jueves, noviembre 21, 2024

MERCK QUÍMÍCA ARGENTINA (S. A.GOBIERNO NACIONAL)

Hechos

Se interpuso recurso extraordinario federal, con fundamento en el hecho de que la sentencia de Cámara que rechazó la acción promovida, al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo en cumplimiento de diversos decretos-leyes referidos a la vigilancia, incautación y disposición de la propiedad enemiga, habría consentido la arbitraria desposesión de los bienes de la sociedad actora afectados por actos del gobierno de facto, diciendo, además, que el Poder Ejecutivo dispuso por sí —con total prescindencia de la vía legal o los procedimientos judiciales del caso— la liquidación derivada del retiro de la personería jurídica, de los bienes que constituían su haber, los que se habrían sometido a contralor primero y ocupación después, con sustento en que la apelante se hallaba vinculada a países con los cuales la República estaba en guerra. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, por mayoría, confirmó la sentencia apelada.

Sumarios

  1. 1 – No cabe discutir la existencia y preexistencia de los poderes de guerra, por cuanto los principios rectores de que están informados en mira a la salvaguardia de la integridad e independencia nacional o salud y bienestar económico-social que significan uno de los objetos primarios de toda sociedad civil, son forzosamente anteriores y, llegado el caso, aun superiores a la propia Constitución confiada a la defensa de los ciudadanos argentinos —art. 21— y cuya supervivencia futura con más la supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerde o protege, queda subordinado a las alternativas del estado de guerra defensiva al cual el país puede encontrarse abocado en cualquier momento.
  2. 2 – El derecho indiscutible de recurrir a la guerra en defensa de la independencia y soberanía nacional conduce fatalmente a reconocer el derecho de conducirla por los medios indispensables que las circunstancias impongan y sin más limitaciones que las que en ese estado de emergencia pudiera haberle impuesto la Constitución o los tratados internacionales en plena vigencia, y el poder del Estado encargado de esa conducción es el único árbitro para establecer los medios a tal efecto, sin que la justicia pueda reverlas.
  3. 3 – Los principios humanos que inspiran la Constitución no pueden ser invocados para buscar amparo contra las medidas de guerra, porque aquéllos no pueden convertirse en instrumentos de derrota o desmembración interior y desaparición como entidad soberana.
  4. 4 – La jurisprudencia norteamericana es de inestimable valor para interpretar el alcance de los poderes de guerra, porque las disposiciones constitucionales de la materia han sido trasladadas casi a la letra de la Constitución norteamericana.
  5. 5 – Los poderes de guerra incluyen el derecho de secuestrar y confiscar toda propiedad de un enemigo y disponer de ella a voluntad del captor.
  6. 6 – Si bien el orden interno se regula normalmente por las disposiciones constitucionales y por lo tanto, manteniéndose en estado de paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución —art. 27—, y, por ello, en tanto se trate de mantener la paz o afianzar el comercio con las potencias extranjeras, la República se conduce dentro de las orientaciones de la teoría “dualista”, cuando se penetra en el terreno de la guerra en causa propia —eventualidad no incluida y extraña a las reglas del art. 27— la cuestión se aparta de aquellos principios y coloca a la República en el trance de cumplir los tratados internacionales con todo el rigorismo de que puedan estar animados, y, si por la fuerza de las circunstancias cambiantes, ha suscripto tratados que puedan oponerse en ciertos puntos concernientes a la guerra con otros celebrados con anterioridad, los de última fecha han suspendido o denunciado implícitamente a los primeros.
  7. 7 – La realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones de cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad, a cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción, el concepto medio de un período de tiempo en que la sociedad actuaba de manera distinta o no se enfrentaba a peligros de efectos catastróficos.
  8. 8 – El Estado puede incautarse de los bienes enemigos aun cuando realmente no hayan existido en los hechos actos de hostilidad efectiva.
  9. 9 – El estado de guerra subsiste mientras no se suscriba el tratado de paz, aun cuando medie rendición incondicional del enemigo.
  10. 10 – El Poder Judicial no puede resolver sobre las necesidades impuestas por la guerra, los medios escogidos y la oportunidad en que pudieron o debieron emplearse, todo lo cual queda librado a los poderes que dirigen la guerra.
  11. 11 – No obstante la terminología del art. 27 de la Constitución que evidentemente no aparece como rigiendo para el estado de guerra, todo derecho o garantía individual reconocida a los extranjeros incluidos en la categoría de beligerantes activos o pasivos, cede tanto a la suprema seguridad de la Nación como a las estipulaciones concertadas con los países aliados a la República.
  12. 12 – En lo atinente al agravio relativo a que se haya dispuesto de los bienes de la recurrente después de la cesación de las hostilidades a causa de la rendición lograda, independientemente de la obligatoriedad de proceder así por imperio de los tratados ratificados por el Gobierno Nacional, esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser atendible, en razón de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no haberse firmado la paz.
  13. 13 – Corresponde desestimar el agravio relativo a la pretendida ingerencia judicial del Presidente de la República en la desposesión y apropiación de los bienes tenidos por enemigos, pues, aquella prohibición se refiere exclusivamente al impedimento de intervenir en contiendas o causas legisladas por las leyes comunes civiles o penales, las que ninguna relación guardan con el ejercicio de las funciones privativas que le han sido expresamente confiadas, ya sea para hacer efectivas tanto la conducción de la guerra, como las elementales medidas de defensa que el país pueda reclamar y sin que ese ejercicio implique comprometer ninguna de las garantías acordadas en el art. 18 de la Constitución.
  14. 14 – Si se ha de considerar que el orden jurídico nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de la guerra, puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el orden del derecho, hay que distinguir las facultades de contralor, vigilancia y ocupación o secuestro, y aun las de disposición, determinadas por exigencias del esfuerzo bélico, de la desapropiación definitiva, pues, el ejercicio de las primeras sin intervención ni recurso judicial no comporta violación de la propiedad en las excepcionales circunstancias de una guerra, pero de la propiedad sólo puede privarse a su dueño en virtud de sentencia fundada en ley —art. 17 de la Constitución— (del voto en disidencia del doctor Casares).
  15. 15 – Toda vez que los decretos por los cuales se rigen los actos de vigilancia y disposición de la propiedad enemiga —110.790/42; 122.712/42; 30.301/44; 7032/45; 7035/45; 7760/45; 10.935/45; 11.599/46—, de los que tienen particular relación con el caso los Nos. 7032-7035-10.935 y 11.599, no acuerdan en ningún caso intervención ni recurso judicial alguno, este silencio no debe interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto concierne a los actos de la autoridad creada por ellos, pues, la interpretación de ellos que la excluye sería inconstitucional, y si implican positivamente la exclusión aludida hasta respecto a la desapropiación definitiva, los decretos aludidos son violatorios de los arts. 17 y 18 de la Constitución Nacional (del voto en disidencia del doctor Casares).
  16. 16 – La definitiva apropiación por parte del Estado Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a una Nación enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se hallan en el país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse sin violación de las garantías constitucionales, como no sea dando a quienes por las leyes nacionales son dueños de ellos, posibilidad de debatir judicialmente la calificación en virtud de la cual el Estado se considera con derecho de apropiación a su respecto (del voto en disidencia del doctor Casares).

TEXTO COMPLETO:

SENTENCIA DEL JUEZ FEDERAL

Bs. Aires, diciembre 31 de 1945

Y vistos:

Para resolver este interdicto de recobrar la posesión, deducido por la S.A. Merck Química Argentina contra la Nación, y resultando:

Que este interdicto fue originariamente entablado con el fin de que se mantuviera a la actora en posesión de la propiedad ubicada en esta Capital, en la calle Rosetti n° 1084, con sus instalaciones industriales adheridas al suelo y se le reintegrara en el libre ejercicio de su derecho de propiedad, indemnizándole los daños y perjuicios que derivan de habérsele impedido hacer las ampliaciones necesarias para su mejor uso y mayor beneficio que obtendría de esos bienes inmuebles por naturaleza y accesión.

Se expresa que la sociedad se constituyó en 1930, aprobándose sus estatutos el 8 de julio de ese año y que en octubre de 1938 adquirió el terreno situado en la calle Rosetti esquina Zavala donde levantó su edificio propio con las instalaciones necesarias para su explotación.

En noviembre de 1944, el Poder Ejecutivo dictó el decreto 30.301, que la actora reputa inconstitucional, por el que autoriza al Secretario de Industria y Comercio a designar gerentes-delegados en determinadas empresas, con facultades amplísimas. Más tarde, ejercitando funciones judiciales sin defensa de la sociedad actora, la declaró comprendida en las disposiciones de aquél y designó gerente delegado al señor Agustín Domingo Marenzi, quien tomó posesión de su cargo el 23 de marzo de este año, con la protesta de los representantes sociales, todo lo cual consta en el acta de fs. 18.

Dictados más tarde los decretos 7032 y 10.935 y ante las declaraciones hechas públicas por el Ministro de Relaciones Exteriores, dice ser evidente la turbación de su posesión y la amenaza del despojo y confiscación.

Funda extensamente su acción, estudiando la jurisprudencia de la Corte Suprema y sosteniendo, en esencia, que no obsta a la procedencia del interdicto que la turbación se haya realizado como acto de gobierno; que estando expresamente abolida la confiscación por el art. 17 de la Constitución, no queda otro recurso para desposeer a una persona de su propiedad que la expropiación calificada por ley y previamente indemnizada; que los decretos-leyes y reglamentarios Nos. 110.709 y 122.712 de 1942, los Nos. 30.301/44, 7032, 7760 y 10.935, son inconstitucionales.

Antes de celebrarse el correspondiente juicio verbal se presenta nuevamente la actora manifestando que como lo había previsto al iniciar la acción, el Poder Ejecutivo, por hechos posteriores había convertido la turbación de su posesión en despojo, pues en 11 de septiembre ppdo., se había posesionado del edificio de la empresa. Ante esa situación, convertía el interdicto de retener, que primitivamente dedujo, en interdicto de recobrar la posesión.

Que el señor Procurador del Tesoro, en representación de la Nación, sostiene que no ha existido despojo arbitrario. Analiza los orígenes y el desarrollo de la última guerra y las medidas que como consecuencia de ese conflicto tomó nuestro Gobierno. Expresa así que, como consecuencia de la tercera reunión consultiva de Cancillería de Río de Janeiro, se dictó el decreto 122.712 de junio 15 de 1942, por el que se dispuso la vigilancia estricta del movimiento de fondos de toda empresa perteneciente a extranjeros beligerantes no americanos o cuyas actividades estén vinculadas a países o ciudadanos extranjeros beligerantes no americanos.

Se refiere a continuación a la Conferencia Interamericana reunida en Méjico en febrero de este año y transcribe “in extenso” la resolución tomada sobre control de bienes en manos del enemigo y luego las conclusiones de la sesión plenaria del 27 de marzo, por la que se invitó a la República Argentina a adherirse a las decisiones tomadas. La República aceptó esa invitación y como consecuencia declaró la guerra al Japón y Alemania y dictó el decreto 7032, por el cual puso bajo la total dependencia de la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, a las firmas o entidades que sean representantes, filiales o sucursales de firmas o entidades que sean representantes, filiales o sucursales de firmas o entidades radicadas en el Japón, Alemania o países dominados por esas naciones o que estuvieran directa o indirectamente vinculadas con aquéllas.

Con arreglo a esos antecedentes, la Junta de Vigilancia dictó la resolución que se impugna, colocando a la actora bajo su total dependencia y el Poder Ejecutivo le retiró su personería jurídica.

Sostiene las facultades del Gobierno “de facto” para declarar la guerra lo mismo que para dictar el decreto 7032. Este último ha sido dictado en ejercicio de los poderes de guerra y en uso de la facultad que el art. 67, inc. 22 de la Constitución Nacional reconoce para dictar reglamentos de presas y toda vez que no se ha hecho sobre éstas ningún distingo, debe interpretarse de acuerdo al modelo norteamericano, que concierne tanto a las de mar como a las de tierra.

La desposesión de la actora ha sido así legítima desde que emana de una norma emergente de los poderes de guerra. No siendo entonces, arbitraria, el interdicto no es acción bastante para enervar la legitimidad de una posesión fundada en ley suprema de la Nación.

Por todas esas razones, pide el rechazo del interdicto, con costas;

Y Considerando:

Que de los antecedentes administrativos traídos a los autos resulta que el Poder Ejecutivo Nacional por decreto de setiembre 6 ppdo. y a propuesta de la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, derogó otro de fecha 8 de julio de 1930 y sus concordantes, por los cuales había concedido autorización para funcionar como sociedad anónima a la Merck Química Argentina. Pocos días antes, el interventor de la Secretaría de Industria y Comercio, había designado a tres personas para integrar la comisión liquidadora de la expresada sociedad.

El 11 de septiembre se constituyeron en el domicilio de la actora, dos de los miembros de esa comisión liquidadora y el vicepresidente de la Junta de Vigilancia, quienes notificaron al vicepresidente de la empresa que estaba obligado a reconocerlos en tal carácter y en posesión del patrimonio de la sociedad en atención al auxilio de la fuerza pública, con que para este fin contaban. El representante de la sociedad manifestó que en vista del uso que se hacía de la fuerza pública y a pesar de no tenerse orden de allanamiento de Juez competente, no tenía otro remedio que aceptar esa situación con la protesta consiguiente, lo que así se hizo constar en el acta que se labró con esa oportunidad. Que de lo expuesto resulta que la desposesión ha sido consecuencia del acto del Poder Ejecutivo por el que dejó sin efecto la autorización que oportunamente se había acordado a la actora para que actuara como sociedad anónima.

Que ese acto ha sido impugnado como contrario a las garantías constitucionales de comerciar y ejercer toda industria lícita. Estas cuestiones son, por su naturaleza, ajenas al interdicto en el que sólo corresponde estudiar el hecho de la desposesión y la causa en que se funda. Los interdictos no tienen más fin que el de amparar la posesión y su naturaleza sumaria no permite tratar cuestiones como la planteada por la actora que deben ventilarse en juicio ordinario.

Que prescindiendo así de los motivos en que el Poder Ejecutivo se ha fundado para retirar a la actora su personería jurídica, lo cierto es que producido ese acto del poder público, su consecuencia inmediata es la liquidación de la sociedad. Ahora bien, tratándose de una entidad de carácter privado, la liquidación de los bienes sociales es de incumbencia exclusiva de sus socios. A ellos corresponde determinar la forma en que esos bienes deben venderse y quiénes han de ser los ejecutores de la operación. No sólo lo disponen así sus propios estatutos, sino que el Código de Comercio tiene a ese efecto, disposiciones claras y terminantes. Es, pues, contrario a toda norma legal vigente que sea el Poder Ejecutivo quien, por propia determinación y por medio de funcionarios especialmente designados a ese efecto, se incaute por la fuerza de los bienes sociales y proceda a su liquidación prescindiendo de la voluntad de los socios, únicos dueños de esos bienes.

Que el representante de la Nación, sostiene la legitimidad de la actitud de ésta en la emergencia, justificándola en los compromisos internacionales contraídos por el país y en los poderes de guerra del Gobierno Nacional, inherentes al estado de beligerancia en que se encuentra el país.

Que es indudable que frente a las exigencias que el estado de guerra comporta, debe ceder la garantía de la inviolabilidad de la propiedad privada. Ante las necesidades imperiosas de la Nación de defender su honor y su integridad territorial y la de afianzar la seguridad colectiva de sus habitantes no puede prevalecer ningún interés privado, pues, como expresivamente lo dijera uno de sus más preclaros estadistas, Nicolás Avellaneda, nada hay dentro de la Nación superior a la Nación misma. Es por eso que, fundado en esos principios esenciales de orden superior, el Código Civil, en su art. 2512, autoriza expresamente a la autoridad pública a disponer inmediatamente y bajo su responsabilidad, de la propiedad privada, cuando la urgencia tenga un carácter de necesidad, de tal manera imperiosa que sea imposible ninguna forma de procedimiento. Que si bien esos principios no pueden ser puestos en tela de juicio, porque son esenciales para la vida de la Nación e inherentes a su derecho de defensa, producido el hecho de la ocupación por el Estado de la propiedad privada, sin el trámite de la expropiación y de la previa indemnización, y requerido el debido amparo judicial por el desposeído, no basta la sola invocación de la existencia del estado de guerra, de los poderes del Gobierno Nacional en esa emergencia y de las obligaciones que a consecuencia de ella ha contraído con otros Estados para desestimar la acción y sancionar la ocupación. Es de la esencia de la atribución judicial examinar las circunstancias particulares del caso para comprobar si han mediado los motivos de excepción que justifican ese procedimiento extraordinario, pues como ha dicho la Corte Suprema en un caso reciente “cuando no se trata del ejercicio de los poderes de policía, inaplazables por naturaleza, la inviolabilidad recobra toda su vigencia, porque entonces su eficaz garantía se confunde con la del orden público, uno de cuyos fundamentos es la existencia y la integridad de la propiedad privada” (Fallos: 201, 432).

Que en el caso en examen no han mediado ni se han invocado razones de urgencia ni de necesidad militar que justifiquen la “ocupación por el Estado de los bienes de la actora por acto directo del Poder Ejecutivo y prescindiendo de toda intervención judicial”.

Y en cuanto a las obligaciones que puedan reportar a la República su adhesión al acta final de la Conferencia de Naciones Americanas reunida en Méjico, a principios del año en curso, no revisten ese carácter, al punto de llevarla a prescindir de la intervención judicial previa a la desposesión y a privar del derecho de defensa a los que resulten afectados por las medidas de seguridad que se adopten en cumplimiento de esos acuerdos internacionales. Para hacer efectivas esas medidas relativas a los bienes de personas o entidades que se reputen en relación de dependencia o vinculadas a países enemigos no se han estipulado procedimientos especiales a cargo del Poder Ejecutivo. Por el contrario, en el texto de esos convenios, que el propio representante de la Nación transcribe en su escrito de fs. …, se expresa que las repúblicas americanas mantendrán en vigor las medidas existentes, en lo pertinente, y tomarán aquellas nuevas que sean factibles, a fin de lograr los propósitos que se persiguen. De los términos empleados resulta claro que las medidas que las partes contratantes se obligan a tomar son aquéllas que les permitan las reglas constitucionales y legales que rijan en cada uno de esos Estados. En cuanto a nuestro país concierne, es de lógica evidente que no podía contraerse un compromiso que no se ajustara a esos principios, pues ninguno de los tres poderes del Estado puede exceder la órbita de atribuciones que le fija la Constitución Nacional que les ha dado origen. Allí están determinados los límites de actuación de cada uno y ninguno de ellos podría por acto propio extender sus atribuciones, pues ello implicaría cercenar o invadir atribuciones propias de alguno de los otros dos poderes.

Que las medidas de seguridad relativas a bienes que se reputan en manos de enemigos, han sido oportunamente adoptadas por nuestro Gobierno, como lo hace constar su representante en este juicio al relacionar los distintos actos gubernativos realizados al efecto. El Gobierno Nacional ha ejercido estricta vigilancia sobre el movimiento de fondos y valores, ha designado veedores e interventores en las empresas o entidades y en el caso particular de la actora ha llegado a designar un gerente-delegado con facultades amplísimas. Sin pronunciarse sobre la legitimidad de esa designación, el proveyente se limita a hacer constar la existencia de un interventor con plenos poderes para autorizar u oponerse a la realización de cualquier acto y cuya intervención era indispensable para todos los pagos. Las medidas de seguridad tomadas eran, pues, bien estrictas y ninguna razón de urgencia o de necesidad podría así justificar la ocupación de los bienes de la empresa y la consiguiente desposesión de sus propietarios, con prescindencia de todo procedimiento e intervención judicial. El procedimiento directo seguido por el Poder Ejecutivo es violatorio de la garantía de la inviolabilidad de la propiedad que consagra el art. 17 de la Constitución Nacional.

Que se pretende defender la legitimidad de esa ocupación sosteniendo que el decreto n° 7032/45 por el cual se colocó a la propiedad enemiga bajo la total dependencia de la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, es un reglamento de presas, expresamente autorizado por el art. 67, inc. 22 de la Constitución Nacional.

Se hace innecesario estudiar si ese decreto reviste efectivamente ese carácter y si la disposición constitucional citada se refiere sólo a las presas de mar o también a las de tierra, pues lo único que interesa a este efecto, es dejar establecido que esos reglamentos deben respetar los principios esenciales de nuestra organización constitucional, como son la separación de los poderes, la garantía de la defensa en juicio y la de no ser sacado de la jurisdicción de sus jueces naturales, ni juzgado por comisiones especiales. Así en cuanto hace a las presas marítimas, la propia Constitución las ha sometido a la jurisdicción judicial al establecer en el art. 100 que entre las causas cuyo conocimiento y decisión está reservado a los tribunales federales, están las de almirantazgo, entre las que se encuentran las capturas.

Si al decreto de referencia se le reconoce el carácter que se pretende, forzoso es convenir que con él se contravienen esos principios, pues se sustraen del conocimiento de los tribunales de justicia, las cuestiones relacionadas con la desposesión de los bienes pertenecientes a personas o entidades que se las reputa dependientes o relacionadas con países enemigos y se difiere el juicio de esas cuestiones a la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga que se erigiría así en único juez, para decidir si una entidad es o no enemiga y si debe o no ser despojada de sus bienes. La expresada Junta, sería así una de las comisiones especiales expresamente prohibidas por el art. 18 de la Constitución Nacional.

Que estando así debidamente probado, que la actora ha sido privada de la posesión y que esa privación no está fundada en razones inaplazables de seguridad y defensa nacional, debe ser calificada como despojo y como consecuencia, hacer lugar al interdicto y al pago de los daños y perjuicios que esa privación ilegal de la posesión le haya causado, todo de conformidad a lo que disponen los arts. 2469, 2490, 2494 y 2497 del Cód. Civil.

Por estos fundamentos, fallo haciendo lugar al interdicto de recobrar y condenando a la Nación a devolver a la S.A. Merck Química Argentina, la posesión de la propiedad situada en la calle Rosetti N° 1084, de esta ciudad, con sus instalaciones industriales adheridas al suelo y a pagarle los daños y perjuicios que ésta pruebe que le ha causado la desposesión. Con costas. — E. A. Ortiz Basualdo.

Buenos Aires, septiembre 4 de 1946.

Considerando:

En cuanto al recurso de nulidad: No habiendo sido mantenido en esta instancia, se lo tiene por desistido.

En cuanto al recurso de apelación: Que por decreto núm. 6945, dictado en Acuerdo de Ministros el 27 de marzo de 1945, fue declarado el estado de guerra entre la República Argentina, por una parte, y Japón y Alemania, por la otra, disponiéndose por el art. 4° que se adoptarían de inmediato las medidas necesarias al estado de beligerancia, así como las que se requirieran para poner término definitivamente a toda actividad de personas, firmas y empresas de cualquier nacionalidad que puedan atentar contra la seguridad del Estado o interferir en el esfuerzo bélico de las Naciones Unidas o amenazar la paz, el bienestar y la seguridad de las naciones americanas. El decreto 7032, de fecha 31 de dicho mes y año, fue la consecuencia del núm. 6945 y dispuso que quedaban sometidas a la total dependencia del Consejo de Administración creado por decreto 30.301, de 1944, las firmas o entidades comerciales, industriales, financieras o que desarrollaran cualquier otra actividad, radicadas en la República, “que sean representantes, filiales o sucursales de firmas o entidades radicadas en Japón, Alemania o países dominados por esas naciones”, y que dicho Consejo tomaría posesión del patrimonio de tales empresas e indicaría al Poder Ejecutivo si convenía la prosecución de sus actividades o su liquidación. Por el art. 3° se hacían extensivas esas disposiciones a las firmas o entidades que estén o hayan estado directa o indirectamente vinculadas con firmas o entidades radicadas en Japón, Alemania o países dominados por estas naciones y por el art. 6° se ponían bajo fiscalización, administración o custodia del referido Consejo los bienes, valores y créditos de cualquier clase pertenecientes a personas de cualquier nacionalidad, residentes en el país, cuyas actividades constituyan a juicio del Poder Ejecutivo una amenaza para la seguridad del Estado, el esfuerzo bélico de las Naciones Unidas, o la paz, el bienestar y la seguridad de las naciones americanas. Finalmente, por el decreto 10.935, de 18 de mayo de 1945, se resolvió crear la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, que en adelante tendría a su cargo las funciones del anterior Consejo de Administración. Expresaban los fundamentos de ese acto de gobierno, que la emergencia bélica en que se encontraba la República exigía la estructuración de órganos adecuados para la inmediata y eficaz ejecución de las medidas necesarias para la custodia, administración y/o liquidación de los bienes enemigos, de acuerdo con las exigencias de la prosecución de la guerra y de los compromisos contraídos por la Nación.

Que, en el presente caso, el Poder Ejecutivo, por intermedio de los organismos creados al efecto, intervino, primero, y tomó posesión, después, previo retiro de su personalidad jurídica, de todos los bienes de la “Merck Química Argentina, S.A.”. Esta, que es una sociedad anónima constituida en el país y con domicilio legal en el mismo, entabla interdicto de retener, que transforma luego en el de recobrar la posesión del inmueble donde tiene la sede de sus actividades, calle Rosetti N° 1084 de esta ciudad, del cual se ha incautado la comisión liquidadora designada por el Poder Ejecutivo.

Que el Sr. Juez a quo ha hecho lugar al interdicto, fundado en que una vez disuelta una sociedad anónima la liquidación es de la incumbencia exclusiva de sus socios, siendo por lo tanto contrario a toda norma legal que la realice el Poder Ejecutivo; que no basta la invocación de los poderes de guerra del Gobierno para sancionar la ocupación; que es de la esencia de la atribución judicial examinar el caso para determinar si ha habido razones de urgencia o de necesidad militar que justifiquen la ocupación de los bienes; que en el caso no las ha habido por estar la sociedad intervenida y perfectamente controlada y, finalmente, que la disposición de bienes privados por el Poder Ejecutivo sin forma alguna de juicio es contraria a la garantía de la propiedad que consagra el art. 17 de la Constitución Nacional, y que la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, con la amplitud de funciones que pretende ejercitar, sería una de las “comisiones especiales” expresamente prohibidas por el art. 18 de la Carta Fundamental.

Que a las razones enunciadas, suma la parte actora en los apuntes supletorios del informe “in voce”, la circunstancia de hecho de que la propietaria de las acciones de la Merck Argentina no sería ninguna sociedad o persona física alemana, sino la Holding Aktiengesellschaft für Merck-Unternehmungen Zug, de Suiza, país neutral en la guerra mundial. Comenzando por el análisis de ese hecho, cabe señalar, en primer término, que del examen del texto de los decretos precedentemente relacionados surge que el espíritu de los mismos ha sido el de que se proceda a la incautación o bloqueo de todo bien perteneciente a personas, enemigas o no, que dependan o estén en relación con el enemigo. En el presente caso, si bien es cierto que aparentemente la mayoría de las acciones de la sociedad anónima estaban depositadas a nombre de la referida sociedad de Suiza, no lo es menos que una buena parte de ellas lo estaban en el Banco Transatlántico; que tanto el cargo de presidente de la sociedad suiza, como el de presidente de la sociedad argentina eran desempeñados por el señor Luis Merck, alemán, domiciliado en Darmstadt, Alemania; que la sociedad argentina es distribuidora en el país de los productos de dicho industrial alemán, así como de la “Knoll A. G.”, domiciliada en Ludwigshafen am Rhein, también en Alemania; que los principales acreedores de la compañía eran el Banco Alemán, el Banco Germánico y las referidas firmas Merck y Knoll, de Alemania; y, finalmente, que no obstante aparecer las acciones como depositadas a nombre de Holding Suizo, en la asamblea de accionistas del 5 de marzo de 1945 ellas figuran a nombre de diversas personas domiciliadas aquí, de las cuales cuatro son argentinas y cuatro alemanas. Como puede apreciarse, todas esas circunstancias que surgen de las constancias del expediente administrativo agregado por cuerda, restan “prima facie” todo fundamento a la aseveración de la actora de que se trata de propiedad de neutrales. Todo hace presumir que la sociedad actora se encontraba económicamente vinculada y bajo la dependencia del enemigo.

Que partido de ese hecho fundamental, el problema a resolver consiste en determinar si el Poder Ejecutivo ha podido incautarse de los bienes de la sociedad con el propósito de proceder a su liquidación por intermedio de los organismos creados al efecto; o si, como lo sostiene la sentencia recurrida, ha debido requerir para ello la intervención judicial. Desde luego, cabe advertir que aquí no se discute el retiro de la personalidad jurídica de la entidad dispuesto por el Poder Ejecutivo. Lo único que se cuestiona es la posesión de los bienes, ya que la acción instaurada es simplemente un interdicto de recobrarla.

Que el Sr. Juez a quo en su sentencia reconoce los amplios poderes que en caso de guerra debe tener el Gobierno Nacional para la defensa del país, expresando que es indudable que frente a las exigencias que tal estado comporta, debe ceder la garantía de la inviolabilidad de la propiedad privada, como lo demuestra —a su juicio— el art. 2512 del Cód. Civil, que faculta a la autoridad pública a disponer inmediatamente de la propiedad privada cuando la urgencia tenga un carácter de necesidad de tal manera imperiosa que sea imposible ninguna forma de procedimiento. Aun cuando esas expresiones del fallo no han sido discutidas en los apuntes supletorios del informe in voce ante esta Cámara, tal cuestión fue ampliamente tratada en el escrito de demanda y en el alegato de fs. 78, por lo que es menester fijar el criterio del tribunal al respecto.

Que la existencia de los poderes de guerra del Gobierno Nacional no puede ni siquiera ser discutida. Es elemental que cuando se trata de la conservación de la libertad, de la vida misma de la Nación, el Gobierno Federal debe tener los medios necesarios para defenderlas. Todos los actos que sean necesarios para llevar adelante la guerra y vencer en ella entran dentro de la esfera de los que el Gobierno puede realizar sin que ningún obstáculo pueda impedírselo, sin perjuicio de que, oportunamente, puedan los afectados por esos actos someter a los tribunales de justicia sus pretensiones de ser indemnizados de los perjuicios que se les hayan ocasionado.

Que es perfectamente cierto que la Constitución Nacional reconoce a todos los habitantes de la Nación ciertos derechos y les acuerda determinadas garantías; pero también es cierto que la misma Carta acuerda al Poder Ejecutivo y al Congreso, respectivamente, la facultad de declarar la guerra y la de aprobarla (art. 86, inc. 18, y art. 67, inc. 21); instituye al Presidente de la Nación como comandante en jefe de todas las fuerzas de mar y tierra, le da la atribución de disponer de ellas (art. 86, incs. 15 y 17); lo faculta para conceder patentes de corso y de represalias con autorización y aprobación del Congreso, el cual puede a su vez establecer reglamentos para las presas (art. 86, inc. 18 y art. 67, inc. 22); todo ello sin perjuicio del manejo de las relaciones exteriores, la conclusión y aprobación de tratados, para lo cual también están expresamente facultados los poderes políticos (arts. 86, inc. 14, y art. 67, inc. 19). Ese conjunto de facultades expresas concedidas por la Constitución carecería de todo significado si dichos poderes no pudieran tomar todas las disposiciones necesarias para la prosecución de la guerra. Aquellas facultades derivan directamente de la soberanía de la Nación y fueron afirmadas y puestas en práctica desde los primeros gobiernos patrios, con la formación y envío de las expediciones libertadoras al Alto Perú y al Paraguay, y con la disposición del Reglamento Provisional de 1811, que reservaba a la Junta Conservadora —que venía a ser el Poder Legislativo— las facultades de declarar la guerra, hacer la paz y celebrar tratados, y al Poder Ejecutivo la defensa del Estado y la organización de los ejércitos. Y si ello fue así, si aquellos primeros gobiernos que aún actuaban a nombre de la Corona española tuvieron y ejercitaron los poderes de guerra, es de toda evidencia que con mayor razón pudieron disponer de ellos las autoridades posteriores a la declaración de la Independencia, ya que desde ese momento, de facto y de jure, el pueblo de las Provincias Unidas reasumió totalmente su soberanía.

Que de esos poderes de guerra expresamente conferidos por la Constitución al Presidente y al Congreso, nace la atribución de éste de dictar todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para ponerlos en ejecución, de conformidad con lo establecido por el inc. 28 del art. 67 de la Const. Nacional, que ha consagrado lo que la doctrina ha dado en llamar los poderes implícitos del Congreso. Y es evidente que en ausencia del Poder Legislativo el Gobierno de facto pudo ejercitar esas atribuciones de acuerdo con la jurisprudencia sentada por la Corte Suprema (201, 249), ya que no puede discutirse que el casus belli es uno de aquellos en que la necesidad y la urgencia justifican el ejercicio de facultades legislativas por el Gobierno de facto. La República Argentina declaró el estado de guerra con Alemania y el Japón; el Gobierno de facto dictó las medidas que consideraba necesarias para la prosecución de la guerra y para colaborar en el esfuerzo bélico de las Naciones Unidas. ¿Puede sostenerse razonablemente que el Poder Judicial, que carece de las informaciones indispensables para apreciar las necesidades del desenvolvimiento de la guerra, la situación internacional, la penetración económica del enemigo en nuestro territorio y en América, y tantos factores más que escapan por su naturaleza, a su conocimiento y comprobación, esté facultado para impedir con medidas procesales o policiales como el interdicto, la realización de los actos que el Poder Ejecutivo estima necesarios para la guerra, es decir, para combatir al enemigo, ya sea en el campo militar, ya en el económico y financiero? La respuesta tiene que ser forzosamente negativa. Los jueces carecen de los medios necesarios para juzgar si una medida de guerra es conveniente o no, necesaria o no, justificada o no; como así para determinar si los recaudos posteriormente tomados, en el presente caso vigilancia y control, eran suficientes para el objetivo fundamental de la prosecución de la guerra. De una lucha entre hombres de armas que era aquélla en siglos pasados, se ha transformado en lo que se llama la guerra total, sobre la base del concepto de “la nación en armas”. Ya no se desenvuelve solamente por medio de operaciones militares en el campo de batalla; las hostilidades alcanzan a la población civil en su totalidad y ésta coopera, en su totalidad también, en la defensa nacional. La apreciación de las necesidades de la guerra moderna no pueden realizarlas los jueces y menos aún la de la urgencia de tales o cuales medidas. Aparece en tal forma desprovista de todo fundamento la afirmación de que la incautación de los bienes de la actora no era necesaria o no era urgente; así como la pretensión de que para poner en ejecución las medidas de guerra dispuestas, el Gobierno, en ejercicio de los poderes de guerra, deba iniciar un pleito en los tribunales de justicia. Esas medidas se cumplen, porque se suponen necesarias, urgente e inspiradas en la mejor ejecución de la defensa nacional. Si han sido abusivas, erróneas y han causado perjuicios, los afectados podrán hacer valer sus derechos ejercitando la consiguiente acción indemnizatoria; pero está reñido con la lógica y con el sistema de división de los poderes establecido en la Constitución como una característica esencial del régimen republicano —característica señalada por la Corte Suprema desde su instalación (1, 31)—, pretender que so pretexto de proteger intereses privados, el Poder Judicial pueda impedir la realización de aquélla, que es de lo que se trata en este juicio, en que, por medio de un interdicto, se intentó impedir que los organismos creados al efecto tomaran posesión de la casa Merck o que continuaran en posesión de ella una vez realizada la incautación.

Que la neutralidad de nuestro país hasta 1945 en todos los grandes conflictos internacionales producidos, ha impedido que en sus tribunales de justicia fueran discutidos y dilucidados estos asuntos; pero es necesario recordar las palabras de la Corte Suprema en 1877 (19,236): “El sistema de gobierno que nos rige no es una creación nuestra. Lo hemos encontrado en acción, probado por largos años de experiencia y nos lo hemos apropiado. Y se ha dicho con razón que una de las grandes ventajas de esta adopción ha sido encontrar formado un vasto cuerpo de doctrinas, una práctica y una jurisprudencia que ilustran y completan las reglas fundamentales y que podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares”. Se refería la Corte al sistema de gobierno de los Estados Unidos y a la doctrina, práctica y jurisprudencia creadas allí interpretando la Constitución Norteamericana. Y bien; puede afirmarse que desde los primeros tiempos de la vida independiente de los Estados Unidos no se ha considerado por su Corte Suprema como contraria al derecho de propiedad o como violatoria de las garantías de la propiedad, la incautación por el Gobierno de la propiedad enemiga en caso de guerra, aun cuando los bienes fueran de particulares y no bienes públicos del Estado enemigo. Así, en el caso Ware v. Hylton (3, Dall. 199), el Juez Chase, en 1796, exponiendo la oposición de la Corte, expresaba: “Yo creo que cualquier nación que se encuentre en guerra con otra está justificada, tanto por la ley general como por la particular de las naciones para apoderarse y confiscar toda la propiedad mueble de sus enemigos, de cualquier clase o naturaleza que sea, en cualquier lugar que la encuentre, ya sea en su territorio o no”; y en el de Brown v. Estados Unidos, 8 Cranch 110, decía Marshall en 1814: “La guerra da al soberano derecho total para apoderarse de las personas y confiscar la propiedad enemiga en cualquier lugar que se encuentre. Las mitigaciones de tan rígida regla, que la política humana e inteligente de los tiempos modernos ha puesto en práctica, podrán afectar más o menos el ejercicio de este derecho, pero no pueden menoscabar el derecho en sí”. En 1861 y 1862, el Congreso de la Unión dictó dos leyes autorizando la incautación de la propiedad de los enemigos durante la guerra civil; y a propósito de la aplicación de las mismas, dijo el Juez Strong exponiendo la opinión de la mayoría de la Corte en el caso Miller v. Estados Unidos (11 Vall. 268) en 1871: “Claro está que el poder de declarar la guerra implica el poder para llevarla adelante por todos los medios y de cualquier manera por la cual la guerra pueda ser conducida legítimamente. Por lo tanto incluye el derecho de apoderarse y de confiscar toda la propiedad del enemigo y de disponer de ella a voluntad del captor. Esto es —y lo ha sido siempre— un derecho indudable de los beligerantes. Si existiera alguna incertidumbre respecto a la existencia de dicho derecho se vería disipada por la concesión expresa de poder para hacer las reglas referentes a las capturas en tierra y en agua”. Se refería el Juez Strong al poder conferido al Congreso por el inc. 11 de la sección VIII del art. 1° de la Constitución de los Estados Unidos, para “hacer reglamentos concernientes a las presas que se hagan en mar o tierra”, texto análogo al de “establecer reglamentos para las presas” del inc. 22 del art. 67 de la Constitución Nacional, incluído entre las atribuciones del Congreso Argentino.

En 6 de octubre de 1917, pocos meses después de la entrada de los Estados Unidos en la primera guerra mundial, el Congreso dictó la llamada “ley de comercio con el enemigo”, por la cual se autorizaba al Presidente para nombrar un custodio de la propiedad enemiga, con poder para tomar posesión de todo el dinero o propiedades que se hallaren en los Estados Unidos, “debidos o que pertenezcan al enemigo o al aliado del enemigo”. Según opiniones autorizadas, dicha ley se propuso en principio el secuestro temporario más que la confiscación; pero lo cierto es que en 1918 se le introdujo una modificación por la cual se autorizó al custodio a proceder con respecto a los bienes incautados “de tal manera como si fuera su absoluto propietario”. “La ley de comercio con el enemigo —ha dicho la Corte norteamericana en el caso de Stoher v. Wallace (255 U.S. 239) en el año 1921—, ya se tome en su texto original o según fuere posteriormente modificada, es estrictamente una medida de guerra, cuya medida halla sanción en la disposición constitucional que autoriza al Congreso a declarar la guerra, otorgar patentes de corso y represalias y promulgar reglas referentes a apoderamientos en mar y tierra”; doctrina seguida también “in re” “Commercial Trust” versus Miller —262 U.S. 51— en 1922, y en el caso de la Chemical Foundation, 272 U.S. 1, en 1926, oportunidad ésta en que la sentencia expresó que la ley tenía por objeto no sólo disminuir el poder de guerra del enemigo dentro de su territorio, sino también el que pudiera tener aquél dentro de los Estados Unidos, aumentando de tal modo el poder de éstos. En el juicio Cumings v. Banco Alemán, 300 U.S. 115, en 1937, la Corte reafirmó la constitucionalidad de las medidas de guerra referentes a la propiedad enemiga al decir que los Estados Unidos habían adquirido un título absoluto sobre la propiedad de que se apoderaron y que la concesión hecha por una ley de 1928 a los propietarios despojados, fue, en consecuencia, un acto de gracia, el cual pudo válidamente ser dejado sin efecto sin violar la enmienda 5ª, es decir, la garantía de la propiedad. Finalmente, en Hirabayashi v. Estados Unidos, 320 U.S. 80, en 1943, la Corte dejó establecido que “el ejercicio, discreción y elección de las medidas tomadas por las ramas del Gobierno a las que la Constitución ha entregado los poderes de declarar la guerra, no pueden ser examinados, revisados ni modificados por las Cortes de Justicia”.

Que, como se ha dicho anteriormente, en nuestro país no existe un cuerpo de jurisprudencia que pueda invocarse al efecto, con excepción de dos antiguos fallos de la Corte Suprema, dictados en 1867, los cuales, en realidad, no tienen aplicación al caso, pues en el Delfino (4, 50), no se trataba de bienes del enemigo, sino de los de un vecino de Corrientes que había sido despojado por las tropas invasoras; y en el de Stewart (4,235), de una partida de armas que había secuestrado el Gobierno Nacional, perteneciente a neutrales. De tal modo la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos es un antecedente valioso para la solución del asunto, pues es una verdad elemental que aunque la Constitución de dicho país no hace con respecto a los extranjeros las referencias expresas y enfáticas de la Constitución Nacional, no por eso aquéllos se encuentran allí menos protegidos que en nuestro país, pudiendo invocar al efecto las enmiendas 5ª y 14ª que hacen inviolable la propiedad tanto de los nacionales como de los que no lo son, pues todas las personas son iguales ante la ley, como quedó establecido en el caso de los Lavaderos Chinos de San Francisco, Yick Wo v. Hopkins, 118 U.S. 356.

El 13 de junio de 1942, cuatro saboteadores alemanes, largamente entrenados en su país de origen para su labor, bajaron a tierra desde un submarino alemán en las proximidades de Nueva York, llevando consigo provisiones de explosivos, detonadores y dispositivos incendiarios. Otros cuatro desembarcaron en la Florida el 17 de junio con iguales bagajes. Todos habían sido instruidos para destrozar las industrias y objetos de utilidad bélica de los Estados Unidos. Detenidos y sometidos a un tribunal militar, dedujeron un recurso de “habeas corpus”. La Corte Suprema lo desestimó en definitiva, pero declaró que ni la proclamación del Presidente instituyendo el tribunal militar, ni el hecho de tratarse de enemigos extranjeros, obstaba a que los tribunales de justicia examinaran el argumento de los recurrentes de que la Constitución y las leyes constitucionales de los Estados Unidos prohíben, en sus casos, el enjuiciamiento ante un Consejo Militar (J.A., 1943, IV, pág. 10, jurisprudencia extranjera).

Se ha aducido también que el estado de guerra con Alemania y Japón, declarado por el Gobierno Nacional no llegó a materializarse por falta de operaciones militares en las cuales la República hubiera tomado participación y que, en consecuencia, no cabía el ejercicio de los poderes inherentes a ese estado. El argumento deriva del olvido de dos circunstancias fundamentales: primero, el carácter ya indicado de las guerras modernas, que no se reducen a la efusión de sangre en los frentes de combate, siendo por lo contrario en ellas de capital importancia la lucha contra el espionaje, el “sabotaje” y la penetración e infiltración del enemigo en las actividades industriales y económicas, y el debilitamiento de lo que gráficamente ha sido denominado el frente interno de un país y segundo, que la República, al declarar la guerra y adherir al Acta de Chapultepec y posteriormente a la Carta de las Naciones Unidas, —recientemente ratificadas por el Congreso— ingresó a una comunidad de naciones que luchaba en todas las formas posibles con los países del eje. Si la proximidad de la cesación de las hostilidades no dio oportunidad o hizo innecesaria la participación en las mismas de las fuerzas armadas de la República, ésta contribuyó al esfuerzo común con lo único que le fue dado hacer: con la ayuda económica y con su cooperación en la eliminación del poderío económico que servía o podía servir en el país y en América a los fines del enemigo. Finalmente, las cláusulas generosas de nuestra Constitución respecto de los extranjeros, sin la amplitud del proyecto de Alberdi, no pueden ser invocadas por esos mismos extranjeros cuando por una declaración de guerra se convierten en enemigos de la Nación, para impedir que ésta adopte con sus personas y con sus bienes las medidas de seguridad que las circunstancias exijan. Admitirlo en la época actual, con las características de la guerra moderna, importaría tanto como trabar en forma insuperable el ejercicio de los poderes de guerra del Gobierno Federal, permitiendo al enemigo infiltrarse en nuestra economía, en nuestra capacidad industrial y en todo el esfuerzo de guerra de la Nación y de sus aliados. Ninguna interpretación de los derechos civiles o de la inviolabilidad de la propiedad puede llevarnos a semejante conclusión. Derechos de que las personas gozan y que la Constitución garante para propender al bienestar de la comunidad política, se habrían convertido así en instrumentos de los enemigos de su existencia.

Por las precedentes consideraciones, se revoca la sentencia recurrida de fs. 110; y, en consecuencia, se rechaza el interdicto de recobrar la posesión deducido por la Merck Química Argentina sociedad anónima contra el Gobierno de la Nación, con costas. — H. García Rams. — Carlos del Campillo. — Carlos Herrera. — R. Villar Palacio (en disidencia). — J. A. González Calderón (en disidencia).

Disidencia

Vistos y Considerando:

1° Es verdad, como se arguye en los apuntes supletorios del informe “in voce”, presentados por el señor Sub-Procurador del Tesoro, que esta Cámara, al resolver en febrero 13 próximo pasado el caso Staudt y Compañía S.A. dijo: “La forma y manera como el Poder Ejecutivo, en ejercicio de facultades privativas dé cumplimiento a los tratados internacionales…, no pueden ser controladas por el Poder Judicial de la Nación en la medida que se pretende, sin riesgo de quebrantar el fundamental principio de la separación de los poderes del Estado, que han de actuar siempre exclusivamente dentro de la órbita de sus respectivas atribuciones constitucionales”.

Al expresar así ese concepto primordial e informativo de uno de los principios constitucionales más importantes y necesarios en nuestro régimen político, esta Cámara, en las frases subrayadas, dejó a salvo su atribución inalienable de examinar en cada caso si ocurren aquellas “francas transgresiones” a que alude la Corte Suprema en su fallo del t. 170, pág. 246, doctrina igualmente esencial que esta Cámara ha aplicado en diversas oportunidades, al controvertirse el alcance o extensión de dichas facultades privativas del Poder Ejecutivo.

2° Para resolver la cuestión “sub judice” bastaría, quizás, transcribir los textos constitucionales invocados por la sentencia apelada de fs. 110; pero es indispensable agregar a tales citas, desde luego, las hermosas palabras del Preámbulo: cuando ofrece los beneficios de la libertad civil “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. La Constitución es el Estatuto Fundamental que rige en tiempo de paz y en tiempo de guerra, sometiendo a su soberano imperio a todos los hombres, pueblo y gobernantes, y a todas las cosas que hay dentro de la Nación, y ninguna de sus disposiciones puede dejar de aplicarse cualesquiera sean las emergencias en que el país se encuentre; norma interpretativa trascendental establecida por la Corte Suprema.

3° Es también indispensable tener muy presente para resolver el caso de autos el art. 31 de la Constitución, donde se subordina la validez de los tratados internacionales —como la de cualesquiera leyes— a la supremacía de aquel estatuto máximo, preceptuándose así la superlegalidad del mismo, lo cual impone a los jueces el deber inexcusable de mantenerla en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Aunque el Poder Ejecutivo haya procedido a incautarse de los bienes de la “Sociedad Anónima Merck Química Argentina”, actora, de conformidad con lo estipulado en los convenios y acuerdos internacionales que se invocan por la parte demandada, y en ejercicio de privativos poderes de guerra —todo lo cual impugna y niega aquélla— es de lógica evidente —como dice el señor Juez “a quo”— que no podría contraerse un compromiso internacional que no se ajustara a esos principios, pues ninguno de los tres poderes del Estado puede exceder la órbita de atribuciones específicas establecidas por la Constitución Nacional que les ha dado origen (fs. 114).

4° Según esa doctrina, la más acreditada en el derecho público nacional, tanto internacional como interno, nunca podría prevalecer un convenio o acuerdo entre nuestro Gobierno y otro u otros extranjeros sobre los textos expresos de la Constitución, sobre las garantías individuales que establece o sobre las limitaciones y prohibiciones a los poderes que ella determina. Los llamados “poderes de guerra” del Presidente de la Nación no pueden ser ejercidos con violación flagrante o disimulada de esos textos expresos de la Constitución, ni quebrantando las garantías individuales, ni ultrapasando las limitaciones o frustrando las prohibiciones a que obviamente están condicionadas. “La forma y manera” como actúa el Presidente de la Nación ejerciendo esas facultades, escapa al control judicial, como la Corte Suprema y esta Cámara lo han dicho en los casos ya citados; pero si su consecuencia puede ser una “franca transgresión” de la Ley Fundamental, violándose sus textos expresos, quebrantándose garantías individuales, ultrapasándose las limitaciones o frustrándose las prohibiciones a que obviamente están condicionados, entonces sí que el Poder Judicial pone en juego su también facultad privativa de mantener el imperio soberano de la Constitución (arts. 31 y 100).

5° En efecto, nadie puede ignorar la regla o la norma interpretativa de derecho constitucional que estableció la Corte Suprema en el clásico caso decidido por ella en 1877 (Fallos: tomo 19, pág. 231 y sgtes.), Lino de la Torre, sobre recurso de “habeas corpus”: “El sistema de gobierno que nos rige no es una creación nuestra. Lo hemos encontrado en acción, probado por largos años de experiencia y nos lo hemos apropiado. Y se ha dicho con razón que una de las grandes ventajas de esta adopción ha sido encontrar formado un vasto cuerpo de doctrina, una práctica y una jurisprudencia que ilustran y completan las reglas fundamentales y que podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares” (pág. 236). En todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares; esto es, que los Constituyentes argentinos de 1853 no han copiado la Constitución de Estados Unidos de 1787, sino que la adoptaron en parte y a la vez se separaron de la misma en todo lo que creyeron necesario y conveniente, auscultando la voluntad y los intereses de la Nación. Por eso la misma Corte Suprema, algunos años después de haber establecido la regla o norma interpretativa más arriba transcripta, dijo con especial acierto: “Si bien es cierto que hemos adoptado un gobierno (sistema de) que encontramos funcionando, cuyos precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también lo es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél nuestras instituciones son originales y no tienen más precedentes y jurisprudencia que los que se establezcan en nuestros propios tribunales” (Fallos: t. 68, págs. 227-238; F. C. Central Argentino v. Pcia. de Salta, 1897).

6° Ha sido resuelto pues, por la Corte, como acabamos de demostrarlo, la conocida polémica entre Sarmiento y Alberdi; de si la Constitución Argentina es un calco de la norteamericana, o si es enteramente original. Los dos fallos de la Corte que aquí se citan, despejan toda duda acerca de la improcedencia e inoportunidad de invocar precedentes, doctrinas o jurisprudencia de Estados Unidos para interpretar la Constitución Argentina en materias o puntos que ésta encara y resuelve con evidente originalidad. Y desde luego, no puede olvidarse que nuestra Ley Fundamental y Suprema tiene una raigambre humanista, democrática y liberal en el pasado histórico, que no ha tenido su modelo. La Constitución Argentina —como lo dijo el diputado Juan María Gutiérrez en el Congreso Constituyente de 1853, donde fue miembro informante del proyecto— “no es una teoría”, “es el pueblo, es la Nación Argentina hecha ley, y encerrada en ese código que encierra la tiranía de la ley, esa tiranía santa, única, a que todos los argentinos nos rendiremos gustosos”.

7° Ya desde el Preámbulo magnífico que la precede se advierten ciertas diferencias profundas entre ambas, y, empezando por esa solemne declaración de propósitos esenciales, se destaca inconfundiblemente la originalidad de nuestra Constitución y el designio manifiesto de separarse de su modelo que tuvieron sus ilustres autores. Al ofrecer los beneficios de la libertad para ellos, para su posteridad “y para todos los hombre del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, sus nobles intenciones se trasuntan en sus muchas cláusulas o preceptos que tienen el sello inconfundible de su argentinidad. No es éste el lugar adecuado para demostrarlo irrefutablemente. Bastaría con recordar su art. 16: todos los habitantes son iguales ante la ley. Su art. 17: “la confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código Penal argentino”; acerca del cual dice Joaquín V. González: “Fruto de la crueldad y de la ignorancia antiguos sobre los verdaderos derechos de la personalidad humana, esta pena, que en sus orígenes importaba la muerte civil, sirvió a los gobiernos despóticos para perseguir a los hombres y enriquecer al Fisco a expensas de la fortuna privada. De su carácter de pena para los delitos comunes, pronto fue convertida en medio de venganzas y represalias contra los verdaderos o supuestos reos de delitos políticos, y convertido en un odioso instrumento de opresión y de injusticia. Al suprimirla de nuestras leyes, la Constitución era consecuente con su sistema de garantías y derechos que dignifican la persona, la cual no responde de sus faltas sino ante Dios y ante los hombres mismos que ha perjudicado u ofendido con ellas, y en la medida que los jueces, según la ley, determinan, al mismo tiempo que se reparaba una serie de actos dictados por los gobiernos de desorden o de barbarie de nuestro pasado, especialmente el del tirano Rosas, que hizo de la confiscación un recurso ordinario contra los amigos de la libertad, que él encarcelaba o mandaba fusilar, o se expatriaban” (“Manual de la Constitución Argentina”, ed. 1897, pág. 139).

8° El art. 20 comprueba una vez más la originalidad de nuestra Constitución tan luego en el punto relativo a los derechos y garantías de que gozan los extranjeros, y es bien sabido que por tales debe entenderse a las personas y a las corporaciones, “compañías civiles y comerciales”; gozan en el territorio de la Nación de los mismos derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y casarse conforme a las leyes”. Y por si ésta enumeración no fuera suficientemente explicativa, ahí está el art. 14, que reconoce los allí mencionados derechos a “todos los habitantes de la Nación conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio”; con la salvedad respecto de esas últimas del art. 28: “Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”. Este artículo es otra originalidad del texto constitucional argentino, y la más grande, la más notable es el art. 29, que encierra la garantía máxima de la libertad civil y de todos los derechos que la integran: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo Nacional, ni las legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna”, etc.

9° Alberdi, trasmitiendo (aunque con cierta exageración) a los textos de su proyecto de Constitución nuestra tradición humanista y generosa para con los extranjeros, redactó su capítulo III bajo el epígrafe de “Derecho público deferido a los extranjeros”, cuyo artículo pertinente (21) decía: “Gozan de estas garantías sin necesidad de tratados, y ninguna cuestión de guerra puede ser causa de que se suspenda su ejercicio”, agregando en otro texto (art. 22): “La Constitución no exige reciprocidad para la concesión de estas garantías en favor de los extranjeros de cualquier país”; y además (art. 23): “Las leyes y los tratados reglan el ejercicio de estas garantías, sin poderlas alterar ni disminuir”.

10° La Corte Suprema de la Nación, cuando la integraban nada menos que dos de los ilustres autores de la Constitución, Salvador María del Carril y José Benjamín Gorostiaga, declaró que “en la guerra terrestre son inviolables los bienes muebles de particulares, y mucho más si pertenecen a neutrales” (caso de Félix Delfino contra Ramón Ferrando, sobre presa bélica; t. 4, pág. 50). Y un mes y pico después, resolviendo otro caso de presa, estableció la distinción necesaria entre mercaderías o artículos inocentes y los que no lo son, aplicándose en el primer supuesto “las reglas de la expropiación” por causa de utilidad pública y no las que rigen la preención (incautación) que reconoce el derecho de gentes (Fallos: t. 4, págs. 235-246).

11° Se arguye con “el estado de guerra” y con “los poderes de guerra del Ejecutivo”. Respecto de aquél cabe observar que debe ser real, efectivo y actual para que los segundos puedan entrar en función lícitamente. “La paz y la guerra no pueden existir juntas; las leyes de la paz y de la guerra no pueden obrar a un mismo tiempo; los derechos y procedimientos de los tiempos pacíficos son incompatibles con los de guerra” (W. Whiting, “Poderes de guerra”, trad. de G. Rawson, pág. 72). Y el autor citado afirma más adelante (pág. 766) que los referidos poderes “cesan cuando la guerra acaba; deben ser usados en la propia defensa y deben dejarse a un lado cuando la ocasión ha pasado”.

12° Como acabamos de hacerlo notar, de manera categórica, no está permitido traer al debate judicial, sin mayores precauciones, los precedentes, la doctrina y la jurisprudencia de los Estados Unidos para resolver un caso que debe decidirse a la luz del derecho público definidamente argentino, aplicándole los precedentes, la doctrina y la jurisprudencia originales del país. Bien se sabe que en Estados Unidos la Corte Suprema, no en los muy pocos casos que se citan vulgarmente sino en por lo menos veinte más, ha reconocido la amplitud de los poderes de guerra del Presidente y la facultad gubernamental para incautarse de los bienes del enemigo, sean inmuebles, muebles, valores, etc. Desde el antiguo caso de “Brown versus United States” (8 Cranch, 504-520, decidido en 1814) hasta los más recientes, podría citarse una larga serie de casos en ese sentido: “Miller v. United States”, 11 Wallace, 268, 305, en 1871; “Page v. United States”, 20 L. ed., 135-153, en 1871; “Storch v. Wallace and Garvan”, 255 U.S., 239-251 (65 L. ed., 604-614) en 1921; “Sutherland v. Mayer et alt., 271 U.S., 272-297 (79 L. ed. 943-955) en 1926; “Cummings v. Deutsche Bank und Disconto-Gesells-chatt”, 300 U.S., 115, 124 (81 L. ed. 545-552) en 1937; “United States of América v. Chemical Foundation”, 272 U.S., 1-21 (71 L. ed., 131-145) en 1926; “Central Union Trust Company of New York v. Garvan”, 254 U.S., 554-569 (65 L. ed., 403-409) en 1921; “United States v. Machintosh”, 283 U.S., 605-635 (75 L. ed. 1302-1316) en 1931; “Woodwon v. Deutsche Gold and Silver Scheideaustalf Wormals Roessler”, 292 U.S., 449-455 (78 L. ed., 1357-1361) en 1934; “Benh Meyer and Company v. Miller”, 266 U.S., 457-475 (69 L. ed., 314-328) en 1925; “Chemical Foundation et alt. v. Du Pont de Nemurs and C° et alt.”, 283 U.S., 152-163 (75 L. ed., 919-925) en 1931; “Banco Mejicano de Comercio e Industria et. alt. v. Deutsche Bank et alt., 263 U.S., 591-603 (68 L. ed., 465-469) en 1924; “Hirabayashi v. United States of America”, 320 U.S., 81-114 (87 L. ed., 1174-1792) en 1943; y algunos más de las Cortes Federales de Circuito. Pero todos estos casos se basan o bien en precedentes y doctrinas peculiares al derecho anglo-americano, o bien y más especialmente en la legislación propia sancionada por el Congreso a partir de la “Ley originaria sobre el comercio con el enemigo”, de octubre 6 de 1917 (cap. 106, 40 Stat. at. Large, 116), modificado en parte por la ley del 5 de junio de 1920 (cap. 241, Stat. at. 977) y posteriormente por otra ley de marzo 4 de 1923 (cap. 285, Stat. at. L. 1511-1513).

Finalmente, es preciso hacer notar que todos esos casos, tanto los más antiguos como los más modernos han surgido en la plenitud de un estado de guerra real y efectivo, o han sido consecuencias forzosas del mismo, estado que, como es público y notorio; no ha existido entre la República Argentina y Alemania y el Japón, sino como acto declarativo, al extremo de que aún a pesar de ello, el propio Gobierno “de facto”, por decreto del 1° de junio ppdo. (“Boletín Aeronáutico Público”, N° 174, pág. 835, de 18 de julio último), ha resuelto que no se compute doble el tiempo de servicio prestado por los componentes de las fuerzas armadas del país por causa de aquel estado de guerra con los países mencionados, por no justificarse.

13° En lo que concierne a la argumentación del señor representante del Gobierno con los acuerdos internacionales, que invoca en ambas instancias, es oportuno observar:

1° Que es elemental, ciertamente, que si bien los Tribunales no pueden juzgar del acierto, necesidad o conveniencia de una medida de guerra tomada por el Poder Ejecutivo, durante la guerra, ni determinar el alcance o modo en que la guerra es conducida, es también elemental que, concluida la guerra y controvertida en juicio la constitucionalidad de tal medida en cuanto afecte derechos y garantías individuales, los jueces tienen facultad bastante para conocer y decidir “en todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación, con la reserva hecha en el inc. 11 del art. 67; y por los tratados con las naciones extranjeras” (Constitución Nacional, art. 100). No puede olvidarse que uno de los grandes propósitos de los Constituyentes, declarado con énfasis en nuestro Preámbulo, es “afianzar la justicia”.

2° Que el art. 27 de la Constitución establece que “el gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos por esta Constitución”; y es sabido que entre esos “principios de derecho público establecidos por esta Constitución”, son esenciales: la igualdad ante la ley, proclamada en el art. 16; el derecho de trabajar y ejercer toda industria lícita; el de asociarse con fines útiles; el de propiedad, etc., etc., con las garantías consiguientes (arts. 14, 20 y concordantes).

3° Que, de acuerdo con el art. 31 de la Constitución, ningún tratado o parte del mismo, puede tener validez si no es congruente con ella. Uno de los objetos de la justicia nacional —preceptúa el art. 3° de la ley federal N° 27 (septiembre 14 de 1862)— “es sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales que estén en oposición a ella”.

14° Es necesario insistir en afirmar que un tratado, o parte del mismo, no puede prevalecer sobre “los principios de derecho público establecidos por la Constitución” (art. 27). La Corte Suprema de Estados Unidos, en una larga serie de casos, así lo ha decidido. Ha llegado a decir que “un tratado puede prevalecer sobre una ley anterior del Congreso (Foster v. Neilson, 2 Peters, 314), y una ley del Congreso puede prevalecer sobre un tratado anterior (Taylor v. Norton, 2 Curtis, 454; The Clinton Bridge, 1 Woolw, 155). Pero el caso en que la Corte Suprema ha desenvuelto en toda su amplitud la tesis de la prioridad de la Constitución y aún de leyes federales, posteriores a los tratados, fue el conocido con el nombre de “The Chinese exclusión case”, resuelto en mayo 13 de 1889 (Chae Chan Ping v. United States, 130 U.S., 582-611; conf. 143 U.S., 578; 149 U.S., 706-720-723, etc.).

La misma doctrina es enteramente aplicable ante el texto constitucional argentino. El orden de prioridad entre la Constitución federal, las leyes sancionadas por el Congreso en consecuencia de ella y los tratados internacionales, está inequívocamente establecido en el art. 31, como lo está en el art. 4° segundo apartado, de la Constitución norteamericana. Sostener la tesis contraria valdría tanto como sostener que la Constitución puede ser modificada por el Congreso y el Presidente, no obstante que su art. 30 dispone que únicamente puede serlo por una convención reunida para ese objeto.

15° La “Academia de Derecho y Ciencias Sociales” de esta Capital, con su alta autoridad, ha considerado especialmente este punto el año próximo pasado, con motivo de una consulta oficial sobre el nombramiento de un Juez para la Corte Internacional de Justicia. En su dictamen de noviembre 9, la Academia dice: “Es necesario recordar que hay una opinión argentina, en contra de esa prevalencia del derecho internacional sobre el derecho constitucional interno, no admitiéndose lo que entonces se llamaba “las bases fundamentales del derecho internacional”, que también habían sido votadas en la reunión del Instituto de Derecho Internacional Europeo, realizada en Nueva York, en 1929″. Y más adelante agrega la Academia: “Los tratados internacionales son, pues, y serán siempre, una parte de la Ley Suprema de la Nación (art. 31 Constitución Nacional) cuando ellos armonicen con la Constitución Federal. Los tratados no son ley suprema de la Nación por sí mismos sino en conexión con la Constitución, ha dicho un excelente autor, A. H. Putuey”. Y concluyen haciendo notar que “si se necesitara una prueba de que la prevalencia del derecho internacional sobre el interno y constitucional puede ser una aspiración, pero no es en modo alguno un derecho consagrado, aún dentro del cuadro de tendencias que ha inspirado la Conferencia de San Francisco y la Carta de las Naciones Unidas, resulta del voto y la recomendación que consta en el Acta final de la Conferencia Interamericana de México, en la sesión plenaria del día 6 de marzo de 1945. Dice así: “N° XIII. Incorporación del derecho internacional de las legislaciones nacionales… resuelve: proclamar la necesidad de que todos los Estados se esfuercen por incorporar en sus constituciones y demás leyes nacionales las normas esenciales del derecho internacional”; y procede observar que ninguna norma de derecho internacional puede ser más esencial que un tratado con su contenido específico.

16° Es preciso insistir ahora en la procedencia del interdicto que motiva esta causa. Si bien es verdad que en el anteriormente citado caso “Staudt y Cía. S.A. Comercial v. Gobierno de la Nación”, resuelto por esta Cámara en febrero 13 de 1946, y en otros análogos, se resolvió no hacer lugar a las medidas de no innovar que se pidieron en los respectivos interdictos de “mantener o retener la posesión”, por las razones que entonces se expusieron por este Tribunal, no puede dudarse de que en el caso “sub judice” la situación es distinta completamente, pues se trata de la acción de despojo, legislada en el art. 2490 del Cód. Civil. En aquellos casos de Staudt y otros iguales pudo rechazar la Cámara las medidas de “no innovar” por la sencilla razón de que no se conceptuaba capacitada —y legalmente no lo estaba— para obstaculizar, demorar o impedir la acción del Poder Ejecutivo, que invocaba compromisos internacionales y la necesidad de proceder con urgencia. Como lo dice con acierto el señor Juez “a quo” en su sentencia de fs. 110, “las medidas de seguridad relativas a bienes que se reputan en manos de enemigos, han sido oportunamente adoptadas por nuestro Gobierno, como lo hace constar su representante en este juicio al relacionar los distintos actos gubernativos realizados al efecto… Las medidas de seguridad tomadas, agrega, eran, pues, bien estrictas, y ninguna razón de emergencia o de necesidad podría así justificar la ocupación de los bienes de la empresa y la consiguiente desposesión de sus propietarios, con prescindencia de todo procedimiento e intervención judicial. El procedimiento directo seguido por el Poder Ejecutivo es violatorio de la garantía de inviolabilidad de la propiedad que consagra el art. 17 de la Constitución Nacional”.

17° La acción aquí deducida tiene por objeto precisamente recuperar una posesión que la actora ha perdido: “El interdicto de recobrar, como el de despojo, se acuerdan para obtener la restitución de la posesión” —dice el profesor doctor Hugo Alsina en su “Tratado teórico-práctico de derecho procesal civil y comercial”, t. III, pág. 477, párrafo 23). Y añade: “Se distingue, pues del interdicto de retener en que en éste el actor conserva la posesión y su objeto es hacer cesar los actos de turbación; en cuanto la posesión se pierde el interdicto de retener no procede y deberá entonces deducirse el de recobrar”. En el presente caso, habiendo probado el demandante su posesión, el despojo y el tiempo en que se cometió, una vez sustanciada la causa “el demandado (Gobierno de la Nación) debe ser condenado a restituir el inmueble con todos sus accesorios, con indemnización al poseedor de todas sus pérdidas e intereses y de los gastos causados en el juicio, hasta la total ejecución de la sentencia” (Código Civil, art. 2494).

18° La Corte Suprema de la Nación, pronunciándose respecto de un llamado entonces “recurso de amparo” de la propiedad, dejó establecido que “ni las constituciones ni las leyes pueden autorizar la privación de la propiedad privada en otra forma que la establecida por el art. 17 de la Constitución que es la ley suprema del país”. A este principio no puede oponerse la circunstancia de haberse realizado el hecho como acto de gobierno o con fines de interés general, desde que tales motivos no pueden autorizar a los poderes públicos a disponer de la propiedad de los particulares, sino en los casos y con los requisitos establecidos en el art. 17 de la Ley Fundamental de la Nación”. Y ha agregado: “que las disposiciones constitucionales establecidas en garantía de la vida, la libertad y la propiedad de los habitantes del país, constituyen restricciones establecidas principalmente contra las extralimitaciones de los poderes públicos” (Fallos: t. 145, pág. 367; t. 141, pág. 65; t. 138, pág. 71; t. 146, pág. 110 y otros, t. 174, pág. 178. Fatigoso sería mencionar uno por uno los numerosos fallos de la Corte Suprema donde el alto Tribunal ha reafirmado esta importante y necesaria doctrina constitucional; pueden verse, entre otros: tomo 41, pág. 384; tomo 146, pág. 170; tomo 118, pág. 402; tomo 119, pág. 158; tomo 121, pág. 391; tomo 124, pág. 348; tomo 135, pág. 92; tomo 141, pág. 165; tomo 142, pág. 212; tomo 144, pág. 386; tomo 158, pág. 231; tomo 149, pág. 41.

Por estos fundamentos y los concordantes de la sentencia apelada de fs. 110, se la confirma, con costas. —R. Villar Palacio. —J. A. González Calderón.

Bs. Aires, junio 9 de 1948.

Y vistos los autos caratulados “Merck Química Argentina v. Gobierno de la Nación sobre interdicto”, en los que se ha concedido el recurso extraordinario a fs. 165; y

Considerando:

Que el recurso extraordinario se funda en el hecho de que la sentencia de la Cámara Federal de la Capital que rechazó la acción promovida, al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo en cumplimiento de diversos decretos-leyes y en especial los números 6948/45, 7035/45, 10.935/45 y 11.599/46 con referencia a la vigilancia, incautación y disposición de la propiedad enemiga, ha consentido la desposesión arbitraria de los bienes afectados por actos irritantes del gobierno de facto que, en resumen y frente a las disposiciones de la Constitución Nacional, los tratados internacionales a los cuales antes de ahora se ha adherido la República y a toda la tradición histórica argentina, comportan flagrante violación tanto de los propósitos fundamentales perseguidos en el Preámbulo de la Constitución, como del derecho de propiedad y garantía de la defensa en juicio, sin perjuicio todo ello, de la errónea y peligrosa extensión de facultades que a través de doctrina y jurisprudencia extrañas a nuestras instituciones e inaplicables por ende en el derecho público argentino, transforma los poderes de guerra en un peligroso instrumento de discrecionalismo antijurídico.

Que con igual objetivo reparador sostiénese, además, con abundantes argumentos extraídos de distintas prescripciones locales o normas internacionales de arraigo en el país o bien referidos a la inexistencia de un estado de guerra real y efectivo, que el P.E. dispuso por sí, con total prescindencia de la actora y de la vía legal o los procedimientos judiciales del caso y equiparables en cierta medida a los indicados en la expropiación forzosa contemplada en el artículo 2512 y concordantes del Código Civil, la liquidación a raíz del retiro de la personería jurídica de la apelante, de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P.E. había sometido a contralor primero y ocupación después, aduciendo que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la República estaba en guerra. Y como el interdicto con que la sociedad “Merck Química Argentina” se proponía obtener el remedio de lo que consideraba un despojo, fue rechazado en segundo instancia por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus ulterioridades entre las cuales se encuentra la liquidación mencionada, constituyen el ejercicio de los poderes de guerra que por su naturaleza no son susceptibles de ser sometidos al contralor judicial, el rechazo de la acción importa según la recurrente, la privación de su propiedad sin forma alguna de juicio y contraria por consiguiente a las expresas garantías acordadas en los arts. 17, 18 y 95 de la Const. Nacional.

Que planteado así, en términos generales, el recurso extraordinario traído a conocimiento y decisión de esta Corte Suprema, cabe señalar en primer término, que cualesquiera pudieran ser los defectos con que el juicio ha sido iniciado y proseguido —por confusión de la acción posesoria y petitoria— lo cierto es que, admitido el recurso por entenderse que los actos del P.E. comportaban menoscabar principalmente el derecho de propiedad, el caso cae dentro de las disposiciones del art. 14 de la ley n° 48.

Que por lo tanto, tomando en consideración las alegaciones y agravios expresados por la parte actora y a mérito de los fundamentos y conclusiones a que arriba el fallo apelado corriente de fs. 126 a 144 vta., el presente recurso se circunscribe principalmente a decidir, si el ejercicio de los poderes de guerra por parte del órgano de gobierno investido de tales atribuciones por la Constitución Nacional —en el caso, el Presidente de la República— está o puede estar fuera de la intervención de los tribunales de justicia, cuando como en el sub-lite y al invocarse las garantías civiles reconocidas indistintamente a todos los habitantes de la Nación, se requiere el amparo judicial a fin de proteger o restablecer el goce de los derechos individuales presuntivamente vulnerados en ocasión del ejercicio de los mencionados poderes de guerra. No otra cosa importan las diversas articulaciones traídas al debate que, en síntesis de todas ellas, concentran en el condicionamiento del ejercicio de los poderes de guerra todos y cada uno de los capítulos de impugnación a la sentencia recurrida.

Que a los efectos de resolver, pues, sobre el punto debatido como esencial y alrededor del cual giran las demás cuestiones incidentales introducidas en el extenso memorial de agravios agregado a fs. 171 a 238 de estos autos, corresponde dejar establecido en primer término que, cualquiera fuere la inteligencia o alcance que se pretenda asignarles, no cabe discusión alguna sobre la existencia y preexistencia de tales poderes de guerra, por cuanto los principios rectores de que están informados en mira a la salvaguardia de la integridad e independencia nacional o salud y bienestar económico-social que significan uno de los objetos primarios de toda sociedad civil (“El Federalista”, número XLI), son forzosamente anteriores y, llegado el caso, aun mismo superiores a la propia Constitución confiada a la defensa de los ciudadanos argentinos (art. 21) y cuya supervivencia futura con más la supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerda o protege, queda subordinada a las alternativas del estado de guerra defensiva al cual el país puede encontrarse avocado en cualquier momento.

Que por análogas causales de excepcionalidad manifiesta pero no por ello imprevista, puesta por tanto al servicio irrenunciable de la custodia en todos los terrenos de la independencia y soberanía nacional que descansa sobre una inmutable base histórico-militar, geográfica, social, ética y política que constituye la más preciada e indiscutible razón de ser de la nacionalidad, es de todo punto innegable tanto el absoluto derecho del estado para recurrir a la guerra cuando la apremiante necesidad de ella conduce fatalmente a tales extremos, como el derecho a conducirla por los medios indispensables que las circunstancias lo impongan y sin más limitaciones que las que en ese estado de emergencia pudiera haberle impuesto la Constitución o los tratados internacionales en plena vigencia.

Que, considerado así, es notoriamente evidente que el Estado y, en su delegación constitucional, el órgano político munido constitucionalmente de las expresas atribuciones para hacer efectiva la defensa de los supremos intereses de la Nación es, en principio, el único árbitro en la conducción de la guerra promovida en causa propia.

Que fluye de todo lo expresado anteriormente que, el acto de autoridad y soberanía mediante el cual un país entra en guerra con las modalidades que le ha impreso el complejo arte militar moderno, muy diferente por cierto al que se practicaba al tiempo de la sanción de nuestra Carta Fundamental, faculta a los órganos de gobierno que deban conducirla ejecutiva o legislativamente, a prever y realizar todo lo necesario y que no esté expresa e indubitativamente prohibido en esa materia por su propia legislación, a realizar cuanto fuese indispensable hasta donde lo permitan y hasta obliguen las necesidades militares y los intereses económico-políticos conexos con aquéllas, acechada como puede estar la Patria, por la conjunción del esfuerzo bélico-financiero del enemigo dispuesto no sólo a aniquilar los efectivos militares, las reservas económicas, las fuentes de producción local, las vías de comunicación aéreas, marítimas y terrestres y su mismo comercio interior o exterior, sino también, a usar alevemente los recursos introducidos o mantenidos o controlados subrepticiamente en el país llevado a la guerra, como igualmente, a acrecer mediante esos mismos recursos en poder o a la orden aparente de particulares o asociaciones obrantes pérfidamente como presta-nombres, las fuentes de su potencialidad y capacidad de resistencia en todos los frentes internacionales en que la contienda pueda extenderse.

Que a mérito de este mismo razonamiento, ajustado por otra parte a la realidad circundante en las últimas conflagraciones universales, puede afirmarse que si bien y en la superficialidad aparente de los hechos el fin no justifica los medios o que la victoria no da derechos como enfáticamente lo tiene proclamado la República desde tiempo atrás y ha sido objeto de especial invocación por la recurrente, ello no puede traducirse en un renunciamiento total que coloque a la Nación en el camino de su derrota, su desmembramiento interno y su desaparición como entidad soberana. La realidad jurídica no puede prescindir de la realidad de la vida, que es la que explica la razón de su organización política y flexibiliza o adapta la letra de sus instituciones básicas. De allí que, la generosidad y el hondo humanismo de que están impregnadas las doctrinas argentinas, no pueden convertirse en el instrumento de su perdición, frente a cualquier enemigo que practique doctrinas opuestas, fundamentadas en el derecho de la victoria.

Que prescindiendo de los antecedentes patrios y las probables fuentes de los ensayos locales, tampoco es posible desconocer que tanto las cláusulas 21, 22 y 23 del art. 67 de la Constitución, como sus concordantes consignadas en los incisos 15, 16, 17 y 18 del art. 86 de la citada Constitución, que reconocen en la diversidad o complementación o compenetración de atribuciones los poderes de guerra de cada una de esas ramas del gobierno nacional, han sido trasladadas casi al pie de la letra o por lo menos con identidad de propósitos, de análogas o parecidas prescripciones adoptadas por la Constitución Federal de los Estados Unidos de Norte América (art. I, sec. 8, cláusulas 10, 11, 12, 13, 14 y 15; y art. II, sec. 2, inc. 1°). Por cuya razón y sin caer por esto dentro de la clásica polémica entre Alberdi y Sarmiento acerca del valor o la obligatoriedad de la doctrina y la jurisprudencia de aquel país, tal como ha sido insinuado en autos, no sería empero prudente subestimar los valiosos elementos de interpretación y aplicación que allí sirvieron para quilatar el alcance de los preceptos constitucionales relacionados con los poderes de guerra.

Que a ese mismo respecto y si bien como se ha hecho expreso mérito en la litis, esta Corte Suprema tiene dicho en cuanto a la importancia y practicidad de la doctrina y la jurisprudencia norteamericana, que “…podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares” (Fallos: 19, 231) o más terminantemente aun: “…cuyos precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también lo es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél (modelo), nuestras instituciones son originales y no tiene más precedentes y jurisprudencia que los que se establecen en nuestros tribunales” (Fallos: 68, 227), igualmente no es menos cierto que por ajustada adopción de esta doctrina de la Corte, frente al silencio que guardan las respectivas actas del Congreso General Constituyente de 1853 (sesiones del 28 y 29 de abril), el laconismo del texto constitucional y la inadecuada jurisprudencia federal argentina al caso de autos que para otras circunstancias o soluciones se registra en los fallos que han sido citados por la parte actora, la raíz y la orientación originaria de nuestros poderes de guerra, autorizan a recurrir a aquellas únicas fuentes interpretativas, tanto más, cuanto que las sucesivas guerras en que se ha visto envuelta aquella nación desde los albores de su independencia hasta nuestros días —que implican por consiguiente la conducción de la guerra dentro de los viejos y de los nuevos principios auspiciados o estructurados por el Derecho Internacional— le han permitido elaborar una constante doctrina adaptable a todas las naciones americanas que en esa parte, siguieron casi exclusivamente aquel modelo y que en ausencia de una doctrina estable condicionada a las necesidades de la guerra moderna, encuentran en aquellos antecedentes, una inapreciable guía de esclarecimiento para resolver sus propios y casi novedosos problemas bélicos.

Que, entendido así, carece de importancia práctica discutir acerca de si los poderes de guerra de que está investido el Presidente de la República (inc. 18 del art. 86 de la Const. Nacional), encuentran su fuente y fundamento y hasta la medida de la extensión de los poderes de guerra en el precitado inciso, por cuanto y como se ha expresado precedentemente, esos poderes son anteriores y aun superiores a la propia Constitución que debió ser consecuente consigo misma y con la defensa de su intangibilidad frente a la amenaza enemiga, tanto, que reconociéndolo implícitamente así, se ha circunscripto a encomendar esa defensa y la conducción de la guerra tendiente a tales fines e inseparable como es obvio de la defensa de la independencia nacional, al Presidente de la República como comandante en jefe que es a su vez de todas las fuerzas de mar y tierra de la Nación (art. 86, inc. 15), dejando librado a su mejor acierto la forma y los medios más convenientes para salvaguardar exitosamente los sagrados intereses de la República, comprometidos en cualquiera de los terrenos en que la guerra de cada tiempo puede incidir peligrosamente sobre la vitalidad de la Patria.

Que por idénticas consideraciones es que Story, al comentar como tratadista e interpretar como juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos la pertinente cláusula constitucional semejante a la argentina, aun cuando ubicada en distinto lugar del texto, ha expresado desde aquella remota época, que el “poder de declarar la guerra incluye todas las demás facultades incidentales al mismo y las necesarias para llevarla a efecto. Si la Constitución nada hubiese dicho respecto a cartas de marca o capturas, no hubiera limitado por ello el poder del Congreso. La autoridad de conceder cartas de marca y represalia y de reglamentar capturas, son ordinarios y necesarios incidentes del poder de declarar la guerra. Sin aquéllas, éste sería totalmente inefectivo” (in re Brown v. United States; 8, Cranch, 110).

Que, por lo demás, y según ha sido recordado en la sentencia apelada, no ha de suponerse que la doctrina imperante en los Estados Unidos sobre preceptos constitucionales que inequívocamente sirvieron de fuente para las instituciones argentinas referentes a la guerra, carece de otros antecedentes jurisprudenciales no menos precisos en el mismo sentido. Muy por el contrario y sin entrar en la transcripción parcial y análisis de todos los casos ocurridos, baste decir que aquella doctrina comenzó a estructurarse con anterioridad a la Constitución Federal —in re Ware v. Hylton, 3 Dallas, 199—, fue reiterada más tarde en Fairfax v. Hunter, 7 Cranch. 603; en Prize Cases, 2 Black, 635; en Metropolitan Bank v. Van Dyck, 27 N. Y. 400; e in re Kneedler v. Lane donde se adujo también, que “el poder de declarar la guerra, presupone el derecho de hacer la guerra. El poder de declarar la guerra, necesariamente envuelve el poder de llevarla adelante y éste implica los medios. El derecho a los medios, se extiende a todos los medios en posesión de la Nación” (45, Penn, 238; S.C. 3 Grant, 465).

Que ya entrando en un período de evolución más próxima a la reacomodación de los conceptos o principios fijados por el Derecho Internacional de la última mitad del siglo XIX, en el cual podría presumirse la atenuación a que Marshall se había referido en 1814, la Corte Federal no solamente reeditó la anterior doctrina, sino también subrayó especialmente la legitimidad de la apropiación de los bienes enemigos radicados dentro o fuera del país, legitimidad que de acuerdo al fallo dictado, no podía ser cuestionada judicialmente por aplicación de las disposiciones preceptuadas en las Enmiendas V y VI ratificadas en 1791 y, por lo tanto, no cabía en forma alguna la intervención de los jurados o el funcionamiento del debido proceso legal para resolver sobre la justicia de la desafectación de la propiedad enemiga.

Que más concretamente todavía, en este último caso, se dejó explícitamente sentado que “la Constitución confiere expresamente poder al Congreso para declarar la guerra, otorgar cartas de marca y represalia y dictar leyes respecto a las capturas en tierra y mar. Ninguna restricción está impuesta al ejercicio de estos poderes. Por supuesto que el poder de declarar la guerra envuelve el poder de proseguirla por todos los medios y en cualquier manera en la cual la guerra pueda ser legítimamente proseguida. Incluye, por consiguiente, el derecho de secuestrar y confiscar toda propiedad de un enemigo y disponer de ella a voluntad del captor. Este es y ha sido siempre un indudable derecho del beligerante. Si hubiera cualquier incertidumbre respecto a la existencia de tal derecho, tendría que ser desechada por el expreso otorgamiento de poder para dictar reglas relativas a las capturas en tierra y agua” (Miller v. United States, 11. Wallace, 268-231).

Que independientemente de aquellos precedentes jurisprudenciales y frente a las contingencias de las dos últimas grandes contiendas universales del presente siglo que arrastraron igualmente a aquella nación a una guerra integral cumplida en todos los terrenos militares y económicos, la Corte Federal mantuvo y amplió merced a leyes de emergencia dictadas por el Congreso, la doctrina ya expuesta precedentemente, doctrina que en los aspectos más esenciales ha sido motivo de examen y aplicación en el fallo apelado de la Cámara Federal, por lo que se hace innecesario referirse aquí y en particular a los casos allí citados, como también, a los que coincidentemente con aquella misma doctrina se recuerdan en el voto de la disidencia.

Que, por lo tanto, en términos generales, y de acuerdo a la doctrina y jurisprudencia norteamericanas presentes y pasadas, se desprende sin mayores dificultades, que los poderes de guerra pueden ser ejercitados según el derecho de gentes evolucionado al tiempo de su aplicación y en la medida indispensable para abatir la capacidad efectiva y potencial del enemigo, ya en el propio territorio nacional hasta el cual lleguen a asentarse pública o encubiertamente los medios ofensivos económico-militares del enemigo o en el lugar o lugares que las exigencias de la guerra los señale como de estricta necesidad, a juicio del conductor de la guerra.

Que ello no obstante, habiéndose argüido y hasta aceptado parcialmente, que todos aquellos precedentes se explican en un país que entiende la guerra con finalidades de expansión o en relación a las peculiaridades anglo-sajonas dominantes en su formación ético-racial, bien distintas a la tradición argentina o que resultan inaceptables a la luz de los principios de derecho público interno o internacional que ha adoptado la República Argentina, es bajo todo punto de vista indispensable hacerse cargo de tales fundamentos, con el objeto de esclarecer hasta donde sea posible la cuestión introducida al litigio y decidir en consecuencia, sobre la procedencia de la defensa explícitamente articulada.

Que a tales fines, conviene tener presente con carácter de consideración previa, que las corrientes doctrinarias que paulatinamente vienen reestructurando al Derecho Internacional, chocan entre sí, respecto a la primacía de esta gran rama del derecho público universal sobre el Derecho Constitucional interno, choque que enrola a las naciones y aun mismo a su derecho público interno en el grupo “monista” o del “internacionalismo puro” que reclama esa primacía, o en el grupo “dualista” o del “paralelismo jurídico” en que al desdoblarse los sistemas jurídicos, mantiene en el orden interno la supremacía de la Constitución local. Ahora bien, es evidente a través de las citas precedentes, que en los Estados Unidos todo indica que se han seguido los dictados de la teoría “monista”. De allí, entonces, que en los casos resueltos antes o después de las Enmiendas V y VI, se advierte la influencia de los conceptos antiguos o los derivados de los ultramodernos tratados que han rectificado las convenciones celebradas al iniciarse el presente siglo bajo el signo de mayor benignidad, dando paso así, al propósito de destruir al enemigo en todas las formas, con todos los medios y respecto a todos sus recursos humanos o materiales.

Que, en cuanto a la República Argentina y en un aspecto de generalización de principios, el orden interno se regula normalmente por las disposiciones constitucionales que ha adoptado y por lo tanto, manteniéndose en estado de paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese “en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución” (art. 27). Es decir, pues, que en tanto se trate de mantener la paz o afianzar el comercio con las potencias extranjeras, la República se conduce dentro de las orientaciones de la teoría “dualista”. Pero, cuando se penetra en el terreno de la guerra en causa propia —eventualidad no incluida y extraña por tanto a las reglas del art. 27— la cuestión se aparta de aquellos principios generales y coloca a la República y a su gobierno político, en el trance de cumplir los tratados internacionales con todo el rigorismo de que puedan estar animados. Y, si por la fuerza de las circunstancias cambiantes, ha suscripto tratados que pudieran ser o aparecer opuestos en ciertos puntos concernientes a la guerra con otros celebrados con anterioridad, es indudable de acuerdo a una conocida regla del propio derecho internacional, que los de última fecha han suspendido o denunciado implícitamente a los primeros; ese es, por otra parte, un acto de propia soberanía, que no puede ser enjuiciado de ninguna manera.

Que, subsidiariamente a lo dicho sobre este aspecto, es argumento incontrastable de rigurosa aplicación en estos autos, que la realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones de cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad, a cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción, el concepto medio de un período de tiempo en que la sociedad actuaba de manera distinta o no se enfrentaba a peligros de efectos catastróficos. La propia Constitución Argentina, que por algo se ha conceptuado como un instrumento político previsto de extrema flexibilidad para adaptarse a todos los tiempos y a todas las circunstancias futuras, no escapa a esa regla de ineludible hermenéutica constitucional, regla que no implica destruir las bases del orden interno preestablecido, sino por el contrario, defender la Constitución en el plano superior que abarca su perdurabilidad y la propia perdurabilidad del Estado Argentino para cuyo pacífico gobierno ha sido instituida.

Que por iguales razones, la Corte Federal de los Estados Unidos tiene particularmente dicho, que “No es admisible la réplica de que esta necesidad pública no fue comprendida o sospechada un siglo ha, ni insistir en que aquello que significó el precepto constitucional según el criterio de entonces, deba significar hoy según el criterio actual. Si se declarara que la Constitución significa hoy, lo que significó en el momento de su adopción, ello importaría decir que las grandes cláusulas de la Constitución deben confiarse a la interpretación que sus autores les habían dado, en las circunstancias y con las perspectivas de su tiempo, y ello expresaría su propia refutación. Para prevenirse contra tal concepto estrecho, fue que el Presidente de la Corte Mr. Marshall expresó la memorable lección: “No debemos olvidar jamás que es una Constitución lo que estamos interpretando (Mac culloch v. Maryland, 4 Wheat 316, 407), una Constitución destinada a resistir épocas futuras y consiguientemente a ser adaptable a las varias crisis de los asuntos humanos”. Cuando consideramos las palabras de la Constitución, dijo la Corte en Missouri v. Holland, 252 U.S. 416-433, debemos darnos cuenta que ellas dieron vida a un ser cuyo desarrollo no pudo ser previsto completamente por sus creadores mejor dotados…” (Citado en Fallos: tomo 172, págs. 54 y 55).

Que, por lo mismo, ha de entenderse que no obstante la terminología del art. 27 de la Constitución que evidentemente no aparece como rigiendo para el estado de guerra, todo derecho o garantía individual reconocida a los extranjeros incluidos en la categoría de beligerantes activos o pasivos, cede tanto a la suprema seguridad de la Nación como a las estipulaciones concertadas con los países aliados a la República. Nada contraría a ello, ni el derecho público interno que por lo demás no reconoce derechos absolutos y mucho menos atentatorios contra la independencia nacional, ni las prácticas o doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas o aquellas doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas o aquellas doctrinas fueron establecidas o elaboradas de acuerdo a las modalidades militares de su tiempo y que no pudieron prever las circunstancias futuras o las formas intensivas y demoledoras que habrían de adoptarse en las guerras venideras.

Que es en virtud de tales fundamentos, que el entonces gobierno de facto de la República, alcanzada por un flagelo que nunca conoció, no sólo pudo dictar el decreto-ley 6945/45 que declaró el estado de guerra con Alemania y el Japón, sino además, el decreto 7032 del mismo año y su coordinador N° 11.599/46, referidos estos últimos al régimen de la propiedad enemiga o presa terrestre, ya prevista en la Conferencia Interamericana de Méjico de febrero de 1945. Esos decretos son ley de la Nación, tanto por su origen de acuerdo a la doctrina sustentada recientemente por esta Corte Suprema, como por haber sido ratificados por las leyes 12.837 y 12.838 sancionadas por el Congreso reinstalado en el año 1946. Esas leyes, en suma, como asimismo los tratados internacionales igualmente ratificados y que hacen a la misma cuestión de fondo debatida en estos autos, constituyen ley suprema de la Nación a tenor de lo dispuesto en el art. 31 de la Constitución Nacional.

Que, por otra parte y siempre dentro de este mismo género de consideraciones, no podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta que no se trata en el caso del goce y colisión de derechos individuales entre particulares o en que únicamente media el interés privado frente a los poderes públicos. El estado de guerra presupone necesariamente un grave e inminente peligro para la Nación y nada ni nadie puede invocar un mejor derecho, cuando se está en presencia de la independencia, la soberanía y la seguridad interna y externa de la Nación. De no ser así y admitiendo que siempre, fatalmente siempre, hubiese de prevalecer el interés individual, la Constitución al desarmar y desarticular todas las defensas posibles de la República, se habría tornado un instrumento de disgregación nacional, lo que a todas luces es absurdo, ilógico y antinatural. Es por ello mismo que esta Corte tuvo ocasión de insistir sobre esta cuestión tan trascendental, cuando arribaba a la conclusión de que “no se concebiría la creación de un Gobierno Nacional con poderes limitados pero soberano, sin munirlo de los medios indispensables para defender su existencia y la del orden social y político que garantiza” (Fallos: 167, 142).

Que, en consecuencia, el Presidente de la República obrando dentro de las atribuciones que expresa e implícitamente le ha otorgado la Constitución sin limitación no contradicha por ninguna otra disposición aplicable en la especie, ha podido dirigir el estado de guerra en la forma y por los medios o con los efectos que ha creído más conveniente en resguardo de los elevados intereses de la Nación, sin que ello importe transgredir ninguna norma constitucional y sin que tampoco implique, por lo demás, el reconocimiento de un discrecionalismo ilimitado, pues nunca podría rayar en irresponsabilidad, en atención a lo prescripto en los arts. 45, 51 y 52 de la Constitución.

Que la parte actora se ha agraviado, igualmente, por considerar que el estado de guerra no había abierto las hostilidades reales, que la apropiación se resolvió después de la rendición incondicional de los países enemigos y, finalmente, que al abrogarse el Presidente de la República facultades judiciales, no sólo infringía el art. 95 de la Constitución, sino además, le privaba de la garantía de la libre defensa ante los jueces naturales encargados de tales funciones. Sobre el primer punto, es de observar, que si bien resulta cierta en el hecho la impugnación, tampoco es menos exacto que el peligro lo mismo existía en razón de que los recursos del enemigo concentrados en las filiales dependientes del control de aquellos países —a juicio del titular de los poderes de guerra— podían movilizarse dentro o fuera de la República en forma o modo que contribuyeran al desquiciamiento local o el de las naciones aliadas, sin perjuicio de poder ser repatriados para prolongar el estado de guerra o eludir al tiempo del restablecimiento de la paz, el cumplimiento de las reparaciones exigibles de acuerdo a las leyes y las costumbres de la guerra.

Que en cuanto al hecho de haberse dispuesto de los bienes de la recurrente después de la cesación de las hostilidades a causa de la rendición lograda, debe señalarse que independientemente de la obligatoriedad de proceder así por imperio de los tratados ratificados por el Gobierno Nacional, esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser atendible, en razón de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no haberse firmado la paz, causal esta que no reviste el carácter de un hecho notorio o de mero conocimiento, sino que se desprende de un expreso acto oficial del gobierno, cual es el decreto N° 10.002 del 7 de abril del corriente año, en el que como surge de los considerandos allí expuestos y lo que establece en sus artículos 3° y 4°, todos los efectos de la guerra declarada quedan diferidos hasta el restablecimiento de la paz. Cabe agregar, a mayor abundamiento, que la subsistencia de ese estado de guerra con todos los efectos directos o indirectos que ella provoca, ya ha sido reconocido por esta Corte Suprema, en el fallo publicado en el tomo 204, pág. 418.

Que en cuanto a la pretendida injerencia judicial del Presidente de la República en la desposesión y apropiación de los bienes tenidos por enemigos, corresponde recordar que, como reiteradamente lo tiene resuelto esta Corte, aquella prohibición se refiere exclusivamente al impedimento de intervenir en contiendas o causas legisladas por las leyes comunes civiles o penales (Fallos: 149, 175; 164, 345; 169, 256; 175, 182; 185, 251; 195, 220; 194, 494 y 564; etc.), que ninguna relación guarda con el ejercicio de las funciones privativas que le han sido expresamente confiadas, ya sea para hacer efectivas tanto la conducción de la guerra (art. 86 inc. 15 y 18; y Fallos: 149, 175; 175, 182) como las elementales medidas de defensa que el país pueda reclamar (Fallos: 164, 345) y sin que ese ejercicio implique comprometer ninguna de las garantías acordadas en el art. 18 de la Constitución (Fallos: 164, 345).

Que por lo tanto, no es del resorte del Poder Judicial juzgar y resolver sobre aquellas necesidades, los medios escogidos y la oportunidad en que pudieron o debieron ser realizados, desde el momento que el exclusivo poder autorizado para determinar sobre la procedencia o razonabilidad bélica de esas y otras medidas adoptadas en el curso del estado de guerra, es el mismo órgano de gobierno asistido de aquellas atribuciones insusceptible de ser calificadas como judiciales, y el único capacitado en funciones del manejo militar que ejerce o del conocimiento perfecto que tiene de poderosas y secretas razones militares o de entronque internacional referidas a la lucha entablada, para discernir sobre su conveniencia y oportunidad, razones estas que desconoce en absoluto el Poder Judicial y que con su intervención, obstaculizaría las operaciones de guerra en cualquiera de sus aspectos y alcances o la preparación de los acuerdos de paz.

Que en resumen de todo lo expuesto en los considerandos precedentes, se sigue la lógica consecuencia de que únicamente el Poder Ejecutivo de la Nación en actos propios del ejercicio de sus privativos poderes de guerra, es el que tuvo atribuciones suficientes para resolver sobre la calificación enemiga de la propiedad de la recurrente, el mayor o menor grado de vinculación o dependencia que podía mantener con las naciones en guerra, la efectividad y la gravedad que pudiera importar la penetración económica del enemigo, la eventualidad de proyectar la guerra sobre ese campo y por consiguiente, la conveniencia o necesidad de la vigilancia, control, incautación y disposición definitiva de los bienes, como asimismo, de la necesidad y urgencia de proceder en tal forma en la oportunidad que respectivamente adoptó cada una de esas medidas, todo ello sin obligación de recurrir previamente a los estrados judiciales o sin tener que afrentar ante estos últimos, juicio de responsabilidad civil propia o de la Nación por la comisión de aquellos actos.

Que estas conclusiones no obstan en modo alguno, a la posibilidad de que firmada que sea la paz definitiva, las partes alcanzadas por las medidas de desafectación que llegaron a adoptarse durante el estado de guerra declarada por el gobierno nacional en uso de sus atribuciones, y se consideraran agraviadas en el goce de los derechos que legítimamente les cupiere invocar, puedan intentar las acciones judiciales que más crean convenientes para reducir a sus justos límites los efectos producidos.

Por los fundamentos expresados y los concordantes del fallo de fs. 126, de acuerdo a lo dictaminado por el Sr. Procurador General, se confirma la sentencia apelada en cuanto ha podido ser materia del recurso extraordinario.—TOMÁS D. CASARES (en disidencia) — FELIPE S. PÉREZ — LUIS R. LONGHI — JUSTO L. ALVAREZ RODRÍGUEZ — RODOLFO G. VALENZUELA.

DISIDENCIA DEL SEÑOR PRESIDENTE DOCTOR — DON TOMÁS D. CASARES.

Considerando:

Que el recurso extraordinario se funda en la alegación de que el ejercicio de las facultades regladas por los decretos relativos a la vigilancia y disposición final de la propiedad enemiga, hecho por el P.E. en este caso, es violatorio del derecho de propiedad y de la garantía de la defensa. Refiérese que el P.E. dispuso por sí, con total exclusión de la actora y de la vía y los procedimientos judiciales, la liquidación, a raíz del retiro de la personería jurídica, de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P.E. había sometido a contralor, primero, y ocupado luego, alegando que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la Argentina estaba en guerra. Y como el interdicto con que la actora se proponía obtener el remedio de lo que considera un despojo, fue rechazado por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus anterioridades entre las cuales está la liquidación mencionada, constituyen ejercicio de poderes de guerra que por su naturaleza no pueden ser sometidos al juicio judicial, el rechazo comporta en realidad, según la recurrente, la consecuencia de privarla de su propiedad sin forma alguna de juicio, no obstante lo dispuesto en los arts. 17 y 18 de la Constitución.

Que la posesión amparada por los interdictos integra, sin duda alguna, el patrimonio de la actora y le alcanza, por consiguiente, la garantía del precepto constitucional citada cuya amplia comprensión ha reconocido esta Corte reiteradamente. Tanto más cuanto que si bien en el interdicto no ha de discutirse el derecho a poseer, así provenga de un inobjetable título de dominio, sino el hecho de la posesión es innecesario recordar cuan estrechamente relacionado con la propiedad hallase este hecho que constituye uno de sus efectos y es también un medio de llegar a obtenerla. La denegación de un interdicto puede, por consiguiente, dar lugar al recurso extraordinario, no por cierto cuando sólo se trate de su procedencia desde el punto de vista de las disposiciones civiles y procesales pertinentes, sino cuando, como en este caso, se funda en que la ocupación con la cual el P.E. ha excluido de la posesión al dueño de los bienes no puede ser cuestionada ante los jueces. Tal es la razón en cuya virtud esta Corte le declaró procedente a fs. 165, y de la cual se sigue su preciso alcance.

Que, en consecuencia, este recurso extraordinario tiene exclusivamente por objeto decidir si el ejercicio de los poderes de guerra hallase en todos los casos en que se trata de ellos, —con la sola excepción de los juicios de indemnización de daños determinados por las consecuencias de dicho ejercicio—, sustraído a la intervención de los jueces, pues esta es la conclusión de la sentencia apelada cuyo rechazo del interdicto tiene el alcance, demostrativo de que no se lo rechaza por razones concernientes al régimen propio de la acción posesoria instaurada, de cerrar también, la vía de la acción petitoria. Lo cual pone a su vez de manifiesto que la sentencia recurrida, no obstante corresponder a un juicio posesorio, afecta en lo sustancial el derecho de propiedad de que la recurrente sigue considerándose titular. En cuanto a que el amparo de la justicia, si hubiera de reconocerse la posibilidad de su procedencia, haya de acordarse en este caso mediante el interdicto deducido es, en cambio, cuestión de derecho común, procesal y de hecho, ajena, por consiguiente, al recurso extraordinario.

Que, como se dijo en el primer considerando, el P.E. decidió por acto propio y exclusivo tomar posesión de todos los bienes de la sociedad actora —a la cual había retirado la personería jurídica— y proceder a la liquidación mediante los órganos creados por el mismo a ese efecto, excluyendo a los representantes legales de la sociedad y a toda forma de intervención judicial. La medida y el modo de ejecutarla habrían obedecido a que estos bienes estaban al servicio de los países a los cuales la Argentina declaró la guerra en un acto por el cual contrajo al mismo tiempo obligaciones de aliada respecto a todas las demás naciones que la habían declarado con anterioridad.

Que los bienes a que se refiere el interdicto son inmuebles situados en territorio nacional y colocados, en consecuencia, bajo el orden jurídico del país.

Que se trata de saber si los poderes de guerra comprender con respecto al Poder Ejecutivo, la facultad no sólo de incautarse de ellos en cuanto lo requiere la conducción de la guerra, sino también la de convertir ese secuestro en apropiación definitiva, por sí y con exclusión, de la justicia, en oportunidad de la liquidación de los efectos o consecuencias de esta última.

Que sobre la existencia de poderes de guerra en el órgano del Estado que debe conducirla, no cabe discusión. No hay especial interés en determinar el precepto constitucional del cual emergen, pues se trata de potestades concurrentes a la existencia misma de la Nación, realidad preexistente a todo régimen positivo de organización institucional y llamada a sobrevivir a cualquiera de ellos. Los principios rectores de los poderes de guerra son anteriores a la Constitución. Tan innegable como la posible necesidad de tener que recurrir a la guerra es el derecho del Estado, puesto en el deber de recurrir, para hacer todo lo que lícitamente conduzca a la obtención del fin que la ha determinado.

El Estado que hace la guerra es juez en causa propia, como los individuos en los actos de defensa impuestos por la circunstancial imposibilidad de recurrir a una instancia y un amparo superiores. “El declarar la guerra forma parte del poder de jurisdicción y es acto de justicia vindicatoria, la cual es soberanamente necesaria en el Estado para la represión de los malhechores… El Soberano puede perseguir… al Estado extranjero que por el delito cometido queda bajo su autoridad. Si el Soberano de que se trata no tiene superior en lo temporal no puede pedirse justicia a otro juez” (Suarez, De Bello, sec. 2ª, n° 1).

Que el acto de autoridad y soberanía por el cual un país entra en guerra faculta y obliga a los órganos de gobierno que deben conducirla a realizar todo lo necesario, en cuanto no sea intrínsecamente ilícito, para quebrantar la hostilidad del enemigo, porque ese quebrantamiento es el requisito de la justicia en procura de la cual se ha llegado a esta “última ratio”. De tales poderes no cabe decir que su fuente y fundamento está en el art. 86, inc. 18, de la Const. Nacional. Considerado en sí mismo, este precepto no tiene otro objeto ni otro alcance que el de determinar el órgano de gobierno sobre el cual recae la responsabilidad de hacer la guerra. Lo dispuesto allí y en el inc. 22 del art. 67 sobre las patentes de corso y de represalia, aunque se admita que comprende las presas terrestres y que el tratado de París de 1856 no obsta al ejercicio de este medio de guerra, nada resuelve respecto a la cuestión aquí tratada. La guerra comporta, en principio, el derecho de apropiarse de ciertos bienes del enemigo, como se explicará más adelante, pero aquí se consideran los requisitos de la expropiación en determinadas circunstancias, requisitos que si han de cumplirse por parte del Gobierno Nacional cuando la incorporación al propio dominio es realizada por el mismo, con mayor razón tendrían que ser cumplidos por el particular, que mediante la patente respectiva hubiera recibido la autorización excepcional de efectuar represalias. Por eso ha podido observarse, como lo recuerda. J. V. González (Manual de la Constitución, pág. 507), que la facultad de reglamentar las presas más bien que accesoria del poder de guerra lo es del de establecer tribunales de justicia. El régimen de presas incluye, en el derecho de gentes, la existencia de una justicia ante la cual pueda debatirse la legitimidad del apresamiento. Además, aquí no se trata de la distinción entre presas marítimas y presas terrestres. El distinto régimen legal de la que aquí se invoca como provendría de que es terrestre, sino de que el apresamiento recae sobre bienes colocados bajo la autoridad de las leyes nacionales y, por consiguiente, aunque se trate de una apropiación justificada por el hecho extraordinario de la guerra, en cuanto comporta privación absoluta y definitiva de una propiedad regida por las leyes de la Nación tiene que consumársela de acuerdo con ellas, a diferencia de lo que sucede con el apresamiento en acción de guerra de lo que está fuera de los límites del país, en el cual se consuma en principio la desapropiación por el acto del apresamiento.

Que ni en los preceptos constitucionales aludidos ni en otro ninguno está la determinación de lo que importa para juzgar de los poderes de guerra en orden a lo que se debate en esta causa, a saber: cuáles habitantes del país regularmente radicados en él han de ser tenidos por enemigos en tiempo de guerra y qué puede hacerse con sus personas y sus bienes. Es que lo primero no puede ser objeto de definición legal, como no fuere refiriéndose tanto lógicamente al comportamiento hostil, pues el carácter hostil de una actitud depende de las más variadas e imprevisibles circunstancias. Y en cuanto a lo segundo, si se trata de personas y bienes que están bajo la autoridad y el orden jurídico del Estado enemigo, los poderes en cuestión tienen que comprender la facultad de proceder como lo impongan las también imprevisibles alternativas de la guerra, lo cual debe quedar librado a la autoridad inmediatamente responsable de su conducción. En la medida en que la guerra es lícita lo es, con respecto a la vida, la libertad y los bienes de los súbditos enemigos, todo lo requerido, en cada circunstancia mientras sea intrínsecamente lícito, para obtener los fines que la han determinado. Lo cual no quiere decir que todo lo del enemigo esté fuera de la ley. Cuando sea recurso directo o indirecto del Estado enemigo para hacer la guerra tiene que soportar las consecuencias de la condena pronunciada contra este último. Pero la declaración de guerra, —o el acto de hacerla para repeler una agresión, haya o no declaración formal— es, como quedó dicho, un acto de justicia; justicia hecha por la propia mano en ausencia de una instancia superior efectiva y operante, pero no con prescindencia de toda norma.

Y no se trata sólo de la ley internacional positiva que consta en los tratados. Si se tratara sólo de ella, en todo lo que no esté regido por los pactos vigentes la guerra sería un estado de cosas ajeno al derecho; pero ninguna especie de relación entre los hombres corresponde a la dignidad humana si no reconoce la eminencia de una ley que objetivamente y por sobre el mero arbitrio de cada una de las personas, —jurídicas o naturales— que entran en relación, determine conforme al bien común, lo que es de cada uno. Si no hubiera derecho donde no hay ley positiva sería inútil disertar sobre las facultades de los Estados en el proceso de la guerra; la cuestión se resolvería en los hechos, puesto que la medida de la facultad se confundiría en cada caso con la medida de la fuerza de quien la invoca y ejerce. No es otro el asiento del informulado derecho de gentes a que se alude en los arts. 102 de la Constitución Nacional, 1 y 21 de la ley 48, derecho este de mayor latitud y comprensión que cuanto sea materia positiva de los tratados. Y es la luz de la ley natural que se hace patente el sentido de la fórmula con la cual la Nación expresó alguna vez, por boca de sus autoridades, su subordinación a la justicia a raíz de una guerra victoriosa: “la victoria no da derechos”. Lo que con ella se obtiene es la efectiva posibilidad de su ejercicio mediante la reparación del agravio que lo obstaba (Vitoria, de los indios, Relec. 2da. 13; Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, lib. II, cáp. 1°, párr. I). Sólo es de veras victoria la que comporta la victoria de un derecho; pero los derechos para cuya defensa se va a la guerra no constan sino muy rara vez en normas positivas.

Que de esta sujeción de la guerra, —acto de enjuiciamiento—, a la ley natural, síguese la obligación de subordinar al orden jurídico positivo interno la ejecución de lo que el Estado en guerra haya de hacer con las personas y los bienes que se encuentren bajo la fe de su derecho nacional. Porque la guerra no está sobre toda ley, el Estado que la hace no puede considerarse con motivo y en ocasión de ella, relevado de las subordinaciones que su propio orden jurídico, instaurado para regir en toda circunstancia, impone a sus facultades respecto a las personas y los bienes que antes de iniciarse el estado bélico habían sido acogidas por el imperio de su jurisdicción. Al hacer la guerra el Estado asume posición y responsabilidad de juez, y lo que pueda hacer, —sin comprometer la suerte de la guerra—, mediante sus propias y ordinarias instituciones, debe hacerlo para el afianzamiento de la justicia que con ella se procura.

Que la cuestión se ha hecho, sin embargo, extremadamente difícil porque en la guerra total contemporánea parece que se tendiera a considerar justificado cuanto favorezca no sólo a la derrota del enemigo sino su aniquilamiento en todos los órdenes y por todos los medios. Y como el medio empleado en la defensa propia tiene que poder llegar hasta donde sea preciso para adecuarse a la agresión, las naciones que se propongan no comportarse en la guerra con menos justicia que en la paz pueden hallarse ante casos límites en orden a la legitimidad de ciertos medios que sean, sin embargo, los únicos de eficacia proporcionada a la especie y magnitud de los que emplea el enemigo. El fin no justifica los medios, pero la licitud o ilicitud de cada medio puede depender de las particulares circunstancias, buena parte de las cuales proviene de situaciones creadas por el comportamiento del enemigo. Además, la faz económica de las guerras ha adquirido importancia extraordinaria a causa, por una parte, de la tendencia recordada a hacer de la guerra un medio de aniquilamiento total del país enemigo, y, por otra, de la existencia de poderes económicos superiores, a veces, de hecho, a los de la legítima autoridad de los países en que actúan y con posibilidades, además, de anónima influencia internacional. Y por fin, la economía contemporánea y el crecimiento de las funciones del Estado favorece la disimulación de lo que pertenece al Estado enemigo o está bajo una potestad suya equivalente al dominio formal. Ya hace más de un siglo que se dijo no ser imaginable nada parecido a una guerra para los ejércitos y una simultánea paz para el comercio.

Que de todo ello se sigue deben ser muy amplias y muy ágiles las facultades del Poder Ejecutivo, responsable inmediato de la conducción de la guerra, con respecto a la vigilancia de la vida económica en el país durante aquélla, y a la determinación de lo que en ella ha de tratarse como propiedad del enemigo. Pero si se ha de considerar que el orden jurídico nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de la guerra, puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el orden del derecho, hay que distinguir las facultades de contralor, vigilancia y ocupación o secuestro, y aun las de disposición, determinadas por exigencias del esfuerzo bélico, de la desapropiación definitiva. El ejercicio de las primeras sin intervención ni recurso judicial directo no comporta violación de la propiedad en las excepcionales circunstancias de una guerra, porque de las necesidades de la defensa nacional durante ella debe juzgar sin apelación quien la tiene a su cargo y es responsable inmediato de su consumación. De la eficacia de la defensa depende que el país salve y afiance los beneficios de su orden, y entre ellos la inviolabilidad de la propiedad. Sería, pues, contradictorio oponer esta garantía al ejercicio eficaz de poderes de guerra sin el cual aquélla podría perecer junto con la totalidad del orden nacional. Por lo demás, la inviolabilidad de la propiedad consiste, substancialmente, en que nadie sea privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley. Mientras no se trate de actos de apropiación definitiva, es el uso y goce de la propiedad lo que se halla en juego en las circunstancias de que se está tratando, y si ello sufre accidental restricción conforme a las normas legales de emergencia, la sufre en resguardo de la substancia del derecho aludido mediante la defensa del primero de los bienes comunes que es la integridad de la Nación. Esta es la eventualidad contemplada en el art. 2512 del Cód. Civil. Sólo que en dicho precepto se contempla esta posibilidad respecto a bienes de los que la autoridad necesite servirse para los fines de la guerra y aquí se trata de prevenir o neutralizar la acción hostil susceptible de ser realizada con determinados bienes que, no obstante hallarse en jurisdicción nacional y bajo el régimen y el amparo de las leyes argentinas, haya motivos para presumir que están directa o indirectamente al servicio del enemigo. Por eso aquella ocupación da lugar a resarcimiento y esta última puede no darlo.

Que otros son los términos del problema cuando se trata de actos de disposición con prescindencia de la justicia y de los dueños de los bienes que se liquidan, ello ocurre una vez concluidas las hostilidades y no concierne, por consiguiente, a la conducción de la guerra. Sólo en calidad de dueño estaría facultado el P.E. para proceder en tal caso con exclusión de la justicia y de quienes, según las leyes bajo las cuales háyanse los bienes de que se trate, son sus dueños. Pero de la propiedad sólo puede privarse a su dueño “en virtud de sentencia fundada en ley” (art. 17 de la Constitución).

Que por lo mismo la subsistencia del estado jurídico de guerra mientras no se firmen los tratados de paz, reconocida expresamente en Fallos: tomo 204 página 418, no influye para nada en este punto. Con la desapropiación definitiva no se acrecientan ni perfeccionan, en una palabra, no se modifican de hecho en lo más mínimo las medidas de precaución y seguridad que el P.E. haya considerado indispensable tomar con respecto a esos mismos bienes en razón de la subsistencia del estado de guerra y no obstante la cesación de las hostilidades a raíz de la rendición incondicional del enemigo. Y ya se ha dicho que este pronunciamiento no tiene más alcance que el de desconocer el derecho, atribuido al P.E. en la sentencia apelada, de considerarse definitiva e irrevisablemente dueño de los bienes, por él ocupados, de los cuales se trata en estos autos, sin haber dado a sus propietarios oportunidad de controvertir ante los jueces los hechos y razones en cuya virtud el P.E. considera que le asiste el derecho de apropiación. Vale decir, que con ello no se interfiere en el ejercicio de las facultades de vigilancia y ocupación que son propias del P.E. durante el estado de guerra.

Que estas mismas razones explican que tampoco hagan variar los términos de la cuestión, los tratados internacionales que la Nación tenga concluidos respecto al destino de estos bienes, pues es obvio que en ellos no se decide, ni se podía decidir, cuales eran determinadamente los bienes de que sus dueños habían de ser desapropiados. Porque una de dos: o esa desapropiación es acto de justicia, y entonces, como se acaba de expresar, las razones y los hechos que la justifican deben poderse controvertir ante los jueces, porque la privación de la propiedad tiene que ser sancionada por sentencia para ser lícita (art. 17 de la Constitución), o puede ser acto de arbitrio del legislador que aprueba y perfecciona los tratados (art. 67 de la Constitución), pero entonces ello querría decir que hay casos en que se puede privar de la propiedad sin sentencia y que hay leyes que pueden estar por encima de la Constitución y quedar substraídos al contralor de su constitucionalidad. No, la Nación no se compromete nunca sino a lo que en justicia puede hacer. Esta es una condición sobreentendida en toda relación jurídica verdaderamente tal, lo que los compromisos internacionales de que se trata quieren decir es que la Nación hará lo que en ellos se establece con todos aquellos bienes cuya desapropiación esté justificada, es decir, pueda consumarse en justicia.

Que no cabe invocar el enjuiciamiento que la guerra comporta, para considerar cumplido lo que el principio constitucional exige. No se trata de necesidades de la guerra sino de la liquidación de sus efectos. Y de una liquidación a realizarse con la desapropiación de bienes regidos por las leyes nacionales. La ley de la guerra justifica en principio desapropiaciones de esta especie, pero en las circunstancias de que se ha hecho mención los derechos cuya extinción sería causada por ella, tienen que poderse confrontar con el que invoca el Poder Ejecutivo, del modo y ante la autoridad que las instituciones del país han establecido para dar a cada uno lo suyo cuando hay contradicción sobre los derechos que se invocan. Lejos de comportar extralimitación de atribuciones por parte de la autoridad judicial, esto es la consecuencia necesaria del principio a que obedece la delimitación de las funciones propias de cada uno de los poderes que constituyen el Gobierno de la Nación. La integridad del orden jurídico nacional exige que este efecto extremo de la guerra en el régimen de la propiedad consistente en la desaprobación resarcitoria con los actos de disposición final que pueden seguírsele, no se consume con respecto a bienes colocados bajo dicho orden, o para decirlo con la enérgica expresión de Hamilton “existentes al amparo de la fe acordada a las leyes del propio país”, sin la garantía del amparo judicial establecido para el afianzamiento de la justicia, que es, por cierto, el mismo fin procurado con la guerra. Substraída la desapropiación a dicha garantía en las circunstancias explicadas hay violación de la propiedad y de la defensa.

Que la posibilidad de una demanda de indemnización si se probase que lo que el Gobierno Nacional considera propio no era ni directa ni indirectamente propiedad del enemigo ni había estado a su servicio, no remedia la violación constitucional cuando los fines procurados con la desapropiación no requieren en ese momento que se lo consume por acto privativo del P.E., pues se trata de liquidar los efectos de una guerra que, si bien no ha tenido fin jurídico mediante los pertinentes tratados de paz, ha concluido de hecho, como esfuerzo bélico, indiscutiblemente. No la remedia porque la indemnización equivale a la propiedad monetariamente, pero la propiedad no es sólo un valor económico; comprende, desde el punto de vista de lo que representa para la condición del hombre en sociedad, —y en ello está la razón de ser primera de este derecho—, valores insusceptibles de traducción económica. Es indispensable recurrir a esta última cuando hay derecho a privar a alguien de su propiedad, —como en la expropiación por causa de utilidad pública—, cuando extremas necesidades públicas han impuesto su impostergable destrucción (art. 2512 del Cód. Civil), o cuando el menoscabo ilegítimo de ella se ha consumado; pero un régimen institucional y social entre cuyos fundamentos está la propiedad, antes que asegurar el resarcimiento, debe procurar, en cuanto sea posible, que el menoscabo del derecho no se consume.

Que los decretos por los cuales se rigen los actos de vigilancia y disposición de la propiedad enemiga (110.790/42; 122.712/42; 30.301/44; 7032/45; 7035/45; 7760/45; 10.935/45; 11.599/46), de los que tienen particular relación con esta causa los Nos. 7032-7035-10.935 y 11.599, no acuerdan en ningún caso intervención ni recurso judicial alguno. Si este silencio no debe interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto concierne a los actos de la autoridad creada por ellos, síguese de todo lo expuesto que si no los decretos mismos la interpretación de ellos que la excluye sería inconstitucional (Fallos: 176, 339; 186, 353). Si implican positivamente la exclusión aludida, en cuanto la impliquen en las actuales circunstancias y la comporten hasta respecto a la desapropiación definitiva, los decretos aludidos son violatorios de los arts. 17 y 18 de los arts. 17 y 18 de la Const. Nacional.

Que la sentencia apelada alude a una presunción, derivada de ciertos antecedentes mencionados en la misma, según la cual los bienes a que este juicio se refiere eran propiedad enemiga. Pero sólo se trata de una referencia accidental que no constituye fundamento propio de lo decidido. Lo prueba, por de pronto, la redacción del pasaje respectivo —”todo hace presumir que la actora se encontraba económicamente vinculada y bajo la dependencia del enemigo” (fs. 128)—, pero sobre todo lo demuestra la integridad de la argumentación dirigida por completo a sostener la improcedencia de la intervención judicial en la ejecución de cualesquiera medidas de disposición tomadas por la junta bajo cuya autoridad hállase la propiedad enemiga en el régimen de los decretos que se acaban de citar.

Que, en síntesis, la definitiva apropiación por parte del Estado Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a una Nación enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se hallan en el país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse sin violación de las garantías constitucionales, como no sea dando a quienes por las leyes nacionales son dueños de ellos, posibilidad de debatir judicialmente la calificación en virtud de la cual el Estado se considera con derecho de apropiación a su respecto. Esta conclusión impone la revocatoria de la sentencia en lo que ha sido materia del recurso conforme a lo expresado en el considerando 3°, donde se determinó el alcance de este último. Deben, por tanto, volver los autos a la Cámara para que, en vista de este pronunciamiento decida si en las circunstancias de esta causa y habida cuenta de la naturaleza jurídica de la acción promovida, ésta es o no procedente, con el alcance propio de las sentencias en juicios de esta especie, cual es dejar abierto el camino de la acción petitoria, si el interdicto es rechazado, o, si se hiciera lugar a él, la vía, para el Estado Argentino, del juicio ordinario pertinente para requerir que se sancione con regularidad constitucional la privación de la propiedad de que se trata en virtud del derecho de apropiación emergente de la guerra invocado por él.

Por tanto se revoca la sentencia apelada en cuanto ha sido materia del recurso, debiendo volver los autos a la Cámara para que visto este pronunciamiento falle de nuevo la causa con el alcance determinado en el último considerando. —Tomás D. Casares.

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