necesidad o la coacción, se introduciría una inseguridad jurídica formidable, ya que serían numerosas e imprecisas las situaciones en las que se podría invocar presiones y necesidades, propias de la actividad legisferante.
El tercero, es la aplicación extensiva del art. 29 de la Constitución Nacional. Sin embargo, de la letra de este artículo surge claramente que esas leyes configuran una hipótesis no contemplada en su texto. Por ende, no se trataría de una interpretación extensiva del art. 29, sino de una integración analógica de ese texto, la cual puede ser violatoria del art. 18 de la misma Constitución y de las disposiciones concernientes a la legalidad de los tratados internacionales incorporados a la Constitución.
El cuarto, es el derecho natural, el que no es necesario invocar, por las razones ya apuntadas en considerandos anteriores, ya que el derecho internacional de los derechos humanos, que forma un plexo único con el derecho nacional, confirmado por el inc. 22 del art. 75 de la Constitución Nacional, hace ineficaces las leyes que la ley 25.779 declara nulas.
El quinto argumento es la coherencia del ordenamiento jurídico, lo cual, per se, no habilita tampoco al Congreso Nacional a anular una ley penal. El legislador puede incurrir en contradicciones y de hecho lo hace, pero es tarea de los jueces reducir las contradicciones porque lo que no puede ser contradictorio es la interpretación del derecho, y ésta, como es sabido, incumbe a los jueces. Por ende, si se tratase sólo de anular una ley en razón de su contradicción con otras leyes, no sería tarea que incumbiese al Poder Legislativo, sino al Judicial.
29) Que efectuadas las precisiones del considerando anterior, que llevan a sostener el carácter declarativo de la ley 25.779 y la imposibilidad de concederle un efecto nulificante, es deber de esta Corte agotar las posibles interpretaciones de la ley 25.779 antes de concluir en su inconstitucionalidad. Sabido es que la inconstitucionalidad es un remedio extremo, que sólo puede operar cuando no resta posibilidad interpretativa alguna de compatibilizar la ley con la Constitución Nacional, conforme a un elemental principio de economía hermenéutica y prudencia que debe regir las decisiones judiciales.
Para estos fines corresponde distinguir entre “norma” y “enunciado normativo”, y afirmar que toda ley es un “enunciado normativo” que nos permite deducir la “norma” (Robert Alexy, “Teoría de los Derechos Fundamentales”, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002, páginas 50 y siguientes). Así, el art. 79 del Código Penal es un enunciado normativo, pero la norma es el “no matarás”. El art. 1° de la ley 25.779 también es un enunciado normativo, en tanto que la norma es “prohibido reconocerle cualquier eficacia a las leyes 23.492 y 23.521”.
La norma ya estaba en el derecho vigente sobre la base del bloque de constitucionalidad descripto en los considerandos precedentes.
El Congreso debía remover los obstáculos para que la norma fuera aplicable, cumpliendo con las convenciones internacionales a las que había dado vigor. Tal como se ha señalado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la causa citada en el considerando 21 del presente voto consideró que “las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables, ni pueden tener igual o similar impacto respecto de otros casos de violación de los derechos consagrados en la Convención Americana acontecidos en Perú”. Esta jurisprudencia es -sin duda- aplicable al caso de las leyes que anula la ley 25.779 y, conforme a ella, es claro que la eficacia de éstas últimas sería considerada un incumplimiento internacional susceptible de ser sancionado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El Congreso de la Nación se encontraba ante una norma que integraba el ordenamiento jurídico y que debía dejar sin efecto para remover los obstáculos que impedían su aplicación, y concurrió un hecho nuevo.
Este hecho posterior es la operatividad real del principio universal.
Sabido es que comenzaron a promoverse acciones de persecución penal por los hechos que se investigan en esta causa ante varios tribunales de otros países, porque en la República existían impedimentos legales que no eran removidos. Cualquiera sea la opinión que se tenga acerca del funcionamiento concreto del principio universal, sobre la autoridad moral de los estados que lo invocan, sobre la coherencia o incoherencia de su invocación, lo cierto es que la comunidad internacional lo está aplicando por delitos cometidos en nuestro territorio, en razón de que la República no ha ejercido la jurisdicción, o sea, no ha ejercido su soberanía.
Hoy las normas que obligan a la República en función del ejercicio que hizo de su soberanía, le imponen que ejerza la jurisdicción, claro atributo de la propia soberanía, so pena de que ésta sea ejercida por cualquier competencia del planeta.
Es claro que la jurisdicción es un atributo de la soberanía y que ésta, en nuestro sistema, emana del pueblo. En consecuencia, el principio universal deviene operativo cuando un Estado no ha ejercido su soberanía y, por ello, los restantes estados de la comunidad internacional quedan habilitados para hacerlo. Un Estado que no ejerce la jurisdicción en estos delitos queda en falta frente a toda la comunidad internacional.
La dignidad de la República en la comunidad internacional, exige que ésta reafirme plenamente su voluntad de ejercer su jurisdicción y su soberanía.
Este es el fundamento por el cual el Congreso Nacional, más allá del nomen juris, mediante la ley 25.779 quita todo efecto a las leyes cuya constitucionalidad se discute en estas actuaciones. Si la ley 25.779 no se hubiese sancionado, sin duda que serían los jueces de la Nación y esta Corte Suprema quienes hubiesen debido cancelar todos los efectos de las leyes 23.492 y 23.521. La sanción de la ley 25.779 elimina toda duda al respecto y permite la unidad de criterio en todo el territorio y en todas la competencias, resolviendo las dificultades que podría generar la diferencia de criterios en el sistema de control difuso de constitucionalidad que nos rige. Además brinda al Poder Judicial la seguridad de que un acto de tanta trascendencia, resulte del funcionamiento armónico de los tres poderes del Estado y no dependa únicamente de la decisión judicial. En tal sentido, el Congreso de la Nación no ha excedido el marco de sus atribuciones legislativas, como lo hubiese hecho si indiscriminadamente se atribuye la potestad de anular sus propias leyes, sino que se ha limitado a sancionar una ley cuyos efectos se imponen por mandato internacional y que pone en juego la esencia misma de la Constitución Nacional y la dignidad de la Nación Argentina.
30) Que es necesario responder a las objeciones basadas en el principio de legalidad reconocido en la Constitución Nacional.
En este sentido, el bloque de constitucionalidad debe ser interpretado de manera armónica como se dijo en los considerandos anteriores. No es admisible que para no violar las convenciones incorporadas a la Constitución Nacional se desconozcan garantías penales y procesales que la propia Ley Fundamental establece. Más aún, el propio derecho internacional se opone a esta priorización de normas, al prohibir las interpretaciones de mala fe de las convenciones y al establecer las llamadas cláusulas “pro homine”, lo que está claramente expresado en el art. 75 inc. 22 de la Constitución al establecer el principio no derogatorio.
La ilicitud de las conductas existía con anterioridad a los hechos y estaba claramente descripta en el Código Penal Argentino, en el art. 18 de la Constitución Nacional que prohibía las torturas, en el principio moral descripto en considerandos anteriores y en el derecho de gentes.
Sobre este punto no hay dudas en nuestro sistema ni en el derecho comparado. Al respecto, conviene recordar nuevamente al Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el ya mencionado caso “Streletz, Kessler, y Krenz vs. Alemania”, en el cual los imputados invocaron que, en vista de la real situación en la RDA sus condenas por los tribunales alemanes no habían sido previsibles y que habría sido absolutamente imposible para ellos prever que algún día serían conducidos ante un tribunal penal a causa del cambio de circunstancias. El Tribunal sostuvo que esa argumentación no lo convencía, ya que “la amplia separación existente entre la legislación de la República Democrática Alemana (RDA) y su práctica fue en gran parte la obra de los propios peticionantes. A causa de las muy importantes posiciones que ellos ocupaban en el aparato estatal, evidentemente no podían haber sido ignorantes de la Constitución y la legislación de la RDA, o de sus obligaciones internacionales y de las críticas que internacionalmente se habían hecho de su régimen de policía de frontera. Además, ellos mismos habían implementado o mantenido tal régimen, colocando por sobre las previsiones legales publicadas en el boletín oficial de la RDA órdenes secretas e instrucciones de servicio sobre la consolidación y perfeccionamiento de las instalaciones de protección de la frontera y el uso de armas de fuego. En la orden de disparar dada a los guardias fronterizos ellos habían insistido en la necesidad de proteger las fronteras de la RDA “a cualquier precio” y de “arrasar a los violadores de frontera” o “aniquilarlos”. Por lo tanto los peticionantes fueron directamente responsables por la situación que existía en la frontera entre los dos estados alemanes desde comienzos de los 60 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989. Agrega que “una práctica estatal como la política de policía de frontera de la RDA, que flagrantemente viola los derechos humanos y sobre todo el derecho a la vida, que es el valor supremo en la jerarquía internacional de los derechos humanos, no puede estar cubierta por la protección del art. 7 de la Convención. Dicha práctica, que vació de contenido a la legislación sobre la cual se suponía que estaba basada, y que fue impuesta a todos los órganos de la RDA, incluyendo sus tribunales, no puede ser descripta como “derecho” en el sentido del art. 7 de la Convención”.
En conclusión, no hay una violación del principio “nulla poena sine lege”, en la medida en que los crímenes de lesa humanidad siempre estuvieron en el ordenamiento y fueron reconocibles para una persona que obrara honestamente conforme a los principios del estado de derecho.
31) Que con referencia a las leyes 23.492 y 23.521, no vale argumentar sobre la base de que la Convención Americana no estaba vigente al momento de los crímenes a cuyo juzgamiento obstan dichos textos. Cualquiera sea el nomen juris y la verdadera naturaleza jurídica de estas leyes, lo cierto es que el principio de legalidad penal es amplio, pero no ampara la eventual posibilidad de que el agente de un delito sea amnistiado o beneficiado con cualquier otra cancelación de tipicidad o impedimento de procedibilidad en alguna ley sancionada en el futuro. Lo cierto es que la Convención Americana fue ratificada en 1984 y en el mismo año se reconoció la competencia plena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es decir, que la sanción de esas leyes es claramente posterior a la ratificación de la Convención y, por ende, cualquiera sea el juicio que éstas merezcan, de conformidad con el criterio jurisprudencial mencionado, son actos prohibidos por la Convención. El ilícito internacional -del que sólo puede ser responsable el Estado Argentino- lo constituyen las leyes sancionadas con posterioridad a esa ratificación.
32) Que también cabe rechazar el argumento sobre la imprescriptibilidad, ya que ésta es una de las características de los delitos de lesa humanidad.
Tal como lo señala el señor Procurador General, el derecho internacional impone la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, consagrada primeramente por el derecho internacional consuetudinario y codificada en convenciones con posterioridad, conforme al criterio sostenido en la causa “Arancibia Clavel” ya decidido por esta Corte Suprema (A.533.XXXVIII., sentencia del 24 de agosto de 2004). Al respecto cabe citar la Convención Internacional sobre Imprescriptibilidad de Delitos de Lesa Humanidad (art. 1°), la Convención Americana sobre Desaparición de Personas (art. 9°) así como la interpretación de tribunales internacionales. En el mismo sentido cabe referir de nuevo, por su influencia en el derecho argentino, lo decidido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, in re “Barrios Altos” que, con relación al tema ha dicho que “son inadmisibles…las disposiciones de prescripción…que pretendan impedir la investigación y la sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”.
El principio de legalidad está cumplido en este aspecto.
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación, se resuelve:
1.- Hacer lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos; declarar la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, y confirmar las resoluciones apeladas.
2.- Declarar la validez de la ley 25.779.
3.- Declarar, a todo evento, de ningún efecto las leyes 23.492 y 23.521 y cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.
4.- Imponer las costas al recurrente (art. 68 del Código
Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. – Ricardo L. Lorenzetti.
Voto de la doctora Argibay:
Considerando: Que la infrascripta coincide con los considerandos 1° a 6° del voto del juez Petracchi.
7°) Que, en primer término, corresponde señalar que el recurso extraordinario es inadmisible en cuanto al agravio fundado en la falta de legitimación de Horacio Verbitsky (presidente del Centro de Estudio Legales y Sociales) para ejercer el rol de querellante en el proceso que aquí se trata, pues esta Corte tiene establecido que la decisión que rechaza la excepción de falta de acción y acepta el rol de parte querellante no constituye sentencia definitiva. Por otra parte, en el caso la parte recurrente no ha demostrado que se verifique una situación que autorice a equiparar esta resolución a una sentencia definitiva, es decir, que aún sin tratarse del pronunciamiento final al que se refiere el artículo 14 de la ley 48, impida la continuación del proceso o resuelve un punto constitucional sin posibilidad de revisarlo en una etapa posterior.
8°) En relación con el segundo de los agravios mencionados, la resolución dictada por la Cámara de Apelaciones ha sido contraria a la validez de las leyes federales 23.492 y 23.521 (artículo 14.1 de la ley 48) y también al derecho que la defensa fundó en dichas leyes, a saber el derecho de las personas imputadas en la causa a no ser sometidas a proceso por los hechos investigados (artículo 14.3 de la ley 48). Por otra parte, el punto constitucional en cuestión no podrá ser revisado en la sentencia definitiva, pues el derecho a no ser sometido a proceso se extinguiría, precisamente, con el dictado de dicha sentencia que convertiría a los procesados en personas condenadas o absueltas.
Es definitivo el pronunciamiento también en el sentido de que las cuestiones federales no pueden ser revisadas por ningún otro tribunal, pues el auto de procesamiento no es de aquellas resoluciones contra las cuales puede interponerse el recurso de casación (artículos 457, 458 y 459 del Código Procesal Penal de la Nación). Con el alcance indicado, el recurso extraordinario interpuesto resulta admisible.
9°) El punto que debe tratar esta Corte es, entonces, si en las leyes 23.492, 23.521 o en las normas sobre prescripción de la acción contenidas en el Código Penal puede apoyarse el derecho subjetivo a no ser sometido a proceso por los hechos objeto de esta causa o si, como lo ha resuelto la Cámara de Apelaciones, existe un obstáculo constitucional para el reconocimiento de ese derecho.
10) La resolución recurrida ha clasificado los delitos imputados en la categoría de crímenes contra la humanidad, consistentes en privación ilegal de la libertad doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, las que, a su vez, concurren materialmente con tormentos agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí (artículo 118 C.N.; 55, 144 bis, inc. 1° y último párrafo -ley 14.616- en función del art. 142, incs. 1° y 5° -ley 21.338- 144 ter, párrafos primero y segundo -ley 14.616- todos del Código Penal).
El debate sobre el acierto de la clasificación como delitos de lesa humanidad, así como la discusión sobre la prueba de los hechos y la aplicación de la ley penal interna, no está cerrada y puede reproducirse y desarrollarse con total amplitud en ocasión del juicio oral que culminará con el dictado de la sentencia definitiva. El tribunal de juicio, y los que intervengan por recurso contra la sentencia definitiva, no se verán en absoluto limitados por lo que haya resuelto la Cámara de Apelaciones en la resolución confirmatoria del auto de procesamiento, que es ahora materia de recurso extraordinario.
Por tal razón, lo único que cabe examinar a esta altura del proceso por la Corte Suprema son los argumentos esgrimidos por los recurrentes contra uno de los efectos de esa clasificación, a saber: el deber del Estado de establecer judicialmente quiénes han sido sus responsables como opuesto al derecho invocado por la defensa.
Sin perjuicio de ello, cabe señalar que la clasificación de los hechos como crímenes contra la humanidad resulta, por lo que diré, en principio plausible. Si se tiene en cuenta que esta categoría de crímenes internacionales se refiere a diversas conductas que también son consideradas delictivas en el derecho interno de los países, se hace necesario determinar cuál es el rasgo que autoriza la inclusión de un acto no sólo en esta última, sino también en la primera. Considero que el criterio más ajustado al desarrollo y estado actual del derecho internacional es el que caracteriza a un delito como de lesa humanidad cuando las acciones correspondientes han sido cometidas por un agente estatal en ejecución de una acción o programa gubernamental. La única posibilidad de extender la imputación de delitos de lesa humanidad a personas que no son agentes estatales es que ellas pertenezcan a un grupo que ejerce el dominio sobre un cierto territorio con poder suficiente para aplicar un programa, análogo al gubernamental, que supone la ejecución de las acciones criminales (Bassiouni, Cherif M., Crimes Against Humanity in International Criminal Law, Kluwer Law International, La Haya, 1999, Capítulo 6, especialmente pp. 243/246 y 275). La descripción de la conducta que se imputa al procesado Julio Simón incluye las circunstancias de haber actuado en su condición de miembro de la Policía Federal Argentina y en el marco de un plan sistemático orientado a la persecución de personas por razones políticas (Punto IV de la resolución confirmatoria del auto de procesamiento y Punto IX de la resolución denegatoria de la excepción de falta de acción).
11) Las razones que ha dado la defensa para fundar su derecho contra el sometimiento a proceso son dos: a] la prescripción de la acción penal y b] la operatividad de las leyes de “obediencia debida” y “punto final”. Creo que ambas oposiciones a la continuación de los procedimientos deben ser rechazadas.
12) El argumento de la defensa puede ser entendido de dos maneras: o bien que la calificación de los hechos como delitos de lesa humanidad es inadecuada y, por eso, deben aceptarse las defensas de prescripción y amnistía, o bien que, aún si fuese procedente dicha calificación, igualmente correspondería hacer lugar a las defensas de prescripción y amnistía.
13) La primera versión del argumento, como dejé establecido en el considerando décimo, no puede ser revisada por la Corte Suprema en esta etapa inicial del proceso, pues el encuadre de los hechos como de lesa humanidad no ha sido resuelto de manera definitiva sino provisional por la Cámara de Apelaciones. Por otra parte, no hay manera alguna de investigar penalmente la posible comisión de delitos de lesa humanidad si, en las resoluciones judiciales que sirven de base a los procedimientos, no se califican las conductas imputadas bajo alguna de las formas que estos crímenes pueden asumir. El acierto de la clasificación de los hechos como crímenes contra la humanidad y, en su caso, en cuál de sus formas, es un aspecto del caso que ha de ser materia de decisión en la sentencia definitiva, por lo que invocar ahora la improcedencia de tal clasificación para impedir la llegada del proceso a juicio monta tanto como pedir que se resuelva sin juicio aquello que supone su realización.
Por tal razón, el punto será examinado por esta Corte en caso de que le sea planteado, a través del recurso establecido en el artículo 14 de la ley 48, contra el pronunciamiento final.
14) La segunda versión del argumento supone que la acción penal para perseguir judicialmente un delito de lesa humanidad, de acuerdo con el derecho internacional, puede extinguirse por prescripción o amnistía.
La respuesta es que los instrumentos internacionales que establecen esta categoría de delitos, así como el consiguiente deber para los Estados de individualizar y enjuiciar a los responsables, no contemplan, y por ende no admiten, que esta obligación cese por el transcurso del tiempo, amnistías o cualquier otro tipo de medidas que disuelvan la posibilidad del reproche. Por el contrario, los instrumentos internacionales que alguna mención hacen del tema establecen precisamente el criterio opuesto: Convención Internacional Sobre Imprescriptibilidad de Delitos de Lesa Humanidad, artículo I; Convención Americana sobre Desaparición Forzada de Personas, artículo 7°; Estatuto de la Corte Penal Internacional, artículo 29.
A tales cláusulas cabe agregar la cita de los artículos 1, 2, 8 y 25 de la Convención Americana, conforme la interpretación que de ellos hizo la Corte Interamericana en el caso “Barrios Altos”, Serie C N° 75, sentencia del 14 de marzo de 2001. En el párrafo 41 de dicho pronunciamiento, ese tribunal expresa:
“Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”.
Más adelante, en el párrafo 43, confronta estas consideraciones con las cláusulas de la Convención Americana:
“La Corte estima necesario enfatizar que, a la luz de las obligaciones generales consagradas en los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y eficaz, en los términos de los artículos 8 y 25 de la Convención. Es por ello que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención. Las leyes de la autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana. Este tipo de leyes impide la identificación de los individuos responsables de la violación a derechos humanos ya que se obstaculiza la investigación y el acceso a la justicia e impide a las víctimas y sus familiares conocer la verdad y recibir la reparación correspondiente” [Énfasis añadido].
Por lo tanto, si los jueces, en la etapa inicial en que se encuentra el proceso, hubiesen calificado los hechos como crímenes contra la humanidad y acto seguido declarado extinguida la acción por prescripción o amnistía, hubiesen incurrido en una contradicción manifiesta con las propias bases de su pronunciamiento y, consiguientemente, en una palmaria violación del derecho penal internacional.
Esto implica que, cuando se trata de procesos penales por delitos de lesa humanidad, las personas imputadas no pueden oponerse a la investigación de la verdad y al juzgamiento de los responsables a través de excepciones perentorias, salvo cuando el juicio sea de imposible realización (muerte del acusado), o ya se haya dictado una sentencia de absolución o condena (cosa juzgada).
15) De la combinación de las respuestas a los argumentos, tratadas en los dos considerandos precedentes, resulta que las defensas de prescripción y amnistía no pueden admitirse, salvo que, previamente, se consiga refutar la clasificación de los hechos como crímenes contra la humanidad. Por otra parte, esta refutación sólo podrá ser considerada por esta Corte al revisar un pronunciamiento que no admita la revisión posterior del punto, es decir, en la sentencia definitiva (Sobre el criterio correcto para equiparar un auto de prisión preventiva a una sentencia definitiva, ver el argumento de Fallos: 290:393 y 300:642).
En otras palabras, los recurrentes no cuentan con un derecho constitucional a cancelar la continuación del proceso por prescripción o amnistía y, en la medida que las leyes 23.492 y 23.521 pueden reconocerlo, son inconstitucionales.
16) Sin perjuicio de que lo antes expuesto es suficiente para rechazar el recurso extraordinario, la gravedad de las consecuencias que derivan de esta decisión hace necesario considerar si, como lo postula la recurrente, la resolución que propongo implica la violación del principio de legalidad, en alguna de sus manifestaciones.
En primer lugar, el principio de legalidad en cuanto protege la competencia del Congreso para legislar en materia penal, se ha visto cumplido con la doble intervención del poder legislativo, tanto al ratificar la Convención sobre Imprescriptibilidad (ley 24.584), cuanto al conferirle “jerarquía constitucional” (ley 25.778).
En otro sentido, el principio de legalidad busca preservar de diversos males que podrían afectar la libertad de los ciudadanos, en particular los siguientes: la aplicación de penas sin culpabilidad, la frustración de la confianza en las normas (seguridad jurídica) y la manipulación de las leyes para perseguir a ciertas personas (imparcialidad del derecho). La modificación de las reglas sobre prescripción de manera retroactiva, que supone la aplicación de la Convención sobre Imprescriptibilidad de 1968, no altera el principio de legalidad bajo ninguna de estas lecturas.
No se viola el principio de culpabilidad, en la medida que las normas legales sobre prescripción no forman parte de la regla de derecho en que se apoya el reproche penal, es decir, su modificación no implica cambio alguno en el marco de ilicitud que el autor pudo tener en cuenta al momento de realizar las conductas que se investigan. En otros términos, no se condena por acciones lícitas al momento de la comisión, ni se aplican penas más graves.
Tampoco hay frustración de la confianza en el derecho que corresponde asegurar a todo ciudadano fiel a las normas, porque la prescripción de la acción penal no es una expectativa con la que, al momento del hecho, el autor de un delito pueda contar, mucho menos con el carácter de una garantía constitucional. El agotamiento del interés público en la persecución penal, que sirve de fundamento a la extinción de la acción por prescripción, depende de la pérdida de toda utilidad en la aplicación de la pena que el autor del delito merece por ley. Es absurdo afirmar que el autor de un delito pueda adquirir, al momento de cometerlo, una expectativa garantizada constitucionalmente a esa pérdida de interés en la aplicación de la pena.
Sobre la base de lo señalado en los dos párrafos anteriores, considero que resultaba correcta la jurisprudencia de esta Corte que no reconocía en el artículo 18 de la Constitución Nacional un derecho a liberarse de la persecución penal por el transcurso del tiempo. Así lo ha dicho, remitiéndose al dictamen del Procurador General, en Fallos: 181:288, quien sostuvo que “Las leyes ex post facto inaplicables en el concepto constitucional, son las que se refieren a delitos y no las que estatuyen acerca de la manera de descubrirlos y perseguirlos…”. A ello debe agregarse lo asentado en Fallos: 193:487, esto es que “La garantía constitucional invocada [defensa en juicio] asegura la audiencia de los procesados e impone que se les dé ocasión de hacer valer sus medios de defensa en la oportunidad y forma prevista por las leyes de procedimiento…pero no requiere que se les asegure la exención de responsabilidad por el solo transcurso del tiempo, ni constituye ciertamente tampoco un medio para dilatar la marcha de los juicios, a los efectos de procurarla”. En el caso de crímenes contra la humanidad, cabe agregar que el Estado argentino ha declinado la exclusividad del interés en la persecución penal para constituirse en el representante del interés de la comunidad mundial, interés que ésta misma ha declarado inextinguible.
Por otro lado, tampoco ha habido un desconocimiento del principio de legalidad como protección de la objetividad, entendida como “no manipulación”, que previene contra las decisiones parciales oportunistas. Si bien la Convención sobre Imprescriptibilidad ha sido ratificada por la República Argentina en 1995, ella había sido aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas ya en 1968 como un eslabón más del proceso que se había iniciado con el dictado de la Carta de Londres en 1946, la que sirvió de base a los juicios de Nüremberg y cuyo artículo 6.c introduce la primera delimitación expresa de los crímenes contra la humanidad. Este proceso continuó con la sanción del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo artículo 15.2, establece el compromiso de juzgar y condenar a los responsables de delitos conforme a principios generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional (la eficacia de la reserva hecha por la República Argentina al ratificarlo se ve debilitada por la posterior aprobación sin reservas de la Convención sobre Imprescriptibilidad), la Convención sobre Imprescriptibilidad de 1968 y, más recientemente, con la organización de los tribunales para juzgamiento de crímenes en la ex Yugoslavia (1993) y Rwanda (1994), así como la aprobación del Estatuto para la Corte Penal Internacional (1998). En el ámbito regional americano, este proceso dio lugar al dictado de la Convención sobre Desaparición Forzada de Personas (1994).
En este contexto, la ratificación de la Convención sobre Imprescriptibilidad en 1995 no puede tomarse como una manipulación del derecho que afecte su imparcialidad al instaurar una persecución selectiva o discriminatoria, pues la Convención se encontraba aprobada por la Asamblea de la ONU desde 1968 y en cualquier momento que hubiese sido ratificada por Argentina, antes o después de la comisión de los hechos de esta causa, el efecto hubiera sido, como se verá en el considerando siguiente, el mismo, a saber: el de implantar la imprescriptibilidad retroactiva y prospectiva para los delitos de lesa humanidad cometidos en territorio argentino. Por lo tanto, al ser indiferente el momento de su ratificación, no puede alegarse manipulación alguna por el hecho de habérsela llevado a cabo con posterioridad a la comisión de los hechos de la causa.
17) Tampoco puede omitirse la aplicación de la Convención sobre Imprescriptibilidad cuando ella es retroactiva, si se tiene en cuenta que fue dictada con la manifiesta intención de tener dicho efecto retroactivo (El objetivo inmediato fue el de remover el obstáculo que suponían las leyes nacionales sobre prescripción para el juzgamiento de crímenes cometidos durante el régimen nazi que gobernó Alemania entre 1933 y 1945).
En los trabajos preparatorios que precedieron a la aprobación de la Convención, algunos gobiernos plantearon el problema de la aplicación retroactiva. El representante de Noruega, Sr. Amlie, manifestó: “uno de los principios básicos del ordenamiento penal de su país es el de la irretroactividad de la ley, con la consecuencia de que aquellas personas que hayan cometido un delito cuyo plazo de prescripción hubiese expirado no pueden ser sometidas nuevamente a proceso en el caso de que una ley posterior ampliara el citado término de caducidad”. Agregó más adelante que “la frase introductoria del artículo I del proyecto de convención contradice el principio de irretroactividad al que su Gobierno no se encuentra dispuesto a renunciar…”. La propuesta de su delegación fue la de introducir una enmienda al artículo I y suprimir la frase “cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido…”.[Naciones Unidas, Documentos oficiales de la Asamblea General, Vigésimo Tercer Período, Tercera Comisión, Actas resumidas de las sesiones del 25 de septiembre al 17 de diciembre de 1968, Nueva York, 1970].
Esta objeción, compartida por otros representantes, finalmente no prosperó, especialmente porque, tal como fue puesto de resalto por más de una delegación, “… la enmienda de Noruega…es contraria al objetivo mismo de la convención, que no tendría sentido si se aprobara esta propuesta”. También se puso de manifiesto que la imprescriptibilidad acordada era aplicable “a los crímenes pasados, presentes y futuros”. En el mismo sentido, el representante de Francia expresó: “Aunque uno de los objetivos de la convención sea permitir el castigo de los criminales de la segunda guerra mundial, no es cierto que se refiera exclusivamente al pasado. Las reglas de derecho internacional fijadas por la convención podrían aplicarse no sólo a actos ya cometidos y no castigados, sino a todos los que se perpetren en el futuro, siempre que reúnan las condiciones estipuladas en la convención” (Ídem).
Estas réplicas condujeron al retiro de las objeciones por parte de sus proponentes y a la aprobación del artículo I de la Convención en los términos del proyecto original, que se refiere a la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad “cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido” (Ídem).
En vista de tales antecedentes y de lo prescripto en los artículos 26 (“Todo tratado en vigor obliga a las Partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe”) y 28, última parte, de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (“Las disposiciones de un tratado no obligarán a una Parte respecto de ningún acto o hecho que haya tenido lugar con anterioridad a la fecha de entrada en vigor del tratado para esa Parte, ni de ninguna situación que en esa fecha haya dejado de existir, salvo que una intención diferente se desprenda del tratado o conste de otro modo”) [Énfasis añadido], el Estado argentino no podría excusarse de aplicar retroactivamente la Convención de 1968: esa es la obligación que asumieron los Estados Partes conforme lo que surge tanto del texto de la Convención cuanto del espíritu con que fue aprobada. Creo que es deber de quienes tienen que decidir descorrer el velo que cubre el pasado y allanar el camino para que irrumpa la verdad que, alguna vez, se pretendió ocultar en las sombras para que cayese en el olvido.
Por ello y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General de la Nación se hace lugar parcialmente a la queja y al recurso extraordinario según el alcance indicado en los considerandos, se declara la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, y se confirman las resoluciones apeladas. Con costas (art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Agréguese la queja al principal. – Carmen M. Argibay.
Disidencia del doctor Fayt:
Considerando:
1°) Que la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de esta ciudad rechazó el 9 de noviembre de 2001 la excepción de falta de acción planteada por la defensa y confirmó la resolución del juez de grado por la que se habían declarado inválidos e inconstitucionales los arts. 1° de la ley 23.492 -conocida como de punto final- y 1°, 3° y 4° de la ley 23.521 -llamada de obediencia debida- y citado a prestar declaración indagatoria a Julio Héctor Simón (expediente n° 17.889). En la misma fecha confirmó el pronunciamiento del juez de primera instancia por el que se había decidido el procesamiento con prisión preventiva del imputado en orden a los delitos -que consideró de lesa humanidad- de privación ilegal de la libertad doblemente agravada por mediar violencia y amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en concurso real, que, a su vez, concurría materialmente con el delito de tormentos agravados por haber sido cometido en perjuicio de perseguidos políticos, en dos oportunidades en concurso real entre sí (art. 118 de la Constitución Nacional; arts. 2, 55 y 144 bis, inc. 1° y último párrafo -texto según ley 14.416- en función del art. 142, incs. 1° y 5° -texto según ley 20.642-, 144 tercero, párrafos primero y segundo -texto según ley 14.616- del Código Penal).
Contra estas decisiones el procesado dedujo el recurso extraordinario federal que, denegado, dio origen a la presente queja.
2°) Que en lo que específicamente atañe las resoluciones impugnadas, se imputa a Julio Héctor Simón -por entonces suboficial de la Policía Federal Argentina e integrante de un grupo de tareas que dependía del Primer Cuerpo del Ejército- haber secuestrado el 28 de noviembre de 1978 -junto a otros funcionarios de las fuerzas de seguridad- a José Liborio Poblete y a su esposa Gertrudis Marta Hlaczik, quienes habrían sido llevados al centro clandestino de detención conocido como “El Olimpo”, donde habrían sido torturados por distintas personas, entre las que se encontraría el imputado. Allí habrían permanecido hasta el mes de enero siguiente, sin tenerse, hasta ahora, noticias de su paradero (se presume que fueron eliminados físicamente por personas hasta el momento no identificadas).
3°) Que, en el recurso extraordinario, el apelante plantea la nulidad absoluta de todo lo actuado a raíz de la intervención del presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales como querellante, pues sostiene que su participación en el proceso significó la consagración -por vía judicial- de una acción popular no contemplada en la ley procesal ni susceptible de encontrar amparo en el art. 43 de la Constitución Nacional, por lo que en consecuencia carecería de legitimación para querellar.
A su vez, postula la validez constitucional de la ley 23.521 -con fundamento en la doctrina de este Tribunal de Fallos: 310:1162- y solicita que se aplique el beneficio reconocido en el art. 1°. Afirma que la constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 no es tema justiciable, pues al Poder Judicial no le es dado, en los términos de los arts. 75, incs. 12 y 20 de la Constitución Nacional, juzgar sobre la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones adoptadas en la zona de reserva de los demás poderes del Estado. También invoca la lesión al principio de legalidad -concretamente la prohibición de aplicación de leyes ex post facto-. Sostiene que se aplicó retroactivamente una norma de naturaleza penal -la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas- por la que se eliminó los beneficios de la prescripción de la acción y de la pena. Agrega que no se puede restar significación a la validez inalterable de la garantía consagrada en el art. 18 de la Constitución Nacional, en aras de los principios generales reconocidos por la comunidad internacional (en alusión a la aplicación del art. 15.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).
4°) Que el examen de los requisitos de admisibilidad del recurso extraordinario constituye una cuestión previa a la dilucidación de los planteos formulados, que obliga a la Corte a verificar si éstos se encontraban reunidos al momento de su interposición.
5°) Que, en primer lugar, cabe puntualizar que las resoluciones recurridas en tanto importan la restricción de la libertad del imputado son equiparables a sentencia definitiva, según doctrina de esta Corte de innecesaria cita.
6°) Que, continuando con el examen del cumplimiento de los requisitos propios del recurso extraordinario, corresponde precisar que el tribunal a quo no constituye en los términos del art. 14 de la ley 48 el superior tribunal de la causa. En efecto, la naturaleza de las cuestiones que se debaten en el sub examine revela una clara especificidad cuyo abordaje por la Cámara Nacional de Casación Penal garantizaría seguramente un producto más elaborado. Por otra parte, ante ella podría encontrarse la reparación de los perjuicios irrogados en instancias anteriores, sin necesidad de recurrir ante la Corte Suprema (Fallos: 318:514, in re “Giroldi”).
La intervención de la instancia casatoria resulta necesaria, en atención a la aptitud de los recursos previstos para obtener aquella reparación, que pueden ser planteados ante los jueces especializados. Y, obvio es decirlo, este particularismo no enerva sino acentúa, el reconocimiento a los magistrados de todas las instancias de su carácter de irrenunciables custodios de los derechos y garantías de la Ley Fundamental, sin perjuicio de la eventual intervención de esta Corte como su intérprete y salvaguarda final.
De todo ello cabe concluir que la intervención de la Cámara Nacional de Casación Penal en el sub examine -como corolario de la línea jurisprudencial trazada en Fallos: 308: 490 y especialmente en Fallos: 318:514, seguida en Fallos: 319:585 y tácitamente en los casos P.506.XXIX. “Pérez Companc S.A.C.F.I.M.F.A. Cía. Naviera (en causa 249/93: ‘E.P.R.C. s/denuncia infr. art. 56 – ley 24.051’) s/apelación y nulidad”, del 6 de junio de 1995 y M.109.XXXII “Merguín, Antonio Luis s/legajo de estudios inmunológicos en causa N° 6288/93 ‘De Luccia, Carlos y otra s/infr. arts. 139, 146 y 293 C.P.'” del 3 de septiembre de 1996, lejos de constituir un obstáculo a las garantías del imputado en el proceso penal, importa el aseguramiento de su ejercicio pleno (conf. voto del juez Fayt en Fallos: 324: 4076; C.817.XXXV “Couzo, Enrique Daniel s/excarcelación” del 27 de junio de 2002; “Simón” en Fallos: 326:3988 y D.199.XXXIX “Di Nunzio, Beatriz Herminia s/excarcelación -causa N° 107.572-” del 3 de mayo de 2005 -voto de la mayoría y voto concurrente del juez Fayt-, entre otros). Por los motivos expuestos, la cuestión previa acerca del cumplimiento de los requisitos de admisibilidad del recurso extraordinario debe ser respondida negativamente.
7°) Que, sin embargo, toda vez que el voto de la mayoría en una decisión previa obliga a la minoría en todo tribunal colegiado, resulta improcedente que ésta se niegue a intervenir, dejando desintegrada a la Corte (Fallos: 310: 2845). Por lo tanto corresponde pronunciarse sobre el mérito de los recursos extraordinarios interpuestos.
8°) Que, en primer término, cabe señalar que el recurso extraordinario es inadmisible en cuanto al agravio fundado en la falta de legitimación del presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales para ejercer el rol de querellante en el proceso que aquí se trata, pues esta Corte tiene establecido que la decisión que rechaza la excepción de falta de acción y acepta el rol de parte querellante no constituye sentencia definitiva, en tanto no pone término al pleito ni impide su continuación.
Si bien se ha hecho excepción a esta regla cuando la sentencia apelada puede causar un agravio de insusceptible reparación ulterior, en el caso no se verifica un supuesto de tal naturaleza ya que la circunstancia de que el impulso procesal se encuentre en cabeza de otros querellantes así como del representante del Ministerio Público Fiscal, pone de manifiesto que -de momento- cualquier decisión que se adopte sobre este planteo sería indiferente para alterar la situación del imputado.
En este sentido, cabe subrayar que más allá de la tacha que postula este procesado con respecto al alcance otorgado por la cámara a quo a la figura del querellante contemplada en la actualidad por el art. 82 del Código Procesal Penal de la Nación, materia que -como regla- es ajena a la instancia del art. 14 de la ley 48 (Fallos: 180:136; 188:178; 252:195), lo decisivo es que la recurrente no ha logrado demostrar el modo en que su situación procesal ha sido perjudicada a raíz de la petición efectuada por este querellante en el sub lite para que se declare la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521, si se tiene en cuenta que un planteo de esa naturaleza estaba ínsito en el requerimiento fiscal que incluyó en el objeto del proceso la investigación de los delitos cometidos a raíz de la detención y desaparición de José Liborio Poblete y Gertrudis Marta Hlaczik; máxime cuando con particular referencia a la declaración de inconstitucionalidad de normas inferiores a la Ley Fundamental, y más allá de las opiniones individuales que los jueces de esta Corte tienen sobre el punto, el Tribunal ha adoptado como postura mayoritaria la doctrina con arreglo a la cual una decisión de esa naturaleza es susceptible de ser tomada de oficio (Fallos: 324:3219; causa B.1160.XXXVI “Banco Comercial Finanzas S.A. (en liquidación Banco Central de la República Argentina) s/quiebra”, de fecha 19 de agosto de 2004).
Ello demuestra que la ineficacia de la decisión torna innecesario en el actual grado de desarrollo del proceso, el pronunciamiento de este Tribunal por falta de gravamen actual.
9°) Que establecido lo anterior corresponde efectuar el examen conjunto de las impugnaciones planteadas, si los agravios relativos a la posible arbitrariedad y los atinentes a la interpretación del derecho federal en juego son dos aspectos que, en el caso en que se declaró la inconstitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 y se decretó el procesamiento y prisión preventiva de Julio Héctor Simón, aparecen inescindiblemente ligados entre sí. En esta tarea el Tribunal no se encuentra limitado por las posiciones de los jueces de la causa ni por las de las partes, sino que le incumbe realizar una declaratoria sobre el punto disputado, según la interpretación que rectamente le otorga (Fallos: 313:1714; 320:1166, entre otros).
10) Que a este fin no puede soslayarse que con posterioridad al dictado de las resoluciones recurridas se sancionó la ley 25.779 (publ. B.O. del 3 de septiembre de 2003), cuyo art. 1° declaró insanablemente nulas a las leyes conocidas como “de punto final” -23.492- y obediencia debida -23.521-. Por ello, y sin perjuicio de que el auto de prisión preventiva del juez de grado y la resolución del a quo que lo confirmó, sólo pudieron sustentarse -y se sustentaron- en la declaración de inconstitucionalidad del art. 1° de la ley 23.492 y de los arts. 1, 3 y 4 de la ley 23.521, corresponde que sobre la nueva norma se efectúen algunas precisiones.
11) Que en este cometido debe recordarse que las mencionadas leyes ya habían sido derogadas por la ley 24.952 (publ. en el B.O. el 17 de abril de 1998). Esta situación plantea en primer lugar un problema básico para la teoría del derecho, pues el Poder Legislativo pretendió declarar la nulidad de “algo” que no existía, en tanto ya había sido eliminado del mundo jurídico por un acto formal de derogación. En efecto, es de toda lógica que la “declaración de nulidad” supone que la norma existe y que es válida; si no hubiera norma válida, el acto del órgano que declara la nulidad no habría tenido objeto (Hans Kelsen, Teoría Pura del Derecho, Eudeba, Buenos Aires, 21ª. edición, 1991, pág. 159).
12) Que es cierto que el Poder Judicial puede declarar inconstitucional una norma derogada pero, precisamente, éste puede hacerlo cuando excepcionalmente debido la ultraactividad otorgada por otra norma, la ley inexistente resulta aplicable al caso en el que el tribunal debe ejercer el control de constitucionalidad. En cambio, el Poder Legislativo como órgano creador de normas, tiene a éstas como su único objeto y no regula, por tanto, la conducta de los particulares. Eliminada la norma, carece el Poder Legislativo de objeto sobre el que declarar su nulidad, en tanto la ley derogada no se encuentra en los órdenes jurídicos subsecuentes a su derogación. El principio de ultraactividad no restituye la existencia a la norma derogada; tal como se afirmó, dicho precepto sólo se circunscribe a la aplicación de la norma en un caso concreto y no puede derivarse de allí la existencia de “efectos” sobre los que el legislador puede operar. No existe, entonces, otra posibilidad de privar de eficacia ultraactiva a una norma derogada, que su declaración judicial de inconstitucionalidad.
13) Que una cuestión diferente, aunque íntimamente relacionada con la anterior, consiste en determinar si respecto de una norma vigente -hipótesis que permitiría eludir el problema lógico reseñado-, puede el Congreso de la Nación declarar su nulidad, la que debe entenderse como su “derogación retroactiva”. Se ha afirmado en el considerando anterior que una norma derogada puede ser ultraactiva, corresponde ahora examinar si una norma derogatoria puede ser retroactiva.
14) Que resulta indudable que entre los motivos por los cuales el Poder Legislativo puede derogar una norma, se encuentra el de que la considere en pugna con la Constitución Nacional. Es claro, también, que los legisladores sancionaron la ley 25.779 por considerar en su mayoría que las leyes de “punto final” y “obediencia debida” resultaban violatorias de diversas cláusulas constitucionales (tal como puede observarse en su debate parlamentario). Sin embargo, una cuestión muy distinta es que pueda hacerlo -a diferencia de lo que sucedió con la ley 24.952- retroactivamente, sea cual fuere el motivo al que esa “derogación” obedezca.
15) Que la derogación sólo puede operar para el futuro y no puede afectar o modificar “situaciones previamente existentes a la entrada en vigor de la norma derogatoria…por razones de seguridad jurídica…” (Huerta Ochoa C., Artículos Transitorios y Derogación, Revista Jurídica del Boletín Mexicano de Derecho Comparado, 20 de agosto de 2003, pág. 25). En efecto, la eficacia normal de las normas derogatorias es únicamente respecto a las situaciones que nacen con posterioridad a su entrada en vigor y no pueden operar retroactivamente pues -como ya se afirmó- “no regulan las conductas de los particulares, en consecuencia, solamente operan para el futuro puesto que son reglas de aplicación de otras normas”. El “principio general de no retroactividad de los efectos de la derogación se dirige a las autoridades, pues su fin es evitar los abusos que se pudieran producir por la anulación de actos creados válidamente con anterioridad”. Es por ello que “(l)a derogación además de impedir…la aplicación subsiguiente de la norma, preserva su pertenencia al sistema jurídico sin afectar situaciones creadas” (Huerta Ochoa C., op. cit., pág. 26).
16) Que con esta pretendida “derogación retroactiva”, el Poder Legislativo se estaría atribuyendo una potestad que no tiene ningún poder constituido de la República, en tanto tampoco puede el Poder Judicial anular leyes en un sistema de control de constitucionalidad difuso; los jueces sólo pueden declarar la inconstitucionalidad para un caso concreto (así como el órgano creador de normas no puede anularlas, el que las controla no puede derogarlas). No debe olvidarse que en el Reino Unido, es el propio Parlamento el que dicta la Constitución y por ende no es necesario ejercer control alguno sobre la constitucionalidad de las leyes, por lo tanto las consecuencias que de ello derivan no pueden lógicamente extrapolarse a un sistema con constitución rígida y poderes públicos limitados.
Si de lo que se trata es de utilizar la terminología de la nulidad con el fin de otorgarle efectos retroactivos a la aplicación de la ley derogatoria por considerar que la norma derogada se encuentra en pugna con la Constitución, es claro que esa tarea le está vedada al Poder Legislativo. Aun si se interpretara que para algunos legisladores fue mediante el propio procedimiento de formación y sanción de las leyes “derogadas” que se violó la Constitución Nacional, correspondería también en ese supuesto que sea el Poder Judicial quien lo determine respecto de un caso concreto (conf. disidencia del juez Fayt en Fallos: 317:335).
En efecto, la única vía para privar retroactivamente de efectos a una ley es, de manera exclusiva, la declaración de su inconstitucionalidad que sólo puede hacerse en un caso concreto por parte de un tribunal de justicia. El “Poder Judicial es supremo, y sólo él tiene la facultad de declarar inconstitucional una ley del Congreso, y sólo en este caso puede pronunciar la nulidad; esto es, cuando la ley es contraria a la Constitución” (Joaquín V. González, Manual de la Constitución Argentina, La Ley, Buenos Aires, ed. actualizada, 1991, pág. 261). La facultad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes es exclusiva del Poder Judicial, único habilitado para juzgar la validez de las normas dictadas por el órgano legislativo. Lo contrario importaría admitir que el poder pueda residir y concentrarse en una sola sede (Fallos: 269:243 in re “Ingenio y Refinería San Martín del Tabacal”, entre muchos otros), haciendo trizas, de este modo, el necesario control interórganos. No debe olvidarse que el poder no se divide, lo que se divide son las competencias. Entonces, si la Constitución designa el órgano encargado de decidir si fueron o no observadas las prescripciones reguladoras de la función legislativa, éste tiene una autoridad igual al Legislativo en el ámbito de su competencia; es que “compete a la función judicial interpretar la ley, determinar su sentido y especialmente si formal o materialmente guarda correspondencia con la Constitución como norma suprema que representa la base del sistema normativo. La aplicación de las reglas constitucionales relativas a la legislación, únicamente puede hallarse efectivamente garantizada si un órgano distinto del legislativo tiene a su cargo la tarea de comprobar si una ley es constitucional y de anularla cuando -de acuerdo a la opinión de este órgano- sea inconstitucional. En relación de correspondencia, más aún, en conexión de medio a fin, no podría existir supremacía sin la existencia del control de constitucionalidad.
17) Que, por lo demás, la declaración de nulidad constituiría un modo simple de sustraer al Poder Judicial de un efectivo control, por el que pudiera -por ejemplo- arribarse a la determinación de una relación de correspondencia entre la norma y la Constitución Nacional. De este modo se vulnerarían los derechos de los individuos beneficiados por la norma que el Poder Judicial podría considerar adecuada constitucionalmente. Al respecto, cabe recordar que la declaración de inconstitucionalidad de una norma es una garantía del hombre frente al Estado no para que el Estado la oponga frente a un particular que por aplicación de la norma obtuvo un derecho (Bidart Campos Germán, La derogación de la ley de amnistía 22.924, ED 110-340).
18) Que detrás de la admisión de una “derogación retroactiva” que pretende sustraer al Poder Judicial del referido control parece afirmarse implícitamente que éste como órgano contramayoritario no puede prevalecer sobre los órganos representativos de la soberanía popular (conf. Bickel, The Least Dangerous Branch, The Supreme Court and the Bar of Politics, Indianápolis, 1962). Se olvida así, en primer lugar, que la elección de los jueces es indirecta en segundo grado, y, que por lo tanto si bien no se ha establecido para él la forma de sufragio popular, su poder proviene del pueblo.
En segundo término, la circunstancia de que sea un órgano distinto quien controla esa relación de correspondencia que asegura la supremacía constitucional, no es antojadiza y es, precisamente, el fundamento que permite negar el reseñado argumento contramayoritario, pues “una de las funciones centrales de la Constitución es establecer derechos, y los derechos son -por definición- límites o barreras a las decisiones de la mayoría en protección de intereses de individuos. Si no hubiera control judicial de constitucionalidad no se reconocerían, entonces, derechos, ya que no habría límites alguno a las decisiones de la mayoría expresadas a través de órganos políticos como el [Congreso]. La función esencial de los jueces, ejercida sobre todo a través de este mecanismo de revisión judicial de las decisiones mayoritarias, es precisamente la de proteger los derechos de individuos… Por lo tanto, si se reconocen derechos, ello implica conceptualmente aceptar el control judicial de constitucionalidad” (Nino, Fundamentos de Derecho Constitucional, ed. Astrea, Buenos Aires, 2da. reimpresión 2002, pág. 679).
Por otra parte, “la misma mayoría que podría estar viciada por fallas en las condiciones de la discusión amplia, abierta y de la decisión mayoritaria es obvio que no puede decidir sobre si esas condiciones se dan, porque esa decisión estaría afectada por los mismos defectos que se estaría discutiendo si se satisfacen o no. Es por ello que es necesario contar con órganos independientes que controlen si esos presupuestos y esas condiciones del procedimiento de discusión, de debate y de decisión democrática se han satisfecho o no; órganos cuya propia legitimidad no depende de avatares, de mayorías que pueden estar afectadas por [sus mismas] fallas” (Nino, Carlos, La filosofía del control judicial de constitucionalidad, ed. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pág. 87; similar en Fundamentos de Derecho Constitucional -ya citado-, pág. 293; v. asimismo John Ely, Democracy and Distruts, Harvard U.P., 1980).
19) Que una demostración cabal de la necesidad de que sea un órgano distinto -vgr. el Poder Judicial- el que deba ejercer el correspondiente control de constitucionalidad y de los inconvenientes que el autocontrol podría traer aparejado respecto de los derechos de los individuos, puede comprobarse al examinar el criterio adoptado por el Poder Legislativo en oportunidad de derogar la ley 25.250 de reforma laboral.
Así puede observarse en el debate parlamentario de la Cámara de Diputados que los legisladores, pese a reconocer que la ley habría tenido su origen en hechos de corrupción por métodos que ofenden “al pueblo que representan y repugnan a la Constitución”, que había “sido engendrada con la compra de voluntades de los legisladores” y que “su proceso de formación y sanción esta(ba) enfermo de peculado y cohecho”, votaron por su derogación tal como lo había propuesto el Poder Ejecutivo Nacional en el proyecto que había enviado con el fin de “dar por superado un estado de grave inseguridad jurídica y de sospecha sobre [la] norma cuya derogación” se proponía. En efecto, la ley 25.877 -publ. en el B.O. el 19 de marzo de 2004- derogó y no declaró nula a la ley 25.250. En dicha oportunidad, algunos diputados equipararon a esta ley con las de “obediencia debida” y “punto final” y sin embargo aclararon -a diferencia de lo que sucedió con éstas- que la declaración de nulidad debía tener un efecto simbólico, en tanto debía sancionarse “con la previsión especial de que sus efectos no se apliquen de manera que perjudiquen retroactivamente derechos adquiridos por los trabajadores durante su seudovigencia”. También sostuvieron que la nulidad fulmina absolutamente los efectos que ha producido, pero “la aplicación de la ley y la determinación de los efectos que produce es cuestión exclusiva y excluyente…del Poder Judicial” a fin de no dañar a aquellos beneficiados al amparo de la ley 25.250. Un diputado incluso afirmó que el motivo del proyecto no podía ser el de despejar la incertidumbre en beneficio de los trabajadores, en tanto un tribunal laboral podría declarar la nulidad ante el reclamo individual de un trabajador afectado, basado ya en la comprobación del delito penal -origen espurio a la sanción de la ley 25.250-, con lo que se despejaría toda incertidumbre. La mayoría rechazó expresamente la declaración de nulidad por considerar que estaba vedada esa facultad a los poderes políticos. Esto ocurrió pocos meses después de que se declararan insanablemente nulas a las leyes de “punto final” y “obediencia debida” (conf. debate parlamentario ley 25.877, www.hcdn.gov.ar, versión taquigráfica; período 122; 1ra, sesión ordinaria -especial- del 2 de marzo 2004).
Es claro entonces, que de “la misma justificación de la democracia surgen una limitación a los órganos mayoritarios y es en esa limitación donde juegan un papel importante los jueces, a través de mecanismos como el control de constitucionalidad” (Nino, Carlos, La filosofía del control judicial de constitucionalidad, loc. cit.).
20) Que, por último, cabe destacar que desde un plano teórico -esto es más allá de la cuestión acerca de quién tiene atribuciones para utilizarlos-, los mecanismos de “nulidad” o “derogación” no pueden ser empleados de un modo indolente sin asumir las premisas adoptadas al elegir uno u otro camino.
En este sentido, debe señalarse que cuando en el año 1998 el Poder Legislativo decidió derogar la ley y no declarar su nulidad, asumió de ese modo que estaban ausentes todo tipo de “connotaciones críticas relativas a los edictores” y por lo tanto la norma no podía anularse (en palabras de Josep Aguiló, Sobre la Derogación, Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política dirigida por Ernesto Garzón Valdés y Rodolfo Vázquez, ed. Distribuciones Fontanamara, México, 2da, edición, 1999, pág. 79). En efecto, “la presencia, en el caso de la nulidad, y la ausencia, en el caso de la derogación, de connotaciones críticas relativas a los edictores es el resultado de que mientras que en la nulidad ha habido una conducta irregular, en la derogación ha habido sólo un uso regular de poderes normativos…Sostener que una norma es nula significa formular un juicio normativo crítico que, básicamente, se traduce en la idea de que, la norma…(n)o es integrable dentro de la autoridad unitaria del Derecho. Esta es la razón por la que el juicio de nulidad lleva aparejado la consideración de que la norma nula no debería ser aplicada en la resolución de ningún tipo de caso. Además, el juicio de nulidad tiene también connontaciones críticas en relación con la autoridad normativa que dictó la formulación de la norma de la que la norma nula deriva, pues implica sostener que dicha autoridad fue más allá de los límites de su poder normativo violando el deber general de sumisión al orden jurídico en su conjunto…nada de todo eso está presente en el juicio de que una norma ha sido derogada. Desde un punto de vista interno, quien formula ese juicio no está diciendo que haya algo normativamente incorrecto, en la norma, lo que se traduce en que, en general, dicho juicio lleva aparejada la idea de que la norma debe seguir siendo aplicada en la resolución de casos pendientes…(p)or otro lado, dicho juicio tampoco tiene connotaciones críticas en relación con la autoridad normativa: quien lo formula reconoce que la autoridad usó una facultad de su poder normativo…mientras la derogación cumple la función de hacer posible el cambio deliberado y regular de fuentes y normas, la nulidad cumple la de hacer efectivos los límites a las posibilidades de cambio legítimo” (Josep Aguiló, op. cit., loc. cit.).
Como se afirmó, la nulidad -de admitirse- sólo puede tener su origen en connotaciones críticas en relación con la autoridad normativa que dictó la norma cuestionada, circunstancia que fue negada al sancionarse en el año 1998 la derogación de esa misma norma, en tanto implicó, precisamente, la aceptación contraria. En dicha oportunidad, por lo demás, el Poder Legislativo sancionó la norma derogatoria, teniendo en cuenta el texto de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas y el art. 29 de la Constitución Nacional, y al mismo tiempo afirmó que sin embargo “el principio de aplicación de la ley penal más benigna haría estéril una nueva imputación a quienes violaron elementales derechos humanos” (cfr. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, Reunión 7a. del 24/3/98, pág. 882 y Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores, Sesión 5a. del 25/3/98, págs. 1438 y 1442).
21) Que, por último, no es válido el argumento que pretende legitimar la ley 25.779 con invocación del antecedente de la ley 23.040, por la que se declaraba insanablemente nula la ley 22.924 conocida como de “pacificación nacional” dictada por el propio gobierno de facto. Al respecto cabe recordar lo dicho por el Tribunal al expedirse sobre la validez de la ley 23.040 en cuanto a que si bien se ha ‘reconocido por razones de seguridad jurídica la continuidad en los gobiernos de jure de la legislación de los gobiernos de facto y el poder de éstos de realizar los actos necesarios para el cumplimiento de sus fines; ello ha sido, sin perjuicio de rechazarla o privarla de efectos, cuando tales normas configurasen un evidente abuso de poder frente a las garantías y derechos esenciales de los individuos, o bien un palmario exceso en el uso de las facultades que ejercitaran los poderes públicos que se desempeñasen en sustitución de las autoridades legítimas…en este sentido, la ley de facto 22.924 es el resultado del abuso del poder, porque no sólo se aparta del [entonces] artículo 67, inciso 11 de la Constitución Nacional -que autoriza únicamente al congreso para dictar la ley penal-, sino que también contraría…la esencia de la forma republicana de gobierno y la consiguiente división de poderes’ (Fallos: 309:5, pág. 1692), lo que entronca con el principio de que ‘la validez de las normas y actos emanados del Poder Ejecutivo de facto está condicionada a que, explícita o implícitamente, el gobierno constitucionalmente elegido que le suceda, la reconozca'” (Fallos: 306:174 y sus citas).
Por lo demás, es claro que la ley 23.040 en modo alguno implicó un supuesto de autocontrol. Por el contrario consistió en la reacción de un poder constitucional frente a una norma que pretendió utilizar la misma estructura estatal que posibilitó la comisión de delitos y su ocultamiento, para su autoexculpación. Estas diferencias con las leyes de “punto final” y “obediencia debida” y otras que ut infra se detallarán tornan inhábil la pretendida comparación.
22) Que en tales condiciones corresponde ahora sí, adentrarse en la cuestión que dio sustento a la resolución del a quo: la declaración de inconstitucionalidad del art. 1° de la ley 23.492 y de los arts. 1, 3 y 4 de la ley 23.521, en tanto es al Poder Judicial -tal como quedó establecido- a quien incumbe ejercerla.
En este cometido, cabe recordar, en primer lugar, que la ley 23.492 -conocida como ley de punto final- preveía en su artículo primero un plazo de 60 días para procesar a militares sospechados de cometer crímenes de Estado (ley que dio lugar a la interposición de un sinnúmero de denuncias con el fin de evitar la extinción de la acción penal). A su vez, la ley 23.521 -llamada ley de obediencia debida- establecía diversos niveles de responsabilidad entre los sujetos involucrados: por el art. 1° -primer párrafo- se presumía sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las fuerzas armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias no eran punibles por los delitos [que habían cometido desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 26 de septiembre de 1983, en las operaciones emprendidas por el motivo alegado de reprimir el terrorismo] por haber obrado en virtud de obediencia debida. El segundo párrafo preveía que la misma presunción sería aplicada a los oficiales superiores que no hubiera revistado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria, si no se resolvía judicialmente antes de los 30 días de promulgación de esta ley, que tuvieron capacidad decisoria o participación en la elaboración de las órdenes ilícitas. En tales casos se debía considerar de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad. En efecto, esta ley “creaba una casi irrefutable defensa para oficiales de mediano y bajo rango…(l)a reinterpretación propuesta creaba una presunción iuris tantum de que, salvo que la gente tuviera autoridad para tomar decisiones, todos los que invocaran la defensa de la obediencia debida habían creído, erróneamente, que las órdenes eran legítimas dados una intensa propaganda y un clima general de coacción” (Nino, Carlos, Juicio al Mal Absoluto, ed. Emecé, 1997, págs. 117 y 158).
El personal excluido de esas previsiones, es decir, aquellos que sí se habían desempeñado como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria y aquellos oficiales superiores que sin serlo se hubiera determinado judicialmente que poseían capacidad de decisión o que habían participado en la formulación de las órdenes, seguían enfrentando la posibilidad de castigo penal.
23) Que este Tribunal ya ha afirmado la validez constitucional de la ley 23.521 in re “causa incoada en virtud del Decreto 280/84 del Poder Ejecutivo Nacional” -Fallos: 310:1162, conocida como causa “Camps”; así como también en Fallos: 311:80, 715, 728, 734, 739, 742, 743, 816, 840, 890, 896, 899, 1042, 1085, 1095 y 1114; 312:111; entre muchos otros-. En la causa de Fallos: 311:401 in re “ESMA” se estableció además que la alegada vigencia de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes no la alteraba, por tratarse de una norma ex post facto y por lo tanto inaplicable (voto de la mayoría y voto concurrente del juez Petracchi).
Esas decisiones fueron acordes con la línea trazada por esta Corte desde la célebre causa 13/84, conocida como la “causa de los comandantes” (Fallos: 309:5, pág. 1689). Esta circunstancia y la naturaleza de las leyes que aquí nuevamente se cuestionan -tan ligadas a la vida institucional de la Nación-, imponen que antes de considerar los argumentos invocados tanto en la sentencia apelada como en el dictamen del señor Procurador General, el Tribunal repase esa línea jurisprudencial, así como las circunstancias históricas en las que se enmarcaron sus anteriores decisiones. Esto posibilitará una cabal comprensión del problema, lo que permitirá, a su vez, evaluar adecuadamente tanto los argumentos de la sentencia recurrida cuanto los de los apelantes.
24) Que es necesario recordar que esta Corte -al confirmar la sentencia dictada por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal (Fallos: 309: 5)- condenó a Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola y Armando Lambruschini por los hechos que ut infra se detallarán. De ese modo la República Argentina se convirtió en uno de los pocos países del mundo que sin recurrir a tribunales internacionales implantados ad hoc juzgó y condenó a los máximos responsables del terrorismo de Estado, decisión cuyo valor preventivo respecto de la repetición de violaciones a los derechos humanos no debe ser subestimada.
En oportunidad de dictarse el fallo mencionado se señaló que debían ser condenados quienes dieron las órdenes que posibilitaron la comisión de delitos por parte de los subordinados, estableciendo un aparato organizado de poder que controlaba de principio a fin el curso de los acontecimientos (voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689). Las conductas aberrantes que fueron merecedoras de reproche penal consistían -tal como se describieron en el mencionado voto- en capturar a los sospechosos de tener vínculos con la subversión, de acuerdo con los informes de inteligencia, conducirlos a lugares situados en unidades militares o bajo su dependencia; interrogarlos bajo tormentos, para obtener los mayores datos posibles acerca de otras personas involucradas; someterlos a condiciones de vida inhumanas para quebrar su resistencia moral; realizar todas esas acciones en la más absoluta clandestinidad, para lo cual los secuestradores ocultaban su identidad, obraban preferentemente de noche, mantenían incomunicadas a las víctimas negando a cualquier autoridad, familiar o allegado, el secuestro y el lugar de alojamiento; y dar amplia libertad a los cuadros inferiores para determinar la suerte del aprehendido, que podía ser luego liberado, puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, sometido a proceso militar o civil, o eliminado físicamente.
Actualmente puede encontrarse una precisa descripción de la repugnante metodología utilizada, en el Reglamento RC-9-1 del Ejército Argentino denominado “Operaciones contra elementos subversivos” del 17 de diciembre de 1976, instrumento que al momento de dictarse la sentencia en el “juicio a las juntas” -y hasta hace poco tiempo- permaneció oculto y que aun conserva un “carácter reservado”. Sin perjuicio de ello, en dicha oportunidad, pudo concluirse que existieron órdenes secretas, las que se evidenciaron en virtud de la metodología empleada y la reiteración de los delitos por parte de los autores materiales (considerando 8° del voto del juez Fayt).
25) Que la condena tuvo como base fáctica lo ocurrido en lo que puede describirse como la “segunda etapa” de la lucha contra la subversión, es decir aquella que -pese al éxito que para fines de 1976 había tenido la lucha armada directa con el fin de neutralizar y/o aniquilar el accionar subversivo- se extendió al plano ideológico en todos los sectores de las estructuras del país. De ese modo se facultó a las Fuerzas Armadas para actuar no ya sobre el accionar subversivo, sino sobre sus bases filosóficas e ideológicas así como sobre sus causas políticas, económicas, sociales y culturales (conf. voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689 con cita de la directiva 504/77).
La instrumentación de este plan posibilitó -tanto en la sentencia de la cámara como en tres de los votos confirmatorios- la condena de los imputados, tomándose como base el supuesto específico de autoría mediata -mittelbare Täterschaft- a través de un aparato de poder organizado -Willensherrschaft kraft organisatorischer Machtapparate- creado por Claus Roxin (si bien este supuesto ha sido pensado para resolver aquellos casos en los que se parte de un subordinado responsable). Es el propio profesor alemán el que en una edición posterior de Täterschaft und Tatherrschaft, cita el “juicio a las juntas” en Argentina como paradigma de utilización en el extranjero de su novedosa tesis, luego utilizada por el Tribunal Supremo Federal alemán en el caso conocido como “tiradores del muro” de 1994 -Mauerschutzeprozess- (ed. Walter de Gruyter, Berlin-New York, 1994, pág. 653; ver también nota 349).
26) Que ya en la causa 13/84 se precisó que el desmedido poder de hecho y la incontrolada capacidad legisferante alcanzados por los acusados -miembros de la Junta Militar- pudo mover a sus subordinados a una obediencia cuyos límites les eran muy difícil de precisar, tanto subjetiva como objetivamente, circunstancia que no puede dejar de valorarse, y que en la medida que aleja responsabilidades respecto de quienes cumplieron órdenes, hacen más serio el cargo que cabe efectuar a quienes, desde los mandos más altos de la Nación, utilizaron el mecanismo de subordinación característico de las instituciones militares, con finalidades repugnantes a los fines que en situaciones normales debían animar a aquéllas (considerando 24 del voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689; cit. también por el señor Procurador General en su dictamen de Fallos: 310:1162).
Asimismo, se afirmó que el dominio del curso de los acontecimientos por el superior limitaba el campo de decisión autónoma del subordinado y reducía a proporciones mínimas la posibilidad de acceder a la licitud de la orden emitida, máxime si el deber de obediencia, fundamento de los ejércitos, constriñe al subordinado a riesgo de sanciones explícitas (considerando 17 del voto de juez Fayt; cit. asimismo por el señor Procurador General en su dictamen de Fallos: 310:1162).
27) Que existe también otro aspecto de la recordada sentencia que cimentó las bases de la declaración sobre la validez constitucional de las leyes hoy nuevamente cuestionadas. Se trata de las diferencias que ya podían elaborarse -contrario sensu- con fundamento en lo dicho en ese primigenio fallo acerca de la ya mencionada ley 22.924 -conocida como Ley de Pacificación Nacional-, dictada in extremis -cinco semanas antes de celebrarse las elecciones nacionales- por el propio gobierno militar. En efecto, al negar esta Corte validez a la llamada Ley de Pacificación Nacional se estableció que la única autoridad facultada para dictarla -en su caso- era el Congreso de la Nación, conforme lo establecía la Constitución Nacional (voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689 y su remisión a Fallos: 306:911).
Por lo demás, esa ley sí vedaba a los jueces toda posibilidad de investigación y sanción, en tanto quedaban directamente impunes hechos aberrantes y no discriminaba la responsabilidad que en diferentes grados pudiera recaer en algunos de los hombres de las instituciones armadas (considerando 13 del voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689). Asimismo se aclaró que las decisiones judiciales que se hubiesen dictado con fundamento en la ley 22.924 no alcanzaban el carácter de cosa juzgada, en tanto no a toda sentencia judicial debía reconocérsele fuerza de resolución inmutable, sino sólo a las que han sido precedidas de un procedimiento contradictorio, no pudiendo tenerse por tales a aquellas donde la parte contraria, o el interés social -que se expresa a través del Ministerio Público- no habían tenido auténtica ocasión de ser oídos, posibilidad que la ley de facto 22.924 estaba destinada a impedir, máxime ante la inexistencia de una “cabal independencia en el actuar de los magistrados” (conf. considerando 14 del voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689).
28) Que de modo consecuente el Tribunal -tal como se afirmó- se pronunció por la validez constitucional de la ley de obediencia debida, validez que se afirmó tanto por su origen como por su contenido (Fallos: 310:1162 in re “Camps”), circunstancias que la diferenciaban claramente de la Ley de Pacificación Nacional (conf. Fallos: 309:5, pág. 1689).
29) Que en la causa “Camps”, la mayoría del Tribunal fundamentó su decisión en el respeto irrenunciable al principio de división de poderes. Se recordó que la misión más delicada de la justicia es la de saberse mantener dentro del ámbito de su jurisdicción, sin menoscabar las facultades que incumben a los otros poderes. Se enfatizó que esto era especialmente así cuando el Congreso de la Nación ejercía su elevada función de lograr la coordinación necesaria entre los intereses, del modo que prevalezca el de la comunidad toda (conf. voto del juez Fayt). No incumbía, por lo tanto, al Poder Judicial juzgar sobre la oportunidad, el mérito o la conveniencia de las decisiones propias de los otros poderes del Estado (con cita de inveterada jurisprudencia: Fallos: 98:20; 147:402; 150:89; 247:121; 251:21, 53; 275:218; 293: 163; 303:1029; 304:1335, entre otras). Antes bien -se señaló- es misión suya, en cumplimiento de su ministerio como órgano de aplicación del derecho, coadyuvar en la legítima gestión de los otros poderes del Estado (voto del juez Fayt y voto de los jueces Belluscio y Caballero en Fallos: 310:1162).
En virtud de los fundamentos constitucionales expuestos, se concluyó que las facultades del Congreso Nacional tenían la fuerza suficiente para operar el efecto que la ley perseguía en el caso, cual era -en el caso de la ley de obediencia debida- el de dictar una modificación legislativa de carácter objetivo, que excluyera la punición o impidiera la imputación delictiva de quienes, a la fecha de la comisión de los hechos, tuvieron los grados que la ley señalaba y cumplieron las funciones que allí se describían (conf. voto del juez Fayt y voto de los jueces Belluscio y Caballero). Ello por cuanto la Constitución Nacional otorgaba al Congreso Nacional la facultad de dictar todas las leyes que fuesen convenientes para poner en ejercicio los poderes que la misma Constitución establecía. Esto suponía confiar al legislador el asegurar la supervivencia misma del Estado, y a este fin tendían las leyes mentadas. Es por ello, que el Congreso Nacional podía válidamente establecer que determinados hechos no serían punibles, puesto que es resorte del Poder Legislativo la potestad de declarar la criminalidad de los actos, crear sanciones y borrar sus efectos. El juez Petracchi, por su parte, señaló que existía una clara decisión política del legislador, cuyo acierto o error no correspondía al Poder Judicial evaluar, en tanto el Congreso Nacional había ejercitado la facultad que le corresponde en virtud de lo dispuesto en el entonces art. 67, inc. 17 de la Constitución Nacional -facultad de amnistiar- cuya concesión hallaba un fundamento razonable en una característica que a todas ellas comprendía: la falta de capacidad decisoria, configurándose así el requisito de generalidad que exigen las amnistías.
En dicha oportunidad se afirmó: “otros valores podrán preferirse, otras soluciones proponerse, pero mientras la Constitución Nacional nos rija, será el legislador el que decida la conveniencia de los remedios que se adopten en tales materias, por lo que no parece fundado que en el caso deba el Poder Judicial enervar el ejercicio que aquél ha hecho de tan pesado deber” (considerandos 13 y 14 voto del juez Fayt).
30) Que también en cuanto al efecto de las leyes se estableció su validez. Cabe recordar que fuera del supuesto objetivo del grado militar que excluye juris et de jure la punición, el hecho seguía siendo punible para los oficiales superiores que hubieran revistado a la época de los sucesos como comandante en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerza de seguridad, policial o penitenciaria, o para aquellos que, aun cuando no desempeñasen tales funciones, hubieran tenido capacidad decisoria o participación en la elaboración de las órdenes ilícitas.
Es por ello, como señala el señor Procurador General en su dictamen en la causa “Camps”, pronunciándose también por la constitucionalidad de la ley de obediencia debida, que ésta no supone en modo alguno sustraer de los jueces las causas en las que intervienen -a diferencia también de la ley de Pacificación Nacional- ni afecta la tarea de juzgar acerca de la eximente de obediencia debida (dictamen en Fallos: 310:1162). En efecto, en cada caso debía considerarse si los imputados participaron en la elaboración de órdenes o tuvieron el poder de decisión como para enervarlas, a los efectos de determinar si les alcanzaban los beneficios de la ley 23.521, es decir si participaron en la confección de la estrategia de la que aquellos hechos resultaron y si su comisión resultó de su propia decisión (considerando 27, voto del juez Fayt). Debían, entonces, configurarse ciertos requisitos para que correspondieran las eximentes, en tanto no se trataba de una obediencia “ciega”, lo que hubiera resultado insostenible a la luz de la naturaleza de los sujetos participantes en la relación de subordinación, que por ser seres humanos disponen de un margen irreductible de libertad (considerando 21 voto del juez Fayt en Fallos: 310:1162).
31) Que la solución legal no dejaba impunes los delitos juzgados, sino que variaba el centro de imputación hacia otros sujetos, que en una porción de los casos incluso ya habían respondido penalmente. En efecto, tal como señaló el señor Procurador General al emitir su dictamen en la causa mencionada, “la ley no desafecta de punibilidad delito ninguno. Tal cosa -continúa- no puede inferirse en absoluto de la circunstancia de fijar sólo la responsabilidad de su comisión en la persona del superior que dio la orden a través de la cual dichos delitos se consumaron, impidiendo la extensión de esa responsabilidad a quienes en razón de la obediencia debida están eximidos de ella, empero la ley que nos ocupa no tiende a excluir el procesamiento de los responsables” (Fallos: 310:1162, dictamen del señor Procurador General).
32) Que no debe olvidarse que al declararse la constitucionalidad de la ley 23.521 por vez primera, se confirmaron al mismo tiempo las condenas de Ramón Juan Alberto Camps y Ovidio Pablo Riccheri, en tanto “no resulta[ban] amparados por la categoría de ‘obediencia debida'” (ver considerando 33 voto del juez Fayt y parte resolutiva de la sentencia). De este modo “ha quedado en claro en causas anteriores la culpabilidad de quienes detentaron los más altos poderes de facto en el Estado, y en esta causa la de los jefes de Policía” (considerando 28, voto del juez Fayt). En consecuencia, de lo expuesto resulta que también por sus efectos, estas leyes resultaron incuestionables para el Tribunal.
33) Que no obstante ello, tanto el a quo como el señor Procurador General consideran que existen nuevos argumentos que conducirían a una revisión de lo expuesto. Corresponde, entonces examinar si los argumentos invocados -teniendo en cuenta que la declaración de inconstitucionalidad de una norma ha constituido siempre la última ratio- resultan de entidad suficiente como para enervar la línea jurisprudencial referida. Para ello, es necesario describir con precisión dentro del cúmulo de argumentos utilizados, cuáles de ellos son los que en definitiva determinaron un alejamiento tan drástico del precedente con aptitud para conducir a propiciar una solución contraria.
34) Que para arribar a la declaración de inconstitucionalidad de las normas en cuestión el a quo debió sortear un primer impedimento: el de la prescripción de la acción penal. Este orden de razonamiento a su vez implicó asumir -tal como lo señala con claridad el señor Procurador General- que las acciones no estaban cubiertas por las leyes en cuestión, y consecuentemente por sus propias causales de extinción de la acción penal, cuya verificación también es una cuestión de orden público.
Para sostener la aplicación del principio de imprescriptibilidad la cámara remitió a los fundamentos dados en distintos precedentes de la sala, a los que agregó otras consideraciones. Así sostuvo que los hechos imputados en la causa se relacionaban directamente con el delito de desaparición forzada de personas, que a partir de la aprobación de la “Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas” fue normativamente caracterizado como crimen de lesa humanidad y por lo tanto imprescriptible -convención aprobada por ley 24.556 y con jerarquía constitucional por ley 24.820-. Para su aplicación retroactiva invocó el art. 15.2 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos que establece una excepción al principio de irretroactividad de la ley penal, si los hechos en el momento de cometerse fueran delictivos según los principios generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional (crímenes iuris gentium).
35) Que, en primer lugar, debe señalarse que la elaboración realizada por el a quo en torno al concepto de desaparición forzada de persona asignada a hechos como los aquí investigados, vulnera el principio de legalidad -art. 18 de la Constitución Nacional-, respecto de dos de las prohibiciones que son su consecuencia. En efecto, la norma internacional sobre la que reposa la caracterización de tal delito, no responde a la doble precisión de los hechos punibles y de las penas a aplicar y, además, no cumple con el requisito de ser la lex praevia a los hechos de la causa.
36) Que de modo expreso la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas define en su artículo segundo el concepto del delito al cual las partes deberán ajustarse, a la par que el artículo tercero determina que los Estados Parte se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales, las medidas legislativas que fueren necesarias para tipificar como delito la desaparición forzada de persona y fijarle una pena apropiada. Precisamente, en el Congreso de la Nación obran proyectos en estado parlamentario, que establecen la tipificación del delito de desaparición forzada de personas (ver trámite parlamentario N° 220 del 6-2-98 -exp. 6620-d-97- sobre incorporación al Código Penal como art. 142 ter del tipo desaparición forzada de personas -reproducido por expediente 1360-D-99- que contó con media sanción y luego caducó; resulta ilustrativo respecto de los inconvenientes que la tipificación conlleva, el debate parlamentario en el H. Senado de la Nación, versión taquigráfica, 52° Reunión – 21° Sesión ordinaria del 27 de octubre de 1999, dictamen de las comisiones de Asuntos Penales y Regímenes Carcelarios, de Asuntos Constitucionales, de Derechos y Garantías y de Defensa Nacional, orden del día N° 564). Por lo tanto, no puede predicarse que la Convención haya contemplado un tipo penal ajustado al principio de legalidad entendido por inveterada jurisprudencia de esta Corte como aquel que exige para su configuración la doble determinación por el legislador de los hechos punibles y las penas a aplicar (Fallos: 16:118; 169:309; 314:1451, entre muchos otros).
37) Que a lo anterior debe sumarse que la aplicación de la Convención a los hechos de la causa, tampoco cumple con el requisito de lex praevia exigido por el principio de legalidad, en tanto aquélla no se hallaba vigente en el momento de comisión de los hechos. Al respecto, reiteradamente ha dicho este Tribunal que una de las más preciosas garantías consagradas en el art. 18 de la Constitución Nacional es que ningún habitante de la Nación pueda ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso (Fallos: 136:200; 237:636; 275:89; 298:717). En efecto, debe existir una ley que prohíba o mande una conducta, para que una persona pueda incurrir en falta por haber obrado u omitido obrar en determinado sentido y que además se determinen las penas a aplicar (Fallos: 304:892). Consecuentemente, de dicha norma constitucional, que consagra el principio nullum crimen, nulla poena sino lege praevia se deriva que la ley penal no puede ser retroactiva en cuanto a la descripción del tipo legal ni en cuanto a la adjudicación de la sanción.
En el mismo sentido, cabe destacar que en la sentencia de reparaciones in re “Trujillo Oroza vs. Boliva” Serie C N° 92, de fecha 27 de febrero de 2002 de la Corte Interamericana, el juez García Ramírez señaló que el Tribunal había examinado el asunto bajo el título jurídico de violación del derecho a la libertad y no como desaparición forzada, ‘tomando en cuenta que no existía en Bolivia tipo penal sobre desaparición, ni existía vinculación del Estado, como ahora la hay, a un instrumento internacional específico en esta materia’ (párr. 12; comillas simples -énfasis en el original- agregadas).
38) Que, sin embargo, ni aun admitiendo que el delito de desaparición forzada de personas ya se encontraba previsto en nuestra legislación interna como un caso específico del género “privación ilegítima de libertad” de los arts. 141 y, particularmente, 142 y 144 bis del Código Penal, la solución variaría en modo alguno, pues la aplicación del principio de imprescriptibilidad previsto en la citada Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, a hechos anteriores a su entrada en vigor (art. 7°), seguiría resultando contraria a la proscripción de aplicación retroactiva de la ley penal que establece el principio de legalidad. Resulta, a su vez, inexplicable que la cámara omita considerar en su razonamiento que es la propia Convención sobre Desaparición Forzada de Personas la que establece en su art. 7°, párrafo segundo, que cuando existiera una norma de carácter fundamental que impidiera la aplicación de lo estipulado en el párrafo anterior (se refiere a la imprescriptibilidad), el período de prescripción deberá ser igual al delito más grave en la legislación interna del respectivo Estado Parte. Y qué es el art. 18 de la Constitución Nacional, sino una norma de carácter fundamental.
39) Que la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de lesa humanidad tampoco resultaría aplicable, pues si bien fue adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 26 de noviembre de 1968, recién fue aprobada por el Estado argentino mediante la ley 24.584 (publicada B.O. 29 de noviembre de 1995). Al respecto debe señalarse que existen dos cuestiones que no deben ser confundidas: la primera es la atinente al principio de imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad previsto en la mencionada Convención y la segunda es la que se refiere a la posibilidad de su aplicación retroactiva. Por otra parte, el delito de desaparición forzada de personas no conformaba el elenco de crímenes de guerra y de lesa humanidad al que aludía el art. 1° a y b de la Convención. Sobre la cuestión cabe destacar que en el Documento de Trabajo para un “Instrumento Internacional Jurídicamente vinculante sobre desapariciones forzadas” de las Naciones Unidas -Ginebra 4 al 8 de octubre de 2004- se ha propuesto que en su preámbulo se establezca que la desaparición forzada “constituye un delito y, en determinadas circunstancias, un crimen contra la humanidad” (ver así también la proposición de la presidencia de fecha 6 de febrero de 2005).
40) Que con respecto al principio de imprescriptibilidad -en cuanto rotunda exhortación desde el plano internacional- el Estado argentino ha demostrado encontrarse absolutamente comprometido a partir de la sanción de la ley 24.584 del 29 de noviembre de 1995, por la que aprobó la “Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad”, así como también con la sanción de la ley 25.778 del 3 de septiembre de 2003, que la incorporó con jerarquía constitucional.
Es claro que de este modo las reglas de jerarquía inferior sobre prescripción de la acción penal previstas en el ordenamiento jurídico interno (art. 62 del Código Penal), han quedado desplazadas por la mencionada Convención. Por otra parte -sin que corresponda pronunciarse aquí sobre su origen, evolución y contenido- lo cierto es que el principio de imprescriptibilidad que actualmente ostenta rango constitucional no suscita conflicto alguno que deba resolverse, toda vez que no existe ninguna norma constitucional en el derecho argentino que establezca que los delitos deban siempre prescribir. Tal como afirmó desde antiguo el Tribunal, la garantía de defensa en juicio no requiere que se asegure a quien la ejercita la exención de responsabilidad por el solo transcurso del tiempo (Fallos: 193:326; 211:1684 y 307:1466, entre otros).
41) Que como se afirmó en el caso A.533 XXXVIII “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/homicidio calificado y asociación ilícita y otros -causa N° 259-” del 24 de agosto de 2004 -disidencia del juez Fayt-, una cuestión muy distinta es que este aceptado principio deba aplicarse no ya para el futuro, sino retroactivamente. En efecto, toda vez que la aprobación e incorporación con jerarquía constitucional de la Convención mencionada se ha producido con posterioridad a la comisión de los hechos de la causa, corresponde examinar la cuestión relativa a si la regla que establece la imprescriptibilidad puede ser aplicada al sub lite retroactivamente o si ello lesiona el principio nullum crimen sine poena legali -formulado científicamente por Anselm von Feuerbach, Lehrbuch des gemeinen in Deutschland gültigen peinlichen Rechts, 14 ed., Giessen, 1847, Los principios primeros del derecho punitivo, parágrafos 19 y 20)- y consagrado en el art. 18 de la Constitución Nacional.
42) Que por ello la aplicación al sub examine de la “Convención sobre Imprescriptibilidad” también resulta contraria a la proscripción de aplicación retroactiva de la ley penal, como corolario del principio de legalidad ya formulado.
En efecto, la jurisprudencia de la Corte ha interpretado esta garantía como aquella que prohíbe la aplicación de disposiciones penales posteriores al hecho que modifiquen in malam partem cualquier requisito del que dependa la punibilidad del hecho. Así, ha sostenido que el principio de legalidad comprende “la exclusión de disposiciones penales posteriores al hecho infractor -leyes ex post facto- que impliquen empeorar las condiciones de los encausados…(E)l instituto de la prescripción cabe, sin duda alguna en el concepto de ‘ley penal’ desde que ésta comprende no sólo el precepto, la sanción, la noción del delito y la culpabilidad, sino todo el complejo de las disposiciones ordenadoras del régimen de extinción de la pretensión punitiva” (Fallos: 287:76).
Este es el alcance correcto del principio de legalidad en todos sus aspectos, en tanto “la sujeción [a la ley] debe garantizar objetividad: el comportamiento punible y la medida de la pena no deben determinarse bajo la impresión de hechos ocurridos pero aún por juzgar, ni como medio contra autores ya conocidos, sino por anticipado y con validez general, precisamente mediante una ley determinada, sancionada con anterioridad al hecho. El principio abarca a todos los presupuestos de punibilidad y no está limitado al ámbito de lo imputable (…): especialmente, también la ‘prescripción’ ha de estar legalmente determinada y no cabe prorrogarla retroactivamente, tanto si antes del acto de prórroga ha expirado el plazo como si no. El aspecto de confianza de carácter psicológico, extravía hasta llevar a la asunción de que la prescripción no es objeto del principio de legalidad, dado que aquélla no desempeña en el cálculo del autor papel alguno digno de protección. Pero no se trata de eso. Más bien lo decisivo es que el Estado, al prorrogar el plazo de prescripción (…) amplía su competencia para punir, y ello, en la retroactividad deliberada [gewollte Rückwirkung], también bajo la impresión de hechos ya sucedidos, pero aún por juzgar (Günther Jakobs, Strafrecht Allgemeiner Teil, Die Grundlagen und die Zurechnungslehre, Walter de Gruyter Verlag, Berlín u. New York, 1991, 4/9; comillas simples -énfasis en el original- agregadas).
En el mismo sentido, se ha considerado que la regulación de la prescripción es una cuestión que pertenece a los presupuestos de la penalidad, por lo que de acuerdo con lo que dispone el principio de legalidad no puede modificarse retroactivamente en perjuicio del reo (así Pawlowski, Die Verlängerung von Verjährungsfristen, NJW 1965, 287 ss. y Der Stand der rechtlichen Discusión in der Frage der strafrechtlichen Verjährung, NJW 1969, 594 ss.; Lorenz, Strafrechtliche Verjährung und Rückwirkungsverbot, GA 1968, 300 ss; Arndt, Zum Problem der strafrechtlichen Verjährung, JZ 1965,148; Grünwald, Zur verfassungsrechtlichen Problematik der rückwirkenden Änderung von Verjährungsvorschriften, MDR ZStW 80 (1968), pág. 364; Wilms, Zur Frage rückwirkender Beseitigung der Verjährung, JZ 1969, 61; graves objeciones contra la retroactividad formula por razones generales jurídico-constitucionales, P. Schneider, NS-Verbrechen und Verjährung, Festschrift für O.A. Germann, 1969, pág. 221. Todos citados por H. H. Jescheck en su Tratado de Derecho Penal, Parte General, Volumen Segundo, trad. Mir Puig-Muñoz Conde, ed. Bosch, Barcelona, 1981, pág. 1239). En la doctrina española puede encontrarse idéntica postura en Muñoz R., Campo Elías – Guerra de Villalaz, Aura E., Derecho Penal, pág. 152 y Morillas Cueva Lorenzo, Curso de Derecho Penal Español, pág. 116. El Prof. Jescheck señala, a su vez, que incluso quienes sostienen la tesis procesalista respecto del instituto de la prescripción, deben tener en cuenta que la prohibición de retroactividad se aplica actualmente cada vez más también a los presupuestos procesales (op. cit., loc. cit). De lo dicho hasta aquí cabe concluir que conceder eficacia ex post a normas que prolonguen los plazos de prescripción o establezcan derechamente la imprescriptibilidad de la acción penal afecta indudablemente al requisito de lex praevia exigido por el principio de legalidad establecido en el art. 18 de la Constitución Nacional.
43) Que, aun cuando pudiera entenderse que en el caso de la “Convención sobre Imprescriptibilidad”, es el propio texto de una convención con jerarquía constitucional, la que prevé su aplicación retroactiva -así lo ha inferido, en base a los arts. I y IV de la “Convención sobre Imprescriptibilidad” un amplio sector doctrinario, aunque no sin detractores- o bien que podría aplicarse la “Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas” en virtud de lo dispuesto por otra Convención con jerarquía constitucional (art. 15.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que establece la retroactividad en caso de crímenes iuris gentium), lo cierto es que ambas previsiones contrarias al art. 18 de la Constitución Nacional resultarían inaplicables para el derecho argentino, en virtud de lo dispuesto en el art. 27 de la Ley Fundamental como luego se detallará.
Por otra parte, el a quo elabora su razonamiento sobre la base de asignar al art. 15.2 el carácter de ius cogens, es decir de norma imperativa del derecho internacional general, aceptada y reconocida por la comunidad internacional de Estados en su conjunto, que no admite acuerdos en contrario y sólo puede ser modificada por normas posteriores del mismo carácter. Mas esta aseveración es absolutamente infundada, en tanto define al principio de aplicación retroactiva de la ley penal en caso de crímenes iuris gentium -pues de eso se trata y no de la calificación de los crímenes en sí- como norma de ius cogens sin más base que la afirmación dogmática de quienes suscriben el fallo. Asignan a estas normas la condición de ius cogens sin siquiera examinar o al menos enunciar la práctica internacional de los Estados sobre la que supuestamente basan su conclusión. Es por ello que la segunda afirmación apodíctica del a quo -según la cual la reserva legislativa formulada por la República Argentina (art. 4° de la ley 23.313) al ratificar el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, no es suficiente para quitarle al art. 15.2 su condición de ius cogens- arrastra igual vicio, en tanto se asienta sobre una afirmación carente de fundamentación.
A ello cabe agregar que de conformidad con el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional, el mencionado Pacto se incorporó “en las condiciones de su vigencia”. Esta pauta indica que deben tomarse en cuenta las reservas y aclaraciones que nuestro país incluyó en el instrumento mediante el cual llevó a cabo la ratificación internacional. Cabe recordar que el Estado argentino manifestó, para este caso, que la aplicación del apartado segundo del art. 15 del Pacto debía estar sujeta al principio de legalidad establecido en el art. 18 de la Constitución Nacional, lo que como luego se verá se condice con la importancia y necesidad de “un margen nacional de apreciación” (reserva del Estado argentino al ratificar el Pacto el 8 de agosto de 1986; art. 4° de la ley 23.313; al respecto ver también las manifestaciones del representante de la delegación argentina, doctor Ruda en el 15° período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Documentos Oficiales, 3ª comisión, sesiones 1007ª y 1009ª del 31 de octubre de 1960 y 2 de noviembre de 1960, respectivamente). No debe soslayarse, asimismo, que un texto análogo al del apartado segundo, fue excluido del proyecto de lo que después fue la Convención Americana sobre Derechos Humanos -Pacto de San José de Costa Rica- (conf. Acta Final de la Cuarta Reunión del Consejo Interamericano de Jurisconsultos, suscrita en Santiago de Chile el 9 de septiembre de 1959, Unión Panamericana, Secretaría General de la O.E.A., Washington D.C., 1959).
44) Que, de todos modos, como ya se señaló, tanto la aplicación retroactiva de la “Convención sobre Imprescriptibilidad” (arts. I y IV) como la de la “Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas” (en virtud del art. 15, ap. segundo, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos), resultan inaplicables en el derecho argentino, de conformidad con lo dispuesto en el art. 27 de la Constitución Nacional. Al respecto cabe recordar que en el sistema constitucional argentino esta previsión determina que los tratados deben ajustarse y guardar conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución.
45) Que -como ya se afirmó en el citado caso “Arancibia Clavel” (disidencia del juez Fayt)- los alcances de dicha norma fueron motivo de examen en el seno de la Convención del Estado de Buenos Aires, reunida en 1860, según el Pacto de San José de Flores del 11 de noviembre de 1859. El 30 de abril de 1860, al discutirse la enmienda 15 que abolía la esclavitud, los convencionales debatieron la cuestión de los tratados a raíz del que la Confederación había firmado con el Brasil y que permitía extraditar a los esclavos que habían ingresado al territorio de la república. Cabe recordar aquí al convencional Estévez Seguí, quien en esa oportunidad consideró que era suficiente con el art. 27 para declarar la nulidad de los tratados que no se ajustasen a los principios de derecho público establecidos por la Constitución.
El artículo citado consagra la supremacía de la Constitución -más precisamente, de los principios constitucionales- frente a los tratados internacionales, y de él proviene la “cláusula constitucional” o “fórmula argentina” expuesta en la Conferencia de la Paz de La Haya en 1907 por Roque Sáenz Peña, Luis María Drago y Carlos Rodríguez Larreta, por la que se debe excluir de los tratados en materia de arbitraje “las cuestiones que afectan a las constituciones de cada país”. En consecuencia, los tratados que no se correspondan con los principios de derecho público establecidos en la Constitución, serán nulos “por falta de jurisdicción del gobierno para obligar a la Nación ante otras” (Joaquín V. González, Senado de la Nación, Diario de Sesiones, Sesión del 26 de agosto de 1909 y volumen IX de sus Obras Completas, págs. 306 a 309).
46) Que a través de esta cláusula, la Constitución Nacional condiciona a “los tratados sobre aquellas cuestiones que pudieran afectar la soberanía y la independencia de la Nación y los principios fundamentales de derecho público sobre los que reposa la organización política de la República. Un tratado no puede alterar la supremacía de la Constitución Nacional, cambiar la forma de gobierno, suprimir una provincia o incorporar otras nuevas, limitar atribuciones expresamente conferidas a los poderes de gobierno, desintegrar social o políticamente al territorio; ‘restringir los derechos civiles, políticos y sociales’ reconocidos por la Constitución a los habitantes del país, ni las prerrogativas acordadas a los extranjeros ni suprimir o disminuir en forma alguna las garantías constitucionales creadas para hacerlos efectivos…En cuanto la Constitución Nacional sea lo que es, el art. 27 tiene para la Nación significado singular en el derecho internacional. La regla invariable de conducta, ‘el respeto a la integridad moral y política de las Naciones contratantes'” (Joaquín V. González, op. cit., volumen IX, pág. 52; comillas simples -énfasis en el original- agregadas).
Se trata de una norma de inestimable valor para la soberanía de un país, en particular, frente al estado de las relaciones actuales entre los integrantes de la comunidad internacional. Esta interpretación preserva -ante las marcadas asimetrías económicas y sociales que pueden presentar los Estados signatarios de un mismo Tratado- el avance de los más poderosos sobre los asuntos internos de los más débiles; en suma, aventa la desnaturalización de las bases mismas del Derecho Internacional contemporáneo, pues procura evitar que detrás de un aparente humanismo jurídico se permitan ejercicios coloniales de extensión de soberanía.
Es por ello que el art. 27, a la par que prescribe al gobierno federal el deber de afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de los tratados, le impone la condición de que ha de ajustarse a los preceptos de la misma Constitución. Es, pues, nula toda cláusula contenida en un tratado que importe un avance sobre esta prescripción constitucional, porque ni el Congreso ni el Poder Ejecutivo, ni ningún tribunal representativo de los poderes públicos de la Nación, tiene el derecho o la facultad para comprometer los preceptos que afectan a la soberanía. Luego es inadmisible “toda cláusula o pacto que atente contra la integridad, moral, política y soberana de la Nación porque el Congreso no tiene facultad para dictarla, porque sería necesario convocar a una convención constituyente para reformar la Constitución y aprobar un pacto de esta naturaleza” (Joaquín V. González, ibídem). En efecto, sólo una reforma constitucional que modificara los arts. 27 y 30 de la Constitución Nacional, podría alterar este estado de cosas.
47) Que el límite que el art. 27 de la Constitución Nacional impone a los tratados no le impide a la Nación mantener y cultivar las relaciones de paz, amistad y comercio con las demás Naciones y ser partícipe del desarrollo del derecho internacional y de los diferentes procesos que se orientan a un mayor grado de interdependencia entre los Estados. Las nuevas situaciones y las nuevas necesidades de carácter internacional, no son ajenas al derecho público argentino, tanto en lo que respecta a la participación activa en la formación de los organismos internacionales como las nuevas esferas en que se mueve el derecho internacional público. La protección internacional integral de los derechos humanos y su respeto universal tal como se reseñó ut supra constituyen principios esenciales en los que se apontoca el derecho público argentino.
48) Que en absoluta concordancia con el art. 27 de la Constitución Nacional también desde la ciencia del derecho internacional se reconoce actualmente -y como ya se hiciera referencia- lo que se denomina un “margen nacional de apreciación”, doctrina nacida en la Comisión Europea de Derechos Humanos, adoptada por la Corte Europea de Derechos Humanos y recogida también por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (conf. OC-4/84 Serie A, N° 4, del 19 de enero de 1984). Su esencia es garantizar, ciertamente, la existencia de la autonomía estatal, por la cual cada Estado tiene reservado un margen de decisión en la introducción al ámbito interno de las normas que provienen del ámbito internacional (Delmas-Marty Mireille, Marge nationale d’ appréciation et internationalisation du droit. Réflexions sur la validité formelle d’un droit commun en gestation, en AAVV, Variations autour d’un droit commun. Travaux préparatoires, París, 2001, pp. 79 ss. y pássim.).
Es claro que dentro de los principios que sin lugar a dudas integran ese “margen de apreciación” autónomo de cada Estado -en el que la soberanía estatal no cede frente a normas que se insertan desde el plano internacional- se encuentran los derechos fundamentales garantizados a los individuos por las constituciones estatales. De esta manera la introducción de principios de derecho internacional encuentra su límite en la afectación de esos derechos fundamentales. Es decir, se trata de adaptar las exigencias del derecho internacional -con el espacio de autonomías que se reservan los Estados individuales- sin restringir las garantías básicas de las personas que, en el caso del derecho penal, no son otras que las que se encuentran sometidas a enjuiciamiento.
Es indudable entonces, que sobre la base del art. 27, el constituyente ha consagrado ya desde antiguo un propio “margen nacional de apreciación” delimitado por los principios de derecho público establecidos en la Constitución Nacional, conformado por sus “artículos 14, 16, 17, 18 y 20 (…) franquicias (…) concedidas a todos los habitantes, como principios de derecho público, fundamentales del derecho orgánico interno y del derecho internacional argentino” (Juan Bautista Alberdi, El sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su constitución de 1853, Obras Completas, tomo IV, Buenos Aires, 1886, pág. 277, énfasis agregado).
49) Que, en definitiva, la vigencia del art. 27 impide claramente la aplicación de un tratado internacional que prevea la posibilidad de aplicación retroactiva de la ley penal, en tanto el principio de legalidad que consagra el nullum crimen nulla poena sine lege praevia es innegablemente un principio de derecho público establecido en esta Constitución (art. 18 de la Constitución Nacional), quizá uno de sus más valiosos (conf. Fallos: 136:200; 237:636; 275:89; 298: 717. Es este margen nacional de apreciación el que determina que la garantía mencionada, consagrada a quienes son juzgados por tribunales argentinos, deba ser respetada estrictamente incluso tratándose de los denominados crímenes de lesa humanidad, cuando éstos se juzguen en el país. En este sentido, cabe recordar que el 3 de diciembre de 1973, la Asamblea General de la ONU, adoptó la resolución 3074 (XXVIII) sobre “Principios de cooperación internacional en la identificación, detención, extradición y castigo de los culpables de crímenes de guerra o de crímenes de lesa humanidad”. Allí se estableció que esos crímenes, dondequiera y cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido, serán objeto de una investigación, y las personas contra las que existen pruebas de culpabilidad en la comisión de tales crímenes serán buscadas, detenidas, enjuiciadas, y en caso de ser declaradas culpables, castigadas (A/CN. 4/368, pág. 99). Empero, el representante de la delegación argentina se opuso a esa redacción, pues el texto podía interpretarse en el sentido de que se exige a los Estados que adopten una legislación retroactiva…” (Naciones Unidas, Asamblea General, 28° período de sesiones, Documentos Oficiales, 2187 sesión plenaria, 3/12/ 73, Nueva York, pág. 4). Es por ello que la Argentina se abstuvo en el momento de la votación.
Esta circunstancia unida a la reserva formulada respecto del apartado segundo del art. 15 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, reflejan el comportamiento inalterado de rigurosa sujeción al principio de legalidad como principio de derecho público y garantía básica de toda persona que se encuentre sometida a enjuiciamiento penal, que ha mantenido nuestra República.
50) Que tal como se consignó en el precedente “Arancibia Clavel” -disidencia del juez Fayt- en nada empece lo dicho hasta aquí la nueva jurisprudencia del Tribunal en materia de tratados ni la reforma constitucional del año 1994. Esto es así pues el art. 18 de la Constitución Nacional sigue resultando una barrera infranqueable, en virtud de lo dispuesto en el art. 27 de la Constitución Nacional cuyo origen y contenido fue reseñado ut supra.
51) Que a partir del leading case “S.A. Martín & Cía. Ltda.”, sentenciado en el año 1963 (Fallos: 257:99), la Corte Suprema de Justicia de la Nación sentó las bases de su doctrina sobre la relación entre el derecho interno y el derecho internacional. Allí se estableció que ni el art. 31 ni el 100 (actual 116) de la Constitución Nacional atribuyen prelación o superioridad a los tratados con las potencias extranjeras respecto de las leyes válidamente dictadas por el Congreso de la Nación y que, por tal razón, no existía fundamento normativo para acordar prioridad de rango a ninguno. Se seguía de lo dicho que regía respecto de ambas clases de normas, en cuanto integrantes del ordenamiento jurídico interno de la República, el principio con arreglo al cual las normas posteriores derogan a las anteriores. En su expresión clásica: leges posteriores priores contrarias abrogant. Como consecuencia necesaria de la igualdad jerárquica señalada, también la doctrina y jurisprudencia norteamericanas -citadas en el fallo en cuestión- han admitido desde antiguo la aplicación de este principio. Idéntica doctrina se reiteró en Fallos: 271:7, in re “Esso S.A.”, del año 1968.
Esta etapa -que podría calificarse como la de la jurisprudencia tradicional en la materia- se extendió hasta el año 1992, oportunidad en la que la Corte Suprema reelaboró su postura in re “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492). La doctrina que se deriva del fallo se asienta en dos argumentos distintos: el primero aludía a la condición de acto complejo federal que caracteriza a un tratado y el segundo, al art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados. Recordemos que esa norma prevé que “(u)na parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado”. Con la incorporación de la Convención de Viena (en vigor desde el 27 de enero de 1980) se configuraba -en principio- para el Tribunal el fundamento normativo -a diferencia de lo que ocurría in re “S.A. Martín & Cía. Ltda.”- para conferir primacía a los tratados internacionales sobre las normas internas.
En el voto mayoritario se establece que la Convención es un tratado internacional, constitucionalmente válido, que asigna prioridad a los tratados internacionales frente a la ley interna en el ámbito del derecho interno. Esta convención -continúa el fallo- ha alterado la situación del ordenamiento jurídico argentino contemplada en los precedentes, pues ya no es exacta la proposición jurídica según la cual no existe fundamento normativo para acordar prioridad al tratado frente a la ley. La aplicación de tal fundamento normativo imponía, entonces, a los órganos del Estado argentino asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con una norma interna contraria. El significado que cabe otorgarle a esta última proposición se explicitará a continuación.
52) Que en ese cometido, cabe recordar que tal como ocurría al dictarse el leading case “S.A. Martín & Cía.”, los arts. 27, 30 y 31 de la Constitución Nacional, continúan regulando los vínculos entre el derecho internacional y el interno, normas cuya vigencia no debe desatenderse.
Es por ello que lo afirmado hasta aquí no resulta desvirtuado por lo resuelto en la causa “Miguel Angel Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492). Allí -como ya se señaló- en base al art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados se estableció que debía prevalecer el tratado internacional sobre la norma interna. Mas esto no significa en modo alguno que esta Corte Suprema haya conferido mediante esta norma primacía al derecho internacional sobre el derecho interno. Lo que sí afirmó este Tribunal, es que a diferencia del precedente “S.A. Martín & Cía.”, la incorporación de la Convención de Viena proporcionaba fundamentos para acordar prioridad al tratado sobre la ley. Sólo así el art. 27 de la Convención puede ser compatible con nuestro sistema constitucional.
53) Que como se adelantó, tampoco la reforma constitucional de 1994 -que incorporó las declaraciones y los tratados de derechos humanos enumerados en el art. 75, inc. 22, segundo párrafo-, logran conmover este estado de cosas, en tanto la vigencia de los arts. 27 y 30 mantiene el orden de prelación entre la Constitución y los tratados internacionales, que de conformidad con el primer artículo citado es la que debe primar en caso de conflicto.
En efecto, los constituyentes establecieron que ciertos instrumentos internacionales de emblemático valor -dos declaraciones y siete tratados de derechos humanos- enunciados taxativamente gozaban de jerarquía constitucional. A su vez, añadieron un mecanismo de decisión -con mayoría especial- para conferir ese rango a otros tratados de derechos humanos. Sin embargo, debe recordarse que a la par se precisó expresamente que esos instrumentos no derogaban “artículo alguno de la primera parte de la Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”. Ello robustece lo hasta aquí afirmado respecto de la vigencia de los arts. 27 y 30 de la Constitución Nacional: tales instrumentos prevalecerán sobre las leyes ordinarias y los demás tratados a condición de respetar la prevalencia de los principios de derecho público constitucionales consagrados en la primera parte de ese ordenamiento (disidencia del juez Belluscio en Fallos: 321:885). De allí que su jerarquización -de segundo rango- exija una ineludible comprobación de su armonía con aquellos derechos y garantías que esta Corte -en tanto custodio e intérprete final de la Constitución- tiene el deber de salvaguardar. En efecto, es al Poder Judicial a quien corresponde mediante el control de constitucionalidad realizar ese juicio de comprobación.
54) Que con posterioridad a la reforma constitucional, fue en el caso “Cafés La Virginia S.A.” (Fallos: 317: 1282), en donde se subrayó que el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados impone a los órganos del Estado argentino asegurar primacía a los tratados sobre una norma interna contraria, señalándose, a su vez, que el principio de supremacía de los tratados sobre las leyes internas deriva de los arts. 31 y 75, inc. 22, de la Constitución Nacional.
55) Que, sin embargo, la cuestión que debe dilucidarse es si la primacía del Derecho Internacional comprende a la propia Constitución Nacional. Si la respuesta fuera afirmativa, el Derecho Internacional prevalecería sobre el Derecho Interno del país, consagrándose así el monismo en su concepción más extrema. Esta postura -tal como se precisó en el precedente “Arancibia Clavel”, disidencia del juez Fayt- resulta totalmente inaceptable en el sistema constitucional argentino.
56) Que si bien es cierto que en la causa “Fibraca Constructora S.C.A.” (Fallos: 316:1669) -y las que a ella se remiten- se estableció que la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados impone a los órganos del Estado argentino asignar esa superioridad al tratado internacional “una vez asegurados los principios de derecho público constitucionales”, lo que podría hacer pensar en una jurisprudencia que morigera la doctrina sobre la preponderancia del Derecho Internacional sobre el Derecho Interno, no resulta claro si esa interpretación también es aplicable respecto de los tratados de derechos humanos que gozan de “jerarquía constitucional”, y en caso afirmativo, cuál sería el contenido que cabe asignar a la expresión “una vez asegurados”.
57) Que en diversos votos que informan decisiones de esta Corte se ha entendido que con la incorporación de los tratados mencionados a la Constitución Nacional, ya se dejó sentada su concordancia con los principios de derecho público establecidos en ella, en tanto los constituyentes ya habrían efectuado el juicio de comprobación en virtud del cual habrían cotejado los tratados del art. 75, inc. 22 y los artículos constitucionales y verificado que no se producía derogación alguna de estos últimos. Así se ha afirmado que “la armonía o concordancia entre los tratados y la Constitución es un juicio del constituyente…que los poderes constituidos no pueden desconocer o contradecir” (conf. causas “Monges”, Fallos: 319:3148 (voto de los jueces Nazareno, Moliné O’Connor, Boggiano y López); “Chocobar”, Fallos: 319:3241 (voto de los jueces Nazareno, Moliné O’Connor y López); “Petric”, Fallos: 321:885 (votos de los jueces Moliné O’Connor y Boggiano); “Rozenblum”, Fallos: 321:2314 (disidencia del juez Boggiano); “Cancela”, Fallos: 321:2637 (voto de los jueces Nazareno, Moliné O’Connor, López y Vázquez); “S., V.”, Fallos: 324:975 (voto de los jueces Moliné O’Connor y López y de los jueces Boggiano y Vázquez); “Menem”, Fallos: 324:2895 (voto de los jueces Nazareno, Moliné O’Connor y López); “Alianza ‘Frente para la Unidad'”, Fallos: 324:3143 (voto del juez Boggiano); “Guazzoni”, Fallos: 324:4433 (voto de los jueces Nazareno, Moliné O’Connor y López); “Mignone”, Fallos: 325: 524, votos del los jueces Nazareno, Moliné O’Connor y López; entre muchas otras).
58) Que, por el contrario, la tesis que aquí se propugna toma como base normativa al art. 27 de la Constitución Nacional que prohíbe cualquier interpretación que asigne al art. 27 de la Convención de Viena una extensión que implique hacer prevalecer al Derecho Internacional sobre el Derecho Interno. En base a la norma constitucional citada, es al Poder Judicial a quien corresponde, mediante el control de constitucionalidad, evaluar, en su caso, si un tratado internacional -cualquiera sea su categoría- guarda “conformidad con los principios de derecho público establecidos en [la] Constitución” (art. 27 de la Constitución Nacional). En otras palabras, debe asegurarse la supremacía constitucional, tal como ya se había declarado categóricamente en el voto de los jueces Gabrielli y Guastavino in re “Cabrera” (Fallos: 305: 2150), en el que se había ejercido el control de constitucionalidad con fundamento en la función que corresponde a la Corte de salvaguardar la vigencia de la Constitución Nacional.
59) Que, por lo demás es claro que lo afirmado en los precedentes de la Corte ut supra reseñados acerca del juicio de comprobación, resulta inaplicable en lo que respecta a la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad” -no así al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos-, toda vez que aquél es uno de uno de los instrumentos a los que se refiere el párrafo tercero del art. 75, inc. 22, es decir aquéllos cuya jerarquía constitucional ni siquiera ha sido otorgada por el poder constituyente, sino por un poder constituido (ambas cámaras del Congreso con mayoría especial). Resultaría aun más intolerable que un tratado de la categoría descripta desconociera principios infranqueables de nuestra Ley Fundamental, reformándola a extramuros de la técnica constitucional establecida en el art. 30 citado.
60) Que como la incolumidad de los arts. 27 y 30 de la Constitución Nacional resulta incuestionable, es que lo dicho por el señor Procurador General en la citada causa “Cabrera” continúa manteniendo plena vigencia. Allí afirmó que “los tratados internacionales no prevalecen en nuestro derecho constitucional sobre la Constitución Nacional porque la rigidez de ésta no tolera que normas emanadas de los órganos del poder constituido la alteren o violen, pues ello equivale a reformarla y porque el art. 27 es terminante en exigir que los tratados estén de conformidad con los principios de derecho público de la Constitución”.
En efecto, en nada se ha apartado la reforma mencionada del principio seminal que consagra la supremacía de la Constitución en relación a los tratados internacionales, como lo había sostenido esta Corte con fundamento en la letra del art. 27, que permanece enhiesto. Como se dijo, esta interpretación es -a su vez- un corolario del sistema rígido que adopta la Constitución para su reforma (art. 30).
61) Que, entonces, los tratados de derechos humanos a los que hace referencia los párrafos segundo y tercero del art. 75 inc. 22, son jerárquicamente superiores a los demás tratados -los supralegales (art. 75, inc. 22, primer párrafo, e inc. 24)- y por ello tienen jerarquía constitucional, pero eso no significa que sean la Constitución misma. En efecto, la inclusión de tratados con jerarquía constitucional no pudo significar en modo alguno que en caso de que esa categoría de tratados contuviera disposiciones contrarias a la Primera Parte de la Constitución (como la retroactividad de la ley penal), aquellos deban primar sobre el derecho interno. Distinta es la situación que se presenta cuando la norma prevista en el tratado con jerarquía constitucional no deroga y altera el “equilibrio” normativo, sino que puede compatibilizarse de modo que resulte un conjunto armónico de disposiciones con una unidad coherente (conf. arg. voto del juez Fayt en “Petric”, Fallos: 321:885).
De lo afirmado hasta aquí cabe concluir que la Constitución Nacional se erige sobre la totalidad del orden normativo. En segundo término, se ubican los tratados sobre derechos humanos individualizados en el segundo párrafo del art. 75. inc. 22 -en lo que al caso interesa el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos- y los tratados de derechos humanos que adquieran esta categoría en el futuro -tercer párrafo del art. 75, inc. 22- (hasta el momento, precisamente, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad). En tercer lugar los demás tratados, concordatos y las normas dictadas a propósito de los tratados de integración; y por último las leyes del Congreso.
Tal como se afirmó en el caso “Arancibia Clavel”, la reforma constitucional sólo modificó la relación entre los tratados y las leyes, ya establecida pretorianamente en la causa “Ekmekdjian” en base al art. 27 de la Convención de Viena, pero en modo alguno entre los tratados -cualquiera fuera su categoría- y la Constitución Nacional, lo que jamás habría sido posible por la expresa prohibición a la Convención Constituyente de modificar los arts. 1 a 35 (ley 24.309, art. 7).
Por ello, y en virtud del orden de prelación ut supra explicitado, de concluirse que la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad” prevé su utilización retroactiva o bien que el apartado segundo del art. 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos permite la aplicación retroactiva de la “Convención Interamericana contra la Desaparición Forzada de Personas”, estos preceptos resultarían claramente inaplicables. En efecto, el art. 18 de la Constitución Nacional como norma de jerarquía superior -y por lo demás más respetuosa del principio pro homine- impediría que pueda aplicarse retroactivamente una derogación al régimen de prescripción de la acción penal.
62) Que a poco que se repare en ella, de la evolución jurisprudencial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tampoco se deriva necesariamente la posibilidad de aplicación retroactiva del principio de imprescriptibilidad. En efecto, de su examen no puede concluirse sin más que la omisión de los jueces de aplicar ex post facto las normas mencionadas, vulnere la Convención Americana sobre Derechos Humanos y, por lo tanto, genere responsabilidad internacional. Al respecto cabe puntualizar que la Corte Interamericana jamás ha afirmado expresamente que para cumplir con el deber de garantía deba aplicarse una norma que vulnere el principio de legalidad, establecido, por otra parte, en el art. 9° de la Convención Americana y cuyo cumplimiento también ha de asegurarse como deber de garantía del Estado parte.
El a quo estaría abandonando de este modo -con la gravedad que tal temperamento conlleva- un principio liminar como sin dudas lo es el de legalidad a la luz de una evolución jurisprudencial que no necesariamente conduciría a su desamparo. Parece un contrasentido concluir que los arts. 1.1., 8 y 25 de la Convención Americana -que según la jurisprudencia de la Corte Interamericana establecen el deber de garantía de perseguir y sancionar a los responsables de las violaciones de derechos humanos, como luego se detallará- pueda condecirse con la supresión del principio de legalidad como derecho de la persona sometida a enjuiciamiento penal. En este sentido, no debe olvidarse que la Convención Americana establece como norma de interpretación en su art. 29 que “ninguna disposición de la Convención puede ser interpretada en el sentido de limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda estar reconocido de acuerdo con las leyes de cualquiera de los Estados partes o de acuerdo con otra convención en que sea parte uno de dichos Estados”. En efecto, la redacción de “esta disposición fue elaborada con el criterio central de que no se entienda que la misma tuvo por objeto, de alguna manera, permitir que los derechos y libertades de la persona humana pudieran ser suprimidos o limitados, ‘en particular aquéllos previamente reconocidos por un Estado'” (OC-4/84 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, del 19 de enero de 1984, párr. 20; las comillas simples no pertenecen al original).
63) Que tampoco -y tal como también se señaló en el caso “Arancibia Clavel”-, el indiscutido principio de imprescriptibilidad de la acción penal puede aplicarse con base en el derecho internacional no contractual. Corresponde aquí recordar que en el año 1965 la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa recomendó al Comité de Ministros que invitara “…a los gobiernos miembros a tomar inmediatamente las medidas propias para evitar que por el juego de la prescripción o cualquier otro medio queden impunes los crímenes cometidos por motivos políticos, raciales o religiosos, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, y, en general, los crímenes contra la Humanidad” (Recomendación nro. 415 del 28 de enero de 1965). Asimismo en el marco de la Organización de las Naciones Unidas la Comisión de Derechos Humanos aprobó en el mismo año la Resolución 3 (período de sesiones 21°) en la que consideró “que las Naciones Unidas deben contribuir a la solución de los problemas que plantean los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad, que constituyen graves violaciones del Derecho de Gentes, y que deben especialmente estudiar la posibilidad de establecer el principio de que para tales crímenes no existe en el derecho internacional ningún plazo de prescripción” (Documentos Oficiales 39). La discusión dio lugar a la aprobación por parte de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, el 26 de noviembre de 1968. En el debate que le precedió se impuso la posición según la cual el principio de imprescriptibilidad ya entonces existía en el derecho internacional, por lo que la Convención no podía enunciarlo sino afirmarlo (Comisión de Derechos Humanos, 22° Período de Sesiones, 1966). Es por ello que el verbo “afirmar” reemplazó al verbo “enunciar” que contenía el proyecto original.
Esta afirmación del principio de imprescriptibilidad importó, entonces, el reconocimiento de una norma ya vigente en función del derecho internacional público consuetudinario. Así se ha sostenido que en virtud de las manifestaciones reseñadas y de las prácticas concordantes con ellas, el principio de imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad integra el derecho internacional general como un principio del Derecho de Gentes generalmente reconocido o incluso como costumbre internacional.
De este modo, es claro que la aplicación de tal principio no vulneraría la exigencia de lex praevia. Sin embargo, tampoco en base a esta diversa fundamentación puede resolverse la cuestión a favor de la aplicación del principio de imprescriptibilidad, en tanto otros aspectos no menos importantes que subyacen al nullum crimen nulla poena sine lege, se verían claramente violados.
En efecto, la aplicación de la costumbre internacional contrariaría las exigencias de que la ley penal deba ser certa -exhaustiva y no general-, stricta -no analógica- y, concretamente en relación al sub lite, scripta -no consuetudinaria-. Sintetizando: las fuentes difusas -como característica definitoria de la costumbre internacional- son también claramente incompatibles con el principio de legalidad.
64) Que es el propio tribunal a quo, el que reconoce “el escollo que constituye el artículo 18 de la Constitución Nacional, en tanto desconoce la validez de la aplicación de normas ex post facto”. Para sortear dicho “escollo” sostiene que esa regla no puede ser invocada en el ámbito del derecho penal internacional -en el que existiría la posibilidad de aplicación retroactiva-, derecho que debe ser directamente aplicado en virtud de la preeminencia del Derecho de Gentes establecida en el art. 118 de la Constitución Nacional.
Sin embargo los obstáculos hasta aquí examinados tampoco pueden sortearse -tal como pretende la cámara- con la aplicación directa del derecho penal internacional en virtud de una pretendida preeminencia del Derecho de Gentes que encontraría su fundamento en el art. 118 de la Constitución Nacional, derecho que no necesariamente revelaría idéntica sujeción al principio de legalidad. Al respecto, cabe recordar que el art. 118 de la Constitución Nacional establece que “(l)a actuación de estos juicios [juicios criminales ordinarios] se hará en la misma provincia donde se hubiera cometido el delito; pero cuando éste se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el Derecho de Gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio”.
Como se advierte, esta cláusula constitucional regula una modalidad de los juicios criminales: aquellos que derivan de los delicta iuris gentium. En este aspecto, impone al legislador el mandato de sancionar una ley especial que determine el lugar en que habrá de seguirse el juicio, de suerte tal que, a falta de la ley especial que prevé la norma (se refiere además a hechos acaecidos en el exterior) resulta inaplicable (Fallos: 324:2885). En efecto, esta Corte ya ha precisado el alcance acotado que debe asignarse a la escueta referencia que contiene esta norma. Seco Villalba (Fuentes de la Constitución Argentina, Depalma, Buenos Aires, 1943, pág. 225) da cuenta de su origen que se remonta a la Constitución de Venezuela de 1811, la que del mismo modo simplemente estatuye que en el caso de que el crimen fuese perpetrado contra el derecho de gentes -en ese momento piratería y trata de esclavos- y fuera de los límites de la Nación, el Congreso determinará por una ley especial, el paraje donde haya de seguirse el juicio.
De tal modo, no cabe concluir que por esta vía el derecho de gentes tiene preeminencia sobre el derecho interno del Estado argentino. Por otra parte, no debe confundirse el valor indiscutible del derecho de gentes y su positiva evolución en el ámbito del derecho internacional con la posibilidad de aplicar sus reglas directamente en el derecho interno.
En definitiva, la mención en la Constitución del derecho de gentes se efectúa sólo para determinar la forma en que se juzgarán los delitos cometidos en el exterior contra esos preceptos; pero de ningún modo -más allá de su indiscutible valor- se le confiere jerarquía constitucional ni -menos aún- preeminencia sobre la Ley Fundamental.
Parece a todas luces exagerado inferir en base al texto del art. 118 que sea posible la persecución penal en base a las reglas propias del derecho penal internacional. De allí no se deriva en modo alguno que se puede atribuir responsabilidad individual con base en el derecho internacional, en tanto no se establece cuáles son los principios y normas que rigen la persecución de crímenes iuris gentium. Por lo tanto -como se afirmó- la norma citada no permite concluir que sea posible en nuestro país la persecución penal con base en un derecho penal internacional que no cumpla con los mandatos del principio de legalidad (en el mismo sentido ver Persecución Penal Nacional de Crímenes Internacionales en América Latina y España, Montevideo, 2003, ed. por la Konrad Adenauer Stiftung, investigadores del Instituto Max Planck de Derecho Penal Extranjero e Internacional).
65) Que, en síntesis, el a quo reconoció el incumplimiento de las exigencias del principio de legalidad en la aplicación de los tratados internacionales y pretendió resolver tal contradicción concluyendo que el art. 18 de la Constitución Nacional no resulta aplicable en el ámbito del derecho penal internacional con fundamento en la preeminencia del derecho de gentes establecida en el art. 118 de la Constitución Nacional, derecho que prescindiría de las reglas que subyacen al principio nullum crimen nulla poena sine lege. Sin embargo -como se afirmó- sostener que la alusión del art. 118 de la Constitución Nacional al Derecho de Gentes obliga a los tribunales internacionales a aplicar directamente las reglas propias del derecho internacional resulta absolutamente dogmático.
66) Que, por último, corresponde aclarar que las conclusiones a las que se arribó en la causa “Priebke” (Fallos: 318:2148) no pueden extrapolarse sin más a la cuestión que se debate en el sub lite, tal como pretende el a quo. En el mencionado precedente debía resolverse una solicitud de extradición -que como tal era regida por el principio de colaboración internacional-. Es decir, se trataba de un supuesto de hecho muy distinto al que aquí se plantea, en tanto en el caso sub examine debe decidirse acerca de la atribución de responsabilidad penal a una persona a la que se le ha imputado la comisión de un delito en el ámbito interno de nuestro país.
En efecto, tal como se señala en el voto de los jueces Nazareno y Moliné O’Connor (considerando 44) y el voto del juez Bossert (considerando 56) in re “Priebke”, lo que allí estaba en tela de juicio era la vigencia de los compromisos asumidos en el ámbito internacional en materia de extradición, toda vez que este tipo de trámites no tienen por objeto determinar la culpabilidad o inculpabilidad del individuo requerido, sino sólo establecer, si su derecho de permanecer en el país -art. 14 de la Constitución Nacional- debe ceder ante la solicitud de cooperación internacional formulada. En ese caso, se explicaba que un país soberano como la República de Italia -para el que la acción no estaba prescripta en virtud de su calificación como crimen de lesa humanidad-, solicitara la extradición del imputado sin perjuicio del juzgamiento definitivo incluso sobre la naturaleza del delito por los tribunales del lugar donde se había cometido.
En el mencionado precedente solamente se admitió que un tratado -al que había adherido el país requirente y cuya aplicación éste, a su vez, permitía- pudiera ser computado por nuestros tribunales a efectos de conceder una extradición. De ese modo se cumplió con lo que la Organización de las Naciones Unidas había exhortado a los Estados no Partes de la “Convención sobre Imprescriptibilidad” a través de diversas resoluciones en cuanto a su cooperación a los fines de la detención, extradición, enjuiciamiento y castigo de los culpables de delitos de la envergadura de los crímenes de guerra o de lesa humanidad. El no acceder a esa petición, por lo tanto, contrariaba los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas (Resoluciones de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas sobre la “Cuestión del castigo de los criminales de guerra y de las personas que hayan cometido crímenes de lesa humanidad”, n° 2338 (XXII) del 18 de diciembre de 1971; n° 2583 (XXIV) del 15 de diciembre 1969; n° 2712 (XXXV) del 15 de diciembre de 1970; n° 2840 (XXVI) del 18 de diciembre de 1971).
Tan así es, que diversas normas que regulan actualmente cuestiones de extradición, han hecho hincapié en la observancia de los intereses del país requirente como modo de evitar con facilidad los obstáculos que presentaban causas como la aquí reseñada. A modo de ejemplo corresponde citar la nueva Ley de Cooperación Internacional en Materia Penal -ley 24.767 del 16 de enero de 1997- que establece como requisito a los fines de la extradición que el delito no esté prescripto en el Estado requirente, sin importar -en base al principio de cooperación internacional- que ya hubiera prescripto en el país requerido (a diferencia de lo que sucedía con la ley 1612). Idéntica postura se adopta en el nuevo convenio en materia de cooperación suscripto con los Estados Unidos de América. De este modo recupera su vigencia un antiguo principio del derecho internacional, según el cual la prescripción debe regirse en virtud del Derecho del país que solicita la entrega (conf. Werner Goldschmidt, La prescripción penal debe aplicarse de oficio, ED, Tomo 110, pág. 384 y sgtes.).
Como ya se afirmó, esta particular problemática que fue materia de decisión en el precedente de Fallos: 318:2148, en modo alguno puede ser trasladada -tal como resuelve la cámara- a la situación que se plantea en el sub lite, la que requiere de la elaboración de un examen novedoso, en tanto lo que aquí debe decidirse se vincula directamente con el art. 18 de la Constitución Nacional en cuanto establece que “(n)ingún habitante de la Nación pueda ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso…”. Ese es el principio que integra el orden público argentino y que no puede ser vulnerado con la aplicación de una norma sancionada ex post facto.
67) Que de las dificultades para lograr la punición en estos aberrantes casos, fue también consciente el propio legislador quien con el objetivo de establecer soluciones anticipatorias para casos análogos modificó por medio de la ley 25.188 el art. 67 del Código Penal, incorporando una nueva causal de suspensión de la prescripción “hasta tanto se restablezca el orden constitucional”, cuanto menos, en caso de cometerse los atentados al orden constitucional y a la vida democrática previstos en los arts. 226 y 227 bis del Código Penal.
68) Que todo lo dicho reafirma la imposibilidad de aplicación retroactiva o consuetudinaria del postulado de imprescriptibilidad, principio que se encuentra también reconocido -aunque con menor extensión- a través de los instrumentos que han sido incorporados por mandato del art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional (arts. 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; 15.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; 11.2 y 29.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos).
69) Que, como se afirmó, el punto de partida del a quo hasta aquí reseñado importó, a su vez, asumir implícitamente que las acciones no podían estar cubiertas por las leyes de “punto final” y “obediencia debida”, como luego explicitó. Al respecto cabe recordar el debate parlamentario de la ley de “punto final”, en el que puede verse claramente que la extinción anticipada de la acción penal en el caso de la “ley de punto final”, “no estuvo motivada por el decaimiento del interés social en la punición de los delitos a los que se refiere” -uno de los fundamentos de la prescripción-, sino -principalmente- en su contribución al proceso de pacificación (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, del 23 y 24 de diciembre de 1986, págs. 7827/7828 y de la Cámara de Senadores del 22 de diciembre de 1986, págs. 4607/4608 y 4645, citado en Fallos: 316:532).
70) Que corresponde, entonces, que en atención a la declaración de inconstitucionalidad por el a quo de las “leyes de punto final” y “obediencia debida”, se traten los argumentos que condujeron a esa solución. Para ello bastaría con remitir al precedente de Fallos: 310:1162 in re “Camps”.
Sin embargo, la cámara afirmó que el criterio de la Corte Suprema de Justicia en los casos “Camps” y “ESMA” merece ser revisado a la luz de su jurisprudencia posterior a 1991 a partir de lo resuelto en el caso “Ekmekdjian” (Fallos: 315:1492) y fundamentalmente, por la nueva perspectiva en la valoración de los instrumentos internacionales de derechos humanos, tal como se explicitó ut supra si bien respecto del principio de imprescriptibilidad. Específicamente, concluyó que en virtud de esos nuevos argumentos ya no cabía el rechazo por el que esta Corte se había pronunciado en la causa “ESMA” con respecto a la aplicación de la “Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” (aprobada por ley 23.338), la que -en lo que aquí interesa- excluye la eximente de obediencia debida en el caso del delito de tortura.
Para fundar tal aserto, también se refirió en este caso al cambio en la jurisprudencia tradicional de esta Corte en cuanto a la relación entre los tratados y las leyes, así como a lo previsto en el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados. Según el a quo -como ya se afirmó- esta norma confirió “primacía al derecho internacional sobre el derecho interno”, a lo que debía sumarse la reforma constitucional del año 1994. Esta situación imponía revisar los criterios relativos a la jerarquía de las normas internas y los instrumentos internacionales y modificar los parámetros tradicionalmente utilizados para adaptarlos a la nueva realidad impuesta.
71) Que, sin embargo, el tribunal a quo no explica cómo este cambio jurisprudencial y constitucional es capaz de alterar lo resuelto por este Tribunal en la causa “ESMA” y en las que la sucedieron. Y no logra explicarlo porque sencillamente no lo altera, en virtud de lo que seguidamente se expondrá.
72) Que la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes fue aprobada por la Asamblea General de la O.N.U. en 1984 y firmada por la República Argentina el 4 de enero de 1985. Poco después fue sancionada la ley 23.338 -por la cual el Congreso aprobó el Tratado con fecha 30 de julio de 1986- y el 2 de septiembre de 1986 fue firmado el instrumento argentino de ratificación. La ley fue publicada el 26 de febrero de 1987 y la Convención entró en vigor el 26 de junio de 1987. En su art. 1° define qué debe entenderse por “tortura”, mientras que en el art. 2°, inc. 3°, se establece que “no podrá invocarse una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública como justificación de la tortura”. Actualmente ostenta jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22, segundo párrafo).
73) Que en la causa “ESMA” este Tribunal afirmó -como ya fue señalado- que esta Convención resultaba inaplicable por tratarse de una norma ex post facto más gravosa -voto de la mayoría y voto concurrente del juez Petracchi- (no juega aquí tal como pretende el a quo, el principio “legal” de la aplicación de la ley penal más benigna que, por lo demás, merced a la reforma del año 1994 también adquirió jerarquía constitucional, conf. el art. 9° de la Convención Americana de Derechos Humanos).
Ni la nueva jurisprudencia del Tribunal ni la reforma constitucional mencionada permite que la aplicación de tratados internacionales importe vulnerar el principio de legalidad en cualquiera de sus corolarios. Por ello, todos los argumentos desarrollados ut supra respecto de la “Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas”, del “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos” y de la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad” son aquí directamente aplicables, en tanto ningún presupuesto de la punibilidad puede estar fundamentado en una ley posterior al hecho del proceso.
Sentado lo anterior, todo lo que pudo afirmarse respecto de la relación entre tratados y Constitución Nacional en las causas “Camps” y “ESMA” puede convalidarse sin ambages hoy, pues si bien es cierto que al momento de dictarse la sentencia in re “S.A. Martín” los arts. 27 y 31 de la Constitución Nacional regulaban los vínculos entre el derecho internacional y el interno, -tal como afirma la cámara-, no lo es menos que continúan haciéndolo actualmente (v. ut supra). Esta circunstancia determina que -por lo menos en lo que hace a esta cuestión- resulte innecesario rever el precedente tal como propicia el a quo. Como se dijo, la entrada en vigor de la Convención contra la Tortura es posterior a los hechos de la causa, razón por la cual en virtud de la preeminencia del art. 18 de la Constitución Nacional resulta totalmente inaplicable.
74) Que fue el propio Comité contra la tortura el que indicó respecto del caso argentino que “a los efectos de la Convención ‘tortura’ sólo puede significar la tortura practicada posteriormente a la entrada en vigor de la Convención. Por consiguiente (…) la Convención no abarca los actos de tortura cometidos [en el caso] en 1976, diez años antes de la entrada en vigor de la Convención…” (CAT/C/3/ D/1,2 y 3/1988, pp. 7-8. Comunicaciones Nos. 1/1988 y 3/1988, O.R., M.M. y M.S. contra Argentina, Decisión del 23 de noviembre de 1989). Ello de conformidad con el principio general de que los tratados rigen desde su entrada en vigor (principio de irretroactividad de los tratados, art. 28 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados).
Si aun se entendiera que no está aquí en cuestión el tipo penal de tortura sino el deber impuesto por la Convención que impedía desincriminarlo, ésta también es posterior a la sanción de la ley de Obediencia Debida el 8 de junio de 1987. Sobre el punto también señaló el Comité respecto del caso argentino que “la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes entró en vigor el 26 de junio de 1987. A este respecto el Comité observa que la Convención tiene efecto sólo desde esa fecha y no puede ser aplicada retroactivamente. Por consiguiente, la promulgación de la Ley de ‘Punto Final’, del 24 de diciembre de 1986, y la promulgación, el 8 de junio de 1987 de la Ley de ‘Obediencia Debida’ no podían, ratione temporis, haber violado una convención que no había entrado todavía en vigor” (CAT, ibídem). El Comité, entonces se pronunció en el mismo sentido en el que esta Corte lo había hecho en Fallos: 311:401, voto de la mayoría y voto concurrente del juez Petracchi).
En similar línea argumental, puede también citarse el caso “Pinochet”, en el que la Cámara de los Lores consideró que éste había perdido su inmunidad “ratione materiae en relación al delito de tortura el 30 de octubre de 1988, fecha en que la Convención [sobre la Tortura] entró en vigor en Chile…Pero resulta también aceptable que Pinochet haya seguido teniendo inmunidad hasta el 8 de diciembre de 1988, fecha en que el Reino Unido ratificó la Convención” (in re Regina v. Bartle and the Comissioner of Police for the Metroplis and Others. Ex Parte Pinochet (On Appeal from a Divisional Court of the Queen’s Bench Division), sentencia del 24.3.99, publ. en Investigaciones 2 (1999), Secretaría de Investigación de Derecho Comparado, CSJN, pág. 292 ss; (también citado por el juez Fayt en A.533.XXXVIII. “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/homicidio calificado y asociación ilícita y otros -causa n° 259-“, del 24 de agosto de 2004).
75) Que tampoco la sanción de las leyes incumple los deberes impuestos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos ni en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, argumento que en definitiva condujo a la cámara a declarar su invalidez y a distanciarse drásticamente de la línea jurisprudencial sentada por esta Corte, lo que también fue propiciado por el señor Procurador General de la Nación. Este último consideró en uno de sus dictámenes que se trataba de nuevos argumentos producto de la evolución del pensamiento universal en materia de derechos humanos y agregó que es a la luz de este “nuevo paradigma valorativo” que se imponía la revisión de la sentencia “Camps”.
En concreto, expusieron que las leyes cuestionadas resultarían incompatibles con el deber de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones a los derechos humanos. Con el dictado de las leyes 23.492 y 23.521 se habrían violado los deberes de “respeto” y “garantía” asumidos en base a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
76) Que al respecto, debe recordarse previamente, que en el discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa del 10 de diciembre de 1983, el presidente electo anunció un paquete de medidas entre las que se incluía la ratificación de varios tratados internacionales de derechos humanos, como por ejemplo la Convención Americana sobre Derechos Humanos y a la vez se proponía la modificación de las normas del Código Militar respecto de la obediencia debida, entre otras cuestiones (conf. Nino Carlos, Juicio al Mal Absoluto, págs. 114 sgtes.). La Convención Americana de Derechos Humanos -ley 23.054- fue aprobada el 1° de marzo de 1984 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas -ley 23.313- el 17 de abril de 1986. La antecesora de la ley de “obediencia debida”, ley 23.049 del 15 de febrero de 1984 -sobre la que ut infra se hará referencia-, comenzó a regir entonces con anterioridad a la aprobación de los tratados. Pocos meses después de aprobarse el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, se sancionaron las leyes de “punto final” (29 de diciembre de 1986) y luego la de “obediencia debida” (8 de junio de 1987).
Estos tratados, entonces, ya se encontraban vigentes a la época del dictado del fallo “Camps”. Es por ello, que el juez Petracchi sostuvo en dicha oportunidad que debían valorarse especialmente los compromisos internacionales asumidos, no comprobándose contradicción o incompatibilidad alguna. En Fallos: 311:734 in re “Riveros” se afirmó expresamente que no era atendible la impugnación de la ley 23.521 con fundamento en su presunta oposición a la “Convención para la Prevención y Represión del delito de Genocidio”.
77) Que sabido es que el deber de respeto consiste en no violar los derechos y libertades proclamados en los tratados de derechos humanos y el deber de garantía en la obligación de garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción. Ambos se encuentran previstos en el art. 1.1. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El deber de garantía violado consistiría en la obligación de investigar y sancionar las violaciones graves de los derechos humanos (conf. Corte Interamericana de Derechos Humanos en el leading case “Velázquez Rodríguez”, Serie C N° 4 del 29 de julio de 1988) que a su vez implicaría -aquí el argumento novedoso- la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera por efecto sustraer a las víctimas de esos hechos de protección judicial incurriendo en una violación de los arts. 8 y 25 de la Convención (conf. Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso conocido como “Barrios Altos”, Serie C N° 45, párr. 43, sentencia del 14 de marzo de 2001). Sobre esta decisión se apoya el mayor peso de la argumentación del a quo y del señor Procurador General. También fundan su conclusión en lo señalado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe 28/92, en tanto ésta habría afirmado que las leyes de obediencia debida y punto final resultarían incompatibles con el art. 18 de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y los arts. 1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Empero, la decisión de la Corte Interamericana en el caso “Barrios Altos” no resulta trasladable al estudio de las normas que aquí se cuestionan. En efecto, ninguna de las afirmaciones que integrarían el “nuevo paradigma” son aplicables a las leyes de obediencia debida y punto final, por los motivos que a continuación se expondrán.
78) Que el razonamiento de la cámara y del señor Procurador General -quien lo expresa con mayor claridad- podría sintetizarse de la siguiente manera: las leyes que sustraen a la víctima de protección judicial son violatorias de la Convención Americana, de modo tal que las leyes de punto final y obediencia debida son violatorias de la Convención Americana. Tal conclusión supone partir de una premisa implícita: que las leyes de punto final y obediencia debida sustraen a la víctima de protección judicial.
Esta visión resulta nuevamente, a criterio de esta Corte, absolutamente dogmática. Cabe aclarar que en el caso “Barrios Altos” las normas impugnadas eran las leyes peruanas de autoamnistía 26.479 y 26.492 que exoneraban de responsabilidad a todos los militares, policías y también civiles que hubieran sido objeto de denuncias, investigaciones, procedimientos o condenas, o que estuvieran cumpliendo sentencias en prisión por hechos cometidos entre 1980 y 1995 de violaciones a los derechos humanos. En virtud de esas leyes, las escasas condenas impuestas a integrantes de las fuerzas de seguridad fueron dejadas sin efecto inmediatamente, quedando así los hechos impunes. Por ello en “Barrios Altos” la Corte Interamericana concluyó que las víctimas tenían derecho a obtener de los órganos competentes del Estado el esclarecimiento de los hechos violatorios y las responsabilidades correspondientes (párr. 48). Como puede observarse, existen varias diferencias entre las normas allí cuestionadas y las que aquí se impugnan, no sólo por su origen, sino también por sus efectos. En el mismo sentido, cabe destacar que las normas cuestionadas en “Barrios Altos” se asemejan mucho más a la ya nombrada Ley de Pacificación Nacional y sobre la que este Tribunal expresó su más enérgico rechazo hace más de quince años (sin necesitar para ello invocar la existencia de un nuevo paradigma).
79) Que respecto al origen de las normas, no resulta fútil la diferencia que hay entre un perdón -sin necesidad de entrar aquí sobre la cuestión tratada en “Camps” acerca de su naturaleza- emanado de un nuevo gobierno -sobre todo si éste es democrático- que uno que emerge del propio gobierno bajo cuyas órdenes se cometieron los delitos en cuestión. En primer lugar porque -como se afirmó ut supra- de esta última manera sí logra extenderse el poder ilimitado que antes se tenía. Es por ello que el juez Cançado Trindade considera en su voto concurrente (caso “Barrios Altos”) que las autoamnistías son una modalidad perversa (conf. párr. 6). Por otra parte, como se señala en el voto concurrente del juez García Ramírez, las autoamnistías expedidas a favor de quienes ejercen la autoridad y por éstos mismos difieren de las amnistías “que resultan de un proceso de pacificación con sustento democrático y alcances razonables” (párr. 10).
80) Que, por lo demás, en la sentencia de “Barrios Altos” también se destaca que el proyecto de ley no fue anunciado públicamente ni debatido; antes bien, se sancionó en cuestión de horas (ver punto i). Son diferencias con las leyes que aquí se cuestionan que no pueden pasar inadvertidas.
En efecto, el proyecto de juzgar a los comandantes y a los oficiales de más alto rango -y no a todos los involucrados en las violaciones de derechos humanos-, ya formaba parte de la propuesta electoral del año 1983 del candidato presidencial que resultó electo. Así, cabe mencionar el acto público realizado en la Federación Argentina de Colegios de Abogados en agosto de 1983, en el que dicho candidato -que triunfó con el 52% de los votos- diferenció tres categorías de responsabilidad entre los militares involucrados, distingo que fue reiterado -también públicamente- cuatro días antes de los comicios electorales (Nino, Juicio al Mal Absoluto, cit., ed. Emecé, 1997, págs. 106 y 110). Al mismo tiempo denunció un pacto secreto de impunidad entre la cúpula militar y dirigentes sindicales. Por su parte, el candidato del que luego resultó el partido opositor -a la sazón quien suscribiera como presidente provisional del Senado en ejercicio del Poder Ejecutivo, los decretos 2770, 2771 y 2772 de noviembre de 1975, complementarios del crucial decreto firmado en febrero de ese mismo año por María Estela Martínez de Perón y sus ministros, conocidos todos como “decretos de aniquilamiento”-, se había proclamado -tal como dieron cuenta los medios de prensa- partidario de mantener la validez irrestricta de la ley 22.924 -de autoamnistía- dictada por el gobierno militar.
En concordancia con su propuesta electoral, el presidente electo a poco de asumir su cargo envió al Congreso Nacional, un proyecto de ley en el que se establecía un criterio de distinción de responsabilidades entre los integrantes de las Fuerzas Armadas. El 15 de febrero de 1984 fue sancionada la ley 23.049, que como resultado de la propuesta de uno de los miembros de la cámara alta estableció expresamente que los actos aberrantes o atroces debían exceptuarse de la presunción por error acerca de la legitimidad de las órdenes (v. debate parlamentario). De ese modo la ley finalmente aprobada tomó cierta distancia respecto del proyecto del presidente electo (conf. Nino, Juicio al Mal Absoluto, pág. 123).
Sin perjuicio de ello dicho proyecto se vio luego reflejado en el texto de la cuestionada ley 23.521 -ocasión en la que no prosperó la objeción antes señalada-. Por lo demás, esta ley, a diferencia de la de autoamnistía -dictada cuando la Constitución Nacional se “había visto reducida a norma de tercer orden, mientras en las mismas manos se unía el dominio de los hechos al pleno poder legisferante” (Fallos: 309:5, pág. 1762, voto del juez Fayt)-, cumplió acabadamente con los requisitos de legalidad, legitimidad, validez y vigencia. En ese sentido, debe recordarse que es legítimo un gobierno instituido conforme a las previsiones constitucionales y que un gobierno legítimo es también un gobierno legal cuando actúa conforme a las leyes positivas (el primero se refiere a la investidura, el segundo a la actividad).
En efecto, tanto la ley de “obediencia debida” como la de “punto final” tuvieron su origen en proyectos de ley presentados por el Poder Ejecutivo de iure que fueron -a su vez- votados por el órgano de creación de normas estatuido en la Ley Fundamental, cuyos integrantes, a su vez, fueron legítimamente elegidos. A ello cabe agregar que la sanción de la ley 23.492 contó con el presentismo casi completo de ambas Cámaras del Congreso, que en la Cámara de Diputados fue aprobada por 125 votos a favor, 17 en contra y una abstención (cfr. Diario de Sesiones, Reunión 63a., 23 y 24 de diciembre de 1986, págs. 7792/7855), y en el Senado por 25 votos a favor y 10 en contra (cfr. Diario de Sesiones, Reunión 36a., 22 de diciembre de 1986, págs. 4499/4668). A su vez, la ley 23.521 fue votada en la Cámara de Diputados por 119 votos a favor y 59 en contra (Diario de Sesiones, Reunión 8a., 15 y 16 de mayo de 1987, págs. 617/787) y en la Cámara de Senadores obtuvo 23 votos a favor y 4 en contra (Diario de Sesiones, Reunión 7a, 28 y 29 de mayo de 1987, págs. 476/538). Este resultado, por lo demás, fue producto de un consenso entre los partidos más representativos, pluralidad que claramente se infiere de la composición mayoritaria que en el Senado detentaba el partido de la oposición (conf. Nino, op. cit., pág. 159). Por lo demás, de los debates parlamentarios de las ya mencionadas leyes 24.952 y 25.779 -derogación y declaración de nulidad- no surge que eventuales vicios congénitos en el proceso de sanción de las leyes cuestionadas, hayan constituido el argumento expulsor que inspiró a la mayoría a sancionarlas.
El sustento democrático al que se refiere el juez García Ramírez en “Barrios Altos” es aquí claramente apreciable en tanto las leyes 23.492 y 23.521 transitaron por todos los procedimientos regulares de sanción, promulgación y control judicial suficientes, establecidos en la Constitución Nacional, con la intervención de los tres poderes del Estado. También resulta claro que las leyes fueron el resultado de un “proceso de pacificación” tal como lo exige el magistrado mencionado. Tan así fue que incluso en aquellos casos en los que se cometieron delitos desvinculados de los objetivos de represión de actividades subversivas pero en cuya comisión se utilizaron los mismos medios proporcionados por el aparato represivo, esta Corte no hizo lugar a la aplicación de las leyes cuestionadas, en tanto como afirmó más recientemente, su beneficio sólo “se fundaba en el interés social y esta(ba) destinado únicamente a quienes ha(bían) mantenido en su accionar antisubversivo y por causa de él un vínculo incontestado y cuya reconciliación con el resto de la sociedad se (había) pers(eguido) mediante el dictado de la norma de excepción” (Fallos: 316:532 y 316:2171). En el mismo sentido del proceso pacificador son también elocuentes las consideraciones del juez Petracchi in re “Camps” (Fallos: 310:1162).
De lo dicho en los considerandos precedentes, puede concluirse que resulta arbitraria una declaración de inconstitucionalidad, cuyo fundamento consista en que las leyes hoy cuestionadas no pueden superar respecto de su origen el estándar exigido en el caso “Barrios Altos”.
81) Que tampoco respecto de los efectos, puede trasladarse lo decidido en “Barrios Altos”, pues mientras las leyes sancionadas en el caso peruano implicaban la absoluta impunidad de los actos (pássim, especialmente párr. 43 de la mayoría y párr. 13 del voto concurrente del juez García Ramírez), las leyes argentinas no impidieron que continuaran los procesos contra aquellos a quienes la norma no exoneraba. En efecto, en el año 1989 -dos años después de la declaración de constitucionalidad de la ley de obediencia debida en el caso “Camps”- casi 400 militares se encontraban bajo proceso y los principales responsables habían sido condenados (conf. Nino, Juicio al Mal Absoluto, pág. 162). Esta circunstancia es incluso puesta de resalto por el a quo en el punto VII de la resolución, quien refiere que “las investigaciones continuaron respecto de quienes no estaban comprendidos en la ley 23.521” (énfasis agregado).
Consecuencia de lo anterior es que, asimismo, no sería necesario declarar la inconstitucionalidad de las leyes con el objeto de que se investiguen los hechos que se imputan en esta causa y se sancione a los responsables, a fin de cumplir con los deberes impuestos por las Convención Americana, toda vez que varios de los militares aquí querellados por el Centro de Estudio Legales y Sociales no se verían -en virtud de su jerarquía- alcanzados por las previsiones impugnadas; prueba de ello es que los imputados Suárez Mason -comandante del I Cuerpo del Ejército-, José Montes -segundo comandante del I Cuerpo del Ejército- y Andrés Ferrero -segundo comandante del I Cuerpo del Ejército- fueron beneficiados con los indultos que se dictaron a su favor respecto de diversas causas (decreto 1002/89 -Montes y Ferrero- y 2746/90 -Suárez Mason-).
82) Que, además, mientras que en el caso de la Corte Interamericana se afirma que se impidió a las víctimas conocer la verdad de los hechos ocurridos en “Barrios Altos” (ver párr. 47), no puede decirse lo mismo del caso argentino y en especial respecto de los hechos que aquí se imputan: los sucesivos secuestros de Gertrudis Hlaczick de Poblete y de José Liborio Poblete.
Ello es así, pues los casos indicados fueron individualizados bajo los nros. 93 y 94 ya en el citado “juicio a las juntas” (ver en Fallos: 309:5, págs. 500 a 504). Allí se describió que Gertrudis Hlaczick de Poblete fue detenida en su domicilio de la localidad de Guernica entre los días 27 y 28 de noviembre de 1978. En la misma fecha se produjo la detención de su esposo José Liborio Poblete. También se consideró probado que se los mantuvo en cautiverio en los sitios destinados al funcionamiento de los centros clandestinos de detención denominados “El Banco” y “El Olimpo”, pertenecientes a la Policía Federal, que actuaba bajo el comando operacional del Primer Cuerpo del Ejército. No se dio por probada la aplicación de tormentos aunque sí la imposición de condiciones inhumanas de vida y alojamiento. La privación de la libertad respondió al proceder descripto en el capítulo XX, págs. 285 a 305 de Fallos: 309:5. En efecto, en la causa 13/84 se consignaron los hechos con precisión -como tuvo oportunidad de comprobarlo esta Corte- indicándose “la fecha de ocurrencia del hecho, el lugar donde se consumó, el resultado principal, y a veces, otros secundarios, el sitio donde fue conducida la víctima y aquellos a los que fue trasladada, así como la fecha de liberación en caso de haber tenido lugar” (dictamen del señor Procurador General en Fallos: 307: 1615), tratándose por lo tanto de “hechos precisos, exactos y definidos” (Fallos: 307:2348 in re “Videla” voto de la mayoría y voto concurrente del juez Fayt). También se tuvo por cierto que el teniente general Roberto Eduardo Viola, como comandante en jefe del Ejército, a partir del 1° de agosto de 1978, dio órdenes de seguir combatiendo a la subversión -en la forma allí descripta-, por lo que debía responder por todos los actos delictuosos que durante el lapso de su desempeño en tal carácter se cometieron en forma inmediata por subordinados suyos, y que se adecuan al sistema que ordenó o que, sin integrarlo necesariamente, fueron su consecuencia y los asintió. Ello incluía los hechos de carácter permanente, para los que aún iniciada su comisión antes de que asumiera su comandancia, existían pruebas de que continuaba su ejecución. En función de ello fue considerado autor doloso -entre otros delitos- de privación ilegal de la libertad, calificada por haber sido cometida con violencia y amenazas, -art. 144 bis, inc. 1°, y último párrafo en la redacción de la ley 14.616 y art. 142, inc. 1° según la ley 20.642- reiterada en 86 oportunidades (Casos:…93, 94…) y en definitiva condenado (págs. 1626 s.). Dicha condena fue confirmada por esta Corte en Fallos: 309:5 (ver voto del juez Fayt en pág. 1762).
83) Que la imposibilidad de condenar en la presente causa al entonces suboficial de la Policía Federal Julio Héctor Simón no puede equipararse a la “indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad” de la que se da cuenta en “Barrios Altos”. Cabe reiterar que las leyes de “punto final” y “obediencia debida” no sustrajeron a las víctimas de protección judicial, simplemente establecieron un plazo para denunciar y, posteriormente, la exoneración de quienes eran subordinados. El derecho de la víctima a obtener la condena de una persona en concreto, de ninguna manera se compadece con la visión del castigo en un Estado de Derecho. El deber de investigar en modo alguno implica condenar a todos los sujetos involucrados, sin distinción de responsabilidad y sin límite temporal. En efecto, la no impunidad no significa necesariamente que todos los involucrados deban ser castigados. Si esto fuera así debería, por ejemplo, condenarse, a personas inimputables, con sólo comprobarse que con su conducta se violaron derechos reconocidos por la Convención.
Los niveles de responsabilidad establecidos tenían por lo demás alcances razonables. En el caso se trata de un suboficial y la ley había establecido una presunción iuris et de iure de que carecieron de capacidad decisoria quienes revistaban a la fecha de la comisión del hecho como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa -oficiales de bajo y mediano rango- (ver voto del juez Petracchi en Fallos: 311:401 in re “ESMA”). Debe recordarse que según el juez García Ramírez no es contraria a la Convención una ley de “amnistía” que tenga alcances razonables. Tal como da cuenta el juez Petracchi las concesiones otorgadas por el legislador hallaban un fundamento razonable en una característica que a todas ellas comprendía: la falta de capacidad decisoria (Fallos: 310:1162).
84) Que tampoco los casos posteriores a “Barrios Altos”, vgr. “Trujillo Oroza – Reparaciones”, Serie C N° 92, sentencia del 27 de febrero de 2002; “Benavides Cevallos – cumplimiento de sentencia”, sentencia del 9 de septiembre de 2003; “Molina Theissen”, Serie C N° 106, sentencia del 4 de mayo de 2004; “19 Comerciantes”, Serie C N° 109, sentencia del 5 de julio de 2004; “Hermanos Gómez Paquiyaurí”, Serie C N° 110, sentencia del 8 de julio de 2004; “Tibí”, Serie C N° 114, sentencia del 7 de septiembre de 2004; “Masacre Plan de Sánchez”, Serie C N° 116, sentencia del 19 de noviembre de 2004; “Carpio Nicolle y otros”, Serie C N° 117, sentencia del 22 de noviembre de 2004; “Hermanas Serrano Cruz”, Serie C N° 120, sentencia del 1° de marzo de 2005 y “Huilca Tecse”, Serie C N° 121, sentencia del 3 de marzo de 2005, citados por el señor Procurador General pueden considerarse supuestos equiparables al que se debate en el sub lite, en tanto se trataba de causas en las que derechamente se negó toda posibilidad de investigación, configurándose en muchos de ellos auténticas situaciones de “denegación de justicia”. Basta para arribar a esa conclusión con observar lo dicho por la Corte Interamericana en esos casos, la que se refirió a recursos judiciales inoperantes, a archivos de causas en las que no se desarrolló la más mínima posibilidad de determinar lo acontecido y a verdaderos situaciones de encubrimiento. No pueden parangonarse estos casos al de la República Argentina, en el que no sólo hubo condenas para los máximos responsables, sino la continuación de procesos que las leyes que se cuestionan en el sub examine no eran capaces de detener.
85) Que por ello no pueden extrapolarse las conclusiones de la Corte Interamericana tampoco en cuanto a los efectos, pues ésta de ningún modo se pronunció sobre leyes que establecieron un plazo o que dejaron intacta la responsabilidad de los militares de mediano y alto rango que fueron quienes, en última instancia, ejercieron un poder casi ilimitado; leyes, por lo demás, nacidas en el contexto de la pacificación nacional. En síntesis, no puede concluirse que con el dictado de las leyes de obediencia debida y punto final, el Estado argentino se haya apartado del compromiso asumido en los instrumentos internacionales citados (tal como ya se había afirmado en el caso “Camps” e insistido incluso en casos posteriores al dictado de la sentencia de la Corte Interamericana in re “Velázquez Rodríguez”, tales como los publicados en Fallos: 312:111, 718, y 1334, entre otros). No puede afirmarse que a partir del caso “Barrios Altos” las leyes de punto final y obediencia debida resultan contrarias a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en tanto parece insostenible que en base a una interpretación sobre la interpretación que la Corte Interamericana realiza para un caso totalmente disímil respecto del art. 1.1. de la Convención -que se encontraba vigente al dictarse el fallo de esta Corte in re “Camps”-, se declare hoy a esa misma ley inconstitucional.
En efecto, constituye un grave error que se declare inconstitucional una norma invocando un nuevo paradigma que nada tiene de nuevo, una decisión que no es aplicable al caso y una interpretación dinámica que no es tal.
86) Que tampoco las conclusiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos -por lo demás órgano político y no jurisdiccional- que sí se refieren a la situación argentina, enervan lo decidido en “Camps”. Allí se afirmó que se había cerrado toda posibilidad jurídica de continuar los juicios, violándose los arts. 8 y 25 de la Convención. Empero, la remisión hecha por el a quo a esa decisión, constituye un supuesto de arbitrariedad en tanto las conclusiones a las que en ese informe se arriban, parten de un plexo normativo distinto al que aquí se cuestiona. En efecto, el informe 28/92 se refiere a las leyes 23.492 (obediencia debida), 23.521 (punto final) y al decreto 1002/89 (decreto presidencial de indulto). Las conclusiones no son trasladables sin más, en tanto ese informe analiza en su conjunto las tres normas mencionadas (ver sus puntos 32, 37 y 50).
No debe soslayarse que los indultos dictados en los años 1989 -decreto 1002- y 1990 -decretos 2741, 2745 y 2746- exoneraron a decenas de militares de alta graduación, a los comandantes que habían sido juzgados -Fallos: 309:5, pág. 1689- y a los jefes de policía condenados por esta Corte Camps y Ricchieri. Como se dijo, la Comisión Interamericana en su informe parte de otro conjunto normativo al que en el sub lite se cuestiona y esa diferencia no es banal. Piénsese que si por vía de hipótesis estos indultos no hubieran tenido lugar, es claro que no podría afirmarse tan fácilmente que las leyes impugnadas convertían a los hechos investigados en impunes, y por tanto violatorios de la Convención. ¿Pueden entonces esas leyes devenir inconstitucionales por el dictado de otra norma? Como pauta hermenéutica cabe plantearse que bien pudo el legislador que votó por las leyes de “punto final” y “obediencia debida”, considerar que con su sanción no se producía la situación de impunidad que condenan los tratados internacionales adoptados.
87) Que tampoco logra conmover lo dicho en el precedente “Camps”, el argumento del señor Procurador General, quien afirma que por imperio del art. 29 de la Constitución Nacional no son amnistiables los delitos concretos cometidos en el ejercicio de la suma del poder público, circunstancia que tornaría inconstitucional la sanción de las leyes 23.492 y 23.521.
Para arribar a tal conclusión parte de la premisa según la cual lo prescripto por el art. 29 de la Constitución Nacional no se agota en la prohibición y condena a la concesión y ejercicio de la suma del poder público sino que implica asimismo un límite a la facultad legislativa de amnistiar tanto a los miembros del Poder Legislativo que hubieran otorgado esas facultades prohibidas como a aquellos que las hubieran ejercido. A partir de esa primera afirmación, concluye según “un desarrollo consecuente del mismo criterio interpretativo” que tampoco los delitos cometidos en el ejercicio de la suma del poder público son susceptibles de ser amnistiados o perdonados.
En suma el señor Procurador General expone lo que pretende ser un argumentum a maiore ad minus, en tanto sostiene que sería un contrasentido afirmar que no podrían amnistiarse la concesión y el ejercicio de la suma del poder público, pero sí los delitos cometidos en el marco de ese ejercicio.
Sin embargo, lo que parece un simple silogismo resulta un razonamiento sofista, toda vez que no puede arribarse a esa conclusión sin incurrir en artificiosas interpretaciones acerca del objeto de protección del art. 29 de la Constitución Nacional. Por ello, bien puede no ser amnistiable la concesión y el ejercicio de la suma del poder público y sí los delitos cometidos en el marco de ese ejercicio sin violentar ningún esquema de lógica elemental.
Para llegar a esta conclusión es necesario, en primer lugar, realizar algunas aclaraciones con respecto al texto del art. 29 de la Constitución Nacional, cuyo origen y contenido fue definido “como doctrina nacional impuesta por la experiencia histórica local” (Seco Villalba José Armando, Fuentes de la Constitución Argentina, ed. Depalma, 1943, pág. 161). Se ha dicho sobre este artículo -según la expresión difundida- que fue escrito con la sangre de dos generaciones, circunstancias históricas que le otorgan una singularidad especialísima dentro de nuestra doctrina constitucional (Fallos: 234:250).
88) Que se trata de un tipo penal constitucional, cuyo sujeto activo sólo puede ser un miembro del Poder Legislativo nacional o de las legislaturas provinciales. El texto del artículo es en ese sentido claro. Más elocuentes resultan aun las palabras del constituyente: “‘los únicos’ que p[ueden] conceder las facultades extraordinarias, otorgar sumisiones e incurrir en la pena de los infames traidores a la patria [son] los diputados del Congreso o de la legislatura provincial” (conf. constituyente Zavalía, debate de la Asamblea General Constituyente, sesión del 25 de abril de 1853; comillas simples agregadas).
Prueba de que sólo a los legisladores está dirigida la prohibición es precisamente su inserción constitucional. Resulta explícito: si su jerarquía hubiera sido sólo legal, el legislador no habría podido -sin allanar los fueros parlamentarios-, calificar penalmente la prohibición que contiene este precepto, cuya incorporación constitucional es el único fundamento jurídico de su validez represiva (conf. dictamen del señor Procurador General Sebastián Soler en Fallos: 234:250). Tuvo que tener idéntica jerarquía para funcionar como excepción a las inmunidades parlamentarias.
Y sólo los legisladores pueden ser los sujetos activos de este delito porque justamente lo que se castiga es la traición de aquellos que fueron elegidos como representantes del pueblo y que -apartándose de ese mandato- conceden la suma del poder público. Para traicionar es necesario quebrantar un deber de lealtad.
En este sentido ya manifestaba John Locke que “(l)os individuos entran en la sociedad política con el fin de preservar su propiedad y su libertad (…) y cuando los legisladores se colocan en un estado de guerra con el pueblo, cuando ellos emprendan acciones tales como quitarles propiedades o reducirlos a la esclavitud (…) Cuando quiera que [estos legisladores] transgreden estas reglas sociales (de lealtad, etc.) por ambición, locura o corrupción…se colocan a sí mismos, o colocan a otros en manos de cualquier persona con poder absoluto sobre sus vidas, libertad y propiedad… ellos renuncian así al poder que el pueblo había puesto en sus manos con la finalidad contraria…” (Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Alianza Editorial, trad. Carlos Mellizo, Madrid, ed. 1990).
Esa traición sólo puede ser ejercida por quienes violan la confianza de los contratantes. El bien jurídico protegido es la confianza que los electores depositan en sus representantes. Por ello la necesidad del constituyente de revestir de suficiente coacción la exigencia del acatamiento que deben los poderes políticos al orden constitucional y a la soberanía del pueblo (dictamen de Sebastián Soler en Fallos: 234:250, énfasis agregado). El enérgico texto constitucional arroja una tremenda responsabilidad sobre los legisladores que conceden poderes tiránicos violando el Contrato Social. Sintetizando: el art. 29 de la Constitución castiga exclusivamente a los legisladores que concedieron facultades extraordinarias o la suma del poder público.
Sin embargo una interpretación más generosa permitiría considerar que quienes ejercieron esas facultades extraordinarias o la suma del poder público concedidos por el legislador también serían pasibles de la sanción que allí se prevé.
89) Que, las usurpaciones militares del poder político no pueden subsumirse en ninguna de esas dos figuras. Prueba de la laguna existente en esa materia es la incorporación del art. 36 en la reforma de 1994. Allí se prevé la misma sanción que la del art. 29 para quienes realicen actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático, pero de ningún modo identifica las dos situaciones. En ese caso no hubiera sido necesaria la incorporación.
Ahora bien, esto no significa negar que quienes detentaron la cúspide del aparato estatal entre los años 1976-1983 ejercieron “el máximo control imaginable” (considerando 24 del voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689). Es por ello que aun considerando que las conductas de quienes ejercieron tanto poder pudieran enmarcarse en el art. 29 de la Constitución Nacional -por lo tanto no amnistiables-, lo que resulta a todas luces inconcebible, es que a partir de allí pueda establecerse un argumentum a maiore ad minus, pues como se dijo bien puede no ser amnistiable la concesión y el ejercicio de la suma del poder público y sí los delitos cometidos en el marco de ese ejercicio, en tanto lo que seguro escapa al objeto de protección de la norma son aquellos sujetos que no asumieron la suma del poder público. No hay entre quienes ejercen la suma del poder público y quienes cometen delitos en el marco de ese poder una relación de “más” a “menos”, pues en ambos casos son bienes jurídicos totalmente distintos los que se lesionan. Aquellos bienes que vulneraron los subordinados no constituyen el objeto de protección del art. 29 de la Constitución Nacional. En el caso de los subordinados ya ni remotamente puede hablarse de traición, en tanto lo que castiga la norma constitucional es -parafraseando a Agnes Heller- la ‘creación’ misma de la situación política y moral en la que la brutalidad pasa a ser moneda corriente (The Limits to Natural Law and the Parados of Evil, en Stephen Shute y Susan Hurley (eds.), On Human Rights, The Oxford Amnesty Lectures, 1993, pág. 149 ss.; comillas simples agregadas).
Pues bien, la única posibilidad de considerar a los subordinados abarcados por la norma, es asumiendo que ellos también ejercieron la suma del poder público. Empero arribar a esta conclusión sólo es posible incurriendo en una contraditio in adjecto.
En efecto, la suma del poder sólo es concebible en manos de un individuo o de un pequeño grupo de individuos. Si ese poder está disgregado entre todos los miembros de las fuerzas armadas, entonces ya no puede hablarse de un poder absoluto. Esto no significa negar que un suboficial de la Policía Federal -imputado en la presente causa- contase con exageradas atribuciones; lo que es absurdo es pensar que no hubo ninguna clase de subordinación normativa respecto de sus superiores.
90) Que conforme lo expresado en la recordada causa 13/84 -ut supra reseñada- esa subordinación existió, extremo que posibilitó -como ya se señaló- la condena de los comandantes como autores mediatos a través de un aparato de poder organizado. Como afirma la moderna doctrina alemana: la circunstancia de que en estos casos el “hombre de atrás” -a diferencia de los supuestos clásicos de autoría mediata- no dominara en modo directo sino a través del aparato, conduce a una responsabilidad en virtud de competencia funcional como autor de escritorio, emisor de las órdenes, planificador, es decir una responsabilidad con base en un injusto de organización, en lugar de un injusto individual (conf. Bloy René, Grenzen der Täterschaft bei fremdhändiger Tatausführung, Goltdammer Archiv 1996, pág. 424 – 441 s.). En estos casos la autoría mediata se basa en la responsabilidad del superior por los hechos cometidos por sus subordinados en cumplimiento de sus instrucciones -con fundamento en el dominio del superior por la especial relación de subordinación militar- (Ambos Kai, Dominio del hecho por dominio de voluntad en virtud de aparatos organizados de poder, Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, Vol. 9-A, ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, pág. 389). Si esa subordinación existió, mal puede decirse sin contradicciones que los militares de rango inferior -más allá de la responsabilidad que les cupo en algunos casos- detentaron la “suma del poder”. Como se observa también por este camino el razonamiento del señor Procurador General resulta cuestionable. Es decir, aun asumiendo que la segunda parte del art. 29 de la Constitución Nacional también abarque a quienes ejercen facultades extraordinarias -y aceptando incluso que también se refiera a aquellos que las asumieron sin mediación de acto legislativo-, sigue sin explicarse el salto lógico que significa que los subordinados también se encuentren alcanzados por la norma.
91) Que menos aun puede avalarse -como pretende un sector de la doctrina- la extensión de la conducta descripta en el art. 29 de la Constitución Nacional a quienes intervinieron en la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida o al Poder Judicial que declaró su constitucionalidad. Precisamente la única ley que hubiera permitido que -en su caso- la suma del poder público se perfeccionara era la Ley de Pacificación Nacional, en tanto se trataba de una autoamnistía que colocaba a los generales más allá de toda responsabilidad penal y que se originó -como se dijo- en el seno mismo del poder que ordenó la comisión de esos hechos aberrantes.
Por ello, precisamente, ya en Fallos: 309:5, pág. 1689 -con cita de Fallos: 306:911- se consideró que la ley 23.040 que la había declarado nula era totalmente válida, en tanto con la sanción de la Ley de Pacificación Nacional el “Ejecutivo Nacional de facto en ejercicio de facultades legislativas [se había atribuido] facultades reservadas al Poder Judicial” (considerando 13 voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689). Allí se afirmó que esta ley debía carecer de todo efecto legal “por razones éticas derivadas de elementales principios de justicia que determinan que no pueden quedar impunes hechos aberrantes que desconocieron la dignidad humana, razones políticas vinculadas a la necesidad de discriminar entre las instituciones armadas en su conjunto y la responsabilidad que en diferentes grados pudiera recaer en algunos de sus hombres y razones jurídicas que invalidan a la ley tanto por su origen como por su oportunidad histórica y su finalidad” (considerando 13 voto del juez Fayt en Fallos: 309:5, pág. 1689). Esa ley sí perfeccionaba la suma del poder, en tanto “(m)ediante su dictado se ha(bía) buscado anular la potestad represiva del Estado, por sus propios órganos, en beneficio de los mismos” (considerando 13 del juez Fayt en el fallo citado).
Resulta meridianamente claro que una situación como la descripta que sí podría enmarcarse -mediante una suerte de interpretación extensiva- en el art. 29 de la Constitución Nacional no puede igualarse ni por su origen ni por sus efectos a la sanción de las leyes de obediencia debida y punto final. Basta con señalar -como ya se adelantó- que a diferencia de las leyes que aquí se cuestionan fue sancionada por el mismo gobierno extendiendo así su propio poder, que no discriminaba responsabilidades y que vedaba a los jueces toda posibilidad de investigación y sanción. Ninguno de estos elementos se configuran en las leyes hoy impugnadas. Es por ello que considerar que el Poder Legislativo que las sancionó o el Poder Judicial que las convalidó incurren en la pena de infames traidores a la patria significaría equiparar de un modo absolutamente arbitrario dos situaciones totalmente disímiles.
92) Que tampoco a criterio de esta Corte asiste razón al señor Procurador General cuando considera que la ley 23.521 padece un vicio adicional, en tanto el Congreso no puede indicar que un determinado grupo de personas actuaron justificadamente, lo que es tarea del Poder Judicial. Según el señor Procurador General, el Poder Legislativo estableció que no existió un ilícito -porque el hecho típico estaba justificado por una causa de justificación reconocida por el derecho-, arrogándose así la función de juzgar hechos particulares, lo que convertiría a la ley de “obediencia debida” en algo peor que una ley de amnistía, en tanto la ley 23.521 no se limita a decir que los hechos no deben ser juzgados sino que predica que los hechos fueron lícitos, no antijurídicos, que fueron justificados.
La constitucionalidad de la norma en cuanto no invadía atribuciones judiciales por el Congreso fue también tratada en el caso “Camps” y recordada ya en este voto. Sin embargo, las afirmaciones del señor Procurador General, obligan a recordarlas con mayor detenimiento. En primer lugar debe señalarse que según lo resuelto en el precedente de Fallos: 310:1162, la ley 23.521 no establecía una causa de justificación, sino una causa objetiva de exclusión de pena que funcionaba como excusa absolutoria y, por lo tanto, apartaba toda consideración sobre la culpabilidad del agente en la comisión de los delitos atribuidos que continuaban siendo tales (voto de los jueces Caballero y Belluscio). Se ha dicho también que esta condición objetiva de no punibilidad estaba apoyada en una presunción iuris et de iure de que quienes revistaron los cargos que indica el primer párrafo de la ley 23.521 obraron en virtud de obediencia debida y como tal ajena a toda investigación y decisión judicial (Fallos: 311:816 in re “Agüero” y 311:1042 in re “Suárez Mason”).
El hecho de que las conductas se hayan considerado no punibles pero sin habérseles asignado un efecto justificante tuvo sus consecuencias, por ejemplo, en el fuero contencioso administrativo, en tanto en numerosos fallos se negó que las acciones realizadas en el período expresado en la ley pudieran enmarcarse en el concepto de “actos de servicio” a los fines indemnizatorios o previsionales. Su distinción con una causa de justificación también puede derivarse de las consideraciones que se efectuaron respecto de aquellos militares de mayor jerarquía excluidos de los beneficios de la ley de obediencia debida que bien “podían aun…en un proceso normal (aunque) resultaba incompatible con el especial sistema de la ley 23.521 -y en los términos perentorios que ella contemplaba…esgrimir sus defensas…sobre cualquier base incluso haber actuado obedeciendo órdenes-” (considerandos 13 y 17 de Fallos: 311:1042 in re “Suárez Mason”). Con respecto a los oficiales superiores comprendidos en el segundo párrafo, es decir aquellos que no hubieran revistado los cargos directamente excluidos se aclaró en la misma causa que los juicios sobre “capacidad decisoria” y “participación en la elaboración de órdenes” que la ley 23.521 obligaba a formular a los jueces en plazo perentorio y sobre la base del material probatorio reunido en cada proceso, no tenían otra significación que la de permitir a los magistrados discernir si esos oficiales estaban alcanzados por aquella condición y nada adelantaban sobre la responsabilidad penal que cabía adjudicarles, luego del juicio, en el acto de culminación normal del proceso que es la sentencia definitiva o acerca de su irresponsabilidad que pudiera conducir a la finalización anormal de aquél, mediante el sobreseimiento provisional o definitivo.
93) Que, por último, tampoco resultaría atendible el argumento del a quo en cuanto a que la ley de obediencia debida es inconstitucional por “irracional” en tanto permitió investigar la sustracción, retención y ocultación de una menor -la hija del matrimonio Poblete- y, a la vez, impide investigar e imputar a los autores de la privación de libertad, tortura y demás actos de los que fueron víctimas sus padres. La diferencia, sin embargo, bien pudo residir razonablemente para el legislador en la circunstancia de que los hechos excluidos de esa ley no podían integrar en modo alguno el tipo de acciones descripto en al art. 10 de la ley 23.049. Una declaración de inconstitucionalidad por tal motivo no se condice con su carácter de última ratio.
94) Que los fundamentos expuestos procuran demostrar que las razones invocadas por este Tribunal en oportunidad de expedirse en torno a la constitucionalidad de la ley 23.521 al fallar en los autos “Causa incoada en virtud del decreto 280/84 del Poder Ejecutivo Nacional” (Fallos: 310: 1162) no son desvirtuadas en modo alguno por nuevos argumentos.
Lo dicho no significa en modo alguno justificar la aplastante enormidad del horror. No se le escapa a esta Corte que el país necesita desesperadamente recobrar la fe en sí mismo, así como el sentido de su dignidad, para acabar con la frustración, el escepticismo y el colapso moral resultantes de una larga cadena de acontecimientos. (…) De esa manera podrán reconstruir la convivencia, los hábitos de vida civilizada y la solidaridad que ennoblecen la existencia humana (conf. considerando 25 del voto del juez Fayt en Fallos: 310:1162).
En este sentido la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado: “(u)n problema difícil que han tenido que encarar las democracias recientes ha sido el de la investigación de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en los anteriores gobiernos, así como la posibilidad de sanción a los responsables de tales violaciones. La Comisión reconoce que es un asunto sensible y extremadamente delicado, donde la contribución que puede dar (…) es mínima. La respuesta, entonces, debe surgir de los sectores nacionales, que son en sí mismo los afectados, y la urgente necesidad de una reconciliación y pacificación nacional debe ser conciliada con las exigencias ineluctables de un entendimiento de la verdad y la justicia” (Reporte anual 1985/1986, pág. 192). Esto es precisamente lo que esta Corte ha procurado desde el año 1986.
95) Que para el logro de tan compleja finalidad no debe pasarse por alto que pese al indiscutible carácter aberrante de los delitos investigados en esta causa, sería de un contrasentido inadmisible que por ese motivo se vulnerasen las garantías constitucionales básicas de quien se encuentra sometido a proceso. Precisamente, el total respeto de esas garantías y de un derecho penal limitado son las bases sobre las que se asienta y construye un verdadero Estado de Derecho. Tal como se señaló en el precedente “Arancibia Clavel” los preceptos liberales de la Constitución argentina deben ser defendidos férreamente -conf. Jiménez de Asúa, Tratado de Derecho Penal, ed. Losada, 1964, T. II, págs. 406 y sgtes.-, a fin de conjurar que el enfoque inevitablemente difuso y artificioso del derecho penal internacional conduzca a la destrucción de aquéllos (disidencia del juez Fayt).
96) Que, en efecto, lo contrario implicaría que los “rebeldes, traidores y todos los convictos de lesa majestad han de ser castigados no con el derecho civil (estatal), sino con el derecho natural, pues lo son no como malos ciudadanos, sino como enemigos de la civitas (estado)” (Hobbes, Libri de Cive -1ra. edición en París, 1642- citado por Carlos Pérez del Valle en Sobre los Orígenes del Derecho Penal de Enemigo, El Derecho Penal, ed. ED, vol. 7, julio 2003, pág. 5 s.), consagrándose así un derecho penal del enemigo (Feindstrafrecht conf. Jakobs). Éste se caracteriza, entre otras cosas, por el hecho de que “no hay otra descarga de la responsabilidad que no sea distinta de la imputabilidad… pues no puede haber justificación o excusa que explique la comisión de los crímenes más graves” y también por cuanto los “principios constitucionales asumidos por el derecho penal no represent(a)n nunca obstáculos” (Pérez del Valle, op. cit., págs. 14 y 15; énfasis agregado). El principio de legalidad es así visto como un impedimento que el legislador procura eludir conscientemente en atención a las “complejidades” derivadas del mandato de determinación que dicho principio conlleva (conf. Cancio Meliá Manuel, Derecho Penal del Enemigo y Delitos de Terrorismo, Revista de Ciencias Jurídicas ¿Más Derecho?, 2003/III, Buenos Aires, Fabián de Placido, pág. 239).
En un régimen totalitario se da por sentado que existe un derecho penal para los enemigos en tanto hace a su naturaleza la diferencia entre “amigos” y “enemigos” en la clásica distinción de Carl Schmitt (ver, entre otras obras, su Teoría del Partisano, Colección ideologías contemporáneas, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1966). Por el contrario en un Estado de Derecho, por definición, no puede admitirse tal distinción entre “ciudadanos” y “enemigos” como “sujetos con distintos niveles de respeto y protección jurídicos” (conf. Muñoz Conde Francisco, Las reformas de la Parte Especial del Derecho Penal Español en 2003: de la “tolerancia cero” al “derecho penal del enemigo”, Revista de Derecho Penal, vol. 2004-2, pág. 658).
En efecto, los “derechos y garantías fundamentales propios del Estado de Derecho, sobre todo los de carácter penal material (principio de legalidad…) y procesal penal…son presupuestos irrenunciables de la propia esencia del Estado de Derecho. Si se admite su derogación, ‘aunque sea en casos concretos extremos y muy graves’, se tiene que admitir también el desmantelamiento del Estado de Derecho, cuyo ordenamiento jurídico se convierte en un ordenamiento puramente tecnocrático o funcional, sin ninguna referencia a un sistema de valores, o, lo que es peor, referido a cualquier sistema, aunque sea injusto, siempre que sus valedores tengan el poder o la fuerza suficiente como para imponerlo. El Derecho así entendido se convierte en un puro Derecho de Estado, en el que el Derecho se somete a los intereses que en cada momento determine el Estado…” (Muñoz Conde, loc. cit.; comillas simples -énfasis en el original- agregadas).
De este modo, los principios garantistas se verían conculcados “con el pretexto de defender paradójicamente el Estado de Derecho” (Muñoz Conde, op. cit., pág. 664). Corresponde entonces preguntarse si “podemos soportar como sociedad una sensible baja en derechos y garantías procesales y penales para combatir fenómenos complejos” (Silva Sánchez Jesús, La expansión del Derecho Penal. Aspectos de la Política Criminal en las Sociedades Postindustriales, 2 da. Edición, Ed. Civitas, Madrid, 2001).
Para dar respuesta a este interrogante debe recordarse que nuestra Constitución fue definida como un legado de sacrificios y de glorias (Fallos: 205:614) que no puede decirse que hayan concluido con su sanción. La interpretación de la Constitución Nacional, así como los esfuerzos destinados a asegurar su vigencia, no pueden desentenderse de la realidad viviente de cada época (Fallos: 211:162) por desgarrante que ella haya sido. Esta regla no implica destruir las nobles bases que ella sienta, sino defenderlas en el orden superior de su perdurabilidad y el de la Nación misma, para cuyo gobierno ha sido instituida, sin que se puedan ignorar los avatares que la afectan de modo de hacer de ella una creación viva, impregnada de realidad argentina, sea esta realidad grata o ingrata. Sólo así puede asegurarse que ‘ella siga siendo el instrumento de la ordenación política y moral de la Nación’ (Fallos: 178:9), citado en Fallos: 310:1162 del voto del juez Fayt (comillas simples -énfasis en el original- agregadas).
Por ello, habiendo dictaminado el señor Procurador General y dadas las particularidades del presente caso (conf. considerando 7°) se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se revocan las sentencias apeladas con el alcance indicado. Vuelvan los autos al tribunal de origen para que por quien corresponda se dicte nuevo pronunciamiento con arreglo al presente. Agréguese la queja al principal. – Carlos S. Fayt.
(1) CIDH, sentencia del 29 de julio de 1988, Serie C N° 4
(2) Loc. cit. § 172
(3) “Consuelo Herrera v. Argentina”, casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262,10.309 y 10.311, informe N° 28, del 2 de octubre de 1992
(4) Loc. cit., puntos resolutivos 1 y 3, respectivamente.
(5) Cf. § 25.
(6) CIDH, caso “Chumbipuma Aguirre vs. Perú”, sentencia del 14 de marzo de 2001, Serie C N° 75
(7) Cf. § 41.
(8) Cf. § 43.
(9) Cf. § 44. Sin destacar en el original.
(10) Cf. caso “Barrios Altos” supra cit., voto concurrente del juez García Ramírez, §§ 10 y sgtes.
(11) Cf. CIDH, caso “Barrios Altos”, interpretación de la sentencia de fondo, sentencia del 3 de septiembre de 2001, Serie C N° 83
(12) Cf. CIDH, caso “19 Comerciantes”, sentencia del 5 de julio de 2004, Serie C N° 109, (§§ 175, 262 y sgtes.); caso “Hermanos Gómez Paquiyaurí”, sentencia del 8 de julio de 2004, Serie C N° 110, (§§ 232 y sgtes.); caso “Tibí”, sentencia del 7 de septiembre de 2004 Serie C N° 114, (§ 259 y sus citas); caso “Masacre Plan de Sánchez”, sentencia del 19 de noviembre de 2004 Serie C N° 116, (§§ 95 y sgtes., esp. § 99); caso “Hermanas Serrano Cruz”, sentencia del 1° de marzo de 2005 Serie C N° 120, (§§ 168 y sgtes., esp. §172); caso “Huilca Tecse”, sentencia del 3 de marzo de 2005, Serie C N° 121, (§§ 105 y sgtes., esp. § 108).
(13) Cf. Cámara de Diputados, 4° sesión ordinaria, 12 de agosto de 2003, pág. 22 y sgtes.
(14) Cf. Cámara de Diputados, 4° sesión ordinaria, 12 de agosto de 2003, i.a. págs. 31, 50, 52.
(15) Cf. versión taquigráfica provisional, Cámara de Senadores, 11 sesión ordinaria, 20 y 21 de agosto de 2003, i. a., págs. 3, 36, 39 y sgtes. En esta dirección, también se citaron en apoyo de la decisión las conclusiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, formulada en el informe 28/92, supra cit.
(16) Observación General N° 31, Comentarios generales adoptados por el Comité de Derechos Humanos, La índole de la obligación jurídica general impuesta, 80° período de sesiones (2004), §§ 17 y sgtes.
(17) Sesión 1893, del 1° de noviembre de 2000. Tales observaciones también fueron tomadas en consideración en el debate en la Cámara de Senadores i.a. págs. 42 y 47.
(18) Loc. cit., § 9.
(19) Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Comentario sobre Argentina adoptados durante su sesión 53, el 5 de abril de 1995, § 3.
(20) Loc. cit., § 10.
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