Consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia (África Sudoccidental) a pesar de la Resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad
Opinión Consultiva
21 de junio de 1971
Presidente: Sir Muhammad Zafrulla Khan;
Vicepresidente: Ammoun;
Jueces: Sir Gerald Fitzmaurice, Padilla Nervo, Forster, Gros, Bengzon, Petren, Lachs, Onyeama, Dillard, Ignacio-Pinto, de Castro, Morozov, Jimenez de Arechaga
[p16]
Relativa a las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia (África Sudoccidental), no obstante la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad,
1971 21 Junio Lista General No. 53[p17]
El Tribunal,
compuesto como arriba,
emite la siguiente Opinión Consultiva:
1. La cuestión sobre la que se ha solicitado la Opinión Consultiva de la Corte fue planteada a la Corte mediante una carta fechada el 29 de julio de 1970, presentada en Secretaría el 10 de agosto, y dirigida por el Secretario General de las Naciones Unidas al Presidente de la Corte. En su carta, el Secretario General informaba a la Corte de que, mediante la resolución 284 (1970) adoptada el 29 de julio de 1970, cuyas copias auténticas certificadas de los textos inglés y francés fueron transmitidas con su carta, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas había decidido someter a la Corte, con la solicitud de una Opinión Consultiva que sería transmitida al Consejo de Seguridad en fecha próxima, la cuestión enunciada en la resolución, que estaba redactada en los términos siguientes
“El Consejo de Seguridad,
Reafirmando la responsabilidad especial de las Naciones Unidas con respecto al territorio y al pueblo de Namibia,
Recordando la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad sobre la cuestión de Namibia,
Tomando nota del informe y recomendaciones presentados por el Subcomité Ad Hoc establecido en cumplimiento de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad,
Tomando nota además de la recomendación del Subcomité Ad Hoc sobre la posibilidad de solicitar una opinión consultiva a la Corte Internacional de Justicia,
Considerando que una opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia sería de utilidad para el Consejo de Seguridad en su ulterior examen de la cuestión de Namibia y para el logro de los objetivos que el Consejo persigue
1. Decide presentar, de conformidad con el párrafo 1 del Artículo 96 de la Carta, la siguiente pregunta a la Corte Internacional de Justicia con la solicitud de una opinión consultiva que se transmitirá al Consejo de Seguridad en fecha próxima:
“¿Cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, a pesar de la resolución 276(1970) del Consejo de Seguridad?
2. Pide al Secretario General que transmita la presente resolución a la Corte Internacional de Justicia, de conformidad con el artículo 65 del Estatuto de la Corte, acompañada de todos los documentos que puedan arrojar luz sobre la cuestión.”
2. El 5 de agosto de 1970, es decir, después del envío de la carta del Secretario General pero antes de su recepción por la Secretaría, los textos inglés y francés de la resolución 284 (1970) del Consejo de Seguridad fueron comunicados al Presidente de la Corte por telegrama de la Secretaría de las Naciones Unidas. El Presidente decidió entonces que los Estados Miembros de las Naciones Unidas podían proporcionar información sobre la cuestión, de conformidad con el párrafo 2 del artículo 66 del Estatuto, y mediante Providencia de 5 de agosto de 1970, el Presidente fijó el 23 de septiembre de 1970 como plazo dentro del cual la Corte estaría dispuesta a recibir sus declaraciones escritas. El mismo día, el Secretario envió a los Estados Miembros de las Naciones Unidas la comunicación especial y directa prevista en el artículo 66 del Estatuto.
3. La notificación de la solicitud de opinión consultiva, prescrita en el párrafo 1 del artículo 66 del Estatuto, fue entregada por el Secretario a todos los Estados con derecho a comparecer ante la Corte mediante carta de 14 de agosto de 1970.
4. El 21 de agosto de 1970, el Presidente decidió que, además de los Estados Miembros de las Naciones Unidas, los Estados no miembros facultados para comparecer ante la Corte también podían proporcionar información sobre la cuestión. El mismo día, el Secretario envió a dichos Estados la comunicación especial y directa prevista en el artículo 66 del Estatuto.
5. El 24 de agosto de 1970, el Secretario recibió una carta del Secretario de Asuntos Exteriores de Sudáfrica, por la que el Gobierno de Sudáfrica, por las razones expuestas en la misma, solicitaba la prórroga hasta el 31 de enero de 1971 del plazo para la presentación de una exposición escrita. El Presidente del Tribunal, mediante Providencia de 28 de agosto de 1970, prorrogó el plazo para la presentación de escritos hasta el 19 de noviembre de 1970.
6. El Secretario General de las Naciones Unidas, en dos plazos, y los Estados siguientes presentaron a la Corte declaraciones escritas o cartas exponiendo sus puntos de vista: Checoslovaquia, Estados Unidos de América, Finlandia, Francia, Hungría, India, Nigeria, Países Bajos, Pakistán, Polonia, Sudáfrica y Yugoslavia. Copias de estas comunicaciones fueron transmitidas a todos los Estados con derecho a comparecer ante la Corte, así como al Secretario General de las Naciones Unidas, y, en cumplimiento de los artículos 44, párrafo 3, y 82, párrafo 1, del Reglamento de la Corte, fueron puestas a disposición del público a partir del 5 de febrero de 1971.
7. El Secretario General de las Naciones Unidas, en cumplimiento del artículo 65, párrafo 2, del Estatuto, transmitió a la Corte un expediente de documentos susceptibles de arrojar luz sobre la cuestión, junto con una Nota Introductoria; estos documentos fueron recibidos en la Secretaría por entregas entre el 5 de noviembre y el 29 de diciembre de 1970.
8. Antes de celebrar sesiones públicas para oír las declaraciones orales de conformidad con el artículo 66, párrafo 2, del Estatuto, el Tribunal debió resolver previamente dos cuestiones relativas a su composición para el procedimiento ulterior.
9. En su escrito, presentado el 19 de noviembre de 1970, el Gobierno de Sudáfrica se había opuesto a la participación de tres Miembros de la Corte en el procedimiento. Sus objeciones se basaban en las declaraciones efectuadas u otras participaciones de los Miembros en cuestión, en su calidad anterior de representantes de sus Gobiernos, en órganos de las Naciones Unidas que se ocupaban de asuntos relacionados con el África Sudoccidental. El Tribunal estudió detenidamente las objeciones planteadas por el Gobierno de Sudáfrica, examinando cada caso por separado. En cada uno de ellos, el Tribunal llegó a la conclusión de que la participación del Miembro en cuestión en su antigua calidad de representante de su Gobierno, a la que se opuso el Gobierno sudafricano en su declaración escrita, no daba lugar a la aplicación del párrafo 2 del artículo 17 del Estatuto del Tribunal. Al dictar la Providencia No. 2 de 26 de enero de 1971, la Corte no encontró razón alguna para apartarse, en el presente procedimiento consultivo, de la decisión adoptada por la Corte en la Providencia de 18 de marzo de 1965 en los asuntos del África Sudoccidental (Etiopía c. Sudáfrica; Liberia c. Sudáfrica), después de oír las mismas alegaciones que ahora ha formulado el Gobierno de Sudáfrica. Al decidir sobre las otras dos objeciones, el Tribunal [p 19] tomó en consideración que las actividades en los órganos de las Naciones Unidas de los Miembros en cuestión, antes de su elección al Tribunal, y a las que se hace referencia en la declaración escrita del Gobierno de Sudáfrica, no proporcionan motivos para tratar estas objeciones de forma diferente a las planteadas en la solicitud a la que el Tribunal decidió no acceder en 1965, decisión confirmada por su Providencia núm. 2 de 26 de enero de 1971. Con referencia a la Providencia núm. 3 de la misma fecha, el Tribunal también tomó en consideración una circunstancia sobre la que se llamó su atención, aunque no se mencionó en la declaración escrita del Gobierno de Sudáfrica, a saber, la participación del Miembro en cuestión, antes de su elección al Tribunal, en la formulación de la resolución 246 (1968) del Consejo de Seguridad, que se refería al juicio en Pretoria de treinta y siete sudafricanos y que en su preámbulo tenía en cuenta la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General. El Tribunal consideró que esta participación del Miembro afectado en los trabajos de las Naciones Unidas, como representante de su Gobierno, no justificaba una conclusión diferente de la ya alcanzada en relación con las objeciones formuladas por el Gobierno de Sudáfrica. También deben tenerse en cuenta a este respecto los precedentes establecidos por el presente Tribunal y por el Tribunal Permanente en los que los jueces se pronunciaron en determinados asuntos a pesar de que habían participado en la formulación de los textos cuya interpretación se solicitaba al Tribunal. (P.C.I.J., Serie A, No. 1, p. 11; P.C.I.J., Serie C, No. 84, p. 535; P.C.I.J., Serie E, No. 4, p. 270; P.C.I.J., Serie E, No. 8, p. 251.) Tras deliberar, el Tribunal decidió, mediante tres Providencias de 26 de enero de 1971, hechas públicas en esa fecha, no acceder a las objeciones que se habían planteado.
10. Mediante carta del Secretario de Asuntos Exteriores de 13 de noviembre de 1970, el Gobierno de Sudáfrica solicitó el nombramiento de un juez ad hoc para participar en el procedimiento, de conformidad con el párrafo 2 del artículo 31 del Estatuto de la Corte. La Corte decidió, de conformidad con los términos del artículo 46 del Estatuto de la Corte, oír las alegaciones de Sudáfrica sobre este punto a puerta cerrada, y a tal efecto se celebró el 27 de enero de 1971 una audiencia a puerta cerrada, en la que también estuvieron presentes representantes de la India, los Países Bajos, Nigeria y los Estados Unidos de América.
11. Mediante Providencia de 29 de enero de 1971, el Tribunal decidió rechazar la solicitud del Gobierno de Sudáfrica. Posteriormente, el Tribunal decidió que el acta de la audiencia a puerta cerrada debía ser accesible al público.
12. El 29 de enero de 1971, el Tribunal decidió, a petición de la Organización para la Unidad Africana, que era probable que dicha Organización pudiera también proporcionar información sobre la cuestión sometida al Tribunal y que, por consiguiente, el Tribunal estaría dispuesto a oír una declaración oral en nombre de la Organización.
13. Los Estados con derecho a comparecer ante la Corte habían sido informados por el Secretario, el 27 de noviembre de 1970, de que el procedimiento oral en el caso se iniciaría probablemente a principios de febrero de 1971. El 4 de febrero de 1971 se notificó a los Estados que habían manifestado su intención de hacer declaraciones orales, así como al Secretario General de las Naciones Unidas y a la Organización de la Unidad Africana, que se había fijado el 8 de febrero como fecha de apertura. En 23 sesiones públicas celebradas entre el 8 de febrero y el 17 de marzo de 1971, formularon declaraciones orales ante la Corte los siguientes representantes: [p 20]
por el Secretario General de las Naciones
Naciones Unidas: Sr. C. A. Stavropoulos, Secretario General Adjunto, Asesor Jurídico de las Naciones Unidas, y Sr. D. B. H. Vickers, Oficial Jurídico Superior, Oficina de Asuntos Jurídicos;
Por Finlandia: Sr. E. J. S. Castrén, Profesor de Derecho Internacional en la Universidad de Helsinki;
Por la Organización de la
Unidad Africana: Sr. T. O. Elias, Fiscal General y Comisionado de Justicia de Nigeria;
por la India: Sr. M. C. Chagla, M.P., Ex Ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de la India;
por los Países Bajos: Sr. W. Riphagen, Asesor Jurídico del Ministerio de Asuntos Exteriores;
por Nigeria: Sr. T. O. Elias, Fiscal General y Comisario de Justicia;
por Pakistán: Sr. S. S. Pirzada, S.Pk., Fiscal General de Pakistán;
por Sudáfrica: Sr. J. D. Viall, Asesor Jurídico del Ministerio de Asuntos Exteriores,
Sr. D. P. de Villiers, S.C., Abogado del Tribunal Supremo de Sudáfrica,
Sr. E. M. Grosskopf, S.C., Miembro del Colegio de Abogados de Sudáfrica,
Sr. H. J. O. van Heerden, Miembro del Colegio de Abogados de Sudáfrica,
Sr. R. F. Botha, Abogado sudafricano,
Sr. M. Wiechers, Profesor de Derecho en la
Universidad de Sudáfrica;
por la República de Vietnam Sr. Le Tai Trien, Fiscal General, Tribunal Supremo de Vietnam.
Tribunal Supremo de Vietnam;
por los Estados Unidos de
Unidos de América: Sr. J. R. Stevenson, Asesor Jurídico,
Departamento de Estado.
14. Antes de la apertura de las sesiones públicas, el Tribunal decidió examinar en primer lugar ciertas observaciones formuladas por el Gobierno de Sudáfrica en su declaración escrita, y en una carta de fecha 14 de enero de 1971, en apoyo de su alegación de que el Tribunal debería declinar emitir una opinión consultiva.
15. Al abrirse las sesiones públicas el 8 de febrero de 1971, el Presidente del Tribunal anunció que el Tribunal había llegado a una decisión unánime al respecto. El fondo de la presentación del Gobierno de Sudáfrica y la decisión del Tribunal se tratan en los párrafos 28 y 29 de la Opinión Consultiva, infra.
16. Por carta de 27 de enero de 1971, el Gobierno de Sudáfrica había presentado a la Corte una propuesta relativa a la celebración de un plebiscito en el Territorio de Namibia (África Sudoccidental), y esta propuesta fue elaborada en otra carta de 6 de febrero de 1971, en la que se explicaba que el plebiscito debía determinar si era el deseo de los habitantes “que el Territorio siguiera siendo administrado por el Gobierno de Sudáfrica o que en lo sucesivo fuera administrado por las Naciones Unidas”[p 21].
17. En la audiencia del 5 de marzo de 1971, el representante de Sudáfrica explicó más detalladamente la posición de su Gobierno con respecto al plebiscito propuesto, e indicó que su Gobierno consideraba necesario aportar pruebas considerables sobre las cuestiones de hecho que consideraba subyacentes a la cuestión sometida al Tribunal. Al término de la vista, el 17 de marzo de 1971, el Presidente hizo la siguiente declaración:
“La Corte ha examinado la solicitud presentada por el representante de Sudáfrica en su carta de 6 de febrero de 1971 de que se celebre un plebiscito en el Territorio de Namibia (África Sudoccidental) bajo la supervisión conjunta de la Corte y del Gobierno de la República de Sudáfrica.
El Tribunal no puede pronunciarse sobre esta petición en la fase actual sin anticipar, o parecer anticipar, su decisión sobre una o más de las cuestiones principales que ahora tiene ante sí. En consecuencia, el Tribunal debe aplazar su respuesta a esta solicitud hasta una fecha posterior.
El Tribunal también ha tenido en consideración el deseo del Gobierno de la República de proporcionar al Tribunal más material fáctico relativo a la situación en Namibia (suroeste de África). Sin embargo, hasta que el Tribunal no haya podido examinar en primer lugar algunas de las cuestiones jurídicas que, en cualquier caso, deben ser tratadas, no estará en condiciones de determinar si necesita material adicional sobre los hechos. En consecuencia, el Tribunal de Justicia debe aplazar también su decisión sobre esta cuestión.
Si, en cualquier momento, el Tribunal se encontrara en la necesidad de argumentos o información adicional, sobre estos o cualquier otro asunto, lo notificará a los gobiernos y organizaciones cuyos representantes han participado en las audiencias orales.”
18. El 14 de mayo de 1971, el Presidente envió la siguiente carta a los representantes del Secretario General, de la Organización de la Unidad Africana y de los Estados que habían participado en las vistas orales:
“Tengo el honor de referirme a la declaración que hice al final de la audiencia oral sobre el procedimiento consultivo relativo al Territorio de Namibia (África Sudoccidental) el pasado 17 de marzo. . . en el sentido de que el Tribunal consideraba apropiado aplazar hasta una fecha posterior su decisión sobre las solicitudes del Gobierno de la República de Sudáfrica (a) para la celebración en dicho Territorio de un plebiscito bajo la supervisión conjunta del Tribunal y del Gobierno de la República; y (b) para que se le permitiera suministrar al Tribunal material fáctico adicional relativo a la situación en dicho Territorio.
Tengo ahora el honor de informarle de que el Tribunal, tras examinar el asunto, no se encuentra necesitado de más argumentos o información, y ha decidido rechazar ambas peticiones.”
***
19. Antes de examinar el fondo de la cuestión que se le ha sometido, el Tribunal de Justicia debe examinar las objeciones que se le han formulado.
20. El Gobierno de Sudáfrica ha alegado que, por varias razones, la resolución 284 (1970) del Consejo de Seguridad, en la que se solicitaba [p 22] la opinión consultiva de la Corte, no es válida y que, por lo tanto, la Corte no es competente para emitirla. Una resolución de un órgano debidamente constituido de las Naciones Unidas, aprobada de conformidad con el reglamento de dicho órgano y declarada así por su Presidente, debe presumirse válidamente adoptada. No obstante, dado que en este caso las objeciones formuladas se refieren a la competencia del Tribunal de Justicia, éste procederá a examinarlas.
21. 21. La primera objeción consiste en que en la votación de la resolución dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad se abstuvieron. Se alega que, en consecuencia, la resolución no fue adoptada por el voto afirmativo de nueve miembros, incluidos los votos concurrentes de los miembros permanentes, como exige el artículo 27, párrafo 3, de la Carta de las Naciones Unidas.
22. Sin embargo, las deliberaciones del Consejo de Seguridad, que se extienden durante un largo período, aportan abundantes pruebas de que las decisiones presidenciales y las posiciones adoptadas por los miembros del Consejo, en particular sus miembros permanentes, han interpretado de manera constante y uniforme que la práctica de la abstención voluntaria de un miembro permanente no constituye un impedimento para la adopción de resoluciones. Al abstenerse, un miembro no manifiesta su objeción a la aprobación de lo que se propone; para impedir la adopción de una resolución que requiere la unanimidad de los miembros permanentes, un miembro permanente sólo tiene que emitir un voto negativo. Este procedimiento seguido por el Consejo de Seguridad, que se ha mantenido sin cambios tras la modificación en 1965 del artículo 27 de la Carta, ha sido generalmente aceptado por los Miembros de las Naciones Unidas y constituye una práctica general de esta Organización.
23. El Gobierno de Sudáfrica también ha alegado que, dado que la cuestión se refiere a una controversia entre Sudáfrica y otros Miembros de las Naciones Unidas, Sudáfrica, como Miembro de las Naciones Unidas, no miembro del Consejo de Seguridad y parte en una controversia, debería haber sido invitada, en virtud del artículo 32 de la Carta, a participar, sin voto, en la discusión relativa a la misma. Sostuvo además que debería haberse cumplido la salvedad que figura al final del párrafo 3 del Artículo 27 de la Carta, por la que se exige a los miembros del Consejo de Seguridad que son partes en una controversia que se abstengan de votar.
24. El texto del artículo 32 de la Carta es imperativo, pero la cuestión de si el Consejo de Seguridad debe cursar una invitación de conformidad con dicha disposición depende de si ha determinado que el asunto sometido a su consideración tiene carácter de controversia. A falta de tal determinación, el artículo 32 de la Carta no es aplicable.
25. La cuestión de Namibia se incluyó en el orden del día del Consejo de Seguridad como una “situación” y no como una “controversia”. Ningún Estado miembro hizo sugerencia o propuesta alguna de que la cuestión se examinara como controversia, aunque se notificó debidamente la inclusión de la cuestión [p 23] en el orden del día del Consejo de Seguridad bajo el título “Situación en Namibia”. Si el Gobierno de Sudáfrica hubiera considerado que la cuestión debería haber sido tratada en el Consejo de Seguridad como una disputa, debería haber llamado la atención del Consejo sobre ese aspecto del asunto. Al no haber planteado la cuestión en el momento oportuno en el foro adecuado, no puede plantearla ante el Tribunal en esta fase.
26. Una respuesta similar debe darse a la objeción conexa basada en la salvedad del apartado 3 del artículo 27 de la Carta. Esta salvedad también requiere para su aplicación la determinación previa por el Consejo de Seguridad de que existe una controversia y de que determinados miembros del Consejo están implicados como partes en dicha controversia.
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27. Con carácter subsidiario, el Gobierno de Sudáfrica ha alegado que, aunque el Tribunal de Justicia fuera competente para emitir el dictamen solicitado, debería, no obstante, por una cuestión de corrección judicial, negarse a ejercer su competencia.
28. La primera razón invocada en apoyo de esta alegación es la supuesta incapacidad de la Corte para emitir el dictamen solicitado por el Consejo de Seguridad, debido a la presión política a la que la Corte, según el Gobierno de Sudáfrica, ha estado o podría estar sometida.
29. No correspondería a la Corte dar cabida a estas observaciones, teniendo en cuenta, como lo hacen, la naturaleza misma de la Corte como órgano judicial principal de las Naciones Unidas, órgano que, en tal calidad, actúa únicamente sobre la base del Derecho, con independencia de toda influencia o intervención exterior de cualquier tipo, en el ejercicio de la función jurisdiccional que le confían únicamente la Carta y su Estatuto. Un órgano jurisdiccional que funciona como tal no puede actuar de otro modo.
30. La segunda razón aducida en nombre del Gobierno de Sudáfrica en apoyo de su tesis de que el Tribunal debería negarse a acceder a la solicitud del Consejo de Seguridad es que la cuestión jurídica pertinente se refiere a un litigio existente entre Sudáfrica y otros Estados. En este contexto se basa en el caso de Carelia Oriental y argumenta que la Corte Permanente de Justicia Internacional se negó a pronunciarse sobre la cuestión que se le había remitido porque estaba directamente relacionada con el punto principal de un litigio realmente pendiente entre dos Estados.
31. Sin embargo, ese asunto no es pertinente, ya que difiere del presente. Por ejemplo, uno de los Estados afectados en ese asunto no era en aquel momento miembro de la Sociedad de Naciones y no compareció ante el Tribunal Permanente. Sudáfrica, como Miembro de las Naciones Unidas, está vinculada por el artículo 96 de la Carta, que faculta al Consejo de Seguridad para solicitar opiniones consultivas sobre cualquier cuestión jurídica. Ha comparecido ante el Tribunal, ha participado en las pro- [p 24] yecciones escritas y orales y, aunque ha planteado objeciones específicas contra la competencia del Tribunal, se ha dirigido al fondo de la cuestión.
32. 32. El Tribunal tampoco considera que en este caso la solicitud del Consejo de Seguridad se refiera a una controversia jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados. La solicitud no tiene por objeto obtener la asistencia de la Corte en el ejercicio de las funciones del Consejo de Seguridad relativas al arreglo pacífico de una controversia pendiente ante él entre dos o más Estados. La solicitud es presentada por un órgano de las Naciones Unidas con referencia a sus propias decisiones y busca el asesoramiento jurídico de la Corte sobre las consecuencias e implicaciones de estas decisiones. Este objetivo se subraya en el preámbulo de la resolución por la que se solicita el dictamen, en el que el Consejo de Seguridad ha declarado “que una opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia sería útil para el Consejo de Seguridad en su ulterior examen de la cuestión de Namibia y en la consecución de los objetivos que persigue el Consejo”. Cabe recordar que en su Opinión Consultiva sobre las reservas a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, la Corte declaró: “El objeto de esta solicitud de Opinión es orientar a las Naciones Unidas respecto de su propia acción” (I.C.J. Reports 1957. p. 19).
33. El Tribunal de Justicia tampoco considera que en este caso la Opinión Consultiva se refiera a un litigio entre Sudáfrica y las Naciones Unidas. En el curso del procedimiento oral, el abogado del Gobierno de Sudáfrica declaró:
“. . . nuestra alegación no es que la cuestión sea un litigio, sino que para responder a la cuestión el Tribunal tendrá que decidir sobre cuestiones de hecho y de derecho que en realidad son objeto de litigio entre Sudáfrica y otros Estados.”
34. El hecho de que, en el curso de su razonamiento, y para responder a la cuestión que se le plantea, el Tribunal pueda tener que pronunciarse sobre cuestiones jurídicas sobre las que existen opiniones radicalmente divergentes entre Sudáfrica y las Naciones Unidas, no convierte el presente asunto en una controversia ni lo sitúa en el ámbito de los artículos 82 y 83 del Reglamento del Tribunal. Una posición similar existió en los tres procedimientos consultivos anteriores relativos a Sudáfrica Occidental: en ninguno de ellos Sudáfrica alegó que existiera una disputa, ni el Tribunal consideró necesario aplicar el Reglamento de la Corte en relación con “una cuestión jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados”. En prácticamente todos los procedimientos consultivos han existido diferencias de opinión entre los Estados sobre cuestiones jurídicas; si todos estuvieran de acuerdo, no se plantearía la necesidad de recurrir al Tribunal para obtener asesoramiento.
35. De conformidad con el artículo 83 del Reglamento de la Corte, la cuestión de si la opinión consultiva había sido solicitada “sobre una cuestión de derecho realmente pendiente entre dos o más Estados” también tuvo una importancia decisiva en el examen por la Corte de la solicitud presentada por el Gobierno de Sudáfrica para el nombramiento de un juez ad hoc. Como ya se ha indicado, el Tribunal escuchó los argumentos en apoyo de dicha solicitud y, tras la debida deliberación, decidió, mediante Providencia de 29 de enero de 1971, no acceder a la misma. Esta decisión se basó en la conclusión de que los términos de la solicitud de opinión consultiva, las circunstancias en que había sido presentada (que se describen en el párrafo 32 supra), así como las consideraciones expuestas en los párrafos 33 y 34 supra, eran tales que excluían la interpretación de que se había “solicitado una opinión sobre una cuestión jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados”. Así pues, en opinión del Tribunal, Sudáfrica no tenía derecho, en virtud del artículo 83 del Reglamento del Tribunal, al nombramiento de un juez ad hoc.
36. Se ha alegado que la posible existencia de un litigio era una cuestión de fondo que se resolvió prematuramente mediante la Providencia de 29 de enero de 1971. Ahora bien, la cuestión de si debe nombrarse un juez ad hoc es, por supuesto, una cuestión relativa a la composición de la Sala y posee, como reconoció el Gobierno de Sudáfrica, una prioridad lógica absoluta. Debe resolverse antes de la apertura del procedimiento oral y, de hecho, antes de que puedan decidirse otras cuestiones, incluso de procedimiento. Hasta que no se resuelva, el Tribunal no puede continuar con el caso. Por lo tanto, es una necesidad lógica que cualquier solicitud de nombramiento de un juez ad hoc sea tratada como una cuestión preliminar sobre la base de una apreciación prima facie de los hechos y del Derecho. Esto no puede interpretarse en el sentido de que la decisión del Tribunal de Justicia al respecto pueda implicar la resolución irrevocable de una cuestión de fondo o relacionada con la competencia del Tribunal de Justicia. Así, en un asunto contencioso, cuando se han planteado excepciones preliminares, el nombramiento de Jueces ad hoc debe decidirse antes de la vista de dichas excepciones. Sin embargo, esa decisión no prejuzga la competencia del Tribunal de Justicia si, por ejemplo, se afirma que no existe controversia. Por el contrario, afirmar que la cuestión del juez ad hoc no puede resolverse válidamente hasta que el Tribunal de Justicia haya podido analizar las cuestiones de fondo equivale a sugerir que la composición del Tribunal de Justicia puede quedar en suspenso, y por tanto la validez de sus actuaciones en entredicho, hasta una fase avanzada del asunto.
37. 37. En efecto, la única cuestión que la Providencia de 29 de enero de 1971 resolvió definitivamente fue la relativa a la composición del Tribunal de Justicia a efectos del presente asunto. Dicha decisión fue adoptada en virtud del artículo 3, apartado 1, del Reglamento del Tribunal y de conformidad con el artículo 55, apartado 1, del Estatuto. En consecuencia, tras la adopción de dicha decisión, si bien podrían subsistir opiniones divergentes en cuanto a la aplicabilidad del artículo 83 del Reglamento de la Corte al presente asunto, la regularidad de la composición de la Corte a los [p 26] efectos de emitir la presente Opinión Consultiva, de conformidad con el Estatuto y el Reglamento de la Corte, ya no es cuestionable.
38. En relación con el posible nombramiento de jueces ad hoc, se ha sugerido además que el inciso final del párrafo 1 del artículo 82 del Reglamento de la Corte obliga a ésta a determinar como cuestión preliminar si la solicitud se refiere a una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados. El Tribunal no puede aceptar esta lectura, que restringe en exceso el significado literal de las palabras “avant tout”. Es difícil concebir que un artículo que proporciona directrices generales en el contexto relativamente poco esquemático de los procedimientos consultivos prescriba una secuencia rígida en la actuación del Tribunal. Así lo confirma la práctica del Tribunal, que en ningún procedimiento consultivo anterior ha considerado necesario realizar una determinación preliminar independiente de esta cuestión o de su propia competencia, ni siquiera cuando se le ha solicitado específicamente que lo hiciera. Asimismo, la interpretación del Reglamento de la Corte en el sentido de imponer un procedimiento in limine litis, que se ha sugerido, no corresponde ni al texto del artículo ni a su finalidad, que es regular el procedimiento consultivo sin menoscabar la flexibilidad que los artículos 66, párrafo 4, y 68 del Estatuto permiten a la Corte para que pueda ajustar su procedimiento a las exigencias de cada caso concreto. La frase en cuestión se limita a indicar que la prueba de la pendencia judicial debe ser considerada “ante todo” por la Corte a efectos de ejercer la latitud que le concede el artículo 68 del Estatuto para guiarse por las disposiciones que se aplican en los casos contenciosos en la medida en que la Corte las reconozca aplicables. Desde un punto de vista práctico, cabe añadir que el procedimiento sugerido, análogo al que se sigue en el procedimiento contencioso con respecto a las excepciones preliminares, no habría dispensado de la necesidad de pronunciarse sobre la solicitud de nombramiento de un juez ad hoc como decisión previa e independiente, del mismo modo que en los asuntos contenciosos la cuestión de los jueces ad hoc debe resolverse antes de que pueda procederse a cualquier vista sobre las excepciones preliminares. Por último, debe observarse que esa propuesta de decisión preliminar con arreglo al artículo 82 del Reglamento del Tribunal de Justicia no habría predeterminado necesariamente la decisión que, según se sugiere, debería haberse adoptado posteriormente con arreglo al artículo 83, ya que esta última disposición contempla una hipótesis más restringida: que la opinión consultiva se solicite sobre una cuestión jurídica efectivamente pendiente y no que se refiera a tal cuestión.
39. También se ha expresado la opinión de que aunque Sudáfrica no tenga derecho a un juez ad hoc como cuestión de derecho, el Tribunal debería, en el ejercicio de la facultad discrecional que le otorga el artículo 68 del Estatuto, haber permitido tal nombramiento, en reconocimiento del hecho de que los intereses de Sudáfrica se ven especialmente afectados en el presente caso. A este respecto, el Tribunal desea recordar una decisión adoptada por el Tribunal Permanente en una época en la que el Estatuto no incluía ninguna disposición relativa a las opiniones consultivas, por lo que la totalidad de la regulación del procedimiento en la materia se dejaba en manos del Tribunal (P.C.I.J., Serie E, nº 4, p. 76). Frente a una solicitud de nombramiento de un juez ad hoc en un asunto en el que no había controversia, la Corte, al rechazar la solicitud, declaró que “la decisión de la Corte debe ser conforme a su Estatuto y al Reglamento debidamente elaborado por ella en cumplimiento del artículo 30 del Estatuto” (Providencia de 31 de octubre de 1935, P.C.I.J., Series A/B, No. 65, Anexo 1, pág. 69 en pág. 70). Consideró además que “no puede darse a la excepción una aplicación más amplia que la prevista por el Reglamento” (ibid., p. 71). En el presente caso, el Tribunal, teniendo en cuenta el Reglamento del Tribunal adoptado en virtud del artículo 30 del Estatuto, llegó a la conclusión de que no podía ejercer su facultad discrecional a este respecto.
40. El Gobierno de Sudáfrica también ha expresado dudas sobre si la Corte es competente para, o debe, emitir una opinión, si para hacerlo debe hacer constataciones sobre extensas cuestiones de hecho. En opinión del Tribunal, la contingencia de que puedan existir cuestiones de hecho subyacentes a la cuestión planteada no altera su carácter de “cuestión jurídica”, tal como se contempla en el artículo 96 de la Carta. La referencia en esta disposición a las cuestiones de derecho no puede interpretarse como una oposición entre cuestiones de derecho y cuestiones de hecho. Normalmente, para que un tribunal pueda pronunciarse sobre cuestiones jurídicas, también debe conocer, tener en cuenta y, en su caso, hacer constataciones sobre las cuestiones de hecho pertinentes. La limitación de las facultades del Tribunal alegada por el Gobierno de Sudáfrica carece de fundamento en la Carta o en el Estatuto.
41. La Corte podría, por supuesto, actuando por su cuenta, ejercer la facultad discrecional que le confiere el párrafo 1 del artículo 65 del Estatuto y negarse a acceder a la solicitud de opinión consultiva. Al considerar esta posibilidad, el Tribunal debe tener en cuenta que: “La respuesta a una solicitud de dictamen no debe, en principio, denegarse”. (I.C.J. Recueil 1951, p. 19.) El Tribunal ha examinado si existen “razones imperiosas”, como se menciona en la práctica anterior del Tribunal, que justifiquen tal denegación. No ha encontrado tales razones. Además, considera que respondiendo a la petición no sólo “permanecería fiel a las exigencias de su carácter judicial” (I.C.J. Reports 1960, p. 153), sino que también cumpliría sus funciones como “principal órgano judicial de las Naciones Unidas” (Art. 92 de la Carta).
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42. Habiendo establecido que se le ha sometido debidamente una solicitud de opinión consultiva, el Tribunal procederá ahora al análisis de la cuestión que se le ha planteado: “¿Cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, a pesar de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad?”.
43. El Gobierno de Sudáfrica, tanto en sus declaraciones escritas como orales, ha abarcado un amplio campo de la historia, que se remonta al origen y funcionamiento del Mandato. Los mismos y similares problemas fueron [p 28] tratados por otros gobiernos, el Secretario General de las Naciones Unidas y la Organización de la Unidad Africana en sus declaraciones escritas y orales.
44. Se trata de una serie de cuestiones importantes: la naturaleza del Mandato, su funcionamiento en el marco de la Sociedad de Naciones, las consecuencias de la desaparición de la Sociedad y de la creación de las Naciones Unidas y el impacto de la evolución posterior en el seno de la nueva organización. Aunque el Tribunal es consciente de que ésta es la sexta vez que tiene que tratar las cuestiones relacionadas con el Mandato para el África Sudoccidental, ha llegado a la conclusión de que es necesario que considere y resuma algunas de las cuestiones subyacentes a la cuestión que se le ha planteado. En particular, el Tribunal examinará el fondo y el alcance del artículo 22 del Pacto de la Liga y la naturaleza de los mandatos “C”.
45. El Gobierno de Sudáfrica, en su declaración escrita, presentó un análisis detallado de las intenciones de algunos de los participantes en la Conferencia de Paz de París, que aprobaron una resolución que, con algunas alteraciones y adiciones, acabó convirtiéndose en el artículo 22 del Pacto. Como conclusión y a la luz de este análisis, sugería que era bastante natural que los comentaristas se refirieran a los mandatos “C” como algo que, en su efecto práctico, no estaba muy alejado de la anexión”. Esta opinión, que el Gobierno de Sudáfrica parece haber adoptado, equivaldría a admitir que las disposiciones pertinentes del Pacto eran de carácter puramente nominal y que los derechos que consagraban eran, por su propia naturaleza, imperfectos e inaplicables. Pone demasiado énfasis en las intenciones de algunas de las partes y demasiado poco en el instrumento que surgió de esas negociaciones. Por lo tanto, es necesario remitirse al texto real del artículo 22 del Pacto, cuyo apartado 1 declara:
“l.A las colonias y territorios que, como consecuencia de la última guerra, han dejado de estar bajo la soberanía de los Estados que los gobernaban anteriormente y que están habitados por pueblos que todavía no pueden valerse por sí mismos en las difíciles condiciones del mundo moderno, debe aplicarse el principio de que el bienestar y el desarrollo de esos pueblos constituyen un deber sagrado de la civilización y de que las garantías para el cumplimiento de este deber deben estar incorporadas en el presente Pacto.”
Como recordó el Tribunal en su Opinión Consultiva de 1950 sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental, en el establecimiento del sistema de mandatos “se consideraron de importancia primordial dos principios: el principio de no anexión y el principio de que el bienestar y el desarrollo de esos pueblos constituyen ‘un encargo sagrado de la civilización'” (I.C.J. Reports 1950, p. 131).
46. Es evidente que la “confianza” debía ejercerse en beneficio de los pueblos de que se trata, a los que se reconocía que tenían intereses propios y que poseían un potencial de existencia independiente cuando alcanzaran un cierto grado de desarrollo: el sistema de mandatos tenía por objeto proporcionar a los pueblos que “todavía” no eran capaces de gestionar sus propios asuntos la ayuda y la orientación necesarias para permitirles llegar a la etapa en que fueran “capaces de valerse por sí mismos”. Los medios de asistencia necesarios a tal fin se abordan en el apartado 2 del artículo 22:
“2. El mejor método para dar efecto práctico a este principio es que la tutela de dichos pueblos se confíe a las naciones avanzadas que por sus recursos, su experiencia o su situación geográfica puedan asumir mejor esta responsabilidad, y que estén dispuestas a aceptarla, y que esta tutela sea ejercida por ellas como Mandatarios en nombre de la Sociedad.”
Esto dejaba claro que las Potencias que debían emprender la tarea prevista actuarían exclusivamente como mandatarios en nombre de la Liga. En cuanto a la posición de la Liga, el Tribunal consideró en su Opinión Consultiva de 1950 que: “La Liga no era, como alegaba el Gobierno [sudafricano], un ‘mandatario’ en el sentido en que este término se utiliza en el derecho nacional de ciertos Estados”. El Tribunal señaló que: “El Mandato fue creado, en interés de los habitantes del territorio, y de la humanidad en general, como una institución internacional con un objeto internacional-un fideicomiso sagrado de la civilización”. Por lo tanto, según el Tribunal, la Liga “sólo había asumido una función internacional de supervisión y control” (I.C.J. Reports 1950, p. 132).
47. La aceptación de un mandato en estos términos connotaba la asunción de obligaciones no sólo de carácter moral sino también jurídico vinculante; y, como corolario de la confianza, se instituyeron “garantías para [su] cumplimiento” (párrafo 7 del art. 22) en forma de responsabilidad jurídica por su cumplimiento y ejecución:
“7. En cada caso de mandato, el Mandatario rendirá al Consejo un informe anual con referencia al territorio confiado a su cargo.”
48. En el apartado 9 del artículo 22 se recogía otra garantía para el cumplimiento del mandato:
“9. Se constituirá una Comisión permanente para recibir y examinar los informes anuales de los Mandatarios y para asesorar al Consejo en todas las cuestiones relativas al cumplimiento de los mandatos.”
De este modo, la respuesta a la pregunta esencial, quis custodiet ipsos custodes?, se dio en términos de responsabilidad de los mandatarios ante los órganos internacionales [p 30]. Una medida adicional de supervisión fue introducida por una resolución del Consejo de la Sociedad de Naciones, adoptada el 31 de enero de 1923. En virtud de esta resolución, los Gobiernos obligatorios debían transmitir a la Sociedad las peticiones de las comunidades o sectores de las poblaciones de los territorios bajo mandato.
49. El párrafo 8 del artículo 22 del Pacto daba la siguiente directriz:
“8. El grado de autoridad, control o administración que haya de ejercer el Mandatario será, si no ha sido previamente convenido por los Miembros de la Liga, definido explícitamente en cada caso por el Consejo.”
En cumplimiento de esta directiva, se redactó un Mandato para el África Sudoccidental Alemana que definía los términos de la administración del Mandatario en siete artículos. De ellos, el artículo 6 explicitaba la obligación del Mandatario en virtud del párrafo 7 del artículo 22 del Pacto al disponer que “El Mandatario presentará al Consejo de la Sociedad de Naciones un informe anual a satisfacción del Consejo, que contendrá información completa sobre el territorio e indicará las medidas adoptadas para cumplir las obligaciones contraídas en virtud de los artículos 2, 3, 4 y 5” del Mandato. Como dijo el Tribunal en 1950 “el Mandato debía observar una serie de obligaciones, y el Consejo de la Liga debía supervisar la administración y velar por el cumplimiento de dichas obligaciones” (Recueil 1950, p. 132). En resumen, las disposiciones pertinentes del Pacto y las del propio Mandato excluyen toda duda en cuanto al establecimiento de obligaciones jurídicas definidas destinadas a la consecución del objeto y fin del Mandato.
50. Como se ha indicado en el párrafo 45 supra, el Gobierno de Sudáfrica se ha extendido sobre las negociaciones que precedieron a la adopción de la versión definitiva del artículo 22 del Pacto de la Liga y ha sugerido que conducen a una lectura diferente de sus disposiciones. Es cierto que, como señala dicho Gobierno, había una fuerte tendencia a la anexión de antiguos territorios coloniales enemigos. Sea como fuere, el resultado final de las negociaciones, aunque difícil de alcanzar, fue el rechazo de la noción de anexión. No puede sostenerse que pueda ignorarse el sentido claro de la institución del mandato dando a las disposiciones explícitas que encarnan sus principios una interpretación contraria a su objeto y finalidad.
51. También deben tenerse en cuenta los acontecimientos posteriores a la adopción de los instrumentos en cuestión. Las Potencias Aliadas y Asociadas, en su Respuesta a las Observaciones de la Delegación alemana, se refirieron en 1919 a “las Potencias obligatorias, que en la medida en que puedan ser nombradas fideicomisarias por la Sociedad de Naciones no obtendrán ningún beneficio de dicha fideicomisión”. En cuanto al Mandato para África Sudoccidental, su preámbulo [p 31] recitaba que “Su Majestad Británica, por y en nombre del Gobierno de la Unión Sudafricana, ha acordado aceptar el Mandato respecto a dicho territorio y se ha comprometido a ejercerlo en nombre de la Sociedad de Naciones”.
52. Además, el desarrollo posterior del derecho internacional en relación con los territorios no autónomos, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, hizo que el principio de la libre determinación fuera aplicable a todos ellos. El concepto de confianza sagrada se confirmó y amplió a todos “los territorios cuyos pueblos no hayan alcanzado todavía la plenitud del gobierno propio” (art. 73). Por tanto, abarcaba claramente los territorios bajo un régimen colonial. Obviamente, el fideicomiso sagrado siguió aplicándose a los territorios bajo mandato de la Sociedad de Naciones a los que se había conferido anteriormente un estatuto internacional. Otra etapa importante en esta evolución fue la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales (resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, de 14 de diciembre de 1960), que abarca a todos los pueblos y territorios que “aún no han alcanzado la independencia”. Tampoco es posible dejar de tener en cuenta la historia política de los territorios bajo mandato en general. Todos los que no alcanzaron la independencia, excluida Namibia, fueron puestos bajo administración fiduciaria. Hoy en día, sólo dos de los quince, excluyendo a Namibia, permanecen bajo la tutela de las Naciones Unidas. Esto no es más que una manifestación de la evolución general que ha llevado al nacimiento de tantos nuevos Estados.
53. Todas estas consideraciones son pertinentes para la evaluación del Tribunal en el presente caso. Consciente de la necesidad primordial de interpretar un instrumento de conformidad con las intenciones de las partes en el momento de su conclusión, el Tribunal está obligado a tener en cuenta el hecho de que los conceptos consagrados en el artículo 22 del Pacto – “las difíciles condiciones del mundo moderno” y “el bienestar y el desarrollo” de los pueblos interesados- no eran estáticos, sino por definición evolutivos, como también lo era, por consiguiente, el concepto de “sagrado fideicomiso”. Por consiguiente, debe considerarse que las partes en el Pacto los han aceptado como tales. Por ello, desde la perspectiva de las instituciones de 1919, el Tribunal debe tener en cuenta los cambios que se han producido en el medio siglo transcurrido, y su interpretación no puede permanecer ajena a la evolución posterior del derecho, a través de la Carta de las Naciones Unidas y del derecho consuetudinario. Además, un instrumento internacional debe interpretarse y aplicarse en el marco de todo el ordenamiento jurídico vigente en el momento de la interpretación. En el ámbito al que se refiere el presente procedimiento, los últimos cincuenta años, como se ha indicado anteriormente, han traído consigo importantes avances. Estos avances no dejan lugar a dudas de que el objetivo último del sagrado fideicomiso era la autodeterminación y la independencia de los pueblos afectados. En este ámbito, como en otros, el corpus iuris gentium se ha enriquecido considerablemente, y esto es algo que el Tribunal, si quiere desempeñar fielmente sus funciones, no puede ignorar.
54. A la luz de lo anterior, el Tribunal de Justicia no puede aceptar ninguna interpretación que atribuya a los mandatos “C” un objeto y una finalidad diferentes de los de los mandatos “A” o “B”. Las únicas diferencias son las que se desprenden del texto del artículo 22 del Pacto y de los instrumentos de mandato concretos, pero el objetivo y las salvaguardias siguen siendo los mismos, sin excepciones como las consideraciones de contigüidad geográfica. Sostener lo contrario significaría que los territorios bajo mandato “C” pertenecían a la familia de los mandatos sólo de nombre, siendo de hecho objeto de cesiones encubiertas, como si la afirmación de que podían “administrarse mejor conforme a las leyes del Mandatario como porciones integrantes de su territorio” (art. 22, párr. 6) confiriera a la Potencia administradora un título especial que no correspondía a los Estados a los que se habían confiado mandatos “A” o “B”. El Tribunal recuerda a este respecto lo que se declaró en la Sentencia de 1962 en los asuntos del Sudoeste de África como aplicable a todas las categorías de mandato:
“Los derechos del Mandatario en relación con el territorio bajo mandato y los habitantes tienen su fundamento en las obligaciones del Mandatario y son, por así decirlo, meras herramientas dadas para permitirle cumplir con sus obligaciones”. (C.I.J. Recueil 1962, p. 329.)
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55. El Tribunal se ocupará ahora de la situación surgida con la desaparición de la Sociedad y el nacimiento de las Naciones Unidas. Como ya se ha recordado, la Sociedad de Naciones era la organización internacional encargada de ejercer las funciones de supervisión del Mandato. Esas funciones eran un elemento indispensable del Mandato. Pero eso no significa que la institución del Mandato tuviera que derrumbarse con la desaparición de la maquinaria de supervisión original. A la pregunta de si la continuidad de un mandato estaba inseparablemente unida a la existencia de la Liga, la respuesta debe ser que no puede presumirse que una institución establecida para el cumplimiento de un encargo sagrado caduque antes de la consecución de su finalidad. Las responsabilidades tanto de mandatario como de supervisor derivadas de la institución de los mandatos eran complementarias, y la desaparición de una u otra no podía afectar a la supervivencia de la institución. Por ello, en 1950, el Tribunal señaló, en relación con las obligaciones correspondientes al sagrado fideicomiso
“Su razón de ser y su objeto original subsisten. Puesto que su cumplimiento no dependía de la existencia de la Sociedad de Naciones, no podían extinguirse por el mero hecho de que este órgano de control dejara de existir. Tampoco podía depender de ello el derecho de la población a que el Territorio fuera administrado de acuerdo con estas normas.” (C.I.J. Recueil 1950, p. 133.)
En el caso concreto, se adoptaron disposiciones y decisiones específicas para la transferencia de funciones de la organización que debía liquidarse a la que pasó a existir.
56. En el marco de las Naciones Unidas se estableció un sistema internacional de administración fiduciaria y se contempló claramente que los territorios bajo mandato considerados aún no preparados para la independencia se convertirían en territorios bajo administración fiduciaria en virtud del sistema internacional de administración fiduciaria de las Naciones Unidas. Este sistema estableció una supervisión internacional más amplia y eficaz que la que había existido bajo los mandatos de la Sociedad de Naciones.
57. Habría sido contrario al propósito primordial del sistema de mandatos suponer que las dificultades en el camino de la sustitución de un régimen por otro destinado a mejorar la supervisión internacional deberían haberse permitido para provocar, en la disolución de la Sociedad, una desaparición completa de la supervisión internacional. Aceptar el argumento del Gobierno de Sudáfrica sobre este punto habría supuesto la reversión de los territorios bajo mandato al estatuto colonial, y la virtual sustitución del régimen de mandatos por la anexión, tan decididamente excluida en 1920.
58. Estas apremiantes consideraciones llevaron a la inserción en la Carta de las Naciones Unidas de la cláusula de salvaguardia contenida en el párrafo 1 del Artículo 80 de la Carta, que reza como sigue
“I. Salvo en la medida en que se convenga en acuerdos individuales de administración fiduciaria, celebrados conforme a los Artículos 77, 79 y 81, por los que se someta cada territorio al régimen de administración fiduciaria, y mientras tales acuerdos no hayan sido celebrados, ninguna disposición de este Capítulo se interpretará en el sentido de que modifica en manera alguna los derechos de cualquier Estado o pueblo, o los términos de los instrumentos internacionales vigentes en que los Miembros de las Naciones Unidas sean respectivamente partes.”
59. Un rasgo llamativo de esta disposición es la estipulación a favor de la preservación de los derechos de “cualesquiera pueblos”, incluyendo así claramente a los habitantes de los territorios bajo mandato y, en particular, a sus poblaciones indígenas. Se confirmaba así que estos derechos tenían una existencia independiente de la de la Sociedad de Naciones. El Tribunal, en la Opinión Consultiva de 1950 sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental, se basó en esta disposición para llegar a la conclusión de que “no se podrían salvaguardar eficazmente esos derechos de los pueblos sin una supervisión inter [p 34]nacional y la obligación de presentar informes a un órgano de supervisión” (Recueil 1950, p. 137). En 1956, el Tribunal confirmó la conclusión de que “el efecto del apartado 1 del artículo 80 de la Carta” era el de “preservar los derechos de los Estados y de los pueblos” (Recueil 1956, p. 27).
60. Así pues, el Tribunal interpretó el párrafo 1 del artículo 80 de la Carta en el sentido de que el sistema de sustitución de los mandatos por acuerdos de administración fiduciaria, resultante del Capítulo XII de la Carta, no deberá “interpretarse en el sentido de que modifica en modo alguno los derechos cualesquiera de los Estados o de los pueblos”.
61. La excepción hecha en las palabras iniciales de la disposición, “Salvo lo que se convenga en acuerdos individuales de administración fiduciaria, concertados en virtud de los Artículos 77, 79 y 81, por los que se someta cada territorio al régimen de administración fiduciaria, y hasta que se hayan concertado tales acuerdos”, estableció un método particular para cambiar el statu quo de un régimen de mandato. Esto sólo podía lograrse mediante un acuerdo de administración fiduciaria, a menos que el “sagrado fideicomiso” hubiera llegado a su fin por la realización de su objetivo, es decir, la consecución de la existencia independiente. De este modo, mediante el uso de la expresión “hasta que se hayan celebrado dichos acuerdos”, se obviaba un hiato jurídico entre ambos regímenes.
62. Las palabras finales del párrafo 1 del artículo 80 se refieren a “los términos de los instrumentos internacionales existentes en los que los Miembros de las Naciones Unidas sean respectivamente partes”. Las actas de la Conferencia de San Francisco muestran que estas palabras se insertaron en sustitución de las palabras “cualquier mandato” en un proyecto anterior con el fin de preservar “cualquier derecho enunciado en el párrafo 4 del artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones”.
63. Al aprobar esta enmienda e insertar estas palabras en el informe de la Comisión IT/4, los Estados participantes en la Conferencia de San Francisco tuvieron obviamente en cuenta el hecho de que la adopción de la Carta de las Naciones Unidas haría inevitable la desaparición de la Sociedad de Naciones. Esto demuestra el entendimiento y la intención comunes en San Francisco de que el párrafo 1 del Artículo 80 de la Carta tenía el propósito y el efecto de mantener en vigor todos los derechos cualesquiera que fuesen, incluidos los contenidos en el propio Pacto, contra cualquier reclamación en cuanto a su posible caducidad con la disolución de la Sociedad.
64. Así pues, la desaparición de la Sociedad no puede considerarse como un acontecimiento sobrevenido inesperado que entrañe una posible extinción de esos derechos, totalmente ajena al capítulo XII de la Carta y no prevista por las disposiciones de salvaguardia del artículo 80, apartado 1. Los Miembros de la Sociedad, al proceder a la disolución de dicha organización, no declararon, ni aceptaron siquiera implícitamente, que los mandatos se anularían o caducarían con la disolución de la Sociedad. Por el contrario, [p 35] el párrafo 4 de la resolución sobre los mandatos de 18 de abril de 1946 suponía claramente su continuación.
65. El Gobierno de Sudáfrica, al pedir al Tribunal que reexamine la Opinión Consultiva de 1950, ha alegado que el párrafo 1 del artículo 80 debe interpretarse como una mera cláusula de salvaguardia que tiene un efecto puramente negativo.
66. Si el párrafo 1 del artículo 80 se entendiera como una mera disposición interpretativa que impide que la aplicación del capítulo XII afecte a ningún derecho, entonces quedaría privado de todo efecto práctico. No hay nada en el Capítulo XII -que, tal como fue interpretado por el Tribunal en 1950, constituye un marco para futuros acuerdos- susceptible de afectar a los derechos existentes de los Estados o de los pueblos bajo el sistema de mandatos. Asimismo, si el apartado 1 del artículo 80 se entendiera como una mera cláusula de salvaguardia, el apartado 2 del mismo artículo carecería de objeto. Este apartado dispone lo siguiente:
“2. El apartado 1 del presente artículo no deberá interpretarse en el sentido de que justifica el retraso o el aplazamiento de la negociación y la conclusión de acuerdos para someter a los territorios bajo mandato y a otros territorios al régimen de administración fiduciaria previsto en el artículo 77.”
Evidentemente, esta disposición tenía por objeto impedir que una Potencia mandataria invocara la preservación de sus derechos resultantes del párrafo 1 como motivo para retrasar o aplazar lo que el Tribunal describió como “el curso normal indicado por la Carta, a saber, concertar acuerdos de administración fiduciaria” (I.C.J. Reports 1950, pág. 140). Ningún método de interpretación justificaría la conclusión de que el artículo 80 en su conjunto carece de sentido.
67. Al examinar si sólo pueden atribuirse efectos negativos al párrafo 1 del Artículo 80, como sostiene Sudáfrica, deben tenerse en cuenta las palabras que figuran al final del apartado d) del Artículo 76 de la Carta, que, como uno de los objetivos básicos del régimen de administración fiduciaria, garantiza la igualdad de trato en cuestiones comerciales para todos los Miembros de las Naciones Unidas y sus nacionales. La salvedad “con sujeción a lo dispuesto en el Artículo 80” se incluyó en la Conferencia de San Francisco para preservar el actual derecho de preferencia de las Potencias obligatorias en los mandatos “C”. El delegado de la Unión Sudafricana en la Conferencia había señalado anteriormente que “la ‘puerta abierta’ no se había aplicado anteriormente a los mandatos ‘C'”, añadiendo que “su Gobierno no podía contemplar su aplicación a su territorio bajo mandato”. Si el Artículo 80, párrafo 1, no tuviera efectos conservadores y positivos, y si los derechos en él preservados pudieran haberse extinguido con la desaparición de la Sociedad de Naciones, entonces la salvedad del Artículo 76 (d) in fine quedaría privada de todo significado práctico. [p 36]
68. El Gobierno de Sudáfrica ha invocado como “hechos nuevos” que el Tribunal no tuvo plenamente en cuenta en 1950 una propuesta presentada por la delegación china en la Asamblea final de la Sociedad de las Naciones y otra presentada por el Comité Ejecutivo a la Comisión Preparatoria de las Naciones Unidas, en las que se preveía en términos explícitos la transferencia de las funciones de supervisión de los mandatos de la Sociedad de las Naciones a los órganos de las Naciones Unidas. Se argumenta que, dado que ninguna de estas dos propuestas fue adoptada, no se previó tal transferencia.
69. El Tribunal de Justicia no puede aceptar el argumento aducido. El hecho de que una determinada propuesta no sea adoptada por un órgano internacional no conlleva necesariamente la inferencia de que se realiza un pronunciamiento colectivo en sentido contrario al propuesto. Puede haber muchas razones que determinen el rechazo o la no aprobación. Por ejemplo, la propuesta china, que nunca se consideró pero se descartó, habría sometido a los territorios bajo mandato a una forma de supervisión que iba más allá del alcance de la autoridad supervisora existente con respecto a los mandatos, y podría haber planteado dificultades con respecto al artículo 82 de la Carta. En cuanto al establecimiento de un Comité Temporal de Administración Fiduciaria, se opuso porque se consideraba que la creación de un órgano de este tipo podría retrasar la negociación y conclusión de los acuerdos de administración fiduciaria. En consecuencia, dos propuestas de los Estados Unidos, destinadas a autorizar a este Comité a asumir las funciones anteriormente desempeñadas por la Comisión de Mandatos, no pudieron ser tramitadas. La no creación de un órgano subsidiario temporal facultado para asistir a la Asamblea General en el ejercicio de sus funciones de supervisión de los mandatos no puede interpretarse en el sentido de que la Asamblea General carezca de competencia o no pueda ejercer por sí misma sus funciones en ese ámbito. Por el contrario, el supuesto general parecía ser que las funciones de supervisión de los mandatos que anteriormente desempeñaba la Liga debían ser ejercidas por las Naciones Unidas. Así, en los debates relativos a la propuesta de creación del Comité Temporal de Administración Fiduciaria, no se hizo ninguna observación en el sentido de que las funciones de supervisión de la Liga no se hubieran transferido a las Naciones Unidas. De hecho, el representante sudafricano en la Comisión Preparatoria de las Naciones Unidas declaró el 29 de noviembre de 1945 que “parecía razonable crear un órgano provisional, ya que la Comisión de Mandatos estaba ahora en suspenso y los países titulares de mandatos debían disponer de un órgano al que pudieran rendir cuentas”.
70. El Gobierno de Sudáfrica ha sostenido además que la disposición del párrafo 1 del artículo 80, según la cual los términos de los “instrumentos internacionales existentes” no se entenderán alterados por nada de lo dispuesto en el Capítulo XII de la Carta, no puede justificar la conclusión de que la obligación de informar en virtud del Mandato fue transferida del Consejo de la [p 37] Liga a las Naciones Unidas.
71. Esta objeción no tiene en cuenta el artículo 10 del Capítulo IV de la Carta, disposición en la que se basó el Dictamen de 1950 para justificar la transferencia de los poderes de supervisión del Consejo de la Sociedad a la Asamblea General de las Naciones Unidas. El Tribunal dijo entonces
“La competencia de la Asamblea General de las Naciones Unidas para ejercer dicha supervisión y para recibir y examinar informes se deriva de las disposiciones del artículo 10 de la Carta, que autoriza a la Asamblea General a discutir cualesquiera cuestiones o asuntos dentro del ámbito de la Carta y a hacer recomendaciones sobre dichas cuestiones o asuntos a los Miembros de las Naciones Unidas.” (C.I.J. Recueil 1950, p. 137.)
72. Dado que una disposición de la Carta -el párrafo 1 del Artículo 80- había mantenido las obligaciones del Mandatario, las Naciones Unidas se habían convertido en el foro apropiado para supervisar el cumplimiento de dichas obligaciones. Así, en virtud del Artículo 10 de la Carta, Sudáfrica aceptó someter su administración del África Sudoccidental al escrutinio de la Asamblea General, sobre la base de la información facilitada por el Mandatario u obtenida de otras fuentes. La transferencia de la obligación de informar, del Consejo de la Liga a la Asamblea General, no era más que el corolario de los poderes otorgados a la Asamblea General. Estos poderes fueron ejercidos de hecho por ella, como constató el Tribunal en la Opinión Consultiva de 1950. El Tribunal concluyó acertadamente en 1950 que
“… la Asamblea General de las Naciones Unidas está legalmente capacitada para ejercer las funciones de supervisión que anteriormente ejercía la Sociedad de Naciones con respecto a la administración del Territorio, y que la Unión Sudafricana tiene la obligación de someterse a la supervisión y el control de la Asamblea General y de presentarle informes anuales” (I.C.J. Reports 1950, p. 137).
En su Opinión Consultiva de 1955 sobre el Procedimiento de Votación en Cuestiones Relativas a Informes y Peticiones referentes al Territorio de África Sudoccidental, tras recordar algunos pasajes de la Opinión Consultiva de 1950, el Tribunal declaró:
“Así pues, la autoridad de la Asamblea General para ejercer supervisión sobre la administración del África Sudoccidental como Territorio bajo mandato se basa en las disposiciones de la Carta”. (I.C.J. Reports 1955, p. 76.)
En la Opinión Consultiva de 1956 sobre la admisibilidad de las audiencias de los peticionarios por el Comité sobre el África Sudoccidental, de nuevo después de referirse a ciertos pasajes de la Opinión Consultiva de 1950, el Tribunal declaró: [p 38]
“En consecuencia, las obligaciones del Mandato continúan sin menoscabo con esta diferencia, que las funciones de supervisión ejercidas por el Consejo de la Sociedad de Naciones deben ser ejercidas ahora por las Naciones Unidas”. (I.C.J. Reports 1956, p. 27.)
En el mismo dictamen, el Tribunal declaró además
“…el propósito primordial que subyace a la asunción por la Asamblea General de las Naciones Unidas de las funciones de supervisión respecto del Mandato para el África Sudoccidental anteriormente ejercidas por el Consejo de la Sociedad de las Naciones era salvaguardar la sagrada confianza de la civilización mediante el mantenimiento de una supervisión internacional efectiva de la administración del Territorio Mandado” (ibíd., pág. 28).
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73. En cuanto a la intención de la Liga, es esencial recordar que, en su última sesión, la Asamblea de la Liga, por resolución adoptada el 12 de abril de 1946, se atribuyó las responsabilidades del Consejo en los siguientes términos :
“La Asamblea, con el asentimiento de todos los Miembros del Consejo que están representados en su presente período de sesiones: Decide que, en la medida en que sea necesario, asumirá, durante el presente período de sesiones, las funciones que son competencia del Consejo.”
A continuación, antes de disolver definitivamente la Liga, la Asamblea adoptó, el 18 de abril de 1946, una resolución que disponía lo siguiente para la continuación de los mandatos y del sistema de mandatos :
“La Asamblea .
3. Reconoce que, al terminar la existencia de la Sociedad, sus funciones con respecto a los territorios bajo mandato llegarán a su fin, pero toma nota de que los Capítulos XI, XII y XIII de la Carta de las Naciones Unidas contienen principios que corresponden a los declarados en el Artículo 22 del Pacto de la Sociedad;
4. Toma nota de las intenciones expresadas por los Miembros de la Liga que administran actualmente territorios bajo mandato de continuar administrándolos para el bienestar y desarrollo de los pueblos interesados, de conformidad con las obligaciones contenidas en los respectivos Mandatos, hasta que se hayan convenido otros arreglos entre las Naciones Unidas y las respectivas Potencias obligatorias.” [p 39]
Como se afirma en la Sentencia del Tribunal de 1962:
“…la Sociedad de Naciones al poner fin a su propia existencia no dio por terminados los Mandatos, sino que… se propuso definitivamente continuarlos mediante su resolución de 18 de abril de 1946” (I.C.J. Reports 1962, p. 334).
74. Que el Mandato no había caducado también fue admitido por el Gobierno de Sudáfrica en varias ocasiones durante el primer período de transición, cuando se estaban formando las Naciones Unidas y se había disuelto la Liga. En particular, el 9 de abril de 1946, el representante de Sudáfrica, tras anunciar la intención de su Gobierno de transformar el África Sudoccidental en parte integrante de la Unión, declaró ante la Asamblea de la Liga:
“Mientras tanto, la Unión continuará administrando escrupulosamente el territorio de acuerdo con las obligaciones del Mandato, para el progreso y la promoción de los intereses de los habitantes, como lo ha hecho durante los últimos seis años en que no pudieron celebrarse las reuniones de la Comisión de Mandatos”.
La desaparición de los órganos de la Liga encargados de la supervisión de los mandatos, principalmente la Comisión de Mandatos y el Consejo de la Liga, impedirá necesariamente el cumplimiento completo de la letra del Mandato. No obstante, el Gobierno de la Unión considerará que la disolución de la Liga no disminuye en modo alguno sus obligaciones en virtud del Mandato, que continuará cumpliendo con el pleno y adecuado reconocimiento de sus responsabilidades hasta el momento en que se acuerden otras disposiciones relativas al futuro estatuto del territorio.”
El Tribunal se refirió a esta declaración en su sentencia de 1962, concluyendo que “no podía haber un reconocimiento más claro por parte del Gobierno de Sudáfrica de la continuación de sus obligaciones en virtud del Mandato después de la disolución de la Sociedad de las Naciones” (I.C.J. Reports 1962, p. 340).
75. Se dieron garantías similares en nombre de Sudáfrica en un memorando transmitido el 17 de octubre de 1946 al Secretario General de las Naciones Unidas, y en declaraciones a la Cuarta Comisión de la Asamblea General el 4 de noviembre y el 13 de noviembre de 1946. Refiriéndose a algunas de estas y otras garantías, el Tribunal declaró en 1950: “Estas declaraciones constituyen el reconocimiento por parte del Gobierno de la Unión de la continuación de sus obligaciones en virtud del Mandato y no una mera indicación de la conducta futura de dicho Gobierno”. (I.C.J. Reports 1950, p. 135.)
76. Ya antes de la disolución de la Liga, el 22 de enero de 1946, el Gobierno de la Unión Sudafricana había anunciado a la Asamblea General de las Naciones Unidas su intención de conocer [p. 40] la opinión de la población del África Sudoccidental, declarando que “una vez hecho esto, la decisión de la Unión se sometería al juicio de la Asamblea General”. Posteriormente, el representante de la Unión Sudafricana presentó una propuesta a la Segunda Parte de la Primera Sesión de la Asamblea General de 1946, solicitando la aprobación de la incorporación del África Sudoccidental a la Unión. El 14 de diciembre de 1946, la Asamblea General adoptó la resolución 65 (I) que dice
“. . . con satisfacción que la Unión Sudafricana, al presentar este asunto a las Naciones Unidas, reconoce el interés y la preocupación de las Naciones Unidas en la cuestión del estatuto futuro de los territorios que actualmente se encuentran bajo mandato”
y declaró que era-
“. . . incapaz de acceder a la incorporación del territorio de África Sudoccidental a la Unión Sudafricana”.
La Asamblea General, continuaba la resolución,
“Recomienda que el territorio bajo mandato de África Sudoccidental sea sometido al régimen internacional de administración fiduciaria e invita al Gobierno de la Unión Sudafricana a proponer a la consideración de la Asamblea General un acuerdo de administración fiduciaria para el mencionado territorio”.
Un año más tarde, la Asamblea General, mediante la resolución 141 (II) de 1 de noviembre de 1947, tomó nota de la decisión del Gobierno sudafricano de no seguir adelante con su plan de incorporación del Territorio. Como declaró el Tribunal en 1950
“Al someter así la cuestión del futuro estatuto internacional del Territorio al ‘juicio’ de la Asamblea General como ‘órgano internacional competente’, el Gobierno de la Unión reconoció la competencia de la Asamblea General en la materia”. (C.I.J. Recueil 1950, p. 142.)
77. En el transcurso de los años siguientes, los actos y declaraciones de Sudáfrica realizados en las Naciones Unidas en relación con el África Sudoccidental se caracterizaron por sus contradicciones. Algunos de estos actos y declaraciones confirmaban el reconocimiento de la autoridad supervisora de las Naciones Unidas y las obligaciones de Sudáfrica para con ella, mientras que otros manifestaban claramente la intención de retirar dicho reconocimiento. No fue hasta el 11 de julio de 1949 que el Gobierno sudafricano dirigió al Secretario General una carta en la que declaraba que “ya no [p 41] veía que pudiera derivarse ningún beneficio real de la presentación de informes especiales sobre el África Sudoccidental a las Naciones Unidas y [había] llegado lamentablemente a la conclusión de que, en interés de una administración eficiente, no deberían remitirse más informes”.
78. A la luz del examen anterior, no cabe duda de que, como ha reconocido sistemáticamente este Tribunal, el Mandato sobrevivió a la desaparición de la Liga, y que Sudáfrica así lo admitió durante varios años. Así pues, el elemento de supervisión, parte integrante del Mandato, estaba destinado a sobrevivir, y el Mandatario siguió siendo responsable del cumplimiento del sagrado fideicomiso. Restringir la responsabilidad del Mandatario a la esfera de la conciencia o de la obligación moral equivaldría a conferir a esa Potencia derechos que no le corresponden y, al mismo tiempo, a privar a los pueblos del Territorio de los derechos que se les han garantizado. Significaría que el Mandatario estaría unilateralmente facultado para decidir a su discreción el destino del pueblo de África Sudoccidental. Como el Tribunal, refiriéndose a su Opinión Consultiva de 1950, declaró en 1962:
“Las conclusiones del Tribunal sobre la obligación del Gobierno de la Unión de someterse a la supervisión internacional son, pues, meridianamente claras. De hecho, excluir las obligaciones relacionadas con el Mandato sería excluir la esencia misma del Mandato”. (C.I.J. Recueil 1962, p. 334.)
79. La contundencia de esta conclusión queda bien ilustrada por las opiniones presentadas en nombre de Sudáfrica, que, en sus alegaciones finales en los asuntos de África Sudoccidental, presentó como alegación alternativa, “en el caso de que se sostenga que el Mandato como tal siguió existiendo a pesar de la disolución de la Sociedad de Naciones”,
“. . . que las anteriores obligaciones del demandado en virtud del mandato de informar y rendir cuentas al Consejo de la Sociedad de las Naciones y de someterse a su supervisión expiraron con la disolución de la Sociedad y no han sido sustituidas por ninguna obligación similar relativa a la supervisión por cualquier órgano de las Naciones Unidas o cualquier otra organización u organismo” (I.C.J. Reports 1966, p. 16).
La principal alegación, sin embargo, había sido:
“Que la totalidad del Mandato para África Sudoccidental caducó con la disolución de la Sociedad de Naciones y que el Demandado, como consecuencia de ello, ya no está sujeto a ninguna obligación jurídica en virtud del mismo”. (Ibid.) [p 42]
80. En el presente procedimiento, en la sesión pública de 15 de marzo de 1971, el representante de Sudáfrica resumió la posición de su Gobierno en los siguientes términos:
“Nuestras alegaciones relativas a la desaparición de las disposiciones de supervisión y responsabilidad son, en consecuencia, absolutas e incondicionales. Por otra parte, nuestras alegaciones relativas a la posible caducidad del Mandato en su conjunto son secundarias y consecuentes y dependen de nuestra alegación principal de que las disposiciones de supervisión y rendición de cuentas desaparecieron con la disolución de la Liga.
En el presente procedimiento, en consecuencia, presentamos la alegación formal de que el Mandato ha caducado en su totalidad debido a la supresión de la supervisión por parte de la Liga, pero por lo demás suponemos que el Mandato continuó…
… en cualquiera de las dos hipótesis sostenemos que tras la disolución de la Liga ya no existía ninguna obligación de informar y rendir cuentas en virtud del Mandato”.
De este modo, puso el énfasis en la “caída” de las “disposiciones de supervisión y rendición de cuentas” y trató “la posible caducidad del Mandato en su conjunto” como una consideración “secundaria y consecuente”.
81. Así, según la propia admisión de Sudáfrica, “la supervisión y la rendición de cuentas” eran de la esencia del Mandato, como el Tribunal había mantenido sistemáticamente. La teoría de la caducidad del Mandato al desaparecer la Sociedad de Naciones es, de hecho, inseparable de la afirmación de que no existe obligación de someterse a la supervisión de las Naciones Unidas, y viceversa. En consecuencia, ambas o cualquiera de las alegaciones presentadas, a saber, que el Mandato ha caducado y/o que no hay obligación de someterse a la supervisión internacional de las Naciones Unidas, son destructivas de la propia institución sobre la que descansa la presencia de Sudáfrica en Namibia, ya que:
“La autoridad que el Gobierno de la Unión ejerce sobre el Territorio se basa en el Mandato. Si el Mandato caducara, como sostiene el Gobierno de la Unión, la autoridad de este último también habría caducado. Mantener los derechos derivados del Mandato y negar las obligaciones derivadas del mismo no podría justificarse”. (I.C.J. Reports 1950, p. 133; citado en I.C.J. Reports 1962, p. 333.)
82. De esto parece ser consciente Sudáfrica, como lo demuestra su afirmación en diversos momentos de otros títulos para justificar su presencia continuada en Namibia, por ejemplo ante la Asamblea General el 5 de octubre de 1966: [p 43].
“Sudáfrica ha sostenido durante mucho tiempo que el Mandato ya no está legalmente en vigor, y que el derecho de Sudáfrica a administrar el Territorio no se deriva del Mandato sino de la conquista militar, junto con la práctica abiertamente declarada y constante de Sudáfrica de seguir administrando el Territorio como un fideicomiso sagrado hacia los habitantes.”
En el presente procedimiento, el representante de Sudáfrica sostuvo el 15 de marzo de 1971:
“. . . si se acepta que el Mandato ha caducado, el Gobierno sudafricano tendría derecho a administrar el Territorio en razón de una combinación de factores, a saber: a) su conquista original; b) su larga ocupación; c) la continuación de la base de fideicomiso sagrado acordada en 1920; y, por último, d) porque su administración redunda en beneficio de los habitantes del Territorio y es deseada por ellos. En estas circunstancias, el Gobierno sudafricano no puede aceptar que ningún Estado u organización pueda tener un mejor título sobre el Territorio.”
83. Estas reivindicaciones de título, que aparte de otras consideraciones son inadmisibles en relación con un territorio bajo mandato, conducen, según la propia admisión de Sudáfrica, a una situación que vicia el objeto y el propósito del Mandato. Su significado en el contexto del sagrado fideicomiso ha sido revelado mejor por una declaración hecha por el representante de Sudáfrica en el presente procedimiento el 15 de marzo de 1971: “el Gobierno sudafricano opina que ninguna disposición legal le impide anexionarse el África Sudoccidental”. Como señaló el Tribunal en su Opinión Consultiva sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental, “el principio de no anexión” fue “considerado de primordial importancia” cuando el futuro del África Sudoccidental y de otros territorios fue objeto de decisión después de la Primera Guerra Mundial (I. C.J. Recueil 1950, p. 131). Lo que en consecuencia excluía el artículo 22 del Pacto de la Liga es aún menos aceptable hoy en día.
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84. Por lo que respecta a las Naciones Unidas, las actas muestran que, a lo largo de un período de veinte años, la Asamblea General, en virtud de los poderes que le confiere la Carta, instó al Gobierno sudafricano a que cumpliera sus obligaciones derivadas del Mandato. El 9 de febrero de 1946, la Asamblea General, mediante la resolución 9 (I), invitó a todos los Estados que administraban territorios bajo mandato a presentar acuerdos de administración fiduciaria. Todos, con excepción de Sudáfrica, respondieron sometiendo los respectivos territorios al régimen de administración fiduciaria u ofreciéndoles [p 44] la independencia. La Asamblea General formuló además una recomendación especial en este sentido en la resolución 65 (I), de 14 de diciembre de 1946; el 1 de noviembre de 1947, en la resolución 141 (II), “instó” al Gobierno de la Unión Sudafricana a proponer un acuerdo de administración fiduciaria; en la resolución 227 (III), de 26 de noviembre de 1948, mantuvo sus recomendaciones anteriores. Un año más tarde, en la resolución 337 (IV), de 6 de diciembre de 1949, expresó “su pesar por el hecho de que el Gobierno de la Unión Sudafricana haya retirado su compromiso anterior de presentar informes sobre su administración del Territorio del África Sudoccidental para información de las Naciones Unidas”, reiteró sus resoluciones anteriores e invitó a Sudáfrica “a reanudar la presentación de dichos informes a la Asamblea General”. Al mismo tiempo, en la resolución 338 (IV), dirigió a este Tribunal cuestiones específicas relativas al estatuto internacional del África Sudoccidental. En 1950, mediante la resolución 449 (V), de 13 de diciembre, aceptó la Opinión Consultiva resultante e instó al Gobierno de la Unión Sudafricana “a tomar las medidas necesarias para dar efecto a la Opinión Consultiva de la Corte Internacional de Justicia”. Mediante la misma resolución, estableció un comité “para consultar con la Unión Sudafricana sobre las medidas de procedimiento necesarias para aplicar la Opinión Consultiva…”. En el curso de las negociaciones subsiguientes, Sudáfrica siguió manteniendo que ni las Naciones Unidas ni ninguna otra organización internacional habían sucedido a las funciones de supervisión de la Liga. El Comité, por su parte, presentó una propuesta que seguía de cerca los términos del Mandato y que preveía la aplicación “a través de las Naciones Unidas mediante un procedimiento lo más análogo posible al que existía bajo la Sociedad de Naciones, estableciendo así condiciones no más amplias ni onerosas que las que existían antes”. Este procedimiento habría implicado la presentación de informes por parte de Sudáfrica a un comité de la Asamblea General, que a su vez establecería una comisión especial para asumir las funciones de la Comisión de Mandatos Permanentes. Así pues, las Naciones Unidas, que sin duda llevaron a cabo las negociaciones de buena fe, no insistieron en la conclusión de un acuerdo de administración fiduciaria, sino que sugirieron un sistema de supervisión que “no debería exceder del que se aplicaba bajo el Sistema de Mandatos…”. Estas propuestas fueron rechazadas por Sudáfrica, que se negó a aceptar el principio de la supervisión de su administración del Territorio por las Naciones Unidas.
85. Entre 1952 y 1959 se celebraron nuevas negociaciones infructuosas. En total, las negociaciones se prolongaron durante un período de trece años, de 1946 a 1959. En la práctica, la duración real de las negociaciones no es prueba de que se hayan agotado las posibilidades de acuerdo; puede bastar con demostrar que se llegó pronto a un punto muerto y que una de las partes se negó rotundamente a llegar a un compromiso. En el caso de Namibia (África Sudoccidental), esta [p 45] fase se había alcanzado evidentemente mucho antes de que las Naciones Unidas abandonaran finalmente sus esfuerzos por llegar a un acuerdo. Aun así, mientras Sudáfrica fue la potencia mandataria, el camino seguía abierto para que buscara un acuerdo. Pero ese capítulo llegó a su fin con la terminación del Mandato.
86. Para completar este breve resumen de los acontecimientos que precedieron a la presente solicitud de opinión consultiva, debe recordarse que en 1955 y 1956 la Corte emitió, a solicitud de la Asamblea General, otras dos opiniones consultivas sobre cuestiones relativas al Territorio. Finalmente, la Asamblea General adoptó la resolución 2145 (XXI) sobre la terminación del Mandato para África Sudoccidental. Posteriormente, el Consejo de Seguridad adoptó la resolución 276 (1970), que declaraba ilegal la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia e instaba a los Estados a actuar en consecuencia.
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87. El Gobierno de Francia en su declaración escrita y el Gobierno de Sudáfrica a lo largo del presente procedimiento han planteado la objeción de que la Asamblea General, al adoptar la resolución 2145 (XXI), actuó ultra vires.
88. Antes de examinar esta objeción, es necesario que el Tribunal examine las observaciones formuladas y las alegaciones presentadas en cuanto a si el Tribunal debe entrar en esta cuestión. Se sugirió que, aunque la demanda no se dirigía a la cuestión de la validez de la resolución de la Asamblea General y de las resoluciones del Consejo de Seguridad relacionadas con ella, ello no impedía que el Tribunal realizara dicha investigación. Por otro lado, se alegó que la Corte no estaba autorizada por los términos de la solicitud, a la luz de las discusiones que la precedieron, a examinar la validez de estas resoluciones. Se argumentó que la Corte no debería asumir poderes de revisión judicial de la acción tomada por los otros órganos principales de las Naciones Unidas sin una solicitud específica a tal efecto, ni actuar como un tribunal de apelación de sus decisiones.
89. Indudablemente, el Tribunal de Justicia no posee facultades de control jurisdiccional ni de apelación respecto de las decisiones adoptadas por los órganos de las Naciones Unidas de que se trate. La cuestión de la validez o de la conformidad con la Carta de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General o de las resoluciones conexas del Consejo de Seguridad no constituye el objeto de la solicitud de opinión consultiva. Sin embargo, en el ejercicio de su función jurisdiccional y dado que se han presentado objeciones, el Tribunal, en el curso de su razonamiento, considerará estas objeciones antes de determinar cualquier consecuencia jurídica derivada de dichas resoluciones.
90. Como se ha indicado anteriormente, con la entrada en vigor de la Carta de las Naciones Unidas se estableció una relación entre todos los Miembros de las Naciones Unidas, por una parte, y cada Potencia obligatoria, por otra. Las Potencias obligatorias, al tiempo que conservaban sus mandatos, asumieron, [p 46] en virtud del Artículo 80 de la Carta, frente a todos los Miembros de las Naciones Unidas, la obligación de mantener intactos y preservar, hasta que se ejecutaran los acuerdos de administración fiduciaria, los derechos de otros Estados y de los pueblos de los territorios bajo mandato, que resultaban de los acuerdos de mandato existentes y de los instrumentos conexos, como el Artículo 22 del Pacto y la resolución del Consejo de la Liga de 31 de enero de 1923 relativa a las peticiones. Las Potencias mandatarias también se obligaron a ejercer sus funciones de administración de conformidad con las obligaciones pertinentes emanadas de la Carta de las Naciones Unidas, que los Estados miembros se han comprometido a cumplir de buena fe en todas sus relaciones internacionales.
91. Uno de los principios fundamentales que rigen la relación internacional así establecida es que a la parte que desconoce o no cumple sus propias obligaciones no se le pueden reconocer los derechos que pretende derivar de la relación.
92. Los términos del preámbulo y de la parte dispositiva de la resolución 2145 (XXI) no dejan lugar a dudas en cuanto al carácter de la resolución. En el preámbulo, la Asamblea General se declara “Convencida de que la administración del Territorio bajo Mandato por Sudáfrica se ha llevado a cabo de manera contraria” a los dos instrumentos internacionales básicos que imponen directamente obligaciones a Sudáfrica, el Mandato y la Carta de las Naciones Unidas, así como a la Declaración Universal de Derechos Humanos. En otro párrafo del preámbulo se llega a la conclusión de que, después de haber insistido en vano en el cumplimiento durante más de veinte años, ha llegado el momento de que la Asamblea General ejerza el derecho a considerar tal violación como causa de terminación.
93. En el párrafo 3 de la parte dispositiva de la resolución, la Asamblea General “Declara que Sudáfrica ha incumplido sus obligaciones respecto de la administración del Territorio bajo Mandato y de garantizar el bienestar moral y material y la seguridad de los habitantes indígenas del África Sudoccidental y, de hecho, ha renegado del Mandato”. En el párrafo 4 se llega a la decisión, como consecuencia de la declaración anterior “de que el Mandato conferido a Su Majestad Británica para ser ejercido en su nombre por el Gobierno de la Unión Sudafricana queda por tanto terminado…”. (Énfasis añadido.) Es esta parte de la resolución la que resulta relevante en el presente procedimiento.
94. Al examinar esta acción de la Asamblea General conviene tener en cuenta los principios generales del Derecho internacional que regulan la terminación de una relación convencional por incumplimiento. En efecto, aunque se considere que el mandato tiene el carácter de una institución, como se sostiene, depende de los acuerdos internacionales que crearon el sistema y regularon su aplicación. Como indicó el Tribunal en 1962, “este mandato, como prácticamente todos los demás mandatos similares” era “un tipo especial de instrumento de naturaleza compuesta que instituye un nuevo régimen internacional. Incorpora un acuerdo definitivo. . .” (Recueil 1962, p. 331). El Tribunal declaró de manera concluyente en esa sentencia que el [p 47] Mandato “. . . de hecho y de derecho, es un acuerdo internacional que tiene el carácter de un tratado o de una convención” (Recueil 1962, p. 330). Las normas establecidas por la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados relativas a la terminación de una relación convencional por violación (adoptadas sin voto en contra) pueden considerarse en muchos aspectos como una codificación del derecho consuetudinario existente en la materia. A la luz de estas normas, sólo una violación material de un tratado justifica la terminación, definiéndose dicha violación como:
“(a) un repudio del tratado no sancionado por el presente Convenio; o
(b) la violación de una disposición esencial para la realización del objeto o del fin del tratado” (art. 60, párr. 3).
95. La resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General determina que en este caso se habían producido ambas formas de violación material. Al subrayar que Sudáfrica “ha renegado, de hecho, del Mandato”, la Asamblea General declaró de hecho que lo había repudiado. Por lo tanto, la resolución en cuestión debe considerarse como el ejercicio del derecho a poner fin a una relación en caso de violación deliberada y persistente de las obligaciones que destruye el objeto y la finalidad mismos de dicha relación.
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96. Se ha sostenido que el Pacto de la Sociedad de las Naciones no confería al Consejo de la Sociedad la facultad de poner término a un mandato por mala conducta del mandatario y que, por lo tanto, las Naciones Unidas no podían ejercer tal facultad, ya que no podían derivar de la Sociedad facultades mayores que las que ésta misma tenía. Para que esta objeción prevaleciera sería necesario demostrar que el sistema de mandatos, tal como se estableció bajo la Liga, excluía la aplicación del principio general del derecho según el cual debe presumirse que existe un derecho de terminación por incumplimiento respecto de todos los tratados, excepto en lo que se refiere a las disposiciones relativas a la protección de la persona humana contenidas en los tratados de carácter humanitario (como se indica en el párrafo 5 del artículo 60 de la Convención de Viena). El silencio de un tratado en cuanto a la existencia de tal derecho no puede interpretarse en el sentido de que implique la exclusión de un derecho que tiene su fuente fuera del tratado, en el Derecho internacional general, y que depende del acaecimiento de circunstancias que normalmente no están previstas cuando se celebra un tratado.
97. El Gobierno de Sudáfrica ha sostenido que la intención de los redactores de los mandatos era que éstos no fueran revocables ni siquiera en caso de incumplimiento grave de la obligación o de falta grave por parte del mandatario. Este argumento pretende apoyarse en el hecho de que en la Conferencia de Paz de París se adoptó una resolución en la que no se incluyó la propuesta contenida en el proyecto de Pacto del Presidente Wilson relativa al derecho de recurso para la sustitución del mandatario. Debe recordarse que los debates de la Conferencia de Paz de París en los que se basa Sudáfrica no estaban directamente dirigidos a un examen de las propuestas del Presidente Wilson relativas a la regulación del sistema de mandatos en el Pacto de la Liga, y los participantes no impugnaban estas propuestas en particular. Lo que tuvo lugar fue un intercambio general de puntos de vista, en el plano político, sobre las cuestiones de la disposición de las antiguas colonias alemanas y sobre si debía aplicárseles el principio de anexión o el principio obligatorio.
98. El proyecto propuesto por el Presidente Wilson no incluía una disposición específica para la revocación, partiendo del supuesto de que los mandatos eran revocables. Lo que se proponía era un procedimiento especial que reservaba “al pueblo de cualquiera de dichos territorios o unidades gubernamentales el derecho de apelar a la Liga para la reparación o corrección de cualquier incumplimiento del mandato por parte del Estado u organismo mandatario o para la sustitución de algún otro Estado u organismo, como mandatario”. El hecho de que este derecho especial de apelación no se haya insertado en el Pacto no puede interpretarse como una exclusión de la aplicación del principio general del derecho según el cual debe presumirse que existe una facultad de terminación por incumplimiento, aunque no esté expresada, como inherente a todo mandato, como de hecho a todo acuerdo.
99. Como se ha indicado anteriormente, en la Conferencia de Paz de París hubo oposición a la institución de los mandatos, ya que un mandato sería intrínsecamente revocable, por lo que no habría ninguna garantía de continuidad a largo plazo de la administración por parte de la Potencia mandataria. Las dificultades así surgidas se resolvieron finalmente con la garantía de que el Consejo de la Liga no interferiría en la administración cotidiana de los territorios y que el Consejo intervendría sólo en caso de incumplimiento fundamental de sus obligaciones por parte de la Potencia obligatoria.
100. La revocabilidad de un mandato estaba prevista en la primera propuesta que se hizo sobre un sistema de mandatos:
“En caso de abuso flagrante y prolongado de esta confianza, la población afectada debería poder apelar a la Liga para obtener reparación, la cual, en un caso apropiado, debería hacer valer su autoridad plenamente, incluso hasta el punto de retirar el mandato y confiarlo a algún otro Estado si fuera necesario”. (J. C. Smuts, La Sociedad de Naciones: A Practical Suggestion, 1918, pp. 21-22).
Aunque esta propuesta se refería a territorios diferentes, el principio sigue siendo el mismo. La posibilidad de revocación en caso de violación flagrante del mandato fue confirmada posteriormente por las autoridades en derecho internacional y los miembros de la Comisión de Mandatos Permanentes [p 49] que interpretaron y aplicaron el sistema de mandatos bajo la Sociedad de Naciones.
101. Se ha sugerido que, aunque el Consejo de la Sociedad hubiera tenido la facultad de revocar el mandato en un caso extremo, no podría haberla ejercido unilateralmente, sino sólo en cooperación con la Potencia mandataria. Sin embargo, la revocación sólo podría resultar de una situación en la que el Mandatario hubiera cometido un incumplimiento grave de las obligaciones que había contraído. Sostener, sobre la base del principio de unanimidad que se aplicaba en la Sociedad de Naciones, que en este caso la revocación sólo podría tener lugar con el consentimiento del Mandatario, no sólo iría en contra del principio general de derecho que rige la terminación por incumplimiento, sino que postularía una imposibilidad. Por razones obvias, no puede exigirse el consentimiento del causante a tal forma de rescisión.
102. En una objeción adicional a la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General se alega que en ella se hacen pronunciamientos que la Asamblea, al no ser un órgano judicial, y no haber remitido previamente el asunto a ningún órgano de ese tipo, no era competente para hacer. Sin insistir en las conclusiones a que se llegó en la sentencia de 1966 en los asuntos contenciosos del África sudoccidental, conviene recordar que en esos asuntos se consideró que los Estados demandantes, que se quejaban de violaciones materiales de disposiciones sustantivas del Mandato, no “poseían ningún derecho autónomo separado que pudieran hacer valer… para exigir el debido cumplimiento del Mandato en cumplimiento del ‘sagrado fideicomiso’ ” (Recueil 1966, págs. 29 y 51). Por otra parte, el Tribunal declaró que: “. . . las divergencias de opinión relativas a la ejecución de un mandato se consideraban cuestiones que tenían su lugar en el ámbito político, cuya solución incumbía al mandatario y a los órganos competentes de la Liga” (ibíd., pág. 45). Negar a un órgano político de las Naciones Unidas, sucesor de la Liga en este aspecto, el derecho a actuar, con el argumento de que carece de competencia para dictar lo que se califica de decisión judicial, no sólo sería incoherente, sino que equivaldría a negar por completo los recursos disponibles contra las violaciones fundamentales de un compromiso internacional.
103. El Tribunal no puede apreciar la opinión de que la Asamblea General actuó unilateralmente como parte y juez en su propia causa. En la Sentencia de 1966 en los casos de África Sudoccidental, a los que se ha hecho referencia anteriormente, se determinó que la función de exigir la debida ejecución de las disposiciones pertinentes de los instrumentos de mandato correspondía a la Liga actuando como entidad a través de sus órganos apropiados. Se reconoció específicamente el derecho de la Sociedad “en el ejercicio de su actividad colectiva e institucional, a exigir la debida ejecución del mandato en cumplimiento del ‘sagrado deber'” (ibíd., pág. 29). Teniendo en cuenta esta conclusión, las Naciones Unidas como sucesoras de la Sociedad, actuando a través de sus órganos competentes, deben ser consideradas ante todo como la institución supervisora, competente para pronunciarse, en esa calidad, sobre la conducta del man- [p 50] datorio con respecto a sus obligaciones internacionales, y competente para actuar en consecuencia.
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104. Se alega en nombre de Sudáfrica que la consideración expuesta en el párrafo 3 de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, relativa al incumplimiento por Sudáfrica de sus obligaciones respecto de la administración del territorio bajo mandato, exigía una investigación detallada de los hechos antes de que la Asamblea General pudiera aprobar la resolución 2145 (XXI) o la Corte pronunciarse sobre su validez. El incumplimiento por parte de Sudáfrica de la obligación de someterse a supervisión y presentar informes, parte esencial del Mandato, no puede discutirse a la luz de las determinaciones adoptadas por este Tribunal en más de una ocasión. Al basarse en éstas, como en otras conclusiones del Tribunal en procedimientos anteriores relativos a Sudáfrica, el Tribunal se atiene a su propia jurisprudencia.
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105. La resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, tras declarar la terminación del Mandato, añadió en el párrafo 4 de la parte dispositiva “que Sudáfrica no tiene ningún otro derecho a administrar el Territorio”. Se ha objetado que esta parte de la resolución decide una transferencia de territorio. De hecho, no es así. El pronunciamiento de la Asamblea General se basa en una conclusión, mencionada anteriormente, a la que llegó el Tribunal en 1950:
“La autoridad que el Gobierno de la Unión ejerce sobre el Territorio se basa en el Mandato. Si el Mandato caducara, como sostiene el Gobierno de la Unión, la autoridad de este último también habría caducado”. (I.C.J. Reports 1950, p. 133.)
Esto fue confirmado por el Tribunal en su sentencia de 21 de diciembre de 1962 en los asuntos del África Sudoccidental (Etiopía contra Sudáfrica; Liberia contra Sudáfrica) (Recueil 1962, p. 333). Basándose en estas decisiones del Tribunal, la Asamblea General declaró que al haber terminado el Mandato “Sudáfrica no tiene ningún otro derecho a administrar el Territorio”. No se trata de una constatación de hechos, sino de la formulación de una situación jurídica. En efecto, no sería correcto suponer que, por el hecho de que la Asamblea General esté investida en principio de poderes de recomendación, esté impedida de adoptar, en casos concretos en el marco de su competencia, resoluciones que tomen determinaciones o tengan un diseño operativo.
*** [p 51]
106. Mediante la resolución 2145 (XXI), la Asamblea General puso fin al Mandato. Sin embargo, al carecer de los poderes necesarios para asegurar la retirada de Sudáfrica del Territorio, recabó la cooperación del Consejo de Seguridad llamando la atención de éste sobre la resolución, actuando así de conformidad con el párrafo 2 del Artículo 11 de la Carta.
107. El Consejo de Seguridad respondió a la llamada de la Asamblea General. “Tomó nota” de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General en el preámbulo de su resolución 245 (1968); la tuvo “en cuenta” en la resolución 246 (1968); en las resoluciones 264 (1969) y 269 (1969) adoptó determinadas medidas encaminadas a la aplicación de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General y, por último, en la resolución 276 (1970), reafirmó la resolución 264 (1969) y recordó la resolución 269 (1969).
108. La resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, mencionada específicamente en el texto de la solicitud, es la esencial a los efectos de la presente opinión consultiva. Sin embargo, antes de analizarla, es necesario referirse brevemente a las resoluciones 264 (1969) y 269 (1969), ya que estas dos resoluciones tienen, junto con la resolución 276 (1970), un efecto combinado y acumulativo. La resolución 264 (1969), en el párrafo 3 de su parte dispositiva, insta a Sudáfrica a retirar inmediatamente su administración de Namibia. La resolución 269 (1969), en vista del incumplimiento de Sudáfrica, tras recordar las obligaciones de los Miembros en virtud del artículo 25 de la Carta, insta al Gobierno de Sudáfrica, en el párrafo 5 de su parte dispositiva, “a retirar su administración del territorio inmediatamente y, en cualquier caso, antes del 4 de octubre de 1969”. El preámbulo de la resolución 276 (1970) reafirma la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General y la hace suya, al referirse a la decisión, no sólo de la Asamblea General, sino de las Naciones Unidas “de que el Mandato de África Sudoccidental quedaba terminado”. En la parte dispositiva, tras condenar el incumplimiento por Sudáfrica de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad relativas a Namibia, el Consejo de Seguridad declara, en el párrafo 2, que “la presencia continuada de las autoridades sudafricanas en Namibia es ilegal” y que, en consecuencia, todos los actos realizados por el Gobierno de Sudáfrica “en nombre de Namibia o relativos a Namibia después de la terminación del Mandato son ilegales e inválidos”. En el párrafo 5, el Consejo de Seguridad “Exhorta a todos los Estados, en particular a los que tienen intereses económicos y de otra índole en Namibia, a que se abstengan de cualquier trato con el Gobierno de Sudáfrica que sea incompatible con el párrafo 2 de la parte dispositiva de la presente resolución”.
109. De las comunicaciones en las que se señalaba el asunto a la atención del Consejo de Seguridad, de los debates celebrados y, en particular, del texto de las propias resoluciones, se desprende que el Consejo de Seguridad, cuando adoptó estas resoluciones, estaba actuando en el ejercicio de lo que consideraba su responsabilidad primordial, el mantenimiento de la paz y la seguridad, que, en virtud de la Carta, abarca situaciones que podrían [p 52] conducir a un quebrantamiento de la paz. (Art. 1, párr. 1.) En el preámbulo de la resolución 264 (1969) el Consejo de Seguridad fue “Consciente de las graves consecuencias de la continua ocupación de Namibia por Sudáfrica” y en el párrafo 4 de dicha resolución declaró “que las acciones del Gobierno de Sudáfrica encaminadas a destruir la unidad nacional y la integridad territorial de Namibia mediante el establecimiento de bantustanes son contrarias a las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas”. En el párrafo 3 de la parte dispositiva de la resolución 269 (1969), el Consejo de Seguridad decidió “que la ocupación continuada del territorio de Namibia por las autoridades sudafricanas constituye una usurpación agresiva de la autoridad de las Naciones Unidas, …”. En el párrafo 3 de la parte dispositiva de la resolución 276 (1970) el Consejo de Seguridad declaró además “que la actitud desafiante del Gobierno de Sudáfrica hacia las decisiones del Consejo socava la autoridad de las Naciones Unidas”.
110. En cuanto a la base jurídica de la resolución, el artículo 24 de la Carta confiere al Consejo de Seguridad la autoridad necesaria para tomar medidas como la adoptada en el presente caso. La referencia que se hace en el apartado 2 de este artículo a los poderes específicos del Consejo de Seguridad en virtud de determinados capítulos de la Carta no excluye la existencia de poderes generales para cumplir las responsabilidades conferidas en el apartado 1. A este respecto, cabe hacer referencia a la Declaración del Secretario General, presentada al Consejo de Seguridad el 10 de enero de 1947, en el sentido de que “los poderes del Consejo en virtud del Artículo 24 no se limitan a las atribuciones específicas contenidas en los Capítulos VI, VII, VIII y XII… los Miembros de las Naciones Unidas han conferido al Consejo de Seguridad poderes acordes con su responsabilidad en el mantenimiento de la paz y la seguridad. Las únicas limitaciones son los principios y propósitos fundamentales que figuran en el Capítulo I de la Carta”.
111. En cuanto al efecto que debe atribuirse a la declaración contenida en el párrafo 2 de la resolución 276 (1970), el Tribunal considera que la calificación de ilegal de una situación no pone fin a la misma por sí misma. Sólo puede ser el primer paso, necesario, en un esfuerzo por poner fin a la situación ilegal.
112. Sería una interpretación insostenible sostener que, una vez hecha tal declaración por el Consejo de Seguridad en virtud del artículo 24 de la Carta, en nombre de todos los Estados miembros, éstos serían libres de actuar haciendo caso omiso de tal ilegalidad o incluso de reconocer las violaciones del Derecho resultantes de ella. Ante tal situación de ilegalidad internacional, cabría esperar que los Miembros de las Naciones Unidas actuasen en consecuencia con la declaración formulada en su nombre. Se plantea, por tanto, la cuestión del efecto de esta decisión del Consejo de Seguridad para los Estados Miembros de las Naciones Unidas de conformidad con el artículo 25 de la Carta.
113. Se ha alegado que el artículo 25 de la Carta sólo se aplica [p 53] a las medidas coercitivas adoptadas en virtud del capítulo VII de la Carta. No es posible encontrar en la Carta ningún apoyo a esta opinión. El artículo 25 no se limita a las decisiones relativas a las medidas coercitivas, sino que se aplica a “las decisiones del Consejo de Seguridad” adoptadas de conformidad con la Carta. Además, dicho artículo no está situado en el Capítulo VII, sino inmediatamente después del artículo 24, en la parte de la Carta que trata de las funciones y poderes del Consejo de Seguridad. Si el artículo 25 se refiriera únicamente a las decisiones del Consejo de Seguridad relativas a las medidas coercitivas adoptadas en virtud de los artículos 41 y 42 de la Carta, es decir, si sólo tales decisiones tuvieran efecto vinculante, el artículo 25 sería superfluo, ya que este efecto está garantizado por los artículos 48 y 49 de la Carta.
114. También se ha alegado que las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad están redactadas en términos exhortativos y no obligatorios y que, por tanto, no pretenden imponer ningún deber jurídico a ningún Estado ni afectar jurídicamente a ningún derecho de ningún Estado. El lenguaje de una resolución del Consejo de Seguridad debe analizarse cuidadosamente antes de llegar a una conclusión sobre su efecto vinculante. Habida cuenta de la naturaleza de las facultades previstas en el artículo 25, la cuestión de si se han ejercido efectivamente debe determinarse en cada caso, teniendo en cuenta los términos de la resolución que debe interpretarse, los debates que condujeron a ella, las disposiciones de la Carta invocadas y, en general, todas las circunstancias que puedan ayudar a determinar las consecuencias jurídicas de la resolución del Consejo de Seguridad.
115. Aplicando estos criterios, el Tribunal de Justicia recuerda que, en el preámbulo de la resolución 269 (1969), el Consejo de Seguridad era “Consciente de la responsabilidad que le incumbe de adoptar las medidas necesarias para asegurar el estricto cumplimiento de las obligaciones contraídas por los Estados Miembros de las Naciones Unidas en virtud de las disposiciones del Artículo 25 de la Carta de las Naciones Unidas”. Por consiguiente, el Tribunal ha llegado a la conclusión de que las decisiones adoptadas por el Consejo de Seguridad en los párrafos 2 y 5 de las resoluciones 276 (1970), en relación con el párrafo 3 de la resolución 264 (1969) y el párrafo 5 de la resolución 269 (1969), se adoptaron de conformidad con los propósitos y principios de la Carta y de acuerdo con sus Artículos 24 y 25. En consecuencia, las decisiones son vinculantes para todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas. Las decisiones son, en consecuencia, obligatorias para todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas, que tienen, por tanto, la obligación de aceptarlas y cumplirlas.
116. Al pronunciarse sobre el carácter vinculante de las decisiones del Consejo de Seguridad en cuestión, el Tribunal recuerda el siguiente pasaje de su Opinión Consultiva de 11 de abril de 1949 sobre la Reparación de los daños sufridos al servicio de las Naciones Unidas:
“La Carta no se ha contentado con hacer de la Organización por ella creada un simple centro ‘para armonizar los esfuerzos de las naciones en la realización de estos fines comunes’ (artículo 1, párrafo 4). Ha dotado a ese centro de órganos y le ha encomendado tareas especiales. Ha definido la posición de los Miembros en relación con la Organización [p 54] exigiéndoles que le presten toda clase de ayuda en cualquier acción que emprenda (Artículo 2, párrafo 5), y que acepten y ejecuten las decisiones del Consejo de Seguridad”. (C.I.J. Recueil 1949, p. 178.)
Así pues, cuando el Consejo de Seguridad adopta una decisión en virtud del artículo 25 de conformidad con la Carta, corresponde a los Estados miembros cumplir dicha decisión, incluidos los miembros del Consejo de Seguridad que votaron en contra y los Miembros de las Naciones Unidas que no son miembros del Consejo. Sostener lo contrario sería privar a este órgano principal de sus funciones y poderes esenciales en virtud de la Carta.
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117. Habiendo llegado a estas conclusiones, el Tribunal de Justicia se ocupará ahora de las consecuencias jurídicas que se derivan para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, a pesar de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad. Una determinación vinculante hecha por un órgano competente de las Naciones Unidas en el sentido de que una situación es ilegal no puede quedar sin consecuencias. Una vez que el Tribunal se enfrenta a tal situación, estaría faltando al cumplimiento de sus funciones judiciales si no declarara que existe la obligación, especialmente para los Miembros de las Naciones Unidas, de poner fin a esa situación. Como ha sostenido este Tribunal, refiriéndose a una de sus decisiones por la que se declara una situación contraria a una norma de Derecho internacional: “Esta decisión entraña una consecuencia jurídica, a saber, la de poner fin a una situación ilegal” (Recueil 1951, p. 82).
118. Sudáfrica, al ser responsable de haber creado y mantenido una situación que la Corte ha declarado válidamente ilegal, tiene la obligación de ponerle fin. Por lo tanto, tiene la obligación de retirar su administración del Territorio de Namibia. Al mantener la actual situación ilegal y ocupar el Territorio sin título, Sudáfrica incurre en responsabilidades internacionales derivadas de una violación continuada de una obligación internacional. También sigue siendo responsable de cualquier violación de sus obligaciones internacionales, o de los derechos del pueblo de Namibia. El hecho de que Sudáfrica ya no tenga ningún título para administrar el Territorio no la libera de sus obligaciones y responsabilidades en virtud del derecho internacional hacia otros Estados con respecto al ejercicio de sus poderes en relación con este Territorio. El control físico de un territorio, y no la soberanía o la legitimidad del título, es la base de la responsabilidad del Estado por actos que afecten a otros Estados.
119. Los Estados miembros de las Naciones Unidas tienen, por las razones expuestas en el párrafo 115 supra, la obligación de reconocer la ilegalidad e invalidez de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia. También tienen la obligación de abstenerse de prestar cualquier apoyo o forma de asistencia a Sudáfrica en relación con su ocupación de Namibia, sin perjuicio de lo dispuesto en el párrafo 125 infra. [p 55]
120. La determinación precisa de los actos permitidos o autorizables -qué medidas están disponibles y son factibles, cuáles de ellas deben seleccionarse, qué alcance debe dárseles y quién debe aplicarlas- es una cuestión que compete a los órganos políticos apropiados de las Naciones Unidas que actúan dentro de la autoridad que les confiere la Carta. Por lo tanto, corresponde al Consejo de Seguridad determinar cualquier medida ulterior derivada de las decisiones ya adoptadas por él sobre la cuestión de Namibia. En este contexto, el Tribunal señala que en la misma reunión del Consejo de Seguridad en la que se presentó la solicitud de opinión consultiva, el Consejo de Seguridad también adoptó la resolución 283 (1970) en la que se definían algunas de las medidas que debían adoptarse. La Corte no ha sido llamada a asesorar sobre los efectos jurídicos de dicha resolución.
121. En consecuencia, el Tribunal se limitará a asesorar sobre aquellas gestiones con el Gobierno de Sudáfrica que, en virtud de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho internacional general, deban considerarse incompatibles con la declaración de ilegalidad e inaplicabilidad formulada en el párrafo 2 de la resolución 276 (1970), porque pueden implicar un reconocimiento de que la presencia de Sudáfrica en Namibia es legal.
122. Por las razones expuestas, y con sujeción a las observaciones que figuran en el párrafo 125 infra, los Estados miembros tienen la obligación de abstenerse de entablar relaciones convencionales con Sudáfrica en todos los casos en que el Gobierno de Sudáfrica pretenda actuar en nombre de Namibia o en relación con Namibia. Con respecto a los tratados bilaterales existentes, los Estados miembros deben abstenerse de invocar o aplicar aquellos tratados o disposiciones de tratados celebrados por Sudáfrica en nombre de Namibia o en relación con Namibia que impliquen una cooperación intergubernamental activa. Sin embargo, por lo que respecta a los tratados multilaterales, la misma regla no puede aplicarse a determinados convenios generales, como los de carácter humanitario, cuyo incumplimiento puede afectar negativamente a la población de Namibia. Corresponderá a los órganos internacionales competentes adoptar medidas específicas al respecto.
123. Los Estados miembros, en cumplimiento del deber de no reconocimiento impuesto por los párrafos 2 y 5 de la resolución 276 (1970), tienen la obligación de abstenerse de enviar misiones diplomáticas o especiales a Sudáfrica, incluido en su jurisdicción el Territorio de Namibia, de abstenerse de enviar agentes consulares a Namibia y de retirar a los que ya se encuentren allí. También deben dejar claro a las autoridades sudafricanas que el mantenimiento de relaciones diplomáticas o consulares con Sudáfrica no implica ningún reconocimiento de su autoridad con respecto a Namibia.
124. Las restricciones que están implícitas en el no reconocimiento de la presencia de Sudáfrica en Namibia y las disposiciones explícitas del párrafo 5 de la resolución 276 (1970) imponen a los Estados miembros la obligación de abstenerse de entablar relaciones económicas y de otro tipo [p 56] o tratos con Sudáfrica en nombre de Namibia o en relación con Namibia que puedan afianzar su autoridad sobre el Territorio.
125. En general, el no reconocimiento de la administración sudafricana del Territorio no debe privar al pueblo de Namibia de ninguna ventaja derivada de la cooperación internacional. En particular, si bien los actos oficiales realizados por el Gobierno de Sudáfrica en nombre de Namibia o en relación con Namibia después de la terminación del Mandato son ilegales e inválidos, esta invalidez no puede extenderse a aquellos actos, como por ejemplo, el registro de nacimientos, defunciones y matrimonios, cuyos efectos sólo pueden ignorarse en detrimento de los habitantes del Territorio.
126. En cuanto a los Estados no miembros, aunque no están vinculados por los artículos 24 y 25 de la Carta, han sido llamados en los párrafos 2 y 5 de la resolución 276 (1970) a prestar asistencia en la acción que han emprendido las Naciones Unidas con respecto a Namibia. En opinión del Tribunal, la terminación del Mandato y la declaración de ilegalidad de la presencia de Sudáfrica en Namibia son oponibles a todos los Estados en el sentido de excluir erga omnes la legalidad de una situación que se mantiene en violación del derecho internacional: en particular, ningún Estado que entable relaciones con Sudáfrica en relación con Namibia puede esperar que las Naciones Unidas o sus Miembros reconozcan la validez o los efectos de dichas relaciones, o de las consecuencias de las mismas. Habiendo terminado el Mandato por decisión de la organización internacional en la que recaía la autoridad supervisora de su administración, y habiendo sido declarada ilegal la permanencia de Sudáfrica en Namibia, corresponde a los Estados no miembros actuar de conformidad con esas decisiones.
127. En cuanto a las consecuencias generales resultantes de la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia, todos los Estados deben tener presente que la entidad perjudicada es un pueblo que debe buscar la asistencia de la comunidad internacional en su progreso hacia los objetivos para los que se instituyó el sagrado fideicomiso.
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128. En su declaración oral y en comunicaciones escritas al Tribunal, el Gobierno de Sudáfrica expresó el deseo de suministrar al Tribunal más información fáctica sobre los propósitos y objetivos de la política sudafricana de desarrollo separado o apartheid, sosteniendo que para establecer una violación de las obligaciones internacionales sustantivas de Sudáfrica en virtud del Mandato sería necesario probar que un ejercicio particular de los poderes legislativos o administrativos de Sudáfrica no estaba dirigido de buena fe hacia el propósito de promover al máximo el bienestar y el progreso de los habitantes. El Gobierno de Sudáfrica alega que ningún acto u omisión por su parte constituiría una violación de sus obligaciones internacionales a menos que se demuestre que dicho acto u omisión estaba motivado o dirigido a un fin distinto del de promover los intereses de los habitantes del Territorio.
129. Habiendo formulado el Gobierno de Sudáfrica esta petición, el Tribunal considera que no es necesario aportar pruebas de hecho para determinar si la política de apartheid aplicada por Sudáfrica en Namibia es conforme a las obligaciones internacionales asumidas por Sudáfrica en virtud de la Carta de las Naciones Unidas. Para determinar si las leyes y decretos aplicados por Sudáfrica en Namibia, que son de dominio público, constituyen una violación de los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas, la cuestión de la intención o de la discrecionalidad gubernamental no es pertinente; tampoco es necesario investigar o determinar los efectos de esas medidas sobre el bienestar de los habitantes.
130. Es indiscutible, y está ampliamente respaldado por los documentos anexos a la declaración escrita de Sudáfrica en este procedimiento, que la política gubernamental oficial seguida por Sudáfrica en Namibia es lograr una separación física completa de las razas y los grupos étnicos en zonas separadas dentro del Territorio. La aplicación de esta política ha requerido, como ha reconocido Sudáfrica, medidas restrictivas de control oficialmente adoptadas y aplicadas en el Territorio por el poder coercitivo del antiguo Mandatario. Estas medidas establecen limitaciones, exclusiones o restricciones para los miembros de los grupos de población indígena con respecto a su participación en determinados tipos de actividades, campos de estudio o de formación, trabajo o empleo y también los someten a restricciones o exclusiones de residencia y circulación en amplias zonas del Territorio.
131. En virtud de la Carta de las Naciones Unidas, el antiguo Mandatario se había comprometido a observar y respetar, en un territorio con estatuto internacional, los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos sin distinción de raza. Establecer en su lugar, y hacer cumplir, distinciones, exclusiones, restricciones y limitaciones basadas exclusivamente en motivos de raza, color, ascendencia u origen nacional o étnico que constituyen una negación de los derechos humanos fundamentales es una violación flagrante de los propósitos y principios de la Carta.
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132. El Gobierno de Sudáfrica también presentó una solicitud para que se celebrara un plebiscito en el Territorio de Namibia bajo la supervisión conjunta de la Corte y del Gobierno de Sudáfrica (párr. 16 supra). Esta propuesta se presentó en relación con la solicitud de presentar pruebas fácticas adicionales y como medio de aportar pruebas ante la Corte. Habiendo concluido la Corte que no se requerían más pruebas [p 58], que el Mandato fue válidamente terminado y que en consecuencia la presencia de Sudáfrica en Namibia es ilegal y sus actos en nombre de o concernientes a Namibia son ilegales e inválidos, se deduce que no puede atender esta propuesta.
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133. Por estas razones,
El Tribunal opina,
en respuesta a la pregunta:
“¿Cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, a pesar de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad?”
por 13 votos contra 2,
(1) que, siendo ilegal la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, Sudáfrica tiene la obligación de retirar inmediatamente su administración de Namibia y poner fin así a su ocupación del Territorio;
por 11 votos contra 4,
(2) que los Estados Miembros de las Naciones Unidas tienen la obligación de reconocer la ilegalidad de la presencia de Sudáfrica en Namibia y la invalidez de sus actos en nombre de Namibia o relativos a Namibia, y de abstenerse de todo acto y, en particular, de todo trato con el Gobierno de Sudáfrica que implique el reconocimiento de la legalidad de dicha presencia y administración o la prestación de apoyo o asistencia a las mismas;
(3) que incumbe a los Estados que no son Miembros de las Naciones Unidas prestar asistencia, en el ámbito del subpárrafo (2) anterior, en la acción que han emprendido las Naciones Unidas con respecto a Namibia.
Hecho en francés y en inglés, siendo el texto inglés el que da fe, en el Palacio de la Paz, La Haya, el día veintiuno de junio de mil novecientos setenta y uno, en dos ejemplares, uno de los cuales se depositará en los archivos de la Corte y el otro se remitirá al Secretario General de las Naciones Unidas.
(Firmado) Zafrulla Khan,
Presidente.
(Firmado) S. Aquarone,
Secretario. [p 59]
El Presidente Sir Muhammad Zafrulla Khan hace la siguiente declaración:
Estoy totalmente de acuerdo con la Opinión del Tribunal, pero me gustaría añadir algunas observaciones sobre dos o tres aspectos de la presentación realizada ante el Tribunal en nombre de Sudáfrica.
Se alegó que, en virtud del sistema de supervisión previsto en el Pacto de la Liga y en los diferentes acuerdos de mandato, el mandatario podía, en última instancia, desobedecer los deseos del Consejo de la Liga emitiendo su voto en contra de las instrucciones que el Consejo propusiera dar al mandatario. El argumento es que este sistema se concibió deliberadamente, con los ojos abiertos, para dejar al Consejo impotente ante el veto del mandatario si éste decidía ejercerlo. En apoyo de este argumento se invocó el apartado 5 del artículo 4 del Pacto de la Liga, en virtud del cual todo Miembro de la Liga que no estuviera representado en el Consejo debía ser invitado a enviar un representante para que participara como miembro en cualquier reunión del Consejo durante el examen de asuntos que afectaran especialmente a los intereses de dicho Miembro. Esto daba derecho al mandatario a participar como miembro en cualquier reunión del Consejo en la que se tratara un asunto que afectara a sus intereses como mandatario. En virtud del apartado 1 del artículo 5 del Pacto, las decisiones del Consejo requerían el acuerdo de todos los Miembros de la Liga representados en la reunión. Esto se conoce como la regla de la unanimidad y, en virtud de la misma, se alegó que un mandatario poseía un derecho de veto cuando asistía a una reunión del Consejo en virtud del apartado 5 del artículo 4 y, en consecuencia, la última palabra sobre la forma y el método de la administración del mandato correspondía al mandatario. Este argumento es insostenible. Si estuviera bien fundada, reduciría todo el sistema de mandatos a una burla. Como observó el Tribunal en su sentencia de 1966
En la práctica, con frecuencia no se insistió en la regla de la unanimidad, o su impacto se vio mitigado por un proceso de toma y daca, y por diversos dispositivos procedimentales a los que se prestaron tanto el Consejo como los mandatarios”. Según la información de que dispone el Tribunal, nunca se ha dado el caso de que un mandatario “vetara” lo que de otro modo habría sido una decisión del Consejo. Sin embargo, también se procuró evitar situaciones en las que el mandatario se hubiera visto obligado a aceptar las opiniones del resto del Consejo sin emitir un voto en contra. La ausencia ocasional y deliberada del mandatario en una reunión permitió que se tomaran decisiones contra las que el mandatario se habría sentido obligado a votar si hubiera estado presente. Esto formaba parte del proceso antes mencionado para llegar a conclusiones generalmente aceptables”. (I.C.J. Reports 1966, pp. 44-45.) [p 60].
El representante de Sudáfrica, en respuesta a una pregunta de un Miembro del Tribunal, confesó que no había ni un solo caso registrado en el que el representante de una Potencia obligatoria hubiera emitido alguna vez un voto negativo en una reunión del Consejo para bloquear una decisión de éste. Queda así establecido que, en la práctica, la última palabra siempre la tuvo el Consejo de la Liga y no el mandatario.
El Pacto de la Liga contenía amplias disposiciones para garantizar la eficacia del Pacto y la conformidad con sus disposiciones en lo que respecta a las obligaciones derivadas de la pertenencia a la Liga. Un Miembro de la Liga que hubiera violado cualquier pacto de la Liga podría ser declarado que ha dejado de ser Miembro de la Liga por un voto del Consejo concurrido por los representantes de todos los demás Miembros de la Liga representados en él (párr. 4, Art. 16, del Pacto).
El representante de Sudáfrica admitió que:
“. . . si se produjera un conflicto entre un mandatario y el Consejo y si todos los miembros del Consejo opinaran que el mandatario ha violado un pacto de la Liga, habría sido legalmente posible para el Consejo expulsar al mandatario de la Liga y, a partir de entonces, las decisiones del Consejo ya no podrían ser frustradas por el mandatario en cuestión, por ejemplo, una decisión de revocar el mandato. El mandatario dejaría de ser miembro de la Liga y, en consecuencia, ya no tendría derecho a asistir a las reuniones del Consejo ni a votar en ellas.
… estamos de acuerdo en que, expulsando a un mandatario, el Consejo podría haber superado las dificultades prácticas o mecánicas creadas por el requisito de unanimidad”. (Audiencia de 15 de marzo de 1971.)
Fue sin duda la conciencia de esta posición lo que impulsó la ausencia deliberada de un mandatario en una reunión del Consejo de la Liga que permitió al Consejo tomar decisiones contra las que el mandatario podría haberse sentido obligado a votar si hubiera estado presente.
Si un mandatario deja de ser miembro de la Liga y el Consejo considera útil la presencia de su representante en una reunión del Consejo en la que se traten asuntos que afecten al mandato, se le puede invitar a asistir, como ocurrió en el caso de Japón después de que dejara de ser miembro de la Liga. Pero no podría asistir de pleno derecho en virtud del apartado 5 del artículo 4 del Pacto.
Además, si surgiera la necesidad, el Pacto podría enmendarse en virtud del artículo 26 del Pacto. De hecho, no surgió tal necesidad, sino que la autoridad estaba prevista en el Pacto. Por lo tanto, sería ocioso sostener que el sistema de mandatos se concibió deliberadamente, con los ojos abiertos, para dejar al Consejo de la Liga impotente frente al veto del mandatario si éste decidía ejercerlo.
Los responsables del Pacto estaban ansiosos y se esforzaron [p 61] por instituir un sistema que fuera eficaz para cumplir plenamente el sagrado encargo de la civilización. Si hubieran concebido deliberadamente un marco que pudiera permitir a un mandatario tan inclinado a desafiar el sistema con impunidad, habrían sido culpables de desvirtuar el propósito declarado del sistema de mandatos y esto no se puede pensar; tampoco se puede imaginar que estos sabios estadistas, a pesar de todo el cuidado que pusieron y el razonamiento y la persuasión que pusieron en juego, fueran finalmente persuadidos a aceptar como realidad lo que tan fácilmente podría convertirse en una ficción.
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En mi opinión, la autoridad supervisora de la Asamblea General de las Naciones Unidas con respecto al territorio bajo mandato, derivada del Pacto de la Liga y del Acuerdo de Mandato, no está restringida por ninguna disposición de la Carta de las Naciones Unidas. El alcance de esa autoridad debe determinarse por referencia a las disposiciones pertinentes del Pacto de la Sociedad y del Acuerdo de Mandato. La Asamblea General tenía derecho a ejercer la misma autoridad con respecto a la administración del Territorio por el Mandatario que la que poseía el Consejo de la Sociedad y sus decisiones y determinaciones a ese respecto tenían la misma fuerza y efecto que las decisiones y determinaciones del Consejo de la Sociedad. Esto quedó bien ilustrado en el caso de la resolución 289 (IV) de la Asamblea General, adoptada el 21 de noviembre de 1949, en la que se recomendaba que Libia se independizara lo antes posible y, en cualquier caso, no más tarde del 1 de enero de 1952. Se establecía un procedimiento detallado para la consecución de este objetivo, que incluía el nombramiento por la Asamblea General de un Comisionado de las Naciones Unidas en Libia y de un Consejo para ayudarle y asesorarle, etc. Todas las recomendaciones contenidas en esta resolución constituían decisiones vinculantes; decisiones que habían sido adoptadas de conformidad con las disposiciones de la Carta, pero cuyo carácter vinculante se derivaba del Anexo XI del Tratado de Paz con Italia.
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El representante de Sudáfrica, en el transcurso de su presentación oral, se abstuvo de utilizar la expresión “apartheid”, pero instó a:
“. . . Sudáfrica se encuentra en la posición de que su conducta sería ilegal si la diferenciación que admite practicar estuviera dirigida a, y tuviera como resultado subordinar los intereses de uno o ciertos grupos sobre una base racial o étnica a los de otros, …. Si esto puede establecerse de hecho, entonces Sudáfrica sería culpable de violación de sus obligaciones a este respecto, de lo contrario no”. (Audiencia del 17 de marzo de 1971.)[p 62]
La política de apartheid fue iniciada por el Primer Ministro Malan y luego puesta en práctica enérgicamente por sus sucesores, Strijdom y Verwoerd. Se ha proclamado continuamente que el propósito y objeto de la política es el mantenimiento de la dominación blanca. En un discurso ante la Asamblea Legislativa de Sudáfrica, en 1963, el Dr. Verwoerd dijo:
“Reducido a su forma más simple, el problema no es otro que éste: Queremos que Sudáfrica siga siendo blanca. . . Mantenerla blanca sólo puede significar una cosa, a saber, la dominación blanca, no el liderazgo, no la orientación, sino el control, la supremacía. Si estamos de acuerdo en que el deseo del pueblo es que el hombre blanco pueda seguir protegiéndose mediante la dominación blanca … decimos que puede lograrse mediante un desarrollo separado”. (I.C.J. Pleadings, South West Africa, Vol. IV, p. 264.)
La respuesta de Sudáfrica a esto en su Dúplica en los asuntos de 1966 fue, en efecto, que estos y otros pronunciamientos similares estaban matizados por “la promesa de proporcionar tierras natales separadas para los grupos bantúes” en las que el bantú sería libre de desarrollar sus capacidades en el mismo grado que el blanco podría hacerlo en el resto del país. Pero esta promesa estaba siempre sujeta a la condición de que los territorios bantúes se desarrollaran bajo la tutela de los blancos. A este respecto, se alegó que en 1961 “el Primer Ministro habló de un mayor grado de independencia final para los territorios bantúes de lo que había mencionado una década antes”. Esto supone poca diferencia con respecto al objetivo principal de la política, que seguía siendo el dominio de los blancos.
Hay que recordar, sin embargo, que el Tribunal no se ocupa en este procedimiento de las condiciones en Sudáfrica. El Tribunal se ocupa de la administración del suroeste de África llevada a cabo por el Mandatario en cumplimiento de sus obligaciones en virtud del Mandato que prescribía que el bienestar y el desarrollo de los pueblos que aún no eran capaces de valerse por sí mismos en las duras condiciones del mundo moderno constituían un deber sagrado de la civilización y que el mejor método para hacer efectivo este principio era que la tutela de dichos pueblos se confiara a naciones avanzadas que, en razón de sus recursos, su experiencia y su posición geográfica, podían asumir mejor esta responsabilidad (Art. 22, párrafos 1 y 2, del Pacto de la Sociedad de Naciones).
La administración debía llevarse a cabo “en interés de la población autóctona” (párrafo 6, art. 22). Para el cumplimiento de esta obligación no basta con que la administración crea de buena fe que la política que se propone seguir redunda en beneficio de todos los sectores de la población. La autoridad de control debe estar convencida de que redunda en el interés superior de la población autóctona del territorio. Esto se desprende del artículo 6 del Acuerdo de Mandato para Sudáfrica Sudoccidental, leído con el párrafo 6 del artículo 22 del Pacto.
El representante de Sudáfrica, si bien admitió el derecho del pueblo de África Sudoccidental a la libre determinación, insistió en su declaración oral en que el ejercicio de ese derecho debía tener plenamente en cuenta las limitaciones impuestas, según él, a ese ejercicio por las divisiones tribales y culturales del Territorio. Concluyó que en el caso de África Sudoccidental la autodeterminación “bien puede verse prácticamente restringida a algún tipo de autonomía y autogobierno local dentro de un acuerdo más amplio de cooperación” (audiencia del 17 de marzo de 1971). Esto significa, en efecto, una negación de la autodeterminación tal como se contempla en la Carta de las Naciones Unidas.
Cualesquiera que hayan sido las condiciones en Sudáfrica que exijan medidas especiales, esas condiciones no existían en el caso de Sudáfrica Sudoccidental en el momento en que Sudáfrica asumió la obligación de un mandato imperativo con respecto al territorio, ni han vuelto a existir desde entonces. En África Sudoccidental, el pequeño elemento blanco no era ni es autóctono del Territorio. No puede haber excusa en el caso de Sudáfrica Occidental para la aplicación de la política de apartheid en lo que se refiere a los intereses de la población blanca. Se alega, sin embargo, que los diversos grupos indígenas de la población han alcanzado diferentes etapas de desarrollo y que existen serias consideraciones étnicas que exigen la aplicación de la política de desarrollo separado de cada grupo. Las siguientes observaciones del Director del Instituto de Relaciones Raciales de Londres son pertinentes en este contexto:
“. . . Los argumentos de los blancos sudafricanos se basan en los diferentes estadios de desarrollo alcanzados por los diversos grupos de personas. Es un hecho indiscutible que los grupos se han desarrollado a ritmos diferentes en lo que respecta al control del medio ambiente (aunque la comprensión de otros aspectos de la vida no siempre ha crecido al mismo ritmo). Pero el aspecto del pensamiento sudafricano que se cuestiona ampliamente en otros lugares es la suposición de que un individuo está permanentemente limitado por las limitaciones de su grupo. Sus lazos con él pueden ser fuertes; de hecho, al considerar la política y la supervivencia nacional, la suposición de que serán fuertes es totalmente razonable. Una vez más, como cuestión de elección, la gente puede preferir mezclarse socialmente con los de su propio grupo, pero decir que por ley la gente de un grupo no debe mezclarse con ningún otro sólo puede proceder realmente de una convicción no sólo de que los otros grupos son inferiores, sino de que cada miembro de cada uno de los otros grupos es permanente e irremediablemente inferior. Esto es lo que molesta. El “separados pero iguales” es posible siempre y cuando sea una cuestión de elección de ambas partes; impuesto legalmente por una, debe ser considerado por la otra como una humillación, y mucho más si se aplica no sólo [p 64] al grupo en su conjunto sino a los individuos. De hecho, por supuesto, lo que ha significado el desarrollo separado ha sido cualquier cosa menos igualitario.
Estas son algunas de las razones por las que será difícil encontrar nativos de África que crean que extender la política de desarrollo separado al suroeste de África, incluso más completamente que en la actualidad, redunde en beneficio de cualquiera, excepto de los habitantes blancos”. (Citado en I.C.J. Pleadings, South West Africa, Vol. IV, p. 339.)
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Hacia el final de su presentación oral, el representante de Sudáfrica hizo un alegato al Tribunal en los siguientes términos:
“En nuestra opinión, el requisito general impuesto por la Carta a todas las actividades de las Naciones Unidas es que deben promover la paz, las relaciones amistosas y la cooperación entre las naciones, y especialmente entre los Estados miembros. Sudáfrica, como Estado miembro, tiene el deber de contribuir a esos fines, y desea hacerlo, aunque no tiene intención de abdicar de lo que considera sus responsabilidades en el subcontinente de África meridional.
Para que haya verdaderos esfuerzos por alcanzar una solución pacífica, tendrán que satisfacer ciertos criterios. Tendrán que respetar la voluntad de los pueblos autodeterminados del suroeste de África. Deberán tener en cuenta los factores geográficos, económicos, presupuestarios, étnicos y de desarrollo.
Si este Tribunal, incluso en una opinión sobre cuestiones legales, pudiera indicar el camino hacia una solución pacífica y constructiva en esta línea, entonces el Tribunal habría hecho una gran contribución, en nuestra respetuosa presentación, a la causa de la paz y la seguridad internacionales y, más aún, a la causa de las relaciones amistosas no sólo entre las naciones sino entre todos los hombres.” (Audiencia del 5 de marzo de 1971.)
El representante de los Estados Unidos de América, en su presentación oral, observó que:
“. . . la cuestión de la celebración de un plebiscito libre y adecuado bajo los auspicios apropiados y con las condiciones y disposiciones que garanticen una expresión justa e informada de la voluntad del pueblo de Namibia merece ser estudiada. Es una cuestión que podría someterse adecuadamente a los órganos políticos competentes de las Naciones Unidas, que han manifestado sistemáticamente su preocupación por que los [p 65] namibios alcancen la autodeterminación. El Tribunal tal vez desee indicarlo así en su dictamen al Consejo de Seguridad”. (Audiencia del 9 de marzo de 1971.)
Habiendo llegado la Corte a la conclusión de que el Mandato ha terminado y de que la presencia de Sudáfrica en el África Sudoccidental es ilegal, yo sugeriría, en respuesta a la súplica formulada por el representante de Sudáfrica, que Sudáfrica se ofreciera a retirar su administración del África Sudoccidental en consulta con las Naciones Unidas, de modo que pueda acordarse un proceso de retirada y sustitución en su lugar del control de las Naciones Unidas y llevarse a efecto con la mínima perturbación de las disposiciones administrativas actuales. También debería acordarse que, tras la expiración de un determinado período, pero a más tardar en un plazo razonable a partir de entonces, pueda celebrarse un plebiscito bajo la supervisión de las Naciones Unidas, que deberían garantizar la libertad e imparcialidad del plebiscito, para determinar los deseos de los habitantes del Territorio con respecto a su futuro político. Si el resultado del plebiscito revelara una clara preponderancia de opiniones en apoyo de un curso y objetivo particulares, ese curso debería adoptarse para que el objetivo deseado pudiera alcanzarse lo antes posible.
La insistencia de Sudáfrica en hacer efectiva la voluntad de los pueblos de África Sudoccidental procede presumiblemente de la convicción de que una abrumadora mayoría de los pueblos del Territorio desean una integración política más estrecha con la República de Sudáfrica. En caso de que así fuera, se esperaría que las Naciones Unidas, plenamente comprometidas con el principio de la libre determinación de los pueblos, no tuvieran inconveniente en hacer realidad los deseos claramente expresados por los pueblos del Territorio. Si el resultado del plebiscito revelara su preferencia por una solución diferente, Sudáfrica aceptaría y respetaría con la misma facilidad esa manifestación de la voluntad de los pueblos interesados y cooperaría con las Naciones Unidas para hacerla efectiva.
El Gobierno de Sudáfrica, convencido de que una abrumadora mayoría de los pueblos del Africa Sudoccidental desean verdaderamente la incorporación a la República, correría poco riesgo de que se adoptara una decisión contraria mediante la adopción del procedimiento aquí sugerido. Si se adopta algún procedimiento de este tipo y se lleva a efecto la conclusión que pueda surgir de él, sea cual sea, Sudáfrica se habría reivindicado a los ojos del mundo y en la estimación de los pueblos del suroeste de África, cuyos deseos libremente expresados deben ser supremos. Seguiría existiendo la posibilidad y, si la estimación sudafricana de la situación se acerca lo suficiente a la realidad, la fuerte probabilidad de que, una vez que los pueblos del suroeste de África se encuentren en condiciones de gestionar sus propios asuntos sin ninguna influencia o control exterior y hayan adquirido una mayor experiencia de las dificultades y problemas a los que se enfrentarían, puedan decidir libremente, en el ejercicio de su soberanía, establecer una relación política más estrecha con Sudáfrica. La adopción [p 66] del curso aquí sugerido supondría de hecho una gran contribución “a la causa de la paz y la seguridad internacionales y, más aún, a la causa de las relaciones amistosas no sólo entre las naciones sino entre todos los hombres”.
El Vicepresidente Ammoun y los Jueces Padilla Nervo, Petrén, Onyeama, Dillard y de Castro adjuntan votos particulares a la Opinión del Tribunal.
Los Jueces Sir Gerald Fitzmaurice y Gros adjuntan votos particulares disidentes a las conclusiones del Tribunal de Justicia.
(Rubricado) Z.K.
(Iniciales) S.A.
[p 67] Voto particular del Vicepresidente Ammoun
[Traducción]
1. Habiendo solicitado el Consejo de Seguridad a la Corte Internacional de Justicia, en el marco de la competencia consultiva de esta última, una opinión autorizada sobre las consecuencias jurídicas de la continuación de la presencia de Sudáfrica en Namibia (antigua África del Sudoeste) a pesar de la terminación en 1966 del Mandato tutelar que la Sociedad de Naciones había conferido a dicha Potencia en 1920, la Corte ha sido llamada a pronunciarse, por primera vez con respecto a ciertos principios fundamentales del derecho internacional, sobre una serie de problemas planteados por la solicitud de opinión. Se trata, en particular, de la soberanía de los pueblos dependientes, la institución del mandato, su naturaleza y su objeto, el derecho de los pueblos a la autodeterminación y a la descolonización, la igualdad entre las naciones y entre los individuos, la discriminación racial tal como se expresa en la doctrina del apartheid en Sudáfrica y en Namibia y, en suma, el conjunto de los derechos humanos y su carácter universal imperativo.
Todas estas nociones son la expresión externa de un nuevo cuerpo de derecho internacional, consecuencia de una evolución social y política irreversible del mundo moderno. El Tribunal, en su Opinión Consultiva, no las ha pasado por alto. Sin embargo, en mi opinión, no siempre ha ido lo suficientemente lejos a la hora de explicar las conclusiones jurídicas a las que apuntan.
Además, considero que ni la motivación de la parte dispositiva ni la redacción de dichos apartados son suficientemente explícitas y decisivas en lo que respecta a la calificación jurídica de la presencia de Sudáfrica en Namibia y a las obligaciones para los Estados que se derivan de ella.
Por ello, he considerado mi deber redactar este voto particular con el fin de aportar a la Opinión Consultiva del Tribunal, cuyos puntos de vista comparto, algún apoyo más, por modesto que sea.
2. La República de Sudáfrica, habiéndose acogido, al igual que algunos otros Estados, al artículo 66 del Estatuto de la Corte para proporcionar información en relación con la solicitud de Opinión Consultiva, se presentó como parte en un litigio entre ella y la mayoría de los Estados que habían participado en la votación de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas relativas a Namibia. Por este motivo, solicitó autorización para elegir un juez ad hoc que participara, junto con los miembros del Tribunal, en la elaboración de la opinión.
Habiendo rechazado la solicitud de Sudáfrica por decisión mayoritaria en una Providencia dictada el 29 de enero de 1971, el Tribunal ha explicado que una [p 68] de sus razones residía en la ausencia de controversia entre las partes. Para justificar el nombramiento de un juez ad hoc, no sólo tendría que haber existido un litigio, sino que además no tendría que haber en la Sala ningún juez de la nacionalidad de una de las partes, mientras que en la Sala hubiera un juez de la nacionalidad de la parte contraria. Pero, en el presente procedimiento, ¿cuál habría sido la identidad de la parte contraria? ¿Los Estados que votaron en contra de Sudáfrica? Pero en ese caso los que votaron a favor de Sudáfrica tienen el mismo interés que ella, en el sentido del artículo 31 del Estatuto, y como tales ya están representados. Haber ignorado esto y permitido a Sudáfrica un juez ad hoc habría contravenido en tales circunstancias la norma de esa misma igualdad que el Estatuto trata de salvaguardar mediante la institución de los jueces ad hoc. A fortiori, esto excluye cualquier poder discrecional que algunos pudieran querer deducir del artículo 68 del Estatuto, ya que el Tribunal no puede, con el pretexto de la interpretación, contravenir la norma fundamental y la razón de ser de dicha institución. En cualquier caso, si se hubiera aceptado la opinión de la minoría, el Tribunal debería, en mi opinión, haber permitido la elección de un juez ad hoc tanto para Sudáfrica como para Namibia. La personalidad jurídica de Namibia habría sido así reconocida judicialmente y Namibia habría comparecido por primera vez en un procedimiento internacionalFN1.
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FN1 Namibia sólo fue admitida en la Comisión Económica para África de las Naciones Unidas en calidad de observador.
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Namibia, incluso en los períodos en que había sido reducida a la condición de colonia alemana o estaba sujeta al Mandato Sudafricano, poseía una personalidad jurídica que sólo le negaba la ley ahora obsoleta. Las potencias de la época la consideraban un concepto meramente geográfico que tomaba su nombre de su ubicación en el sudoeste del continente africano. No obstante, constituía un sujeto de derecho distinto del Estado alemán, que poseía la soberanía nacional pero carecía del ejercicio de la misma. La institución del Mandato, a fortiori, no connotaba la anexión del país que estaba sujeto a él, como ha dejado claro el Tribunal de Justicia remitiéndose a su anterior Opinión Consultiva de 18 de julio de 1950. La soberanía, que es inherente a todo pueblo, al igual que la libertad es inherente a todo ser humano, no dejó por tanto de pertenecer al pueblo sometido a mandato. Simplemente, durante un tiempo, había quedado inarticulada y privada de libertad de expresión. El General Smuts, Primer Ministro de la Unión Sudafricana, ya lo reconoció en su estudio sobre lo que debía ser la institución del mandato [FN2]. Como beneficiarios en cuyo nombre debían celebrarse los acuerdos de mandato, era justo que algunos de los pueblos que iban a ser sometidos a ellos fueran consultados sobre la selección del mandatario. Eso es lo que estipulaba el párrafo 4 del artículo 22 del Pacto, para los pueblos escindidos del Imperio Otomano. De hecho, la comisión de investigación, reducida a sus [p 69]
El Reino Unido y Francia declinaron la invitación del presidente norteamericano Woodrow Wilson a participar, porque habían llegado a un acuerdo sobre el reparto de los mandatos y ya se encontraban sobre el terreno. La mayoría de las poblaciones consultadas exigían la independencia inmediata, pero el derecho de los pueblos a la autodeterminación aún no había madurado y sólo a raíz de la Segunda Guerra Mundial los cuatro países mencionados iban a obtener su independencia.
———————————————————————————————————————[FN2]The League of Nations: Una sugerencia práctica
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La opinión expresada por Paul Fauchille, escribiendo en 1922, merece atención únicamente como ilustración histórica, ya que hoy ha perdido toda relevancia. “Parece claro”, afirmaba, “que, mientras que en el caso de los mandatos de la segunda y tercera categorías la soberanía plena se atribuye al Mandatario, en el caso de los mandatos de la primera categoría, como en un protectorado propiamente dicho, existe un reparto de soberanía entre las comunidades o naciones independientes y el Mandatario FN1”. Fauchille asimiló así los mandatos “B” y “C” a las colonias de su época. Concibió un reparto de la soberanía en el caso de los Mandatos “A”, mientras que hay que convenir en que la soberanía es indivisible, al igual que la libertad, y que lo único que cabe concebir es una distinción entre la posesión de la soberanía y su ejercicio. Stoyanovsky, escribiendo tres años más tarde, adoptó un punto de vista más preciso cuando defendió la noción de soberanía virtual que reside en un pueblo privado de su ejercicio por dominación o tutela FN2. Ésta era también la opinión de Paul Pic FN3.
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FN1 Traité de droit international public, 1922, Vol. I, p. 298.
FN2 La théorie générale des mandats internationaux, 1925, pp. 83 y ss.
FN3 “Le régime des mandats d’après le traité de Versailles”, Revue générale de droit international public, 1923, 2nd Séries, IV, No. 5, p. 334.
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Es cierto que la condición de pueblo de los namibios, reconocida por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 2372 (XXII) de 12 de junio de 1968, ha sido discutida por el Gobierno sudafricano para justificar la división y el gobierno del país bajo el eufemismo del desarrollo separado, conocido en afrikaans como apartheid. Pero el pueblo namibio, cuya existencia y unidad ha reconocido a su vez el Tribunal en la presente Opinión Consultiva, ha afirmado por sí mismo su personalidad internacional al emprender la lucha por la libertad. Dado que Sudáfrica se ha opuesto a la consecución de los objetivos del Mandato y ha bloqueado el camino de Namibia hacia la independencia y el disfrute de su plena soberanía, Namibia ha decidido luchar. La legitimidad de la lucha nacional namibia ha sido reconocida en cuatro resoluciones de la Asamblea General[FN4] y en la resolución 269 (1969) del Consejo de Seguridad. Esta lucha, por analogía, continúa la línea de las emprendidas por otros miembros de la comunidad internacional, durante la Primera Guerra Mundial, antes de ser reconocidos como Estados, como los pueblos polaco, checo y [p 70] eslovaco; o del movimiento nacional francésFN1 en la época en que Francia estaba bajo el dominio de la Alemania nazi.
——————————————————————————————————————— [FN4]Resoluciones 2372 (XXII), 2403 (XXIII), 2498 (XXIV) y 2517 (XXIV).
FN1 FN1 Estos son los términos utilizados por L. Cavaré, Droit international public positif, Vol. II, 2ª ed., pp. 334 y ss.
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En derecho, la legitimidad de la lucha de los pueblos no puede ponerse en duda, ya que se desprende del derecho de legítima defensa, inherente a la naturaleza humana, confirmado por el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. También es un principio aceptado que la autodefensa puede ser colectiva; así vemos a los demás pueblos de África, miembros de la Organización de la Unidad Africana, asociados a los namibios en su lucha por la libertad. Lo confirma también la Declaración Universal de Derechos Humanos, que subraya en su preámbulo que “para que el hombre no se vea obligado a recurrir, como último recurso, a la rebelión contra la tiranía y la opresión, es indispensable que los derechos humanos estén protegidos por el imperio de la ley”.
Así pues, la lucha del pueblo namibio se inscribe en el marco del derecho internacional, sobre todo porque la lucha de los pueblos en general ha sido uno de los factores, si no el principal, en la formación de la norma consuetudinaria por la que se reconoce el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Por lo tanto, habría deseado que el Tribunal, al igual que la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, hubiera mencionado en su dictamen la lucha legítima del pueblo namibio. Pero su silencio sobre este tema no excluye su acuerdo, ya que se ha referido a las resoluciones pertinentes de los otros dos órganos de las Naciones Unidas.
El Tribunal no ha mencionado la decisión de la Asamblea General según la cual “en lo sucesivo, el África Sudoccidental queda bajo la responsabilidad directa de las Naciones Unidas” (párrafo 4 de la resolución 2145 (2000) de la Asamblea General). 4 de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General). Esto debería haberse dicho para dejar clara la naturaleza de las relaciones entre la Organización, por una parte, y Namibia y la República de Sudáfrica, por otra. El Tribunal tampoco se ha referido a la creación de un Consejo de las Naciones Unidas para el África Sudoccidental (párrafo 6 de la misma resolución), cuyo nombre fue cambiado por la resolución 2372 (XXII) por el de Consejo de las Naciones Unidas para Namibia y al que la resolución 2248 (S-V) había conferido poderes de Estado. Se trata de los poderes que correspondía ejercer al Mandatario hasta la expiración del Mandato, y que facultan al Consejo, actuando en nombre de las Naciones Unidas, para ejercer la competencia legislativa y la autoridad administrativa en Namibia, así como para representarla diplomáticamente y ejercer la protección diplomática de sus nacionales. Es a este órgano al que, en otras circunstancias, le habría correspondido elegir un juez ad hoc para Namibia, y también podría haber presentado al Tribunal una declaración escrita y una declaración oral, como hizo el Gobierno de Sudáfrica. Sin embargo, no recibió la comunicación mencionada en el artículo 66 que le habría autorizado a hacerlo. [p 71]
3. La revocación del Mandato de Sudáfrica sobre Namibia decidida por la Asamblea General de las Naciones Unidas se basa en tres motivos que se mencionan en el quinto párrafo del preámbulo de la resolución 2145 (XXI) de 27 de octubre de 1966, que dice lo siguiente:
“Convencida de que la administración del Territorio bajo mandato por Sudáfrica se ha llevado a cabo de manera contraria al Mandato, a la Carta de las Naciones Unidas y a la Declaración Universal de Derechos Humanos”.
La Asamblea General había llegado a esta decisión tras constatar, en el octavo párrafo del preámbulo de la misma resolución,
“. . que todos los esfuerzos de las Naciones Unidas para inducir al Gobierno de Sudáfrica a cumplir sus obligaciones respecto de la administración del Territorio bajo Mandato y para garantizar el bienestar y la seguridad de los habitantes indígenas han sido en vano”.
Así pues, la revocación del Mandato se basó explícitamente en tres motivos relacionados con instrumentos internacionales de primera importancia. Al negarse, con toda razón, a cuestionar la validez formal o intrínseca de las resoluciones en cuestión, el Tribunal consideró, no obstante, necesario refutar los argumentos esgrimidos a este respecto por algunos Estados. Al hacerlo, tuvo además que dirigir su consideración a cada uno de los tres motivos enunciados en la resolución 2145 (XXI) como justificación de la terminación del Mandato y que implicaban la ilegalidad de la presencia en Namibia de las autoridades sudafricanas así desprovistas de título.
El Tribunal examinó el primer motivo, a saber, el de la violación del artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones y del artículo 2 del acuerdo de mandato, según los cuales:
“El Mandatario promoverá al máximo el bienestar material y moral y el progreso social de los habitantes del territorio sujeto al presente Mandato”.
El Tribunal no podía contentarse con constatar que el Mandatario había violado esta obligación, ya que debía deducir las consecuencias jurídicas de la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia, y estas consecuencias difieren en naturaleza y en número según se trate de una violación de los textos relativamente limitados que constituyen los instrumentos del mandato, o de una violación de las obligaciones que emanan de la Carta constitucional de las Naciones Unidas y de la Declaración universal de los derechos humanos.
Además, los principios y propósitos de las Naciones Unidas deben ser observados por todos sus órganos: por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad y, no menos, por la Corte Internacional de Justicia, así como por cada uno de los Estados miembros.
Ahora, se nos dice que estos principios han sido violados, estos propósitos gravemente descuidados. Y cuando los órganos políticos han cumplido con sus obligaciones, denunciando y condenando estas violaciones y esta grave negligencia, la Corte Internacional de Justicia se debía a sí misma cumplir con sus propias obligaciones no cerrando los ojos ante conductas que infringen los principios y derechos que es su deber defender.
Una vez más, el Tribunal no podía permanecer impasible ante la evolución del derecho internacional moderno que se está produciendo en las Naciones Unidas a través de la aplicación y la extensión a todo el mundo de los principios de igualdad, libertad y paz en la justicia que se recogen en la Carta y en la Declaración Universal de Derechos Humanos.
El Tribunal no es un órgano legislador. Declara la ley. Pero es una ley discernible del progreso de la humanidad, no una ley obsoleta, vestigio de las desigualdades entre los hombres, de la dominación y del colonialismo que reinaban en las relaciones internacionales hasta principios de este siglo, pero que ahora están desapareciendo, gracias a la lucha que libran los pueblos y a la extensión hasta los confines del mundo de la comunidad universal de la humanidad.
Así, además de la violación de las estipulaciones del Mandato, el Tribunal no omitió el examen de los otros dos motivos de su terminación. Al referirse, como la resolución 2145 (XXI), a la Carta de las Naciones Unidas y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Tribunal ha afirmado el carácter imperativo del derecho de los pueblos a la autodeterminación y también de los derechos humanos cuya violación por las autoridades sudafricanas ha denunciado. Me parece, sin embargo, que su razonamiento y sus conclusiones, que, como he dicho, suscribo, dejan lugar a explicaciones que, expresadas en los votos particulares, pueden servir para reforzar dichas conclusiones.
4. 4. Por lo que respecta a la supervivencia del Mandato tras la disolución de la Liga y la asunción por las Naciones Unidas de la supervisión de la administración del Mandato, que el Tribunal ha justificado mediante argumentos jurídicos extraídos del examen de los fines y objetivos del Mandato a la luz de los textos y travaux préparatoires y del análisis de los artículos pertinentes de la Carta, remitiéndose también en este punto a algunas de sus decisiones anteriores (las Opiniones Consultivas de 1950, 1955 y 1956, y la Sentencia de 1962), quisiera añadir una observación general que me parece esencial; Se refiere a la naturaleza misma de la institución del mandato tutelar y a su lugar en la evolución de la humanidad.
Los historiadoresFN1 han trazado la marcha ascendente de la humanidad desde la aparición del homo sapiens sobre la faz del globo, en primer lugar en el Próximo Oriente, en lo que era la tierra de Canaán, hasta la época de los más grandes pensadores y, más particularmente, a lo largo de toda la historia [p 73] del progreso social, desde la esclavitud de la Antigüedad hasta el impulso inevitable e irreversible del hombre hacia la igualdad y la libertad. Esta marcha es como el tiempo mismo. Nunca se detiene. Nada se interpone en su camino durante mucho tiempo. Los textos, ya sean leyes, constituciones, declaraciones, pactos o cartas, no hacen sino definirla y marcar sus fases sucesivas. Son un mero registro de ella. En otras palabras, los derechos progresivos de que gozan los hombres y los pueblos son mucho menos el resultado de esos textos que del progreso humano del que son testigos.
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FN1 Véase, en particular, H. G. Wells, Outline of History.
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La institución de la tutela, que sucede a la colonialización y precede y prepara el camino de la independencia soberana, tiene su lugar en esta marcha ascendente, en una etapa de la cual nació este concepto de tutela, en 1920; en la etapa siguiente, debía terminar. Las disposiciones del artículo 22 del Pacto y los términos de los acuerdos de mandato, tanto si definen los fines de la tutela como si especifican la ayuda que debe prestarse a los pueblos atrasados para que puedan alcanzar la vanguardia de los pueblos más desarrollados, dan expresión a esta realidad cinética. Wood-row Wilson, e incluso el general sudafricano Smuts, y el ministro francés Simon, estaban imbuidos de esta verdad cuando admitieron que los mandatos deben tener un fin, o son revocables. Y así, volviendo a los argumentos expuestos en la Opinión Consultiva, hubiera deseado que la revocabilidad del Mandato, que ha sido tan fuertemente impugnada, se hubiera justificado más plenamente por referencia a la naturaleza de la tutela y en consideración del contexto universal en el que se inscribe. Teniendo en cuenta su naturaleza y sus fines, la duración del Mandato tutelar no podía ser determinada a voluntad por la parte encargada o a la que se le había confiado. Cuando la Asamblea General, representante de la comunidad internacional una vez que la Liga dejó de hacerlo, decidió la revocación de ese Mandato, con efecto erga omnes en vista del carácter institucional objetivo del Mandato, esa revocación también era vinculante para el número extremadamente reducido de Estados que se habían opuesto a ella o que, al expresar dudas y reservas, habían denegado su aprobación. Pues ¿cómo podía el Mandato de Sudáfrica, con sus órganos y estructuras, habiendo caducado por la cuasi unanimidad de los Estados, sobrevivir a los ojos de algunos otros? Una institución es una criatura de la razón que existe o no existe: no puede al mismo tiempo ser y no ser. Eso no sería menos curioso que si un Estado admitido por mayoría en las Naciones Unidas fuera Miembro para unos pero no para otros.
5. El reconocimiento del derecho de los pueblos a la autodeterminación es expresado por el Tribunal en el párrafo 52 de la Opinión Consultiva. Allí se afirma, entre otras cosas, que:
“Además, el desarrollo posterior del derecho internacional, en lo que respecta a los territorios no autónomos, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, hizo que el principio de autodeterminación fuera aplicable a todos ellos. … Otra etapa importante en esta evolución fue la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales (resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, de 14 de diciembre de 1960), que abarca a todos los pueblos y territorios que “aún no han alcanzado la independencia””.
El Dictamen no carece de fuerza persuasiva; la habría tenido aún más si hubiera recorrido el camino por el que este derecho de los pueblos ha entrado en el derecho internacional positivo y hubiera determinado exactamente cuáles han sido los factores que han intervenido en su elaboración. Me refiero en particular a la lucha de los pueblos por la libertad y la independencia, que no ha cesado desde que existen pueblos conquistadores y dominadores y pueblos sometidos pero no subyugados. Para limitarnos a los tiempos modernos, podemos mencionar las declaraciones históricas proclamadas a finales del siglo XVIII, las disposiciones de las cartas y pactos actuales, desde la Carta del Atlántico y la Carta de las Naciones Unidas hasta el Pacto de Bogotá y la Carta de la Organización de la Unidad Africana, las repetidas declaraciones de Bandung y de los países no alineados reunidos en Belgrado y El Cairo, la declaración contenida en la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas y. por último, las dos Declaraciones solemnes que marcaron la clausura de los trabajos de las Naciones Unidas durante sus primeros 25 años de existencia: la resolución 2625 (XXV), adoptada por unanimidad el 24 de octubre de 1970, sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, y la resolución 2627 (XXV), adoptada el mismo día con motivo del 25 aniversario de las Naciones Unidas. ¿Habrían visto la luz estos instrumentos internacionales o universales de no haber sido por la heroica lucha de los pueblos que aspiran de todo corazón a la libertad y la independencia? Si existe una “práctica general” que pueda considerarse, sin lugar a dudas, constitutiva de derecho en el sentido de la letra b) del apartado 1 del artículo 38 del Estatuto de la Corte, debe ser sin duda la que está constituida por la acción consciente de los propios pueblos, comprometidos en una lucha decidida. Esta lucha continúa con el fin de afirmar, una vez más, el derecho a la autodeterminación, más concretamente en el sur de África y, específicamente, en Namibia. En efecto, hay que reconocer que el derecho de los pueblos a la autodeterminación, antes de ser escrito en cartas que no fueron concedidas sino ganadas en amargas luchas, había sido escrito primero dolorosamente, con la sangre de los pueblos, en la conciencia finalmente despierta de la humanidad. Y sin esos mismos pueblos, principalmente de Asia y África, que desde la Segunda Guerra Mundial han afluido a la nueva Organización internacional, la primera de carácter universalista, ¿habría sido posible alcanzar ese impresionante número de declaraciones y resoluciones por las que los grandes principios que habían contribuido a consagrar se han traducido en derecho y se han aplicado a la remodelación de las relaciones internacionales?
En cuanto a la “práctica general” de los Estados, a la que tradicionalmente se hace referencia cuando se trata de determinar la emergencia del derecho consuetudinario, [p 75] en el caso del derecho de los pueblos a la libre determinación, se ha generalizado hasta el punto de ser no sólo “general” sino universal, ya que ha sido consagrado en la Carta de las Naciones Unidas (Art. 1, párrafo 2, y Art. 55) y confirmado por los textos que acabamos de mencionar: pactos, declaraciones y resoluciones que, en su conjunto, personifican la unanimidad de los Estados en favor del derecho imperativo de los pueblos a la libre determinación. No hay un solo Estado, hay que subrayarlo, que no haya, al menos una vez, adjuntado su firma a uno u otro de estos textos, o que no lo haya apoyado con su voto. Por otra parte, el gran número de Estados -no menos de 55- que, desde la consagración por la Carta del derecho de autodeterminación, se han beneficiado de él, después de haber asegurado, mediante las luchas y los esfuerzos de sus pueblos, su plasmación definitiva tanto en la teoría como en la práctica del nuevo derecho, pone de manifiesto el acierto confirmado de esta práctica. Si hubiera quedado alguna duda al respecto en la mente de los Estados Miembros de las Naciones Unidas, no habrían resuelto proclamar la legitimidad de la lucha de los pueblos -y más concretamente del pueblo namibio- para hacer valer su derecho de autodeterminación. Si este derecho sigue sin ser reconocido como norma jurídica en la práctica de unos pocos y raros Estados o en los escritos de algunos teóricos aún más raros, la actitud de los primeros se explica por la preocupación por sus intereses tradicionales, y la de los segundos por una especie de respeto extremo por ciertos postulados del derecho internacional clásico arraigados desde hace mucho tiempo. El Derecho es un hecho vivo, no una brillante lista de honor de escritores del pasado cuya obra, por supuesto, impone respeto, pero de los que no puede pensarse, salvo en el caso de algunas grandes mentes, que tuvieran una visión de futuro tal que les permitiera ver siempre más allá de su propia época. Todo viene a demostrar lo difícil que es liberarse de las servidumbres de un pasado que nosotros mismos hemos vivido y de unas tradiciones que siempre hemos respetado. Se trata, pues, de una página de la historia que hay que pasar en apego a una ley caduca que niega a las resoluciones de las Naciones Unidas la autoridad con que la Carta las ha investido, autoridad que ha sido reforzada por la voluntad casi unánime de los pueblos del mundo. Esa voluntad es incomparablemente más decisiva que la de las cinco o seis Potencias que han afirmado concepciones opuestas apoyándose en una pretensión de representatividad cuya falta de base jurídica deben confesar. Los hechos, por tanto, han vencido su última resistencia, y en las dos últimas frases del párrafo 52 de la Opinión Consultiva se puede ver una alusión a esta lucha: una quizás demasiado discreta, pero en cualquier caso la Opinión ha escrito finis al asunto.
6. La violación de los derechos humanos no ha llegado a su fin en ninguna parte del mundo; para darse cuenta de ello basta con consultar los archivos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas o de la Comisión Internacional de Juristas, o simplemente leer la prensa mundial. Las violaciones de la libertad personal y de la dignidad humana, las discriminaciones raciales, sociales o religiosas que constituyen [p 76] la más grave de las violaciones de los derechos humanos, puesto que aniquilan la doble base que proporcionan la igualdad y la libertad, resisten todavía a las corrientes de liberación en cada uno de los cinco continentes. Ello no es, desde luego, motivo para cerrar los ojos ante la conducta de las autoridades sudafricanas. Los hechos mencionados ante el Tribunal en relación con la solicitud de Opinión Consultiva no pueden ser ignorados, ya que su consideración es importante para la determinación de las consecuencias jurídicas de la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia.
La Opinión Consultiva tiene en cuenta la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En el caso de algunas de las disposiciones de la Declaración, atraídas por la conducta de Sudáfrica, habría sido una mejora haber tratado en términos de su carácter conminatorio, lo que está implícito en los párrafos 130 y 131 del Dictamen por las referencias a su violación.
En su declaración escrita, el Gobierno francés, aludiendo a las obligaciones que Sudáfrica aceptó en virtud del Mandato y asumió al convertirse en Miembro de las Naciones Unidas, y a las normas establecidas en la Declaración Universal de Derechos Humanos, afirmó que no cabía duda de que el Gobierno de Sudáfrica había infringido sistemáticamente, en un sentido muy real, esas normas y esas obligaciones. No obstante, refiriéndose a la mención por la resolución 2145 (XXI) de la Declaración Universal de Derechos Humanos, objetó que era manifiestamente imposible que el incumplimiento de las normas que consagraba se sancionara con la revocación del Mandato, en la medida en que esa Declaración no tenía el carácter de un tratado vinculante para los Estados.
Aunque las afirmaciones de la Declaración no son vinculantes qua convención internacional en el sentido de la letra a) del apartado 1 del artículo 38 del Estatuto de la Corte, pueden vincular a los Estados sobre la base de la costumbre en el sentido de la letra b) del apartado 1 del mismo artículo, ya sea porque constituyeron una codificación del derecho consuetudinario, como se dijo respecto del artículo 6 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, o porque han adquirido fuerza de costumbre mediante una práctica general aceptada como derecho, en los términos de la letra b) del apartado 1 del artículo 38 del Estatuto. Un derecho que sin duda debe considerarse una norma consuetudinaria vinculante preexistente que la Declaración Universal de Derechos Humanos codificó es el derecho a la igualdad, que de común acuerdo se ha considerado inherente a la naturaleza humana desde los tiempos más remotos.
La igualdad reclamada por los namibios y por otros pueblos de todos los colores, cuyo derecho es el resultado de prolongadas luchas para hacerla realidad, es algo de vital interés para nosotros aquí, por un lado porque es el fundamento de otros derechos humanos que no son más que sus corolarios y, por otro, porque naturalmente excluye la discriminación racial y el apartheid, que son los hechos más graves de los que se acusa a Sudáfrica, como también a otros Estados. Por lo tanto, la atención [p 77] que le dedico en estas observaciones no puede considerarse en absoluto exagerada o desproporcionada.
No es mera casualidad que en el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre figure, así redactado, este principio o axioma primordial: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
De este primer principio se derivan la mayoría de los derechos y libertades.
De todos los derechos humanos, el derecho a la igualdad es, con mucho, el más importante. También es el que lleva más tiempo reconocido como derecho natural; incluso puede decirse que la doctrina del derecho natural nació en la antigüedad con el concepto de igualdad humana como primer elemento. Forma parte del derecho natural desde Zenón de Sidón [FN1] y sus primeros discípulos. Es en los países no europeos donde hay que buscar la procedencia del propio concepto, así como de sus más ardientes defensores actuales. Al igual que el cristianismo que más tarde abrazó las mismas premisas, la filosofía de Zenón reflejaba la rebelión de los humildes y los oprimidos. “La libertad estoica”, nos enseña Hegel en su Fenomenología de la mente, “surgió en una época de miedo y esclavitud”. La igualdad no era del agrado de los griegos hasta la época de Platón y Aristóteles inclusive, quienes encontraron palabras para justificar la desigualdad y la esclavitud [FN2], mientras que para los estoicos: “el hombre no es esclavo ni por naturaleza ni por conquista”. Cuando Zenón murió, su obra estaba terminada, y la noción de igualdad definitivamente recibida y propagada por todo el mundo de aquella época por sus discípulos[FN3], los lejanos precursores de los filósofos del siglo XVIII. Dos corrientes de pensamiento se habían establecido en las dos orillas opuestas del Mediterráneo, una corriente grecorromana representada por Epicteto, Lucano, Cicerón y Marco Aurelio; y una corriente asiática y africana, que comprendía a los monjes del Sinaí y San Juan Clímaco, Alejandría con Plotino y Filón el Judío, Cartago a la que San Agustín dio nuevo lustre; las dos corrientes fluían juntas en España con Séneca. La filosofía estoica, [p 78] sembrando por primera vez en la historia de la humanidad las semillas de la igualdad entre los hombres y entre las naciones, influyó en los más grandes jurisconsultos romanos de origen fenicio, Papinio y Ulpiano, y luego en los doctores del cristianismo FN1 a través de los cuales se transmitió finalmente a la Edad de la RazónFN2. Se preparó así el terreno para el proceso legislativo y constitucional que comenzó con las primeras declaraciones o cartas de derechos en América y Europa, continuó con las constituciones del siglo XIX y culminó en el derecho internacional positivo en las cartas de San Francisco, Bogotá y Addis Abeba, y en la Declaración Universal de Derechos Humanos que ha sido confirmada por numerosas resoluciones de las Naciones Unidas, en particular las declaraciones antes mencionadas adoptadas por la Asamblea General en las resoluciones 1514 (XV), 2625 (XXV) y 2627 (XXV). El Tribunal, a su vez, lo ha confirmado ahora.
———————————————————————————————————————[FN1] Según Diógenes Laertes, se le erigió una estatua en esa ciudad, así como en Atenas, adonde había ido a enseñar y donde fundó la escuela que primero llevó su nombre, pero que más tarde se llamó escuela estoica.
[Para Aristóteles, la razón era un privilegio del que ciertas personas, por ejemplo los esclavos, estaban privadas. Su consejo a su alumno Alejandro, que aún no se llamaba el Grande, fue “tratar a los griegos como miembros de la familia, a los bárbaros como animales…”.
Sin embargo, ¿no habían los bárbaros sondeado ya el espacio, predicho eclipses y dado nombres a los signos del Zodíaco; dividido el tiempo en meses, en semanas; inventado el alfabeto; y no iban a dar pronto al mundo la primera filosofía realmente humana: la basada en la igualdad?
[G. Rodier, Etudes de philosophie grecque, 1969, p. 231.
Los discípulos de Zenón eran, muchos de ellos, compatriotas suyos: Zenón, el segundo de ese nombre, y Boecio, ambos también de Sidón; Antípatro, de Tiro; Apolonios, también de Tiro; Crisipo, de la Chipre fenicia; Herillos, de Cartago; Catón, de Útica; Perseo, amigo de Zenón; Posidonios, de Hama en Siria, un lugar de parada fenicio en el camino a Babilonia; Diógenes, de Babilonia; Panetios, un alumno de Antípatro de Tiro, que nació en Rodas, un lugar de encuentro fenicio-griego como también lo fue Chipre, donde Cicerón y Pompeyo vinieron a seguir sus enseñanzas.
Bertrand Russell, en su Historia de la Filosofía Occidental, pp. 275 y ss., escribe: “Por naturaleza, sostenían los estoicos, todos los seres humanos son iguales. . . El cristianismo tomó esta parte de las enseñanzas estoicas”.
FN2 Para este florecimiento del concepto de igualdad en la antigua tierra de Fenicia, su adopción por el mundo grecorromano y el cristianismo, y su desarrollo a través de las vicisitudes del tiempo, pueden consultarse las siguientes obras: Bertrand Russell, op. cit.; Emile Bréhier, Histoire de la philosophie, vol. 2, pp. 228 y 234; Rodis-Lewis, La morale stoïcienne, pp. 11 y 74; G. Rodier, Etudes de philosophie grecque, pp. 219, 220 y 231 ; Fritz Schulz, History of Roman Legal Science, p. 67; Ernest Renan, Histoire des origines du christianisme.
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7. La Carta ha consagrado el principio de igualdad en términos aún más categóricos que los que utiliza para el derecho de los pueblos a la libre determinación, al reafirmar en su preámbulo la fe de las Naciones Unidas en la igualdad de derechos de las naciones grandes y pequeñas, y al declarar en el párrafo 1 del artículo 2 que “La Organización se basa en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros”. La Asamblea General ha tenido muchas veces ocasión de afirmar el derecho a la igualdad y los derechos fundamentales que de él se derivan. Este ha sido el caso cada vez que la Asamblea General ha decidido que tenía competencia a pesar de la alegación de los Estados de que tales derechos no gozaban de la protección del derecho internacional y, por lo tanto, correspondían a su propia jurisdicción nacional. Así, Sudáfrica ha tratado regularmente de ampararse en su jurisdicción nacional, negando la competencia de las Naciones Unidas cada vez que desde 1946, en sesión tras sesión, se le ha acusado de practicar el apartheid en violación del derecho a la igualdad. Las sucesivas resoluciones de la Asamblea General rechazando esta alegación de Sudáfrica han dado a entender que la igualdad y los derechos fundamentales violados por el apartheid constituyen obligaciones que, de hecho, se sitúan bajo la protección del derecho internacional y, como tales, son competencia de las Naciones Unidas.
Sólo recientemente, el 26 de mayo de 1971, el Comité Especial sobre el Apartheid decidió oponerse a todo diálogo con Sudáfrica si no se basaba en el reconocimiento previo de la igualdad de la población negra. [p 79]
Por lo demás, ¿cómo es posible no reconocer la fuerza vinculante de principios y derechos que la comunidad internacional ha acordado que es legítimo defender por la fuerza de las armas? Eso es lo que la Asamblea General y el Consejo de Seguridad vienen afirmando desde 1966 al proclamar la legitimidad de la lucha del pueblo namibio, y de todos los demás pueblos dependientes, para defender sus derechos. Es más, en su resolución 2396 (XXIII) de 2 de diciembre de 1968, la Asamblea General, haciendo referencia específica a los derechos humanos y a la lucha por su aplicación, reafirmó-.
“. . . su reconocimiento de la legitimidad de la lucha de los pueblos de Sudáfrica por todos los derechos humanos”.
Esta resolución, adoptada por unanimidad salvo los dos votos de Sudáfrica y Portugal, demuestra que la comunidad internacional en su conjunto considera legítima la defensa de los derechos humanos por la fuerza de las armas; los considera, pues, derechos imperativos dotados de sanción efectiva, o dicho de otro modo, que forman parte integrante del derecho internacional positivo. La oposición de dos Estados, Portugal y Sudáfrica, no disminuye la autoridad jurídica de esa resolución, porque no se podía esperar que llegaran al heroico extremo de condenarse a sí mismos. A su vez, el Consejo de Seguridad, en la resolución 282 (1970), que ordenaba un embargo sobre el envío de armas a Sudáfrica, reconoció-.
“. . . la legitimidad de la lucha del pueblo oprimido de Sudáfrica en defensa de sus derechos humanos y políticos, tal como se enuncian en la Carta de las Naciones Unidas y [en] la Declaración Universal de Derechos Humanos”.
Esta concordancia de puntos de vista entre la Asamblea General y el Consejo de Seguridad ofrece una confirmación definitiva del carácter vinculante de los derechos humanos.
También cabe señalar que la Asamblea General equiparó los actos que se derivan de la política de apartheid y que, por tanto, violan las leyes fundamentales de igualdad y libertad, así como casi todos los demás derechos humanos, a crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad cuando, en la Convención Internacional de 26 de noviembre de 1968, los declaró perseguibles sin prescripción. Así, a los ojos de la comunidad internacional, las violaciones de los derechos humanos por la práctica del apartheid, en sí misma una violación de la igualdad y de los derechos que son sus corolarios, no son menos punibles que los crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra sobre los que la Carta del Tribunal de Nuremberg impuso sanciones. La resolución 2074 (XX) de la Asamblea General condenó incluso el apartheid por constituir “un crimen contra la humanidad”. ¿Cómo pueden los Estados -salvo Portugal y Sudáfrica, tantas veces denunciados por las Naciones Unidas- poner en duda un principio que todos han suscrito, a saber, que los derechos humanos tienen carácter vinculante? Qué cierto es lo que escribió en una ocasión el filósofo católico Jacques Maritain:
“. . . subyace en el sigiloso y perpetuo afán de transformar las sociedades el hecho de que el hombre posee derechos inalienables, mientras que la posibilidad de pretender ejercer realmente ahora éste, ahora aquél, le es todavía negada por esos vestigios de inhumanidad que permanecen incrustados en las estructuras sociales de cada épocaFN1”.
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FN1 Autour de la Déclaration universelle des droits de l’homme, Unesco, 1948, p. 16.
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Los derechos humanos cuya violación por la práctica del apartheid es punible por la misma razón y en los mismos términos que los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad como el genocidio, serán identificados cuando, al final de la sección 8, aborde en el curso de la argumentación los diversos actos que constituyen el apartheid.
8. El Tribunal no podía dejar de constatar la naturaleza real de la práctica del apartheid, que no sólo es contraria a la obligación del Mandatario de asegurar el bienestar moral y material y el progreso social de la población bajo Mandato, sino que también contraviene los principios de igualdad y libertad, y los demás derechos que de ellos se derivan tanto para los individuos como para los pueblos. La condena del apartheid, si sólo se tuviera en cuenta como violación del Mandato, no sería radical, como debería ser. Pues no sólo lo practica el antiguo Estado obligatorio de Sudáfrica, ni sólo en el antiguo territorio bajo mandato de Namibia. Está más extendido. Se aplica en países que no están bajo tutela. Debe ser delineada y castigada como lo sería cualquier otro atentado contra la igualdad humana y la libertad individual o nacional. Debería ser aprehendido, en palabras de la Asamblea General, como un crimen contra la humanidad, cometido en este caso contra el pueblo namibio. El incumplimiento de la obligación de presentar un informe a satisfacción del Consejo de la Liga, o de transmitir las peticiones de los habitantes, obligaciones ambas vinculadas a las salvaguardias para el debido cumplimiento de las obligaciones principales asumidas por el mandatario como tal, no está cargado del mismo grado de gravedad que la violación de estas últimas en sí. Por lo tanto, es inadmisible optar por la salida fácil y justificar la revocación del Mandato por referencia a la negativa a informar a la Asamblea General o a transmitir peticiones, o incluso a la negativa a colaborar con los comités establecidos por las Naciones Unidas, mientras que al mismo tiempo se pasan por alto las violaciones más graves al no hacer el esfuerzo de aportar las pruebas de las mismas, con el pretexto vacío de que no se ha dado a un Estado la oportunidad de presentar pruebas de hecho, cuando tanto los procedimientos escritos como los orales contienen pruebas superabundantes. Este punto fue captado por la Asamblea General cuando, con la excepción de [p 81] Sudáfrica y Portugal, tuvo en cuenta unánimemente la violación no sólo del Mandato, sino también de la Carta y de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Como se desprende de los textos de sus numerosas resoluciones, lo que decidió a las Naciones Unidas a sancionar la conducta de Sudáfrica fue mucho menos el incumplimiento de los informes y peticiones que la violación flagrante de los principios más esenciales de la humanidad, principios protegidos por la sanción del derecho internacional: la igualdad, de la que el apartheid es la negación; la libertad, que se expresa en el derecho de los pueblos a la autodeterminación; y la dignidad de la persona humana, profundamente lesionada por las medidas aplicadas a los seres humanos no blancos.
Una vez aclarado este punto, hay que responder, no obstante, a dos objeciones formuladas en relación con la práctica del apartheid y la necesidad de denunciarlo para determinar sus consecuencias jurídicas.
Cuando, en primer lugar, se sostiene que la solicitud de opinión consultiva formulada por el Consejo de Seguridad no se refiere al apartheid, se olvida sin duda que la aplicación de esa doctrina ha sido la causa subyacente de la acción de las Naciones Unidas desde los primeros tiempos, desde el planteamiento de la cuestión por la India en 1946 hasta la resolución 2145 (XXI) de 1966, que revocó el Mandato, y las adoptadas desde entonces. La resolución 2145 (XXI), que fue reafirmada por la resolución del Consejo de Seguridad, 276 (1970), a la que se refiere la resolución 284 (1970) que solicita la opinión del Tribunal, contiene el siguiente párrafo:
“Reafirmando su resolución 2074 (XX) de 17 de diciembre de 1965, en particular su párrafo 4, que condenaba las políticas de apartheid y discriminación racial practicadas por el Gobierno de Sudáfrica en el África Sudoccidental por constituir un crimen contra la humanidad”.
A la vista de esto, ¿puede decirse todavía que la solicitud de dictamen al Tribunal no le faculta para tratar el tema del apartheid”?
Tampoco es excusa para eludir el examen de la práctica del apartheid en Namibia alegar la ausencia de pruebas materiales de la aplicación de esa política en detrimento del pueblo namibio, ya que tales pruebas, aparte de las admisiones ministeriales por parte de Sudáfrica, se encuentran en abundancia en la documentación del proceso. Después de reproducir algunas de estas admisiones, citaré los textos oficiales del Gobierno sudafricano que demuestran los hechos de la cuestión y revelan la explicación, que es que la política del apartheid no se ha aplicado, como pretende Sudáfrica, en interés de la población anteriormente bajo Mandato, sino en perjuicio de esa población y en interés del Estado obligatorio y de sus propios nacionales.
En materia de admisiones, cuatro Primeros Ministros sucesivos desde 1948 hasta nuestros días, el Dr. Malan, el Sr. Strijdom, el Dr. Verwoerd y el Sr. Vor- [p 82] ster, han definido su concepto de la política de apartheid, aplicable tanto en Sudáfrica como en Namibia, en declaraciones que ofrecen pruebas concluyentes. En un discurso pronunciado en abril de 1948, el Dr. Malan preguntó:
“¿Podrá la raza europea en el futuro mantener su dominio, su pureza y su civilización, o flotará hasta desaparecer para siempre, sin honor, en el mar negro de la población no europea de Sudáfrica? … Como resultado de las influencias extranjeras, la exigencia de la eliminación de todas las medidas de segregación y de las barreras de color está siendo presionada cada vez más continua y vehementemente; y todo esto significa nada menos que la raza blanca perderá su posición dominante…”.
En abril de 1955, el Sr. Strijdom, describiendo su política en el Parlamento, declaró:
“Estoy siendo tan directo como puedo. No pongo excusas. O el hombre blanco domina o el hombre negro toma el poder. . . La única forma en que los europeos pueden mantener la supremacía es dominando…”.
El Dr. Verwoerd también declaró ante el Parlamento en 1958:
“El Dr. Malan lo dijo, y el Sr. Strijdom lo dijo, y yo lo he dicho repetidamente y quiero decirlo de nuevo: La política de apartheid se mueve constantemente en la dirección de un desarrollo cada vez más separado con el ideal de la separación total en todas las esferas.”
Más tarde, el Dr. Verwoerd entró en más detalles en un discurso pronunciado el 25 de enero de 1963:
“Reducido a su forma más simple, el problema no es otro que éste: Queremos que Sudáfrica siga siendo blanca . . . Mantenerla blanca sólo puede significar una cosa, a saber, la dominación blanca, no el liderazgo, no la orientación, sino el control, la supremacía. Si estamos de acuerdo en que es el deseo del pueblo que el hombre Blanco pueda seguir protegiéndose mediante la dominación Blanca … decimos que puede lograrse mediante un desarrollo separado”.
Finalmente, en mayo de 1965, el actual Primer Ministro, Sr. Vorster, entonces Ministro de Justicia, declaró:
“En este Parlamento, cuyo cometido es decidir el destino de la República de Sudáfrica, los blancos, y sólo los blancos, tendrán derecho a sentarse”.
Tales declaraciones demostrarían ampliamente lo que significa la práctica del apartheid y cuáles son los motivos de quienes lo idearon. Pero los Ministros cuyas declaraciones se reproducen aquí no han comparecido [p 83] ante el Tribunal para certificar su plena autenticidad o para explicarlas y comentarlas. Por consiguiente, me remito a los textos oficiales promulgados y publicados, que constituyen al mismo tiempo una prueba material y una admisión; su mera enumeración, aunque no exhaustiva, demuestra las diversas formas en que se manifiesta la ilegalidad del apartheid y los correspondientes derechos humanos violados.
Los principales textos que poseen este efecto probatorio son los siguientes:
1. 1. La Bantu Trust and Land Act de 1936, relativa a las reservas para los africanos que constituyen una segregación territorial permanente; atenta así contra la libertad personal, la libertad de circulación, la libertad de residencia y el derecho a la propiedad (Declaración Universal de Derechos Humanos, arts. 1, 13 y 17).
2. La Proclamación de los Nativos (Zonas Urbanas) de 1951, enmendada en 1954, en virtud de la cual los negros no pueden, salvo algunas excepciones, residir en zonas urbanas; esta Proclamación vulnera los mismos derechos que la Bantu Trust and Land Act.
3. Los Reglamentos de las Reservas Nativas de 1924 y 1938, que prohibían a los africanos de las reservas abandonarlas o regresar a ellas sin una autorización especial; esto también viola los derechos humanos mencionados anteriormente.
4. La Proclamación de la Administración Nativa de 1922, que prohíbe a los africanos circular sin pase; esto viola el derecho a la libertad de circulación (art. 13).
5. La Ley de Trabajadores Nativos de la Construcción de 1951, que vulnera los principios de igualdad y libertad (art. 1).
6. La Ley de Prohibición de la Interferencia Política de 1968, que, violando las libertades democráticas, prohíbe los partidos de afiliación racial mixta (Art. 21).
7. La South West Africa Affairs Amendment Act de 1949, que desprecia los derechos políticos de los africanos (Art. 21).
8. La Proclamación de Amo y Criado de 1920, que convierte en delito punible el incumplimiento de un contrato de trabajo; esto constituye una violación del derecho al trabajo y una afrenta a la dignidad humana, y prácticamente reintroduce el trabajo forzado (Arts. 1 y 23).
9. La Ordenanza sobre la prohibición de los matrimonios mixtos de 1953, que considera nulos los matrimonios entre negros y blancos; se trata de otra afrenta a la dignidad humana y viola los principios de igualdad, así como los derechos de la familia (arts. 1 y 16).
10. La Ley de Terrorismo de 1967, destinada a imponer el apartheid mediante una severa represión, que viola los principios más sagrados del derecho penal, a saber, la regla nullum crimen sine lege, las reglas relativas a la definición de principal y cómplice, la irretroactividad de las leyes penales y de las penas, la presunción de inocencia y la regla de la cosa juzgada[p 84].
11. La Ley de Supresión del Comunismo de 1950, extendida a Namibia, que presenta las mismas características ilícitas que la Ley de Terrorismo.
En resumen, no carece de interés recordar que la Comisión de Derechos Humanos, en su resolución 3 (XXIV) de 1968, denunció las leyes y prácticas del apartheid y condenó
“. . . el Gobierno de Sudáfrica por su perpetuación e intensificación de la política inhumana del apartheid, en completa y flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas y de la Declaración Universal de Derechos Humanos”.
A la luz de lo que antecede, está justificado considerar que la Asamblea General no se equivocó cuando, en la resolución 395 (V) de 2 de diciembre de 1950, subrayó que todo sistema de segregación racial, como el apartheid, se basa necesariamente en doctrinas de discriminación racial. La Asamblea no fue menos categórica en su Declaración sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial, adoptada mediante la resolución 1904 (XVIII). Esta Declaración condena la discriminación racial y el apartheid como violatorios de los derechos humanos. Fue adoptada por unanimidad. Ante este acuerdo general de los Estados, algunos de los cuales disponen de los medios de investigación más completos, es difícil comprender cómo puede ponerse en duda la existencia material de las ilegalidades que denuncian.
Además, la condena del apartheid ha superado la fase de las declaraciones y ha entrado en la de los convenios vinculantes. La Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial -incluido naturalmente el apartheid-, adoptada por la Asamblea General el 21 de diciembre de 1965, entró en vigor el 4 de enero de 1969.
9. Sudáfrica no sólo ha impugnado la existencia material de los hechos, sino también la interpretación que de ellos han hecho la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. Su punto de vista -rechazado por todos los Estados, incluso por aquellos que cuestionan la validez de las medidas adoptadas contra Sudáfrica- es que su administración ha sido concebida con el fin preciso de realizar los objetivos del Mandato, a saber, promover el bienestar y el progreso social de los habitantes; que, en consecuencia, el apartheid, o el desarrollo separado de estas poblaciones fue, dado su estado de evolución social, instituido en su propio interés: que las medidas que han sido consideradas contrarias a las disposiciones de la Carta y a la Declaración Universal de Derechos Humanos, en particular por la resolución 2145 (XXI) de revocación del Mandato, estaban justificadas por las circunstancias socioantropológicas y se dirigen únicamente al cumplimiento de la misión confiada a Sudáfrica.
El Tribunal, en el párrafo 131 de la Opinión Consultiva, ha aducido muy justamente [p 85] las pruebas textuales que existen de la ilegalidad de la práctica del apartheid. También podrían extraerse pruebas concretas de los hechos que ya obran en poder del Tribunal. Cuando es posible referirse a tales pruebas, es aún mejor presentarlas para reforzar, si es necesario, el carácter decisivo de las conclusiones del Tribunal. A este respecto, me propongo abordar dos cuestiones que el Tribunal no ha tocado pero que ofrecen la oportunidad de una mayor clarificación: para, en primer lugar, responder a la afirmación de que el pueblo namibio no es un pueblo y, en segundo lugar, para refutar la afirmación de que el apartheid se corresponde con la obligación del Mandatario de promover el bienestar y el progreso social del pueblo bajo Mandato.
10. El argumento al que Sudáfrica se aferra con más tenacidad es el de la disparidad de los distintos grupos étnicos en Namibia. Para justificar la política de apartheid aplicada no sólo en la República de Sudáfrica sino también en Namibia, los sucesivos gobiernos de Pretoria han esgrimido el argumento de que los nativos del suroeste de África nunca han formado un pueblo y que, debido a las diferencias étnicas y sociológicas que los dividen y enfrentan entre sí, sólo la política de desarrollo separado basada en sus instituciones tribales podría garantizar su bienestar y progreso social. Esta afirmación se ha utilizado para respaldar las negaciones del Gobierno sudafricano de que aplicaba una política de discriminación racial y también le ha permitido rechazar cualquier acusación de que violaba las disposiciones del Mandato y la Carta o contravenía la Declaración Universal de Derechos Humanos. Por lo tanto, me propongo demostrar que la premisa en la que Sudáfrica basa esta justificación de sus métodos de administración en Namibia es falsa; que el pueblo namibio, heredero en última instancia de una civilización antigua que en su apogeo rivalizó con cualquiera de Europa, había participado, antes de los días del régimen colonial, en la creación de grandes imperios, a pesar de la multiplicidad de los elementos de los que, como tantos otros pueblos, está compuesto.
¿Cuántos de los pueblos que han surgido, a lo largo de la historia y en nuestros días, no se han compuesto, de hecho, de una variedad de elementos humanos? La multiplicidad de entidades étnicas no ha sido obstáculo para la formación de pueblos y Estados en África. Por no hablar de los antiguos Estados de Ghana, Malí, Bornu, Axum, Kivu, Benín y el de los bantúes, o del Estado congoleño de la Conferencia de Berlín, no se puede negar que un gran número de la treintena de Estados liberados desde 1960 son multirraciales. India, China y Pakistán ofrecen ejemplos similares en Asia. Numerosos Estados de Europa conservan también lo que a veces no es un recuerdo borroso de un proceso de unión ya completo: por ejemplo, Suiza, Checoslovaquia, Yugoslavia, o el Reino Unido desde las invasiones nórdicas hasta los reinados de Enrique VIII (incorporación de Gales a Inglaterra) y de la reina Ana (unión con Escocia). Por otra parte, ¿no está incluso la Sudáfrica de hoy gobernada por una minoría blanca formada por la unión de inmigrantes de diferentes orígenes nacionales -alemanes, ingleses, holandeses y [p 86] varios otros? Mientras que el pueblo de Namibia, que siempre fue el dueño del país, está hoy unido por aspiraciones comunes, fundamento jurídico de la nación, hacia una vida de independencia y libertad, sea cual sea el régimen político que elija tras obtener la independencia.
Si echamos un vistazo a los hechos históricos, veremos, en primer lugar, lo que solía entenderse por legalidad en África y lo que solía llamarse “derecho africano” por oposición al “derecho público de Europa”; un derecho africano ilustrado -si se puede aplicar el término- en el monstruoso error cometido por los autores del Acta de Berlín, cuyos resultados aún no han desaparecido de la escena política africana. Fue una monstruosa torpeza y una flagrante injusticia considerar África al sur del Sahara como terrae nullius, a repartir entre las Potencias para su ocupación y colonización, cuando ya en el siglo XVI Vitoria había escrito que los europeos no podían obtener la soberanía sobre las Indias por ocupación, pues no eran terra nullius.
Por una de las ironías del destino, la declaración del Congreso de Berlín de 1885, que consideraba que el continente negro era terrae nullius, se refería a regiones que habían visto surgir y desarrollarse Estados e imperios florecientes. Hay que recordar lo que era África antes de que cayeran sobre ella las dos mayores plagas de la historia de la humanidad: la trata de esclavos, que asoló África durante siglos a una escala sin precedentes, y el colonialismo, que explotó a la humanidad y las riquezas naturales hasta un extremo implacable. Antes de que estas terribles plagas asolaran su continente, los pueblos africanos habían fundado Estados e incluso imperios de un alto nivel de civilización. Sólo Abisinia, por su salvaje resistencia, escapó a la trata de esclavos y repelió el colonialismo, preservando sus venerables instituciones de Estado. Estados menos antiguos pero estructuralmente no menos desarrollados que el país de los Negus no tienen hoy más que ruinas que consagran débiles impresiones del pasado. Es justo y pertinente recordarlos aquí uno por uno, empezando, en los primeros siglos de la era cristiana, por el imperio de Ghana, cuyo poder y riqueza no tuvieron parangón en Europa Occidental tras la caída del Imperio Romano. El imperio de Malí, que abarcaba territorios más vastos que Europa en una época en que una parte considerable de esta última era un mosaico feudal y a menudo feudal; en el centro de este imperio brillaba una universidad más antigua que cualquiera de Europa, la Universidad de Tombuctú, de la que se decía, para ilustrar su esplendor, que el beneficio que allí se obtenía de la venta de manuscritos superaba al derivado de cualquier actividad económica. El Estado de Bornu, cuya prosperidad era aún tal en el siglo XIX, cuando lo visitó un viajero inglés poco antes de su conquista, que la situación del más humilde ciudadano le parecía feliz y confortable. Las civilizaciones del Gran Lago, donde se encuentran vestigios de calzadas, canales de riego, diques y acueductos, de un nivel técnico notable. Pasando, sin detenernos en las civilizaciones de Axum, Kivu y Benin, a la de África austral. En las [p 87] orillas del Zambeze, en las mismas zonas que hoy domina la República de Sudáfrica, los portugueses encontraron, citando a Barboza, “un comercio más rico que en cualquier otra parte del mundo”. Se trata de una comparación halagadora, ya que se hizo cuando las repúblicas italianas estaban en su esplendoroso apogeo. En Zimbabue, la actual Rodesia, gigantescas ruinas, que recuerdan los bastiones de Nurago o Micenas, dan testimonio de su antigua grandeza. Su imperio se extendía hasta lo que hoy es la República de Sudáfrica, a ambas orillas del Limpopo, incluyendo el actual Transvaal y las ciudades de Pretoria y Johannesburgo. Para resumir, recordemos lo que ha escrito Raimondo Luraghi:
“Así pues, a la llegada de los portugueses, entre el desierto del Sáhara y Sudáfrica se había desarrollado durante siglos y milenios una accidentada historia de pueblos civilizados, comparable a la de los grandes imperios de América Latina o de Europa en los días más brillantes de la Antigüedad y la Edad Media”.
Además, la civilización africana no era meramente material. Para dar una idea del alto nivel intelectual de estos pueblos desacreditados, desconocidos o ignorados, citaré la obra escrita por el padre Placide Tempels, franciscano belga, sobre el pueblo bantú, que aún vive en Namibia en gran número. El Padre Tempels tituló su libro Philisophie bantoue, porque había observado la naturaleza ontológica de su pensamiento, basado en la conciencia de sí mismos, en el “conócete a ti mismo”, si se me permite añadir, de Tales, el filósofo fenicio que fue adoptado por los griegos y clasificado entre los Siete Sabios de su tierra. “A esa intensa doctrina espiritual que vivifica y alimenta las almas en el seno de la Iglesia católica”, escribe Placide Tempels, “se puede encontrar una sorprendente analogía en el pensamiento ontológico de los bantúes”. En efecto, estos últimos forman parte de esas mismas grandes etnias que habitan los inmensos territorios a los que el colonialismo sigue aferrándose desesperadamente, es decir, desde Mozambique y Angola hasta Zimbabue, Sudáfrica y Namibia. Y son esas mismas poblaciones las que, según el Gobierno sudafricano, están formadas por tribus de orígenes diversos incapaces de unirse y que no merecen el título de pueblo que les atribuyen las Naciones Unidas.
11. Habiendo hecho justicia al argumento de que el desarrollo separado o apartheid es una necesidad debido a la diversidad de la composición étnica que excluye por parte de los habitantes una potencialidad de nación, 1 pasará ahora al argumento de que las medidas de discriminación adoptadas por las autoridades sudafricanas pueden justificarse en términos de la etapa de evolución social alcanzada por los namibios.
El segundo párrafo del artículo 2 del acuerdo de mandato establece que:
“El Mandatario promoverá al máximo el bienestar material y moral y el progreso social de los habitantes del territorio sujeto al presente Mandato”[p 88].
Se trata, pues, de una obligación que el Mandatario debe cumplir “hasta el máximo” [par tous les moyens en son pouvoir]. Para ello, el primer párrafo del mismo artículo le confiere “plenos poderes de administración y legislación sobre el territorio sujeto al presente Mandato”.
Esto significa que, con razón o sin ella, el Consejo de la Sociedad de Naciones confirió deliberadamente un poder discrecional al Mandatario. Sin embargo, se trataba de un poder de discreción en el sentido jurídico del término, por lo que evidentemente no era un poder arbitrario, sino que estaba necesariamente subordinado a ciertas limitaciones que se derivan de los principios y normas fundamentales del derecho, en particular los derechos de los pueblos y las personas.
Sudáfrica sostiene que la mala fe sería el único motivo por el que se podría criticar el uso que hace de ese poder. Esto implica que Sudáfrica podría ser perdonada por inacción irresponsable o negligencia, ya sea grave o leve; por el uso indebido de la ley; o por una interpretación errónea intencionada de las disposiciones del artículo 22 del Pacto, el Mandato y la Carta de las Naciones Unidas que supuestamente justifica la discriminación racial y el apartheid, la anexión de facto del Territorio de Namibia y medidas legislativas, administrativas o judiciales contrarias a los principios del derecho nacional e internacional, los principios de la Carta y la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Pero, de hecho, no se puede escapar a la necesidad dialéctica de comparar la responsabilidad de una autoridad que administra un país puesto bajo su tutela con la de otras autoridades encargadas de la administración de sus propios países o de los intereses de sus nacionales. De estas últimas se espera en derecho público que proporcionen un buen gobierno y, en el ámbito de los derechos personales, que modelen su conducta según la del bonus paterfamilias; por esa razón son las más culpables de cualquier abuso de derecho o desviación de poder. En resumen, no se puede negar al juez internacional el derecho a determinar en todas las circunstancias si se ha hecho un uso adecuado del poder discrecional; si, en opinión del tribunal internacional, se ha ejercido con vistas a promover el bienestar y el progreso social de la población, o si el Estado obligado ha hecho todo lo posible por cumplir sus obligaciones. Esto implica determinar si la discriminación racial, el apartheid y las medidas conexas, censurables en sí mismas, pueden justificarse en razón de circunstancias locales o temporales, generalmente de carácter social, y de los intereses de la población en cuestión. Para emitir un dictamen en estas diversas situaciones, un juez no puede basarse en su juicio personal, que forzosamente será subjetivo y variará en función de la mentalidad de cada juez, su perspectiva jurídica, filosófica y ética, sus opiniones sobre el derecho natural y su bagaje cultural y social. Es evidente que se necesita un criterio o estándar objetivo. Tal criterio lo proporciona la conducta general de los Estados y de las organizaciones internacionales en su conjunto. Si el juez decide además derivar criterios de precedentes municipales, en los que abundan ejemplos como la noción del bonus paterfamilias ya mencionada, o de poderosas tendencias morales en un país determinado, [p 89] aún deben ser aceptables para otros países en general o estar ya consagrados en la conciencia universal de la humanidad. Y, de hecho, puede decirse que las numerosas resoluciones, adoptadas a lo largo de casi un cuarto de siglo, que condenan la discriminación racial y el apartheid en Sudáfrica y, ampliado posteriormente, en Namibia, revelan una norma objetiva que el Gobierno sudafricano está obligado a aplicar. Lo mismo puede decirse con referencia a los demás derechos humanos. De ello ha dado testimonio la firme actitud de la comunidad internacional cada vez que se ha pronunciado contra su violación. De hecho, la mera lectura de los textos que he mencionado es edificante a este respecto.
12. Paso ahora a las consecuencias jurídicas de la presencia de Sudáfrica en Namibia. Para determinar cuáles son éstas, en primer lugar hay que calificar jurídicamente dicha presencia. ¿Se trata de una mera intervención pacífica? ¿O de una ocupación militar que degenera en agresión? ¿O de una guerra colonial? Pues las consecuencias jurídicas difieren en Derecho internacional según se trate de una u otra de estas clasificaciones.
Los representantes de un cierto número de Estados que han tenido ocasión de intervenir en el Consejo de Seguridad han afirmado que la ocupación de Namibia por la República de Sudáfrica es una agresión. Los representantes que así lo argumentaron fueron los de Argelia, Colombia, Hungría, Nepal, Nigeria, la Unión Soviética, la República Árabe Unida y Zambia FN1. Del mismo modo, los demás Estados africanos declararon en Addis Abeba en 1966 que se trataba de una ocupación militar, que es la marca de la agresión según todas las definiciones que se han dado de ese término. Y el representante de los Estados Unidos de América, en la declaración escrita presentada a la Corte, expresó la siguiente opinión:
“El territorio está ocupado por la fuerza contra la voluntad de la autoridad internacional facultada para administrarlo. Tal ocupación es tan beligerante como la ocupación hostil del territorio de otro Estado.”
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FN1 Véase S/PV. 1387-1395.
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Una fuerza armada que viola las fronteras de un país comete indiscutiblemente una agresión. ¿Cuál es entonces la posición en cuanto a la ocupación beligerante de todo un territorio, a la que se refiere el representante de los Estados Unidos?
La Asamblea General ha dejado las cosas claras: en la resolución 2131 (XX) dijo que “la intervención armada es sinónimo de agresión”.
El representante de Pakistán fue más enfático en su declaración oral del pasado 15 de febrero. Consideró acertadamente que el acto de utilizar la fuerza con el objeto de frustrar el derecho de autodeterminación es un acto de agresión, tanto más grave cuanto que el derecho de autodeterminación es una norma de naturaleza de jus cogens, cuya derogación no es permisible bajo ninguna circunstancia.
Me apresuro a recordar que el Consejo de Seguridad ha utilizado términos no menos contundentes. Calificó de ilegal la ocupación de Namibia. En su resolución 269 (1969), siguiendo a la Asamblea General, reconoció “la legitimidad de la lucha del pueblo de Namibia contra la presencia ilegal de las autoridades sudafricanas en el territorio”; ¿una lucha legítima contra qué, si no contra una agresión? Se trata de una interpretación lógica, cuya refutación no es posible. Se desprende no sólo de la lógica de las cosas, sino también del propio texto de la Carta. En efecto, el artículo 51 sólo autoriza la legítima defensa o la lucha legítima en caso de respuesta a un ataque armado. Así pues, una vez que el Consejo de Seguridad proclama la legitimidad de una defensa o de una lucha contra un ocupante extranjero, lo que está en tela de juicio es un ataque armado [agression armée] y, por consiguiente, el acto del ocupante no puede ser otra cosa que una agresión [agression]. En este contexto debe entenderse la expresión del Consejo, mencionada por el Tribunal en el apartado 109 de las conclusiones, “de que la ocupación continuada del territorio de Namibia por las autoridades sudafricanas constituye una usurpación agresiva de la autoridad de las Naciones Unidas”.
La agresión cometida por Sudáfrica con respecto a Namibia es tanto más grave cuanto que, de facto y a pesar de los desmentidos del Gobierno sudafricano, se ha convertido en una verdadera anexión. Esto puede probarse indiscutiblemente con hechos que no pueden negarse. Citaré los más importantes, cuyo significado e importancia son fáciles de discernir:
(1) La South West Africa Affairs Amendment Act de 1949 eliminó todas las referencias al Mandato de la Constitución del Territorio.
(2) El Gobierno sudafricano sostiene que ocupa el Territorio de África Sudoccidental por conquista o por prescripción adquisitiva.
(3) En los 16 actos legislativos siguientes, la “Unión”, o el “Estado”, o la “República” de Sudáfrica se definen de forma que incluyen a Sudáfrica Sudoccidental:
(a) la Ley de Terrorismo de 1967;
(b) la Ley de Control de Fronteras de 1967;
(c) la Ley de Pensiones de Guerra de 1967;
(d) la Ley de la Lana de 1967;
(e) la Ley de Desarrollo y Producción de Armamento de 1968
(f) la Ley de Investigación en Ciencias Humanas de 1968
(g) la Ley de Ingenieros Profesionales de 1968;
(h) la Ley de Enmienda de Sociedades de 1969;
(i) la Ley de Enmienda del Banco de Tierras de 1969
(j) la Ley de Monumentos Nacionales de 1969;
(k) la Ley de Registro de Nacimientos, Matrimonios y Defunciones de 1970;
(l) la Ley de 1970 relativa a la agrimensura[p 91]; m) la Ley de 1970 relativa a los agrimensores.
(m) la Ley de registro de los agrimensores de 1970
(n) la Ley de Mantenimiento de 1970
(o) la Ley de Adquisición de Suministros Nacionales de 1970;
(p) la Ley de Ejecución Recíproca de Providencias de Manutención de 1970.
(4) La South West Africa Affairs Amendment Act de 1949 efectúa la anexión a nivel constitucional, al prever la representación de los namibios en el Parlamento de Pretoria.
La anexión de Namibia por Sudáfrica es definitivamente un acto de agresión. Un ejemplo memorable de ese tipo de agresión se recoge en la histórica Declaración de Moscú de 30 de octubre de 1943, en la que la Unión Soviética, Estados Unidos, el Reino Unido y China calificaron de agresión la ocupación y anexión de Austria por la Alemania hitleriana y declararon solemnemente su negativa a reconocerla. El hecho de que la anexión de un territorio por el mero desplazamiento de tropas o por la presencia de tropas extranjeras sea calificada como acto de agresión por dicha Declaración significa que la palabra agresión abarca un abanico más amplio que la noción de ataque armado stricto sensu. Esto es fácilmente comprensible, en la medida en que la ocupación y la anexión alcanzan los objetivos últimos de la agresión, provocando la destrucción de la entidad que era el objetivo de esta última. Como cuestión de definición, ¿puede calificarse de agresión la ocupación de Austria con vistas a su anexión, y no considerarse así la ocupación y posterior anexión de Namibia? Esto es lo que el Tribunal ha tratado de excluir, cuando en el párrafo 109 del Dictamen ha recordado que en el párrafo 3 de la parte dispositiva de la resolución 269 (1969) el Consejo de Seguridad decidió “que la ocupación continuada del territorio de Namibia por las autoridades sudafricanas constituye una usurpación agresiva de la autoridad de las Naciones Unidas”. La Asamblea General había declarado anteriormente en la resolución 2074 (XX) que “todo intento de anexionarse una parte o la totalidad del Territorio de África Sudoccidental constituye un acto de agresión”. En efecto, mientras que el derecho de otros tiempos, como el Acta de Berlín de 1885 y los Tratados del Bardo y de Algéciras y otros numerosos tratados, toleraba la conquista y la anexión, de las que la conducta de Sudáfrica parece ser uno de los últimos ejemplos, el derecho moderno, el de la Carta de las Naciones Unidas, el Pacto de Bogotá y la Carta de Addis Abeba, las condena sin paliativos. La anexión no es ni más ni menos que la negación del nuevo derecho de autodeterminación. Así, las Naciones Unidas han reiterado que la adquisición de un territorio no puede efectuarse mediante el uso o la amenaza de la fuerza. En su reciente reso-lución 2628 (XXV), de 4 de noviembre de 1970, la Asamblea General “reafirma que la adquisición de territorios por la fuerza es inadmisible”, y que, en consecuencia, los territorios ocupados deben ser restituidos. No obstante, Sudáfrica ha intentado en todo momento, e incluso ante el Tribunal, justificar su ocupación continuada de Namibia alegando que se encuentra allí por derecho de conquista o por efecto de la prescripción adquisitiva. El Tribunal ha desestimado esta alegación en los párrafos 85 y 86 de las conclusiones. El [p 92] argumento más categórico sobre el punto habría sido que la conquista y la prescripción adquisitiva han desaparecido totalmente del nuevo derecho que ha condenado la guerra y proclamado la inalienabilidad de la soberanía.
13. Habiendo sido así definida la presencia de Sudáfrica en Namibia como ilegal y bélica y, en definitiva, considerada como una agresión, ¿cuáles son las consecuencias jurídicas de ello?
El reconocimiento por las Naciones Unidas de la legitimidad de la lucha del pueblo namibio contra la agresión sudafricana es nada menos que un reconocimiento de beligerancia. Para los Estados que lo reconocen, es decir, los Estados miembros de las Naciones Unidas, transforma las hostilidades entre un Estado y otro sujeto de derecho, que es el pueblo namibio, en una guerra internacional. Por consiguiente, cuando se produce una agresión de un Estado contra un pueblo con el fin de someterlo por la fuerza, cualesquiera que sean sus manifestaciones, no se puede negar que tiene el carácter de una guerra, o al menos de un estado de beligeranciaFN1, con todos los efectos jurídicos que de ello se derivan, incluido en particular el estatuto de neutralidad impuesto a los Estados terceros.
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FN1 L. Cavaré escribió lo siguiente en relación con los protectorados coloniales: “Si el país protegido conserva su personalidad, existe una guerra en el sentido internacional del término y deben aplicarse las leyes de la guerra” (Droit international public positif, Vol. I, 3ª ed., p. 551). A fortiori, éste es el caso de Namibia incluso antes de que fuera reconocida por las Naciones Unidas mediante la resolución 2372 (XXII). Véase también el apartado 2 supra.
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Si las disposiciones de la Carta relativas a la seguridad colectiva hubieran podido aplicarse según la letra y el espíritu de la Conferencia de San Francisco, no habría habido lugar para la neutralidad, al menos entre los Estados Miembros de las Naciones Unidas. La Carta preveía, por una parte, un ejército internacional (Arts. 43 a 47) y el desarme (Art. 11, párr. 1; Art. 26, y Art. 47, párr. 1). Pero los preparativos militares se han descuidado desde 1948, y en lugar del desarme, que está de capa caída, ha habido desde el principio un intenso proceso de armamento nuclear y convencional que se ha extendido a las guerras que se libran más o menos en todo el mundo. Por otra parte, estaban las disposiciones relativas a la seguridad colectiva (artículos 39 y siguientes), cuya contrapartida ejecutiva debía ser el ejército internacional. El destino de la nueva institución destinada a poner fin a las guerras no fue mejor que el descrito anteriormente. La acción del Consejo de Seguridad se ha visto paralizada por el veto, o por el miedo al veto como en la cuestión de Namibia. En consecuencia, la neutralidad persiste mientras se toleren las guerras, ya sea deliberadamente o por debilidad. Esto es particularmente cierto en el caso de los Estados Miembros que, eludiendo las obligaciones derivadas de las resoluciones de las Naciones Unidas, por una u otra razón, tienen al menos la obligación de no obstaculizar las actividades o las medidas adoptadas por la Organización de la que son Miembros.
Las obligaciones de los Estados que no participan en las hostilidades, que constituyen el estatuto de neutralidad, son aplicables tanto en caso de mera belli-[p 93]gerencia como en caso de guerra. Esto sería pertinente si se considerara que las relaciones entre Sudáfrica y Namibia sólo constituyen un estado de beligerancia entre comunidades, una de las cuales aún no es un Estado. El ejemplo clásico de esto es la Guerra de Secesión en Estados Unidos. Por lo tanto, tanto si se considera que los namibios se encuentran en estado de guerra como en estado de insurrección contra Sudáfrica, reconocido por la comunidad internacional, las obligaciones de los terceros Estados son claras: dichos Estados están obligados por el estatuto de neutralidad tal y como se deriva de las Reglas de Washington de 1871, y de las Convenciones V y XIII adoptadas por la Conferencia de Paz de La Haya de 1907 -que se han convertido en normas vinculantes de derecho consuetudinario- y de las disposiciones pertinentes de las leyes y costumbres de la guerra. Es decir: abstención e imparcialidad.
Para definir el concepto de imparcialidad, hay que distinguir entre el agresor y la víctima de la agresión FN1. Un ejemplo digno de mención es el de la política adoptada por los Estados Unidos de América, que condujo a la promulgación de las Leyes Cash and Carry y Lend-Lease. Estas leyes constituyeron excepciones a las normas generales de neutralidad, fundadas en el deseo de ayudar a las víctimas de la agresiónFN2. Con respecto a ciertos Estados occidentales que siguen suministrando a Sudáfrica armas, municiones y material de guerra, su actitud contraviene el estatuto de neutralidad, del que se han beneficiado anteriormenteFN3, ya que en lugar de que la obligación de imparcialidad sea interpretada por ellos en favor de la víctima, es violada en beneficio del agresor. Deberían abstenerse de tales entregas. La resolución 282 (1970) del Consejo de Seguridad, que pronuncia el embargo de armas sólo contra Sudáfrica, se ajusta a la práctica internacional.
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FN1 G. Schwarzenberger explica la distinción con estas palabras en relación con la aplicación del Pacto Briand-Kellogg:
“Las partes del Pacto Kellogg que permanecen en paz con el agresor tienen derecho, a modo de represalia, a apartarse de la observancia de una estricta neutralidad entre el que rompe el Pacto y su víctima y a discriminar al agresor”.
Como ejemplos en apoyo de esta norma cita el Destroyer Deal entre Estados Unidos y Gran Bretaña, y la ley “Aid Britain” de 1941. Añade en una comparación relevante:
“Al igual que los Miembros de las Naciones Unidas (Art. 2 (5) de la Carta), las partes de los tratados pueden incluso tener el deber legal de discriminar a un Estado agresor”. (A Manual of International Law, Vol. I, 4ª ed., p. 185.)
FN2 Véase E. Castrén, The Present Law of War and Neutrality, 1954, pp. 451 y 477, quien menciona que:
“El propósito puede ser ayudar a la víctima de la agresión . . . en cuyo caso los escritores americanos han utilizado la expresión ‘Estado de apoyo’ ” (p. 451).
FN3 R. Sherwood, en su libro de memorias titulado Roosevelt and Hopkins, escribe en la p. 221, sobre la gratitud exultante de Churchill: “. . . y de ahí surgió el vasto concepto que Churchill describió más tarde como ‘una nueva Carta Magna … el acto financiero más desinteresado y menos sórdido de cualquier país en toda la historia’. ”
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14. La obligación de abstención que implica el estatuto de neutralidad [p 94] debe definirse teniendo en cuenta el desarrollo de los armamentos modernos y la variedad de medios de asistencia que pueden suministrarse a los beligerantes. Por otra parte, las diferentes prohibiciones impuestas por el derecho internacional pueden duplicar y reforzar o completar las establecidas en las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad, por violación de la Carta y del derecho internacional. Así pues, los Estados pueden estar sujetos a diversas obligaciones en virtud de más de una fuente de obligación. Ejemplos de tales prohibiciones son:
(1) La prohibición de toda asistencia militar, no sólo de facto, sino también en aplicación de un tratado de alianza o de defensa bilateral o multilateral. Las obligaciones contenidas en dichos tratados no pueden prevalecer sobre la obligación de no prestar asistencia a un Estado agresor. Un tratado que permitiera prestar asistencia a un agresor sería inmoral y contrario al orden internacional, por lo que no podría ser tolerado por la comunidad internacional. Además, los tratados de alianza suelen establecer que no se aplican a menos que sea el otro signatario el agredido.
(2) La prohibición del suministro de armas nucleares o convencionales y de todas las municiones; del suministro de buques, aeronaves u otras máquinas militares, y de helicópteros armados o de transporte; de cohetes, misiles y equipos electrónicos susceptibles de usos militares; de todas las armas que puedan utilizarse contra las guerrillas, incluidos el napalm, las armas químicas y bacteriológicas y los gases de todo tipo. Al igual que en el caso de los tratados de alianza o de defensa, los acuerdos para el suministro de cualquiera de los anteriores no podrán ejecutarse en favor del agresor, por ningún motivo, ya sea de defensa conjunta o de necesidad económica.
(3) La prohibición del suministro de piezas de recambio y de cualquier equipo susceptible de ser utilizado para la producción o el mantenimiento de armas o municiones o dispositivos nucleares, así como de patentes o licencias relativas a los mismos.
(4) La prohibición de la emigración o el envío de técnicos para trabajar en la industria del armamento, o para la formación de personal militar; de la transmisión de información militar o técnica, incluida la relativa a los usos pacíficos de la energía nuclear, debido a la posibilidad de que se adapte a fines militares.
(5) La prohibición del suministro de petróleo y productos petrolíferos y de gas natural debido a su importancia vital para la guerra. Si esta prohibición perjudica a la industria sudafricana, sólo puede ser una forma más eficaz de conseguir que Sudáfrica ponga fin a su. agresión FN1.
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FN1 Sobre el tema del suministro de petróleo, véase Profesor Erik Castrén, The Present Law of War and Neutrality, 1954, p. 474.
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(6) La prohibición del suministro de todas las instalaciones para el transporte de las armas mencionadas; maquinaria, municiones y otros productos.
(7) La prohibición de toda asistencia económica, industrial o financiera, [p 95] en forma de regalos, préstamos, créditos, anticipos o garantías, o en cualquier otra formaFN1. Esta prohibición no se limita a los Estados. Se extiende naturalmente a las instituciones en las que los Estados tienen derecho de voto, como el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, la Asociación Internacional de Fomento y la Corporación Financiera Internacional; como es bien sabido, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento ha hecho caso omiso deliberadamente de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad, al seguir concediendo a Sudáfrica una ayuda de cientos de millones de dólares, que es en realidad una ayuda a la actividad ilegal de las autoridades sudafricanas en Namibia, contraria a los objetivos y propósitos de las Naciones UnidasFN2.
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FN1 Véase, en relación con las prohibiciones de carácter financiero, Profesor Paul Reuter, op. cit. p. 321.
FN2 Los organismos especializados en los que la votación se basa en la regla democrática de un Estado, un voto, han decidido todos abstenerse de cualquier apoyo a Sudáfrica: por ejemplo, la Unesco, la OIT, la FAO y la OMS. La actitud recalcitrante del BIRF y del FMI se explica por el sistema de voto múltiple sobre una base capitalista que funciona en ellos, por el cual las Grandes Potencias financieras disponen de un número de votos calculado en función de la importancia de su participación en el capital de estas dos instituciones. Estas Potencias son principalmente los Estados que la Asamblea General ha calificado de socios comerciales de Sudáfrica. En el futuro, los Estados deberían dar por sentado que deben adecuar su actitud en estas instituciones a las decisiones de las Naciones Unidas.
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Todas las prohibiciones anteriores se aplican a los Estados y a las asociaciones de Estados, así como a las organizaciones internacionales públicas y privadas.
Además, los gobiernos deben actuar con la diligencia debida para impedir cualquier acto individual o colectivo contrario a la neutralidad. Esta obligación se refiere a los nacionales y súbditos, así como a los residentes extranjeros. Demostrar la diligencia debida significa que deben adoptarse medidas adecuadas, incluidas medidas legislativas que prevean sanciones. En efecto, un Estado que asume una obligación compromete a sus propios súbditos y a quienes viven bajo su ley y debe emplear todos los medios, legislativos, administrativos y judiciales, por los que se rige. Por lo tanto, no basta con denegar la protección diplomática a los transgresores, como ha sugerido el Gobierno de los Estados Unidos.
Es adoptando estas medidas, dictadas por el estatuto de neutralidad, como los Estados, y en particular los que son, política y financieramente hablando, las Grandes Potencias, harán que Sudáfrica abandone su política actual, en interés de la justicia, de la paz y de la cooperación internacional.
15. Era de desear que la Corte dedujera todas las consecuencias jurídicas de la agresión observada por el Consejo de Seguridad. La petición que se le hacía no se limitaba al efecto de la resolución 276 (1970), a la que se refiere la resolución 284 (1970) por la que se solicita el dictamen. Las consecuencias jurídicas sobre las que debía pronunciarse son todas las derivadas de la propia presencia de Sudáfrica en Namibia, que es el primer [p 96] punto mencionado en la resolución 284 (1970), y que está condicionada por la resolución 276 (1970). Esa presencia fue la justificación de las resoluciones 282 (1970) y 283 (1970), que el Tribunal no podía dejar de tener en cuenta por no corresponder a la solicitud de opinión consultiva. En efecto, la resolución 283 (1970) reafirma, en primer lugar, la resolución 276 (1970) y, en segundo lugar, la resolución 282 (1970), en los siguientes términos:
“Reafirmando su resolución 282 (1970) sobre el embargo de armas contra el Gobierno de Sudáfrica y la importancia de dicha resolución en relación con el territorio y el pueblo de Namibia, …”.
Estas dos resoluciones, 282 (1970) y 283 (1970), relativas a la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia, se adoptaron, además, antes de la solicitud de dictamen; la resolución 283 (1970) se adoptó únicamente a causa de esa presencia ilegal, que es el objeto principal de la solicitud de dictamen, y la resolución 282 (1970) tenía en cuenta el apartheid más allá de las fronteras de Sudáfrica, así como las políticas de ese Gobierno en África meridional, incluida Namibia. La resolución 282 (1970) dice lo siguiente:
“Reiterando su condena de las políticas perversas y aborrecibles del apartheid y de las medidas que está adoptando el Gobierno de Sudáfrica para imponer y extender esas políticas más allá de sus fronteras,
“Gravemente preocupada por la persistente negativa del Gobierno de Sudáfrica a abandonar sus políticas racistas y a acatar las resoluciones del Consejo de Seguridad y de la Asamblea General sobre esta cuestión y otras relativas al África meridional. . .”
Este último párrafo de la resolución 282 (1970), al hacer referencia a “las resoluciones del Consejo de Seguridad”, contemplaba en particular la resolución 276 (1970).
16. Aunque el Tribunal de Justicia no ha hecho mención alguna de las resoluciones 282 (1970) y 283 (1970), ha llegado, no obstante, a conclusiones que no difieren en lo esencial de las que se desprenden de esas dos resoluciones y del estatuto de neutralidad.
Comenzaré por las consecuencias económicas, a saber, las enumeradas en la resolución 283 (1970) y el conjunto más completo, resultante del estatuto de neutralidad, que se mencionan en el apartado 7 de la sección 14 del presente voto particular. La Opinión Consultiva no ha dejado de expresar la opinión, en la cláusula dispositiva, de que los Estados miembros de las Naciones Unidas tienen la obligación de “abstenerse de todo acto y, en particular, de todo trato con el Gobierno de Sudáfrica . . que presten apoyo o asistencia a” Sudáfrica. La prohibición de asistencia económica prevista en la resolución 283 (1970) y por el estatuto de neutralidad ha sido, pues, sustancialmente adoptada por el Dictamen del Tribunal.
De la lectura de todo el dictamen se desprende claramente que la cláusula dispositiva [p 97] está íntegramente relacionada con el razonamiento y se explica por éste. Pero incluso a la luz del razonamiento, faltan detalles que habría sido útil aclarar. Se planteó la cuestión de si las consecuencias jurídicas que el Tribunal de Justicia debía deducir debían resumirse en unas pocas normas principales o si debían establecerse en términos lo más detallados posible. El Tribunal ha optado por la primera solución, dejando a los órganos políticos su aplicación. No me parece que esto sea exactamente lo que quería el Consejo de Seguridad. Por supuesto, cualquier formulación analítica llevada al extremo no habría sido exhaustiva y, en ocasiones, podría haber pasado por alto circunstancias necesariamente imprevisibles. No obstante, una enumeración más completa, pero que no se perdiera en el detalle, podría haber sido más satisfactoria y, con toda seguridad, habría resultado más eficaz para atajar de raíz las interpretaciones que a veces se hacen en función de tendencias o intereses nacionales.
Las posibles aclaraciones que complementen la Opinión pueden deducirse, como consecuencia de lo dicho anteriormente, de lo establecido por el estatuto de neutralidad, y por la resolución 283 (1970). Aunque no se menciona en la Opinión Consultiva, esta resolución está amparada por la norma que allí se ha establecido erga omnes, a saber, que las decisiones del Consejo de Seguridad son imperativamente vinculantes en virtud del artículo 25 de la Carta. A continuación se enumeran, sin ánimo de exhaustividad, las prohibiciones de tipo económico que se derivan de ella:
(1) Los Estados deben prohibirse a sí mismos y prohibir a sus nacionales, súbditos y residentes extranjeros, bajo pena de sanciones, tener cualquier participación en sociedades o empresas sudafricanas registradas o establecidas en territorio namibio, o tener en dicho territorio sucursales, representantes o agencias, ya sea mediante participación técnica o en el plano financiero mediante la adquisición de acciones, participaciones u obligaciones.
(2) Los Estados no deben autorizar que las acciones y obligaciones de dichas empresas coticen en Bolsa, ni que se realicen operaciones con ellas. De lo contrario, estarían facilitando la enajenación de bienes adquiridos mediante apropiación indebida o expoliación, teniendo en cuenta las responsabilidades civiles o mercantiles que de ello se derivan.
(3) La explotación del petróleo, el diamante, el oro y otros recursos del suelo y el subsuelo de Namibia, sus aguas territoriales o su plataforma continental, llevada a cabo por Sudáfrica o sus nacionales, o con su autorización, equivale a la confiscación de bienes namibios por la autoridad ocupante, o con su cooperación, por lo que la República de Sudáfrica debe rendir cuentas al futuro Estado de Namibia de los ingresos e impuestos que haya obtenido o recaudado de dichas fuentes. Los Estados que hayan obtenido beneficios de estas explotaciones, ya sea en forma de concesiones o de participación en el capital invertido, podrán ser considerados solidariamente responsables con Sudáfrica frente a Namibia. Dichos Estados y sus súbditos deberán abstenerse de adquirir parte alguna de la producción de estas explotaciones, a fin de no incurrir en responsabilidad civil al verse implicados bien como administradores judiciales, bien como compradores, con preaviso, de bienes que no pertenezcan al vendedor.
17. Por lo que se refiere a las cuestiones militares, conviene observar que el pasaje de la cláusula dispositiva del dictamen que prohíbe cualquier apoyo o ayuda a Sudáfrica está redactado en términos muy generales. Al mencionar “cualesquiera actos” y “cualesquiera tratos con el Gobierno de Sudáfrica”, incluye claramente el apoyo militar, y dicho apoyo, al ser indiscutiblemente el más grave y el que más consecuencias acarrea, debe prohibirse antes que cualquier otra forma de apoyo. Todo suministro de armas, municiones o material de guerra, así como toda asistencia militar técnica o científica, quedan prohibidos en lo sucesivo. Esta norma se aplica a todos los Estados, y ninguno de ellos puede eludirla por ningún motivo, por ejemplo, por intereses económicos o estratégicos.
Como en el caso de las consecuencias económicas, quedan por determinar los detalles del apoyo militar prohibido. Al igual que la resolución 283 (1970), la resolución 282 (1970) es una decisión vinculante en virtud del artículo 25, ya mencionado; tanto más cuanto que la resolución 282 (1970) está relacionada, como se ha dicho, con la resolución 276 (1970) a través de la resolución 283 (1970). En cualquier caso, los actos de apoyo o asistencia militar de los que deben abstenerse los Estados son aquellos cuya prohibición viene dictada por la resolución 282 (1970) y por el estatuto de neutralidad mencionado en la sección 14, párrafos 1 a 6, del presente voto particular. En virtud de cada uno de los tres documentos en cuestión -el Dictamen del Tribunal, la resolución 282 (1970) y el estatuto de neutralidad- lo que importa es que no se prestará asistencia a un agresor: en consecuencia, las medidas que se apliquen deben ser las mismas, a fin de satisfacer la misma necesidad.
Algunos gobiernos, para eludir en cierta medida el embargo sobre las armas y el material de guerra terrestre, marítimo y aéreo, han establecido una distinción entre las armas y el material de guerra destinados al uso interno, es decir, a la represión -a los que admiten que se aplicaría la prohibición- y las armas y el material destinados a la defensa exterior, que, según ellos, quedarían excluidos del embargo.
Los hechos condenan esta distinción. En las diversas guerras libradas por las Potencias coloniales y los Estados obligatorios, el armamento pesado y la aviación militar fueron ampliamente utilizados. Según el Sr. McBride, Secretario General de la Comisión Internacional de Juristas, “las armas pesadas se emplearon a menudo para mantener un régimen colonial, y podían ser muy útiles para un régimen como el de Sudáfrica [FN1]”. De hecho, se desplegaron vehículos blindados en Sharpeville el 21 de marzo de 1960, cuando la policía sudafricana abrió fuego y, según el informe de las Naciones Unidas, mató a un gran número de manifestantes negros pacíficos y desarmados.
[p 99]manifestantes negros pacíficos y desarmados, mientras aviones de combate sobrevolaban la zona. El aniversario de aquel día fue proclamado por la Asamblea General Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. Por supuesto, como observó un diplomático, “no es posible transformar los submarinos en vehículos anfibios para utilizarlos en operaciones terrestres”. Sin embargo, nadie puede ignorar que en el curso de las guerras coloniales se han producido bombardeos por unidades navales o aeronaves de puertos, ciudades, pueblos o concentraciones de población. Por ello, debe prohibirse el suministro de cualquier arma capaz de reforzar el potencial militar de Sudáfrica, máxime cuando es esta fuerza material la que le permite mantener su presencia en Namibia a pesar de la resolución 276 (1970).
——————————————————————————————————————— [FN1] Subcomité ad hoc del Consejo de Seguridad, S/AC. I7/SR. 14, reunión del 24 de junio de 1970.
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18. Además, la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia abre posibilidades de aplicación amplia del artículo 103 de la Carta. Las obligaciones de los Miembros de las Naciones Unidas en virtud de la Carta, contempladas en dicho artículo, incluyen claramente las obligaciones resultantes de las disposiciones de la Carta y de sus propósitos, y también las establecidas por las decisiones vinculantes de los órganos de las Naciones Unidas. Entre tales decisiones se encuentran las del Consejo de Seguridad, a saber, las Resoluciones 282 (1970) y 283 (1970). Dado que el artículo 103 se aplica tanto a los compromisos pasados como a los futuros, ya no pueden invocarse contra los Estados miembros en su relación con Sudáfrica, cualquiera que sea su fecha FN1: las alianzas militares, los acuerdos navales o relativos a maniobras navales conjuntas, los acuerdos de suministro de armas, material de guerra y municiones, los acuerdos de cooperación en el ámbito nuclear para cualquier fin, así como todos los tratados que impliquen cualquier tipo de asistencia calculada para facilitar el mantenimiento de la presencia de Sudáfrica en Namibia, como se indica en los apartados 119 y siguientes del dictamen del Tribunal.
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FN1 Véase al respecto L. Cavaré, op. cit., pp. 653 y ss.
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19. En conclusión, hay que subrayar que desde 1967 las Naciones Unidas están convencidas de que cualquier ayuda prestada a Sudáfrica, incluso sin estar destinada a una aplicación concreta, favorecería no obstante los designios de Sudáfrica tanto en territorio sudafricano como en Namibia. En efecto, el Gobierno sudafricano administra Namibia como parte integrante de su territorio desde antes incluso de su anexión, aplicándole su política racial y su política de explotación colonial. Toda ayuda financiera, económica o militar puede favorecer el desarrollo general de esa política y, en consecuencia, reforzar el dominio de Sudáfrica sobre el territorio de Namibia. De ahí que la Asamblea General haya adoptado una resolución tras otra con el fin de disuadir a los Estados miembros de las Naciones Unidas de prestar cualquier tipo de asistencia a Sudáfrica, incluso la que no esté destinada expresamente a consolidar su presencia en Namibia, mientras continúe su política de discriminación racial y apartheid en el conjunto geográfico, político, económico y militar del África meridional y sudoccidental. Este era el objetivo de las resoluciones 2307 (XXII), 2396 (XXIII), 2426 (XXIII) y 2506 (XXIV). Del mismo modo, las dos resoluciones 282 (1970) y 283 (1970) del Consejo de Seguridad conciernen a Sudáfrica no menos que a Namibia. En este sentido debe entenderse el dictamen del Tribunal; lo contrario sería ir en contra de la realidad.
(Firmado) Fouad Ammoun.
[P 101]
Voto particular del juez Padilla Nervo
Estoy de acuerdo con la Opinión Consultiva emitida por el Tribunal de Justicia en respuesta a la pregunta que le formuló el Consejo de Seguridad.
Acepto todas y cada una de las disposiciones de la parte dispositiva del Dictamen.
De los razonamientos y conclusiones de la Corte se desprende que la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en el ejercicio de su competencia, de sus funciones y de su deber, han revocado el Mandato de Sudáfrica respecto de Namibia, han declarado que la presencia de hecho del antiguo Mandatario en ese territorio es ilegal, tiene el carácter de una ocupación extranjera y constituye una “usurpación agresiva” de la autoridad de las Naciones Unidas y del territorio sobre el que Sudáfrica no tiene ningún título jurídico.
Por lo tanto, Sudáfrica tiene la obligación jurídica de retirar su administración allí y de cooperar con las Naciones Unidas para la aplicación pacífica de sus decisiones. Otras consecuencias jurídicas de la continuación de la presencia ilegal y de facto de Sudáfrica allí se expresan en la Opinión Consultiva emitida por este Tribunal, y algunas de las consecuencias se enuncian en las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad.
A los efectos de esta Opinión Consultiva, el Tribunal no estaba obligado, ni era necesario, pronunciarse sobre las objeciones relativas a la validez de las resoluciones en cuestión; no obstante, el Tribunal consideró apropiado responder a dichas objeciones, y reconoció la validez y el carácter vinculante de las decisiones adoptadas en esta materia por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad.
Haciendo uso del derecho que me confiere el artículo 57 del Estatuto, deseo adjuntar a la Opinión del Tribunal una exposición separada de mis puntos de vista individuales.
Preliminares
Algunos de los puntos planteados en las declaraciones escritas son de carácter preliminar, como la cuestión de si el Tribunal debe o no acceder a la solicitud de una opinión consultiva, o están relacionados con la validez de las resoluciones del Consejo de Seguridad y de la Asamblea General, como por ejemplo las que pusieron fin al Mandato para África Sudoccidental y las que declararon ilegal la presencia de Sudáfrica en Namibia. En mi opinión, estos puntos van más allá del alcance de la pregunta formulada al Tribunal por el Consejo de Seguridad, que está redactada en los siguientes términos:
“¿Cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, a pesar de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad?”.
No obstante, dado que se han planteado estas cuestiones, expresaré mi opinión al respecto.
Se ha sugerido que el Tribunal debería hacer uso de su discrecionalidad para acceder o no a una solicitud de opinión consultiva y que, en este caso, debería negarse a emitirla. El Tribunal “debe tener plena libertad para considerar todos los datos pertinentes de que disponga al formarse una opinión sobre una cuestión que se le haya planteado para que emita una opinión consultiva” (Certain Expenses of the United Nations, I.C.J. Reports 1962, p. 151, en la p. 157). En el asunto Certain Expenses, el Tribunal se refirió a la decisión adoptada por el Tribunal Permanente en relación con el Estatuto de Carelia Oriental y no encontró ninguna “razón imperiosa” por la que no debiera emitir la opinión consultiva que le había solicitado la Asamblea General. El caso Carelia Oriental, en el que el Tribunal Permanente de Justicia Internacional se negó a emitir una opinión consultiva, no constituye un precedente en el presente caso ante este Tribunal.
En cuanto al argumento de que la solicitud del Consejo de Seguridad debe ser rechazada porque tiene un trasfondo político en el que la propia Corte se ha visto implicada, la Corte decidió por unanimidad, al comienzo de las vistas orales, no tener en cuenta este argumento. El Tribunal decidió no acceder a las objeciones planteadas contra la participación de tres miembros del Tribunal, que se basaban en el argumento de que los jueces en cuestión habían adoptado posiciones políticas en la Asamblea General en cuestiones relacionadas con el suroeste de África, mientras representaban a sus Gobiernos en las Naciones Unidas. De este modo, el Tribunal se ha pronunciado en el sentido de que el controvertido trasfondo político de la cuestión no es motivo para negarse a emitir la opinión consultiva solicitada.
Tampoco tiene fundamento el otro argumento que se ha presentado contra la opinión consultiva solicitada por el Consejo de Seguridad “considerando que una opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia sería útil para el Consejo de Seguridad en su ulterior examen de la cuestión de Namibia y en la consecución de los objetivos que persigue el Consejo”. El caso Carelia Oriental se invocó en apoyo de la afirmación de que la cuestión sometida a la Corte implicaba una disputa. No es necesario volver a examinar esta cuestión, ya que el Tribunal, en su Providencia de 29 de enero, decidió rechazar la solicitud de nombramiento de un juez ad hoc, porque sostuvo que en [p 103] el presente procedimiento consultivo no hay ninguna controversia pendiente entre Sudáfrica y ningún otro Estado.
En el asunto Certain Expenses, el Tribunal se refirió al argumento de que la cuestión planteada al Tribunal estaba entrelazada con cuestiones políticas, y que por esta razón el Tribunal debía negarse a emitir una opinión. El Tribunal respondió que la mayoría de las interpretaciones de la Carta tendrían un significado político. Sin embargo, el Tribunal no podía atribuir un carácter político a una petición que le invitaba a emprender una tarea esencialmente judicial, a saber, la interpretación de una disposición de un tratado.
Puede decirse que la pregunta formulada a la Corte por el Consejo de Seguridad está entrelazada con ciertos problemas políticos, pero la propia formulación de dicha pregunta, en la que se pregunta a la Corte cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, indica que la posición es de hecho jurídica aunque pueda tener un aspecto político. En la naturaleza de las cosas no podría ser de otra manera. La línea que separa las cuestiones políticas de las jurídicas suele ser imprecisa. Al examinar la estrecha interrelación entre los factores políticos y jurídicos en el desarrollo del derecho internacional, el Dr. Rosenne hace los siguientes comentarios:
“Esa interrelación explica la agudeza con la que se llevan a cabo las elecciones de los miembros del Tribunal. . . Pero esa interrelación va más allá. Explica el conflicto de ideologías que prevalece hoy en día en relación con el Tribunal”. (Rosenne, The Law and Practice of the International Court, Vol. I, p. 4.)
“La Carta de las Naciones Unidas y la urgencia de los problemas y aspiraciones internacionales actuales han desviado el curso de la sociedad internacional organizada hacia nuevas direcciones . . . La atmósfera intelectual en la que hoy se reclama la aplicación del derecho internacional ha cambiado, y con ella cambia también el carácter de la Corte, como órgano de aplicación del derecho internacional.” (Ibid., pp. 5-6.)
El impacto total de estos cambios sobre la Corte se encuentra en las actividades de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad. Cualesquiera que sean las conclusiones que puedan extraerse de estas actividades, es evidente que su trascendental importancia radica en el hecho de que la lucha para acabar con el colonialismo y el racismo en África, y en todas partes, es la voluntad abrumadora de la comunidad internacional de nuestros días.
Un examen imparcial de las alegaciones y argumentos que cuestionan la competencia y jurisdicción del Tribunal para emitir el dictamen solicitado lleva a la conclusión de que no son válidos y deben ser rechazados. [p 104]
No existen, en este caso, razones de peso para que la Corte se aparte de su deber ineludible de emitir el dictamen solicitado por el Consejo de Seguridad.
La propuestaFN1 que se convirtió en el primer párrafo de la parte dispositiva de la resolución 284 (1970) del Consejo de Seguridad dejaba claro desde el principio que la terminación del Mandato y la asunción por la Asamblea General de la responsabilidad directa sobre el Territorio no se estaban cuestionando FN2. Pues había sido un “paso irrevocable” y “en consecuencia, la presencia de Sudáfrica en Namibia era ahora ilegal y los Estados miembros se habían comprometido a cumplir la responsabilidad que las Naciones Unidas habían asumido” FN3. La cuestión que debía plantearse al Tribunal se refería, por tanto, a las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia de Sudáfrica en Namibia después de que se hubieran producido estos cambios irrevocables.
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FN1 La de Finlandia.
FN2 S/AC.17/SR.12, p. 3; y S/AC.17/SR.17, p. 8.
FN3 S/AC.17/SR.12,p.3.
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En general, por lo tanto, de las actas de las deliberaciones del Consejo de Seguridad y su Subcomité inmediatamente anteriores a la aprobación de la resolución 284 (1970) del Consejo de Seguridad, parecería que la cuestión presentada a la Corte se refiere a las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continua de Sudáfrica en Namibia, no como Potencia obligatoria, sino como Estado que, según las disposiciones de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, seguía ocupando Namibia ilegalmente FN4, y desafiando las resoluciones pertinentes de las Naciones Unidas y la Carta de las Naciones Unidas FN5, a pesar de que el Mandato para el África Sudoccidental ha terminado FN6, las Naciones Unidas han asumido la responsabilidad directa del Territorio hasta su independencia FN7, y el Consejo de Seguridad ha exhortado al Gobierno de Sudáfrica a que retire inmediatamente su administración del Territorio FN8.
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FN4 Resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, párr. 2.
FN5 Ibídem, párr. 4.
FN6 Ibídem, segundo y tercer párrafos del preámbulo.
Ibídem, segundo párrafo del preámbulo.
Ibídem, tercer párrafo del preámbulo.
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Las cuestiones a examinar
Se ha demostrado que al formular la cuestión que ahora se somete a la Corte, el Consejo de Seguridad utilizó la frase “la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, no obstante la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad”, para denotar la presencia de Sudáfrica después de que el Mandato hubiera terminado y Sudáfrica hubiera dejado de tener derecho alguno a estar presente como Potencia obligatoria. De ello se desprende que las consecuencias jurídicas para los Estados de esta presencia continuada no son las que resultaron directamente de la conducta de Sudáfrica en su anterior calidad de Potencia [p 105] obligatoria, sino únicamente las consecuencias de la presencia continuada de Sudáfrica tras el cese de la relación obligatoria.
Méritos
Alcance de la Cuestión Planteada
La cuestión sometida al Tribunal es limitada, a saber, ¿cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, a pesar de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad? En esta resolución, el Consejo de Seguridad reafirmó la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, de 27 de octubre de 1966, por la que las Naciones Unidas decidieron que el Mandato para África Sudoccidental quedaba terminado y asumieron la responsabilidad directa del Territorio hasta su independencia, y también reafirmó su resolución 264 (1969), que reconocía esta terminación y que instaba al Gobierno de Sudáfrica a retirarse inmediatamente del Territorio.
Al no haberse presentado ninguna otra solicitud, la Corte tendrá que asumir la validez de la acción tomada por el Consejo de Seguridad y la Asamblea General sobre la cuestión de Namibia y que dicha acción fue conforme a la Carta. La Corte no debe asumir poderes de revisión judicial de la acción de los órganos principales de las Naciones Unidas sin una solicitud específica a tal efecto.
El Pacto
El Pacto tiene carácter de instrumento jurídico constitucional, fuente de derechos y obligaciones relativos al sistema de mandatos y a las seguridades y salvaguardias para el cumplimiento del sagrado fideicomiso. El principio proclamado en el Artículo 22, y sus disposiciones, son vinculantes para los Miembros de la Liga que estén dispuestos a aceptar la tutela y ejercerla como mandatarios en nombre de la Liga en interés de la población indígena.
El Consejo de la Sociedad definió el grado de autoridad, control o administración que debía ejercer el Mandatario para el África Sudoccidental, en los términos en que las Principales Potencias Aliadas y Asociadas habían propuesto que se formulara el Mandato. La finalidad del Mandato para el Sudoeste de África -en los términos definidos por el Consejo- es dar efecto práctico al principio del sagrado fideicomiso de la civilización. El Mandato es el método elegido por las Potencias Aliadas y Asociadas para lograr ese fin. Las obligaciones jurídicas enunciadas en el Pacto se tradujeron y precisaron en el caso concreto de cada mandato “según el grado de desarrollo del pueblo, la situación geográfica del [p 106] territorio, sus condiciones económicas y otras circunstancias análogas”. Todos los mandatos -independientemente de sus diferencias de carácter- tienen un denominador común; todos se establecieron por la misma razón, y con el objeto y propósito de dar efecto práctico al principio de que el bienestar y el desarrollo de los pueblos que habitan los territorios en cuestión constituyen un deber sagrado de la civilización.
El fideicomiso sagrado no es sólo una idea moral, sino que también tiene carácter y significado jurídicos; de hecho, es un principio jurídico. Este concepto se incorporó al Pacto tras largas y difíciles negociaciones entre las partes sobre la solución de la cuestión colonial. Se ha observado a este respecto que:
“Todos los interesados comprendieron claramente que de lo que se trataba era de la adopción, con respecto al trato de los pueblos indígenas en ciertas zonas de África y Asia, de un principio totalmente diferente del que estaba en vigor hasta entonces. El nuevo principio consistía en que, como cuestión de derecho internacional, el bienestar y el progreso social de dichos pueblos serían responsabilidad de la “comunidad internacional organizada”, asegurados por consideraciones jurídicas y no únicamente morales”.
Sir Arnold McNair, en su voto particular anexo al Dictamen del Tribunal sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental, observó:
“De vez en cuando sucede que un grupo de grandes Potencias, o un gran número de Estados tanto grandes como pequeños, asumen el poder de crear mediante un tratado multipartito algún nuevo régimen o estatuto internacional, que pronto adquiere un grado de aceptación y durabilidad que se extiende más allá de los límites de las partes contratantes reales, y le da una existencia objetiva” (I.C.J. Reports 1950. p. 153).
Concepto de Mandato-Derechos y Obligaciones del Mandatario
El Tribunal ha dado cuenta de esta cuestión de la siguiente manera:
“En virtud del artículo 1 19 del Tratado de Versalles de 28 de junio de 1919, Alemania renunció en favor de las Principales Potencias Aliadas y Asociadas a todos sus derechos y títulos sobre sus posesiones de ultramar. Dichas Potencias, poco antes de la firma del Tratado de Paz, acordaron asignarlas como Mandatos a ciertos Estados Aliados que ya las habían ocupado. Los términos de todos los Mandatos “C” fueron redactados por un Comité del Consejo Supremo de la Conferencia de Paz y aprobados por los representantes de las Principales Potencias Aliadas y Asociadas en el otoño de 1919, con una reserva que fue retirada posteriormente. Todas estas medidas se tomaron antes de que el Pacto entrara en vigor y antes de que la Sociedad de Naciones se estableciera y comenzara a funcionar en enero de 1920. [p 107]
Los términos de cada Mandato fueron posteriormente definidos y confirmados por el Consejo de conformidad con el Artículo 22 del Pacto.
Los principios esenciales del Sistema de Mandatos consisten principalmente en el reconocimiento de ciertos derechos de los pueblos de los territorios subdesarrollados; el establecimiento de un régimen de tutela para cada uno de esos pueblos que será ejercido por una nación avanzada en calidad de “Mandatario” “en nombre de la Sociedad de Naciones”; y el reconocimiento de “una sagrada confianza de civilización” depositada en la Sociedad como comunidad internacional organizada y en sus Estados Miembros. Este sistema se dedica al objetivo declarado de promover el bienestar y el desarrollo de los pueblos interesados y se refuerza mediante el establecimiento de salvaguardias para la protección de sus derechos.
Estas características son inherentes al Sistema de Mandatos tal como fue concebido por sus autores y tal como fue confiado a los órganos respectivos de la Liga y de los Estados miembros para su aplicación. Los derechos del Mandatario en relación con el territorio bajo mandato y los habitantes tienen su fundamento en las obligaciones del Mandatario y son, por así decirlo, meras herramientas dadas para permitirle cumplir sus obligaciones. El hecho es que cada Mandato bajo el Sistema de Mandatos constituye una nueva institución internacional, cuyo propósito primario y primordial es promover ‘el bienestar y el desarrollo’ de la población del territorio bajo Mandato”. (South West Africa, Preliminary Objections, Sentencia, I.C.J. Reports 1962, p. 329.)
Sir Arnold McNair, en su opinión separada mencionada anteriormente, declaró:
“El sistema de mandatos me parece un caso a fortiori. La ocasión fue el final de una guerra mundial. Las partes en los tratados de paz que incorporaban el Pacto de la Liga y establecían el sistema eran treinta. El interés público se extendía mucho más allá de Europa. El artículo 22 proclamaba “el principio de que el bienestar y el desarrollo de esos pueblos constituyen un deber sagrado de la civilización y de que las garantías para el cumplimiento de este deber deben figurar en el Pacto”. Una gran parte del mundo civilizado coincidía en abrir un nuevo capítulo en la vida de entre quince y veinte millones de personas, y este artículo era el instrumento adoptado para hacer efectivo su deseo. En mi opinión, el nuevo régimen establecido en cumplimiento de este “principio” tiene algo más que una base puramente contractual, y los territorios sometidos a él están dotados de un estatuto jurídico especial, concebido para durar hasta que se modifique en la forma indicada por el artículo 22″. La disolución de la Liga ha producido ciertas dificultades, pero, . . . son dificultades mecánicas, y la política y los principios de la nueva institución han sobrevivido al impacto de los acontecimientos de 1939 a 1946, y de hecho han sido reencarnados por la Carta bajo el nombre de ‘Sistema Internacional de Administración Fiduciaria’, [p 108] con un nuevo aliento de vida”. (I.C.J. Reports 1950, pp. 154-155, cursiva añadida).
Una nueva Providencia basada en la proposición de que “todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes” ha alcanzado un reconocimiento solemne en el derecho fundamental de muchas naciones y es hoy -de una forma u otra- declaración, norma y estándar consuetudinario en la práctica constitucional de los Estados. No se puede ignorar que el estatus del Territorio de África Sudoccidental es la cuestión internacional más explosiva del mundo de la posguerra; y la cuestión de si la política oficial de apartheid, tal como se practica en el Territorio, es o no compatible con los principios y disposiciones legales establecidas en el Pacto, en el Mandato y en la Carta de las Naciones Unidas, pide una respuesta por parte del Tribunal.
Facultad de revocación
Se ha alegado que no existe una facultad expresa de revocación de un mandato prevista en el Pacto de la Liga, ni tampoco una facultad implícita. En respuesta a este argumento, se han invocado algunas citas relevantes durante el presente procedimiento. Wright, en su obra Mandates Under the League of Nations, 1930 (pp. 440-441), escribió lo siguiente:
“No se ha determinado si la Sociedad puede nombrar un nuevo mandatario en caso de que uno de los mandatarios actuales deje de funcionar. Tampoco se ha decidido si la Sociedad puede destituir a un mandatario, aunque ambas facultades pueden deducirse implícitamente de la afirmación del Pacto de que los mandatarios actúan ‘en nombre de la Sociedad’, y los miembros de la Comisión de Mandatos Permanentes han dado por sentado que existen. Además, parecería que el mandato de una nación determinada llegaría automáticamente a su fin en caso de que el mandatario dejara de reunir los requisitos establecidos en el Pacto, y que la Sociedad sería la autoridad competente para reconocer tal hecho.. . . Puesto que las zonas sujetas a mandato se definen en el artículo 22 del Pacto, parecería que la Sociedad, cuya competencia se define en el Pacto, no podría retirar a un territorio de la condición de territorio sujeto a mandato a menos que reconociera que las condiciones allí definidas ya no existen en el territorio.”
Smuts, en The League of Nations: A Practical Suggestion, 1918, dijo: [p 109]
“. . . en caso de abuso flagrante y prolongado de esta confianza, la población afectada debería poder apelar a la Sociedad para obtener reparación, y ésta debería, en un caso apropiado, hacer valer su autoridad plenamente, incluso hasta el punto de retirar el mandato y confiarlo a otro Estado, si fuera necesario”.
Existía entonces la opinión de que la Sociedad podía revocar un mandato en caso de incumplimiento fundamental de su obligación por parte de un mandatario. La anexión, abierta o encubierta, era sin duda la violación más grave y fundamental de los principios esenciales del sistema de mandatos que, como institución internacional, fue creado por el artículo 22 del Pacto.
Consecuencias de la disolución de la Liga
El artículo 22 creó un régimen internacional, el sistema de mandatos, con el fin de poner en práctica los dos principios: a) el de no anexión, y b) el de que el bienestar y el desarrollo de los pueblos que habitan los territorios bajo mandato, que aún no pueden valerse por sí mismos, constituyen “un deber sagrado de la civilización”. La creación de esta nueva institución internacional no implicaba ninguna cesión de territorio ni transferencia de soberanía, y la mandataria debía ejercer una función de administración internacional en nombre de la Sociedad de Naciones. El mandato se creó en interés de los habitantes y de la humanidad en general, como una institución internacional con un objeto internacional: un fideicomiso sagrado de la civilización.
Las normas internacionales que regulaban el mandato constituían un estatuto internacional para el territorio. Las funciones eran de carácter internacional y su ejercicio, por tanto, estaba sometido a la supervisión del Consejo de la Sociedad de Naciones y a la obligación de presentar informes anuales.
Obligaciones: (a) la administración como “fideicomiso sagrado”; (b) los mecanismos de ejecución, supervisión y control como “garantías del cumplimiento de este fideicomiso”. Estas obligaciones representan la esencia misma del “fideicomiso sagrado”. Ni el cumplimiento de estas obligaciones, ni los derechos de la población, podrían llegar a su fin con la liquidación de la Liga, ya que no dependían de la existencia de la Liga.
Las disposiciones del párrafo 2 del artículo 80 de la Carta presuponen que los derechos de los Estados y de los pueblos no deben caducar automáticamente con la disolución de la Sociedad.
La resolución de la Asamblea de la Sociedad de 18 de abril de 1946 tuvo que reconocer que las funciones de la Sociedad terminaban con su existencia, al mismo tiempo que la Asamblea reconocía que los Capítulos XI, XII y XIII de la Carta incorporaban los principios declarados en el Artículo 22 del Pacto [p 110] de la Sociedad de Naciones. En el párrafo 4 de dicha resolución, las Potencias obligadas reconocieron que transcurriría algún tiempo desde la terminación de la Sociedad hasta la aplicación del régimen de administración fiduciaria, y asumieron la obligación de continuar, no obstante, entretanto, administrando los territorios bajo mandato para el bienestar de los pueblos interesados, hasta que se hubiesen convenido otros arreglos entre ellas y las Naciones Unidas.
La Asamblea entendió que los mandatos debían seguir existiendo hasta que se establecieran “otros arreglos”, relativos al futuro estatuto del territorio en cuestión. Mantener el statu quo significaba: administrar el territorio como un fideicomiso sagrado y dar cuenta e informar de los actos de administración.
Hay razones decisivas para responder afirmativamente a la pregunta de si las funciones de supervisión de la Liga debían ser ejercidas por la nueva organización internacional creada por la Carta. Los autores del Pacto consideraron que el cumplimiento efectivo del sagrado encargo de la civilización exigía que la administración de los territorios bajo mandato estuviera sujeta a supervisión internacional. La necesidad de supervisión sigue existiendo. No puede admitirse que la obligación de someterse a supervisión haya desaparecido por el mero hecho de que el órgano supervisor del sistema de mandatos haya dejado de existir, cuando las Naciones Unidas cuentan con otro órgano internacional que desempeña funciones de supervisión similares.
El párrafo 1 del Artículo 80 de la Carta tiene por objeto salvaguardar los derechos de los pueblos de los territorios bajo mandato hasta que se concluyan acuerdos de administración fiduciaria, pero tales derechos de los pueblos no podrían salvaguardarse eficazmente sin una supervisión internacional y sin el deber de rendir informes a un órgano supervisor.
La resolución de 18 de abril de 1946 de la Asamblea de la Liga presupone que las funciones de supervisión ejercidas por la Liga serían asumidas por las Naciones Unidas, y la Asamblea General tiene la competencia derivada de las disposiciones del artículo 10 de la Carta, y está legalmente cualificada para ejercer dichas funciones de supervisión.
El 31 de enero de 1923, el Consejo de la Liga adoptó ciertas reglas según las cuales los gobiernos obligatorios debían transmitir las peticiones. Este derecho que los habitantes del África Sudoccidental habían adquirido de este modo se mantiene en el párrafo 1 del artículo 80 de la Carta. El envío y el examen de las peticiones forman parte de la supervisión, y las peticiones deben ser transmitidas por el Gobierno sudafricano a la Asamblea General, que está legalmente habilitada para tratarlas.
En su última sesión, el 18 de abril de 1946, la Sociedad de Naciones adoptó una resolución, ya mencionada, relativa al sistema de mandatos, cuyos dos últimos párrafos dicen lo siguiente:
“[La Asamblea:] 3. Reconoce que, al terminar la existencia de la Sociedad, sus funciones con respecto a los territorios bajo mandato [p 111] llegarán a su fin, pero toma nota de que los Capítulos XI, XII y XIII de la Carta de las Naciones Unidas contienen principios que corresponden a los declarados en el Artículo 22 del Pacto de la Sociedad;
4. Toma nota de las intenciones expresadas por los Miembros de la Liga que administran actualmente territorios bajo mandato de continuar administrándolos para el bienestar y desarrollo de los pueblos interesados, de conformidad con las obligaciones contenidas en los respectivos Mandatos, hasta que se hayan convenido otros arreglos entre las Naciones Unidas y las respectivas Potencias obligatorias.”
Efecto de la Resolución 2145 (XXI0 de la Asamblea General de las Naciones Unidas y de las Resoluciones del Consejo de Seguridad
El principio de no discriminación
La Carta de las Naciones Unidas encomendó a las Naciones Unidas y a la Asamblea General tareas especiales y, entre otras, la de “fomentar y promover el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza…”. (Art. 76 (c); Art. 1 (3)). La Asamblea General tiene competencia respecto a la interpretación de la Carta, y poder para promulgar recomendaciones relativas a la discriminación racial que hayan evolucionado como principios o normas de aceptación internacional general.
El principio de no discriminación por motivos de raza o color tiene una gran repercusión en el mantenimiento de la paz internacional, y la Organización tiene el deber de velar por que todos los Estados -incluso los que no son miembros- actúen, de conformidad con los principios del artículo 2 de la Carta, en la consecución de los propósitos enunciados en el artículo 1, entre ellos promover y fomentar el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin discriminación racial (art. 1 (3)).
Importancia de las recomendaciones de la Asamblea General
Nadie discutiría las facultades de la Asamblea General para debatir asuntos como la discriminación racial, en general, y especialmente cuando se producen en un territorio bajo mandato que tiene un estatuto internacional y es una institución o régimen que concierne a la Asamblea. La Corte Internacional se rige por su Estatuto y su Reglamento, pero incluso las funciones y poderes de la Corte pueden ser discutidos por la Asamblea General, que puede hacer recomendaciones (a los Miembros de las Naciones Unidas) al respecto, y proponer o desarrollar medios subsidiarios adicionales que la Corte debería aplicar para la determinación de normas de derecho[p 112].
Las numerosas y casi unánimes recomendaciones relativas al apartheid y a la discriminación racial se dirigen a los Miembros de las Naciones Unidas, pero la Corte no puede pasar por alto ni minimizar su importancia y pertinencia primordiales. La idea de la preocupación por los pueblos, por el reconocimiento del papel del hombre común, y especialmente por los pueblos “que aún no pueden valerse por sí mismos en las difíciles condiciones del mundo moderno”, fue la que movió a los autores del Pacto y está en la raíz del Mandato.
A efectos de la interpretación del Mandato según su espíritu y su letra, la disolución o liquidación de la Liga no tiene una importancia permanente, ya que el Mandato sobrevivió. Pero para una interpretación justa de sus términos y su espíritu, es importante tener presente que dicha interpretación se está haciendo hoy; que este Tribunal está sesionando en 1971 y no en 1920, y que la comunidad internacional de hoy, las Naciones Unidas, tiene el derecho y el deber de velar por el cumplimiento del sagrado mandato. Por esa razón y a tal efecto, en la Asamblea General se adoptaron muchas resoluciones que son pertinentes y de la mayor importancia en el examen del caso del África Sudoccidental.
Es pues en el ejercicio de sus derechos y deberes que la Asamblea General, a través de sus resoluciones, ha juzgado la aplicación en el territorio bajo mandato de la política oficial de discriminación racial, y ha reconocido las reglas y normas que el Mandatario con su política de apartheid contraviene, en violación de sus obligaciones en virtud del Mandato, obligaciones que no están en absoluto latentes, sino vivas y en acción, como están igualmente vivos y no latentes los derechos de los pueblos del Territorio beneficiarios de tales obligaciones.
Después de que el Dictamen de 1950 haya sido aceptado y aprobado por la Asamblea General, era el “derecho reconocido por las Naciones Unidas” (Juez Sir Hersch Lauterpacht, en Admissibility of Hearings of Petitioners by the Committee on South West Africa, I.C.J. Reports 1956, p. 46).
La Asamblea General ha tenido, en virtud de los instrumentos internacionales pertinentes, varias funciones distintas en relación con Namibia, y la acción que llevó a cabo en este caso se basa en todas estas funciones tomadas individual o conjuntamente. La Asamblea General actuó: en su calidad de autoridad supervisora del Mandato para el África Sudoccidental; como único órgano de la comunidad internacional encargado de velar por el cumplimiento de las obligaciones y la sagrada confianza contraídas respecto del pueblo y el Territorio de Namibia; y como órgano principalmente encargado de los territorios no autónomos y en fideicomiso. [p 113]
En la medida en que la resolución 2145 (XXI) fue adoptada por la Asamblea General como autoridad supervisora y como parte en una relación contractual con Sudáfrica derivada del Mandato, la resolución es constitucionalmente válida por sí misma y, por tanto, jurídicamente eficaz. Además, cuando la Asamblea General decidió que el Mandato había terminado, y que Sudáfrica no tenía ningún otro derecho a administrar el Territorio, hizo una declaración que, además de su carácter dispositivo, tenía también carácter declarativo. Ciento catorce miembros de la Asamblea General, que votaron a favor de la resolución 2145 (XXI), y los tres Gobiernos miembros que se abstuvieron en la resolución, estaban todos de acuerdo en que Sudáfrica había incumplido sus obligaciones con respecto a la administración del Territorio y sus obligaciones de garantizar el bienestar moral y material y la seguridad de los habitantes indígenas, y que de hecho había renegado del Mandato. En estas circunstancias, incumbía claramente a la Asamblea General no guardar silencio y declarar lo que de hecho y de derecho era manifiesto.
El hecho de que, en términos generales, las actividades de la Asamblea General sean principalmente de carácter recomendatorio no significa que la Asamblea General no pueda actuar en una situación en la que sea parte de una relación contractual en su calidad de tal parte; tampoco significa que, con respecto a un territorio que es una responsabilidad internacional, y con respecto al cual ninguna soberanía estatal se interpone entre la Asamblea General y el territorio, la Asamblea General no pueda actuar como lo hizo mediante la resolución 2145 (XXI).
Durante los últimos 25 años, una gran variedad de acciones e iniciativas de las Naciones Unidas, en cumplimiento de los propósitos y principios de la Carta, se han plasmado en resoluciones de la Asamblea General, adoptadas en el contexto general del Capítulo IV de la Carta. Estas resoluciones han conferido a diversos órganos subsidiarios una amplia gama de funciones operativas.
La legalidad de éstas, y de otras numerosas acciones e iniciativas de la Asamblea General, no dependía de la existencia de una disposición textual precisa en el Capítulo IV de la Carta, prevista para cada caso. En efecto, la Asamblea General es el órgano competente de las Naciones Unidas para actuar en nombre de esta última en una amplia gama de asuntos, y en estos casos es la propia ONU la que actúa. Esto es especialmente cierto en lo que se refiere a los asuntos económicos, sociales y de administración fiduciaria, los territorios no autónomos, la administración y las finanzas, y las medidas requeridas en virtud de la Carta de las Naciones Unidas que no son competencia especial del Consejo de Seguridad.
En este caso, el Consejo de Seguridad no sólo dio su apoyo, sino que respaldó las decisiones de la Asamblea. Mediante su resolución 264 (1969), el Consejo de Seguridad reconoció la terminación del Mandato y la asunción de la responsabilidad directa sobre el Territorio por parte de la Asamblea General [p 114]; declaró que la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia era ilegal; e instó al Gobierno de Sudáfrica a retirar inmediatamente su administración del Territorio. El Consejo de Seguridad reiteró además su apoyo a las decisiones de la Asamblea General mediante sus resoluciones 269 (1969), 276 (1970) y 283 (1970). En la medida en que la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General puede considerarse una recomendación al Consejo de Seguridad, entró plenamente en vigor tras su aprobación por el Consejo.
No se puede negar que la acción combinada de ambos órganos principales con respecto a Namibia es efectiva más allá de cualquier impugnación constitucional o legal.
Este Tribunal ya declaró en 1950 y reafirmó en su sentencia de 1962: “retener los derechos derivados del Mandato y negar las obligaciones derivadas del mismo no podría justificarse” (I.C.J. Reports 1950, p. 133).
Hubo acuerdo general en que la Asamblea General tenía el deber de actuar sobre la base de su propia evaluación de la situación, claramente resumida en el preámbulo de la resolución pertinente.
En dos resoluciones adoptadas por unanimidad por el Consejo de Seguridad en 1968, el Consejo tomó nota de la terminación del Mandato por la Asamblea General y la tuvo en cuenta. En otras cuatro resoluciones adoptadas en 1969 y 1970, el Consejo de Seguridad reconoció que la Asamblea General había puesto fin al Mandato, dictaminó que la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia era ilegal, instó a Sudáfrica a retirar su administración del Territorio, condenó enérgicamente a Sudáfrica por su negativa a hacerlo y declaró ilegales e inválidas todas las acciones emprendidas por Sudáfrica en nombre de Namibia o en relación con Namibia.
No hay duda, en mi opinión, de que la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General es válida, y que la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad también lo es. Además, el efecto combinado de las resoluciones de estos dos órganos principales de las Naciones Unidas justifica la validez de la terminación del Mandato de Sudáfrica sobre Namibia y hace ilegal su presencia continuada en ese Territorio.
Namibia ha sido y sigue siendo una responsabilidad internacional que, aunque anteriormente se cumplía a través de la agencia del Gobierno sudafricano, ha constituido en todo momento un ejercicio de autoridad internacional y no soberana. Otra parte de esta premisa es que el pueblo y el territorio de Namibia han poseído, durante los últimos 50 años, un estatus internacional sui generis, al no estar bajo la soberanía de ningún Estado y haber sido colocados bajo la autoridad y protección general de la comunidad internacional representada desde 1946 por las Naciones Unidas.
Ni Sudáfrica ni las Naciones Unidas han poseído derechos en [p 115] Namibia con otro fin que no sea garantizar los derechos e intereses del pueblo del Territorio. Pues el Mandato no confería propiedad ni soberanía ni derechos permanentes, sino que consistía únicamente en una concesión condicional de poderes para la consecución de un fin -no en beneficio del concesionario sino en beneficio de un tercero, el pueblo y el Territorio de Namibia-, poderes a los que se debía renunciar tan pronto como se alcanzara el fin.
El 24 de octubre de 1970, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución 2625 (XXV), que contiene una Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas. La Declaración establece, entre otras cosas, en el sexto párrafo de la sección El principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos:
“El territorio de una colonia o de otro territorio no autónomo tiene, en virtud de la Carta, un estatuto separado y distinto del territorio del Estado que lo administre; y ese estatuto separado y distinto existirá, en virtud de la Carta, hasta que el pueblo de la colonia o del territorio no autónomo haya ejercido su derecho a la libre determinación de conformidad con la Carta y, en particular, con sus propósitos y principios.”
Mediante esta Declaración, la Asamblea General también declaró además que:
“Los principios de la Carta consagrados en la presente Declaración constituyen principios básicos del derecho internacional”.
y, en consecuencia, hizo un llamamiento a todos los Estados
“a guiarse por estos principios en su conducta internacional y a desarrollar sus relaciones mutuas sobre la base de su estricta observancia”. (Declaración, ibid., Parte general, párrafo 3.)
Validez
Las Naciones Unidas tenían razones válidas para proceder a la revocación. En la resolución 2145 (XXI), la Asamblea General se basó en varios motivos para su decisión, y algunos al menos de esos motivos son de tal naturaleza que su validez puede establecerse sin que sea necesario entrar en cuestiones de hecho.
En la parte dispositiva de la resolución 2145 (XXI) la Asamblea General, entre otras cosas,
(i) reafirmó el derecho inalienable del pueblo de África Sudoccidental a la libre determinación, la libertad y la independencia; [p 116].
(ii) reafirmó que África del Suroeste es un territorio con estatuto internacional que mantendrá hasta que logre la independencia;
(iii) declaró que Sudáfrica había incumplido sus obligaciones con respecto al Territorio y había desautorizado el Mandato;
(iv) decidió que el Mandato conferido a Su Majestad Británica para ser ejercido en su nombre por el Gobierno de la Unión Sudafricana queda, por lo tanto, terminado; que Sudáfrica no tiene ningún otro derecho a administrar el Territorio y que, en lo sucesivo, el África Sudoccidental queda bajo la responsabilidad directa de las Naciones Unidas;
(v) resolvió asumir estas responsabilidades con respecto al Sudoeste de África;
(vi) estableció un comité ad hoc encargado de recomendar los medios prácticos de administración del África Sudoccidental que permitan al pueblo del Territorio ejercer su derecho de autodeterminación y alcanzar la independencia;
(vii) hizo un llamamiento al Gobierno de Sudáfrica para que se abstenga y desista inmediatamente de cualquier acción que, de cualquier manera, altere o tienda a alterar el actual estatus internacional del Sudoeste de África;
(viii) llamó la atención del Consejo de Seguridad sobre esta resolución, y
(ix) pidió a todos los Estados que presten su cooperación y asistencia incondicionales para la aplicación de la presente resolución.
asistencia en la aplicación de esta resolución.
El Consejo de Seguridad, en apoyo de las decisiones adoptadas por la Asamblea General, mantuvo los principios consagrados en la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General y adoptó las resoluciones 245, 246 (1968); 264, 269 (1969); 276, 283 y 284 (1970). En estas resoluciones, el Consejo de Seguridad reconoció que la Asamblea General había puesto fin al Mandato de Sudáfrica sobre Namibia y asumido la responsabilidad directa del Territorio hasta su independencia, y exhortó al Gobierno de Sudáfrica a retirar inmediatamente su administración del Territorio (resolución 264 de 1969, reafirmada en resoluciones posteriores).
La solicitud de Opinión Consultiva se hizo en la resolución 284 (1970). Mediante esta resolución, el Consejo de Seguridad reafirmó la responsabilidad especial de las Naciones Unidas con respecto al Territorio y al pueblo de Namibia, recordó la resolución 276 y decidió someter la cuestión a la Corte Internacional de Justicia para que emitiera una opinión consultiva.
En la resolución 276 (1970), el Consejo de Seguridad reafirmó la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General por la que las Naciones Unidas decidieron poner fin al Mandato de África Sudoccidental y asumieron la responsabilidad directa del Territorio hasta su independencia, y reafirmó la resolución 264 (1969) del Consejo de Seguridad que reconocía esta terminación y exhortaba al Gobierno de Sudáfrica a retirarse inmediatamente [p 117] de este Territorio. Ni el Consejo de Seguridad ni la Asamblea General han pedido a la Corte que se pronuncie sobre la validez jurídica o no de las medidas adoptadas por ellos o de las resoluciones aprobadas por ellos.
Los principios de la Carta, sobre cuya base la Asamblea General y el Consejo de Seguridad han tomado medidas, han sido elaborados en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, que fue adoptada por unanimidad por la Asamblea General el 24 de octubre de 1970.
El primer argumento contra la validez formal de las resoluciones del Consejo de Seguridad en general lo basa el Gobierno sudafricano en la composición del Consejo y se refiere a la representación de China, la “República de China”, como se la denomina en el apartado 1 del artículo 23 de la Carta. Es el Gobierno de la China Nacionalista el que ha ocupado la sede permanente de China desde la fundación de las Naciones Unidas hasta hoy. La propia Sudáfrica siempre ha considerado al Gobierno Nacionalista como el Gobierno legal de China. Cuando se trata del derecho de representación de dos gobiernos rivales de un Estado miembro, es obviamente el órgano competente de las Naciones Unidas, en este caso la Asamblea General, el que debe decidir. Hasta ahora, no ha habido ningún cambio en la representación de China en las Naciones Unidas. Por lo tanto, esta objeción a la validez de las resoluciones del Consejo de Seguridad debe ser rechazada.
El Gobierno sudafricano alega que el Consejo de Seguridad no actuó de conformidad con el procedimiento establecido en el artículo 27, párrafo 3, de la Carta, cuando adoptó las diversas resoluciones relativas a la cuestión que ahora se somete al Tribunal, y que, en consecuencia, todas esas resoluciones son nulas. La resolución 284 (1970), que contiene la solicitud de opinión consultiva que sirve de base al presente procedimiento, fue adoptada a pesar de la abstención de tres miembros, dos de los cuales eran miembros permanentes. Del mismo modo, la resolución 276 (1970) se adoptó a pesar de la abstención de dos miembros permanentes y, en la votación previa sobre una frase del proyecto de resolución, las palabras en cuestión se mantuvieron a pesar de la abstención de cuatro miembros, tres de los cuales eran miembros permanentes. Sin embargo, esas votaciones no pueden considerarse irregulares y, por tanto, nulas, ya que existe una práctica arraigada, seguida por el Consejo de Seguridad desde 1950, que ha interpretado las disposiciones del párrafo 3 del artículo 27 de tal manera que la abstención de uno o más miembros permanentes no tiene el mismo efecto que un voto negativo. También se reconoce generalmente que la ausencia de un miembro permanente en una reunión del Consejo de Seguridad no impide la adopción de decisiones que son válidas aunque se refieran a cuestiones de fondo. La nueva práctica procedimental en materia de votaciones en el Consejo de Seguridad se siguió sin objeción alguna por parte de la Asamblea General. [p 118]
El artículo 32 de la Carta, invocado por el Gobierno sudafricano, presupone la existencia de una controversia en la que es parte el Estado que no es miembro del Consejo de Seguridad, como fundamento para tener derecho a participar, sin derecho de voto, en los debates relativos a dicha controversia. La resolución 284 (1970) del Consejo de Seguridad no tiene por objeto resolver una controversia entre Estados, sino que está relacionada con una situación, a saber, la cuestión de Namibia, y con las responsabilidades que las Naciones Unidas asumieron en 1966 (resolución 2145 (XXI)) con respecto a dicho Territorio y a sus habitantes. Por consiguiente, el artículo 32 de la Carta no es aplicable. Aunque el objetivo definido del Consejo, cuando adoptó la resolución 276 (1970), era obtener la retirada de las autoridades sudafricanas de Namibia, la intención era, al mismo tiempo, reforzar el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales y reducir la tensión existente. Dado que no se trataba de una controversia entre Estados, sino de una situación que afectaba a las Naciones Unidas como tal, el Consejo de Seguridad no tenía ninguna obligación de invitar a Sudáfrica a participar, sin derecho de voto, en los debates que precedieron a la adopción de la resolución.
El artículo 24 de la Carta constituye la base jurídica de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad. Dicho artículo confiere al Consejo no sólo los poderes específicos establecidos en los Capítulos VI, VII, VIII y XII, sino también poderes generales, coherentes con los objetivos y principios de las Naciones Unidas. En cuanto a la interpretación del artículo 24 de la Carta, se dice en el tratado publicado en 1969 por Goodrich, Hambro y Simons, titulado Carta de las Naciones Unidas “El apartado 2 del artículo 24 establece que los ‘poderes específicos concedidos al Consejo de Seguridad’ se fijan en los Capítulos VI, VII, VIII y XII de la Carta. Esta afirmación plantea la cuestión de si el Consejo sólo tiene estos poderes o si puede ejercer los demás poderes, compatibles con los propósitos y principios de la Carta, que sean necesarios para el desempeño de sus responsabilidades. Esta última interpretación, más liberal, ha sido generalmente aceptada”. (P. 204.) Las objeciones del Gobierno sudafricano a la validez intrínseca de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad deben desestimarse.
Los cuatro primeros párrafos de la parte dispositiva de la resolución se dirigen en primer lugar a Sudáfrica. Todos ellos, en particular el párrafo 2, contienen importantes conclusiones que vinculan jurídicamente a ese Estado. Por lo tanto, en virtud del artículo 25 de la Carta, está obligado a modificar su conducta en la cuestión de Namibia de conformidad con las decisiones del Consejo de Seguridad. Dado que la presencia continuada de las autoridades sudafricanas en Namibia es ilegal, todas las medidas adoptadas por ellas en nombre de dicho Territorio, o relativas a dicho Territorio, tras el cese del Mandato, son ilegales e inválidas. Esta constatación también es [p 119] vinculante para todos los Estados miembros de las Naciones Unidas excepto Sudáfrica.
Consecuencias jurídicas para Sudáfrica, para otros Estados miembros de las Naciones Unidas y para Estados no miembros
Hay que señalar que Sudáfrica, en derecho internacional, tiene, mientras dure su presencia ilegal en Namibia, ciertas obligaciones con respecto a ese Territorio y a su población. Dichas obligaciones son, en su mayor parte, las mismas que incumbían a Sudáfrica antes del cese del Mandato. Por lo tanto, tiene la obligación de promover de manera continua el bienestar y el desarrollo de los pueblos del Territorio, de conformidad con el artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones y con el Mandato para África Sudoccidental. Sudáfrica tiene asimismo la obligación de actuar de conformidad con la Declaración relativa a los territorios no autónomos que forma parte del Capítulo XI de la Carta de las Naciones Unidas. No importa bajo qué régimen, los derechos humanos tienen que ser respetados en Namibia como en cualquier otro lugar.
El Gobierno sudafricano, después de que sus intentos de anexionarse el territorio bajo mandato fueran derrotados por la enérgica resistencia de las Naciones Unidas, y después de que se negara definitivamente a someter el Territorio a administración fiduciaria, declaró no obstante en varias ocasiones que mantendría el statu quo, y que continuaría administrando el Territorio en el espíritu del Mandato vigente.
Entre las normas internacionales que son vinculantes para la administración del territorio internacional de Namibia se incluyen las declaraciones y resoluciones adoptadas formalmente por los principales órganos de las Naciones Unidas que representan interpretaciones y aplicaciones generalmente aceptadas de las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas y que, o bien son de aplicación general, o bien tienen una referencia específica a la situación de Namibia.
La consecuencia jurídica para Sudáfrica de su presencia continuada e ilegal en Namibia es, por lo tanto, que esto constituye un hecho internacionalmente ilícito y una violación de las obligaciones jurídicas internacionales, debidas por Sudáfrica no sólo a las Naciones Unidas, sino también al pueblo y al Territorio de Namibia.
Todos los Estados están obligados, en virtud de lo dispuesto en el Artículo 25 de la Carta de las Naciones Unidas, a cumplir las resoluciones del Consejo de Seguridad y a ayudar a las Naciones Unidas, en virtud del párrafo 5 del Artículo 2 de la Carta, en cualquier acción que emprendan de conformidad con la Carta. Los Estados están obligados a apoyar a las Naciones Unidas para asegurar la retirada de la administración sudafricana de Namibia y garantizar el ejercicio libre y efectivo por el pueblo de Namibia de su derecho a la autodetermi-[p 120]nación y a la independencia. Desde la terminación del Mandato de Sudáfrica sobre Namibia, los Estados no pueden establecer o mantener relación alguna con Namibia a través del Gobierno de Sudáfrica o a través de la administración ilegal sudafricana en el Territorio.
Debe ser el deber de cada Miembro de las Naciones Unidas
Reconocer la autoridad de las Naciones Unidas para administrar el Territorio de Namibia;
reconocer el derecho inalienable del pueblo de Namibia a la autodeterminación y la independencia;
a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con las Naciones Unidas (Art. 56), para la realización de los propósitos consignados en el Artículo 55 de la Carta;
aceptar y llevar a cabo las decisiones del Consejo de Seguridad que haya tomado o que pueda tomar de vez en cuando de conformidad con la Carta (Art. 25), tales como las medidas mencionadas en la resolución 283 (1970).
Todos los Estados tienen la obligación de no reconocer la presencia de Sudáfrica en Namibia en contravención de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad y de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General.
Plebiscito
La posición del Gobierno sudafricano con respecto al suroeste de África siempre ha sido muy clara y coherente, en el sentido de que considera el Territorio como parte integrante de Sudáfrica y que, de hecho, se ha producido la anexión y que no tiene intención de renunciar nunca al Territorio.
El 4 de noviembre de 1946, durante la Primera Sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas celebrada en Lake Success, el Mariscal de Campo Smuts, en la decimocuarta sesión de la Cuarta Comisión, presentó una declaración relativa al territorio bajo mandato de África Sudoccidental (doc. ONU A/C.4/41). Recordó el hecho de que, durante la Primera Guerra Mundial, el Presidente Wilson y otros portavoces aliados habían insistido en el derecho de autodeterminación de todos los pueblos y habían hecho inaceptable cualquier forma de anexión para la Conferencia de Paz. El suroeste de África, continuó, es tan esencialmente una parte del territorio y del pueblo sudafricanos, que hubo que idear una forma particular de mandato para satisfacer las necesidades de la situación sudafricana. Debido a la contigüidad física del suroeste de África con la Unión y a su parentesco etnológico con el resto de Sudáfrica, la Unión Sudafricana estaba legítimamente interesada en asegurar la anexión de ese territorio. El Presidente Wilson comprendió, dijo el Mariscal de Campo Smuts, que el futuro de ese Territorio residía en su incorporación. [p 121]
“A estas alturas [1946], el suroeste de África estaba tan completamente integrado en la Unión que su incorporación formal era necesaria principalmente para disipar dudas y, de este modo, atraer capital y fomentar la iniciativa individual, así como para hacer innecesario un sistema fiscal separado. De este modo, la incorporación permitiría a sus habitantes disfrutar de todas las ventajas de que disfruta la población de la Unión.
La integración del África Sudoccidental en la Unión podría ser un proceso que durase muchos años, pero sería tan inevitable como la unión de Gales y Escocia con Inglaterra, de Texas y Luisiana con la Unión Americana, y de Siberia Oriental con la Unión Rusa. En la actualidad [1946], el Suroeste de África es una parte geográfica, étnica, estratégica y económica de la Unión Sudafricana.
La integración del Suroeste de África en la Unión sería principalmente un reconocimiento formal de una unidad que ya existía”. (AG, OR, Cuarta Comisión, 14ª sesión, 4 de noviembre de 1946; la cursiva es nuestra).
En aquel momento y posteriormente, Sudáfrica ha reclamado la soberanía sobre el territorio bajo mandato y ha declarado abiertamente su incumplimiento y desprecio del principio de no anexión proclamado por la Conferencia de Paz de Versalles. La anexión declarada era entonces y es ahora impropia e inaceptable.
Es una admisión por parte de Sudáfrica de que se ha violado el principio esencial contenido en el Pacto y el propósito básico del sistema de mandatos, y que ahora no se admite ni se reconoce que tenga valor alguno o que sea aplicable a Namibia. Esta evidencia, y la violación de otras obligaciones del Mandato, se encuentran entre las razones de peso que tuvo en cuenta la Asamblea General para declarar terminado el Mandato y justificar la resolución 2145 (XXI).
En la audiencia del 15 de marzo de 1971, el representante de Sudáfrica declaró:
“Con el trasfondo de la presentación que habíamos hecho en los procedimientos anteriores en el sentido de que el Mandato, en su conjunto, había caducado, junto con todas las obligaciones derivadas del mismo, el honorable Presidente formuló la pregunta: “¿Bajo qué título pretende el Gobierno de Sudáfrica continuar la administración de Namibia?”.
Nuestra respuesta es la siguiente:
Sudáfrica conquistó el territorio por la fuerza de las armas en 1915, y lo administró bajo gobierno militar hasta el final de la guerra. [p 122]
En los años transcurridos desde 1915, el suroeste de África se ha integrado inevitablemente de forma aún más estrecha con la República.
A la luz de esta historia, el Gobierno sudafricano opina que, si se acepta que el Mandato ha caducado, el Gobierno sudafricano tendría derecho a administrar el Territorio por una combinación de factores, a saber: (a) su conquista original; (b) su larga ocupación; (c) la continuación de la sagrada base fiduciaria acordada en 1920; y, finalmente (d) porque su administración beneficia a los habitantes del Territorio y es deseada por ellos. En estas circunstancias, el Gobierno sudafricano no puede aceptar que ningún Estado u organización pueda tener un título mejor sobre el Territorio.” (Cursiva añadida.)
La cuestión de un plebiscito no tiene relevancia alguna para la cuestión planteada por el Consejo de Seguridad para la opinión consultiva de este Tribunal. La cuestión de un plebiscito es una cuestión política que debe ser tratada por las Naciones Unidas en la Asamblea General o en el Consejo de Seguridad. La cuestión planteada por Sudáfrica puede desestimarse brevemente por ser irrelevante y no entrar en el ámbito de la cuestión que se ha pedido a este Tribunal que responda. Las cuestiones de la no anexión, el apartheid y la independencia ni siquiera se mencionan como posibles términos de un plebiscito. La propuesta de que el Tribunal supervise un acto político, que habría sido competencia de la Asamblea General o del Consejo de Seguridad, debe, por supuesto, rechazarse. El Tribunal respondió acertadamente que “no puede considerar esta propuesta”. Estoy especialmente de acuerdo con el comentario del Tribunal respecto a dicha propuesta cuando afirmó que:
“Habiendo llegado el Tribunal a la conclusión de que no se requerían más pruebas, de que el Mandato había terminado válidamente y de que, en consecuencia, la presencia de Sudáfrica en Namibia es ilegal y sus actos en nombre de Namibia o relativos a Namibia son ilegales e inválidos, se deduce que no puede considerar esta propuesta.”
Teniendo en cuenta los actos y las intenciones de Sudáfrica con respecto al territorio de Namibia, es obvio que tal solicitud no puede tener otro propósito que obtener el reconocimiento de una conquista, una integración y una anexión que ya han tenido lugar. De este modo, el estatuto de África del Suroeste se modificó de facto unilateral e ilegalmente. Hace veinticinco años, una solicitud de anexión -fundada en los supuestos resultados de un plebiscito que el mariscal de campo Smuts presentó a la Asamblea General- fue rechazada. El sentimiento y las declaraciones de la mayoría de las delegaciones fueron que el espíritu de la Carta no se aplicaría constructivamente con las dos únicas alternativas propuestas por la Unión Sudafricana, es decir, la incorporación o la continuación de la situación actual sin la supervisión de las Naciones Unidas. La propuesta de la Unión Sudafricana -se dijo- sería un paso atrás que podría poner en peligro las tendencias progresistas de la Carta y las legítimas aspiraciones de la mitad de la población del mundo en los territorios no autónomos.
Principio de no anexión
Uno de los principios fundamentales que informa y da un nuevo espíritu a un instrumento internacional como el Pacto, fue el principio de no anexión, una noble idea para disuadir a las potencias militares de aprovecharse de la situación de guerra, o reclamar, por derecho de conquista, la soberanía y la propiedad sobre pueblos y territorios, antes peones del sistema colonial o la recompensa de la victoria o de una fuerza superior. Esas nuevas ideas pretendían contribuir a la organización de un nuevo orden mundial, en el que los pueblos atrasados, en todos los continentes, tuvieran la oportunidad de liberarse de las antiguas cadenas tradicionales de la esclavitud, del trabajo forzado y de ser presa de amos codiciosos. Esas nobles ideas, principios y conceptos, plasmados en el Pacto, no nacieron para tener una existencia precaria o temporal, ligada al destino mortal de un foro concreto o a una organización internacional que no pudiera ser inmune al cambio. Estaban destinados a sobrevivir y prevalecer para guiar la conducta política de los gobiernos y el comportamiento moral de los hombres. Debían persistir y perdurar independientemente de las nuevas estructuras sociales o formas jurídicas que pudieran evolucionar y cambiar con el paso del tiempo en este mundo en constante cambio. Sin embargo, Sudáfrica se ha anexionado, en realidad y a todos los efectos, el Territorio de Namibia. Durante el presente procedimiento, el Gobierno de Sudáfrica, a través de su representante en las vistas orales, ha declarado sin rodeos que su título sobre el territorio bajo mandato se basa en la conquista y en una larga ocupación. Este comportamiento, así como la negativa a presentar informes anuales y a transmitir peticiones, son motivos suficientes para la revocación del Mandato.
También lo es la discriminación racial practicada como política oficial en Namibia con la aplicación allí del sistema de apartheid. La discriminación racial como política oficial del gobierno constituye una violación de una norma, regla o estándar de la comunidad internacional. Una norma de no discriminación de aplicación universal ha sido elaborada independientemente del Mandato y rige el Artículo 2.
Se trata, por tanto, de un problema de reconocimiento y evaluación adecuados de los derechos humanos y de la repercusión de su observancia en la paz del mundo. Los mandatarios tienen el deber, no sólo de “promover al máximo el bienestar y el desarrollo” de los pueblos confiados a su [p 124] de los pueblos que les han sido confiados, sino de hacerlo con los medios y métodos que tengan más probabilidades de alcanzar ese fin y que, por su propia naturaleza, no sean contrarios al objetivo perseguido, como lo es el apartheid. La Carta prescribe los caminos que conducirán a él; los de la no discriminación y el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, entre otras vías y medios que ayudarán a los pueblos a superar las dificultades y tensiones de nuestro tiempo.
La disolución de la Liga no fue el funeral de los principios y obligaciones contenidos en el Pacto y el Mandato; están vivos y seguirán vivos. No se estableció ni podía establecerse ningún plazo para el “sagrado fideicomiso de la civilización”.
La contrapartida de la anexión era colocar los territorios bajo un régimen administrado internacionalmente. Ése era el propósito del sistema de administración fiduciaria. Sudáfrica debería haber estado dispuesta a negociar con las Naciones Unidas un acuerdo a tal efecto, como contemplaba la Carta. El apartado 1 del artículo 80 no debe interpretarse como un motivo para retrasar o posponer dichas negociaciones; el apartado 2 del mismo artículo no tiene otro propósito o significado. Sudáfrica hizo caso omiso de la obligación de negociar y de la reiterada petición de la Asamblea General de presentar un proyecto de acuerdo de administración fiduciaria con respecto a África Sudoccidental. Como dijo el juez De Visscher en el asunto relativo al estatuto internacional de África Sudoccidental
“Admito que las disposiciones del Capítulo XII de la Carta no imponen a la Unión Sudafricana la obligación legal de concluir un Acuerdo de Administración Fiduciaria, en el sentido de que la Unión es libre de aceptar o rechazar los términos particulares de un proyecto de acuerdo. En cambio, considero que estas disposiciones imponen a la Unión Sudafricana la obligación de participar en las negociaciones con vistas a celebrar un acuerdo.” (C.I.J. Recueil 1950, p. 186.)
El carácter del Mandato y el poder de administración otorgado al Mandatario por el párrafo 1 del artículo 2 del Mandato tienen su fundamento en los razonamientos y consideraciones expuestos en los párrafos 3 y 6 del artículo 22 del Pacto. El párrafo 6 contiene los siguientes conceptos
“Hay territorios, como el África Sudoccidental. . que, debido a la escasez de su población… o a su lejanía de los centros de civilización, o a su contigüidad geográfica con el territorio del Mandatario… . pueden administrarse mejor con arreglo a las leyes del Mandatario… . con sujeción a las salvaguardias antes mencionadas en interés de la población indígena.” (Cursiva añadida.) [p 125]
De ningún lugar del mundo se puede hablar hoy con propiedad de “su lejanía de los centros de civilización”. Ahora todos los países y pueblos de todas partes están cerca y son vecinos entre sí. El aislamiento no existe realmente a menos que se imponga por la fuerza. La escasez de población se está convirtiendo en todas partes en cosa del pasado; la tasa de natalidad y el número de personas no pueden medirse con las cifras de hace 50 años. La Tierra se ha convertido más que nunca en un crisol de culturas, abarrotado hasta rebosar y sometido a la presión e impacto permanentes de las corrientes dinámicas de intercambio de pueblos, culturas, ideas e influencias recíprocas de todo tipo concebible. Mucho puede decirse también del número, la ubicación y la identidad de los “centros de civilización” que los redactores del artículo 22 del Pacto tenían en mente.
De modo que la discreción en el poder de administración y legislación reclamada por el Mandatario se fundó en razones y circunstancias que medio siglo después se han vuelto y parecen obsoletas. Sólo pretendían facilitar la administración. (Art. 2 (1) del Mandato y Art. 22 (6) del Pacto). El ejercicio de dicho poder estaba sujeto a las obligaciones establecidas en el Pacto y en el Mandato. (Art. 2 (2) entre otros.) Evidentemente, el poder de administración y legislación no podía ejercerse legítimamente mediante métodos como el apartheid, que son contrarios a los objetivos, principios y obligaciones enunciados en el artículo 22 del Pacto, especialmente en los párrafos 1, 2 y 6. Tampoco podía ejercerse hoy en día en violación de los objetivos, principios y obligaciones enunciados en el Pacto. Tampoco podría ejercerse hoy en día en violación de las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas, en particular -entre otras- las relativas al respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, o la prohibición de la discriminación por motivos de raza o color. La afirmación arbitraria de que el apartheid es la única alternativa al caos y de que los pueblos del suroeste de África son incapaces de constituir una unidad política y de ser gobernados como un único Estado no justifica la política oficial de discriminación por motivos de raza, color o pertenencia a un grupo tribal.
El apartado 3 del artículo 22 del Pacto no presupone una condición estática para los pueblos de los territorios. Su etapa de desarrollo tenía que ser transitoria y, por lo tanto, el carácter del Mandato, incluso de un mandato determinado, no podía concebirse como estático y congelado; tenía que variar a medida que el desarrollo del pueblo cambiaba o pasaba de una etapa a otra. ¿Se encuentra la población del suroeste de África en la misma fase de desarrollo que hace 50 años? ¿Son las condiciones económicas del territorio las mismas? El artículo 2, párrafo 2, del Mandato establece:
“El Mandatario promoverá al máximo el bienestar material y moral y el progreso social de los habitantes del territorio sujeto al presente Mandato”.
Incluso si hay que considerar la situación geográfica desde el punto de vista de su [p 126] lejanía de los centros de civilización, y la lejanía es un término relativo, ¿puede decirse que el Sudoeste de África está ahora tan alejado de los centros de civilización como lo estaba hace 50 años?
La incesante voluntad de autoafirmación en busca de nuevos horizontes ha creado nuevas condiciones en las que pudieran florecer la libertad y la justicia social; unas veces se ha establecido un nuevo orden mediante luchas violentas y dramáticas, otras mediante procesos pacíficos de acción parlamentaria colectiva en foros nacionales e internacionales. Esta lucha ha creado condiciones, principios, reglas y normas de comportamiento internacional, que han encontrado expresión en las obras de pensadores, escritores y filósofos. “La igualdad ante la ley”, o en palabras de la Carta: “La cooperación internacional en la promoción y el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza…”.
Esta resolución fundamental inspirará la visión y la conducta de los pueblos de todo el mundo, hasta que se alcance la meta de la autodeterminación y la independencia, y tales ideas y esperanzas se mantengan en la mente humana, “hasta que [en palabras de Lincoln] a su debido tiempo los pesos sean levantados de los hombros de todos los hombres, y todos tengan las mismas oportunidades”.
(Firmado) Luis Padilla Nervo.
[P 127] Voto particular del Juez Petrén
[Traducción ]
Estoy de acuerdo con la mayoría del Tribunal en considerar que la revocación por las Naciones Unidas del Mandato conferido a Sudáfrica respecto del África Sudoccidental, actual Namibia, constituye un hecho establecido que los Estados, y en primer lugar Sudáfrica, tienen el deber de reconocer. Sin embargo, los motivos por los que he llegado a esta conclusión, que me permiten votar a favor del apartado 1 de la parte dispositiva del dictamen, no coinciden totalmente con los de la mayoría. Además, muy a mi pesar, sólo puedo coincidir en parte con lo contenido en los subapartados 2 y 3 de la parte dispositiva; al no haberse podido realizar una votación separada al respecto, 1 se ha visto obligado a votar en contra de estos dos subapartados. Por estas razones, debo adjuntar a la Opinión Consultiva una exposición de los motivos en los que difiero.
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Por lo que se refiere, en primer lugar, a la oportunidad de que el Tribunal emita la Opinión Consultiva solicitada por el Consejo de Seguridad, creo que hay un aspecto particular de la cuestión que debo tratar brevemente.
Considerando que la resolución 2145 (XXI), por la que la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró la terminación del Mandato de Sudáfrica sobre Namibia, se basaba en razones de naturaleza jurídica y que el Consejo de Seguridad la refrendó al declarar mediante la resolución 276 (1970) que la presencia de Sudáfrica en Namibia era ilegal, del contexto en el que se decidió la solicitud de Opinión Consultiva se desprende claramente que su finalidad era ante todo obtener del Tribunal una respuesta tal que los Estados se vieran en la obligación de ejercer sobre Sudáfrica presiones de carácter esencialmente económico destinadas a conseguir su retirada de Namibia. Se invirtió así el reparto natural de papeles entre el principal órgano judicial y los órganos políticos de las Naciones Unidas. En lugar de pedir al Tribunal su opinión sobre una cuestión jurídica para deducir las consecuencias políticas que de ella se derivan, el Consejo de Seguridad hizo lo contrario. Considerando como considero que, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, toda obligación jurídica de los Estados miembros de ejercer una presión coercitiva sobre un Estado culpable sólo puede crearse mediante una resolución del Consejo de Seguridad a tal efecto, me temo que la tarea del Tribunal en el presente procedimiento debería limitarse a un renvoi a las decisiones adoptadas por el Consejo de Seguridad. En otras palabras, la solicitud de opinión consultiva queda fuera del marco normal de la [p 128] función consultiva del Tribunal, que consiste en ofrecer directrices de actuación al órgano que solicita una opinión consultiva. Por lo tanto, el Tribunal habría tenido una razón válida para negarse a acceder a la solicitud. No obstante, habida cuenta de las circunstancias particulares en las que ha evolucionado la cuestión de Namibia y de la confusa situación resultante, soy de la opinión de que el Tribunal debería responder a esta solicitud, por anormal que pueda parecer.
Sin embargo, hay razones para considerar si las decisiones tomadas por la Corte con respecto a su composición en el presente procedimiento no pueden obstaculizar su respuesta. Según el artículo 68 del Estatuto, la Corte debe, en el ejercicio de sus funciones consultivas, guiarse por las disposiciones del Estatuto aplicables en los casos contenciosos en la medida en que las reconozca aplicables. El Secretario General de las Naciones Unidas y otros participantes en el procedimiento han sostenido que Sudáfrica había violado sus obligaciones como Potencia obligatoria y que las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad relativas a la revocación del Mandato eran válidas, mientras que Sudáfrica ha expuesto argumentos opuestos. Si alguna vez hubo razones para aplicar a los procedimientos consultivos las disposiciones que rigen los procedimientos contenciosos, parece difícil no reconocer que tal es el caso en el presente procedimiento. Sin embargo, la mayoría del Tribunal, mediante Providencia de 29 de enero de 1971, rechazó la solicitud de Sudáfrica de que se nombrara un juez ad hoc, ya que sólo cinco Jueces se pronunciaron a favor de acceder a dicha solicitud.
En la Opinión Consultiva, el Tribunal afirma ahora como fundamento de la Providencia de 29 de enero que el Reglamento del Tribunal no le habría permitido ejercer ningún poder discrecional con respecto a la solicitud de Sudáfrica. Pero el artículo 68 del Estatuto, cuyo claro propósito es proteger los intereses de los Estados que puedan verse afectados por el procedimiento consultivo, impone a la Corte el deber de considerar en cada caso concreto en qué medida deben aplicarse las disposiciones del Estatuto relativas al procedimiento contencioso, incluidas las que contemplan los jueces ad hoc. Así, cuando el artículo 83 del Reglamento de la Corte establece que si se solicita una Opinión Consultiva sobre una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados, se aplicará el artículo 31 del Estatuto (que trata del nombramiento de jueces ad hoc), no es posible interpretar esta disposición del Reglamento en el sentido de que prohíbe a la Corte permitir a un Estado nombrar un juez ad hoc en otros casos en los que las circunstancias lo justifiquen. Por el contrario, el artículo 83 del Reglamento debe considerarse como una norma positiva para la aplicación del artículo 68 del Estatuto, en el sentido de que el artículo 31 del Estatuto debe considerarse siempre aplicable cuando se solicite una opinión consultiva sobre una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados. En tal situación, el Reglamento reconoce el derecho de un Estado que participa en un procedimiento consultivo a designar un juez ad hoc si la Corte no incluye en la Sala a un juez de la nacionalidad de ese Estado. Ciertamente, el artículo 68 del Estatuto no era un obstáculo absoluto [p 129] para que el Tribunal denegara a Sudáfrica el derecho a elegir un juez ad hoc, pero, en mi opinión, habría estado más en armonía con el espíritu de esa disposición haber admitido la solicitud de Sudáfrica.
Teniendo en cuenta lo que se acaba de decir, queda por examinar si Sudáfrica no tenía derecho, en virtud del artículo 83 del Reglamento del Tribunal, a designar un juez ad hoc, en la medida en que la Opinión Consultiva se solicitó sobre una cuestión jurídica pendiente entre Sudáfrica y otro u otros Estados. Al rechazar al principio del procedimiento oral la solicitud de Sudáfrica de que se nombrara un juez ad hoc, el Tribunal decidió implícitamente en sentido negativo la cuestión de si la Opinión Consultiva se solicitaba sobre una cuestión de ese tipo. Pero el 29 de enero de 1971 aún no se conocía el alcance de la Opinión Consultiva. Varios participantes en el procedimiento escrito, y en particular el Secretario General de las Naciones Unidas, habían sostenido que no correspondía a la Corte pronunciarse sobre la validez de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad relativas a la revocación del Mandato. Al inicio de la vista oral, en el momento en que el Tribunal rechazó la solicitud de Sudáfrica de un juez ad hoc, aún no se sabía si el Tribunal examinaría o no la validez de dichas resoluciones. Si el Tribunal hubiera decidido no proceder a dicho examen, tal vez podría haberse dicho que la opinión del Tribunal se refería únicamente a los efectos de la situación creada por la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia y que el carácter ilegal de dicha situación no podía ser cuestionado por el Tribunal después de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad. Sin embargo, el Tribunal ha considerado necesario en su Dictamen decidir la cuestión de la validez de las resoluciones y, al hacerlo, también ha creído su deber pronunciarse sobre la cuestión de si Sudáfrica había violado sus obligaciones como Potencia obligatoria.
La aplicabilidad del artículo 83 del Reglamento depende, por tanto, de si existen entre Sudáfrica y otros Estados cuestiones pendientes relativas a la situación jurídica en relación con los asuntos así tratados en el Dictamen. Sobre este punto quedó claro, no sólo en el transcurso de los debates en las Naciones Unidas, sino también en los intercambios de notas directos entre los gobiernos, que sí existen entre Sudáfrica y otros Estados cuestiones pendientes relativas al derecho de Sudáfrica a representar a Namibia a nivel internacional, por ejemplo en lo que respecta a la adhesión a instrumentos internacionales. Estas cuestiones jurídicas pendientes están íntimamente relacionadas con la cuestión del efecto de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad sobre la revocación del Mandato. En consecuencia, considero que, al emitir la presente Opinión Consultiva, el Tribunal ha decidido cuestiones para cuyo examen Sudáfrica tenía derecho, en virtud del artículo 83 del Reglamento del Tribunal, a reclamar la presencia en el Tribunal de un juez de su nacionalidad. Al privar a Sudáfrica de esta salvaguarda procesal, el Tribunal, en mi opinión, ha incumplido su Reglamento. [p 130]
Existen, por supuesto, opiniones divergentes en cuanto al valor de la institución de los jueces ad hoc, pero mientras permanezca en el Estatuto de la Corte representará una salvaguarda de tipo procesal que se ofrece a un Estado que es parte en un caso contencioso cuando no hay un juez de su nacionalidad entre los miembros regulares de la Corte. Los procedimientos consultivos también forman parte de la función jurisdiccional del Tribunal y el artículo 68 del Estatuto establece el principio de que deben asimilarse en la medida de lo posible a los procedimientos contenciosos.
La desviación del principio establecido en el artículo 68 del Estatuto que mostró el Tribunal al rechazar la solicitud de Sudáfrica de un juez ad hoc se ve acentuada por otra decisión mayoritaria del Tribunal. Me refiero a su mantenimiento en el banquillo de un Miembro que, como delegado ante las Naciones Unidas, desempeñó, según los registros oficiales comunicados al Tribunal, un papel espectacular en la preparación de una de las resoluciones del Consejo de Seguridad que refrendaron y tomaron como punto de partida la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, cuya validez ha tenido que valorar el Tribunal en la presente Opinión Consultiva. El viejo dicho de que no sólo debe hacerse justicia, sino que debe verse que se hace, habría exigido, en mi opinión, una aplicación más estricta del párrafo 2 del artículo 17 del Estatuto, que prohíbe a los miembros de la Corte participar en la decisión de cualquier caso en el que hayan intervenido anteriormente en cualquier calidad que sea. No creo que sea el caso que las actividades previas de un juez como representante de su país en las Naciones Unidas no puedan en ningún caso atraer el Artículo 17, párrafo 2, del Estatuto. Así, considero que si una persona ha formulado o defendido el texto de resoluciones sobre cuya validez debe pronunciarse el Tribunal, no puede tomar parte en el asunto como juez, ya se trate de una cuestión contenciosa o consultiva.
Las dos decisiones relativas a la composición del Tribunal a las que acabo de referirme merecen atención por su importancia en la salvaguardia del carácter jurisdiccional de los procedimientos consultivos. En efecto, la mayoría consideró que el Tribunal de Justicia debía emitir su Opinión Consultiva en su composición actual, de modo que la situación es análoga a la de un asunto contencioso en el que se ha desestimado una excepción preliminar y los jueces que se pronunciaron a favor de la estimación de dicha excepción deben participar en el procedimiento sobre el fondo.
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Me referiré ahora, por tanto, a las partes centrales de la Opinión Consultiva y abordaré en primer lugar el alcance de la opinión solicitada al Tribunal.
A este respecto, cabe observar que la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad tomó como punto de partida la resolución 2145 (XXI), por la que la Asamblea General decidió, entre otras cosas, que se ponía fin al Mandato confiado a Sudáfrica. Dado que la [p 131] la resolución 276 (1970) se basa en la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General y en una serie de resoluciones posteriores de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad, no cabe duda de que el Tribunal no puede pronunciarse sobre las consecuencias jurídicas de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad sin examinar previamente la validez de las resoluciones en las que se basa dicha resolución, tanto más cuanto que la validez de dichas resoluciones ha sido impugnada por Sudáfrica y puesta en tela de juicio por otros Estados. Mientras no se haya establecido la validez de las resoluciones en las que se basa la resolución 276 (1970), es claramente imposible que el Tribunal se pronuncie sobre las consecuencias jurídicas de la resolución 276 (1970), ya que no puede haber tales consecuencias jurídicas si las resoluciones básicas son ilegales, y pronunciarse como si las hubiera sería incompatible con la función de un tribunal. Me parece que la mayoría debería haberse expresado sobre este punto con mayor precisión y firmeza, pero observo que también consideró que el dictamen debe incluir un examen de la validez de las resoluciones en cuestión.
Estoy de acuerdo con la mayoría en considerar que la institución del mandato incluía la facultad de la Sociedad de Naciones de revocar un mandato en caso de incumplimiento grave de las obligaciones de la Potencia mandataria, aunque esa posibilidad no se menciona en los textos que establecen el sistema de mandatos. Lo mismo ocurre con muchos contratos cotidianos de derecho privado que no hacen referencia al derecho de una de las partes a repudiar el contrato si la otra parte ha cometido un incumplimiento grave de sus obligaciones. Dado que no se había especificado el procedimiento mediante el cual podía ejercerse la facultad de revocación, debía ser determinado, en caso de que se planteara la cuestión, por el órgano de la Sociedad de Naciones que debía considerarse competente a este respecto.
De nuevo de acuerdo con la mayoría, considero también que el Mandato para el África Sudoccidental sobrevivió a la disolución de la Sociedad de Naciones, y que el papel de esta última organización con respecto a la salvaguardia de los intereses de la población del territorio bajo mandato y la supervisión de la administración de la Potencia mandataria fue transferido a las Naciones Unidas. Lo mismo ocurre con la facultad de revocar el mandato en caso de incumplimiento material de sus obligaciones por la Potencia mandataria, aunque nunca se adoptó ninguna disposición que regulara las modalidades de ejercicio de esta facultad inherente a la institución del mandato. De ello se desprende que siempre se ha dejado al órgano u órganos de la organización mundial que, llegado el caso, debían considerarse competentes en la materia, la determinación del procedimiento a tal efecto.
Mientras que, en la época de la Sociedad de Naciones, la conducta de la Potencia mandataria no llevó a la organización mundial a contemplar la revocación del Mandato, las Naciones Unidas se vieron llevadas gradualmente a tal posición, a medida que Sudáfrica llegó a basar su administración de Namibia en un concepto de las relaciones raciales que no es el de la actualidad [p 132]. El camino que condujo a la resolución 2145 (XXI), por la que en 1966 la Asamblea General declaró terminado el Mandato, estuvo marcado por las decisiones judiciales adoptadas por el Tribunal, en forma de Opiniones Consultivas en 1950, 1955 y 1956, y en forma de Sentencias en 1962 y 1966. Estas decisiones sucesivas arrojaron una luz ocasionalmente vacilante no sólo sobre los hechos que justificaban la conclusión de que existía una facultad de revocación del Mandato conferida a las Naciones Unidas, sino también sobre las formas en que esa facultad debía o no ejercerse.
Por la naturaleza de las cosas, la revocación del Mandato a causa del incumplimiento material por la Potencia mandataria de las obligaciones que le incumben requiere que la existencia de tal incumplimiento se constate en una decisión que tenga fuerza vinculante. Como acabo de observar, los textos en los que se basa el sistema de mandatos no indican claramente qué órgano tiene el deber de adoptar tal decisión. Por consiguiente, dichos textos deben completarse mediante una interpretación. En un primer momento se planteó la cuestión de si no correspondía al Tribunal tomar la decisión. Sin embargo, la Sentencia de 1966 decidió que el Tribunal no podía determinar, mediante una sentencia con fuerza de cosa juzgada, la cuestión de si el Poder mandatario había violado o no las obligaciones de carácter general que le imponía el Mandato. En estas circunstancias, el órgano de las Naciones Unidas que debe considerarse competente para tomar una decisión en la materia no puede ser otro que la Asamblea General, a la que se transfirieron las funciones de supervisión de la administración del Mandato que antes correspondían al Consejo de la Sociedad de Naciones. Por ello, considero que debe sostenerse que la Asamblea General estaba facultada para revocar el Mandato debido al incumplimiento material de sus obligaciones por parte de la Potencia mandataria. Aunque hubiera podido parecer preferible que, antes de tomar su decisión, la Asamblea General solicitara al Tribunal una opinión consultiva sobre la cuestión de si Sudáfrica había violado sus obligaciones, ninguna disposición de los textos aplicables la obligaba a ello.
Esta situación recuerda la que se daría en caso de aplicación de las disposiciones del artículo 6 de la Carta de las Naciones Unidas, relativas a la expulsión de un Estado miembro que haya violado de forma persistente los principios contenidos en la Carta. La decisión a este respecto corresponde a la Asamblea General, previa recomendación del Consejo de Seguridad. Nada obliga ni al Consejo de Seguridad ni a la Asamblea General a solicitar la opinión del Tribunal antes de tomar una decisión sobre la cuestión de si el Estado miembro en cuestión ha violado los principios de la Carta. En otras palabras, un órgano político está facultado para adoptar una decisión sobre la base de motivos de naturaleza jurídica, pero cuya validez no puede ser examinada por el Tribunal de Justicia una vez que el órgano político ha adoptado su decisión en el ámbito de su competencia.
Por consiguiente, considero que en el presente asunto el Tribunal de Justicia debería haberse limitado a declarar la validez de la resolución 2145 (XXI) sin [p 133] examinar la corrección de la apreciación de los hechos en que se basa dicha resolución. Embarcarse en tal indagación, como ha hecho el Tribunal en el presente dictamen, equivale a implicar que el Tribunal podría haber llegado a conclusiones diferentes de las de la Asamblea General y, por tanto, podría haber declarado inválida la resolución. Pero, a la luz de lo anterior, considero que eso está fuera de lugar.
El efecto de la resolución 2145 (XXI) fue, por tanto, retirar a Sudáfrica el derecho a administrar Namibia como Potencia obligatoria. Sin embargo, el estatuto internacional de ese Territorio permaneció intacto, y la resolución según la cual se declaró terminado el Mandato no puede interpretarse en ningún otro sentido. De ello se desprende que dicha resolución ha creado para Sudáfrica la obligación de dar paso a la nueva administración que las Naciones Unidas puedan organizar con miras a alcanzar el objetivo último del Mandato, a saber, la libre determinación de la población del Territorio. En vista de la complejidad de este ejercicio, sería eminentemente deseable que las autoridades sudafricanas y los órganos de las Naciones Unidas cooperaran para llevarlo a cabo, pero no corresponde al Tribunal prescribir las modalidades de dicha cooperación. Huelga decir que, mientras Sudáfrica permanezca en Namibia, estará obligada a seguir cumpliendo las obligaciones que le impone el Mandato. La especificación de cuáles son esas obligaciones no es el objeto de la solicitud de dictamen que se ha dirigido al Tribunal.
Dado que Sudáfrica se ha negado a cumplir la resolución 2145 (XXI), y dado que la Asamblea General no dispone de medios de ejecución para garantizar la observancia de su resolución, la Asamblea tuvo que recurrir al Consejo de Seguridad, del mismo modo que el Consejo puede conocer, de conformidad con el párrafo 2 del artículo 94 de la Carta de las Naciones Unidas, de una situación en la que cualquiera de las partes en un caso resuelto por sentencia de la Corte no cumpla la obligación que le incumbe en virtud de la sentencia. Fue mediante toda una serie de resoluciones, que se enumeran en la presente Opinión Consultiva, que el Consejo de Seguridad hizo suya la resolución 2145 (XXI) e instó a Sudáfrica a retirarse de Namibia. La resolución a la que se refiere la presente solicitud de Opinión Consultiva es la resolución 276 (1970), por la que el Consejo de Seguridad declaró, entre otras cosas, que la presencia continuada de las autoridades sudafricanas en Namibia era ilegal. Es sobre las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia a pesar de dicha resolución sobre lo que se ha solicitado al Tribunal que emita su opinión.
Como primera consecuencia, el apartado 1 de la parte dispositiva de la Opinión Consultiva menciona la obligación de Sudáfrica de retirar inmediatamente su administración de Namibia. Sin embargo, de lo dicho anteriormente se desprende claramente que es la resolución 2145 (XXI) la que creó la obligación para Sudáfrica de retirarse de Namibia. Por lo tanto, esa obligación no puede describirse como una consecuencia de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia a pesar de la resolución 276 (1970). En la fase correspondiente a la resolución 276 (1970), las con-[p 134] secuencias jurídicas relevantes para Sudáfrica son únicamente aquellas a las que está expuesta debido a su negativa a cumplir la resolución 2145 (XXI). Aunque puedo apoyar lo que se dice en el apartado 1 de la parte dispositiva del dictamen, considero que por una cuestión de lógica no debería estar ahí en absoluto.
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Por otra parte, la parte dispositiva de la Opinión Consultiva debería tratar de los efectos jurídicos que la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia tiene sobre sus relaciones con otros Estados y, en particular, con los demás Miembros de las Naciones Unidas. Teniendo en cuenta lo que se ha dicho anteriormente, estos Estados deben considerar la terminación del Mandato como un hecho establecido y tienen la obligación de no reconocer ningún derecho de Sudáfrica a seguir administrando el Mandato. La cuestión es, por tanto, qué conducta impone esta obligación de no reconocimiento como tal a los Estados. La respuesta hay que buscarla en el derecho consuetudinario tal como se refleja en la práctica establecida de los Estados, pero eso es más fácil respecto al no reconocimiento de un Estado o del gobierno de un Estado que respecto al no reconocimiento de la administración de un territorio por el gobierno reconocido de un Estado reconocido, especialmente si la economía de dicho territorio está más o menos integrada en la de dicho Estado. El propio término no reconocimiento implica no una acción positiva sino la abstención de actos que signifiquen reconocimiento. Por lo tanto, el no reconocimiento excluye, ante todo, las relaciones diplomáticas y las declaraciones formales y actos de cortesía a través de los cuales se expresa normalmente el reconocimiento. Sin embargo, aunque la noción de no reconocimiento excluye los contactos oficiales y ostentosos de alto nivel, el uso habitual no parece ser el mismo a nivel administrativo, ya que las necesidades de naturaleza práctica o humanitaria pueden justificar ciertos contactos o ciertas formas de cooperación.
Un enfoque similar parece prevalecer en lo que respecta a los acuerdos internacionales. Mientras que el no reconocimiento parece no permitir la celebración formal de tratados entre gobiernos, se considera posible la celebración de acuerdos entre administraciones, por ejemplo en materia postal o ferroviaria. Del mismo modo, el efecto jurídico que debe atribuirse a las decisiones de las autoridades judiciales y administrativas de un Estado o gobierno no reconocido depende de consideraciones humanas y necesidades prácticas. No sería difícil citar al menos un ejemplo actual que muestre la diversidad y la falta de rigidez con que aplican la noción de no reconocimiento los Estados que no reconocen a algún otro Estado. Las razones pueden ser, por supuesto, distintas de aquellas por las que no debe reconocerse la administración de Namibia por Sudáfrica, pero lo importante para la presente Opinión Consultiva es el hecho de que, en el Derecho internacional actual, el no reconocimiento sólo tiene efectos negativos obligatorios en un sector muy limitado de actos de gobierno de carácter en cierto modo simbólico.
Fuera de este ámbito limitado, no puede existir ninguna obligación que incumba a los Estados de reaccionar contra la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia [p 135], a menos que tales obligaciones descansen en alguna base jurídica distinta del simple deber de no reconocer el derecho de Sudáfrica a seguir administrando el Territorio. Tal base sólo puede buscarse en las resoluciones del Consejo de Seguridad a las que se hizo referencia en el curso del procedimiento. Personalmente, apruebo las razones por las que la mayoría del Tribunal rechazó las objeciones presentadas por Sudáfrica contra la validez formal de algunas de esas resoluciones. En cuanto a su contenido, la resolución 276 (1970), a la que se hace referencia explícita en la solicitud de dictamen dirigida al Tribunal, declara en primer lugar, en el párrafo 2, que la presencia continuada de las autoridades sudafricanas en Namibia es ilegal y que, en consecuencia, todos los actos tomados por el Gobierno de Sudáfrica en nombre de Namibia o relativos a Namibia después de la terminación del Mandato son ilegales e inválidos. A continuación, en el párrafo 5, el Consejo de Seguridad exhorta a todos los Estados, en particular a los que tienen intereses económicos y de otro tipo en Namibia, a que se abstengan de cualquier trato con el Gobierno de Sudáfrica que sea incompatible con el párrafo 2. La redacción del párrafo 2 da la impresión de que la no validez de todos los actos adoptados por Sudáfrica en relación con Namibia se considera un efecto automático de la ilegalidad de su presencia continuada en ese Territorio. Por lo tanto, el sentido del apartado 5 parece ser que los Estados no deben reconocer tales actos como válidos. Sin embargo, teniendo en cuenta lo anterior, el deber que incumbe a los Estados de no reconocer el derecho de Sudáfrica a seguir administrando Namibia no implica la obligación de negar todo carácter jurídico a los actos o decisiones adoptados por las autoridades sudafricanas en relación con Namibia o sus habitantes. A este respecto, la noción de no reconocimiento deja a los Estados, como ya se ha dicho, un amplio margen de apreciación.
Así, la resolución 276 (1970) parece ir más allá del ámbito de los efectos obligatorios del mero no reconocimiento. Esto es aún más evidente en el caso de la resolución 283 (1970), que fue adoptada por el Consejo de Seguridad al mismo tiempo que la solicitud de dictamen dirigida al Tribunal. Dado que el no reconocimiento no implica como efecto necesario nada más que la abstención de actos gubernamentales de cierto tipo, es obvio que una petición a los Estados para que limiten o pongan fin a las relaciones comerciales o industriales de sus nacionales con un determinado país o territorio pertenece a una esfera diferente y que las medidas en cuestión son medidas activas de presión contra un Estado o un gobierno. Ahora bien, en el párrafo 7 de la parte dispositiva de la resolución 283 (1970), el Consejo de Seguridad pide a todos los Estados que disuadan a sus nacionales de invertir u obtener concesiones en Namibia. Y aún más alejado del ámbito de la noción de no reconocimiento se encuentra el párrafo 11, en el que el Consejo de Seguridad lanza un llamamiento a todos los Estados para que disuadan de fomentar el turismo en Namibia. Sobre este último punto, la redacción de la resolución da la impresión de que se trata más bien de una mera recomendación pero, para toda una serie de otras medidas mencionadas en la misma parte dispositiva y que van [p 136] más allá de los efectos obligatorios del no reconocimiento, se plantea la cuestión de si la resolución se limita a pronunciar recomendaciones o es vinculante para los Estados. Evidentemente, se plantea la misma cuestión que ya se ha planteado respecto a la resolución 276 (1970) en lo que se refiere al no reconocimiento de la validez de los actos y decisiones adoptados por las autoridades sudafricanas en Namibia.
Por lo tanto, ya no se trata de las obligaciones inherentes al deber de los Estados de no reconocer el derecho de Sudáfrica a seguir administrando Namibia, sino de la creación de obligaciones para los Estados que les obliguen a aplicar otras medidas de presión contra Sudáfrica debido a su negativa a retirarse de Namibia. A este respecto, el Tribunal de Justicia se encuentra dividido sobre el significado que debe atribuirse a los artículos 24 y 25 de la Carta de las Naciones Unidas en relación con las disposiciones del capítulo VII. Personalmente, comparto la opinión de quienes piensan que los artículos 24 y 25 no pueden tener por efecto eludir las condiciones que el Capítulo VII establece para que el Consejo de Seguridad pueda ordenar, con efecto vinculante para los Estados, el tipo de medidas de que aquí se trata, más concretamente la interrupción parcial de las relaciones económicas. Según el artículo 41 del Capítulo VII, el Consejo de Seguridad sólo puede imponer a los Estados la obligación de aplicar tales medidas en el marco de una acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz y actos de agresión. No cabe duda de que, en este caso concreto, el Consejo de Seguridad no adoptó las resoluciones en cuestión en el marco de una acción de este tipo, claramente definida como debe ser por su naturaleza. Aunque sólo sea por esta razón, considero que está totalmente fuera de lugar que en este caso el Tribunal de Justicia se enfrente a decisiones del Consejo de Seguridad investidas de fuerza vinculante para los Estados. No pueden ser otra cosa que recomendaciones que, como tales, tienen evidentemente una gran fuerza moral, pero que no puede considerarse que entrañen obligaciones jurídicas.
Las observaciones anteriores ponen de manifiesto las razones por las que no puedo estar de acuerdo con la totalidad de los apartados 2 y 3 de la parte dispositiva de la Opinión Consultiva.
En el apartado 2, se hace hincapié en la obligación que incumbe a los Estados Miembros de las Naciones Unidas de reconocer la ilegalidad de la presencia de Sudáfrica en Namibia, pero se añade la afirmación de que los Estados Miembros tienen la obligación de reconocer la invalidez de los actos realizados por Sudáfrica en nombre de Namibia o en relación con Namibia y de abstenerse de todo acto y, en particular, de todo trato con el Gobierno de Sudáfrica que preste apoyo o asistencia en relación con la presencia y la administración de Sudáfrica en Namibia. Esto va más allá de las obligaciones que se derivan del deber de no reconocer el derecho de Sudáfrica a seguir administrando Namibia. Aunque no sea posible indicar con precisión los actos de los que el concepto de no reconocimiento exige a los Estados que se abstengan, no se puede negar que, dado que la administración sudafricana de Namibia es una administración de facto, muchos de sus actos pueden ser reconocidos como válidos por las autoridades de otros Estados, incluso más allá de lo admitido en el párrafo 125 de las conclusiones. En cuanto a la prohibición de actos que constituirían prestar apoyo o asistencia a la presencia y administración de Sudáfrica en Namibia, esta fórmula vaga y general no da una idea muy clara de los actos concretos que pretende abarcar. Puede interpretarse que impone obligaciones más amplias que las que se derivan del no reconocimiento del derecho de Sudáfrica a seguir administrando Namibia. Esta es una razón adicional por la que no podría votar a favor de este subapartado de la cláusula operativa.
En cuanto al subapartado 3 de la cláusula operativa, no puedo suscribirlo excepto en la medida en que significa que los Estados que no son miembros de las Naciones Unidas también están obligados a no reconocer la administración de Namibia por parte de Sudáfrica. Pero, cuando este párrafo proclama que esos Estados tienen la obligación de prestar asistencia en la acción que han emprendido las Naciones Unidas con respecto a Namibia, se crea la impresión de que lo que se pretende es una contribución activa a las medidas de presión y no creo que esos Estados tengan ninguna obligación a ese respecto.
Por consiguiente, considero que, en la medida en que se refieren a medidas de presión contra Sudáfrica que van más allá de lo que exige el no reconocimiento de su derecho a seguir administrando Namibia, las resoluciones del Consejo de Seguridad constituyen únicamente recomendaciones que no crean ninguna obligación para los Estados. No obstante, considero que estas resoluciones pueden ofrecer a los Estados, sean o no miembros de las Naciones Unidas, motivos legítimos para adoptar una posición en sus relaciones jurídicas con Sudáfrica que, de otro modo, habría entrado en conflicto con los derechos que posee ese país. En el plano jurídico, las resoluciones en cuestión han creado, no obligaciones, sino derechos para tomar medidas contra Sudáfrica debido a su presencia continuada en Namibia. En este sentido, las recomendaciones del Consejo de Seguridad podrían orientar la acción de los Estados, con la restricción de que sería un error ir en contra del bienestar moral o material de la población de Namibia, que sigue siendo un objetivo válido del Mandato. Esta consideración exigiría hacer una elección entre los actos de administración adoptados por Sudáfrica con respecto a Namibia, y esa elección no puede ser asumida por el Tribunal por falta de información suficiente sobre un asunto tan complejo.
(Firmado) S. Petrén.
[p 138] Voto particular del juez Onyeama
Estoy de acuerdo con la conclusión de la Corte de que la presencia de Sudáfrica en Namibia es ilegal, pero me siento obligado a expresar mi incapacidad para coincidir con el planteamiento de la Corte sobre ciertos aspectos del problema con el que la Corte ha tenido que tratar en su consideración de la cuestión jurídica sobre la que el Consejo de Seguridad solicita su opinión consultiva. Estos aspectos son, la cuestión de la exclusión de un Miembro de la Corte de participar en este procedimiento, la elección de un juez ad hoc, la competencia de la Corte para considerar la validez formal e intrínseca de las resoluciones y decisiones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad, y el efecto de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad.
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En cuanto a la objeción planteada por Sudáfrica a la participación de ciertos Miembros de la Corte en el presente procedimiento, no estoy de acuerdo en que sea una respuesta suficiente a la objeción planteada y que fue rechazada en la Providencia Nº 3 de 26 de enero de 1971, que el Miembro de la Corte cuya participación como juez en el caso fue impugnada, fuera un representante de su Gobierno en sus actividades en las Naciones Unidas en las que se basó la impugnación.
En mi opinión, las palabras “o en cualquier otra calidad” en el Artículo 17 (2) del Estatuto son lo suficientemente amplias como para incluir dentro de su barrido las actividades en las Naciones Unidas de los miembros de las delegaciones nacionales que posteriormente se convierten en Miembros del Tribunal.
Cada caso debe examinarse en función de sus propias circunstancias y no puede establecerse ninguna norma general. En el presente caso, el diputado en cuestión, como miembro de una delegación nacional ante las Naciones Unidas, había participado activamente en la redacción de una resolución que afectaba a la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, resolución que, a mi juicio, es fundamental en el presente procedimiento.
La importancia de la resolución a la que se refería Su Señoría, es decir, la resolución 246 (1968) del Consejo de Seguridad, y su pertinencia para el presente procedimiento, se desprenden del hecho de que formaba parte de los documentos transmitidos al Tribunal como susceptibles de arrojar luz sobre la cuestión planteada al Tribunal, y el propio Tribunal consideró necesario referirse a ella como parte de la respuesta del Consejo de Seguridad al llamamiento de la Asamblea General a su cooperación para garantizar la retirada de Sudáfrica del Territorio[p 139].
Consideré que las circunstancias eran tales que el Miembro en cuestión no debería haber participado en la decisión del presente caso, y por lo tanto disentí de la Providencia nº 3.
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Se recordará que al inicio de este procedimiento, la República de Sudáfrica solicitó que se le permitiera elegir un juez ad hoc en virtud del artículo 83 del Reglamento del Tribunal. Este artículo establece que:
“Si la Opinión Consultiva se solicita sobre una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados, se aplicará el artículo 31 del Estatuto, así como las disposiciones del presente Reglamento relativas a la aplicación de dicho artículo.”
Estoy de acuerdo con la mayoría de la Corte, y por las razones dadas por ella, en que la presente Opinión no se solicita sobre una cuestión jurídica realmente pendiente entre Sudáfrica y cualquier otro Estado o Estados, pero en vista de la amplia discreción conferida a la Corte por el Artículo 68 del Estatuto de la Corte, la inaplicabilidad del Artículo 83 del Reglamento no concluiría, en mi opinión, el asunto. Soy de la opinión de que el artículo 83 del Reglamento establece una situación en la que se aplicará el artículo 31 del Estatuto, pero no agota los casos en los que puede elegirse un juez ad hoc en el procedimiento consultivo, ni limita la discrecionalidad de la Corte en virtud del artículo 68 del Estatuto para guiarse por las disposiciones del artículo 31 del Estatuto “en la medida en que [la Corte] las reconozca aplicables”.
La objeción al ejercicio de la facultad de apreciación de la Corte en favor de la elección de un juez ad hoc por el hecho de que el artículo 31 del Estatuto se refiere a “partes”, y, estrictamente, no hay “partes” en los procedimientos consultivos, no me parece válida, habida cuenta de las disposiciones del artículo 83 del Reglamento de la Corte que aplica expresamente el artículo 31 del Estatuto a las opiniones consultivas, y reconoce así que, aunque no haya partes en los procedimientos consultivos, pueden elegirse jueces ad hoc en esos procedimientos en las circunstancias allí definidas. La facultad de apreciación del Tribunal de Justicia carecería de contenido si no pudiera ejercerse a favor de permitir la elección de un juez ad hoc en circunstancias no previstas en el artículo 83 del Reglamento, pero en las que el Tribunal de Justicia considerara que la justicia del caso así lo exige.
Esta es la primera ocasión, desde la creación de este Tribunal, en la que se reclama el derecho a designar un juez ad hoc en un procedimiento consultivo. La presente solicitud de opinión consultiva comienza dando a entender que la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia a pesar de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad da lugar a ciertas con-[p 140] secuencias para los Estados, ya que se supone que dicha presencia es contraria al derecho internacional. Las actas del debate en el Comité Ad Hoc del Consejo de Seguridad, así como en el propio Consejo de Seguridad que condujo a la solicitud, y algunas de las presentaciones dirigidas a la Corte en las declaraciones escritas y durante los procedimientos orales, no dejan lugar a dudas de que Sudáfrica estaba siendo acusada de violar algunas, al menos, de sus obligaciones internacionales; y en la raíz de la solicitud estaba el deseo de hacer cumplir las consecuencias de la terminación del mandato de Sudáfrica sobre África Sudoccidental, y eliminar su administración del Territorio.
Estos hechos muestran claramente que intereses especiales de vital importancia para Sudáfrica se veían directamente afectados por la solicitud de una opinión consultiva y ésta es, en mi opinión, una circunstancia que la Corte debería haber tenido en cuenta al decidir si, en el ejercicio de su discreción en virtud del artículo 68 del Estatuto, se debería haber permitido a Sudáfrica elegir un juez ad hoc.
Soy de la opinión de que la circunstancia del interés especial de Sudáfrica en la presente solicitud debería haber prevalecido ante la Corte y, para que no sólo se haga justicia sino que se vea manifiestamente que se hace, la discreción de la Corte debería haberse ejercido a favor de la solicitud de Sudáfrica de elegir un juez ad hoc.
No he pasado por alto el hecho de que en la Opinión Consultiva sobre una cuestión jurídica abstracta relativa al Estatuto Internacional del Sudoeste de África en 1950, Sudáfrica no insistió en sus indagaciones tentativas sobre su derecho a elegir un juez ad hoc hasta el punto de presentar una demanda formal, ni que en esa Opinión Consultiva Sudáfrica no eligió un juez ad hoc. Las circunstancias de esos procedimientos y del presente, y las cuestiones jurídicas sobre las que se solicitó el asesoramiento del Tribunal en los dos procedimientos, son totalmente diferentes, y no me parece que pueda extraerse ninguna conclusión adversa a la solicitud en el presente caso del hecho de que Sudáfrica no insistiera en su reclamación de un juez ad hoc en 1950, o del hecho de que, de hecho, no se eligiera un juez ad hoc. Nada de lo que ocurrió a este respecto en 1950 puede ser obstáculo para una solicitud de elección de un juez ad hoc en un procedimiento consultivo posterior, y tal solicitud debe examinarse a la luz de la naturaleza de las cuestiones jurídicas planteadas al Tribunal y de las circunstancias existentes cuando se presenta la solicitud.
La práctica del Tribunal Permanente de Justicia Internacional en materia de elección de un juez ad hoc en las opiniones consultivas, tal como aparece en la Providencia del Decreto Legislativo de Danzig de 31 de octubre de 1935 [FN1], no me parece que pueda servir de guía en el presente caso, habida cuenta de la naturaleza totalmente diferente de la cuestión planteada en ese asunto y de las diferencias entre los Estatutos y Reglamentos rectores de los dos Tribunales. El Tribunal Permanente [p 141] no tenía, en 1935, nada en su Estatuto en vigor equivalente al artículo 68 del Estatuto del Tribunal de Justicia que, en mi opinión, es la disposición determinante que incide en la cuestión de la discrecionalidad del Tribunal de Justicia en el asunto que nos ocupa.
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FN1 P.C.I.J., Serie A/B, nº 65, Anexo 1, pp. 69-71.
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Habida cuenta de la decisión vinculante del Tribunal de Justicia, por mayoría, de denegar la solicitud de un Juez ad hoc en el presente procedimiento, resulta inútil examinar la cuestión de la composición del Tribunal de Justicia a este respecto.
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Subyacente a las resoluciones del Consejo de Seguridad relativas a Namibia y a la cuestión jurídica sobre la que se solicita la opinión consultiva de la Corte, se encuentra la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, de 27 de octubre de 1966, por la que la Asamblea General decidió que “el Mandato conferido a Su Majestad Británica para ser ejercido en su nombre por el Gobierno de la Unión Sudafricana ha terminado. . terminado, que Sudáfrica no tiene ningún otro derecho a administrar el Territorio y que, en lo sucesivo, el África Sudoccidental queda bajo la responsabilidad directa de las Naciones Unidas”.
En el debate que tuvo lugar en el Consejo de Seguridad a raíz del informe del Subcomité ad hoc que había sido creado por la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, el representante de Nepal, al intervenir sobre el proyecto de resolución para que el Consejo de Seguridad pidiera a este Tribunal que emitiera una opinión consultiva sobre la cuestión que finalmente se le sometió, dijo:
“Al votar a favor del proyecto de resolución, entenderemos que la Corte Internacional limitará el alcance de su opinión consultiva estrictamente a la cuestión que se le plantea, y no revisará ni examinará la legalidad o validez de las resoluciones adoptadas tanto por la Asamblea General como por el Consejo de Seguridad.”
El representante de Siria dijo:
“A la Corte Internacional de Justicia, como vemos en el proyecto de resolución, no se le pide que se pronuncie sobre el estatuto de Namibia como tal; más bien se le pide que elabore el alcance de los medios legales a disposición de los Estados, que pueden erigir un muro de oposición legal a la ocupación de Namibia por el Gobierno de Sudáfrica.”
Al exponer la actitud de la delegación de Zambia ante el proyecto de resolución, el representante de Zambia dijo, entre otras cosas:
“Hemos tenido que tener en cuenta las siguientes consideraciones:
………………………………………………………………….[p 142]
(c) Que la redacción jurídica de la cuestión que se va a plantear a la Corte es lo suficientemente específica como para suscitar una opinión clara de la Corte que sea políticamente aceptable;
(d) Que existe cierta preocupación por nuestra parte de que la Corte pueda suscitar en su opinión dudas sobre la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General y sobre la resolución 2248 (S-V) de la Asamblea General”.
Fracasó una iniciativa para suprimir las palabras “no obstante la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad” en el proyecto de resolución, y finalmente se aprobó la resolución para solicitar una opinión consultiva a la Corte.
Al explicar el voto de la delegación francesa sobre las diferentes resoluciones, el representante francés dijo, entre otras cosas:
“. . nos interesó mucho la iniciativa tomada por el representante de Finlandia de solicitar una opinión consultiva sobre la cuestión a la Corte Internacional de Justicia. Por supuesto, el lenguaje -en nuestra opinión- imperfecto de la solicitud a la Corte Internacional puede ser motivo de pesar. Sin prejuzgar la opinión de la Corte, podría ser apropiado dejar en manos de los Jueces de La Haya el cuestionamiento de los fundamentos jurídicos de la revocación del Mandato.”
El representante del Reino Unido explicó así la actitud de su delegación:
“En el Subcomité ad hoc, el representante del Reino Unido dejó claro que mi Gobierno estaba bastante dispuesto a considerar una solicitud de opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia. No obstante, añadió que nuestro apoyo dependía de que se sometiera a la Corte Internacional la cuestión del estatuto del África Sudoccidental en su conjunto. La cuestión que nos ocupa no parece hacerlo”.
En algunas de las declaraciones escritas presentadas a la Corte en el presente procedimiento y durante la vista oral, se expresaron opiniones que tendían a negar que la Corte pudiera examinar y pronunciarse adecuadamente sobre la validez de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad que guardan relación con la cuestión planteada a la Corte y cuyo examen sería pertinente para la adecuada elucidación del problema.
El Secretario General en su declaración escrita dijo
“12. Se ha demostrado que al formular la cuestión que ahora se somete a la Corte, el Consejo de Seguridad utilizó la frase ‘la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, no obstante la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad’ para denotar la presencia de Sudáfrica después de que el Mandato hubiera terminado y Sudáfrica hubiera dejado de tener derecho alguno a estar presente como Potencia obligatoria”[p 143].
Sería tedioso reproducir aquí todas las presentaciones escritas y orales hechas a la Corte y que tienden en la dirección de confinar a la Corte a una aceptación acrítica de la corrección en derecho de las resoluciones y decisiones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad directamente pertinentes a la cuestión sobre la cual se solicita la opinión de la Corte, y basta decir que varios representantes instaron este punto de vista a la Corte. Por tanto, el Tribunal debía decidir si era competente o no para examinar las resoluciones y decisiones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad pertinentes para la cuestión que se le planteaba, con el fin de determinar su conformidad con la Carta de las Naciones Unidas y, por tanto, su validez.
Al tratar esta cuestión el Tribunal dijo
“89. Es indudable que el Tribunal de Justicia no dispone de facultades de control jurisdiccional o de recurso respecto de las decisiones adoptadas por los órganos de las Naciones Unidas interesados. La cuestión de la validez o conformidad con la Carta de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General o de las resoluciones conexas del Consejo de Seguridad no constituye el objeto de la solicitud de opinión consultiva. Sin embargo, en el ejercicio de su función judicial y dado que se han presentado objeciones, el Tribunal, en el curso de su razonamiento, considerará estas objeciones antes de determinar cualquier consecuencia jurídica derivada de estas resoluciones.”
No creo que este planteamiento de la cuestión de la competencia del Tribunal para examinar y pronunciarse sobre las decisiones y resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad que afectan a cuestiones de las que conoce conduzca a una respuesta suficientemente definitiva.
La Corte fue creada como el principal órgano judicial de las Naciones Unidas y, como tal, resuelve controversias entre Estados cuando dichas controversias son de su competencia. Está autorizada por la Carta y el Estatuto de la Corte a emitir opiniones consultivas sobre cuestiones jurídicas a la Asamblea General, el Consejo de Seguridad y otros órganos de las Naciones Unidas y organismos especializados.
En el ejercicio de sus funciones, la Corte es totalmente independiente de los demás órganos de las Naciones Unidas y no está en modo alguno obligada o interesada en emitir un juicio u opinión que sea “políticamente aceptable”. Su función es, en palabras del artículo 38 del Estatuto, “decidir de conformidad con el derecho internacional”.
Los poderes de la Corte están claramente definidos por el Estatuto, y no incluyen poderes para revisar decisiones de otros órganos de las Naciones Unidas; pero cuando, como en el presente procedimiento, tales decisiones se refieren a un caso propiamente ante la Corte, y no se puede emitir un juicio o dictamen correcto sin determinar la validez de tales decisiones, la Corte [p 144] no podría evitar tal determinación sin abdicar de su papel de órgano judicial.
La cuestión planteada a la Corte no pide, en términos, que la Corte emita una opinión sobre si la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General es válida, sino que las “consecuencias jurídicas” que se pide a la Corte que defina, se postulan sobre su validez. Si el Tribunal aceptara este postulado sin examinarlo, correría el riesgo de emitir una opinión basada en una premisa falsa. La propia pregunta no ha excluido expresamente el examen de la validez de ésta y otras resoluciones conexas; y, dado que este Tribunal ha modificado e interpretado en el pasado las preguntas que se le han formulado, no cabe suponer que el Consejo de Seguridad haya pretendido encorsetar al Tribunal en sus consideraciones de la cuestión sobre la que él mismo ha solicitado una opinión consultiva; harían falta las palabras más claras e inhibitorias para establecer que se pretendía tal limitación del alcance de la consideración del Tribunal.
No concibo como compatible con la función jurisdiccional que el Tribunal de Justicia proceda a declarar las consecuencias de actos cuya validez se presume, sin comprobar él mismo la legalidad del origen de dichos actos. Por consiguiente, soy de la opinión de que, se hubiera planteado o no una objeción, la Corte tenía el deber de examinar la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General con miras a determinar su valor jurídico; tenía el mismo deber de examinar todas las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad con el mismo fin.
No encuentro nada en la redacción de la presente solicitud que excluya el examen de la validez de todas las resoluciones pertinentes. Las palabras “no obstante la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad” me parecen indicar que el Consejo de Seguridad ha supuesto que la resolución 276 (1970) creó válidamente una situación en la que la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia da lugar a consecuencias jurídicas para los Estados; pero, en mi opinión, esas palabras no obligan al Tribunal a hacer las mismas suposiciones ni a aceptar su corrección sin examen.
En mi opinión, la cuestión queda zanjada por el principio enunciado por el Tribunal en el asunto Certain Expenses of the United Nations (I.C.J. Reports 1962, p. 151 en p. 157) de la siguiente manera:
“. . . el Tribunal debe tener plena libertad para considerar todos los datos pertinentes de que disponga al formarse una opinión sobre una cuestión que se le haya planteado para que emita una opinión consultiva” (la cursiva es nuestra).
Cuando la cuestión planteada al Tribunal se plantea en términos tales que el Tribunal no puede desempeñar adecuadamente su función jurisdiccional de un examen exhaustivo de todos los datos pertinentes, o cuando por cualquier otra razón no se permite al Tribunal la plena libertad a la que tiene derecho al examinar una cuestión que se le plantea, la facultad discrecional del Tribunal de emitir o no una opinión protegería al Tribunal del peligro de emitir una opinión basada en, [p 145] concebiblemente, suposiciones falsas o datos incompletos.
Concluyo que, en la presente demanda, la Corte tenía el deber de examinar todas las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad que sean pertinentes a la cuestión que se le plantea, se hayan formulado o no objeciones a las mismas, con el fin de determinar su validez y efecto, y para que la Corte pueda llegar a una opinión satisfactoria.
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Este Tribunal, en las Opiniones Consultivas emitidas en 1950, 1955 y 1956 sobre África Sudoccidental y en la Sentencia de 21 de diciembre de 1962 en la primera fase de los casos entre Etiopía y Liberia y Sudáfrica, estableció que el Mandato sobre África Sudoccidental sobrevivió a la disolución de la Sociedad de Naciones, y que las funciones de supervisión sobre la administración del Mandato correspondían a las Naciones Unidas. También estableció la continuidad de la obligación que recaía sobre Sudáfrica de presentar informes sobre su administración del territorio bajo mandato a la Asamblea General.
La cuestión de si la Sociedad de Naciones podía terminar o revocar unilateralmente el mandato contra la voluntad de la Potencia mandataria no se planteó como un problema práctico durante la subsistencia de la Sociedad, pero los miembros de la Comisión de Mandatos Permanentes y varios juristas internacionales que examinaron el asunto como una cuestión teórica, no dudaron de que si un mandatario era culpable de violaciones graves y repetidas del mandato, la Sociedad podía revocar el mandato.
Se dijo que la revocación afectaba a la esencia del control, y se expresó la opinión de que la facultad de la Sociedad para nombrar un nuevo mandatario en caso de que uno de los mandatorios existentes dejara de funcionar, y para destituir a un mandatario, puede deducirse implícitamente de la afirmación del Pacto de que los mandatarios actúan “en nombre de la Sociedad”. (Véase Quincy Wright, Mandates Under the League of Nations, 1930, págs. 440-441.)
El Instituto de Derecho Internacional, en su sesión de Cambridge de 1931, debatió la cuestión de los mandatos y aprobó una resolución que contenía, entre otras, las siguientes cláusulas:
“Las funciones del Estado mandatario terminan por renuncia o revocación del mandato: por los modos consuetudinarios de terminación de los compromisos internacionales; también por la abrogación del mandato, y por el reconocimiento de la independencia de la comunidad que ha estado bajo mandato.
La renuncia sólo surte efecto a partir de la fecha fijada por el Consejo de la Sociedad de Naciones para evitar toda interrupción de la asistencia que debe prestarse a la comunidad bajo mandato. [p 146] La revocación del Estado mandatario y la abrogación del mandato son determinadas por el Consejo de la Sociedad de Naciones…”.
Frente a la fuerte corriente de opinión entre los juristas internacionales, y a partir del sentido común del asunto, me parece que no puede haber duda de que la Sociedad de Naciones, actuando a través del Consejo, tenía, como parte necesaria de sus poderes de supervisión, la facultad unilateral de revocar o terminar un mandato que estaba siendo administrado en su nombre, cuando el Estado al que se le había confiado el mandato era culpable de una violación grave de sus obligaciones en virtud del mandato.
Una opinión contraria implicaría la sugerencia de que un mandato, en particular un mandato de clase “C” como el que nos ocupa, nunca podría ser revocado, y que, contrariamente a su profesada preocupación por los principios de no anexión, el bienestar de los pueblos del territorio bajo mandato y el sagrado fideicomiso de la civilización, las Principales Potencias Aliadas y Asociadas y otros Miembros de la Sociedad de Naciones, tras una fachada de promesas justas, habían permitido en realidad la anexión perpetua de los territorios bajo mandato y el sometimiento de sus pueblos al gobierno arbitrario de la Potencia obligatoria sin esperanza de liberación o autodeterminación futura. Desde este punto de vista, el “sagrado fideicomiso de la civilización” no tendría ningún significado. El desarrollo histórico real del régimen de mandato en los días de la Liga y después de 1946 no apoya esta opinión, y por lo tanto debe ser rechazada.
Este Tribunal, en su Opinión Consultiva sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental, y por las razones expuestas en dicha Opinión, llegó a la conclusión:
“. . que la Asamblea General de las Naciones Unidas está legalmente capacitada para ejercer las funciones de supervisión que anteriormente ejercía la Sociedad de Naciones con respecto a la administración del Territorio, y que la Unión Sudafricana tiene la obligación de someterse a la supervisión y el control de la Asamblea General y de presentarle informes anuales”. (I.C.J. Reports 1950, p. 128 en p. 137.)
El traspaso de los poderes de supervisión del Consejo de la Liga a la Asamblea General de las Naciones Unidas confirió a la Asamblea General los derechos, deberes y obligaciones inherentes a dichos poderes, incluido el poder de terminar o revocar unilateralmente el Mandato sobre la base de violaciones graves por parte de la Potencia obligatoria.
Este es un poder que la Asamblea General posee en razón de su control del Mandato y es, en mi opinión, un poder sui generis, no limitado por el Artículo 10 de la Carta.
De ello se deduce que cuando la Asamblea aprobó la resolución 2145 (XXI), el órgano competente de las Naciones Unidas puso fin al Mandato de forma vinculante, y que Sudáfrica, a partir de entonces, no tenía derecho a administrar [p 147] el Territorio de África Sudoccidental. La decisión de la Asamblea General se puso en conocimiento del Consejo de Seguridad pero, en mi opinión, ya era entonces una decisión efectiva y vinculante.
Me parece que las consecuencias jurídicas para los Estados se derivaron del incumplimiento por Sudáfrica de la resolución 2145 (XXI) y de la desocupación del Territorio, así como de su presencia continuada en el Territorio en contra de la voluntad de las Naciones Unidas, y no de la resolución 276 (1970), que no era el medio de poner fin a la administración del Mandato por Sudáfrica. Las disposiciones de la resolución 276 (1970) que pueden dar lugar a obligaciones jurídicas son los párrafos 2 y 5 de la parte dispositiva y son las siguientes:
“El Consejo de Seguridad
2. Declara que la presencia continuada de las autoridades sudafricanas en Namibia es ilegal y que, en consecuencia, todos los actos tomados por el Gobierno de Sudáfrica en nombre de Namibia o relativos a Namibia después de la terminación del Mandato son ilegales e inválidos;
5. Exhorta a todos los Estados, en particular a los que tienen intereses económicos y de otra índole en Namibia, a que se abstengan de cualquier trato con el Gobierno de Sudáfrica que sea incompatible con el párrafo 2 de la parte dispositiva de la presente resolución.”
La declaración de ilegalidad de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia no hizo ilegal dicha presencia; fue, en mi opinión, una declaración de la evaluación del Consejo de Seguridad de la calidad jurídica de la situación creada por el incumplimiento por parte de Sudáfrica de la resolución de la Asamblea General, una declaración que no vinculaba a ningún Miembro de las Naciones Unidas que mantuviera una opinión diferente. Fue, en efecto, una determinación judicial, y es dudoso que exista en la Carta poder alguno para que el Consejo de Seguridad tome tal determinación, excepto en ciertos casos bien definidos que no son relevantes aquí. Como el párrafo 2 no crea, en mi opinión, ninguna obligación jurídica vinculante, se deduce que el párrafo 5 es igualmente ineficaz para fundar obligaciones jurídicas o crear consecuencias jurídicas.
La cuestión, sin embargo, no termina ahí, ya que la resolución 276 (1970) “reafirmó” la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, de 27 de octubre de 1966, “por la que las Naciones Unidas decidieron que el Mandato del Sudoeste de África quedaba terminado y asumieron la responsabilidad directa del territorio hasta su independencia”, y reafirmó:[p 148]
“. . . la resolución 264 (1969) del Consejo de Seguridad que reconocía la terminación del Mandato y exhortaba al Gobierno de Sudáfrica a retirar inmediatamente su administración del Territorio”. (Véanse los párrafos segundo y tercero del preámbulo de la resolución 276 (1970)).
De este modo, la resolución incorporaba la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General.
Por lo tanto, puede entenderse que la cuestión planteada ante el Tribunal consistía en solicitar una Opinión Consultiva sobre las consecuencias jurídicas que tendría para los Estados la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia después de que las Naciones Unidas hubieran puesto debidamente fin al Mandato sobre el África Sudoccidental. En mi opinión, las palabras “no obstante lo dispuesto en la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad” no afectan al alcance de la cuestión.
Las consecuencias jurídicas para los Estados en el caso que nos ocupa son las que se derivan automáticamente, en virtud del derecho internacional, de la continuación ilegal de la presencia de Sudáfrica en Namibia, y no se extienden, en mi opinión, a las medidas coercitivas que puedan o no adoptar los Estados individualmente, o las Naciones Unidas colectivamente, para expulsar a Sudáfrica del Territorio o para afirmar la autoridad de las Naciones Unidas sobre el Territorio, en ausencia de disposiciones convencionales o de una norma consuetudinaria de derecho internacional que exija la adopción de tales medidas. Estas consecuencias son:
(1) Sudáfrica tiene la obligación legal de poner fin a su ocupación ilegal retirando de Namibia su presencia y su administración, pero mientras permanezca en el Territorio debe actuar de conformidad con sus obligaciones en virtud del Mandato y de la Carta.
(2) Se impone a todos los demás Estados una obligación de no reconocimiento; es decir, todos los Estados están obligados a no reconocer que Sudáfrica tiene derecho legal alguno a permanecer en Namibia o a mantener su administración en ese Territorio. Están obligados a no hacer nada que contribuya a la continuación de la presencia ilegal de Sudáfrica o de su administración en el Territorio de Namibia.
(3) Si el Consejo de Seguridad decide tomar medidas en el asunto de Namibia en cumplimiento de los deberes que le incumben en virtud de su responsabilidad de mantener la paz y la seguridad internacionales, todos los Miembros de las Naciones Unidas están obligados a aceptar y cumplir las decisiones que puedan tomarse de conformidad con la Carta; pero aunque la decisión del Consejo de Seguridad de adoptar tales medidas pueda ser consecuencia de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia, la obligación de aceptar y cumplir la decisión es una obligación en la que incurren los Estados como consecuencia de su pertenencia a las Naciones Unidas, y no, directamente, como consecuencia jurídica para ellos de la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia. Por este motivo, considero que el Tribunal no puede particularizar las consecuencias jurídicas para los Estados y que debe dejarse que el Consejo de Seguridad decida qué medidas de ejecución debe adoptar en virtud de la Carta.
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Lamento discrepar del Tribunal en cuanto al alcance de la doctrina del no reconocimiento que, a mi entender, se pretendía reflejar en los apartados 2 y 3 del párrafo 133 de la Opinión Consultiva. Muy a mi pesar, no he podido votar afirmativamente sobre los subapartados 2 y 3. En mi opinión, el efecto de la doctrina en el contexto del caso que nos ocupa se expone correctamente en el apartado 119 de la Opinión Consultiva, pero los subapartados 2 y 3 del apartado 133 de la Opinión Consultiva me parece que atribuyen a la doctrina un alcance demasiado amplio; y aunque estoy de acuerdo en que existe una obligación de los Estados de no reconocer la legalidad de la presencia de Sudáfrica y de su administración en Namibia, no estoy de acuerdo en que esta obligación se extienda necesariamente a negarse a reconocer la validez de los actos de Sudáfrica en nombre de Namibia o relativos a Namibia en vista del hecho de que la administración de Sudáfrica sobre Namibia (por ilegal que sea) sigue constituyendo el gobierno de facto del Territorio.
Los Estados que no son miembros de las Naciones Unidas no contraen ninguna obligación de ayudar a la Organización, salvo lo dispuesto en el párrafo 6 del Artículo 2 de la Carta, y este Artículo impone a la Organización la carga de velar por que dichos Estados actúen de conformidad con los principios enunciados en el Capítulo I de la Carta.
(Firmado) Charles D. Onyeama
[p 150]
Voto particular del juez Dillard
En esta opinión haré ciertas observaciones generales en apoyo de la cláusula operativa 1 del Dictamen basadas en mi lectura de los hechos y mi comprensión de la jurisprudencia del Tribunal. También haré algunas observaciones relativas a la idea central de la cláusula dispositiva 2, que aparecerán casi al final de esta opinión. Al principio aludiré brevemente a una serie de cuestiones preliminares y a mis razones para discrepar de la mayoría del Tribunal en la cuestión del nombramiento de un juez ad hoc.
De entrada, tal vez convenga subrayar que, en mi opinión, las conclusiones del Tribunal (en lo sucesivo, las conclusiones) no pretenden lo siguiente:
(1) Al invocar los artículos 24 y 25 de la Carta no pretende dar a entender que, en su opinión, las Naciones Unidas están dotadas de amplios poderes de carácter legislativo o cuasi legislativo. El Dictamen se dirige a una situación muy específica y única relativa a un territorio con estatuto internacional, cuya administración comprometió la autoridad supervisora de las Naciones Unidas.
(2) No pretende validar la “revocación” del Mandato sobre la base de un análisis de los motivos que inspiraron o los propósitos y efectos que acompañaron la aplicación de políticas de apartheid en el Territorio. A pesar del voluminoso expediente acumulado a lo largo de 21 años, esta cuestión nunca ha sido resuelta judicialmente y no fue objeto de adjudicación en este procedimiento, como podría haberlo sido si se hubiera asimilado a un caso contencioso de acuerdo con la propuesta de Sudáfrica. No habría sido compatible con su función judicial haber determinado la cuestión del incumplimiento por estos motivos en ausencia de una exposición completa de todos los hechos relevantes. Las referencias en el Dictamen (párrafos 129-131) a las “leyes y decretos aplicados por Sudáfrica en Namibia, que son de dominio público” fue en respuesta a la petición de Sudáfrica de aportar más pruebas fácticas. La revocación se basó en otros motivos, como revela el dictamen (párrafo 104).
(3) Al limitar su ámbito de aplicación a las relaciones intergubernamentales, la cláusula operativa 2 no se ocupa de los tratos privados ni de las actividades realizadas directamente por organismos especializados.
***[p 151]
Leída literalmente, la resolución 284 del Consejo de Seguridad no parece pedir a la Corte que cuestione la validez de la resolución 276 o de la resolución 2145 de la Asamblea General, sino sólo que indique las “consecuencias jurídicas” que se derivan de ellas. El Tribunal no se ha sentido justificado al atribuir este alcance limitado a su investigación. Mi propia valoración de los motivos es la siguiente:
Difícilmente puede esperarse que un tribunal se pronuncie sobre las consecuencias jurídicas a menos que las resoluciones de las que se derivan las consecuencias jurídicas estuvieran ellas mismas libres de conclusiones jurídicas que afecten a las consecuencias. Decir esto, en ningún sentido implica que el Tribunal esté cuestionando la aplicación de la fórmula de San Francisco respecto a la interpretación de la Carta. Además, debe darse la mayor deferencia a las resoluciones adoptadas por los órganos de las Naciones Unidas. Por supuesto, no hay nada en la Carta que obligue a estos órganos a solicitar una opinión consultiva o que otorgue a este Tribunal (como en muchos ámbitos nacionales) un poder de revisión que puedan activar quienes puedan sentir sus intereses ilegalmente invadidos.
Pero cuando estos órganos consideran oportuno solicitar una opinión consultiva, deben esperar que el Tribunal actúe en estricto cumplimiento de su función jurisdiccional. Esta función le impide aceptar, sin indagación alguna, una conclusión jurídica que condiciona por sí misma la naturaleza y el alcance de las consecuencias jurídicas que de ella se derivan. Otra cosa sería si las resoluciones por las que se solicita un dictamen fueran jurídicamente neutras, como en las tres solicitudes anteriores de dictámenes consultivos relativos al Mandato.
La conclusión anterior puede reforzarse con otras consideraciones que, en aras de la brevedad, me limitaré a mencionar sin debate. En primer lugar, es compatible con la propia jurisprudencia del Tribunal puesta de manifiesto, especialmente en el asunto Ciertos gastos (Recueil 1962, pp. 156, 157, 216, 217); en segundo lugar, los debates que precedieron a la adopción de la resolución 284 del Consejo de Seguridad revelan que la opinión de que la Corte no debía cuestionar la validez de las resoluciones pertinentes sólo fue sostenida por cinco Estados, mientras que diez expresaron una opinión contraria o manifestaron dudas constitucionales o se abstuvieron de expresar opinión alguna sobre la cuestión; en tercer lugar, el representante del Secretario General en el curso de la argumentación se retractó de una postura dogmática en la materia (C. R. 71/18, p. 21); en cuarto lugar, como una cuestión puramente práctica, si el Tribunal se hubiera abstenido de tal investigación y si un disentimiento fuertemente razonado hubiera arrojado serias dudas sobre la validez de las resoluciones, entonces el valor probatorio de la Opinión Consultiva se habría debilitado y, por último, no puede ser presuntuoso sugerir que, como cuestión política, no está en el interés a largo plazo de las Naciones Unidas parecer [p 152] renuente a que sus resoluciones pasen la prueba de la validez jurídica cuando pide a un tribunal que determine cuestiones con las que está relacionada esta validez FN1.
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FN1 Estas razones están, por supuesto, completamente subordinadas a la principal que afecta a la integridad de la función judicial.
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Mediante Providencia de 29 de enero de 1971, el Tribunal denegó la solicitud del Gobierno sudafricano de nombramiento de un juez ad hoc. Dado que el Juez Onyeama y yo no estamos de acuerdo con la decisión del Tribunal, creo que me corresponde exponer mis razones para ello. En nuestra disidencia conjunta declaramos:
“Si bien no creemos que en virtud del artículo 83 del Reglamento de la Corte la República de Sudáfrica haya establecido el derecho a designar un juez ad hoc, estamos convencidos de que el poder discrecional conferido a la Corte en virtud del artículo 68 de su Estatuto le permite aprobar dicha designación y que habría sido apropiado haber ejercido este poder discrecional en vista del interés especial de la República de Sudáfrica en la cuestión sometida a la Corte.”
Si el Tribunal decide que existe una “cuestión jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados” en el sentido del artículo 83 de su Reglamento, leído conjuntamente con el artículo 82, entonces no tiene más remedio que aplicar el artículo 31 del Estatuto del Tribunal que otorga al Estado demandante el derecho a designar un juez ad hoc. Asimila el procedimiento consultivo a uno comparable a un asunto contencioso. La determinación de que existe una cuestión jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados tiene una clara relación con la existencia de una “controversia” en el sentido del artículo 32 de la Carta de las Naciones Unidas. En el umbral mismo de nuestra investigación, no estaba dispuesto a prejuzgar esta cuestión. Al mismo tiempo, parecía claro que los intereses de Sudáfrica se veían vitalmente afectados.
El artículo 68 del Estatuto faculta a la Corte para que, en el ejercicio de sus funciones consultivas, se guíe por las disposiciones del Estatuto aplicables a los asuntos contenciosos “en la medida en que las reconozca aplicables”.
La latitud que ofrece este artículo no está circunscrita por la forma en que se plantean las cuestiones al Tribunal. Al contrario, el propio Tribunal ha declarado que depende de las circunstancias de cada caso y que el Tribunal dispone de un amplio margen de apreciación en la materia (Recueil 1950, p. 72 y Recueil 1951, p. 19).
Así pues, el Tribunal está facultado para nombrar a un juez ad hoc aunque no se invoque el artículo 83 de su Reglamento. Me pareció que el ejercicio de la facultad [p 153] aunque no fuera esencial para la legitimidad de la composición del Tribunal habría sido apropiado FN1.
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FN1 Una cuidadosa consideración de la Providencia de 31 de octubre de 1935 en el caso de los Decretos Legislativos de Danzig, P.C.I.J., Series A/B, No. 65, Anexo 1, pp. 69-71, no me ha convencido de que fuera determinante a la luz de la cuestión totalmente diferente que se planteaba en ese caso y del carácter diferente del Estatuto y del Reglamento que estaban entonces en vigor.
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Dado que los intereses de Sudáfrica estaban tan críticamente implicados, el nombramiento de un juez ad hoc habría garantizado al Tribunal que esos intereses habrían sido considerados desde la perspectiva de una persona completamente familiarizada con ellos. Además, si la opinión del Tribunal hubiera sido desfavorable a los intereses de Sudáfrica, la presencia en el Tribunal de un juez ad hoc, incluso en calidad de disidente, habría añadido más valor probatorio a la opinión, en lugar de restarlo.
Independientemente de lo que pueda pensarse en general sobre la institución de un juez ad hoc, respecto a la cual las opiniones varían, me pareció que una de sus justificaciones, a saber, que es importante no sólo que se haga justicia sino que parezca que se ha hecho, habría justificado el uso del poder discrecional del Tribunal sin atraer las dificultades teóricas y prácticas invitadas por asimilar el procedimiento en mayor medida a uno comparable a un caso contencioso.
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Sudáfrica ha impugnado la validez formal de las resoluciones del Consejo de Seguridad por una serie de motivos mencionados en el Dictamen. Sólo es necesario apoyar el Dictamen con algunos argumentos adicionales.
En primer lugar, Sudáfrica alegó que las palabras “incluidos los votos concurrentes de los miembros permanentes” del artículo 27 (3) impiden la adopción de decisiones válidas si uno o más de los miembros permanentes se abstienen voluntariamente de votar. La resolución 276 (1970) se adoptó a pesar de las abstenciones de Francia y el Reino Unido (S/PV. 1529 (1970), párr. 184); y la resolución 284 (1970) fue adoptada a pesar de las abstenciones de Polonia, el Reino Unido y la URSS (S/PV. 1550 (1970), párr. 160).
El argumento se basa en un análisis de la historia legislativa y en la teoría de que el lenguaje del Artículo 27 (3) es tan claro e inequívoco que no es permisible ningún proceso interpretativo, ya sea por conducta posterior o de otro tipo.
El argumento revela la debilidad de una aplicación indiscriminada del enfoque textual cuando se combina con el canon de interpretación del significado llano y ordinario. Si la cláusula crítica hubiera dicho “los cinco miembros permanentes, que deberán estar presentes y votar…”, la alegación podría haber estado justificada. A falta de una prescripción tan precisa, la conducta posterior de las partes es claramente un método legítimo de [p 154] dar sentido al artículo de acuerdo con las expectativas de las partes, incluidos, en particular, los miembros permanentes.
Que su interpretación no coincide con la de Sudáfrica queda sobradamente revelado por la práctica invariable del Consejo de Seguridad. Los documentos y las autoridades presentados por los representantes del Secretario General y de los Estados Unidos en el presente procedimiento (C.R. 71/1, págs. 36-41 y C.R. 71/19, págs. 8-11) son concluyentes a este respectoFN1.
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FN1 La breve declaración anterior no pretende dar la impresión de que la constatación de “ambigüedad” sea una condición previa para recurrir a la conducta posterior como modo legítimo de indagación del significado. Se ha observado que la palabra “ambiguo” no está exenta de ambigüedad. Depende mucho de la naturaleza de la materia que deba interpretarse, es decir, documento constitucional, tratado multilateral, tratado bilateral, tipo de contrato, etc. Mucho depende también del carácter de las normas aplicables, es decir, si se trata de una norma vagamente redactada o de una regla precisa, y mucho depende de las expectativas suscitadas a la luz de todo el contexto y de los intereses sociales en juego. “Una palabra”, nos ha recordado el juez Holmes, “no es un cristal, transparente e inmutable, es la piel de un pensamiento vivo y puede variar mucho en color y contenido según las circunstancias y el momento en que se utilice.” Towne v. Eisner (1918) 245 U.S. en p. 425.
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Más fundamental y difícil que la cuestión anterior es la relativa a la existencia vel non de una “controversia” en el sentido del artículo 27 y del artículo 32. Se afirma que, en virtud del primero, debería haberse aplicado el principio de abstención obligatoria y, en virtud del segundo, que debería haberse invitado a Sudáfrica a participar en los debates relativos a la supuesta controversia. Me limito a lo segundo.
No se puede atribuir un significado único y absoluto a la palabra o al concepto de “controversia”. Debe considerarse en su contexto y con referencia a la finalidad a la que pretende servir el artículo 32. Este objetivo, tal como se desprende de los debates del Consejo de Seguridad, consistía en poner a las partes en pie de igualdad, o en un pie de igualdad casi total, independientemente de que fueran miembros del Consejo o incluso de las Naciones Unidas (véase Goodrich, Hambro y Simons, Carta de las Naciones Unidas, 3ª ed., p. 254). Si se considera que la disputa es entre Sudáfrica y los 114 Estados miembros que votaron a favor de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, es difícil ver cómo se podría dar cabida a este propósito concreto de una manera factible.
El argumento de Sudáfrica se basa en gran medida en la sentencia de 1962 que, a efectos de establecer la jurisdicción, sostuvo que existía una “controversia” entre Sudáfrica y los Estados demandantes. Debe recordarse, sin embargo, que esta afirmación se produjo en el contexto del artículo 7 del Mandato, que se refería a “cualquier controversia” y a todas las “disposiciones” del Mandato. Se dijo que el lenguaje empleado era “amplio, claro y preciso; no da lugar a ninguna ambigüedad y no permite ninguna excepción” (I.C.J. Reports 1962, p. 343). Aun así, el punto fue vigorosamente rebatido en la opinión disidente conjunta de los Jueces Sir Percy Spender y Sir Gerald Fitzmaurice (ibid., pp. 547-548).
El artículo 32 no contempla una “controversia” predominantemente entre las Naciones Unidas como órgano organizado y uno de los Miembros que lo componen, sino una en la que el Consejo de Seguridad actúa como foro neutral para ventilar una controversia entre dos o más de sus miembros. La imagen del Artículo 32 es más la de un padre que proporciona los medios para resolver una controversia entre dos o más miembros de la familia que la de un padre envuelto en una controversia con uno de ellos. Esta parece haber sido la idea de los disidentes en 1962. Aunque las citas fuera de contexto son peligrosas, su descripción parece pertinente para el presente procedimiento:
“Es de conocimiento común que el presente caso encuentra todo su fans et origo en, y surge directamente de, las actividades de la Asamblea de las Naciones Unidas relativas al Territorio bajo mandato y al Mandatario. Nadie que estudie las actas de los procedimientos en la Asamblea, y de los diversos Comités y Subcomités de la Asamblea que se han ocupado de la cuestión, y especialmente las resoluciones de la Asamblea sobre el África Sudoccidental que condujeron directamente a la incoación del presente procedimiento ante el Tribunal, puede dudar por un momento de que la verdadera controversia sobre el África Sudoccidental es entre el Estado demandado y la Asamblea de las Naciones Unidas…”. (loc. cit.) (Énfasis añadido.)
Por supuesto, no cabe duda de que, en cierto sentido, existe una disputa entre Sudáfrica y los demás Estados. Así lo revela la actitud de numerosos Estados con respecto a la adhesión de Sudáfrica al Convenio de la UIT (C.R. (H.C.) 71/1, pp. 20-28). Los intereses de Sudáfrica se ven definitivamente afectados y no cabe duda de que es posible enmarcar la definición de controversia de forma que la presente controversia quede incluida en ella. Pero, como se ha sugerido anteriormente, hay que tener en cuenta el contexto y la finalidad. Así, la definición cuidadosamente formulada por el juez Sir Gerald Fitzmaurice en el asunto de los Cameruneses del Norte en el contexto de la “impugnabilidad” es muy diferente de la asociada con el artículo 32. (Véase I.C.J., apartado 2.2.1). (Véase I.C.J. Reports 1963, p. 110.)
Corresponde al Consejo determinar con carácter preliminar si existe una “controversia” y no una “situación”. El argumento de que los términos del Artículo 32 son obligatorios parece insuficiente para cubrir los problemas que implica esta determinación preliminar. En ningún momento el Consejo de Seguridad ni ningún Estado miembro partió del supuesto de que la cuestión de Namibia fuera otra cosa que una “situación”. Además, Sudáfrica, con pleno conocimiento de la naturaleza de las discusiones propuestas, en [p 156] ningún momento trató de ser incluida en las discusiones. Aunque este hecho no responde exactamente a la cuestión de la “obligatoriedad”, indica claramente que Sudáfrica no se consideró sustancialmente perjudicada por no haber sido invitada.
Por último, cabe recordar que la mayoría de las solicitudes de Opinión Consultiva están estimuladas por algún tipo de controversia en la que están implicados los Estados.
De ello se deduce que, por este motivo, la competencia del Tribunal no se ve menoscabada.
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El artículo 65 del Estatuto del Tribunal le confiere una amplia facultad discrecional para negarse a emitir una opinión consultiva. Por lo tanto, no existe ninguna incoherencia lógica en sostener que, aunque no existiera controversia en el sentido y aplicación previstos del artículo 32, pueden existir elementos de controversia y cuestiones de hecho complicadas que justifiquen que el Tribunal se niegue a responder a la solicitud de dictamen por motivos de oportunidad. La jurisprudencia del Tribunal, especialmente la revelada en el asunto del Tribunal Administrativo (I.C.J. Reports 1956, p. 86) y en el asunto de Determinados Gastos (I.C.J. Reports 1962, p. 155) sugiere que esta facultad discrecional no se ejercerá a menos que existan “razones imperiosas” para hacerlo. En este caso, las razones no son suficientemente convincentes.
Sudáfrica se apoya en gran medida en el asunto Eastern Carelia (1923, P.C.I.J., Serie B, nº 5). Parece innecesario cargar esta declaración con un análisis, tan discutido por los comentaristas, sobre si el asunto de los Tratados de Paz ha debilitado la autoridad persuasiva del asunto Carelia Oriental y la relación doctrinal de cada uno de ellos con el asunto Mosul FN1. Se puede sugerir que el punto de distinción más sencillo entre el caso Carelia Oriental y el presente caso reside en el hecho de que emitir la opinión en el primero habría constituido una forma encubierta de jurisdicción obligatoria sobre un no miembro de la Sociedad de Naciones, aparte de las dificultades prácticas que se encontrarían al intentar tratar hechos controvertidos en ausencia de una de las partes. En el presente caso, aunque Sudáfrica registró objeciones, fue sin embargo una defensora enérgica y ofreció a la Corte una cooperación óptima[p 157].
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FN1 Para un análisis del caso Status of Eastern Carelia se remite a las exhaustivas declaraciones del Sr. Cohen (EE.UU.) y del entonces Sr. Fitzmaurice (Reino Unido) en los argumentos del caso Peace Treaties (I.C.J. Pleadings, pp. 272-276, 303-312).
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Volviendo a las cuestiones de fondo, intentaré situar mi apoyo a la cláusula operativa 1 en una perspectiva amplia.
Es sabido que los intentos de recapturar el sentido y significado jurídicos de las expectativas suscitadas por acontecimientos y declaraciones realizados en el pasado plantean dificultades peculiares de interpretación y construcción. Las dificultades se agravan cuando las obligaciones asumidas originalmente se ven alteradas por acontecimientos inesperados, como en este caso la Segunda Guerra Mundial, la disolución de la Liga y el nacimiento de las Naciones Unidas.
Aunque las grandes generalizaciones no sustituyen a un razonamiento analítico minucioso, me atrevo a decir que siempre que un compromiso a largo plazo, sea cual sea su naturaleza, se interrumpe de este modo, al intentar una interpretación y construcción razonables de su significado y de las obligaciones que impone, el énfasis se desplaza de un análisis textual a otro que hace hincapié en el objeto y la finalidad del compromiso a la luz del contexto total en el que se situaba FN1. Esta generalización puede apoyarse ampliamente recurriendo a “los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”, tal como se revelan en la aplicación de las doctrinas de la imposibilidad y la frustración a los compromisos a largo plazo.
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FN1 Mi lectura del expediente me inclina a estar de acuerdo con la siguiente declaración del Juez Lauterpacht en el caso de los Peticionarios, cuando al tratar el Dictamen de 1950, declaró:
“A primera vista, el dictamen, en la medida en que sostenía que las Naciones Unidas debían sustituir a la Sociedad de Naciones como órgano supervisor, significaba un cambio con respecto a la letra del Pacto. En realidad, el Dictamen no hizo más que dar efecto a la finalidad principal de los instrumentos jurídicos que tenía ante sí. Esa es la verdadera función de la interpretación”. (C.I.J. Recueil 1956, p. 56.)
Esto debe leerse a la luz de la naturaleza de los instrumentos en cuestión y del contexto total. Véase ibíd., pp. 44,48
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La caracterización jurídica exacta del instrumento de mandato desafía un análisis fácil, como revela abundantemente la jurisprudencia de este Tribunal. Como mínimo, presentaba un doble aspecto. Por un lado, “tenía el carácter de un tratado o convenio” (I.C.J. Reports 1962, p. 330) y, como tal, podía conllevar la posibilidad de terminación por incumplimiento material, como afirma el dictamen y argumentan los abogados de varios Estados.
Por otra parte, también tenía un aspecto de estatuto, es decir, era “un tipo especial de instrumento de naturaleza compuesta que instituía un nuevo régimen internacional” (ibíd., p. 331).
Evidentemente, no se asemeja a un engaño de tipo de servicio personal en el que la existencia continuada de una de las partes puede ser esencial para la ejecución continuada FN1.
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FN1Véase, en particular, el análisis del Juez Jessup en su opinión disidente de 1966 (I.C.J. Reports 1966, p. 353 y ss.). Aunque sólo lo hizo de forma incidental, Sudáfrica proyectó la imagen de un contrato personal de servicios y su intransferibilidad en su declaración escrita, Vol. II, p. 155.
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Incluso si se mira a través del prisma restringido de un compromiso a largo plazo en el ámbito nacional, como un contrato de arrendamiento o un fideicomiso (a los que se aludió en el procedimiento), no se llegaría necesariamente a la conclusión de que la ocurrencia de un acontecimiento inesperado, como una guerra o un cambio en la gestión institucional, implicaría el colapso de las obligaciones básicas comprendidas en el compromiso. La cuestión sería si el compromiso se dio por terminado o podía continuar sin imponer una carga indebida a las partes a la luz no sólo de los términos del compromiso sino, lo que es más importante, de su objeto y finalidad. Visto desde una perspectiva amplia, la Opinión Consultiva de 1950 decidió que no se impondría ninguna carga indebida a Sudáfrica por someterse a la autoridad supervisora de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Esta conclusión se ve reforzada por las analogías (que siempre deben permitirse con cautela) extraídas de los principios de derecho generalmente reconocidos en los ámbitos nacionales que rigen las “cesiones” frente a los principios análogos a una novación que Sudáfrica, en efecto, considera operativa. Cuando se produce la liquidación de una empresa y se intenta transferir sus derechos y obligaciones a un cesionario, la cuestión fundamental no se centra en el consentimiento del deudor (como en una novación), sino en la determinación del impacto de la transferencia sobre las obligaciones del deudor. La Opinión Consultiva de 1950, para repetir, sostuvo, en efecto, que esta transferencia no impondría ninguna carga indebida a Sudáfrica. Son muchos los casos que apoyan la opinión de que éste es el enfoque adecuado de la investigaciónFN2. A nivel jurisprudencial, esto preserva los intereses sociales en la integridad y durabilidad de los compromisos a largo plazo, al tiempo que protege los intereses del deudor.
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FN2 Los principales casos en Inglaterra son: The British Waggon Co., etc. v. Lea and Co., 5 Q.B.D. 149 (1880) y Tollhurst v associated Portland Cement Co. (1903) A.C. (H.L.) 414. En ambos casos, el deudor alegó que la cesión ponía fin al contrato. En todos los casos se rechazó la alegación porque no se imponía ninguna carga indebida. En Estados Unidos se ha llegado a resultados similares. Véase Meyer v. Washington Times Co. 76 F (2d) 988 (1935). La cuestión es que el “consentimiento” no es el punto central.
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De hecho, si el Mandato hubiera caducado, como sostenía Sudáfrica en 1950 y sigue manteniendo, es difícil creer que una alternativa legal hubiera sido la facultad de anexionarse. Como declaró el Tribunal en un pasaje muy citado de la Opinión de 1950, en la página 133, y repetido con aprobación en la Sentencia de 1962, en la página 333
“La autoridad que el Gobierno de la Unión ejerce sobre el [p 159]Territorio se basa en el Mandato. Si el Mandato caducara, como sostiene el Gobierno de la Unión, la autoridad de este último también habría caducado. Retener los derechos derivados del Mandato y negar las obligaciones derivadas del mismo no podría justificarse”.
Sin embargo, en el presente procedimiento Sudáfrica alegó que: “… el Gobierno sudafricano opina que ninguna disposición legal le impide anexionarse el África Sudoccidental” (C.R. 71/21, p. 59).
En 1950, el Tribunal no sólo dijo que someterse a la Asamblea General de las Naciones Unidas no imponía una carga mayor a Sudáfrica, sino que le ofreció una alternativa más suave que la que ella proponía y muy matizada a su favor.
Me refiero a la conclusión (a pesar de seis disidencias, incluida la opinión lógicamente persuasiva del Juez De Visscher) de que “la Carta no impone a la Unión la obligación de someter a Sudáfrica al Sistema de Administración Fiduciaria”. Además, el Tribunal declaró que no podía deducir de las diversas consideraciones generales ninguna obligación jurídica para los Estados obligatorios de negociar tales acuerdos. (I.C.J. Reports 1950, p. 140.)
Anteriormente había indicado que:
“El grado de supervisión que debe ejercer la Asamblea General no debe. . exceder el que se aplicaba bajo el Sistema de Mandatos, y debería ajustarse en la medida de lo posible al procedimiento seguido a este respecto por el Consejo de la Sociedad de Naciones”. (Ibid., p. 138.)
El dilema que esto planteaba quizá no se ventiló lo suficiente en el presente procedimiento.
El dilema se centra en el proceso de negociación consiguiente a la disolución de la Sociedad de Naciones. Aunque Sudáfrica no tenía la obligación de someterse al sistema de administración fiduciaria ni de negociar un acuerdo de administración fiduciaria específico, como Miembro de las Naciones Unidas, sin duda tenía la obligación de negociar de buena fe e incluso razonablemente con las Naciones Unidas una alternativa viable, ya fuera dentro del sistema de administración fiduciaria o fuera de él. La fuente de este deber se derivaba de sus obligaciones combinadas en virtud del Pacto, el Mandato y la Carta de las Naciones Unidas a la luz del objeto y fin del Mandato y los requisitos del párrafo 2 del Artículo 2 de la Carta. [p 160]
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FN1 El juez Klaestad, en su voto particular en el asunto del procedimiento de votación (I.C.J. Reports 1955, pág. 88), declaró que, como Miembro de las Naciones Unidas, Sudáfrica “tiene el deber de considerar de buena fe” una recomendación de la Asamblea General, pero concluyó que, por grave que pueda ser, no entraña una “verdadera obligación jurídica”. No puedo estar de acuerdo con esta conclusión. El uso de la discrecionalidad y la libertad para negociar que puede conferir el sistema no implica el derecho a ejercer una actitud de libertad de acción desinhibida que equivaldría a operar al margen del sistema. (Véase I.C.J. Reports 1955, p. 120.) Seguramente la implicación de los casos de la Plataforma Continental del Mar del Norte era que los tres Gobiernos tenían la obligación legal de negociar de buena fe siguiendo las líneas indicadas en la Sentencia. (I.C.J. Reports 1969, p. 47.)
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Es evidente que ningún proceso de negociación puede tener éxito si las partes están en desacuerdo en cuanto a la base fundamental sobre la que descansa el proceso. Las actas revelan que la base elegida por la Asamblea General y sus diversas Comisiones fue que había sido suficientemente dotada de autoridad supervisora. Esta conclusión se vio reforzada por la amplia jurisprudencia doctrinal de este Tribunal, no sólo en virtud del Dictamen de 1950, sino también por las implicaciones derivadas de los de 1955 y 1956 y de la Sentencia de 1962 FN1. En resumen, su postura negociadora no sólo se basaba en una evaluación de buena fe de su autoridad supervisora, sino que también era razonable.
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FN1 Vale la pena recordar que la Sentencia de 1962 representa la última declaración doctrinal autorizada del doble punto de que la obligación de someterse a la supervisión internacional sobrevivió a la disolución de la Liga y que “. . . excluir las obligaciones relacionadas con el Mandato sería excluir la esencia misma del Mandato”. (I.C.J. Reports 1962, pp. 333, 334.)
Me adhiero totalmente a la interpretación dada a la Sentencia de 1966 por el Juez Jessup cuando dijo, en su opinión disidente cuidadosamente razonada y fortificada por un análisis exhaustivo de datos históricos, que:
“En el curso de tres Opiniones Consultivas emitidas en 1950, 1955 y 1956, y en su Sentencia de 21 de diciembre de 1962, el Tribunal nunca se desvió de su conclusión de que el Mandato sobrevivió a la disolución de la Sociedad de Naciones y que el África Sudoccidental sigue siendo un territorio sujeto al Mandato.” (I.C.J. Reports 1966, p. 327.)
Y más adelante, al discutir la implicación de la Sentencia en 1966:
“Además, el Tribunal no ha decidido … que las antiguas obligaciones del Mandato de informar, rendir cuentas y someterse a supervisión hayan caducado al disolverse la Sociedad de Naciones”. (Ibid., p. 331.)
Tampoco veo que identificar la supervisión internacional con la supervisión por parte de las Naciones Unidas suponga un non sequitur lógico a la luz de las expectativas razonablemente despertadas tras la disolución de la Sociedad y de las alternativas disponibles. Los problemas lógicos, incluidos los supuestos empíricos latentes en la elección de las premisas, están fuera del alcance de esta opinión.
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Aunque la actitud de Sudáfrica parecía estar de acuerdo con la legitimidad de esta suposición en el periodo 1946-1947, su actitud cambió a partir de entonces.
Partiendo de la premisa de que las opiniones consultivas de este Tribunal no son vinculantes (lo cual es cierto) y de que la Sentencia de 1962 sólo se refería a una cuestión preliminar (lo cual también es cierto), pareció tomar como premisa de partida para negociar que la Asamblea General no tenía poder de supervisión alguno. Evidentemente, las negociaciones basadas en esas premisas contradictorias se califican, en el mejor de los casos, como un espectáculo vacío que lleva mucho tiempo y, en el peor, como un mero diálogo de sordos. [p 161]
En mi opinión, Sudáfrica, a la luz de sus obligaciones en virtud del Pacto, el Mandato y la Carta (tal como se analizan en el Dictamen) no tenía derecho legal a asumir esa postura negociadora, como tampoco, repito, tenía derecho legal a afirmar que “… el Gobierno sudafricano opina que ninguna disposición legal le impide anexionarse África Sudoccidental” (C.R. 71/21, pág. 59).
Afirmar que las opiniones consultivas de este Tribunal no son técnicamente vinculantes es una cosa. Afirmar que no tienen ninguna relación con el estatuto jurídico del Mandato y el poder de supervisión de la Asamblea General es otra cosa muy distinta.
Un análisis de los muchos esfuerzos abortados para inducir a Sudáfrica a negociar bajo la égida de las Naciones Unidas, incluyendo incluso alternativas a someterse al sistema de administración fiduciaria, se indican brevemente en la Opinión y no necesitan ser ensayados en esta declaración. Baste con sugerir que, sin impugnar la buena fe de Sudáfrica, su reiterada insistencia en negociar desde una posición que negaba la base razonable en la que se apoyaba la postura negociadora de la Asamblea General añadió peso a la determinación de la Asamblea General de que Sudáfrica había, de hecho, desautorizado el Mandato, y más aún teniendo en cuenta que la supervisión y la presentación de informes eran características reconocidamente esenciales de todo el sistema.
De hecho, los insistentes y reiterados esfuerzos de las Naciones Unidas por negociar con Sudáfrica representaban algo más que la expresión de la acción política de la Asamblea General. Representaba un sentido de continuidad en el concepto que la comunidad internacional tenía de las obligaciones de Sudáfrica y de las responsabilidades que incumbían a las Naciones Unidas. Sin duda, consideraciones de este tipo llevaron a Lord Caradon (Reino Unido), en un discurso de especial significación y en términos cuidadosamente medidos, a declarar:
“Durante más de quince años hemos esperado a que el Gobierno sudafricano cumpliera sus claras obligaciones. No lo ha hecho. Ha negado esta obligación como ha negado la existencia de todas las demás obligaciones que le incumben en virtud del Mandato. Se ha opuesto al requisito esencial de la responsabilidad internacional.
¿Qué debemos hacer ante esta negativa? Los repetidos intentos de la Asamblea General para persuadir a Sudáfrica de que adopte una política de cooperación han sido infructuosos. Y el Gobierno sudafricano no sólo se ha negado a someterse a la supervisión de las Naciones Unidas, sino que sigue negando, a pesar de los reiterados pronunciamientos de la Corte Internacional, que el Mandato siga en vigor.
¿Qué conclusiones debemos extraer de esta historia de intransigencia sudafricana? De palabra y de obra, el Gobierno sudafricano ha demostrado claramente su determinación inquebrantable de negar y repudiar las obligaciones esenciales que le incumben en virtud del [p 162] Mandato. Al repudiar esas obligaciones, tan claramente afirmadas por la Corte Internacional, ha perdido de hecho su derecho a administrar el Mandato FN1″.
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FN1Asamblea General de las Naciones Unidas, 1448ª sesión plenaria, 19 de octubre de 1966, punto 65 del orden del día, pp. 4, 5. Cabe añadir que las declaraciones anteriores sólo apoyan la noción de incumplimiento. Lord Caradon cuestionó la sensatez y ciertos aspectos jurídicos de la entonces propuesta terminación del Mandato. Se recordará que la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General fue aprobada por 114 votos a favor, 2 en contra y 3 abstenciones. Botsuana y Lesoto estuvieron ausentes. Portugal y Sudáfrica disintieron y el Reino Unido, Francia y Malawi se abstuvieron.
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El hecho de que esta cuestión específica de la negociación no se analizara en profundidad no es, sin embargo, suficiente en mi opinión para debilitar la conclusión alcanzada en la cláusula operativa 1, ya que los hechos no son básicamente controvertidos FN2.
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FN2 Hay algo casi profético en el pronunciamiento realizado por el Juez Lauterpacht 11 años antes de que se adoptara la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General. En un pasaje muy citado de su voto particular en el caso del Procedimiento de Votación, sugirió, al tratar del poder discrecional ejercido bajo el sistema de administración fiduciaria y los territorios asimilados:
“Así pues, un Estado Administrador que se sitúe sistemáticamente por encima del juicio solemne y repetidamente expresado de la Organización, en particular en la medida en que ese juicio se aproxime a la unanimidad, puede encontrarse con que ha sobrepasado la línea imperceptible entre la incorrección y la ilegalidad, entre la discrecionalidad y la arbitrariedad, entre el ejercicio del derecho legal a hacer caso omiso de la recomendación y el abuso de ese derecho, y que se ha expuesto a las consecuencias que legítimamente se derivan de una sanción legal.” (I.C.J. Reports 1955, p. 120.)
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Las razones que apoyan la conclusión alcanzada en la cláusula dispositiva 1 pueden, en mi opinión, fortificarse con datos de carácter histórico, jurídico y lógico adicionales a los suministrados en el Dictamen. Los registros que trazan la historia del sistema de mandatos son exhaustivos y han sido objeto de un elaborado análisis en las tres Opiniones Consultivas anteriores y las dos Sentencias dictadas a lo largo de la larga historia de la controversia sobre la administración sudafricana del Mandato. Mucho depende de la forma en que se vean estos registros y acontecimientos. Mi propia lectura me lleva a creer que la facultad legal de “revocar” el Mandato por un incumplimiento material era inherente al sistema; que la regla de la unanimidad en el Consejo de la Liga no era absoluta; que no se puede atribuir ningún significado al rechazo de la llamada propuesta china y que no está justificada una interpretación restrictiva del artículo 80 de la Carta de las Naciones Unidas. Estas cuestiones se tratan en el Dictamen y sería tedioso extenderse en ellasFN3.
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FN3 En la publicación de la Sociedad de Naciones The Mandates System; Origin, Principles, Application, citada in extenso en I.C.J. Pleadings, Admissibility of Hearings of Petitioners, págs. 28-35, se revelan pruebas de que la función supervisora de la Comisión de Mandatos pretendía ser una “supervisión efectiva y genuina, no puramente teórica o formal”.
Evidentemente, nadie preveía en 1920 que un mandatario cometiera un incumplimiento material y habría sido inusual prever específicamente la “revocación” a la luz de esa contingencia no prevista. De hecho, este es el caso de la mayoría de los compromisos a largo plazo. Sin embargo, existe apoyo para la proposición de que el derecho de revocación se consideraba inherente, en opinión de la Comisión de Mandatos y de destacados juristas (I.C.J. Pleadings, International Status of South- West Africa, 1950, p. 230). A las autoridades en apoyo de esta proposición, reunidas por el representante de los Estados Unidos, que incluían las opiniones del autorizado Instituto de Derecho Internacional y su ponente, el Profesor Rolin (declaración escrita de los Estados Unidos, Parte II, Sección V), puede añadirse la gran autoridad de Bonfils-Fauchille, Traité de droit international public, I (1925), que, tras un minucioso examen, afirma en la pág. 887
“. . . un mandat international est susceptible d’être révoqué lorsque le mandataire se rend coupable d’un manquement grave à ses obligations, et c’est le Conseil qui. . adoptará una decisión al respecto”.
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***[p 163]
La conclusión de que la Asamblea General, en su resolución 2145 (XXI), puso fin válidamente al Mandato puede apoyarse en dos enfoques distintos y, puesto que se basan en diferentes procesos de razonamiento, indicaré brevemente el alcance de cada uno de ellos.
El primer enfoque afirma que, admitiendo que los poderes ejercidos por la Asamblea General son grosso modo de carácter meramente recomendatorio, es evidente sin embargo que en ciertos ámbitos limitados tiene poder de decisión. Como se afirmó en el asunto Certain Expenses
“Así pues, si bien es el Consejo de Seguridad el que, exclusivamente, puede ordenar una acción coercitiva, las funciones y poderes conferidos por la Carta a la Asamblea General no se limitan a la discusión, el examen, la iniciación de estudios y la formulación de recomendaciones; no son meramente exhortatorios”. (C.I.J. Recueil 1962, p. 163.)
La terminación del Mandato se sitúa en uno de esos ámbitos limitados. Es un ámbito sui generis. Y el ejercicio de la competencia no implicó ninguna invasión de la soberanía nacional, puesto que se centró en un territorio y un régimen con estatuto internacional. El poder fue conferido a la Asamblea General aliunde la Carta a través de la situación única planteada por el Mandato junto con la autoridad otorgada en virtud del artículo 80 de la Carta, que constituyó un puente entre la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas en lo que a mandatos se refiere.
Existen precedentes del ejercicio de tal poder, como atestiguan las decisiones adoptadas en virtud del Anexo XI del Tratado de Paz con Italia y la acción de la Asamblea General con respecto al Mandato de Palestina, y podrían citarse otros ejemplos[p 164].
Esta conclusión tampoco es necesariamente incompatible con las implicaciones del asunto Voting Procedure (T.C.J. Reports 1955, p. 67). Ese Dictamen se refería a los procedimientos de votación que debían emplearse en el supuesto curso normal de la supervisión. El Tribunal declaró que “la Asamblea General, al adoptar un método para tomar decisiones con respecto a los informes anuales y las peticiones relativas a África Sudoccidental, debería basarse exclusivamente en la Carta” (ibid., p. 76). En 1955, el Tribunal no se ocupó de la cuestión última del incumplimiento material, que queda fuera del curso normal de la ejecución y que, por definición, es una denegación del ejercicio permitido de un poder discrecional por parte del Estado obligatorio.
Al votar que Sudáfrica había desautorizado de hecho el Mandato, la Asamblea General estaba, repito, ejerciendo un poder heredado del Consejo y lo hizo estrictamente dentro de sus propias normas de procedimiento autorizadas por la Carta. Y, como se ha indicado anteriormente, no se limitó a su poder de recomendación en virtud del artículo 10, ya que se refería a una cuestión de incumplimiento material que quedaba fuera del ámbito normal de actuación.
Según este enfoque, se hace más hincapié en los poderes especiales otorgados en virtud del Mandato que en los poderes generales de la Carta, incluidos especialmente los poderes del Consejo de Seguridad en virtud de los artículos 24 y 25.
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El enfoque alternativo hace hincapié en las obligaciones contraídas en virtud de la Carta. Aunque afirma que la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General era “vinculante” en el sentido de que registraba la voluntad colectiva de todos los que votaron a favor de la resolución para poner fin al Mandato, insiste en que los poderes de la Asamblea General respecto a los Estados que no consienten entran en la categoría de recomendaciones. Actuando bajo su autoridad supervisora y de acuerdo con sus procedimientos de votación, podría poner fin al Mandato, pero no podría generar una obligación para Sudáfrica de retirarse o comprometer la responsabilidad de los Estados miembros de cooperar para efectuar una retirada.
Por este motivo recurrió al Consejo de Seguridad. Aunque la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, al igual que sus antecesoras 264 (1969) y 269 (1969), refrendó la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, no la “validó”, puesto que ya era válida. Sirvió para convertir una recomendación en una decisión vinculante y operativa frente a los Estados no consentidores.
El razonamiento del Tribunal se basa principalmente en la teoría esbozada anteriormente. Yo me inclinaba por el primer enfoque, pero según cualquiera de ellos el Mandato había concluido válidamente para justificar la conclusión alcanzada en [p 165] la cláusula dispositiva 1. A la luz del objeto, la finalidad y la historia del sistema de mandatos y de los problemas singulares que planteaba, la conclusión está, en mi opinión, bien fundada.
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Volviendo a la cláusula dispositiva 2,1 me limitaré a algunos comentarios principalmente de naturaleza cautelar.
La cláusula operativa 2 del Dictamen se basa en los pronunciamientos de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad, reforzados por las disposiciones del artículo 25 de la Carta. En parte, también es un reflejo de los principios generales del derecho internacional derivados de las obligaciones de los Estados de denegar el reconocimiento oficial a un gobierno que controle ilegalmente un territorio.
La resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, junto con las posteriores resoluciones del Consejo de Seguridad, que culminaron en la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, junto con el Dictamen de este Tribunal, han resuelto la cuestión de la “legalidad”.
Las “consecuencias jurídicas” que se derivan de esa determinación no deben confundirse con las medidas de ejecución específicas en virtud del Artículo 41 de la Carta. El Consejo de Seguridad no sólo no invocó las disposiciones del Capítulo VII de la Carta, sino que evitó hacerlo.
Es bien sabido que la naturaleza y el alcance exactos de las obligaciones contraídas por los Miembros de las Naciones Unidas en virtud del Artículo 25 de la Carta nunca han sido determinados por el Consejo de Seguridad (Repertorio de la práctica seguida en las Naciones Unidas, 1955, págs. 37-51; 1958, págs. 257-265; 1964, págs. 295-304).
El párrafo 113 del dictamen anuncia que, en opinión del Tribunal, el artículo 25 no se limita a “las decisiones relativas a medidas coercitivas”, sino que se aplica a “las decisiones del Consejo de Seguridad” adoptadas de conformidad con la Carta. El párrafo 114 advierte de que la cuestión del ejercicio de la facultad prevista en el artículo 25 debe determinarse en cada caso concreto por “los términos de la resolución que debe interpretarse, los debates que condujeron a ella, las disposiciones de la Carta invocadas y, en general, todas las circunstancias que puedan ayudar a determinar las consecuencias jurídicas de la resolución del Consejo de Seguridad”.
Cabe observar que la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad no está orientada a la acción. Habla principalmente de un deber negativo de moderación, no de un deber positivo de acción. Así, el párrafo 5 de la parte dispositiva insta a todos los Estados a “abstenerse de cualquier trato con el Gobierno de Sudáfrica que sea incompatible con el párrafo 2 de la parte dispositiva” (énfasis añadido). Este [p 166] párrafo declara que “la presencia continuada de las autoridades sudafricanas en Namibia es ilegal”.
La opinión del Tribunal en la cláusula operativa 2, como se ha sugerido anteriormente, parece basarse al menos en gran parte en los principios de no reconocimiento según el derecho internacional y, por lo tanto, está en armonía con la resolución 276 del Consejo de Seguridad. Pero es necesaria una advertencia importante para evitar cualquier malentendido.
Me refiero al hecho de que las referencias de la cláusula operativa 2 a “cualesquiera actos” y “cualesquiera tratos” deben entenderse sujetas a la frase calificativa de importancia crítica “que impliquen el reconocimiento de la legalidad” de la presencia de Sudáfrica en Namibia (énfasis añadido). Esto anuncia, repito, la doctrina del no reconocimiento.
Es importante entender que esta doctrina no es tan rígida como para excluir todos los tratos intergubernamentales en todas las circunstancias. Incluso cuando se aplica a gobiernos y Estados no reconocidos, en los que se concede el control administrativo del gobierno sobre el territorio, la doctrina permite flexibilidad en la aplicación a niveles gubernamentales que no impliquen el reconocimiento de la legitimidad.
En circunstancias particulares, una medida limitada de relación es esencial, como revela abundantemente el derecho internacional consuetudinario, derivado de la práctica de los Estados. (Hackworth, Digest of International Law, Vol. I, pp. 327-364 (1940); Whiteman, Digest of International Law, Vol. 2, pp. 524-604 (1963); Oppenheim, International Law, pp. 146-148 (8ª ed., 1955). Como ha afirmado Lauterpacht
“… en circunstancias normales no hay nada en la actitud de no reconocimiento que constituya necesariamente un obstáculo en el camino de una medida de relación mientras el Estado contra el que se dirige no insista en el reconocimiento pleno y formal de los resultados del acto ilícito” (Recognition in International Law (1947), pág. 432 (énfasis añadido)).
Si esta limitación se aplica en el contexto de gobiernos y Estados no reconocidos, sin duda se aplica aún más a una situación compleja en la que se exige a un gobierno como el de Sudáfrica que se retire de un territorio sobre el que ha ejercido el control administrativo durante mucho tiempo. Es evidente que se plantean consideraciones de carácter práctico y humanitario, dada la interdependencia económica de las dos zonas y la imbricación de sus estructuras administrativas.
Se pueden sugerir fácilmente ejemplos para apoyar este punto de vista. Así, si una hambruna o una epidemia de cólera estallara en Namibia antes del ejercicio efectivo del control por parte de las Naciones Unidas, podría ser necesaria una medida de cooperación intergubernamental entre Sudáfrica y otros Estados.
[P 167]. Del mismo modo, si un avión oficial se quedara en tierra (como ocurrió en Albania cuando no fue reconocido por los Estados Unidos) se necesitarían tratos directos entre los funcionarios gubernamentales de ambos Estados. Ninguna implicación de reconocimiento se deriva de tal trato (Whiteman, Digest of International Law, p. 530 (1963)). No es necesario añadir ejemplos que abarcan un amplio espectro de relaciones.
Se observará que la declaración de que los Estados Miembros de las Naciones Unidas tienen la obligación de reconocer la ilegalidad de la presencia de Sudáfrica en Namibia y “la invalidez de sus actos en nombre de Namibia o en relación con Namibia” es una formulación menos amplia que el lenguaje específico de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad, que habla de todos los actos.
Esto es coherente con el razonamiento del Tribunal en los párrafos 122 y 125.
Pero, en mi opinión, la cuestión no se detiene ahí. Las consecuencias jurídicas que se derivan de la determinación de la ocupación ilegal de Namibia no implican necesariamente la aplicación automática de una doctrina de nulidad.
Como ha indicado Lauterpacht, la máxima ex injuria jus non oritur no es tan severa como para negar que cualquier fuente de derecho pueda acumularse a terceros que actúen de buena fe FN1. Si no fuera así, el interés general en la seguridad de las transacciones se vería demasiado invadido y la causa de minimizar las dificultades y fricciones innecesarias se vería obstaculizada en lugar de favorecida.
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FN1 Lauterpacht, Recognition in International Law (1947), p. 420.
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De hecho, esto fue admitido por el representante del Secretario General cuando, en respuesta a una pregunta formulada por un juez, declaró que el Secretario General “no había considerado que estuviera enunciando una doctrina de ‘nulidad absoluta’ ” (C.R. 71/18, p. 20).
Una especificación detallada de los actos concretos que pueden o no ser compatibles con la presencia ilegal de Sudáfrica en Namibia no puede determinarse de antemano, ya que dependen de numerosos factores, incluidos no sólo los intereses de las partes contratantes que actuaron de buena fe, sino también el bienestar inmediato y futuro de los habitantes de Namibia.
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Concluiré con otra observación. Es cierto, por supuesto, que antes de la terminación del Mandato por la Asamblea General nunca se había determinado judicialmente que esto fuera legalmente permisible. Además, es exacto decir que la Asamblea General, en el ejercicio de sus facultades de supervisión, no analizó con calma y racionalidad el alcance de esas facultades en virtud de la concesión de autoridad otorgada por la fórmula de San Francisco (una cuestión planteada por el profesor Katz en su libro, característicamente reflexivo, sobre la Relevancia de la Adjudicación Internacional (1968), págs. 69-123). La cuestión es problemática, pero no concluyente.
El Derecho y lo que está legalmente permitido pueden estar determinados por lo que decida un tribunal, pero no son sólo lo que decida un tribunal. El derecho “continúa” todos los días sin adjudicación de ningún tipo. En respuesta a una pregunta formulada por un juez en el procedimiento oral (C.R. 71/19, p. 23), el abogado de los Estados Unidos, en una respuesta escrita recibida en la Secretaría el 18 de marzo de 1971, declaró:
“El hecho de que en el sistema jurídico internacional, por oposición al municipal, la otra parte no pueda tener la seguridad de llevar un caso de violación material ante un tribunal internacional, excepto cuando ambas partes han aceptado la jurisdicción obligatoria de un tribunal internacional, es un problema relacionado con la eficacia del derecho y las instituciones internacionales en general y no especialmente con el problema de la doctrina de la violación material.”
Forma parte de la debilidad del ordenamiento jurídico internacional que la jurisdicción obligatoria para decidir cuestiones jurídicas no forme parte del sistema. Decir esto no quiere decir que las decisiones tomadas por los Estados de conformidad con su comprensión de buena fe de lo que el derecho internacional exige o permite estén fuera de un marco jurídico de referencia, incluso si otro Estado se opone y a pesar de la ausencia de adjudicación.
La resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General fue una decisión política con implicaciones prácticas de gran alcance. Pero no fue un ejercicio arbitrario del poder político fuera de un marco jurídico de referencia. Su dotación de poder de supervisión sobre el Mandato había sido confirmada por la jurisprudencia de este Tribunal y el alcance de ese poder, como se indica en el Dictamen, incluía el poder de poner fin en última instancia por incumplimiento material.
Las cuestiones jurídicas implicadas en este procedimiento no eran sencillas ni fáciles de resolver. De hecho, sólo se resolvieron tras audiencias y deliberaciones que se prolongaron durante muchos meses. Hay que añadir que la gran erudición y la consumada habilidad con que los representantes de Sudáfrica abordaron las cuestiones se inscribían en la más alta tradición de la profesión jurídica.
Cabe esperar que Sudáfrica, como gran nación, respete el pronunciamiento judicial de este Tribunal y la opinión casi unánime de las Naciones Unidas de que su administración de [p169] Namibia debe llegar a su fin. Cabe esperar, asimismo, que en la delicada y difícil época que se avecina, especialmente en el período de transición, un espíritu de buena voluntad mutua pueda, con el tiempo, desplazar a otro basado en la incomprensión mutua.
(Firmado) Hardy C. Dillard.
[p 170]
Voto particular del juez de Castro
[Traducción]
Aunque coincido plenamente con la parte dispositiva de la Opinión Consultiva y con los razonamientos en que se basa, me atrevo a hacer uso de la facultad que me confiere el artículo 57 del Estatuto para exponer con mayor detalle las razones jurídicas que han decidido mi voto.
I. Cuestión Preliminar : la Competencia del Tribunal
A. ¿Se refiere la solicitud de dictamen a una cuestión jurídica?
El artículo 65 del Estatuto establece que “la Corte podrá emitir una opinión consultiva sobre cualquier cuestión jurídica…”. Por consiguiente, la Corte no puede emitir un dictamen sobre una cuestión no jurídica, y debe negarse a emitirlo sobre una cuestión puramente política.
Por otra parte, el Tribunal no puede negarse arbitrariamente a emitir una opinión; sólo puede hacerlo si “las circunstancias del caso son de tal naturaleza que deberían llevarle a negarse a responder a la Solicitud” (I.C.J. Reports 1950, p. 72). Debe tenerse en cuenta que cuando se solicita a la Corte que emita una opinión “la respuesta de la Corte, que es en sí misma un ‘órgano de las Naciones Unidas’, representa su participación en las actividades de la Organización y, en principio, no debe ser denegada” (ibid., p. 71).
La negativa a emitir un dictamen sólo es admisible si la cuestión planteada a la Corte es esencialmente política o no jurídica, pues parece que el factor determinante es el positivo de la “juridicidad”, y no el negativo de la motivación política. Sería difícil que las solicitudes procedentes de la Asamblea General o del Consejo de Seguridad, habida cuenta de la naturaleza de esos órganos de las Naciones Unidas, no se refirieran a cuestiones políticas: eso está “en la naturaleza de las cosas” (I.C.J. Reports 1962, p. 155).
La presente solicitud de Opinión Consultiva (Resolución 284 del Consejo de Seguridad, de 29 de julio de 1970) plantea al Tribunal la cuestión de las consecuencias jurídicas que tiene para los Estados el mantenimiento de la presencia de Sudáfrica en Namibia a pesar de la Resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad. El Tribunal se enfrenta así a una cuestión de naturaleza puramente jurídica y no tiene que tener en cuenta las posibles motivaciones políticas subyacentes (Recueil 1947-1948, p. 61). Es cierto que la cuestión planteada se refiere [p 171] a un asunto concreto, pero no hay que olvidar que la Asamblea General y el Consejo de Seguridad pueden solicitar un dictamen “sobre cualquier cuestión jurídica”, incluyendo por tanto asuntos que afecten a los intereses de Estados particulares o a determinadas situaciones concretas. (Así ocurrió no sólo en el caso de los tres Dictámenes relativos al África Sudoccidental, sino también en el de los Dictámenes relativos a la Interpretación de los Tratados de Paz, al Efecto de las Indemnizaciones Otorgadas por el Tribunal Administrativo de las Naciones Unidas, a la Constitución del Comité de Seguridad Marítima de la Organización Consultiva Marítima Intergubernamental, e incluso en el relativo a las Reservas a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio).
El hecho de que el objeto de la cuestión sean las consecuencias jurídicas para los Estados no priva a la petición de su naturaleza jurídica ni la hace menos asunto de las Naciones Unidas. Se refiere a la conducta que cabe esperar de los Estados en derecho, o que el Consejo de Seguridad puede exigir en caso necesario.
B. ¿Se refiere la cuestión a una controversia entre Estados?
(a) La competencia del Tribunal
1. Se ha negado la competencia de la Corte debido a la supuesta existencia de una controversia entre Estados, y se ha afirmado que existe una cuestión preliminar.
A este respecto, tal vez convenga recordar algunas nociones elementales.
El Tribunal de Justicia se enfrenta aquí a dos problemas -uno preliminar sobre su competencia y otro, in limine, sobre el procedimiento a seguir- que tienen un punto en común: la existencia o no de una controversia o cuestión jurídica pendiente entre Estados. Ninguno de los dos se plantea si no hay controversia o cuestión pendiente.
2. En su Opinión Consultiva sobre el Estatuto de Carelia Oriental (P.C.I.J., Serie B, nº 5, p. 29) la Corte Permanente de Justicia Internacional se declaró incompetente, ya que la cuestión que se le planteaba se refería a una controversia entre Estados, siendo ésta propiamente materia de procedimiento contencioso.
Esta decisión se explica por las circunstancias del caso, que son bien conocidas.
El Tribunal se enfrentaba a una dificultad insuperable. Para pronunciarse necesitaba conocer la verdad sobre los hechos controvertidos, lo que no era posible en ausencia de una de las partes.
Otra dificultad, de carácter general, radicaba en las normas de procedimiento vigentes en aquel momento. En la fecha de la Opinión Consultiva (23 de julio de 1923), el Reglamento del Tribunal no ofrecía a los Estados garantías suficientes en caso de solicitud de una opinión consultiva sobre un litigio existente entre dos o más Estados. Hubo que esperar a que en 1927 se añadiera un párrafo al entonces artículo 71 del Reglamento para que se permitiera el nombramiento de jueces [p 172] ad hoc cuando se hubiera solicitado una Opinión Consultiva sobre una cuestión relativa a un litigio existente entre dos o más Estados. Y sólo en 1929, cuando se enmendó el Estatuto, se dio el paso adicional de adoptar el artículo 68, aún en vigor, según el cual la Corte puede, en los procedimientos consultivos, guiarse por las disposiciones del Estatuto que se aplican en los casos contenciosos.
Estas normas abrieron la vía a la emisión de dictámenes consultivos sobre asuntos cuasi contenciosos. Tras el Dictamen sobre el Estatuto de Carelia Oriental, el Tribunal Permanente emitió efectivamente varios sobre cuestiones jurídicas pendientes entre Estados FN1.
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FN1Véase Hudson, La Corte Permanente de Justicia Internacional (1920-1942), p. 496.
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El abandono del precedente contenido en el Dictamen sobre el Estatuto de Carelia Oriental ha sido confirmado por la Corte Internacional de Justicia, por dos razones:
En primer lugar, la posición constitucional u orgánica de la Corte ha cambiado. Técnicamente hablando, el Tribunal Permanente no formaba parte de la Sociedad de Naciones. Pero la Corte Internacional de Justicia es a la vez una creación de la Carta y un órgano de las Naciones Unidas (Art. 92 de la Carta; Art. 1 del Estatuto)FN2. La Corte tiene el deber de cooperar con la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, como órganos de la misma Organización:
“De ello se desprende que ningún Estado, sea o no Miembro de las Naciones Unidas, puede impedir que se emita una Opinión Consultiva que las Naciones Unidas consideren conveniente para ilustrarse sobre la línea de conducta que deben seguir”. (C.I.J. Recueil 1950, p. 71.)
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FN2 Cf. el excelente tratamiento de estas cuestiones en la declaración oral realizada en nombre del Gobierno británico el 2 de marzo de 1950 (I.C.J. Pleadings, Interpretation of Peace Treaties, pp. 305 y ss.). Véase también la declaración en nombre de los Estados Unidos, en la que se llama la atención sobre la nueva frase insertada en el Estatuto de la Corte Internacional: “y todos los asuntos especialmente previstos en la Carta de las Naciones Unidas” (ibid., p. 276).
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Como en Interpretación de los Tratados de Paz, la Corte puede ahora decir: “En el presente asunto, el Tribunal de Justicia se ocupa de una solicitud de dictamen cuyo único objeto es ilustrar [a un órgano de las Naciones Unidas]” (ibid., p. 72.) De ahí también que se haya hecho caso omiso del precedente de 1923 porque la decisión del Tribunal, al ser de carácter puramente consultivo, tiene una fuerza muy distinta de la de una sentencia que resuelve un asunto contencioso (ibid., p. 71).
Sobre todo, la doctrina de la Opinión Consultiva sobre el Estatuto de Carelia Oriental puede considerarse superada a la vista de los términos de los artículos 82 y 83 del Reglamento del Tribunal. El Tribunal tiene que considerar si la solicitud de Opinión Consultiva se refiere a una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados (Art. 82), y esto tiene que hacerlo, no para el caso de que deba declarar su falta de competencia, sino para tener en cuenta ese [p 173] factor en el procedimiento a seguir y con respecto a la aplicabilidad de las normas relativas a los jueces ad hoc (Art. 83). Así pues, no podría haber una indicación más clara de que el Tribunal es competente para tratar una solicitud de Opinión Consultiva relativa a una cuestión realmente pendiente entre Estados (“You could hardly have put it more strongly than that”- statement on behalf of the British Government, I.C.J. Pleadings, Interpretation of Peace Treaties, p. 308).
Es fácil comprender la preocupación que sienten los celosos defensores de la intocable soberanía estatal por el abandono de la doctrina enunciada en la Opinión Consultiva sobre el Estatuto de Carelia Oriental. Pero, como reconoció el Juez Azevedo en una opinión separada, el actual Reglamento en vigor no admite otra solución, razón por la cual pidió la derogación de los artículos 82 y 83 (Recueil 1950, pp. 86 y ss.).
3. El Tribunal puede emitir una opinión (Estatuto, art. 65), por lo que puede negarse a emitirla. Pero, como órgano de las Naciones Unidas (Carta, Art. 92), tiene el deber de colaborar con los demás órganos de las Naciones Unidas. ¿En qué circunstancias es incompetente el Tribunal para emitir un dictamen? Parece que sí, cuando se trata de una cuestión que no merece el calificativo de “cuestión jurídica”.
El Consejo de Seguridad ha solicitado un dictamen porque “sería útil para el Consejo de Seguridad en su ulterior examen de la cuestión de Namibia y para el logro de los objetivos que persigue el Consejo” (resolución 284 (1970)). La Corte, como órgano judicial de las Naciones Unidas, no debe por tanto negarse a su colaboración.
4. La posición de la Corte, como principal órgano judicial de las Naciones Unidas, puede haber dado lugar a malentendidos y a la creencia de que todas sus funciones son de naturaleza puramente judicial o contenciosa. Pero en los procedimientos consultivos, incluso cuando se refieren a cuestiones pendientes entre Estados, no hay partes, sino Estados u organizaciones que proporcionan información a la Corte, mediante comunicaciones escritas u orales (Estatuto, art. 66). Además, las opiniones consultivas no tienen fuerza vinculante, ni para el órgano u organización solicitante, ni para los Estados y organizaciones que facilitan información.
Un órgano puede tener funciones de distinto tipo, tanto consultivas como contenciosas; tal es el caso, por ejemplo, de un Consejo de Estado, una corte de arbitraje o un tribunal.
Pero en cualquier circunstancia, el Tribunal de Justicia conserva la elevada dignidad derivada de su estatuto constitucional y de su independencia, y su autoridad nunca puede compararse a la de un consultor o asesor jurídico; debe permanecer fiel a su carácter jurisdiccional.
Sus opiniones consultivas no tienen menos autoridad que sus sentencias. Existe, ciertamente, una diferencia, derivada de la vis re judicata de las sentencias, pero ésta se limita a las partes en litigio (vis relativa: Estatuto, art. 59).
Por otra parte, se considera que los motivos en los que se basan las sentencias (Estatuto, art. 56) constituyen dicta prudentium, y su fuerza como [p 174] fuente de Derecho (Estatuto, art. 38) no deriva de ningún poder jerárquico (tantum valet auctoritas quantum valet ratio), sino de la validez del razonamiento (non ratione imperio, sed rationis imperio).
Las diferencias esenciales entre las sentencias y las opiniones consultivas radican en la fuerza vinculante de las primeras (Carta, art. 94) y es por ello que la competencia del Tribunal se estableció con carácter voluntario (Estatuto, art. 36) y el efecto de las sentencias limitado a las partes y al caso concreto (Estatuto, art. 59). Sin embargo, al igual que los motivos en los que se basa una sentencia, el razonamiento y la parte dispositiva de una Opinión Consultiva están revestidos, al menos potencialmente, de una autoridad general, incluso frente a Estados que no han participado en el procedimiento, y pueden por tanto contribuir a la formación de nuevas normas de Derecho Internacional (Estatuto, Art. 38, párr. 1 (d)).
Por estas razones, el carácter voluntario de la competencia de la Corte no opera cuando se trata de opiniones consultivas.
5. Una vez solicitada una opinión consultiva, ¿se refiere a una controversia o a una cuestión jurídica pendiente entre Estados?
Es importante resolver este punto para poder resolver otros.
(a) Si no hay ninguna cuestión pendiente, se despeja toda duda sobre la competencia del Tribunal sobre la base del asunto del Estatuto de Carelia Oriental.
(b) La existencia o inexistencia de una cuestión pendiente entre Estados debe considerarse ante todo para que, en caso afirmativo, sea posible determinar las normas de procedimiento contencioso aplicables, y más concretamente las que prevén la aplicación del artículo 31 del Estatuto.
En efecto, existe una relación muy estrecha entre la misión del Tribunal de Justicia de determinar la naturaleza de la cuestión planteada por la solicitud de opinión consultiva y la misión de decidir si procede acceder a cualquier solicitud de designación de un Juez ad hoc.
Es evidente que no puede tomarse ninguna decisión sobre la aplicabilidad del artículo 31 del Estatuto antes de haber comprobado si la solicitud de dictamen se refiere a una cuestión jurídica pendiente entre Estados. Eso es lo que exige la letra del artículo 82 del Reglamento, y también el sentido común: sería de lo más incongruente que la posición de cualquier juez estuviera sujeta a un riesgo de invalidación incorporado.
6. Para que exista una controversia o una cuestión jurídica entre Estados que pueda dar lugar a que la Corte se declare incompetente (Estatuto, art. 65; doctrina del Estatuto de Carelia Oriental) o a que aplique por analogía las disposiciones aplicables a los procedimientos contenciosos (artículos 82 y 83 del Reglamento; Estatuto, art. 68), la cuestión o controversia debe ser de naturaleza potencialmente contenciosa e intrínsecamente susceptible de ser sometida a la competencia de la Corte, de modo que pueda aplicársele el capítulo II del Estatuto y ser decidida mediante sentencia. [p 175]
(b) Procedimiento a seguir
La Corte “considerará ante todo si la solicitud de opinión consultiva se refiere a una cuestión de derecho efectivamente pendiente entre dos o más Estados” (Reglamento, Art. 82) para determinar el procedimiento a seguir (Reglamento, Art. 83; Estatuto, Art. 68).
Para que la solicitud se refiera a una cuestión jurídica pendiente entre Estados, o a una controversia pendiente, debe existir identidad de objeto entre la cuestión y la solicitud de opinión; debe haber Estados en posición de partes, y la cuestión debe estar efectivamente pendiente.
1. Sudáfrica ha definido el objeto de la cuestión pendiente de varias maneras. Se ha dicho que es aquél al que se dirigían las sentencias de 1962 y 1966 (cuestión del apartheid y de la existencia de normas y reglas por las que se condenaría esa política). También se ha dicho que, para responder a la solicitud de opinión consultiva, el Tribunal debe pronunciarse sobre la validez y la interpretación de estas resoluciones respecto de las cuales existe una divergencia de opiniones entre Sudáfrica y otros Estados. Por último, se ha señalado que existe una controversia en cuanto a la adhesión de Sudáfrica al Convenio Internacional de Telecomunicaciones adoptado en Montreux en 1965.
Es necesario un cierto esfuerzo de imaginación para ver alguna semejanza entre estas cuestiones y la que es objeto de la solicitud de opinión consultiva, que se refiere únicamente a las consecuencias jurídicas para los Estados de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad.
2. Otro obstáculo jurídico a las alegaciones de Sudáfrica reside en la dificultad de particularizar a los demás Estados y en el hecho de que no se encuentran en posición de parte.
¿Entre Sudáfrica y quién hay una cuestión pendiente? La respuesta es, según la ocasión: Liberia y Etiopía, la Organización de la Unidad Africana, los Estados que votaron a favor de determinadas resoluciones o las Naciones Unidas.
¿Cómo puede sostenerse que existe aquí una cuestión de naturaleza cuasi contenciosa, a la que podría aplicarse el artículo 83 del Reglamento? ¿Cómo puede afirmarse que estos Estados u organizaciones se encuentran en posición de partes contrarias con respecto a Sudáfrica? En sus observaciones, Sudáfrica intentó hacerlo basándose en la doctrina de la Sentencia de 1962 en los asuntos del África Sudoccidental (discusiones y negociaciones en las Naciones Unidas), pero debe observarse que la posición de Etiopía y Liberia como partes se basaba en la disposición especial del artículo 7 del Mandato, y que esta cláusula jurisdiccional operaba en favor de los Miembros de la Sociedad de Naciones. Sobre todo, debe tenerse en cuenta la doctrina de la Sentencia de 1966 en los asuntos del Sudoeste de África. Para ser parte en un litigio, cada Estado debe tener un derecho o un interés jurídico en el objeto de la reclamación “que es una cosa distinta de un interés político” (Recueil 1966, p. 22). En el voto particular del Juez Morelli se explica que: “. . . la legitimación activa. . significa la posesión por una persona en lugar de otra del derecho sustantivo invocado en el procedimiento” (ibid., p. 65). [p 176]
Como resultará evidente, no existe ningún otro Estado en situación jurídica de parte, entre el cual y Sudáfrica pudiera existir una cuestión jurídica pendiente en el sentido del artículo 82 del Reglamento del Tribunal.
De nuevo, es inconcebible que pueda haber una cuestión o disputa entre los Estados que han votado a favor de una resolución y un Estado que niega la validez de la misma. En derecho público y en derecho privado, una resolución adoptada por la mayoría de los miembros de una organización se considera una reso-lución de la organización, y si un miembro pretende impugnar su validez, es a la organización a la que debe dirigirse, y no puede dirigirse a los demás miembros a tal efecto. En el presente caso, si hubiera una cuestión pendiente, sería entre Sudáfrica y las Naciones Unidas, es decir, no habría ninguna cuestión entre Estados.
Así pues, una diferencia de puntos de vista entre Estados en las Naciones Unidas, una división de opiniones, o una oposición entre una mayoría y una minoría, no constituye una controversia o una cuestión jurídica pendiente entre Estados, en el sentido de los artículos 82 y 83 del Reglamento del Tribunal. Los órganos de las Naciones Unidas solicitan opiniones consultivas cuando hay diversidad de opiniones, y la función principal de las opiniones consultivas es aclarar las cuestiones discutidas y disipar las dudas suscitadas por la oposición de una minoría FN1.
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FN1 Tal fue el caso en Certain Expenses of the United Nations (I.C.J. Reports 1962) ; el Tribunal emitió su dictamen sobre una cuestión respecto de la cual existía una agria controversia en el seno de la Organización.
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Una diferencia de puntos de vista entre un Estado y las Naciones Unidas no es una controversia o una cuestión jurídica entre Estados, único tipo contemplado por los textos jurídicos aplicables (Estatuto, art. 34; Reglamento, arts. 82 y 83).
3. La calificación de “pendiente” aplicada a una cuestión exige que la cuestión ya existente sea la misma que la que es objeto de la solicitud de dictamen, identidad necesaria que significa que, si la cuestión hubiera sido decidida por una sentencia, podría oponerse una excepción de cosa juzgada a cualquier nueva solicitud por vía de petición.
¿Son las cuestiones entre Etiopía y Liberia, por una parte, y Sudáfrica, por otra, idénticas a la planteada por la solicitud de dictamen consultivo? Para establecer tal identidad, tendría que haber identidad de pretensiones, el mismo fundamento de la demanda y las mismas partes actuando en la misma calidad (cf. art. 1351 del Código Civil francés), es decir, según la fórmula clásica: eadem persona, eadem res, eadem causa petendi.
En los asuntos contenciosos relativos a Sudáfrica, las partes que se oponían a Sudáfrica eran dos Estados, antiguos miembros de la Sociedad de Naciones, que actuaban en virtud del artículo 7 del Mandato debido a la infracción de las obligaciones derivadas de dicho instrumento que representaba la introducción del apartheid en Sudáfrica.
La solicitud de Opinión Consultiva ha sido formulada por el Consejo de Seguridad [p 177] en su calidad de órgano de la comunidad internacional, y ha preguntado al Tribunal cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la conducta de Sudáfrica (su permanencia en Namibia) contraria a una de sus resoluciones: la resolución 276 (1970).
Esta falta de identidad es también evidente respecto a las cuestiones preliminares planteadas por Sudáfrica en relación con la solicitud de opinión consultiva.
4. Si bien no existe identidad entre la cuestión que fue objeto de las Sentencias de 1962 y 1966 y la que es objeto de la presente solicitud, no se puede negar que esta última es de la misma naturaleza que la cuestión a la que respondió la Opinión Consultiva de 1950 y coincide parcialmente con ella en cuanto al objeto.
Invitada a pronunciarse sobre el estatuto jurídico del África Sudoccidental, la Corte consideró necesario pronunciarse sobre el título jurídico de Sudáfrica y el de las Naciones Unidas respecto del Territorio, y también sobre las consecuencias jurídicas para los Estados de la existencia de esos títulos, porque un estatuto jurídico -como el iura in re con el que a veces se confunde- es eficaz inter omnes y erga omnes.
Solicitar una Opinión Consultiva sobre las consecuencias para los Estados de la presencia de Sudáfrica en Namibia (África del Sudoeste) es otra forma de preguntar cuál es el estatuto jurídico de África del Sudoeste aquí y ahora, es decir, en la situación que prevalece desde la adopción de la resolución 276 (1970). Del estatuto jurídico de ese Territorio, y sólo de él, se derivan las consecuencias jurídicas para los Estados.
La consecuencia de esta coincidencia de objeto subyacente es que la competencia del Tribunal tiene actualmente la misma base que en el procedimiento de 1950.
C. Las cuestiones de hecho
La propuesta de Sudáfrica de que la Corte examine las cuestiones de hecho requiere algunas reflexiones sobre la competencia de la Corte a este respecto y sobre la pertinencia de la sugerencia.
(a) La competencia de la Corte para entrar en cuestiones de hecho
(i) A la vista de los términos de la solicitud de opinión consultiva, ¿es la proposición de Sudáfrica una cuestión ultra vires? La solicitud de opinión consultiva toma como punto de partida un hecho concreto -la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad- y solicita la opinión del Tribunal sobre las consecuencias jurídicas que tendría para los Estados la presencia continuada de Sudáfrica en Namibia a pesar de dicha resolución. La proposición sudafricana pretende que el Tribunal admita pruebas relativas a un hecho diferente, o a una cuestión diferente, a saber, si Sudáfrica ha incumplido o no sus obligaciones de promover el bienestar moral y material del África Sudoccidental[p 178].
Parece, pues, que la proposición sudafricana, de ser aceptada, alteraría el objeto mismo de la solicitud de opinión consultiva; equivaldría a pedir a la Corte que se pronunciara sobre un tema muy distinto de aquél sobre el que el Consejo de Seguridad solicita orientación; en otras palabras, existiría el peligro de reconocer algo de la naturaleza de una reconvención o de una solicitud de “contraopinión”.
Cabe dudar de que el Tribunal esté facultado para admitir una proposición de este tipo, cuando no procede de un órgano u organismo autorizado por la Carta a solicitar una opinión, sino de uno de los Estados autorizados a suministrar información. En tal caso, ¿actuaría el Tribunal de conformidad con la letra y el espíritu del artículo 96 de la Carta y del artículo 65 del Estatuto? ¿Podría el Tribunal hacer caso omiso de esas disposiciones dando efecto al artículo 68 del Estatuto? Con todo respeto, me resultaría difícil aceptarlo.
(ii) Teniendo en cuenta los argumentos de Sudáfrica, ¿tiene la Corte jurisdicción para proceder a examinar cuestiones de hecho?
Es bien sabido, y Sudáfrica nos lo recuerda, que, en palabras de la Corte Permanente, “en circunstancias ordinarias es . . . conveniente que los hechos sobre los que se desea la opinión de la Corte no estén en controversia” (Status of Eastern Carelia, Opinión Consultiva, 1923, P.C.I.J., Serie B, No. 5, p. 28). Además, las Opiniones Consultivas tienen por objeto cuestiones jurídicas (artículo 96 de la Carta, artículo 65 del Estatuto) y no cuestiones relativas a hechos de importancia primordial, como las que Sudáfrica desea que se establezcan.
(b) Pertinencia de la propuesta de que la Corte entre en cuestiones de hecho
(i) El argumento de Sudáfrica sobre la necesidad de entrar en cuestiones de hecho, y por lo tanto, sostendría, el deber de la Corte de declarar su propia falta de jurisdicción si considera que es indispensable un examen de los hechos, es el siguiente: La resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad y la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General se basan en el postulado de que Sudáfrica no ha garantizado el bienestar moral y material de los nativos del suroeste de África. Sudáfrica lo niega y se ofrece a refutarlo, con la implicación de que, si se establece que Sudáfrica ha garantizado dicho bienestar, las dos resoluciones carecerían de fundamento y, por esa razón, serían inválidas y nulas.
Este razonamiento sería válido si la única base de las resoluciones fuera la conducta de Sudáfrica con respecto al bienestar de los nativos; pero no es el caso. Hay otros fundamentos, igualmente importantes o más que la cuestión del bienestar, que puede decirse que subyacen a la declaración de terminación del Mandato. [p 179]
La resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General subrayaba que Sudáfrica se había negado a seguir cumpliendo sus obligaciones en virtud del Mandato o a reconocer que las Naciones Unidas tenían poderes de supervisión sobre el suroeste de África, y también se refería al hecho de que Sudáfrica había llevado a cabo una política de apartheid a pesar de la condena de la misma. Se trata de hechos bien conocidos e incontrovertidos. La resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad reafirma la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General, y su base fáctica es la misma.
Es doctrina general establecida que para que un acto o concesión sea declarado nulo, o para que sea declarado terminado, sólo es necesaria una causa y esa única causa es suficiente (ex una causa, nullitas); no hay necesidad de establecer todas o incluso una multiplicidad de las causas aducidas.
De ello se deduce que, si el Tribunal decide examinar las alegaciones de Sudáfrica en cuanto a la nulidad de las resoluciones, dará la debida importancia a la existencia de hechos no probados que puedan servir de fundamento a dichas resoluciones.
(ii) Las observaciones ya formuladas sobre la inexistencia de una cuestión pendiente entre los Estados y el objeto de la solicitud de opinión consultiva también abogan por la exclusión de las cuestiones de hecho: pues es la existencia de una cuestión pendiente lo que podría justificar la apertura de un procedimiento cuasicontencioso, incluida la aportación de pruebas. Pero incluso en tal contexto es difícil ver cómo podría subsanarse la ausencia de una parte contraria y de un juge instructeur, si se quiere que el procedimiento de práctica de la prueba presente las garantías necesarias.
D. La cuestión del plebiscito
El Tribunal no debería ocuparse de consideraciones sobre el objeto, las posibilidades prácticas y el resultado de dicho plebiscito; se trata de aspectos políticos de la cuestión que escapan a la competencia del Tribunal.
Pero podría haber llamado inmediatamente la atención sobre la imposibilidad procesal, en un procedimiento consultivo, de participar en un plebiscito en el que también iba a participar Sudáfrica.
Además, es evidente que tal plebiscito o su resultado carecerían de toda relevancia jurídica para la respuesta del Tribunal a la solicitud de opinión consultiva. A los efectos de responder a la pregunta planteada por dicha solicitud, no tiene ninguna importancia si la población votaría a favor de la administración por Sudáfrica o por las Naciones UnidasFN1, ni tendría ninguna importancia en el tratamiento de los problemas planteados por Sudáfrica en sus declaraciones escritas y orales.
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FN1 El plebiscito previsto no plantearía la independencia de Namibia ni un cambio de administración; sólo se celebraría para obtener información.
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[p 180]
II. Antecedentes: Cuestiones relativas a la validez de las resoluciones
A. Competencia de la Corte
¿Tiene el Tribunal competencia para pronunciarse sobre la invalidez o la nulidad de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad?
Es difícil responder sí o no a esta pregunta. Hay que tener en cuenta la interacción de dos principios que podrían parecer contradictorios.
1. El principio de división de poderes: la Carta creó tres órganos, cada uno de los cuales tiene poderes soberanos en el ámbito de su propia competencia: la Asamblea General, el Consejo de Seguridad y el Tribunal Internacional de Justicia. Los dos primeros tienen poderes análogos a los de las cámaras legislativas, y el tercero tiene poderes judiciales.
Cada una de ellas está facultada para interpretar las disposiciones de la Carta verbis et factis. Dicha interpretación debe ser respetada por los demás órganos siempre que no invada sus propias competencias. Cualquier otra solución sería incompatible con la independencia o soberanía de cada órgano. Desde este punto de vista, el Tribunal de Justicia no tiene las competencias de un tribunal constitucional para pronunciarse sobre la validez o las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de SeguridadFN1.
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FN1 Se ha dicho que todo “obliga a interpretar de manera muy estricta las normas que determinan las condiciones de validez de los actos de la Organización y, por consiguiente, a considerar en gran medida la no conformidad del acto con una norma jurídica como una simple irregularidad”, y también que “cada órgano de las Naciones Unidas es juez de su propia competencia” (voto particular del Juez Morelli, Recueil 1962, pp. 223, 224).
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Naturalmente, podría hacerlo si la Asamblea General o el Consejo de Seguridad solicitaran, expresa o implícitamente (ciertos gastos de las Naciones Unidas), un dictamen sobre la interpretación de la Carta y sobre la coherencia de las resoluciones con la Carta.
Como consecuencia de este respeto mutuo, ni la Asamblea General ni el Consejo pueden declarar inválida una sentencia del Tribunal, aunque sea contraria a los deseos de la mayoría de dichos órganos.
2. El principio de “legalidad”: el Tribunal, como órgano jurídico, no puede cooperar con una resolución que sea claramente nula, contraria a las normas de la Carta o contraria a los principios del Derecho FN2.
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FN2 “Ejemplos de ello podrían ser una resolución que no hubiera obtenido la mayoría necesaria, o una resolución iniciada por un excès de pouvoir manifiesto (como, en particular, una resolución cuyo objeto no tuviera nada que ver con los fines de la Organización)”: voto particular del juez Morelli, I.C.J. Reports 1962, p. 223.
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Además, el Tribunal debe actuar como órgano jurisdiccional, por lo que no pueden imponérsele limitaciones en cuanto a los procedimientos lógicos que deben seguirse para responder a la cuestión que se le plantea (voto particular del Juez Morelli, Recueil 1962, p. 217). [p 181]
3. Ante los tribunales municipales ordinarios, el resultado de la interacción de estos dos principios es que dichos tribunales se abstienen de pronunciarse sobre la validez de las leyes, con la única excepción de los casos en los que es claro e indiscutible que la supuesta ley no tiene de hecho rango de ley, en los que sólo existe una ley aparente. En cualquier otro caso, en general, o bien los tribunales se abstienen de examinar la cuestión de la validez de las leyes, o bien consideran que deben indicar las razones de su validez; siempre existe una presunción en favor de la validez de las leyes.
El Tribunal puede inspirarse en este ejemplo. ¿Debe negarse a pronunciarse sobre la validez de las resoluciones? El Tribunal no es, en la estructura de las Naciones Unidas, un superórgano, y no tiene derecho a dar ningún tipo de “contraopinión”.
4. El Dictamen relativo a ciertos gastos de las Naciones Unidas puede haber dado la impresión de que el Tribunal está facultado para pronunciarse, en todos los casos y sin limitación alguna, sobre la validez de las resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad. Pero en esa ocasión se pidió al Tribunal que se pronunciara sobre la cuestión de si los gastos autorizados por una serie de resoluciones de la Asamblea General eran “‘gastos de la Organización’ en el sentido del párrafo 2 del Artículo 17 de la Carta de las Naciones Unidas” (Recueil 1962, p. 152), es decir, que dijera si esos gastos habían sido válidamente autorizados. Se pudo observar en ese caso con perfecta corrección que no se puede poner “ninguna limitación al Tribunal en cuanto a los procesos lógicos que deben seguirse para responder a la cuestión”, incluso cuando ésta se refería a la validez de dichas resoluciones. Esta afirmación fue matizada de la siguiente manera:
“Sin embargo, esta libertad [es decir, la libertad del Tribunal] sólo puede entenderse subordinada tanto a las normas de derecho y de lógica por las que el Tribunal está obligado como también al objetivo que el Tribunal debe perseguir, que es la solución de la cuestión que se le plantea” (voto particular del Juez Morelli, Recueil 1962, pp. 217-218).
El Tribunal declaró, en el dictamen mencionado, que “cada órgano [de las Naciones Unidas] debe, en primer lugar al menos, determinar su propia competencia” (ibíd., pág. 168).
En su resolución 284 de 29 de julio de 1970, el Consejo de Seguridad no pone en tela de juicio, ni implícita ni explícitamente, la validez de la resolución 276 (1970), y ninguna regla de lógica obliga a considerar dicha validez para responder a la cuestión planteada al Tribunal.
Es por otras consideraciones que la Corte se ocupó de la validez de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad y de la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General. El Tribunal tiene el deber de cooperar en el funcionamiento eficaz de los demás órganos de las Naciones Unidas. Se ha solicitado el dictamen porque sería útil para el Consejo de Seguridad “en su ulterior examen de la cuestión de Namibia y en [p 182] la consecución de los objetivos que persigue el Consejo”. Para llevar a cabo dicho examen y alcanzar dichos objetivos, será conveniente disipar las dudas que se han ido acumulando a lo largo de muchos años sobre toda una serie de cuestiones jurídicas, que son preliminares a la cuestión objeto del dictamen. Estas dudas surgieron en el curso de los debates del Consejo de Seguridad y de la Asamblea, y su importancia se desprende de la atención prestada a la cuestión de la validez de las resoluciones, no sólo por el representante de Sudáfrica, sino también por el representante del Secretario General, los representantes de los Estados que facilitaron información, en forma de declaraciones escritas u orales, y el representante de la Organización de la Unidad Africana.
En cualquier caso, el lugar de las consideraciones sobre la validez de las resoluciones está en la motivación del Dictamen y no en su parte dispositiva (voto particular del Juez Morelli, Recueil 1962, pp. 216-217; voto particular del Juez Bustamante, ibid., p. 288; ésta fue también la solución adoptada por el Tribunal en su Dictamen sobre ciertos gastos de las Naciones Unidas, ibid., pp. 155-181).
B. Método interpretativo
En sus alegaciones escritas y en su declaración oral, Sudáfrica ha expuesto extensamente su teoría sobre la interpretación de los textos jurídicos, y con razón, porque el método elegido por ella es la base de las soluciones que propone. Defiende la técnica de la interpretación literal de los textos, la interpretación restrictiva de los poderes conferidos a las organizaciones internacionales y condena enérgicamente los métodos teleológicos.
Sin entrar aquí en un estudio académico de la interpretación, parece sin embargo útil hacer algunas observaciones sobre la cuestión, ya que así será posible evitar repeticiones.
1. En primer lugar, parece necesario distinguir entre los distintos tipos de textos jurídicos. A nuestros efectos, será útil tener en cuenta las características particulares de: (a) los tratados dominados por la negociación, en los que cada parte busca su propia ventaja, para obtener el máximo y dar el mínimo; b) los acuerdos por los que una organización concede determinados poderes o privilegios a un Estado, que éste acepta; c) los tratados por los que se crea una organización internacional, y las resoluciones de dicha organización.
2. La prudente regla de considerar prima facie la letra de los convenios y tratados se ha desvirtuado en la interpretación literalista que condena cualquier elemento que no se encuentre en el texto (quod non est in codice non est in mundo).
Un escritor tan temprano como Grocio señaló que ésta era una tendencia vana, como lo es también el llamado principio de contemporaneidad. Mostró que, además de lo que se dice, está la fuerza del desarrollo de la convención (potentia moraliter considerata: De jure belli as pacis, II, 16, 25). [p 183]
Si bien es cierto que debe tenerse en cuenta la intención común de las partes, también lo es que en todos los ordenamientos jurídicos ha sido necesario prever la posibilidad de ¡¡¡lagunas!!!; existen reglas para completar las manifestaciones de voluntad de las partes, y para ello la jurisprudencia de los tribunales municipales tiene en cuenta lo que razonablemente pueden haber querido las partes; es así como se ha procurado colmar las lagunas de los textos.
Para ello hay que tener en cuenta el objeto y la finalidad del convenio. La regla in claris non fit interpretatio ha sido bien comentada por Anzilotti, quien señaló que no es posible decir que un artículo es claro mientras se desconozca su objeto; sólo se conoce la voluntad de las partes cuando se sabe cuál era la finalidad pretendida (opinión disidente, P.C.I.J., Serie A/B, nº 50, p. 383; idea aceptada por el American Law Institute, Restatement 1965, párr. 147, p. 455). Mucho antes, Vattel había llamado la atención sobre la importancia del motivo de un acto: “una vez que se conoce claramente el propósito que ha llevado al hablante a actuar, sus palabras deben interpretarse y aplicarse únicamente a la luz de ese propósito” (The Law of Nations, Libro 2, Cap. 17, párr. 287, traducción de Fenwick). Por último, se ha podido afirmar que es gracias a la finalidad indicada por las manifestaciones de voluntad que la convención en su conjunto adquiere una unidad objetiva de sentido (objektive Sinneinheit) (Dahm, Völkerrecht, Vol. III, p. 50).
Resulta de interés para la cuestión que ahora se estudia observar que en todos los ordenamientos internos, para llegar a este resultado, se tiene en cuenta la naturaleza de los contratos y acuerdos. “Los contratos obligan no sólo a lo que en ellos se declara expresamente, sino además a todas las consecuencias que la equidad, la costumbre o la ley atribuyen a la obligación según su naturaleza” (Código Civil francés, artículo 1135; para el Common Law, véase Wind-field on Contracts, p. 38). También hay que señalar que los términos técnicos como “mandato” o “fideicomiso” deben interpretarse de acuerdo con su significado técnico (Lauterpacht, The Development of International Law by the International Court, p. 60). La conclusión necesaria es que incluso una cláusula razonablemente clara no puede interpretarse literalmente si al hacerlo se llega a un resultado contrario a la finalidad del tratado (P.C.I.J., Serie A/B, núm. 64, p. 19; en contra, véase la opinión disidente de tres jueces, ibid., p. 26). Si, en el caso que acabamos de mencionar, el Tribunal hubiera procedido de acuerdo con la opinión mayoritaria, habría dado su sanción al fraus legis propuesto por el Gobierno albanés. Contra legem facit, qui id facit quod lex prohibet, in fraudem vero, qui salvis verbis legis sententiam eius circumvenit (Digesto, 1, 3, 29). Todos los tratados deben interpretarse de modo que excluyan el fraude y de modo que su aplicación sea compatible con la buena fe (Oppenheim-Lauterpacht, Vol. I, Sec. 544, párr. 13).
Por último, cabe observar que un autor moderno, y muy utilizado en los argumentos de Sudáfrica, afirma y subraya la necesidad de utilizar el método teleológico (Dahm, Völkerrecht, Vol. III, pp. 43 y ss.). [p 184]
3. Los tratados multilaterales, los convenios constitutivos de una organización internacional y, sobre todo, la Carta, están sujetos a reglas de interpretación particulares.
La Carta no parece entrar en el marco de la Convención sobre el Derecho de los Tratados. Para interpretarla, no hay que aplicar por analogía las normas del Derecho contractual interno, sino las normas de interpretación de las leyes y los estatutos (Restatement, loc. cit., apdo. 146, p. 1965; Dahm, loc. cit., Vol. III, p. 55).
No hay que olvidar que la Asamblea General y el Consejo de Seguridad tienen la responsabilidad de promover los propósitos establecidos en la Carta. No pueden permanecer atados a las posibles intenciones de los redactores, no sólo porque es difícil saber cuáles eran esas intenciones (mientras que las intenciones de los que hablan son conocidas, las intenciones de los que dan su voto en silencio no lo son), sino también porque la interpretación experimenta necesariamente un proceso de desarrollo y, como en el derecho interno, debe adaptarse a las circunstancias del momento y a las exigencias, en la medida en que sean previsibles, del futuro. El texto se separa de sus autores y vive una vida propia (opiniones disidentes del juez Álvarez, Recueil 1950, p. 18, y Recueil 1951, p. 53; Dahm, loc. cit., Vol. III, p. 55).
En las Naciones Unidas, “cada órgano debe, en primer lugar, al menos, determinar su propia jurisdicción” (I.C.J. Reports 1962, p. 168). Cuando un órgano adopta una resolución, “debe surgir al menos una fuerte presunción prima facie” de validez y propiedad (voto particular del Juez Sir Gerald Fitzmaurice, ibid., p. 204). Incluso se ha considerado que las resoluciones de la Asamblea y del Consejo, la práctica de dichos órganos, facta concludentia, podrían considerarse constitutivas de una interpretación oficial (interpr!!!etation authentique) (cf. Dahm, loc. cit., p. 50), implicando en cualquier caso el deber de llevarlas a cabo en lo que se refiere a las cuestiones relacionadas con “el mantenimiento de la paz, la solución de controversias y, de hecho, la mayor parte de las actividades políticas de la Organización” (voto particular del Juez Sir Gerald Fitzmaurice, I.C.J. Reports 1962, p. 213).
Con respecto a la Organización de las Naciones Unidas, el Tribunal ha dicho:
“Debe reconocerse que sus Miembros, al confiarle determinadas funciones, con los deberes y responsabilidades que de ellas se derivan, la han revestido de la competencia necesaria para que dichas funciones puedan ser efectivamente desempeñadas” (I.C.J. Reports 1949, p. 179);
“… los derechos y deberes de una entidad como la Organización deben depender de sus fines y funciones, tal como se especifican o implican en sus documentos constitutivos y se desarrollan en la práctica” (Recueil 1949, p. 180).
Sobre la interpretación de la Carta se ha dicho que:
“Puede afirmarse con seguridad que sus disposiciones particulares [p. 185] deben recibir una interpretación amplia y liberal a menos que el contexto de una disposición particular requiera, o se encuentre en otra parte de la Carta, algo que obligue a una interpretación más estrecha y restringida” (voto particular del Juez Sir Percy Spender, I.C.J. Reports 1962, p. 185).
La doctrina del Tribunal es, en efecto, que para la interpretación de la Carta deben tenerse en cuenta sus fines fundamentales, y debe reconocerse que dispone de los poderes necesarios para alcanzarlos “por implicación necesaria” (I.C.J. Reports 1949, p. 182; voto particular del Juez Sir Gerald Fitzmaurice, I.C.J. Reports 1962, pp. 208215); “cuando la Organización toma medidas que. . . [es] apropiada para el cumplimiento de uno de los fines declarados de las Naciones Unidas, se presume que dicha acción no es ultra vires de la Organización” (I.C.J. Reports 1962, p. 168). Por lo tanto, se puede considerar como un criterio autorizado la siguiente conclusión: “El significado del texto será iluminado por los propósitos declarados para alcanzar los cuales se redactaron los términos de la Carta” (voto particular del Juez Sir Percy Spender, ibid., p. 187).
III. Validez de las resoluciones
A. Observación general
Habida cuenta de la naturaleza de la Carta y de las atribuciones de los órganos principales de las Naciones Unidas, la presunción de validez de las resoluciones de dichos órganos debe basarse en su facultad de interpretar la Carta, y de hacerlo ex factis, es decir, por el hecho mismo de haber adoptado una resolución.
Para impugnar la validez de una resolución, no basta con alegar que es posible encontrar una interpretación mejor; una resolución sólo puede ser criticada si se demuestra que es absolutamente imposible encontrar razón alguna, aunque sea discutible, en la que pueda basarse una interpretación favorable a la validez de la resolución.
B. La abstención del miembro permanente
Se ha dicho que:
“Ya es bien sabido que en la práctica del Consejo de Seguridad se ha producido una modificación no escrita de la Carta, a saber, que la abstención de un miembro permanente presente en una sesión no se asimila al ejercicio del derecho de veto” (voto particular del Juez Bustamante, Recueil 1962, p. 291; véase también Recueil 1962, pp. 172, 175 y 176, y con ciertas reservas, voto particular del Juez Sir Gerald Fitzmaurice, ibid.., p. 210). [p 186]
De hecho, esta interpretación de las abstenciones no se basa únicamente en una práctica indiscutible FN1, sino que también se desprende necesariamente de la naturaleza del silencio y de la finalidad del derecho de veto FN2.
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FN1 Stavropoulos, “The Practice of Voluntary Abstentions by Permanent Members of the Security Council under Article 27, Paragraph 3, of the Charter of the United Nations”, The American Journal of International Law, Vol. 61, No. 3, July 1967, pp. 737-752.
FN2 En la época de la Sociedad de Naciones, Art. 19, párr. 5, del Reglamento de la Asamblea disponía que los representantes que se abstuvieran de votar debían ser considerados como no presentes. Rolin lo explica diciendo que no es deseable que la indiferencia o las dudas de algunos Miembros sobre una cuestión respecto de la cual es seguro que los demás Miembros se pronunciarán por unanimidad puedan impedir que se vote; si un Miembro no considera justificado hacer uso de su derecho de oposición cuando se requiere la unanimidad, puede abstenerse sin que por ello la votación sea nula. Se trata de una interpretación, según Riches, por la que se considera que los que se abstienen han dado su aprobación tácita a la acción de la Asamblea: The Unanimity Rule and the League of Nations, Baltimore, 1933, p. 43.
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El silencio debe interpretarse según la situación y las circunstancias, puede indicar una negación, pero también puede significar una aceptación. En las votaciones del Consejo de Seguridad, según la interpretación habitual, la abstención de un miembro puede significar que ese miembro tiene alguna duda sobre la validez de la resolución, pero no desea impedir que se adopte. No se trata de un mero silencio, sino de una abstención que, se sabe, será tomada como una intención de no impedir la adopción de la resolución.
Además, la condición del “voto afirmativo”, exigida por el artículo 27 de la Carta, puede aplicarse tanto al contenido de la resolución como a la adopción de la misma. En el último momento, sin perjuicio de la posibilidad de una reserva expresa por parte de un miembro, tiene lugar una votación afirmativa sobre la validez de la resolución. Los miembros permanentes no están obligados a votar en un sentido determinado y pueden expresar su posición absteniéndose.
Tampoco puede pasarse por alto que el derecho de veto es un privilegio, y que por tanto puede renunciarse y modificarse in meius; y en cualquier caso que no debe interpretarse de forma extensiva (privilegia restringenda sunt).
La modificación de la Carta de 1965 confirma esta interpretación. La práctica del Consejo en materia de abstención era conocida por los redactores, y si no se modificó el texto en este punto, parece que fue porque no se pretendía cambiar la práctica anterior.
C. Las resoluciones del Consejo de Seguridad
(a) Artículo 24 de la Carta
La interpretación restrictiva propuesta por Sudáfrica no puede aceptarse.
El Consejo tiene “la responsabilidad primordial de mantener. . la paz”. Parece innegable que la ocupación ilegal de un territorio respecto del cual las Naciones Unidas han aceptado “una confianza sagrada” es un acto contrario al mantenimiento de la paz.
El Tribunal ha dicho que debe reconocerse que la Carta, al confiar determinadas funciones a un órgano, con los deberes y responsabilidades que de ello se derivan, ha conferido a ese órgano la competencia necesaria para desempeñarlas debidamente (Recueil 1949, págs. 179 y 182; Recueil 1954, pág. 57).
El apartado 2 del artículo 24 no hace inevitable una interpretación restrictivaFN1. La referencia a los “poderes específicos otorgados al Consejo de Seguridad” por los Capítulos VI, VII, VIII y XII no significa que sólo tenga esos poderes. No sólo puede tener las previstas en otras disposiciones de la Carta, sino que además debe tener las que le son necesarias para el cumplimiento de sus funciones. Las palabras “las competencias específicas otorgadas…” significan simplemente que, en los Capítulos mencionados, estas competencias se regulan de manera particular para el cumplimiento de los deberes y responsabilidades en cuestión.
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FN1 La responsabilidad principal confiada al Consejo exige que se considere que tiene una competencia residual: Castañeda, Efectos jurídicos de las resoluciones de las Naciones Unidas, 1969, p. 72.
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A efectos del examen de la competencia del Consejo de Seguridad en materia de mandatos, la mención del Capítulo XII en el artículo 24 de la Carta es de gran importancia.
El objetivo principal del artículo 80, como tendremos que demostrar, es evitar cualquier alteración de los derechos de los pueblos sujetos a mandato, directa o indirectamente, de cualquier manera que sea. Cuando la Sociedad de Naciones llegó a su fin, las Naciones Unidas asumieron la responsabilidad de la Sociedad para con esos pueblos. La mención del Capítulo XII en el artículo 24 induce a pensar que el Consejo dispone de los poderes específicos necesarios para el cumplimiento de sus deberes para con los pueblos bajo mandato.
Es muy posible que quienes redactaron el artículo 24 no estuvieran pensando en el artículo 80, pero también es probable que quienes redactaron el artículo 80, o la mayoría de ellos, hubieran aceptado esta interpretación, habida cuenta de su interés por la conservación de los derechos de los pueblos sometidos a mandato.
Sea como fuere, la redacción del artículo 24 no permite excluir el artículo 80 del capítulo XII sin una razón especial; la finalidad del artículo 24, que es mantener la paz y la seguridad internacionales, mediante el respeto de los propósitos y principios de las Naciones Unidas, exige que se tenga en cuenta el artículo 80. El objeto del artículo 80, relativo a la conservación de los derechos de los pueblos sometidos a mandato, sólo puede alcanzarse si el Consejo de Seguridad posee la competencia necesaria.
Siendo esto así, si no hay ninguna razón convincente para dar al artículo 24 una interpretación restrictiva y contraria a sus claros términos [p 188], el artículo 24 debe interpretarse en el sentido de que la Organización ha confiado al Consejo poderes que son suficientes para que las Naciones Unidas cumplan sus funciones, de conformidad con el artículo 80.
(b) La no abstención de los Miembros Partes en una controversia (párrafo 3 del Artículo 27 de la Carta)
El argumento basado en esta observación de Sudáfrica pierde su fuerza una vez que queda claro que es imposible calificar de “controversia” su negativa a cumplir sus obligaciones como Mandatario, como se acaba de observar.
(c) Sudáfrica no fue invitada a participar en los debates del Consejo de Seguridad (Art. 32 de la Carta)
Este argumento desaparece si no hay disputa. Sudáfrica tenía interés en los debates; pero no sólo no era parte en una controversia, sino que además no se tomó la molestia de asegurarse de que se le invitaba, lo que indica que, en ese momento, no consideraba que fuera parte en una controversia en el sentido jurídico.
D. Resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General
Se ha puesto en duda la validez de esta resolución de la Asamblea, basándose en que la competencia de la Asamblea se limita a formular recomendaciones (Art. 10 y Art. 11, párrafo 2, de la Carta). El Tribunal ya ha intentado resolver esta duda. “Si bien es el Consejo de Seguridad el que, exclusivamente, puede ordenar una acción coercitiva, las funciones y poderes conferidos por la Carta a la Asamblea General no se limitan a la discusión, la consideración, la iniciación de estudios, la formulación de recomendaciones; no son meramente exhortatorias” (Recueil 1962, p. 163). “El Tribunal considera que el tipo de acción a que se refiere el párrafo 2 del artículo 11 es la acción coercitiva o coercitiva” (ibíd., p. 164).
No hay que olvidar que el artículo 18 se refiere indistintamente a las recomendaciones y a las decisiones de la Asamblea. Entre las recomendaciones sobre “cuestiones importantes”, hay algunas que “tienen efecto dispositivo” (ibíd., p. 163).
Entre estas “cuestiones importantes”, se mencionan las “cuestiones relativas al funcionamiento del régimen de administración fiduciaria”, es decir, las cuestiones relativas al Capítulo XII de la Carta (“régimen internacional de administración fiduciaria”). Una de las normas en cuestión es el artículo 80, que establecía cuál sería la situación de los mandatos hasta el momento en que los territorios bajo mandato se sometieran al sistema de administración fiduciariaFN1.
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FN1 En la 37ª reunión del Comité de Coordinación se dijo que “la discusión de la nueva frase del Comité II/l ‘cuestiones relativas a las operaciones del sistema de administración fiduciaria’ llevó al entendimiento de que las cuestiones abarcaban los acuerdos de fideicomiso, las decisiones sobre los informes y todo lo demás relacionado con el sistema”(UNCIO docs., Vol. XVII, p. 324, citado en I.C.J. Pleadings, Voting Procedure on Questions relating to Reports and Petitions Concerning the Territory of South West Africa, P. 49).
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[p 189]
Si se reconoce que las Naciones Unidas aceptaron la transferencia de la Sociedad de Naciones del “sagrado encargo” de velar contra toda modificación de los derechos de cualquier pueblo bajo mandato, y si se reconoce que éste es uno de los propósitos de la Carta, debe admitirse también que la Asamblea dispone de los poderes necesarios para el cumplimiento de sus deberes (véase el voto particular de Sir Percy Spender, ibid., págs. 186-187).
Los términos de la resolución, que declara que Sudáfrica “ha incumplido sus obligaciones con respecto a la administración del territorio bajo mandato”, y que “de hecho, ha desautorizado el Mandato”, y que el Mandato queda “terminado”, muestran claramente la naturaleza y el propósito de la resolución.
La resolución no impone por sí misma ninguna obligación especial a los Estados que no sean Sudáfrica. Se limita a señalar y declarar la caducidad del Mandato FN1. Desde que se aprobó la resolución, el Mandato, único título que justificaba la posesión del Territorio de África Sudoccidental, ha perdido toda apariencia de seguir existiendo. Se trata de una situación nueva que debe ser respetada por todos, habida cuenta de la competencia de las Naciones Unidas a este respecto.
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FN1La Resolución 2145 (XXI) es la manifestación del ejercicio de un poder unido a un deber (officium) de la Asamblea, con vistas al cumplimiento del “sagrado encargo” que le ha confiado la Organización. Mediante ésta, la Asamblea tiene la facultad y el deber de declarar terminada la administración que la comunidad internacional había confiado al Mandatario, para que la ejerciera en su nombre, cuando el Mandatario se haya mostrado indigno de esa confianza. Mediante la resolución 2145 (XXI), la Asamblea General modificó la situación jurídica del territorio bajo mandato, y con esa resolución desapareció el título jurídico del antiguo Mandatario a la posesión del Territorio de África Sudoccidental o Namibia: se trata de un cambio en el estatuto del Territorio que debe ser respetado por todos.
Podrían citarse ejemplos de resoluciones anteriores que modifican una situación jurídica, y que además dan lugar a consecuencias jurídicas (obligaciones, derechos) sobre la base de otras disposiciones de la Carta o de otras resoluciones (por ejemplo del Consejo); véase Castañeda, loc. cit., p. 121.
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La Resolución 2145 (XXI) no tiene ciertamente carácter judicial, no invade, ni supone invasión alguna, de la competencia de la Corte. Las Naciones Unidas consideraron que había llegado el momento de cumplir sus deberes para con el pueblo de Namibia retirando solemnemente cualquier apariencia de legalidad a la ocupación sudafricana del Territorio.
La resolución “llama la atención del Consejo de Seguridad sobre la presente resolución”. Esto demuestra que la Asamblea se limita a su función declarativa, de conformidad con los artículos 80 y 18 de la Carta, y que solicita la cooperación del Consejo de Seguridad para que éste determine el tipo de acción adecuada a la situación.
El Consejo de Seguridad ha reafirmado la responsabilidad especial de las Naciones Unidas con respecto al pueblo de Namibia (resolución 264 (1969)), ha pedido a Sudáfrica que retire su administración del territorio de Namibia (resolución 269 (1969)) y ha reafirmado la resolución 2145 (XXI). En otras palabras, ha adoptado las resoluciones de la Asamblea, las ha reafirmado y ha dado un paso hacia la adopción de medidas coercitivas. [p 190]
IV. Transmisión de poderes de la Sociedad de Naciones a las Naciones Unidas
A. Artículo 80 de la Carta
1. Sudáfrica es el único Estado obligatorio que ha planteado esta cuestión. Según su argumentación, el Mandato para el África Sudoccidental llegó a su fin con la disolución de la Sociedad de Naciones o, en cualquier caso, llegó a su fin la obligación de presentar informes anuales relativos al Territorio. En su Opinión Consultiva de 1950, el Tribunal afirmó que el Territorio seguía bajo mandato y que Sudáfrica seguía teniendo las obligaciones derivadas del Mandato, ya que las funciones de supervisión las ejercían las Naciones Unidas.
Los jueces McNair y Read expresaron una opinión contraria. Consideraron que la supervisión del Mandato por la Sociedad de Naciones había llegado a su fin, porque, al no existir ya los órganos designados para recibir los informes, se había hecho imposible cumplir esta obligación (I.C.J. Reports 1950, pp. 159 y 169; opinión disidente del Juez van Wyk, I.C.J. Reports 1962, p. 648). FN1
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FN1 Los jueces McNair y Read no consideraron que Sudáfrica hubiera sido relevada de sus obligaciones como Mandataria, sino que su cumplimiento sólo podía ser exigido por los antiguos Miembros de la Liga y mediante solicitud a la Corte Internacional de Justicia.
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Esta interpretación restrictiva ha sido claramente descartada por el Tribunal. En Barcelona Traction, Light and Power Company, Limited, Excepciones Preliminares, el Tribunal tuvo que decidir si era competente sobre la base de un tratado que contenía una cláusula que atribuía competencia al Tribunal Permanente. Se alegó que la disolución del Tribunal Permanente hacía imposible aplicar dicha disposición (opinión disidente del Juez Morelli, I.C.J. Reports 1964, pp. 95 y ss.). Pero el Tribunal estimó, por el contrario, que el Tribunal Permanente “no era más que un medio para alcanzar ese objeto”, a saber, la “solución judicial”; si bien era cierto que el antiguo Tribunal ya no existía, la obligación seguía “existiendo en lo sustancial, aunque no fuera funcionalmente susceptible de aplicación”, y si otro tribunal era “suplido por la aplicación automática de algún otro instrumento por el que ambas partes estuvieran obligadas”, la cláusula volvía a entrar en vigor (ibíd., págs. 38 y ss.). Lo importante era la finalidad y no el instrumento. El consentimiento a la transferencia de poderes se derivaba de la pertenencia a las Naciones Unidas (ibid., p. 35).
La autoridad del Dictamen de 1950 ha quedado firmemente establecida. Fue confirmada no sólo por los dictámenes de 1955 y 1956, sino también por la sentencia de 1962 en los asuntos del Sudoeste de África (Recueil 1962, pp. 333 y ss.). Además, el Tribunal ha rechazado claramente los argumentos de los Jueces McNair y Read (asunto Barcelona Traction).
La opinión disidente conjunta de los Jueces Sir Percy Spender y Sir Gerald Fitzmaurice en los asuntos del Sudoeste de África volvió sobre el prob-[p 191]lema de la transmisión de poderes, rechazando la Opinión de 1950 como “definitivamente errónea” (I.C.J. Reports 1962, p. 532, nota 2). Como esta crítica se refiere a la interpretación del artículo 80 y a sus antecedentes, parece necesario estudiar detenidamente estas cuestiones (ibid., p. 516, nota 1), sobre todo porque el Tribunal declaró en 1966 que no deseaba prejuzgar la cuestión (Recueil 1966, p. 19).
El artículo 80 no puede interpretarse correctamente sin tener en cuenta sus fines y el contexto histórico de la época en que se redactó. Los redactores de la Carta estaban decididos no sólo a mantener los progresos realizados en la protección de los pueblos indígenas por la Sociedad de Naciones bajo el sistema de mandatos, sino también a intensificarlos mediante el sistema de administración fiduciaria.
La Carta, incluido el Artículo 80, se firmó el 26 de junio de 1945. La Sociedad de Naciones seguía existiendo. Antes de su disolución, el sistema de administración fiduciaria y el Artículo 80 no podían aplicarse. Dado que los Estados y expertos que participaron en la creación de las Naciones Unidas y en la liquidación de la Sociedad de Naciones eran prácticamente los mismos, fue posible redactar la Carta teniendo en cuenta la próxima liquidación de la Sociedad de Naciones.
El artículo 80 no podía aplicarse de inmediato. No tenía ninguna función hasta la liquidación de la Sociedad de Naciones. Los mandatos seguían ejerciéndose en nombre de la Sociedad de Naciones y hasta su liquidación no podían convertirse en fideicomisos ni quedar bajo la supervisión de las Naciones Unidas. La aplicación del artículo 80 estaba sujeta a una condición suspensiva. Con vistas al momento en que entraría en vigor, se incluyó la disposición que se ha denominado cláusula “conservatoria”. Esta cláusula estipula que las disposiciones del Capítulo XII (en particular los arts. 75 y 77) no alterarán el régimen de mandatos existente. Pero además se preveía un régimen transitorio, para el periodo que debía transcurrir entre la liquidación de la Sociedad de Naciones y la conclusión de los acuerdos de administración fiduciaria. Este régimen transitorio se refería únicamente a los territorios administrados bajo el sistema de mandatos, es decir, los “territorios actualmente bajo mandato”, ya que no existía la posibilidad de someter a los demás territorios enumerados en el artículo 77 al régimen transitorio mediante la mera aplicación de las disposiciones de la Carta.
En cuanto a los territorios aún bajo mandato, se dispuso que ninguna de las nuevas disposiciones de la Carta “por sí misma. Ninguna de las nuevas disposiciones de la Carta “modificará en modo alguno los derechos de los Estados o de los pueblos, ni los términos de los instrumentos internacionales existentes en los que sean parte los Miembros de las Naciones Unidas”. Por lo tanto, estos territorios permanecieron, hasta la conclusión de acuerdos de administración fiduciaria, “bajo mandato” (Art. 80; Art. 77).
2. La interpretación propuesta parece muy conforme con la Opinión Consultiva de 1950. Pero no hay que olvidar que este dictamen ha sido criticado por algunas autoridades. Se ha sostenido que el artículo 80 no es más que una “cláusula de salvaguardia” destinada a impedir que las disposiciones del capítulo XII “se interpreten de forma que operen más allá de su intención” y que su “único propósito” es impedir que “se interpreten de forma que alteren los derechos existentes antes de un determinado acontecimiento” (opinión disidente conjunta de los Jueces Sir Percy Spender y Sir Gerald Fitzmaurice, I.C.J. Reports 1962, p. 516, nota).
Estas afirmaciones se basan en una frase del artículo (“nada… se interpretará… para alterar…”), pero no dan ninguna explicación sobre la finalidad del artículo ni sobre los derechos que pretende conservar. Ahora bien, es imposible admitir sin ninguna explicación que la única función del artículo 80 pueda haber sido la de una cláusula de interpretación en sentido técnico.
Por lo tanto, se han presentado algunas explicaciones. Se ha dicho que el artículo 80 se refiere a los derechos conferidos por los mandatos, pero sólo para el período comprendido entre la entrada en vigor de la Carta y la liquidación de la Sociedad de Naciones. También se ha considerado que se refiere a los derechos derivados de los acuerdos de administración fiduciaria.
Pero estos esfuerzos han sido vanos. No tienen en cuenta el hecho de que la norma contenida en el artículo 80 sólo es aplicable “hasta que se hayan concluido dichos acuerdos [de administración fiduciaria]”. Por lo tanto, es aplicable después de la liquidación de la Sociedad de Naciones y hasta la conclusión de dichos acuerdos, y no es aplicable después de la conclusión de los acuerdos.
Por consiguiente, la interpretación de la Opinión Consultiva de 1950 parece ser la única conforme con la finalidad y la letra del artículo 80. Es cierto que la redacción de dicha cláusula no es muy clara, pero la lectura de los trabajos preparatorios da la impresión de que es el resultado de la preocupación de los redactores por tener en cuenta varias finalidades y armonizarlas en el artículo.
Tampoco hay que olvidar los desiderata del sistema internacional de administración fiduciaria. Su establecimiento dependía de los acuerdos de administración fiduciaria y se deseaba mantener el statu quo hasta su conclusión. La Carta declara, en su artículo 76, que los objetivos básicos del sistema de administración fiduciaria son conformes con los propósitos de las Naciones Unidas establecidos en el artículo 1. La cuestión es saber si esta declaración afecta a los derechos de las Potencias obligadas. Para despejar toda duda al respecto, se decidió disponer que nada de lo dispuesto en el Capítulo XII se interpretara en el sentido de modificar los derechos de ningún Estado (la reserva que figura al final del Art. 76 (d) se insertó con el mismo fin). Para mantener intacto el sistema de mandatos como tal, también se consideró necesario disponer que nada de lo dispuesto en el Capítulo relativo al fin de los mandatos pudiera interpretarse como una alteración de los derechos de los pueblos. Por último, para evitar cualquier forma de expresión capaz de sugerir una pervivencia prolongada de los mandatos, no se hizo referencia a ellos, salvo a modo de recordatorio de que debían ser sustituidos por acuerdos de administración fiduciaria. Utilizando el término “interpretar” en el sentido poco técnico en que se emplea “interpréter” en el texto francés [p 193](el texto inglés tiene “construe”), el apartado 2 del artículo 80 establece que el apartado 1 no debe “interpretarse” en el sentido de que da motivos para retrasar o aplazar la negociación y celebración de acuerdos de administración fiduciaria.
Existen también otras razones para considerar correcta la interpretación dada por la Opinión Consultiva de 1950.
Interpretado como una mera “cláusula de salvaguardia”, el artículo 80 queda realmente reducido a la nada, a la inutilidad total. Si se considera que la liquidación de la Sociedad de Naciones puso fin a los mandatos o a las obligaciones de los mandatarios, el artículo queda privado de todo significado práctico. En este sentido, el juez MacNair tenía razón al afirmar “que es difícil ver la pertinencia de este artículo” (Recueil 1950, p. 160). Pero, ¿puede ser bueno un método de interpretación si lleva a la absurda conclusión de que un artículo de la Carta carece totalmente de sentido?
3. La historia del artículo 80 se ha estudiado a fondo, como se desprende de las publicaciones del Tribunal en los asuntos del suroeste de África. Examinarla de nuevo sería sobrecargar innecesariamente esta opinión; pero puede ser útil reproducir algunos textos que el Tribunal ya conocía en 1950.
El 14 de mayo de 1945 en San Francisco, en el Comité II/4, el delegado de Sudáfrica dijo que “los términos de los mandatos existentes no podían ser alterados sin el consentimiento de la Potencia mandante”. Su preocupación era proteger los derechos de los Estados en el período anterior a la conclusión de los acuerdos de administración fiduciaria, mientras que el delegado de Egipto expresó su preocupación por la preservación de los derechos de los pueblos administrados bajo mandato. Esto llevó a la proposición del delegado de Estados Unidos, en el sentido de que: “todos los derechos, cualesquiera que sean, siguen siendo exactamente los mismos que existen- que no aumentan ni disminuyen…”. (UNCIO docs., Vol. X, pp. 439 y 486, citado en I.C.J. Pleadings, International Status of South West Africa, p. 98). En el mismo sentido, el Sr. Stassen dijo que el propósito era “preservar los derechos durante ese período intermedio desde el momento en que se adopte esta Carta y el momento en que se negocien y completen los nuevos acuerdos” (8 de junio de 1945: números corridos 24, 25. Archivos de la ONU, Vol. 70, citado en I.C.J. Pleadings, ibid., p. 217).
En la Comisión II de la Conferencia de San Francisco, el Sr. Fraser (Primer Ministro de Nueva Zelanda), presidente del Comité de Administración Fiduciaria, dijo con respecto al informe de dicho Comité: “El Mandato no pertenece a mi país ni a ningún otro. Se mantiene en fideicomiso para el mundo”. También declaró que:
“El trabajo que queda por delante es cómo esos mandatos que antes supervisaba la Comisión de Mandatos de la Sociedad de Naciones pueden ahora ser supervisados por el Consejo de Administración Fiduciaria”.
El Sr. Fraser fue el último orador sobre el informe, y cuando hubo terminado, [p 194] el mariscal de campo Smuts, que lo presidía, lo declaró aprobado en su totalidad (docs. de la UNCIO,. 1144 (21 de junio de 1945) y 1208 (27 de junio de 1945), citados en I.C.J. Pleadings, ibid., p. 108).
El Mariscal de Campo Smuts, Primer Ministro de la Unión Sudafricana, respondió a una pregunta que se le formuló sobre el significado del apartado 2 del artículo 80 diciendo:
“Se trataba de evitar una situación en la que el mandatario dijera: ‘No quiero llegar a ningún acuerdo’. Adopta esta posición, que habiendo desaparecido la Sociedad de Naciones ahora somos libres, que podemos hacer lo que queramos” (Unión Sudafricana, Debates de la Asamblea Legislativa, 13 de marzo de 1946, citado en la declaración del Sr. Ingles (Filipinas), I.C.J. Pleadings, ibid., p. 242).
4. El artículo 80 es también la base de referencia o apoyo de la resolución de la Sociedad de Naciones de 18 de abril de 1946 FN1. La moribunda Sociedad de Naciones podía estar tranquila porque los principios de la Carta eran los mismos que los del artículo 22 del Pacto, preservándose el principio del bienestar y desarrollo de los pueblos que aún no pueden valerse por sí mismos. Habiendo refrendado con su firma de la Carta el Artículo 80, los mandatarios manifestaron su intención de seguir administrando los territorios de conformidad con el Artículo 22 del Pacto y los instrumentos de mandato.
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FN1 Sobre el tema del entendimiento de que las Naciones Unidas debían continuar la labor de la Liga, véase el preámbulo de la resolución de la Asamblea de la Liga de 19 de abril de 1946 y las observaciones del Relator y Presidente de la Primera Comisión (citadas en I.C.J. Pleadings, International Status of South West Africa, pp. 209 y ss.).
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La conclusión de que Sudáfrica seguía sujeta a las obligaciones internacionales contenidas en el artículo 22 del Pacto y que las funciones de supervisión de su cumplimiento debían ser desempeñadas por las Naciones Unidas se basa, pues, en la aceptación por el mandatario del artículo 80 (porque firmó la Carta), en la resolución de 18 de abril de 1946 (que declaraba terminadas las funciones de la Sociedad de Naciones y manifestaba su acuerdo con las disposiciones de la Carta) y en las declaraciones por las que los mandatarios anunciaban su intención de seguir administrando los territorios bajo mandato de conformidad con las obligaciones establecidas en los distintos mandatos.
5. Estas conclusiones han sido duramente criticadas y se ha puesto en duda la autoridad del Dictamen de 1950 sobre la base de lo que se ha denominado los “nuevos hechos”, hechos que, según se afirma, el Tribunal desconocía en 1950. Pero el estudio de los antecedentes, visto con una mente abierta, parece llevar a un resultado contrario[FN2]. La preocupación fundamental de la mayoría de los redactores de la Carta y de los liquidadores de la Sociedad de [p 195]Naciones era preservar los derechos de los pueblos y las garantías de esos derechos, y sólo en segundo lugar los derechos de los Estados (la cuestión de las puertas abiertas).
——————————————————————————————————————— [FN2] Véase la excelente exposición del asunto hecha por el Juez Jessup en una opinión disidente: I.C.J. Reports 1966, pp. 339-351.
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De la información facilitada por la propia Sudáfrica en la audiencia del 15 de marzo de 1971 sobre los antecedentes de la redacción del artículo 80, se desprende que, en el texto propuesto por el Comité Técnico, se establecía que nada debía alterar por sí mismo los derechos de ningún Estado o pueblo “ni los términos de ningún mandato”. Una propuesta egipcia también se refería a “los términos de cualquier mandato”. Estados Unidos habló de “una cláusula conservadora o de salvaguarda”, según la cual todos los derechos seguirían siendo los mismos y no se verían “ni aumentados ni disminuidos”. La propuesta siria también se refería a “los términos de cualquier mandato”. El Grupo Consultivo propuso que lo que debía especificarse que no se alteraba eran los derechos en sí . “o los términos de los instrumentos internacionales existentes”. Los Estados Unidos pidieron que constara en acta que entre los “derechos cualesquiera” se incluían todos los derechos previstos en el párrafo 4 del artículo 22 del Pacto. El Comité de Coordinación indicó que la intención del Comité II/4 era “congelar la posición actual”.
En estas discusiones, la Unión Soviética dijo que temía que el mantenimiento sin cambios del antiguo régimen de mandatos pudiera utilizarse como pretexto para retrasar la conclusión de acuerdos de administración fiduciaria y perpetuar indefinidamente los mandatos.
Una vez firmada la Carta [FN1], la Sociedad de Naciones se preocupó de garantizar la continuación de sus trabajos con vistas a la protección de los pueblos bajo mandato. El Dr. Liang propuso en la Primera Comisión, que discutía la transmisión de las funciones de la Sociedad de Naciones, un proyecto que recomendaba que las Potencias obligadas presentaran informes anuales a las Naciones Unidas hasta que se hubiera constituido el Consejo de Administración Fiduciaria. Este proyecto no fue aceptado, ya que quedaba fuera del mandato del Comité. Más tarde, cuando llegó el momento de discutir los mandatos, el Dr. Liang presentó otro proyecto en el que no se hacía referencia a los informes anuales, y que serviría de base para la resolución del 18 de abril de 1946. Se ha considerado que la retirada del primer proyecto del Dr. Liang y la redacción del nuevo proyecto constituyen una razón para rechazar la opinión de la Opinión Consultiva de 1950 de que las funciones de la Sociedad pasaron a las Naciones Unidas (opinión separada del Juez van Wyk, que cita la opinión disidente conjunta de los Jueces Sir Percy Spender y Sir Gerald Fitzmaurice, I.C.J. Reports 1966, p. 112). Pero si se abandonó el proyecto Liang no fue porque previera la transmisión de funciones, sino porque era poco realista en el sentido de que los informes no podían enviarse sin más a la Asamblea General. Era necesaria alguna [p 196] maquinaria especializada y eso, en opinión de la Unión Soviética, podía ser un pretexto para retrasar la institución del sistema de Administración Fiduciaria.
——————————————————————————————————————— [FN1]Cabe señalar que durante las diez reuniones celebradas por el Comité II/4, Argentina, Etiopía y Guatemala expresaron reservas con respecto al Artículo 80, pero Sudáfrica no lo hizo.
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También hubo preocupación en las Naciones Unidas con respecto a la necesidad de algún mecanismo organizado para supervisar la administración de los mandatos, de ahí la idea de un comité de administración fiduciaria temporal, como propuso Estados Unidos. Si esto no tuvo éxito fue debido a la oposición de la Unión Soviética, que consideraba todas estas propuestas como una forma de prolongar el sistema de mandatos y evitar el sistema de administración fiduciaria.
No se hace referencia a la no transmisión de funciones a las Naciones Unidas, ni a la extinción de las obligaciones de los mandatarios.
Al contrario, los Estados afirmaron estar dispuestos a cumplir sus obligaciones como mandatarios de acuerdo con el espíritu de los mandatos. El interés general parecía ser tratar de garantizar la transferencia a las Naciones Unidas de las funciones y responsabilidades del sistema de mandatos (declaración escrita de Sudáfrica, Cap. VIII, párr. 13).
Por su parte, Bélgica declaró (11 de abril de 1946) que era “plenamente consciente de todas las obligaciones que incumben a los Miembros de las Naciones Unidas en virtud del Artículo 80 de la Carta”.
Sudáfrica declaró que estaba dispuesta a aplicar los principios establecidos en la Carta (23 de diciembre de 1945), que era consciente de sus obligaciones y responsabilidades como signataria de la Carta (17 de enero de 1946), y que “según el párrafo 1 del Artículo 80, no se alteraría ningún derecho hasta que se concluyeran acuerdos individuales de administración fiduciaria” (22 de enero de 1946). Sudáfrica también reconoció la transmisión a las Naciones Unidas de los poderes relativos a los mandatos, ya que solicitó a la Asamblea General que acordara la anexión de África del Suroeste. Por último, en la carta del 23 de julio de 1947, se hacía referencia a la continuación de la presentación de informes.
La resolución de la Asamblea del 18 de abril de 1946 es de gran importancia. Se basa en el proyecto del Dr. Liang. Al proponer el nuevo proyecto, el Dr. Liang indicó que las funciones de la Sociedad de Naciones no se transferían automáticamente a las Naciones Unidas. Faltaba el órgano administrativo adecuado. La Sociedad de Naciones debería tomar medidas para garantizar “la aplicación continuada de los principios del sistema de mandatos”. Citó al profesor Bailey en el sentido de que “la Sociedad desearía tener garantías en cuanto al futuro de los territorios bajo mandato”. Al apoyar la propuesta del Dr. Liang, Francia declaró que la disolución de la Liga no debía considerarse como un debilitamiento de las obligaciones de los Estados mandatarios.
6. La resolución del 18 de abril de 1946 recordó el principio básico del sistema de mandatos, que consistía en garantizar el bienestar y la protección de los pueblos bajo mandato (art. 22 del Pacto). Reconocía el fin de las funciones de la Sociedad de las Naciones, aceptando al mismo tiempo su sustitución por las Naciones Unidas (la Carta contenía disposiciones [p 197] que podían aplicarse en el momento de la disolución de la Sociedad de las Naciones), y señalando que los principios del artículo 22 se habían plasmado en los capítulos XI, XII y XIII de la Carta. Cabe señalar la concordancia con el artículo 80. La Sociedad de Naciones estaba convencida de que la protección de los pueblos bajo mandato estaría garantizada por las Naciones Unidas, como lo había estado en virtud del Artículo 22 del Pacto.
Para estar doblemente segura, la resolución hizo constar solemnemente las declaraciones por las que los Miembros de la Sociedad que administraban territorios bajo mandato expresaban su intención de seguir administrándolos de conformidad con las obligaciones contenidas en los respectivos mandatos.
Una vez disuelta la Sociedad de Naciones, la preocupación de todos los Estados, excepto Sudáfrica, fue la rápida conclusión de acuerdos de administración fiduciaria. La falta de un órgano al que se pudieran presentar informes se atribuye al temor de retrasar la conclusión de los acuerdos de administración fiduciaria. Sin embargo, no hay pruebas de que hubiera dudas en cuanto a la transmisión a las Naciones Unidas de los poderes relativos a los mandatos. Al contrario, se esperaba la decisión de la Organización (incluso por parte de Sudáfrica) antes de declarar que los mandatos habían llegado a su fin.
7. Para disipar malentendidos, convendría aclarar el significado del Capítulo XI de la Carta y del artículo 73, que forma parte del mismo.
Considerar que la declaración relativa a los territorios no autónomos se aplica únicamente a los territorios no sometidos ni a mandato ni a administración fiduciaria es oscurecer su sentido. Tanto la redacción como la historia del artículo 73 demuestran que es de aplicación general.
Durante las primeras fases de redacción de la Carta, las disposiciones del Capítulo XI figuraban en el mismo capítulo que los artículos del actual Capítulo XII. Si la Sección A se convirtió en un capítulo aparte (actual Capítulo XI), fue porque se consideró inadecuado incluir una declaración general en el capítulo que regula el sistema de administración fiduciaria. Pero ello no ha mermado el carácter general del artículo 73.
Al presentar el informe del Comité II/4 a la Comisión II, el Mariscal de Campo Smuts explicó el alcance de la Sección A (que se convirtió en el Cap. XI) diciendo que la Sección A aplicaba el principio de fideicomiso a todos los territorios dependientes, ya fueran mandatos, territorios tomados de países derrotados o colonias existentes de Potencias. Esto abarcaba todo el campo de los territorios no autónomos. (UNCIO docs., Vol. VIII, p. 127.) El Sr. van der Plas señaló que la declaración del Artículo 73 se aplicaba a todos los territorios no autónomos, a los de estatuto colonial sobre una base voluntaria y a los de estatuto fiduciario, entre las obligaciones asumidas para ellos, sobre una base contractual (Comité de Coordinación, acta resumida de la 37ª Reunión, citada en I.C.J. Pleadings, International Status of South West Africa, p. 39).
El texto del artículo 73 muestra que la declaración relativa a los territorios no autónomos se aplica a “los territorios cuyos pueblos no hayan alcanzado todavía [p 198] la plenitud del gobierno propio”, sin mencionar ninguna excepción. No parece que nadie que interprete el texto tenga derecho a excluir los territorios no autónomos, como los territorios bajo mandato o bajo administración fiduciaria.
Por supuesto, las obligaciones impuestas a los Estados que administran territorios bajo mandato o administración fiduciaria son más amplias que las previstas en el caso de otros territorios no autónomos, pero la declaración del artículo 73, al ser general y complementaria, es aplicable a todos los territorios no autónomos.
El Artículo 73 recogió del Artículo 22 del Pacto el principio del “sagrado fideicomiso” y del carácter temporal de la administración de los territorios (“territorios cuyos pueblos no han alcanzado todavía la plenitud del gobierno propio”). Esto explica la referencia que hace la resolución de la Sociedad de Naciones de 18 de abril de 1946 al Capítulo XI de la Carta.
Durante los primeros años, Sudáfrica presentó informes a las Naciones Unidas. En ocasiones declaró que se trataba de suministrar información de conformidad con el artículo 73. Pero el hecho de que Sudáfrica diera ciertas interpretaciones a posteriori y se refiriera expresamente al artículo 73 no implica que con ello hubiera renunciado a su posición y obligaciones como mandataria; estaba cumpliendo los deberes que generalmente incumben a los mandatarios.
8. Se ha buscado un argumento adicional contra la transmisión de competencias en la resolución XIV de 12 de febrero de 1946 relativa a la transferencia de determinadas funciones y actividades. No contiene ninguna referencia a los mandatos, y de esta omisión se ha sacado la conclusión de que no hubo transmisión. Se trata de un argumento inexplicable, ya que el Subcomité del Comité Ejecutivo que se ocupó del posible traspaso de funciones y actividades de la Sociedad de Naciones declaró expresamente que la cuestión de los mandatos quedaba fuera de su mandato. Esto es natural, pues la cuestión ya había sido resuelta por el artículo 80 de la Carta en lo que respecta a la parte de las Naciones Unidas y por la resolución de 18 de abril de 1946 en lo que respecta a la parte de la Sociedad de las NacionesFN1.
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FN1 No hay que olvidar que la cesura entre la Sociedad y las Naciones Unidas es política, no funcional; véanse las observaciones de Bailey y Bourquin y el preámbulo de la resolución de la Sociedad de 18 de abril de 1946, en I.C.J. Pleadings, International Status of South West Africa, pág. 209 y nota 1.
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9. La Opinión Consultiva de 1950 también encuentra un sólido apoyo en los principios del Derecho interno.
Lauterpacht recuerda que la esencia del sistema de mandatos era la administración del territorio en interés de los pueblos indígenas; sostener que esto podía garantizarse sin supervisión habría sido reducir a una forma de palabras la decisión del Tribunal. Añade que rara vez hubo una ocasión más imperiosa para aplicar -como hizo la Corte en [p 199] efecto- la doctrina cy-près (The Development of International Law by the International Court, p. 279).
En virtud de dicha doctrina, que se aplica específicamente en el caso de los fideicomisos de beneficencia, un tribunal debe decidir “lo más cerca posible”, cambiando el fideicomisario o el método de administración en interés del beneficiario cuando ello sea necesario a la vista de las circunstancias (Bogert, Handbook of the Law of Trusts, 1952, p. 568; Keeton, Law of Trusts, 1939, pp. 148 y ss.; Hanbury, Modern Equity, 1946, p. 227; Keeton, Social Change in the Law of Trusts, 1958, p. 96).
En otros sistemas jurídicos no cabe duda de que si se suprime el órgano de supervisión existente en una situación de tutela y se establece otro (si, por ejemplo, se sustituye un conseil de famille por una supervisión judicial), el tutor pasa a ser responsable ante el nuevo órgano.
10. En realidad, la interpretación del artículo 80 por el Tribunal en 1950 tiene la virtud de impedir que el mandato se utilice para crear un título de anexión; tiene la virtud de impedir el fraus legis.
B. La regla de la unanimidad en el Pacto de la Sociedad de Naciones
1. Una manera indirecta pero eficaz de argumentar en contra de cualquier transmisión de poderes a las Naciones Unidas respecto de los mandatos es señalar su imposibilidad práctica, porque la regla de la unanimidad funcionaba respecto de las decisiones del Consejo de la Sociedad, y porque el mandatario estaba presente en las reuniones del Consejo, ya sea como miembro o por invitación del Consejo, debido a que sus intereses se veían especialmente afectados (Pacto, Art. 5, párr. 1, y Art. 4, párr. 5). Se confería así un derecho de veto obligatorio, vaciando de contenido los derechos y deberes de supervisión de la Liga e imposibilitando su transmisión; ningún poder o función práctica podría haber pasado a las Naciones Unidas.
2. Por lo tanto, es necesario estudiar la regla de la unanimidad y la posibilidad de su aplicación a un Miembro de la Sociedad de Naciones que fuera preceptivo.
En el momento del Dictamen solicitado al Tribunal sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental, Sudáfrica argumentó enérgica y enérgicamente que el Mandato había caducado, pero no mencionó la regla de la unanimidad. Sólo después del Dictamen de 1950 y de la creación del Comité sobre África Sudoccidental, en los debates del Comité y de la Asamblea dedicados a la aplicación del Dictamen, el Gobierno de la Unión Sudafricana se opuso a las propuestas del Comité, alegando que “no salvaguardarían, entre otras cosas, la regla de la unanimidad prevista en el Pacto de la Sociedad de NacionesFN1”.
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FN1 Carta de 25 de marzo de 1954 del Representante Permanente de Sudáfrica al Presidente del Comité sobre África Sudoccidental, Anexo I del Informe al Comité sobre África Sudoccidental, AG, OR, Novena Sesión, Suplemento nº 14, A/2666.
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[p 200]
Este argumento impresionó al Comité, cuyos miembros se mostraron divididos en sus opiniones. La Asamblea General se encontró ante dos propuestas. Según una de ellas, las resoluciones debían adoptarse “a reserva del voto concurrente de la Unión Sudafricana”; esta propuesta no obtuvo la mayoría necesaria. La otra culminó en la resolución 844 (IX) de 11 de octubre de 1954, por la que se pedía al Tribunal que emitiera un dictamen sobre el procedimiento de votación de las cuestiones relativas a Sudáfrica Sudoccidental, en particular sobre la cuestión de si la aplicación del párrafo 2 del artículo 18 de la Carta se ajustaba al Dictamen de 1950, y en caso afirmativo, sobre el procedimiento de votación que debía seguir la Asamblea General. (Véase el Dossier transmitido por el Secretario General de las Naciones Unidas, I.C.J. Pleadings, Voting Procedure on Questions relating to Reports and Petitions concerning the Territory of South West Africa, pp. 21 y ss.). El Gobierno de Sudáfrica no participó en el procedimiento, pero en las Notas Adicionales del Dossier transmitido por el Secretario General (ibid., pp. 38-48) y en la declaración escrita de los Estados Unidos (ibid., pp. 57-60), se estudió la cuestión de la unanimidad.
En el Dictamen de 1955, el Tribunal consideró que, a pesar de los argumentos sobre la regla de la unanimidad presentados ante la Asamblea General y los Comités de las Naciones Unidas, era innecesario “tratar las cuestiones planteadas por estos argumentos o examinar el alcance y el ámbito de aplicación de la regla de la unanimidad en virtud del Pacto de la Sociedad de Naciones”, porque la cuestión del grado de supervisión no incluía ni se refería al sistema de votación (I.C.J. Reports 1955, p. 74). El Dictamen afirma que:
“El sistema de votación está relacionado con la composición y las funciones del órgano. Forma parte de las características de la constitución del órgano. La adopción de decisiones por mayoría de dos tercios de los votos o por mayoría simple es uno de los rasgos distintivos de la Asamblea General, mientras que la regla de la unanimidad era uno de los rasgos distintivos del Consejo de la Sociedad de Naciones”. (C.I.J. Recueil 1955, p. 75.)
En consecuencia, el Tribunal rechazó el argumento de Sudáfrica de que existía incompatibilidad entre el procedimiento de votación contemplado por la Asamblea General y la regla de la unanimidad.
El Dictamen de 1950 había reconocido que la Asamblea General tenía derecho a ejercer las funciones de supervisión. El Dictamen de 1955 reconocía que estaba facultada para tomar decisiones relativas al Mandato por mayoría de dos tercios de los Miembros presentes y votantes. El juez Lauterpacht habría deseado que el Tribunal examinara el problema de la regla de la unanimidad en
[p 201] todos sus aspectos (Recueil 1955, p. 98). El Tribunal no lo hizo y la cuestión de la aplicación a los mandatos de la regla de la unanimidad, prevista en el Pacto, sigue abierta.
No obstante, en dos sentencias sucesivas, el Tribunal ha considerado que, según el Pacto y en el marco de la Sociedad de Naciones, la regla de la unanimidad era aplicable a los mandatos, sin haber sometido la cuestión a un estudio especial.
La Sentencia de 1962 se esforzó en demostrar que el sistema de protección judicial de la confianza sagrada contenida en cada mandato era una característica esencial del sistema de mandatos; subrayó la razón de ser y la necesidad de esta seguridad evidente, porque sin ella la supervisión por la Sociedad, y las medidas que debía adoptar el Consejo, no podían ser eficaces, “en cualquier caso la aprobación significaba el acuerdo unánime de todos los representantes, incluido el del mandatario” (Recueil 1962, p. 336).
Posteriormente, el Tribunal se basó en la regla de la unanimidad, pero para contradecir el argumento de la necesidad. El funcionamiento del sistema de mandatos era otro, habida cuenta de la regla de la unanimidad (Recueil 1966, pp. 44-47); “el Consejo no disponía de ningún medio para imponer su punto de vista a los man-datorios”, “en relación con las disposiciones de “conducta” de los mandatos, nunca se tuvo la intención de que el Consejo pudiera imponer su punto de vista a los distintos mandatorios”. “Por lo que se refiere a la posibilidad de que un mandatario pudiera estar actuando en contra no sólo de las opiniones del resto del Consejo, sino del propio mandato, el riesgo de ello se asumió evidentemente con los ojos abiertos” (ibíd., p. 46).
La autoridad de las Sentencias de 1962 y 1966 parece bastante débil. Están en clara contradicción entre sí y las referencias a la regla de la unanimidad son obiter dicta, destinados a reforzar el argumento, pero que no son el resultado de un estudio especial y profundo de la cuestión FN1.
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FN1 No se tomaron en consideración los argumentos y hechos basados en la práctica indicada en I.C.J. Pleadings, Voting Procedure on Questions relating to Reports and Petitions concerning the Territory of South West Africa, pp. 38-48 y 57-60; I. C.J. Reports 1955, pp. 98-106, y por juristas, J. F. Williams, “The League of Nations and Unanimity”, American Journal of International Law, Vol. 19, 1925. p. 475; C. A. Riches, The Unanimity Rule and the League of Nations, Baltimore, 1933.
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Sin embargo, no se pueden ignorar. La sentencia de 1966 equivale a decir que la regla de la unanimidad establecida en el Pacto no es simplemente una regla de procedimiento de votación, sino que afecta a la esencia misma de los mandatos. En consecuencia, cabe preguntarse si los mandatos no son así cesiones encubiertas. ¿Acaso los mandatos no tienen obligaciones jurídicas, sino sólo obligaciones morales? ¿Podría el Consejo de la Sociedad de Naciones no hacer nada para frenar la anexión de un territorio bajo mandato?
Parece, pues, que hay que seguir el consejo de Sir Hersch Lauterpacht y examinar la cuestión de la regla de la unanimidad en todos sus aspectos. [p 202]
3. Si la regla de la unanimidad plantea dificultades a quien pretende comprender el sistema de los mandatos, ello resulta en primer lugar de un error de perspectiva. ¿Debe considerarse la cuestión desde el punto de vista del artículo 22? Es ese artículo el que se trata de interpretar. Según sus disposiciones, la finalidad del mandato es la confianza sagrada hacia los nativos; la obligatoriedad es el instrumento mediante el cual la Sociedad de Naciones lleva a cabo su tarea civilizadora, siendo la consecuencia admitida la exclusión de toda posibilidad de anexión abierta o encubierta por parte de la obligatoriedad.
Para apreciar el significado del artículo 22, hay que recordar su origen. Los mandatos se fundaron en el Tratado de Versalles. Alemania cedió sus colonias africanas a condición de que se convirtieran en territorios bajo mandato. Las Potencias Aliadas y la Sociedad de Naciones aceptaron los territorios sujetos al deber de garantizar que los mandatarios a los que se confiaron los territorios cumplieran debidamente su sagrado encargo de civilización.
Alemania, como parte del Tratado de Versalles, tenía un interés legal en que la Sociedad de Naciones cumpliera el Artículo 22. Alemania no tenía derecho a supervisar la administración de los territoriosFN1, pero podía quejarse si el sistema de mandatos se transformaba en otro régimen, si un territorio bajo mandato se convertía en colonia o era anexionado.
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FN1 Por este motivo se rechazó la protesta de Alemania contra Bélgica en relación con Ruanda-Urundi.
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El artículo 22 desempeña un papel muy especial en el Pacto. Creaba una situación o institución independiente de la voluntad de los miembros de la Liga. Las disposiciones del Pacto podían modificarse por mayoría de votos (art. 26); el Mandato para África Sudoccidental podía modificarse con el consentimiento del Consejo (art. 7 del Mandato). Pero el Artículo 22 no podía derogarse ni modificarse. El régimen se estableció en beneficio de los pueblos de los territorios, y éstos fueron asignados sujetos a la obligación de respetar el Artículo 22. Este estatus especial del Artículo 22 es evidente.
Este estatus especial del Artículo 22 es evidente si se considera la estructura del Pacto. Este Artículo es una entidad normativa independiente, ajena incluso al resto de las disposiciones del Pacto. De hecho, quienes lo redactaron habían contemplado la posibilidad de insertar acuerdos de mandato en el Tratado de Paz (Informe Hymans, citado en el voto particular del Juez Jessup, I.C.J. Reports 1962, p. 391).
4. La relación entre un mandatario y el Consejo no es la misma que entre un miembro de la Liga y el Consejo. Según el instrumento de mandato para África del Sudoeste, el mandatario ejerce la administración en nombre de la Sociedad de Naciones (Preámbulo del mandato); puede aplicar su propia legislación al territorio (art. 2); asume una serie de obligaciones (arts. 2 a 5); debe presentar al Consejo un informe anual a satisfacción de éste con información completa [p203] sobre el territorio e indicando las medidas adoptadas para cumplir las obligaciones asumidas en virtud de los artículos 2, 3, 4 y 5 (art. 6).
Por tanto, el mandatario baja de la “plataforma” de la soberanía. La administración de un territorio bajo mandato no es algo que corresponda, ni esencial ni fortuitamente, a la competencia nacional propia de los Estados. La relación entre el Mandante (Sociedad de Naciones) y el Mandatario (Sudáfrica) o, si se prefiere, entre el tutor (tuteur) y la autoridad llamada a supervisar su gestión, no es una relación de igualdad inter aequales, sino de subordinación en materia de mandatos. El mandatario no tiene que administrar ni presentar informes a satisfacción del Consejo como miembro, con las condiciones y prerrogativas que implica esa relación; lo hace como mandatario que tiene que dar cuenta de su mandato.
El mandatario no puede desempeñar dos papeles diferentes e incoherentes. No puede disfrutar de las ventajas vinculadas a la administración del territorio con la túnica de mandatario y, después de haberse despojado de ella, ponerse la túnica de Miembro de la Sociedad de Naciones, hacer uso de su derecho de veto y eludir sus obligaciones como mandatario.
5. El párrafo 1 del artículo 5 del Pacto establece la regla de la unanimidad como general “salvo disposición expresa en contrario del presente Pacto”. Una disposición decisiva, que parece excluir la posibilidad de cualquier derogación implícita, o derogación por analogía, si no hay ninguna disposición expresamente contraria a la regla.
Pero la interpretación no merece llamarse así si se atiene a la corteza de las palabras, sacrificando supersticiosamente las demás normas de derecho, en el presente caso, al descuidar el artículo 22 del Pacto y los principios que lo inspiran.
(a) Para determinar el significado de los artículos 4 y 5 del Pacto, es necesario, en primer lugar, estudiar su finalidad particular.
En la época en que se redactó el Pacto, la regla de la unanimidad era fundamental como expresión y salvaguardia de la soberanía e independencia de los Estados. Al nacer la Sociedad de Naciones, se sintió la necesidad de tranquilizar a los gobiernos. Se dijo que “ninguna nación, ya fuera pequeña o grande, debía temer la opresión de los órganos de la Sociedad” (Lord Cecil, citado por Riches, loc. cit., p. 22); y también se dijo que se evitaría cualquier plan “en virtud del cual nuestro propio país [el Reino Unido] se viera expuesto a que se aprobara una recomendación en su contra por mayoría de votos en un asunto que afectara vitalmente a los intereses nacionales”. (Informe provisional del Comité Philiimore, 1918, Riches, loc. cit., p. 3.)
Puesto que tal era la finalidad, y la única finalidad, de la regla, era lógico que la Primera Comisión de la Segunda Asamblea [p 204] aceptara el informe de la Comisión de Londres, que después de haber explicado que la regla de la unanimidad servía para salvaguardar la soberanía de los Estados, dedujo de ello que la unanimidad no podía ser necesaria más que en los casos en que la soberanía de los Estados estuviera en peligro (Riches, loc. cit., p. 98). La Segunda Asamblea “volvió a explicar la adopción de la regla de la unanimidad en primer lugar como un medio de proteger ‘los derechos de la soberanía de los Estados’, y afirmaron además que sólo era necesario mantenerla cuando sirviera a ese fin (Riches, loc. cit., p. 117).
Esta regla de la unanimidad protegía no sólo a los miembros de la Liga, sino a todos los Estados. En la práctica del Consejo, era habitual considerar que el derecho a sentarse como miembro, que implica el derecho de voto, debe ser aplicable también por analogía a los países que no eran miembros de la Liga.
Además, es bien conocida la razón por la que existía una divergencia entre la forma absoluta de la norma y el carácter limitado de su objeto y finalidad.
Dos de los redactores del Pacto, Lord Cecil of Chelwood y el Sr. Scialoja, sugirieron en 1930, cuando se estaba examinando la enmienda al artículo 13 del Pacto, que sólo por inadvertencia se había insertado una disposición sobre la unanimidad cualificada en algunos de los artículos relativos a las controversias y se había omitido en otros FN1.
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FN1Lord Cecil: “siempre ha sostenido que debe haber sido por algún accidente que la norma del Pacto que dispone que la unanimidad no debe comprender a las partes en la controversia sólo se haya promulgado en ciertos casos. Obviamente si fuera la regla correcta debería aplicarse a todos los casos de disputa”.
Sr. Scialoja: “No había duda de que… había sido simplemente por un descuido que no se había dicho que los votos de las partes interesadas no debían figurar en el cálculo de la unanimidad.” (Dossier transmitido por el Secretario General de las Naciones Unidas, I.C.J. Pleadings, Voting Procedure on Questions relating to Reports and Petitions concerning the Territory of South West Africa, p. 41.)
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(b) El Tribunal Permanente ha declarado que:
“De lo anterior se desprende que, según el propio Pacto, en ciertos casos y más particularmente en el de la solución de una controversia, es aplicable la regla de la unanimidad, con la limitación de que los votos emitidos por los representantes de las Partes interesadas no afecten a la unanimidad requerida.
Es válida la conocida regla de que nadie puede ser juez en su propio pleito.
Desde un punto de vista práctico, exigir que los representantes de las Partes acepten la decisión del Consejo equivaldría a concederles un derecho de veto que les permitiría impedir que se adoptara cualquier decisión…”. (P.C.I.J., Serie B, nº 12, pp. 31-32). [p 205]
En consecuencia, se ha podido observar que:
“El requisito de la unanimidad, por más que se enuncie expresamente, está implícitamente matizado por este último principio [el principio de que una parte no puede ser juez en su propio pleito]; y . . . nada que no sea su exclusión expresa basta para justificar que un Estado insista en que, al actuar como juez en su propio caso, posea el derecho de dejar sin efecto una obligación internacional solemne que ha suscrito.” (Voto particular del Juez Lauterpacht, I.C.J. Reports 1955, p. 104.)
(c) En un estudio de la regla de la unanimidad, se ha dicho que “el derecho es la expresión de la voluntad de un organismo vivo”, y que “la permanencia del organismo exige que su constitución esté sujeta a reajustes según las condiciones de su vida” (Williams, loc. cit., págs. 475, 485). Esto es lo que hizo la Sociedad de Naciones.
Ya en 1921 se recomendó en una resolución que “en espera de la ratificación de la enmienda [del artículo 16], se excluyan los votos de las partes para determinar si se ha logrado de hecho la unanimidad” (Riches, loc. cit., p. 141).
Del mismo modo, y también para evitar el resultado absurdo de que la regla de la unanimidad pudiera impedir la aplicación del artículo 26 del Pacto, se consideró que para la propuesta de enmiendas al Pacto no era necesaria la unanimidad y que bastaba la mayoría requerida para las enmiendas (Riches, loc. cit., pp. 109, 115).
También podrían citarse litigios en los que el Consejo consideró que sus resoluciones eran vinculantes a pesar del voto en contra de una de las partes (véase el voto particular del juez Lauterpacht, I.C.J. Reports 1955, p. 101; Riches, loc. cit., p. 145). FN1. Por último, podrían citarse todas las resoluciones sobre cuestiones en las que la Liga debía desempeñar funciones administrativas (Riches, loc. cit., pp. 161, 166).
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FN1 Naturalmente, por razones políticas, el Consejo podía considerar no vinculantes resoluciones a las que se oponía una de las partes: casos de Lituania y Japón (Riches, loc. cit., pp. 148-152).
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(d) Tras un examen minucioso de la práctica de la Liga, se ha podido concluir que “muestra una decidida disposición por parte de los Miembros a no permitir que la regla de la unanimidad haga impotente a la Liga, y ello a pesar de las disposiciones explícitas del instrumento jurídico que constituye su ley fundamental” (Riches, loc. cit., p. 117).
(e) La aparente contradicción entre el artículo 22 y los artículos 4 y 5 del Pacto debe superarse teniendo en cuenta el valor relativo de esas disposiciones.
Los artículos 4 y 5 son normas de carácter abstracto y general; su finalidad es ajena a la relación del mandatario con [p 206] el mandante por cuenta del cual ejerce su administración. Así, la no aplicación de la regla de la unanimidad a las funciones del Consejo relativas al mandato no contradice el objeto y la finalidad de los artículos 4 y 5, a saber, el respeto de la competencia exclusiva de los Estados. El artículo 22, por el contrario, dio origen a una institución cuya naturaleza es incompatible con la posibilidad del ejercicio del veto por el mandatario.
Es tan contrario a los conceptos de mandato y de tutela, así como a la buena fe, establecer y regular el control del obligado haciendo que “dicho control sea nominal e ineficaz”, dejando a la buena voluntad del obligado el cumplimiento de sus obligaciones, que ello “no puede deducirse de manera concluyente del mero hecho de que el acto de base prevea la regla de la unanimidad” (véase el voto particular del Juez Lauterpacht, Recueil 1955, p. 99).
Además, el principio nemo-judex in re sua prohíbe que un administrador, tutor (tuteur) o mandatario sea la persona que decida o juzgue si ha cumplido o no sus obligaciones como tal: “no hay ninguna razón válida para distinguir, en relación con la aplicabilidad del principio de que nadie es juez en su propia causa, entre los órganos judiciales y los órganos de control” (voto particular del Juez Lauterpacht, ibíd., p. 100).
La cuestión planteada por la regla de la unanimidad es la misma que se plantea en la práctica en Derecho interno, donde se responde apelando al concepto de fraus legis. Este concepto se caracteriza por el hecho de que se busca la protección de una norma general abstracta para evitar la aplicación de otra norma destinada a resolver un punto concreto. En los casos en que la norma abstracta no tenga por objeto resolver el punto concreto, se aplicará la norma que contemple directamente dicho punto.
Por lo tanto, la pretensión de Sudáfrica de que se aplique la regla de la unanimidad puede calificarse de agere in fraudem legis. Una interpretación de los artículos 22, 4 y 5 del Pacto que justificara la negativa del mandatario a cumplir las obligaciones que ha aceptado por el instrumento del mandato y por la firma del Pacto, podría calificarse de interpretatio in fraudem legis.
Al mismo efecto, debe añadirse que la idea de la aplicación de la regla de la unanimidad a los mandatos no era generalmente aceptada por los escritores en la época de la Liga. Wright la rechazó decisivamente basándose en el dictamen emitido en el llamado caso Mosul y en los artículos 15 y 16 del Pacto (Mandates Under the League of Nations, pp. 132 y 2). En la sesión de 1931 del Institut de Droit International celebrada en Cambridge, en la que se debatieron los mandatos internacionales, Borel planteó la cuestión de la regla de la unanimidad en relación con la revocación de los mandatos. Seferiades argumentó entonces que, aunque las decisiones del Consejo se adoptaban por unanimidad, no se tenía en cuenta el voto del mandatario. Rolin [p 207] declaró que la unanimidad no era necesaria, pero que la discusión de la cuestión era inoportuna. La discusión no prosiguió, pero el voto favorable a la revocación implicó el rechazo de la aplicación de la regla de la unanimidad a los mandatos (Annuaire de l’Institut de droit international, Vol. II, p. 58). Los numerosos autores que afirman que la Liga tenía derecho a revocar los mandatos parecen compartir implícitamente la misma opinión. Muy recientemente, Dugard ha sostenido que la regla de la unanimidad no era aplicable a los mandatos (“The Revocation of the Mandate for South West Africa”, A.J.I.L., 1968, págs. 89 y ss.).
V. Posibilidad de caducidad por el mandatario – la naturaleza del mandato
Es necesario recordar las características del régimen de los mandatos, pues sólo a la luz de su naturaleza será posible decir qué poderes poseía la Sociedad de Naciones y posee ahora las Naciones Unidas en su lugar.
Los mandatos no son una simple concesión otorgada por las Principales Potencias Aliadas y Asociadas a los Estados mandatarios. El mandato es una institución muy compleja.
Se basa en la cesión por parte de Alemania de sus colonias en África (artículos 118 y 119 del Tratado de Paz). Esta cesión no fue pura y simple, sino sub modo. Los territorios en cuestión no pasaron bajo la soberanía de los Estados obligatorios. En el Tratado, los Estados obligatorios fueron designados como los “gobiernos que ejercen autoridad sobre dichos territorios” (art. 127); los territorios fueron transferidos “a la Potencia mandataria en su calidad de tal”; los territorios debían ser “administrados por un mandatario en virtud del artículo 22 de la Parte I (Sociedad de Naciones) del presente Tratado” (art. 257); también se hizo referencia a cualquier Potencia “que administre el antiguo territorio alemán como mandatario en virtud del artículo 22 de la Parte I (Sociedad de Naciones)” (art. 312). Fue este artículo 22 el que estableció los principios de la nueva institución.
La Sociedad de Naciones asumió la responsabilidad de un “sagrado fideicomiso de civilización”[FN1], “en interés de la población indígena”, hasta el momento en que los pueblos en cuestión fueran “capaces de valerse por sí mismos”. De este modo, el Pacto señalaba el carácter temporal de los mandatos; debían llegar a su fin cuando las poblaciones indígenas fueran capaces de gobernarse por sí mismas. El General Smuts intentó que se suprimiera esta referencia al carácter cronológicamente finito de los mandatos, y para ello propuso que se suprimiera la palabra “todavía” en la frase “todavía no sean capaces de valerse por sí mismos”; pero esta enmienda fue rechazada.
——————————————————————————————————————— [FN1] El Sr. Fraser (Nueva Zelanda), entonces presidente de la Comisión II/4, concluyó su informe a la Segunda Comisión con las siguientes palabras: “El mandato no pertenece a mi país ni a ningún otro. Se mantiene en fideicomiso para el mundo”. (21 de junio de 1945, UNCIO doc. 1144, Vol. VIII, p. 154; citado en I.C.J. Pleadings, International Status of South West Africa, p. 222.
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La Sociedad de Naciones confió “la tutela de dichos pueblos… a las naciones avanzadas”, siendo el método que “esta tutela sea ejercida por ellas como Mandatarios en nombre de la Sociedad “FN1. Los poderes de administración fueron confiados a los mandatarios por la Liga “con sujeción a las salvaguardias antes mencionadas en interés de la población indígena”. Más concretamente, se constituyó una Comisión Permanente para recibir y examinar los informes anuales de los mandatarios y asesorar al Consejo sobre todas las cuestiones relativas al cumplimiento de los mandatos. En el Mandato para África Sudoccidental, además de la referencia al Artículo 22 del Pacto, se dispuso que el Mandatario debía presentar al Consejo de la Sociedad de las Naciones informes anuales a satisfacción del Consejo, que contuvieran información completa con respecto al Territorio e indicaran las medidas adoptadas para cumplir ciertas obligaciones especificadas (Art. 6).
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FN1 El Gobierno de Nueva Zelanda dijo en 1926: “Samoa Occidental no es parte integrante del Imperio Británico, sino un niño del que hemos asumido la tutela” (Actas de la Décima Sesión de la Comisión de Mandatos Permanentes, 1926, p. 24: citado en I.C.J. Pleadings, International Status of South-West Africa, p. 203).
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La supervisión por el órgano de la comunidad internacional es una característica distintiva del mandato (Wright, Mandates under the League of Nations, 1930, pág. 64) y está en conformidad con su propia naturaleza (I.C.J. Reports 1950, págs. 133 y 136). “De hecho, excluir las obligaciones relacionadas con el mandato sería excluir la esencia misma del mandato” (I.C.J. Reports 1962, pág. 334)FN2. La “sagrada confianza” respecto de los pueblos indígenas era una grave responsabilidad para la Sociedad de las Naciones y ahora para las Naciones Unidas, que sólo puede cumplirse mediante la modalidad de supervisión y las posibilidades que ofreceFN3.
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FN2 “La supervisión internacional prevista en los párrafos 7 y 9 del artículo 22 del Pacto es la piedra angular de todo el sistema de mandatos”; “De las decisiones del Consejo se desprende claramente que lo que se pretende es una supervisión efectiva y auténtica, no puramente teórica o formal”. (El sistema de mandatos. Origen-Principios-Aplicación, p. 33; citado en I.C.J. Pleadings, Admissibility of Hearings of Petitioners by the Committee on South-West Africa, p. 28).
FN3 “En cuanto a la responsabilidad de la Liga de velar por la observancia de los términos de los mandatos, el Consejo interpreta sus deberes a este respecto de la manera más amplia”. (Op. cit., p. 34, citando un informe presentado por el Consejo a la Asamblea el 6 de diciembre de 1920, League Assembly Doc. 20/48/161; citado en I.C.J. Pleadings, ibid., p. 29.)
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La tarea que los Estados obligatorios deben realizar “en nombre” de la Liga se califica de función “obligatoria” y consiste en el ejercicio de la “tutela”. Se caracteriza, como los mismos términos implican en derecho municipal, por la ausencia de interés propio. Así lo proclamaron solemnemente las Potencias Aliadas (16 de junio de 1919) en respuesta a una protesta del Gobierno alemán [p 209] en la Conferencia de Paz: “Las Potencias Mandatarias que, en la medida en que puedan ser nombradas Fideicomisarias por la Sociedad de Naciones, no obtendrán ningún beneficio de tal Fideicomiso…”. Esta concepción se refleja en el artículo 257 del Tratado de Paz, cuyo efecto es que el valor de las posesiones alemanas así transferidas no se tuvo en cuenta en el cálculo de las reparaciones que debía pagar Alemania (van Rees, Les mandats internationaux, 1927, pp. 18 y ss.). El mismo argumento de la ausencia de intereses fue utilizado por las Principales Potencias Aliadas y Asociadas cuando Italia reclamó compensaciones territoriales basándose en las promesas hechas por Francia y Gran Bretaña :
“Los territorios que les fueron confiados bajo mandato no representan ningún aumento de sus posesiones coloniales; los territorios en cuestión sólo pueden pertenecer, bajo el sistema de los mandatos, a los pueblos que los habitan” (Stoyanovski, La théorie générale des mandats internationaux, 1925, p. 18).
En consecuencia, los derechos del mandatario “son, por así decirlo, meros instrumentos que se le dan para que pueda cumplir sus obligaciones” (Recueil 1962, p. 329).
Esta concepción tiene importantes consecuencias prácticas. El mandatario no tiene poder para ceder o arrendar ninguna parte del territorio bajo mandato (informe Sjöberg, citado por Wright, op. cit., p. 122). La Comisión de Mandatos Permanentes protestó contra la declaración de Sudáfrica en el acuerdo fronterizo de 1926 entre Sudáfrica y Portugal de que Sudáfrica “posee soberanía” en la zona bajo mandato (Wright, op. cit., pp. 121,201 y ss., 446)FN1. La Comisión insistió en que “como corolario directo de la falta de soberanía… los mandatarios no obtienen ningún beneficio directo del territorio” (ibíd., p. 214), y que “incluso en los territorios C se examinan las discriminaciones económicas para comprobar que no van en contra de los intereses de los habitantes de la zona” (ibíd., p. 215).
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FN1 En esa ocasión, el representante de Sudáfrica, Sr. Smit, dijo que “el Gobierno de la Unión Sudafricana ejercía y poseía esa soberanía [sobre el Territorio de África Sudoccidental] en nombre de un tercero indefinido”. Esa era su posición: no podía hablarse de anexión”. (Acta de la Undécima Sesión de la Comisión de Mandatos Permanentes, 1927, p. 92; citada en I.C.J. Pleadings, International Status of South-West Africa, p. 197.)
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Van Rees considera que los territorios bajo mandato tienen una individualidad distinta; las Potencias mandatarias son administradoras bajo la obligación de respetar estrictamente la integridad de los territorios; las tierras desocupadas o sin dueño forman parte de la propiedad del territorio (Les mandats internationaux, p. 22). La Comisión Permanente de Mandatos también declaró en 1925 que las contribuciones o donaciones hechas por los territorios bajo mandato a la Potencia obligatoria sólo eran admisibles si se referían a instituciones u obras de las que pudiera decirse que beneficiaban material o moralmente al territorio bajo mandato [p 210].
(Bentwich, The Mandates System, pp. 106 y ss.). En 1927, la Comisión declaró que los ferrocarriles y los puertos construidos por los alemanes en África del Suroeste no podían considerarse como habiendo pasado al dominio de Sudáfrica; instó a que se declarase que pertenecían al territorio administrado por la Unión; en 1929, Sudáfrica dio explicaciones de acuerdo con la petición que se le había hecho (ibid., p. 96).
El instrumento que contenía el Mandato para el África Sudoccidental Alemana, fechado el 17 de diciembre de 1920, adoptó la forma de una declaración hecha por el Consejo de la Sociedad de Naciones. Su naturaleza ha sido discutida por los juristas, que no han podido clasificarla en ninguna de las categorías jurídicas conocidas. Se creó, como los demás mandatos, de la siguiente manera. Alemania cedió el África Sudoccidental Alemana a las Principales Potencias Aliadas y Asociadas, para que fuera administrada por el mandatario de conformidad con el artículo 22 del Pacto. Las Principales Potencias acordaron que se confiriera un mandato a Su Majestad Británica para ser ejercido en su nombre por la Unión Sudafricana, de conformidad con el artículo 22 del Pacto. Su Majestad Británica, actuando en nombre de Sudáfrica, se comprometió a aceptar el Mandato y a ejercerlo en nombre de la Sociedad de Naciones. El Consejo de la Sociedad de Naciones, teniendo en cuenta el párrafo 8 del artículo 22, tomó una decisión sobre los puntos mencionados en dicha disposición y confirmó el Mandato.
Fue un proceso complicado, en el que las contribuciones de los distintos participantes variaron en importancia. La de Sudáfrica fue la más pasiva: Su Majestad Británica se comprometió a aceptar el Mandato en su nombre. De este modo nació una institución internacional cuya esencia se encuentra en el artículo 22 del Pacto, como por otra parte se desprende de las continuas referencias a este artículo en el Tratado de Versalles y en el instrumento del mandato. La resolución de 18 de abril de 1946, que constituyó el testamento final de la Sociedad de Naciones, se refería también a los principios básicos del artículo 22; son estos principios los que dan sentido al sistema de mandatos.
El sagrado fideicomiso con respecto a los pueblos indígenas de los territorios bajo mandato es una responsabilidad directa de la comunidad internacional organizada. La Sociedad de Naciones y, desde el 18 de abril de 1946, las Naciones Unidas, tienen el deber de garantizar a esos pueblos que esa confianza no será traicionada por la conducta de los mandatarios que actúan, como lo hacen, en su nombre. Son estos principios los que dan lugar a obligaciones bien definidas para las Naciones Unidas y los mandatarios.
VI. Posibilidad de retirada del mandato
A. Revocabilidad de los Mandatos
Teniendo en cuenta lo anterior, la cuestión previa clave para la respuesta que debe darse a la solicitud de dictamen es si la Asamblea General [p 211] adoptó una decisión ultra vires cuando declaró terminado el Mandato confiado a Sudáfrica. Incluso si se admite que las Naciones Unidas sucedieron a la Sociedad de Naciones en sus poderes de supervisión, es evidente que si la Sociedad de Naciones no podía retirar el mandato a Sudáfrica, las Naciones Unidas no podían haber recibido poderes que la Sociedad no tenía. Por lo tanto, es necesario considerar si la Sociedad de Naciones tenía poder para poner fin a los mandatos.
La lucha entre colonialistas y progresistas no terminó con la firma del Pacto. Es comprensible que los colonialistas consideren y afirmen que el sistema de mandatos es una forma velada de anexión, que la soberanía sobre los territorios bajo mandato pertenece a los mandatarios y que la concesión de un mandato es definitiva e irrevocable. Para defender el interés colonial, sus partidarios tienen que superar el obstáculo de la expresión de los fines del sistema de mandatos que se encuentra en el artículo 22 del Pacto. Para lograrlo, esgrimen los siguientes argumentos: El artículo 22 no menciona ningún derecho de revocación; pero si se hubiera querido conferir tal derecho a la Sociedad de Naciones, se habría previsto expresamente en el Pacto. Los Estados obligatorios, o la mayoría de ellos, revelaron francamente, en el curso de las discusiones que precedieron a la redacción del artículo 22, su deseo de obtener la anexión pura y simple. Los mandatos fueron concedidos a los Estados por las Principales Potencias Aliadas y Asociadas, y no por la Sociedad de Naciones; y puesto que las Principales Potencias habían adquirido esos territorios por conquista, sólo ellas, y no la Sociedad, podían haberse reservado la facultad de revocar un mandato.
Estos argumentos parecen algo débiles. La regla inclusio unius exclusio alterius no puede aplicarse cuando la finalidad de una norma muestra que es necesaria una interpretación en armonía con la ratio iuris para que surta efecto. No hay motivo para tener en cuenta los deseos y esperanzas de determinadas partes en el Pacto, más que cualquier reserva mental, si fueron ignorados por las demás partes en el momento de la firma, aunque Sudáfrica se base ahora en ellos. Las Potencias Principales no adquirieron los territorios mediante conquista (no hubo debellatio), y si Alemania cedió esos territorios en el Tratado de Versalles, fue para que pudieran ser puestos bajo mandato, de conformidad con el artículo 22 del Pacto.
En vista de la debilidad de los argumentos que acabamos de exponer, es la posición contraria, favorable al derecho de la Sociedad de Naciones a poner fin a un mandato, la que debe prevalecer. Pero los que sostienen este punto de vista están a su vez divididos en cuanto al fundamento del derecho.
Está claro que la idea original del sistema de mandatos implicaba la posibilidad de revocación. Para el general Smuts, que lo expresó con palabras, la asignación de un mandato era una señal de gran confianza y un honor, y un mandato no debía ser una fuente de beneficio o ventaja privada para los nacionales del mandatario (The League of Nations: A Practical Sugges-[p 212]tion, 1918, págs. 21 y ss.); continúa diciendo que la Liga debía reservarse “el poder completo de control y supervisión últimos, así como el derecho de apelar a ella desde el territorio o el pueblo afectado contra cualquier incumplimiento grave del mandato por parte del Estado mandatario” (ibid…, p. 23). Pero eran territorios europeos en los que el general Smuts pensaba como posibles mandatos, y fue él quien más tarde pediría la anexión de los territorios africanos. Fue Wilson quien quiso que el sistema de mandatos se extendiera a los territorios africanos, conservando los principios formulados por el general Smuts.
El silencio del artículo 22 sobre la cuestión de la revocación se explica por las circunstancias en las que se redactó. A diferencia de los demás artículos del Pacto, no fue redactado por expertos conocedores de las sutilezas de la interpretación jurídica: es bien sabido que fue elaborado por políticos, sin ser revisado por expertos. A la sociedad internacional de la belle époque no le gustaba mencionar asuntos desagradables y prefería dejar que se entendieran. Habría sido de mal gusto referirse a la posibilidad de que una de las Potencias Principales traicionara la sagrada confianza que se le había conferido. Sin embargo, este riesgo remoto quedaba cubierto, gracias a los términos empleados.
Que tal era la situación en aquel momento parece confirmarse por lo que se sabe de las discusiones preliminares que precedieron a la redacción del Pacto, y por lo que se sabe de la opinión de los miembros de la Comisión de Mandatos Permanentes.
En las reuniones preliminares a la redacción del Pacto, algunos gobiernos mostraron su preocupación por las condiciones que debían aplicarse a los mandatos; podría no haber interés en tener un mandato si éste fuera revocable en cualquier momento. Estas dudas se disiparon con la afirmación de que tal revocación era prácticamente imposible. No se negó la posibilidad legal de revocación, pero se intentó calmar sus temores explicando que tal posibilidad no era previsible, teniendo en cuenta a qué Potencias se había acordado conceder mandatos y qué Potencias componían el Consejo de la Sociedad de Naciones.
Los miembros de la Comisión de Mandatos Permanentes debían debatir la cuestión de la revocabilidad. Tenían el deber de favorecer el desarrollo económico de los territorios bajo mandato. Pero algunos de ellos han expresado su temor de que la posibilidad de revocación ahuyente a los inversores. ¿Qué hacer para disipar estos temores? De los informes de los debates se desprende que no se quiso dar una respuesta negativa definitiva, sino que no se escatimaron esfuerzos para reforzar la seguridad de que una revocación era inconcebible en la práctica. Sólo van Rees considera que ha encontrado apoyo jurídico para su opinión en la de Rolin; pero puede decirse en respuesta que este último autor considera que la revocación es posible en caso de abuso grave de un mandato [FN1]. La opinión de los [p213] mejores conocedores de los territorios bajo mandato, y de los administradores coloniales, parece algo desfavorable a la irrevocabilidad. Van Rees, tan preocupado por tranquilizar a los inversores, menciona entre las preguntas que el artículo deja sin respuesta: ¿son revocables los mandatos y, en caso afirmativo, cuál es la autoridad competente para tomar tal decisión? No da respuesta a la pregunta (Les mandats internationaux, 1927, p. 14). Sir Frederick Lugard, que ante la Comisión había subrayado lo inconcebible de la hipótesis de la revocación, admite sin duda alguna la posibilidad de la revocación en su libro fundamental. Lo hace cuando trata de la situación jurídica de las personas bajo mandato: “la persona ‘protegida bajo mandato’ comparte con el propietario de una finca ‘un titre précaire’ sujeto a las contingencias de revocación, rendición o renuncia del mandato” (The Dual Mandate in British Tropical Africa, 2ª ed., 1923, p. 56; 5ª ed., 1965, p. 56). FN1
——————————————————————————————————————— [FN1] Después de haber dicho que un mandato es una enajenación irrevocable, prosigue: “No sería revocable contra este último [el mandatario] más que por un incumplimiento de las condiciones de la concesión tan grave que pusiera de manifiesto la incapacidad fundamental del mandatario para administrar el territorio de conformidad con el Pacto” (“Le système des mandats coloniaux”, Revue de droit international et de législation comparée, 1920, pp. 352 y ss.).
FN1 Rappard, después de haber observado ante la Comisión Permanente de Mandatos que la revocabilidad de los mandatos se ajustaba a los principios generales, añadió: “Afirmar que, por indigna que sea en teoría una Potencia mandataria, su mala acción no podría nunca, en ninguna circunstancia concebible, dar lugar a la revocación, sería debilitar, ante la opinión pública, ese sentimiento que da su valor especial a la institución de la que somos los defensores reconocidos” (Actas de la sexta sesión, 1925, págs. 157; citado en I.C.J. Pleadings, International Status of South-West Africa, p. 230, nota 3).
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Los autores que defienden la revocabilidad apoyan su opinión con diversos argumentos que aducen: la naturaleza básicamente temporal de los mandatos; la necesidad de que lleguen a su fin en el caso de un pueblo maduro para la independencia; la soberanía de la Sociedad de Naciones; las sanciones derivadas del incumplimiento de un deber; los principios generales que rigen los mandatos, los fideicomisos y la tutela; la manifestación de poderes de supervisión y control; la imposibilidad de cooperación, y la necesidad de proteger a los pueblos. Esta abundancia de motivos no demuestra la debilidad del argumento, sino que es consecuencia de la variedad de aspectos del mandato como institución, y de la posibilidad de prever diversas causas de terminación.
Desde el punto de vista jurídico, no es del todo correcto afirmar que los poderes de la Sociedad de Naciones correspondían al ejercicio de la exceptio non adimpleti. Esa es una de las características de los contratos bilaterales, pero también es la manifestación de un principio general. En el caso de los contratos, si una de las partes incumple, la otra, que está cumpliendo sus propias obligaciones contractuales básicas, no sólo puede declarar resuelto el contrato, sino reclamar daños y perjuicios y la restitución de lo recibido en virtud del contrato (un ejemplo es la concesión de bases militares: si el tratado se resuelve por incumplimiento del Estado concedente, éste debe restituirlo). Pero hay otras relaciones que se caracterizan por una facultad [p 214] especialmente rigurosa para poner fin al vínculo contractual y reclamar la restitución. En el caso de los mandatos, tutelas y fideicomisos, se confiere un poder particular para poner fin a la situación a una parte o a una autoridad. La parte que otorga poderes para administrar en su nombre o por su cuenta puede retirarlos (y debe retirarlos si se confieren para el cumplimiento de sus propias obligaciones para con un tercero) en caso de que su destinatario no cumpla las obligaciones asumidas, manifieste su falta de voluntad de cumplirlas o niegue su existencia. La particular naturaleza jurídica de los mandatos internacionales obliga a tener en cuenta estas consideraciones.
Parece que en la redacción del artículo 22 se hizo un esfuerzo por hacer hincapié en los fines fundamentales del mandato. Los términos empleados -mandato, fideicomiso, tutela- evidencian cada uno a su manera el carácter común de la encomienda de un fideicomiso (fides facta) funciones protectoras ejercidas para la organización internacional y en su nombre por el mandatario. Este último está vinculado por el mandato, como la organización, con poder de officium. Por esta razón, al parecer, se eligió el término “tutela”. Una de las expresiones que se encuentran en el apartado 1 del artículo 22 es prácticamente la misma que la definición estándar de tutela (qui propter aetatem suam sponte se defenderé nequit; Digest, 26, 1, 1, pr.). Esto concuerda también con la naturaleza de un fideicomiso, que también se considera que tienen los mandatos. Un tutor en el sistema del Common-Law se encuentra en la posición de un fideicomisario (“la relación de tutor y pupilo es estrictamente la de fideicomisario y cestui que trust”). Como estos conceptos jurídicos contemplan esencialmente la protección de personas (en este caso, pueblos) que no pueden gobernarse a sí mismas, la consecuencia necesaria es el ejercicio de una vigilancia sobre la persona a la que se confía la tutela, “vigilancia del guardián”, y en caso de incumplimiento grave de sus deberes (fides fracta) la pérdida o caducidad de la tutela.
Así pues, se observará que, habida cuenta de la redacción del artículo 22 y de los términos utilizados en el mismo, no era necesario mencionar la revocación de los mandatos. La naturaleza esencial de este concepto implica, clara y evidentemente, la posibilidad de poner fin al mandato, e incluso el deber que incumbe a la organización de hacerlo en caso de incumplimiento grave de las obligaciones por parte del mandatario. Un mandato que no pudiera revocarse en tal caso no sería un mandato, sino una cesión de territorio o una anexión encubierta.
Resulta difícil creer que, por una parte, el funcionamiento del sistema de mandatos se organizara para incluir una Comisión Permanente que controlara la administración del mandatario y que, por otra, se dejara al mandatario libertad para hacer lo que considerara oportuno, aunque fuera en contra de la propia naturaleza del mandato, que consistía en ponerle en posesión del territorio sin ninguna obligación por su parte (sub hac conditione si volam, nulla fit obligatio; Digesto, 44, 7, 8). Sería realmente excesivo que se permitiera al mandatario hacer lo que quisiera, cometer, en nombre de la organización, actos contrarios a los fines del [p 215] artículo 22. Cualquier interpretación que negara la posibilidad de poner fin al mandato en caso de violación flagrante por un mandatario de sus obligaciones reduciría el artículo 22 a un flatus vocis, o más bien a una “burla condenable”, al dar cierto color de legalidad a la anexión de territorios bajo mandato.
Estas consideraciones explican por qué la communis opinio es favorable a la facultad de revocación. En la sesión de Cambridge del Institut de droit international (julio de 1931), se adoptó una resolución sobre los “Mandatos internacionales”. El artículo VII reza así: “Las funciones del Estado mandatario cesan con la dimisión o la revocación del mandatario…”. La remoción del Estado mandatario y la abrogación del mandato deben ser decididas por el Consejo de la Sociedad de Naciones; dicha abrogación también puede resultar de la admisión de la entidad bajo mandato como Miembro de la Sociedad de Naciones. La palabra revocación se incluyó por 27 votos a favor y 15 en contra (Annuaire de l’Institut, 1931, Vol. II, p. 60: para el texto de la resolución, véase ibíd., pp. 233 s). Las objeciones formuladas contra esta expresión son de diversa índole. Wehberg pensaba que la Liga podía retirar unilateralmente un mandato, incluso en ausencia de falta grave por parte del mandatario, ya que la Liga tenía soberanía sobre el territorio. Verdross subrayó que la terminación del mandato debía basarse en los principios de derecho que permiten la caducidad por incumplimiento de las obligaciones. Gidel citó la exceptio non adimpleti contractus. Pero el ponente, Rolin, defendió el término revocación afirmando que era de la esencia del control implicar sanciones adecuadas: “al aceptar administrar un territorio bajo el control de la Sociedad de Naciones, el Estado mandatario había aceptado implícitamente la sanción de revocación de su confianza” (para el debate, véase ibíd., pp. 54-59).
Se ha señalado que la función del Instituto es sólo de lege ferenda y que, por consiguiente, no se puede buscar apoyo en este ámbito para la interpretación del artículo 22 del Pacto. Este argumento parece pasar por alto que, en la votación final de esta ocasión, varios miembros se abstuvieron y explicaron su abstención diciendo que la resolución se refería a la interpretación del Pacto (así James Brown Scott, Huber, Fischer Williams y probablemente Diéna: ibid., pp. 66 y ss.).FN1
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FN1 Hubo 18 abstenciones, 38 votos a favor y ninguno en contra de la resolución.
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Más recientemente, desde la disolución de la Sociedad de Naciones, escritores independientes han defendido el carácter temporal de los mandatos y la posibilidad de su revocación (Crawford, “South West Africa: Mandate Termination in Historical Perspective”, The Columbia Journal of International Law, Vol. VI, No. 1, 1967, pp. 95, 100, 107, 109, 119; Dugard, “The Revocation of the Mandate for South West Africa”, American Journal of International Law, in toto y particularmente pp. 85 y ss).
Se ha argumentado que el silencio de la Carta sobre la posibilidad [p 216] de revocar los mandatos fiduciarios es concluyente en el sentido de que establece la irrevocabilidad de los mismos. Por lo tanto, continúa el argumento, se trata de un argumento adicional a favor de la irrevocabilidad de los mandatos, habida cuenta de la analogía entre ambos conceptos. Pero la falta de previsión de revocación de los mandatos no significa que ésta quede excluida; al contrario, la finalidad de la institución parece exigir la posibilidad de revocación. Habría sido necesaria una declaración expresa para que fuera irrevocable. La Carta no parece haber tenido la intención de dejar la administración de los territorios bajo administración fiduciaria a la libre voluntad de los administradores, de tal manera que la Organización se viera privada de toda autoridad para imponer sanciones por violación de sus obligaciones. Sudáfrica no parece haber diferido de esta opinión cuando rechazó todas las peticiones de las Naciones Unidas relativas a la firma de un acuerdo de administración fiduciaria.
En un estudio de la cuestión de la administración fiduciaria, se ha mencionado que en virtud del párrafo 1 del Artículo 85 de la Carta, y de conformidad con el procedimiento establecido en el párrafo 2 del Artículo 18 de la misma, se puede poner fin a una administración fiduciaria por violación sustancial de la misma (Marston, “Termination of Trusteeship”, International and Comparative Law Quarterly, XVIII, 1969, pág. 18).
B. Los hechos que condujeron a la retirada del mandato
Con referencia a la considerable cantidad de información presentada en las declaraciones escritas y orales de Sudáfrica, el Gobierno sudafricano se ha ofrecido a presentar pruebas para refutar las acusaciones formuladas contra él de incumplimiento de sus deberes como Mandatario. Sin embargo, hay un hecho sobre el que Sudáfrica no intenta aportar pruebas, un hecho que admite y cuya existencia proclama. Se trata de su negativa a cumplir sus obligaciones como Mandatario respecto a la organización en cuyo nombre tiene que llevar a cabo su administración, y de la que depende su título legal para ocupar y administrar Namibia (África Sudoccidental).
Esta contravención del Mandato es la más grave de todas desde el punto de vista jurídico formal. En sus alegaciones, Sudáfrica niega la existencia continuada del Mandato, que considera caducado, o, alternativamente, afirma que las obligaciones esenciales del Mandato han desaparecido. De este modo, Sudáfrica impide que las Naciones Unidas cumplan su “sagrada confianza” hacia el pueblo de Namibia.
Sudáfrica ha incumplido sus obligaciones como Mandatario y ha declarado solemne y repetidamente su decisión de no cumplirlas; ha negado su existencia. El Tribunal, por su parte, ha declarado, en sus Dictámenes de 1950, 1955 y 1956, y en la Sentencia de 1962, que Sudáfrica, está sujeta a las obligaciones internacionales derivadas de su Mandato para el Sudoeste de África, y que las funciones de la Sociedad de Naciones son ejercidas ahora por las Naciones Unidas. Sudáfrica no puede alegar que desconoce [p 217]la existencia de sus obligaciones, ni las cavilaciones litigiosas pueden poner en entredicho la autoridad del Tribunal.
De hecho, estamos ante un caso de violación de obligaciones, y puede decirse, como dijo Rolin en su temprano estudio de los mandatos, con referencia a las condiciones para la revocación, que esta violación indica la “incapacidad básica del mandatario para administrar el territorio de conformidad con el Pacto” (“Le Système des mandats coloniaux”, Revue de droit international et de législation comparée, 1920, p. 353).
Además, al aplicar las leyes del apartheid en África Sudoccidental (Namibia), Sudáfrica incumple sus deberes como Potencia mandataria; no es permisible administrar un territorio encomendado de manera contraria a los propósitos y principios de la Carta (Art. 1, párr. 3; Art. 76 (c)).
VII. Respuesta a la Solicitud de Opinión Consultiva
A. Consecuencias jurídicas
Parece que, antes que nada, debe definirse claramente el alcance de la cuestión. Para ello, hay que considerar los términos de la misma. Se ha preguntado cuáles son “las consecuencias jurídicas”: por lo tanto, debe dejarse de lado todo lo relativo a las consecuencias económicas, sociales, prácticas y políticas. Por esta razón, parece que el Tribunal no debe ocuparse de lo que los Estados deben hacer en el marco de los órganos de las Naciones Unidas para poner fin a la situación anormal en Namibia y permitir así a las Naciones Unidas cumplir sus deberes para con el pueblo de Namibia de conformidad con la “sagrada confianza” que se le ha confiado. La mención de las consecuencias “para los Estados” implica que el Tribunal no tendrá que examinar las consecuencias de la resolución 276 (1970) para las organizaciones internacionales, ni siquiera para las Naciones Unidas, en lo que respecta a la responsabilidad ante el pueblo namibio. Por último, el hecho de que se cite específicamente la resolución 276 (1970) hace suponer que el Tribunal no tiene que examinar las consecuencias jurídicas de las demás resoluciones del Consejo de Seguridad.
Al parecer, la respuesta del Tribunal debe redactarse en términos generales para orientar a las Naciones Unidas, y no debe entrar en detalles que puedan dar lugar a confusión.
B. Consecuencias para Sudáfrica
La consecuencia inmediata y fundamental es la pérdida del título legal que, hasta el momento, podría haber justificado la posesión del Territorio del Sudoeste de África por parte de Sudáfrica. Por supuesto, puede considerarse que, desde que declaró que no estaba vinculada por las obligaciones derivadas del Mandato, ha perdido su posición como mandataria. Pero hasta la resolución 2145 (XXI) no se había hecho ninguna declaración solemne del cese del Mandato, y era concebible sostener que el Mandatario seguía teniendo un título.
La declaración en el sentido de que el Mandato conferido a Su Majestad Británica para ser ejercido en su nombre por Sudáfrica quedaba “terminado” (resolución 2145 (XXI)) implicaba la consecuencia de que, a partir de ese momento, la ocupación del Territorio de Namibia carecía de toda justificación jurídica. La misma resolución prevé que el suroeste de África quede bajo la responsabilidad directa de las Naciones Unidas, por lo que la presencia de Sudáfrica tiene un cierto carácter de usurpación y de ocupación de mala fe. Estas consecuencias han adquirido fuerza ejecutiva en virtud de la resolución 276 (1970) del Consejo de Seguridad.
La consecuencia inmediata para Sudáfrica es que tiene la obligación de retirar su administración del territorio de Namibia y tomar todas las medidas necesarias para que la administración de las Naciones Unidas tome posesión.
El Gobierno de Sudáfrica, como poseedor de mala fe, es responsable ante el pueblo de Namibia de la restitución de los bienes, haberes y frutos de los mismos.
No hay que olvidar que, como había declarado la Comisión de Mandatos Permanentes, los bienes transferidos por Alemania (ferrocarriles, tranvías, puertos, etc.) y los bienes públicos de todo tipo (minas, bona vacantia, vías navegables no privadas, etc.) han seguido siendo propiedad exclusiva del pueblo namibio y, al tratarse de bienes de dominio público, no puede haber ningún impedimento para su restitución.
Así las cosas, el Gobierno sudafricano tiene la obligación de indemnizar al pueblo de Namibia por los daños sufridos. Deberían tenerse en cuenta las inversiones realizadas por Sudáfrica en beneficio del pueblo de Namibia.
C. Consecuencias para los Estados miembros de las Naciones Unidas
El Consejo de Seguridad, al dar su apoyo a la resolución 2145 (XXI) en su resolución 276 (1970), impone a los Miembros de la Organización la obligación de aceptar y aplicar lo dispuesto en dichas resoluciones, así como de cooperar para garantizar la aplicación más completa posible de las mismas.
En el presente caso, los actos de las autoridades ocupantes no pueden considerarse como los de un gobierno legítimo, sino que deben asimilarse a los de un gobierno de facto y usurpador.
Hay que distinguir entre el sector privado y el sector público. Parece que los actos de las autoridades de facto relativos a los actos y derechos de los particulares deben considerarse válidos (validez de las inscripciones en los registros civiles y en el Registro de la Propiedad, validez de los matrimonios, validez de las sentencias de los tribunales civiles, etc.). Por el contrario, los demás Estados no podrán considerar válidos los actos y transacciones de las autoridades de Namibia relativos a bienes públicos, concesiones, etc. De este modo, los Estados no podrán ejercer la protección de sus nacionales en relación con las adquisiciones de este tipo.
En el ámbito de las relaciones internacionales, el deber de cooperación de los Estados implica que deben abstenerse de toda relación diplomática, consular o de otro tipo con Sudáfrica que pudiera indicar que reconocen la autoridad del Gobierno sudafricano sobre el territorio de Namibia y, más concretamente, no deben tener cónsules, agentes, etc., en Namibia, salvo los que sean de naturaleza apropiada para territorios que están bajo ocupación de facto (en el sentido de la resolución 283 (1970)).
Los Estados deben considerar ineficaces las cláusulas de cualquier tratado que reconozcan la autoridad de Sudáfrica en el Territorio de África Sudoccidental. Los nuevos tratados con Sudáfrica no podrán contener tales cláusulas.
En los tratados para evitar la doble imposición, no podrán tenerse en cuenta los impuestos pagados en Namibia. Los tratados de extradición no pueden surtir efecto con respecto a los namibios, porque no pueden ser entregados a autoridades ilegales, etc.
D. Consecuencias para los Estados no miembros de las Naciones Unidas
Estos Estados no tienen obligaciones en virtud de la Carta No obstante, deberían respetar una declaración de caducidad del título legal de posesión del territorio, pronunciada por una autoridad legítima, contra un Estado que recibió el territorio para administrarlo en nombre de la organización internacional. Tal declaración debería, al parecer, ser respetada de la misma manera que la de un propietario de bienes que retira el mandato otorgado por él para administrar sus bienes.
(Firmado) F. de Castro.
[p 220] Opinión disidente del juez Sir Gerald Fitzmaurice
[Un resumen de las principales conclusiones figura en el apartado 10 de esta Opinión; y un índice sinóptico aparece al final, después del Anexo].
Parte 1
Consideraciones introductorias
1. Las verdaderas cuestiones del asunto
1. Aunque respeto los sentimientos humanitarios y la declarada preocupación por el bienestar de los pueblos del Suroeste de África que tan claramente subyacen en la Opinión del Tribunal en este caso, no puedo aceptar como jurista el razonamiento en el que se basa. África que tan claramente subyacen en la Opinión del Tribunal en este caso, como jurista no puedo aceptar el razonamiento en el que se basa. Además, el dictamen me parece insuficientemente dirigido a los aspectos del asunto que realmente deben establecerse para justificar la conclusión de que el mandato de Sudáfrica con respecto a SW. África está válidamente revocado. Gran parte del contenido del dictamen (es decir, la parte del mismo que no se refiere a cuestiones formales, preliminares o incidentales) se dedica a demostrar que los mandatos de la Sociedad de Naciones, como institución internacional, sobrevivieron a la disolución de la Sociedad, mientras que lo que realmente está en cuestión en este caso no es la supervivencia del mandato para SW. África, sino su supuesta revocación. Independientemente de que Sudáfrica siga o no discutiendo la supervivencia del Mandato, ciertamente discute su supervivencia en forma de obligación debida a las Naciones Unidas (ésta es la cuestión básica del caso); y niega que los órganos de las Naciones Unidas tengan competencia o poder alguno para revocarlo.
2. Por lo que respecta a la conclusión del Tribunal de que el mandato ha sido válidamente revocado, puede verse que se basa casi exclusivamente en dos supuestos, o más bien, en última instancia, en uno solo. Hablo de suposiciones intencionadamente y, de hecho, en lo que respecta a la segunda y más trascendental de las dos (que de una forma u otra subyace y motiva por completo toda la Opinión del Tribunal), se admite abiertamente que no se necesita nada más, ya que la cuestión es “auto[p 221] evidente”. Estas dos suposiciones son, en primer lugar, que había, o debe haber habido, un derecho inherente, conferido a las Naciones Unidas, de revocar unilateralmente el Mandato en caso de violaciones fundamentales del mismo (cuya existencia se haya determinado unilateralmente) y, en segundo lugar, que de hecho se han producido tales violaciones. Dado que está claro que el supuesto derecho inherente de revocación, incluso si existe, nunca podría invocarse excepto sobre la base de violaciones fundamentales (varios pasajes del Dictamen reconocen específicamente que sólo una violación material podría justificar la revocación), se deduce que todo el Dictamen, o al menos su conclusión central, depende de la existencia de tales violaciones. ¿Cómo aborda entonces el dictamen esta cuestión esencial? Esencial porque, si no hay justificación jurídica suficiente para la suposición, todo el dictamen debe caer por tierra, como también (aunque no sólo por esa razón) debe caer la Resolución 2145 de 1966 de la Asamblea General que pretendía revocar o declarar la terminación del mandato, que se basaba en una suposición similar FN1.
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FN1 Puesto que es importante que se entienda el verdadero carácter y propósito de esta Resolución (no reproducida en el Dictamen del Tribunal), especialmente en lo que se refiere a su tono y motivación real, la expongo textualmente e in extenso en el Anexo (sección 3, párrafo 15). Apenas hay en él una cláusula que no pueda ser impugnada por razones de hecho o de derecho; pero consideraciones de espacio impiden un análisis detallado de la misma en la presente ocasión.
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3. Las acusaciones de incumplimiento del Mandato son de dos tipos principales. La primera se refiere al incumplimiento, en relación con las Naciones Unidas, de una obligación que, en la disposición pertinente del propio Mandato (artículo 6), se describe como la obligación de presentar un informe anual “al Consejo de la Sociedad de Naciones”. Sin embargo, en la fecha crítica en que debe evaluarse la situación jurídica, a saber, en octubre de 1966, cuando se adoptó la resolución 2145 de la Asamblea que pretendía revocar el Mandato o declarar su terminación, la opinión de que el hecho de no informar a la Asamblea de las Naciones Unidas constituía una violación del Mandato, por no hablar de una violación fundamental, se basaba básicamente (no en una sentencia [FN2] sino) en una Opinión Consultiva emitida por este Tribunal en 1950 que, siendo sólo consultiva, [p 222] y emitida para las Naciones Unidas, no para Sudáfrica, no era vinculante para esta última y, en lo que respecta a este asunto en particular, fue muy controvertida en su carácter, atrajo importantes disensos y fue objeto de muchas críticas profesionales serias posteriores. Esto no podía considerarse una base jurídica adecuada para el ejercicio de un poder de revocación unilateral, incluso si tal poder existiera. No puede haber un incumplimiento fundamental de algo que nunca -de manera vinculante para la entidad supuestamente sujeta a ello- se ha establecido como una obligación en absoluto, -que de hecho siempre ha sido, como sigue siendo, objeto de auténtica contestación legal. El hecho de que Sudáfrica negara la existencia de la obligación es, por supuesto, una cuestión muy diferente, y de ninguna manera un motivo suficiente para predicar una violación de la misma.
———————————————————————————————————————[FN2] (a) En lo que respecta a la obligación de informar, que es una cuestión distinta de la de la supervivencia del Mandato en sí, los pronunciamientos del Tribunal de 1955, 1956 y 1962 se limitaron a hacer referencia a la Opinión de 1950 y no añadieron ningún razonamiento nuevo. En su sentencia de 1962 en la fase preliminar (jurisdiccional) de los asuntos SW. África (Etiopía y Liberia c. Sudáfrica), en el que la cuestión no era el artículo 6 sino el artículo 7 del Mandato, el Tribunal, como obiter dictum, se limitó a recitar con aprobación la Opinión del Tribunal de 1950 sobre la obligación de informar y no abordó más el asunto, que, por tanto, sigue basándose esencialmente en la Opinión de 1950. Ni en la conclusión principal ni en la parte dispositiva de la sentencia de 1962, que aparecen ambas en la p. 347 del volumen de 1962 de la Recopilación de Jurisprudencia del Tribunal de Justicia, se menciona ni se hace pronunciamiento alguno al respecto. Los dictámenes de 1955 y 1956 emitidos en los asuntos Procedimiento de votación y Derecho de petición fueron igualmente consecuentes con el dictamen original de 1950 y se basaron en él.
(b) Tal vez no carezca de importancia el hecho de que el incumplimiento de la obligación de presentar informes a la Asamblea, tan invocada en la opinión del Tribunal, no se mencione específicamente (aunque es de suponer que se pretendía incluir implícitamente) en la resolución 2145 de la Asamblea, entre las razones para dar por terminado el mandato. Se da mucha más importancia a la consecución de la independencia por parte del territorio bajo mandato, que no podría ser, por ningún proceso de razonamiento, un motivo jurídico válido de revocación unilateral.
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4. La segunda categoría de cargos se refiere a la conducta, de la que se dice que es perjudicial para “el bienestar material y moral y el progreso social” de los habitantes del territorio bajo mandato y, por tanto, contraria al Artículo 2 del Mandato. En la fecha crítica de la adopción de la resolución 2145 de la Asamblea, estas acusaciones nunca habían sido objeto de ninguna determinación judicial, y en el presente procedimiento el Tribunal se ha negado específicamente a investigarlas, habiendo rechazado la solicitud sudafricana de que se le permitiera presentar más pruebas fácticas y argumentos conexos sobre la cuestión. La justificación de este rechazo es que las prácticas de “apartheid”, o desarrollo separado, son evidentemente perjudiciales para el bienestar de los habitantes del territorio bajo mandato, y que puesto que estas prácticas están evidenciadas por leyes y decretos del Mandatario que son materia de registro público, no hay necesidad de ninguna prueba de las mismas. Esta es una línea fácil de seguir, y claramente ahorra muchos problemas. Pero, ¿es apropiado para un tribunal de justicia? porque la elipsis en el razonamiento es manifiesta. Ciertamente, la autenticidad de las leyes y decretos en sí no necesita ser establecida, y puede ser considerada como una cuestión de la que, para usar la frase del derecho consuetudinario, se tomaría “nota judicial” sin pruebas específicas. Pero las deducciones que deben extraerse de tales leyes y decretos, en cuanto al efecto que producirían en las circunstancias locales particulares, deben obviamente estar al menos abiertas a discusión, y hay pocos sistemas maduros de derecho privado, si es que hay alguno, cuyos tribunales, cualesquiera que sean las conclusiones a las que puedan llegar en última instancia, se negarían a escucharlas. Sin embargo, fue precisamente sobre la cuestión [p 223] del supuesto efecto evidentemente perjudicial de sus políticas de apartheid en SW. África, que el Mandatario quería aportar más pruebas fácticas. De este modo, el Tribunal, al tiempo que se acoge a los principios del derecho contractual cuando se trata de establecer un derecho de revocación unilateral por infracciones fundamentales, no aplica las correspondientes salvaguardias que el propio derecho privado instituye, dirigidas a garantizar que efectivamente se han producido tales infracciones. Esto no puede hacerse mediante postulados.
——————————————————————————————————————— [FN3] En los procedimientos de 1965-1966 se presentaron al Tribunal muchas pruebas, tanto escritas como orales. Pero sólo cuatro jueces de los que entonces componían el Tribunal permanecen ahora, y en cualquier caso el Tribunal, como tal, no ha hecho ningún estudio colectivo de esas pruebas en el curso del presente procedimiento.
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5. En consecuencia, dado que todo el dictamen del Tribunal se basa, en última instancia, en la opinión de que se han producido violaciones fundamentales del Mandato, debe (lamentablemente) concluirse que, en las circunstancias antes descritas, se ha llegado a esta conclusión sobre una base que debe poner en peligro su autoridad por no haber llevado a cabo ninguna investigación adecuada sobre el fundamento último en el que profesa descansar.
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6. A menos que la competencia y el poder necesarios para revocar el mandato de Sudáfrica residieran debidamente en los órganos de las Naciones Unidas, a menos que el Mandatario, tras la disolución de la Sociedad de las Naciones, pasara a ser responsable ante dicho órgano, ninguna infracción del Mandato, por grave que fuera, podría, en derecho, validar un acto de revocación de las Naciones Unidas o conferirle efecto jurídico alguno. Aquí se pone de manifiesto la falacia, basada en otra suposición infundada que subyace a toda la Opinión del Tribunal, a saber, que la supervivencia del Mandato implicaba necesariamente la función supervisora de las Naciones Unidas.
7. En cuanto a la revocabilidad unilateral propiamente dicha, el Dictamen procede según una concepción de la posición de los diversos mandatarios de la Sociedad de Naciones, en relación con sus mandatos, que se habría considerado irreconocible en la época de la Sociedad, e inaceptable si se hubiera reconocido. Mi lectura de la situación se basa -de manera ortodoxa- en lo que parecen haber sido las intenciones de los interesados en aquel momento. La opinión del Tribunal, resultado de una filosofía diferente, y para mí ajena, se basa en lo que han llegado a ser las intenciones de entidades y órganos nuevos y diferentes cincuenta años después. No se trata de un criterio jurídicamente válido, y quienes estén pensando en recurrir al proceso judicial internacional en la actualidad deben prestar mucha atención a la elaborada explicación de su actitud sobre este tipo de asuntos que el propio Tribunal ofrece en su Dictamen.
8. En ambos casos, la competencia de las Naciones Unidas para supervisar y la posibilidad de revocación (unilateral) del mandato, las conclusiones del Tribunal plantean formidables dificultades jurídicas a las que el dictamen da la vuelta en lugar de enfrentarse, y a veces apenas parece prestar atención. Las inferencias basadas en la conveniencia o, en su caso, la indeseabilidad de determinados resultados o consecuencias no constituyen, como señala mi colega el Juez Gros, un fundamento satisfactorio para las conclusiones jurídicas, como tampoco lo sería una simplificación excesiva de la cuestión como la que implica la afirmación de que Sudáfrica administró su mandato en nombre de las Naciones Unidas, que, por lo tanto, tenían derecho a revocarlo, una opinión que, tranquilamente, plantea prácticamente todas las cuestiones del caso. También en este caso, las declaraciones en el sentido de que ciertos resultados no pueden aceptarse porque ello equivaldría a admitir que determinados derechos son, por su naturaleza, imperfectos e inaplicables, no son convincentes desde el punto de vista del derecho internacional, ya que, en la fase actual de su desarrollo, eso es precisamente lo que el propio sistema es en gran medida y, a la espera de cambios actualmente no previsibles, seguirá siendo. No es ignorando esta situación como se avanzará en el Derecho.
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9. Dada la negativa del Tribunal a permitir el nombramiento de un juez sudafricano ad hoc en el presente caso, a pesar de su carácter claramente muy contencioso (en cuanto a esto, véase la sección 4 del anexo), es especialmente necesario que las dificultades a las que me refiero sean expuestas y analizadas en profundidad. Esta debe ser mi excusa por la extensión de una Opinión que la naturaleza del caso hace imposible reducir, salvo a riesgo de omisiones importantes.
2. Ordenación y exposición de las principales conclusiones
10. La esencia de mi opinión se recoge en las cuatro secciones A-D de la Parte II del presente dictamen (apartados 11-124). Se añade un epílogo sobre determinados aspectos políticos relacionados con todo este asunto (apartado 125). En cuanto a las diversas cuestiones preliminares que se han planteado, éstas -o las que he considerado necesario considerar- se tratan, junto con uno o dos asuntos más que pueden tratarse allí más convenientemente, en el Anexo que sigue al apartado 125. En cuanto a las cuestiones de fondo del asunto, mis principales conclusiones, expuestas sin sus razonamientos de apoyo, son las siguientes:
(i) Aunque los diversos mandatos que componían el sistema de mandatos de la Sociedad de las Naciones sobrevivieron a la disolución de esa entidad en 1946, ni entonces ni posteriormente las Naciones Unidas, que no eran las sucesoras de la Sociedad en derecho, quedaron investidas de la función de supervisión que antes ejercía el Consejo de la Sociedad, como corolario o contrapartida de la obligación de los mandatarios de rendirle informes. Sólo si un territorio bajo mandato se sometía al sistema de administración fiduciaria de las Naciones Unidas [p 225] (pero no había obligación de hacerlo) surgía la relación de supervisión. Ningún mandato en absoluto (y no sólo el de Sudáfrica) fue nunca, como tal, administrado en nombre de las Naciones UnidasFN4.
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FN4 Con la excepción de SW. África, todos los territorios bajo mandato -aparte, por supuesto, de los que se habían convertido o se convirtieron en Estados soberanos independientes- quedaron bajo la administración fiduciaria de las Naciones Unidas. Esto no ocurrió de una sola vez, pero finalmente el Suroeste de África fue el único que conservó su mandato. África fue la única que conservó el estatus de Estado bajo mandato. Sin embargo, como el Tribunal concluyó en su Opinión Consultiva de 1950 relativa al Estatuto Internacional del África Sudoccidental (I.C.J. Reports 1950, p. 144), los mandatarios no tenían ninguna obligación legal de someter los territorios bajo mandato al sistema de administración fiduciaria.
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(ii) La obligación de presentar informes también sobrevivió a la disolución de la Liga, pero quedó inactiva hasta que pudieran adoptarse disposiciones para reactivarla, comparables a las que existían bajo la Liga, y aceptables para el Mandatario. No se transformó automáticamente en una obligación para con las Naciones Unidas, ni se convirtió nunca en una obligación que confiriera a esta última una función de supervisión. Nunca se dio el consentimiento del Mandatario a lo que, de hecho, habría sido una novación de la obligación.
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FN5 Al parecer, ninguno de los mandatarios presentó informes a las Naciones Unidas en el intervalo (que pudo ser de hasta unos dos años) antes de que el territorio bajo mandato se convirtiera en territorio en fideicomiso o, en algunos casos, se independizara.
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(iii) Aun en el caso de que las Naciones Unidas llegaran a estar investidas de una función supervisora respecto de los mandatos no convertidos en fideicomisos, esta función, tal como se concibió originalmente sobre la base de la Liga, no incluía ninguna facultad de revocación unilateral. En consecuencia, tal facultad no podía haber pasado a las Naciones Unidas.
(iv) Aunque el Consejo de la Sociedad tuviera tal facultad, la Asamblea de las Naciones Unidas no era competente para ejercerla, debido a las limitaciones constitucionales a las que estaba intrínsecamente sujeta su actuación como órgano de las Naciones Unidas, habida cuenta tanto de la estructura básica como del lenguaje específico de la Carta.
(v) Salvo lo dispuesto expresamente en algunos artículos de la Carta que no son pertinentes en el presente contexto, los poderes de la Asamblea se limitan a debatir y formular recomendaciones. No puede obligar al Mandatario más de lo que podría hacerlo el Consejo de la Liga.
(vi) Teniendo en cuenta las conclusiones (i)-(iii) anteriores, que se refieren a las Naciones Unidas en su conjunto, el Consejo de Seguridad no tenía, sobre la base de los mandatos, otros poderes o poderes mayores que la Asamblea. Por tanto, su actuación no podía, sobre esa base, sustituir o validar la actuación defectuosa de la Asamblea [p 226]. El Consejo de Seguridad tampoco tenía poder para revocar el Mandato.
(vii) El Consejo de Seguridad no puede, bajo la apariencia de mantenimiento de la paz, producir válidamente un resultado cuyo verdadero carácter consiste en el ejercicio de una supuesta función de supervisión relativa a los mandatos.
(viii) Incluso cuando el Consejo de Seguridad actúa realmente para preservar o restablecer la paz y la seguridad, no tiene competencia como parte de ese proceso para efectuar cambios definitivos y permanentes en los derechos territoriales, ya sean de soberanía o de administración, y un mandato implica necesariamente un derecho territorial de administración, sin el cual no podría funcionar.
(ix) Las “Consecuencias jurídicas para los Estados” de las conclusiones precedentes son que el mandato no fue revocado válidamente por la acción de las Naciones Unidas en 1966 o posteriormente, y que aún subsiste; que el Mandatario sigue sujeto a todas las obligaciones del mandato, cualesquiera que éstas sean, y que no tiene derecho a anexionarse el territorio objeto del mandato ni a modificar unilateralmente de otro modo su estatuto; pero que tampoco lo tienen las Naciones Unidas, y que sus Estados miembros están obligados a reconocer y respetar esta posición a menos y hasta que se modifique por medios lícitos.
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En la Parte II de este dictamen, que viene a continuación, el razonamiento en apoyo de estas conclusiones se distribuye de la siguiente manera: en cuanto a las conclusiones (i) y (ii), en la Sección A, párrafos 11-64; en cuanto a la conclusión (iii), en, la Sección B, párrafos 65-89; en cuanto a las conclusiones (iv)-(viii), en la Sección C, párrafos 90-116; y en cuanto a la conclusión (ix), en la Sección D, párrafos 117-124. Sigue el post scriptum (apartado 125). El anexo se presenta en párrafos separados y con notas a pie de página.
[p 227]
Parte II
Sustancia
Sección A
Las Naciones Unidas nunca llegaron a estar investidas de ninguna función de supervisión con respecto a los mandatos como tales
1. Ausencia de sucesión jurídica entre las Naciones Unidas y la Sociedad de Naciones
11. No existiendo ninguna norma general de derecho internacional que implique un proceso de sucesión automática por parte de una entidad como las Naciones Unidas a las funciones y actividades de una entidad anterior como la Sociedad de Naciones, sólo hay tres formas en las que las Naciones Unidas podrían, tras la disolución de la Sociedad, haber sido investidas con los poderes de esta última con respecto a los mandatos como tales: a saber: a) si se hubiera hecho un arreglo específico a tal efecto; b) si tal sucesión debiera estar implícita de alguna manera; o c) si pudiera demostrarse que el mandante en cuestión -en este caso Sudáfrica- hubiera consentido en lo que en efecto habría sido una novación de la obligación de presentar informes, en el sentido de aceptar la supervisión de una entidad nueva y diferente, las Naciones Unidas, o algún órgano particular de ella, y rendirle cuentas.
12. En mi opinión, las Naciones Unidas no se revistieron de ninguna de estas tres maneras con el manto de la Liga en lo que respecta a los mandatos; pero en cuanto a la primera de ellas, es necesario dejar claro desde el principio que la cuestión iba mucho más allá del ámbito de los mandatos. En efecto, hubo un rechazo deliberado, general, motivado política y psicológicamente, de toda continuidad jurídica o política entre las Naciones Unidas y la Liga (véanse los párrafos 35 y 36 infra). Dado que los mandatos se consideraban una de las actividades políticas de la Sociedad, cabe presumir que las Naciones Unidas no asumieron el sistema de mandatos de la Sociedad como tal, opinión que queda plenamente corroborada por la creación del sistema paralelo de administración fiduciaria de las Naciones Unidas y por el hecho de que se invitara a los mandatarios a convertir sus mandatos en administraciones fiduciarias, aunque sin obligación de hacerlo. Sin embargo, estas cuestiones se examinarán más adelante, en su contexto histórico; y lo mismo se aplica a la cuestión de si Sudáfrica, como Mandatario, consintió alguna vez en transferir a las Naciones Unidas obligaciones que, [p 228] en la fecha de la entrada en vigor de la Carta, se debían a la Liga que entonces aún existía, y siguieron siéndolo durante algún tiempo después.
13. Mientras tanto, paso a la segunda de las tres posibilidades mencionadas en el párrafo anterior, a saber, que hubo una sucesión implícita por parte de las Naciones Unidas a las funciones de la Sociedad con respecto a los mandatos y, en consecuencia, una transferencia implícita a las Naciones Unidas de las obligaciones debidas por el Mandatario a la Sociedad. Es fácil suponer que, dado que las Naciones Unidas tenían ciertas semejanzas con la Sociedad y podrían haber sido consideradas como su sucesor “natural”, por lo tanto eran el sucesor legal; pero no fue así. No es menos fácil suponer, como hace claramente la opinión del Tribunal -prácticamente sin argumentar- que si, y porque, los diversos mandatos sobrevivieron a la disolución de la Liga, las Naciones Unidas tienen necesariamente e ipso facto derecho a ejercer una función de supervisión respecto de ellos, aunque eran una institución de la Liga, no de las Naciones Unidas, y sólo se mencionan en la Carta como territorios que pueden, pero no tienen por qué, estar bajo la administración fiduciaria de las Naciones Unidas. La falacia de este tipo de razonamiento -o más bien, presuposición- es evidente. Incluso el argumento de que sólo las Naciones Unidas podrían desempeñar ese papel es, como se verá, erróneo.
2. Ninguna sucesión automática o implícita
(i) Origen y naturaleza de la función de supervisión
14. El Consejo de la Sociedad de Naciones (del que tres de los principales mandatarios eran miembros permanentes) nunca fue investido eo nomine de lo que se ha dado en llamar la función de supervisión relativa a la ejecución de los diversos mandatos[FN6]. El propio término “supervisión” es además engañoso a la luz de la regla de votación de la Liga de la unanimidad, incluido el voto del Estado miembro afectado, es decir, cuando se trataba de mandatos, el obligatorio. En realidad, la llamada función de control se basaba y se derivaba de la obligación de los mandatarios de presentar un informe anual al Consejo.
-[p 229] cil, a través de la entonces Comisión Permanente de Mandatos, -como una especie de inferencia, corolario o contrapartida de esa obligación. Fue de este modo y no de otro como surgió lo que se ha dado en llamar la responsabilidad de los mandatarios. Este punto, que reviste una importancia primordial a la hora de determinar cuál era la verdadera naturaleza de la función de supervisión tal como la ejercía el Consejo de la Liga, y si incluía la facultad de revocar el mandato de un mandatarioFN6b , se desarrolla íntegramente en la sección B infra. Su relevancia aquí es que fue esta obligación de informar, y la “rendición de cuentas” que una obligación de esa Providencia puede implicar FN7, lo que dio lugar a la función específica de supervisión, y no al revés; y lo que está indiscutiblemente claro es que toda la cuestión de quién, o qué entidad, tenía derecho a supervisar, estaba vinculada y dependía de la cuestión previa de a quién, o a qué entidad, los mandatarios estaban obligados a informar y, en esa medida, a rendir cuentas (pero la rendición de cuentas no implicaba en ningún caso -véase la nota 7- control).
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FN6, FN6a, FN6b El plural, o el artículo indefinido, y la letra “m” minúscula se utilizan en el presente dictamen siempre que el contexto no exija que el sentido se limite al Mandato de S.S.. África o Sudáfrica como Mandato. Si no se hace así, se distorsiona la perspectiva, ya que, con sujeción a las diferencias entre los mandatos “A”, “B” y “C”, como se indica en los párrafos 4, 5 y 6 del artículo 22 del Pacto de la Sociedad, y como se desprende de los textos de las diversas categorías de mandatos, la posición en la mayoría de las conexiones con las que se relaciona este caso era la misma para todos los mandatos y mandatarios, y no era peculiar de SW. África. En particular, ninguno de los mandatos confería al Consejo de la Liga ninguna función específica de supervisión, y ninguno iba más allá en este sentido que incluir la obligación de informar en términos sustancialmente idénticos.
FN7 Como se verá más adelante, la obligación de informar en el contexto de los mandatos no tenía ninguna de las implicaciones que se producen cuando, por ejemplo, se dice que “X” informa a “Y” (un superior), lo que implica que “X” recibe órdenes de “Y”. Esta no era la posición entre el Consejo de la Liga y los mandatarios, como tampoco lo es entre los órganos competentes de las Naciones Unidas y los Estados miembros que administran territorios en fideicomiso [véanse los párrafos 77 y 104 infra, así como los párrafos b) y c) de la nota 66].
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(ii) Distinción entre la obligación de informar en sí y la cuestión de qué entidad puede reclamar su cumplimiento
15. 15. De lo anterior se desprende que, para determinar qué entidad, en su caso, pasó a estar investida de la función de supervisión tras la desaparición de la Liga y su Consejo, es necesario determinar ante qué entidad, en su caso, los mandatarios pasaron a estar obligados a informar, si es que siguieron sujetos como mandatarios a la obligación de informar (véase la nota 5, apartado 10 supra). Más concretamente, en el contexto del presente caso, para responder a la pregunta de si las Naciones Unidas, en particular, pasaron a estar investidas de alguna función de supervisión, será necesario determinar si, con respecto a cualquier territorio bajo mandato no sometido al sistema de administración fiduciaria de las Naciones Unidas, el mandatario en cuestión pasó a estar obligado a informar a algún órgano de las Naciones Unidas (y, en particular, a su Asamblea General, considerada por el Tribunal en su Dictamen de 1950 como el órgano más apropiado a tal efecto). La cuestión subyacente es si las Naciones Unidas podían reclamar no sólo el derecho a ser informadas, sino un derecho exclusivo, en el sentido de que la obligación surgía en relación con ellas y sólo con ellas, y con ninguna otra entidad. En términos diferentes: en primer lugar,[p 230] dado, como se acepta en general, que los diversos mandatos sobrevivieron a la disolución de la Liga, ¿sobrevivió también la obligación de presentar informes, la situación de la rendición de cuentas considerada en abstracto, por así decirlo, a esa disolución como parte del concepto de mandatos; y, en segundo lugar, en caso afirmativo, sobrevivió en forma de obligación de presentar informes, o se convirtió en tal obligación, de rendir cuentas no sólo a algún órgano, sino a ese órgano concreto que era y es la Asamblea de las Naciones Unidas?
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FN8 Por lo que respecta a este aspecto del tema, el argumento sudafricano de que el Mandato ha llegado a su fin está condicionado y es indirecto. Por un lado, se sostiene que la obligación de informar se extinguió en su totalidad con la disolución de la Liga porque entonces resultó imposible cumplirla de acuerdo con sus términos reales, pero también que no era una parte esencial del Mandato que pudiera continuar sin ella. Al mismo tiempo, se sostiene que si la obligación es inseparable -si es una parte esencial del Mandato- entonces su caducidad implica la caducidad del Mandato en su conjunto. Se trata de posiciones alternativas y no existe contradicción entre ellas como pretende el dictamen del Tribunal.
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(iii) La obligación de presentar informes, si subsistía, podía cumplirse de otra manera que no fuera presentando informes a un órgano de las Naciones Unidas.
16. Por supuesto, es evidente que si la obligación de presentar informes sobrevivió a la disolución de la Sociedad, la presentación de informes a un órgano de las Naciones Unidas, en particular la Asamblea General, no era la única forma posible de cumplir esa obligación; tampoco era indispensable en modo alguno un órgano de las Naciones Unidas, específicamente como tal, como receptor y comentarista o crítico de esos informes. Existían en ese momento, y existen ahora, varios organismos internacionales, mucho más comparables en su carácter al Consejo de la Liga, o al menos a la antigua Comisión de Mandatos Permanentes, que la Asamblea de las Naciones Unidas, a los que cualquier mandatario que prefiriera ese camino podría haber dispuesto informar, y con los que podría haber mantenido el tipo de diálogo que se mantuvo con los órganos de la Liga; -y aquí es de primordial importancia tener en cuenta que la ausencia de poderes obligatorios conferidos a tal órgano no habría tenido ninguna relación con la situación, ya que ni el Consejo de la Liga ni la Asamblea de las Naciones Unidas tenían tales poderes en este asunto FN9. Alternativamente, si no se hubiera podido encontrar un organismo apropiado dispuesto a actuar, habría estado abierto a cualquier obligatorio, tal vez actuando conjuntamente con otros, crear uno, [p 231]al que se darían los compromisos de información necesarios, haciéndose públicos los informes resultantes y los comentarios al respecto FN10.
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FN9 Este punto, que es la raíz de gran parte del caso, se desarrolla con más detalle en la sección B. De acuerdo con el procedimiento de la Liga, las decisiones del Consejo no eran vinculantes para los mandatarios implicados a menos que éstos las aprobaran, al menos tácitamente; mientras que las resoluciones de la Asamblea de las Naciones Unidas, excepto en ciertos casos específicos que no son importantes en este contexto, sólo tienen el estatus de recomendaciones y no tienen efecto vinculante excepto, como mucho (e incluso eso está abierto a discusión) para aquellos que han votado afirmativamente a favor de ellas.
FN10 De hecho, ninguno de los mandatarios hizo esto, -ni ninguno de ellos informó a las Naciones Unidas-, pero, aparte de Sudáfrica, acabaron convirtiendo sus mandatos en fideicomisos.
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(iv) No hubo supervivencia de la obligación de informar en forma de obligación automática de informar a un órgano de las Naciones Unidas-Diferencias básicas entre el Consejo de la Liga y la Asamblea de las Naciones Unidas como órgano de supervisión
17. A los efectos actuales, no es necesario expresar ninguna opinión definitiva sobre si la obligación de informar sobrevivió o no, en abstracto o como concepto, a la disolución de la Sociedad, porque en cualquier caso no considero que sobreviviera en forma de obligación automática de informar y aceptar la supervisión, específicamente, de las Naciones Unidas y, en particular, de su Asamblea General. La suposición inconsciente (¿o ha sido deliberada?) que ha perseguido la cuestión de SW. La suposición inconsciente (¿o ha sido deliberada?) que ha perseguido la cuestión del Suroeste de África durante tantos años, de que era lo mismo para una obligación informar al Consejo de la Liga o a la Asamblea de las Naciones Unidas, así que por qué no iba a hacerlo, es por supuesto bastante ilusoria, porque el carácter del órgano supervisor afecta al carácter y al peso de la obligación. Adoptar este punto de vista no significa necesariamente aceptar el argumento sudafricano de que la obligación de informar estaba tan íntimamente ligada al carácter de la entidad a la que se debía informar que, tras la extinción de dicha entidad, debía extinguirse por completo FN11. Pero sí acepto la opinión de que en ninguna circunstancia la obligación de informar y aceptar la supervisión de un órgano -el Consejo de la Liga- podría convertirse automáticamente e ipso facto, y sin el consentimiento de la obligación (de hecho, en contra de su voluntad), en una obligación relativa a otro órgano, compuesto de forma muy diferente, enorme en número en comparación con el Consejo de la Liga, que funciona de forma diferente, con métodos y procedimientos diferentes, sobre la base de una norma de votación diferente, y [p 232] con el trasfondo de un clima de opinión, filosofía y objetivos totalmente diferentes, que no simpatiza por naturaleza con la obligación FN12. En efecto, el mero hecho de que la supervisión de un mandato hubiera pasado a ser ejercida por un órgano que desaprobaba por principio los mandatos que seguían siendo mandatos, y sostenía desde el principio casi como un artículo de fe (se volverá sobre ello más adelante, pues es un punto cardinal) que todos los territorios bajo mandato debían ser colocados bajo su propio sistema de administración fiduciaria, -y cuyo objetivo primordial, además, en todas sus relaciones, ya fueran con territorios en fideicomiso, territorios bajo mandato o territorios no autónomos en virtud del artículo 73 de la Carta, era crear lo más rápidamente posible una serie de nuevos [p 233]Estados soberanos independientes; -todo esto habría bastado por sí solo para crear, y perpetuar, un estado permanente de tensión entre la Asamblea de las Naciones Unidas como órgano supervisor y cualquier mandatario responsable ante ella. Nada de esto existía bajo el régimen de la Liga.
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FN11 Véase más a este respecto en la Sección D infra, párrafos 119-120. La cuestión gira en torno a:
(i) si, como concluyó el Tribunal en 1950 (I.C.J. Reports 1950, pp. 136-137), la obligación de informar, en la medida en que implicaba supervisión, era una parte tan importante de un mandato que si éste sobrevivía, el primero también debía hacerlo, o si, como pensaba el Juez Read (ibid., p. 165), la ausencia de informes, etc., podía “debilitar el mandato” pero no afectarlo de otro modo;
(ii) el efecto, si la situación es contractual o cuasicontractual, de la extinción de una de las partes, en este caso de la Sociedad de Naciones; y
(iii) si la situación no es de ese tipo, el estatuto jurídico de una disposición que ya no puede aplicarse de acuerdo con sus términos reales, pero que tal vez pueda aplicarse de algún modo equivalente.
FN12 El cuadro siguiente lo aclara:
I. Organización internacional:- Sociedad de Naciones. Naciones Unidas.
II. Órgano receptor o supervisor del informe:- Consejo de la Sociedad. Asamblea General.
III. Número de los mismos:- Pequeño (varió hasta el 9-11-13) e incluía a los entonces miembros permanentes de los que tres eran mandatarios. Potencialmente ilimitado. 50/60 incluso en 1946- ahora 130-140 y sigue creciendo.
IV. Regla de votación:- Unanimidad, incluido el voto de los mandatarios. Mayoría de dos tercios; a veces posiblemente una mayoría mínima.
V. Subórganos consultivos:- Comisión Permanente de Mandatos. Consejo de Administración Fiduciaria; Comité de la Asamblea; u “órgano subsidiario” creado en virtud del Art. 22 de la Carta.
VI. Composición del subórgano:- Expertos que actúen a título personal, no como representantes de gobiernos. Representantes de los gobiernos.
VII. Actitud y
actitud y enfoque del órgano supervisor:- Simpático con los mandatarios, no excesivamente político. Indiferente a los mandatarios, muy político.
VIII. Objetivo:- Buena administración del territorio bajo mandato. Lograr lo antes posible la independencia del territorio.
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18. Exactamente las mismas consideraciones se aplican a cualquier comité o subcomité de la Asamblea que pudiera establecerse para ocuparse de los mandatos y que, por más que se disfrace para parecerse al antiguo Consejo de la Liga o a la Comisión Permanente de Mandatos (véase la propuesta formulada en la resolución 449 (V) de la Asamblea, de 13 de diciembre de 1950) quedaría totalmente bajo el control de la Asamblea y reflejaría sus tendencias y objetivos. De hecho, este ha sido el caso de los comités que se han creado (en etapas posteriores) en relación con la cuestión del Suroeste de África. África.
(v) Conclusión sobre la sucesión implícita
19. Por estas razones, me parece jurídicamente imposible postular que tal metamorfosis se produzca automáticamente o a menos que sea por consentimiento. En efecto, no sólo se modificaría la identidad del órgano facultado para controlar la ejecución de la obligación, sino que, debido a este cambio, también se modificaría la naturaleza de la propia obligación. Dado el carácter y los métodos diferentes de dicho órgano, sería crear una obligación nueva y más onerosa (por supuesto, entre otras cosas, es precisamente por la posibilidad de que esto ocurra por lo que las novaciones requieren consentimiento). Por lo tanto, debo sostener que tal transformación nunca tuvo lugar por sí misma, de modo que, si faltaba el consentimiento, las Naciones Unidas nunca llegaron a estar investidas de función supervisora alguna. A continuación desarrollaré este punto de vista, en primer lugar para responder a diversos argumentos en contra que se han esgrimido o pueden esgrimirse, y en segundo lugar sobre la base de ciertas consideraciones positivas y concretas a las que nunca se ha dado su verdadera importancia, pero que en mi opinión son decisivas.
3. Las reconvenciones en materia de sucesión implícita
(a) La Opinión Consultiva del Tribunal de Justicia de 11 de julio de 1950
20. En el procedimiento consultivo de 1950 se produjo un paralelismo sorprendente, aunque con orientaciones bastante diferentes, entre los argumentos sudafricanos sobre esta cuestión y las opiniones expresadas por el Tribunal, debido a una confusión o ampliación mutua pero divergentemente dirigida de las dos cuestiones separadas ya señaladas, de la supervivencia de la obligación de informar como tal, [p 234] y la forma de su supervivencia, si es que había supervivencia. Sosteniendo que esta obligación nunca había sido contemplada más que como una obligación relativa al Consejo de la Liga, y que por lo tanto no podía, tras la disolución de este último y el establecimiento de las Naciones Unidas, transformarse automáticamente en una obligación debida a esa Organización, Sudáfrica argumentó que porque esto era así, por lo tanto todas las obligaciones de rendición de cuentas habían desaparecido. Esta deducción podía ser natural, pero carecía claramente de rigor lógico y de necesidad, ya que la obligación como tal podía subsistir, aunque quedara latente por el momento.
21. El mismo proceso de elipsis, aunque con un resultado muy distinto, caracterizó el razonamiento del Tribunal en 1950. Sosteniendo que la obligación de informar era una parte esencial del sistema de mandatos, y que debía sobrevivir si el propio sistema sobrevivía, el Tribunal pasó a sostener que, por lo tanto, sobrevivía como obligación de informar específicamente a la Asamblea de las Naciones Unidas. Esta última parte del argumento no sólo carecía de todo rigor lógico y necesidad, sino que implicaba una falacia evidente, que fue la razón de las opiniones discrepantes expresadas por los jueces Sir Arnold McNair (como era entonces) y Read, opiniones discrepantes con las que estoy de acuerdo. Obviamente, no se podía deducir, como en efecto consideró el Tribunal, que porque las Naciones Unidas estuvieran allí, por así decirlo, y, en la forma del sistema de administración fiduciaria, hubieran establecido algo bastante similar al sistema de mandatos, por lo tanto no sólo los fideicomisos sino también los mandatos estuvieran sujetos a la supervisión de las Naciones Unidas. También en este caso se trataba de un non sequitur[FN13]. Equivaldría a decir que, aunque (como determinó el Tribunal más tarde en el mismo dictamen, I.C.J. Reports 1950, págs. 138 y 140) los mandatarios no estaban obligados a colocar sus territorios bajo mandato bajo administración fiduciaria, a todos los efectos prácticos tenían que aceptar la supervisión de las Naciones Unidas, independientemente de que hubieran colocado o no los territorios bajo administración fiduciaria. Esto no tiene sentido. El resultado fue que, de hecho, el Tribunal anuló su propia conclusión de que la administración fiduciaria no era obligatoria, y lo convirtió en un caso de “cara gano yo, cruz pierdes tú”. No es demasiado decir que la [p 235]ausencia de cualquier obligación legal de colocar los territorios bajo mandato bajo administración fiduciaria implicaba a fortiori, como deducción necesaria, la ausencia de cualquier obligación legal de aceptar la supervisión de las Naciones Unidas con respecto a los mandatos, o la una sería derrotada por la otra.
——————————————————————————————————————— [FN13] El siguiente pasaje de la opinión del Tribunal (I.C.J. Reports 1950, pág. 136) muestra muy gráficamente la ampliación de la premisa (válida) de que la rendición de cuentas en principio no había desaparecido necesariamente con la Liga, con la deducción (inválida) de que los mandatarios estaban obligados por ello necesariamente a rendir cuentas a las Naciones Unidas…”:
“No se puede admitir que la obligación de someterse a supervisión haya desaparecido por el mero hecho de que el órgano supervisor haya dejado de existir, cuando las Naciones Unidas tienen otro órgano internacional [¡precisamente!] que desempeña funciones de supervisión similares, aunque no idénticas” (cursiva mía).
El non sequitur es claramente evidente. El Tribunal no pareció ver que la transición a una parte nueva y diferente no podía producirse por sí misma o simplemente presumirse que se había producido; -y la presente Opinión del Tribunal agrava la falacia.
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22. Es evidente que la existencia de las Naciones Unidas, y sus semejanzas superficiales con la Liga, no tenían absolutamente nada que ver en lógica con la supervivencia de la obligación de informar, excepto en la medida en que proporcionaban un método conveniente (pero no obligatorio) de cumplir esa obligación si sobrevivía. Esta fue la opinión del Juez Read en 1950. Habiendo constatado que no había habido consentimiento por parte del Mandatario al ejercicio de la supervisión de las Naciones Unidas, en ausencia de lo cual la única base posible para tal obligación sería “la sucesión por las Naciones Unidas”, continuó (I.C.J. Reports 1950, p. 172):
“Tal sucesión no podría basarse en las disposiciones de la Carta, porque … ninguna disposición de la Carta podría afectar legalmente a una institución fundada en el Pacto ni menoscabar o extinguir [los] derechos e intereses jurídicos de los Miembros de la Liga que no son miembros de las Naciones UnidasFN14. No podía basarse en implicaciones o inferencias extraídas de la naturaleza de la Sociedad y de las Naciones Unidas o de cualquier similitud en las funciones de las organizaciones. Tal sucesión no podía ser implícita, ni de hecho ni de derecho, en ausencia de consentimiento, expreso o implícito, por parte de la Liga, las Naciones Unidas y la Potencia mandataria. No hubo tal consentimiento” (cursiva mía).
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FN14 Se olvidó y se olvida convenientemente -aunque no por el juez Read- que en el momento en que la Carta entró en vigor (octubre de 1945), y hasta abril de 1946, la Liga seguía existiendo.
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(b) ¿Implicaba la Carta obligaciones de rendición de cuentas para los mandatarios?
(i) En general
23. La Carta no hace mención específica alguna a los territorios bajo mandato, salvo en los dos artículos (77, y 80, párrafo 2) en los que se refiere a ellos, junto con otros tipos de territorios, como candidatos a ser puestos bajo administración fiduciaria, pero sin crear ninguna obligación al respecto. Tampoco dice nada en absoluto sobre supervisión o responsabilidad. El argumento de que la Carta debe ser leída como si de hecho lo hiciera, se basa por lo tanto enteramente en un proceso de implicación, un proceso que pretende ser [p 236] fundado en dos disposiciones particulares, los Artículos 10 y 80, párrafo 1. Estos deben ser considerados ahora. Estas disposiciones deben examinarse ahora.
(ii) Artículo 10 de la Carta
24. Para que el artículo 10 sea suficiente en sí mismo, sería necesario encontrar en él no sólo una competencia conferida a la Asamblea para ejercer una función de supervisión respecto de los mandatos, sino también la obligación de que los mandatarios acepten esa supervisión y rindan cuentas a la Asamblea. Dado que el artículo no menciona los mandatos como tales, el argumento tendría que ser que la facultad otorgada a la Asamblea por esa disposición “para discutir [y ‘hacer recomendaciones … en cuanto a’] cualquier cuestión o cualquier asunto dentro del ámbito de aplicación de la presente Carta”, no sólo invistió a la Asamblea de una función de supervisión con respecto a los mandatos, sino que también obligó a los mandatarios a aceptar a la Asamblea en esa función y a considerarse responsables ante ella. Aparte del hecho de que una facultad meramente para “debatir. . y . . . hacer recomendaciones [no vinculantes]” no podría extenderse o incluir un poder tan drástico como el derecho a revocar unilateralmente un mandato, es evidente que una facultad conferida a “A” no puede, en sí misma -incluso en relación con el mismo asunto- crear automáticamente e ipso facto una obligación para “B” FN15. El non sequitur -la ausencia de nexo- es evidente, y la brecha no puede salvarse del modo en que pretende hacerlo el Tribunal (véase la nota 16) FN16. Además, dado que una de las cuestiones básicas en cuestión es, precisamente, si los mandatos como tales -a diferencia de los fideicomisos y los territorios bajo mandato puestos bajo fideicomiso- están “dentro del ámbito de aplicación de la Carta”, todo el argumento basado en el artículo 10 de la Carta es esencialmente circular y cuestionable.
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FN15 Por ejemplo, la creación de una autoridad facultada para realizar y recopilar información con vistas a un censo no obliga por sí misma a la población a cooperar. Las leyes censales, además de la obligación impuesta a la autoridad censal, imponen otra obligación de cooperación a todos los miembros de la población, con sanciones en caso de incumplimiento. De lo contrario, esta última obligación no existiría y, en consecuencia, la primera sería vana.
FN16 Como en 1950, el Tribunal, al tiempo que encuentra en el artículo 10 la competencia de la Asamblea para supervisar, pretende encontrar la obligación de los mandatarios de rendir cuentas a la Asamblea (a) en el artículo 80 de la Carta, (b) en un supuesto reconocimiento de responsabilidad ante las Naciones Unidas, supuestamente otorgado por todos los mandatarios cuando votaron a favor de la resolución final de la gue de Naciones sobre los mandatos de 18 de abril de 1946. Como se verá (párrafos 26-32 y 54-55 más adelante) tal obligación no puede derivarse de ninguna de las dos fuentes.
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25. 25. El artículo 10 era, y es, una disposición que, sin mencionar los mandatos, ni nada específico en absoluto, abarca el vasto campo implícito en las palabras “cualesquiera cuestiones o asuntos dentro del ámbito [p 237] de esta Carta”. Esto podría abarcar casi cualquier cosaFN17. Sin embargo, ¿podría sostenerse razonablemente que en relación con todo lo que la Asamblea decida discutir en virtud de esta disposición, y que podría considerarse justamente incluido en ella, las autoridades y órganos de todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas estarían obligados, sin más, a petición de la Asamblea, a presentarle informes y a aceptar su supervisión en relación con sus actividades? Basta con plantear la cuestión para que se ponga de manifiesto su absurdo. Nada que no sean las palabras expresas del artículo 10 podría producir tal efecto. Por lo tanto, ¿sobre qué base jurídica puede predicarse una obligación de informar y aceptar la supervisión respecto a los mandatos en virtud de esta disposición? Fue precisamente esta ausencia de necesidad lógica, o incluso de conexión, lo que motivó la disensión de Lord McNair en 1950. Después de decir que no podía encontrar ningún fundamento jurídico por el que pudiera considerarse que el antiguo Consejo de la Liga había sido sustituido por las Naciones Unidas a los efectos de ser informado y ejercer la supervisión, lo que “equivaldría a imponer una nueva obligaciónFN18 a los [mandatarios] y sería una pieza de legislación judicial”, continuó (I.C.J. Reports 1950, p. 162):
“Al decir esto, no paso por alto la competencia de la . . . Asamblea . . . en virtud del artículo 10 de la Carta, para discutir el Mandato . . . y hacer recomendaciones al respecto, pero esa competencia no depende de ninguna teoría de sucesión implícita sino de las disposiciones de la Carta”.
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FN17 Basta con echar un vistazo al Preámbulo de la Carta, al Artículo 1 y a las disposiciones de los Capítulos IX y X para darse cuenta de la amplitud del abanico, incluso omitiendo cosas como el mantenimiento de la paz y misceláneas varias.
FN18 “Nuevo” porque, dado que la Liga no había cedido claramente sus derechos de supervisión a las Naciones Unidas (véase el párrafo 42 infra), sólo una novación podría haber producido el efecto que el Tribunal consideró favorable en 1950. Pero una novación habría requerido el consentimiento obligatorio, que Lord McNair no creía que se hubiera dado. Hablando de las diversas declaraciones contemporáneas hechas en nombre de Sudáfrica, dijo (I.C.J. Reports 1950, p. 161) que no encontraba en ellas “pruebas adecuadas” de que el mandatario hubiera “dado su asentimiento a una sucesión implícita por parte de las Naciones Unidas . . ., o . … contraído una nueva obligación frente a [ella] de revivir el sistema de supervisión anterior a la guerra”.
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En otras palabras, incluso si las disposiciones de la Carta pudieran ser suficientes para fundamentar la competencia de la Asamblea (incluso así, sólo para debatir y recomendar), también deben demostrarse para establecer la obligación del mandatario, ya que ninguna teoría de sucesión implícita podría ser invocada en su ayuda[FN19]; y en la medida en que se pretende basarse en los términos del artículo 10 para [p 238]este propósito, está claro que no tendrán el peso que se les atribuiría.
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FN19 Lord McNair ya había sostenido (I.C.J. Reports 1950, pág. 159) que era una “pura inferencia” [es decir, en el contexto una mera suposición] “que [había] habido una sucesión automática por las Naciones Unidas a los derechos y funciones del Consejo de la Liga a este respecto; … como la Carta no contenía ninguna disposición para [tal] sucesión … . [que] podría haber sido expresamente preservada y conferida a las Naciones Unidas … pero esto no se hizo”.
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(iii) Artículo 80 de la Carta
26. Esta es otra disposición (sus términos se exponen más adelanteFN20) a la que se ha tratado de dar un efecto exagerado y fuera de lugar, y que tampoco puede soportar el peso que se le atribuye. (Es cierto que el segundo párrafo manifiesta una expectativa de que los territorios bajo mandato sean sometidos al sistema de administración fiduciaria,-pero las expresiones de expectativa no crean obligaciones, como lo constató el Tribunal en 1950, específicamente en relación con esta disposición-I.C.J. Reports 1950, p. 140). En cuanto al primer párrafo, los cambios que excluye son claramente aquellos, y sólo aquellos, que podrían resultar del Capítulo XII (el capítulo sobre administración fiduciaria) de la Carta (“nada de lo dispuesto en este Capítulo [es decir, el XII] se interpretará… en el sentido de alterar. . etc.),-y, como Lord McNair observó pertinentemente en 1950, “la causa de la caducidad de la supervisión de la Liga y del Artículo 6 del MandatoFN21 no es nada de lo contenido en el Capítulo XII de la Carta, sino que es la disolución de la Liga, por lo que es difícil ver la relevancia de este Artículo”. Por supuesto, es posible sostener por otros motivos que el principio de rendición de cuentas, tal como se expresa en forma de obligación de informar, aunque quedó latente, no se extinguió con la disolución de la Sociedad (apartados 17 y 20 supra). Lo que no puede sostenerse legítimamente es que, si se extinguió -o de otro modo lo habría hecho-, se preservó o revivió en virtud del artículo 80, ya que el único ámbito de preservación de esa disposición era el de la extinción debida a los efectos del capítulo XII, no el de la extinción resultante de la aplicación de causas totalmente ajenas a ese capítulo.
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FN20 El artículo 80 de la Carta dice lo siguiente:
“1. Salvo lo que se convenga en acuerdos individuales de administración fiduciaria, celebrados conforme a los Artículos 77, 79 y 81, por los que se someta cada territorio al régimen de administración fiduciaria, y hasta que tales acuerdos hayan sido concluidos, nada de lo dispuesto en este Capítulo se interpretará en el sentido de que modifica en manera alguna los derechos de cualesquiera Estados o pueblos, ni los términos de los instrumentos internacionales vigentes en que los Miembros de las Naciones Unidas sean respectivamente partes-(cursivas mías).
2. El párrafo 1 de este Artículo no se interpretará en el sentido de que justifique la demora o el aplazamiento de la negociación y celebración de acuerdos para colocar a los territorios bajo mandato y a otros territorios bajo el régimen de administración fiduciaria según lo dispuesto en el Artículo 77.”
FN21 El Artículo 6 del Mandato para SW. Africano encarna la obligación de informar.
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[p 239]
27. 27. Menos aún puede ser legítimo sostener que la obligación de informar no sólo se mantuvo como concepto, sino que, por una especie de alquimia silenciosa, el artículo 80 la convirtió en una obligación de informar a un órgano (no especificado) de las Naciones Unidas. La imposibilidad de atribuir este último efecto al artículo 80 se pone de manifiesto si se recuerda que en la fecha (24 de octubre de 1945) en que la Carta, incluido el artículo 80, entró en vigor, la Sociedad de Naciones seguía existiendo (y así continuó hasta el 18 de abril de 1946)FN22, de modo que la obligación de informar seguía incumbiendo al Consejo de la Sociedad. Por lo tanto, si el Artículo 80 pudo haber operado en absoluto para salvar esta obligación de causas de caducidad que se encontraban fuera del Capítulo XII de la Carta, es en esa forma que debe haberla preservado, es decir, como una obligación en relación con el Consejo de la Sociedad; y no hay ningún principio conocido de construcción jurídica que pueda, simplemente sobre la base de una disposición como el Artículo 80, hacer que una obligación preservada en esa forma, se convierta automáticamente e ipso facto seis meses más tarde en una obligación relativa a una entidad diferente de la que no se había hecho mención. Si, por citar el artículo 80, el capítulo XII no debía “interpretarse” en el sentido de alterar “los términos de los instrumentos internacionales existentes”, entonces lo que no debía alterarse eran las disposiciones de los mandatos y del artículo 22 del Pacto de la Liga (entonces todavía en vigor) para informar al Consejo de la Liga (entonces todavía en vigor). Entonces, ¿cómo es posible leer el artículo 80, no como una preservación de esa obligación, sino (como si de la varita mágica de un mago se tratara) como la creación de una obligación nueva y diferente de informar a un órgano nuevo y muy diferente, la Asamblea de las Naciones Unidas, un cambio que no podría haber sido indiferente para los mandatarios?
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FN22 Aunque se sabía de facto que la Liga se disolvería, no había nada en la Carta que obligara a los Miembros de las Naciones Unidas que también eran Miembros de la Liga a dar este paso, y menos aún a darlo en una fecha concreta.
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28. Por consiguiente, no hay absolutamente nada en el artículo 80 que permita interpretarlo como si dijera: “La Sociedad sigue existiendo, pero si se extingue y cuando se extinga, todos los mandatarios que sean Miembros de las Naciones Unidas deberán a partir de ese momento a esta última Organización sus obligaciones con respecto a los territorios bajo mandato”. Esto, por supuesto (véase Lord McNair en la nota 19), es precisamente lo que (o algo parecido) debería haber establecido la Carta, con el fin de lograr los resultados que (una vez que quedó claro que SW. África no iba a someterse al sistema de administración fiduciaria de las Naciones Unidas), se intentó deducir de disposiciones como los artículos 10 y 80. Pero la Carta no decía tal cosa. Pero la Carta no decía tal cosa, y estos Artículos, ni por separado ni en conjunto, soportarán el peso de tal deducción.
29. En efecto, la verdad sobre el artículo 80 puede enunciarse en una frase: o bien los mandatos, con sus obligaciones de información, habrían sobrevivido en cualquier caso a la disolución de la Sociedad sobre la base de un principio jurídico general o, como sostienen algunos, del derecho de los tratados, y no habría habido necesidad del artículo 80 para ese fin particular FN23; o bien, si la supervivencia tenía que depender de la inserción de una disposición expresa en la Carta, el artículo 80 no era eficaz para ese fin, ya que sólo protegía contra posibles causas de caducidad derivadas del propio capítulo XII, que no fue la causa de la disolución de la Sociedad. En consecuencia, habría sido necesario un tipo de disposición muy diferente para producir los resultados que ahora se reclaman para el artículo 80.
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FN23 Esta fue la opinión del embajador Joseph Nisot, antiguo delegado belga y jurisconsulto cuyo conocimiento de las Naciones Unidas se remonta a la Conferencia de San Francisco. Escribiendo en el South African Law Journal, Vol. 68, Parte III (agosto de 1951), pp. 278-279, dijo:
“El único propósito del artículo es impedir que el Capítulo XII de la Carta se interprete en el sentido de que afecta o altera en modo alguno los derechos cualesquiera de los Estados y los pueblos, tal como están en espera de la conclusión de los acuerdos de administración fiduciaria. Tales derechos derivan su vida jurídica de los instrumentos que los crearon; siguen siendo válidos en la medida en que estos últimos siguen siendo válidos. Si se mantienen, es en virtud de esos instrumentos, no en virtud del artículo 80, que se limita a disponer que los derechos de los Estados y de los pueblos -cualesquiera que sean y en la medida en que subsistan- queden intactos por el capítulo XII”.
Para una opinión similar de un antiguo juez del Tribunal Permanente (también delegado en San Francisco), véase Manley Hudson en American Journal of International Law, Vol. 45 (1951), en p. 14.
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30. Se argumenta que la interpretación anterior priva al artículo 80 de todo significado, ya que (así se sostiene) no hay nada en el Capítulo XII de la Carta que pueda alterar o menoscabar los derechos existentes, etc. Incluso si este fuera el caso, no sería una razón jurídica válida para leer en esta disposición lo que desde cualquier punto de vista no está allí, a saber, una sucesión autónoma de las Naciones Unidas a las funciones de la Liga, la conversión automática de una obligación de rendir cuentas al Consejo de la Liga (todavía existente cuando el artículo 80 entró en vigor) en una obligación hacia la Asamblea de las Naciones Unidas. Pero, en cualquier caso, este argumento no es correcto. El artículo 80 sigue teniendo pleno sentido, y su significado y efecto previstos, por lo que respecta a los mandatos, era protegerse contra la posibilidad de que el establecimiento del sistema de administración fiduciaria pudiera considerarse una excusa para no seguir cumpliendo las obligaciones de los mandatos, cualesquiera que éstas fueran y siguieran siendo. Pero no definía cuáles eran, ni decía si seguían siéndolo. Además, sólo “en sí misma” (palabras que con demasiada frecuencia se pasan por alto) la creación del sistema de administración fiduciaria no debía afectar a los mandatos. Pero si éstos caducaban por alguna otra causa (válida), el artículo 80 no lo impedía, y nunca se pretendió que lo hiciera. En resumen, el artículo 80 no hizo que sobrevivieran, pero si (de otro modo) sobrevivían, entonces la creación del sistema de administración fiduciaria no podía invocarse para dejarlos obsoletos. [p 241]
31. El argumento basado en la referencia al artículo 80 contenida en la letra d) del artículo 76 de la Carta está igualmente fuera de lugar y gira en el mismo círculo. No cabe duda de que el efecto de esta referencia era que, en la medida en que cualquier derecho preferente, económico o de otro tipo, quedaba preservado en virtud del artículo 80, constituía una excepción al régimen de igualdad de trato previsto en la letra d) del artículo 76. Pero esto dejaba completamente abierto qué derechos preferentes, económicos o de otro tipo, quedaban excluidos del régimen de igualdad de trato. Pero esto dejaba completamente abierto qué derechos preferentes quedaban así preservados. Por supuesto, se trata únicamente de los que no se extinguen por la aplicación del Capítulo XII de la Carta, y no de los que podrían extinguirse por otras causas. La cuestión es exactamente la misma que antes.
32. Si ni el artículo 10 ni el 80, tomados aisladamente, creaban la obligación de informar a la Asamblea de las Naciones Unidas, es evidente que, tomados conjuntamente, tampoco pueden hacerlo. En todo caso, el efecto es el contrario: dos espacios en blanco sólo crean un espacio en blanco mayor.
(c) El mundo organizado (o “internacional”)
Argumento comunitario
33. Este argumento, no destacado anteriormente, cuya esencia consiste en postular una continuidad inherente entre la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas, por ser sólo expresiones diferentes de la misma idea primordial, surgió en el curso de los casos del África Sudoccidental (Etiopía y Liberia c. Sudáfrica, 1960-1966). Evidentemente, está dirigido a proporcionar un fundamento posiblemente plausible para algo que no tiene base en el derecho internacional concreto. No tiene tal base porque la llamada comunidad mundial organizada no es una entidad jurídica separada con una personalidad por encima y distinta de las organizaciones internacionales particulares en las que la idea de la misma puede encontrar de vez en cuando una expresión real. En los días de la Liga no existía (a) la comunidad mundial organizada, (b) la Liga. Existía simplemente la Liga, sin la cual no habría existido ninguna comunidad mundial organizada. Por lo tanto, la noción de tal comunidad como una especie de fuente residual separada permanente o depósito de poderes y funciones, que son reabsorbidos en la extinción de una organización internacional, y luego automáticamente y sin acuerdo especial, entregados a, o asumidos por una nueva, es bastante ilusoria FN24.
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FN24 El derecho internacional tampoco conoce nada comparable a principios de derecho privado como los que, por ejemplo, en caso de que todos los herederos de una propiedad determinada fallen, hacen que ésta pase como bona vacantia al Estado, al fisc, a la Corona, etc.; de modo que aunque no haya “herencia” como tal, sí hay sucesión de derecho. Además, lo que está en cuestión en el presente caso no es la propiedad, sino el ejercicio de una función, y no existe ningún principio de derecho internacional que permita afirmar que, si una organización internacional se extingue, sus funciones pasan automáticamente a otra sin acuerdos especiales a tal efecto. La posición fue correctamente expuesta por el Juez Read en 1950, en el pasaje citado en el párrafo 22 supra.
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[p 242]
34. Por lo tanto, es evidente que, en el presente caso, esta teoría se presenta con miras a eludir, ex post facto, lo que de otro modo sería -lo que es- un obstáculo jurídico insuperable, a saber, la falta de una verdadera sucesión en derecho entre la Sociedad de las Naciones y las Naciones Unidas. En ausencia de tal sucesión, el argumento de la “comunidad mundial [o “internacional”] organizada” puede verse como lo que es: un expediente, ya que es bastante seguro que ninguno de los Estados que, como mandatarios, asumieron la obligación de informar al Consejo de la Sociedad podrían haber supuesto en ningún momento que estaban asumiendo con ello una obligación indefinida de informar para siempre a cualquier órgano que se considerara, en un momento dado, que representaba una comunidad mundial organizada nocional e hipotética, e independientemente de cómo pudiera estar constituida o funcionar tal comunidad.
4. Rechazo político en las Naciones Unidas de cualquier continuidad con la Sociedad de Naciones
(a) En general y en principio
(i) Actitud hacia la Sociedad
35. En las subsecciones anteriores se han examinado y demostrado como falaces diversas teorías de sucesión implícita entre las Naciones Unidas y la Sociedad en el ámbito de los mandatos. Sin embargo, lo cierto es que todas ellas contradicen algunos de los hechos más importantes relativos a la fundación de las Naciones Unidas, ya que la idea de tomar el relevo de la Sociedad, de volver a empezar donde ésta lo dejó, fue considerada y rechazada, como era de esperar. Estados Unidos nunca había sido miembro de la Liga por razones que aún se recuerdan [N25] La Unión Soviética había sido expulsada en 1939. Las potencias del “Eje”, en cambio, bajo sus regímenes fascistas de entonces, habían sido miembros, y así sucesivamente. La Liga tenía mala fama política. En el periodo 1931-1939 no había logrado evitar al menos tres estallidos de hostilidades muy graves y, por supuesto, había sido incapaz de impedir la Segunda Guerra Mundial. En muchos círculos se consideraba que, lejos de ser una “comunidad mundial organizada”, era una institución fundamentalmente europea dominada por influencias “colonialistas”. Se consideraba que las Naciones Unidas debían representar una iniciativa totalmente nueva. Aunque en ciertos aspectos no podía dejar de parecerse a la Liga, no debía existir ningún vínculo formal, ninguna continuidad jurídica. La Liga había fracasado y las Naciones Unidas no debían comenzar bajo la sombra de un fracaso.
——————————————————————————————————————— [N25]Se recordará que, aunque el presidente Wilson fue uno de los principales arquitectos del Pacto de la Liga, y aunque el Pacto, en lugar de ser un instrumento separado, se había hecho formalmente parte del Tratado de Versalles en la creencia de que los Estados Unidos debían ratificar este último, esta expectativa fue frustrada por la acción del Senado de los Estados Unidos al negarse a ratificar el Tratado, a pesar del hecho de que los Estados Unidos era una de las “Principales Potencias Aliadas y Asociadas” en cuyo nombre se hizo. En 1921, Estados Unidos firmó otro Tratado de Paz con Alemania.
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36. Por eso no se menciona en absoluto a la Liga en ninguna parte de la Carta. (Incluso en relación con los mandatos, antes conocidos generalmente como “mandatos de la Sociedad de Naciones”, la Carta no menciona a la Sociedad. En el Artículo 77, párrafo 1, y en el Artículo 80, párrafo 2 -las únicas disposiciones en las que se mencionan los mandatos como tales- se hace referencia a ellos como “territorios actualmente bajo mandato” y “territorios bajo mandato…”). Una vez más, esta es la razón por la que la Carta entró en vigor sin ninguna acción previa para disolver la Liga, y sin tener en cuenta el hecho de que ésta seguía y seguía existiendo. Por lo tanto, no es exagerado decir que, en términos coloquiales, los fundadores de las Naciones Unidas hicieron todo lo posible por evitar la supuesta mancha de cualquier conexión con la Liga.
(ii) Resolución XIV de la Asamblea del 12 de febrero de 1946
37. La misma actitud de considerar a la Liga como un organismo casi intocable se mantuvo cuando, tras la entrada en vigor de la Carta y la creación definitiva de las Naciones Unidas, se tomaron medidas para poner fin a la Liga y hacerse cargo de sus activos físicos y financieros, así como para tomar una decisión definitiva sobre sus actividades políticas y técnicas. Esto se hizo mediante la ya conocida Resolución XIV de la Asamblea General de 12 de febrero de 1946, cuyo texto íntegro merece ser estudiado y que, con una omisión (no pertinente), se encuentra recogido literalmente en las páginas 625-626 del volumen de 1962 de los Informes del Tribunal. Las partes relativas a los mandatos (aunque no se mencionan por su nombre) son las siguientes: [p 244]
“3. La Asamblea General declara que las Naciones Unidas están dispuestas en principio, y con sujeción a las disposiciones de la presente resolución y de la Carta de las Naciones Unidas, a asumir el ejercicio de ciertas funciones y poderes anteriormente encomendados a la Sociedad de las Naciones y adopta las siguientes decisiones que figuran en A, B y C infra.”
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FN26 Por supuesto, la Comisión Preparatoria de las Naciones Unidas, creada tras la Conferencia de San Francisco, ya había dado los primeros pasos. Para citar la Opinión disidente conjunta escrita por Sir Percy Spender y por mí en la fase de 1962 de los casos del sudoeste de África (I.C.J. Reports 1962, p. 532), las Actas Resumidas de la Comisión, en particular el Comité 7 de la UNPC, pp. 2-3 y 10-11, indicaban que “todo el enfoque de las Naciones Unidas respecto de la cuestión de las actividades de la Sociedad de las Naciones era de gran cautela y, de hecho, de renuencia … había un rechazo definitivo de cualquier idea de … una absorción general de las funciones y actividades de la Sociedad”.
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Las decisiones A (“Funciones propias de una secretaría”) y B (“Funciones y poderes de carácter técnico y no político”) son irrelevantes en el presente contexto; pero la decisión C, en la que se consideraba que entraba la cuestión de los mandatos, rezaba como sigue:
“C. Funciones y atribuciones en virtud de tratados, convenios internacionales, acuerdos y otros instrumentos de carácter políticoFN27.
La Asamblea General examinará por sí misma, o someterá al órgano apropiado de las Naciones Unidas, toda petición de las partes en el sentido de que las Naciones Unidas asuman el ejercicio de funciones o atribuciones confiadas a la Sociedad de las Naciones por tratados, convenciones internacionales, acuerdos y otros instrumentos que tengan carácter político FN27a.”
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FN27, FN27a Por supuesto, se consideraba que los mandatos entraban dentro del apartado “Otros instrumentos de carácter político”.
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Comentando esto en 1950 (I.C.J. Reports 1950, p. 172), el Juez Read, cuyas opiniones comparto, dijo, hablando del Mandato para SW. África sudoccidental, que implicaba “funciones y poderes de carácter político” y que, en esencia, la decisión C disponía que la Asamblea General examinaría una solicitud “de que las Naciones Unidas asumieran las funciones de la Liga en lo que respecta a la presentación de informes, la rendición de cuentas y la supervisión del Mandato del África sudoccidental”. Luego continuó:
“No se ha presentado ninguna solicitud de este tipo, y la Asamblea General no ha tenido ocasión de actuar en virtud de la decisión C. La existencia misma de esta disposición expresa, sin embargo, hace imposible justificar una sucesión basada en la implicación”-(cursivas mías).
38. La resolución XIV de la Asamblea, de 12 de febrero de 1946, no fue en modo alguno el resultado de una decisión precipitada o insuficientemente meditada. Había sido cuidadosamente elaborada en la Comisión Preparatoria, y en sus comités y subcomités, y representaba la culminación de una política establecida. La historia se resume en las páginas 536-538 de la Opinión disidente conjunta de 1962 ya mencionada (nota 26 anterior) y se ofrece una versión más completa en las páginas 619-624 del mismo volumen de la Recopilación del Tribunal. En la discusión en la Comisión Preparatoria de los borradores preparados por su Comité Ejecutivo, de lo que finalmente se convirtió en la Reso-[p 245]lución XIV, el uso de la palabra “transferencia” [de funciones y actividades de la Liga], que no aparece en ninguna parte de esa resolución, fue objetado específicamente, y eliminado, sobre la base de que parecería aplicar una “continuidad legal que de hecho no existiría” -cursivas mías- (véanse los docs. de la ONU PC/LN/2, pp. 2-3, y PC/LN/10, pp. 10-11).
(b) En particular, en lo que respecta a los mandatos
(i) Política establecida de preferencia y confianza en el sistema de administración fiduciaria.
39. 39. Por lo que respecta a los mandatos, en la Comisión Preparatoria se formularon no menos de tres propuestas para el establecimiento de lo que habría sido un régimen provisional de mandatos en el marco de las Naciones Unidas. En primer lugar, el Comité Ejecutivo recomendó la creación de un “Comité Temporal de Administración Fiduciaria” que se ocupara de diversas cuestiones provisionales hasta que el sistema de administración fiduciaria estuviera en pleno funcionamiento, y entre ellas “cualquier cuestión que pudiera surgir en relación con la transferencia a las Naciones Unidas de cualesquiera funciones y responsabilidades ejercidas hasta la fecha en virtud del sistema de mandatos” (las referencias se encontrarán en las notas a pie de página de las págs. 536 y 537 de los Informes de 1962 de la C.I.J.). Si se hubiera seguido adelante con esta propuesta, habría dado lugar a la creación de algún tipo de régimen provisional con respecto a los mandatos, a la espera de que se colocaran, o si no se colocaban, bajo administración fiduciaria. Pero en la propia Comisión Preparatoria, la idea de un comité de administración fiduciaria temporal se encontró con varias objeciones, principalmente por parte de la Unión Soviética, y no se llevó a cabo. En su lugar, la Comisión formuló una recomendación muy distinta a la Asamblea General, que contemplaba la conversión de los mandatos en fideicomisos. Esta recomendación se plasmó finalmente en la Resolución XI de la Asamblea, de 9 de febrero de 1946, que se examinará más adelante.
40. Aún más eficaces habrían sido las dos propuestas de los Estados Unidos formuladas en el Comité Ejecutivo el 14 de octubre y el 4 de diciembre de 1945, respectivamente, que, de haber sido adoptadas, habrían hecho precisa y expresamente lo que ahora se afirma que (implícitamente) se hizo, aunque no se dio curso a esas propuestas. Salvo diferencias de redacción, tenían el mismo efecto, y su carácter puede verse en el siguiente pasaje en el que se recomienda que una de las funciones de un comité de administración fiduciaria temporal sea (doc. ONU PC/EX/92/Add.1):
“Tras la disolución de la Sociedad de las Naciones y de la Comisión Permanente de Mandatos, desempeñar las funciones que anteriormente desempeñaba la Comisión de Mandatos en relación con la recepción y el examen de los informes presentados por las Potencias mandatarias con respecto a los territorios bajo mandato que no hayan sido sometidos al régimen de administración fiduciaria mediante acuerdos de administración fiduciaria, y hasta que se establezca el Consejo de Administración Fiduciaria, en cuyo caso el Consejo desempeñará una función similar”.
Pero tras presentar estas propuestas, la delegación de Estados Unidos no siguió adelante con ellas. En su lugar, la Comisión Preparatoria recomendó, y la Asamblea adoptó, la Resolución XI mencionada al final del párrafo anterior. El texto completo de las partes pertinentes de esta Resolución figura en la página 624 de I.C.J. Reports 1962. Se dirigía a los “Estados que administran territorios actualmente bajo mandato”; pero todo lo que hacía era acoger con satisfacción las declaraciones hechas por “algunos” de ellos en el sentido de colocar territorios bajo mandato bajo administración fiduciaria, e “invitar” a todos ellos a negociar acuerdos de administración fiduciaria con ese fin en virtud del Artículo 79 de la Carta; ni una palabra sobre la posición provisional, ni una palabra sobre la situación relativa a los territorios bajo mandato respecto de los cuales no se aceptó, y sigue sin aceptarse, esta invitación. Esta parte de la historia confirma la existencia de una política establecida de evitar los mandatos como tales.
(ii) La Resolución final de la Sociedad de Naciones de 18 de abril de 1946
41. Precisamente la misma actitud caracterizó el comportamiento de los Miembros de las Naciones Unidas que también eran Miembros de la Sociedad cuando, en su calidad de tales, asistieron a la reunión final de Ginebra para la disolución de la Sociedad. De nuevo se presentó la oportunidad de hacer algo definitivo sobre los mandatos, ya que (con la excepción de Japón, necesariamente ausente) todos los mandatarios estaban presentes y estarían obligados por cualquier decisión que se tomara, ya que, según la norma de votación de la Liga, éstas debían tomarse por unanimidad. Los términos de la Resolución resultante de 18 de abril de 1946 se examinarán con más detalle más adelante, en relación con la cuestión de si implicaban para los mandatarios algún compromiso de rendir cuentas a las Naciones Unidas respecto a sus mandatos como tales. Baste decir a los efectos actuales que, tras reconocer que, al disolverse la Sociedad, las “funciones de ésta con respecto a los Territorios bajo Mandato llegarán a su fin”, la Resolución se limitaba a señalar que “los Capítulos XI, XII y XIII de la Carta de las Naciones Unidas consagran principios que corresponden a los declarados en el Artículo 22 del Pacto de la Sociedad”, -y a continuación tomaba nota de las “intenciones expresas” de los mandatarios de continuar administrando sus mandatos “de conformidad con las obligaciones contenidas” en ellos, “hasta que se hayan convenido otros arreglos entre las Naciones Unidas y los [p 247] [mandatarios] especulativos”; -de nuevo una alusión y una mirada hacia el sistema de administración fiduciaria que, según la Carta, requería la negociación de acuerdos de administración fiduciaria. La posición provisional, y la posición relativa a los mandatos respecto de los cuales no se negociaron acuerdos de administración fiduciaria, se dejó así a la aplicación de una fórmula general ambigua, cuyo efecto preciso (que se examinará más adelante) ha sido objeto de controversia desde entonces.
42. El hecho de que la Junta de Liquidación creada por la Asamblea de la Liga para liquidar los activos de la Liga -al entregar los archivos de la sección de mandatos de la Liga a las Naciones Unidas- dijera en un informe, cuya parte pertinente se titulaba “Actividades, fondos y servicios no transferibles” (cursiva mía), que estos archivos “deberían proporcionar una valiosa orientación a los interesados en la administración del sistema de administración fiduciaria [no de mandatos]” (cursiva mía). A continuación declaró también que “el sistema de mandatos inaugurado por la Liga ha llegado así a su fin” (L. de N. doc. C.5.M.5., p. 20). En resumen, como dijo Lord McNair en 1950 (I.C.J. Reports 1950, p. 161), en un veredicto muy pertinente sobre la resolución de abril de 1946
“. . . reconocía que las funciones de la Liga habían llegado a su fin; pero no pretendía transferirlas . . . a las Naciones Unidas” (cursiva mía)FN28.
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FN28 En otras palabras, no hubo (nunca se repetirá lo suficiente) cesión, de modo que la aceptación de una nueva parte en el Mandato (las Naciones Unidas) mediante novación requería el consentimiento del Mandatario.
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Tras añadir que no veía cómo podía “interpretarse que esta resolución creaba una obligación jurídica… de presentar informes anuales a las Naciones Unidas y de transferir a esa Organización… la supervisión [de los mandatos]”, concluyó que: “A lo sumo, podría imponer la obligación de cumplir aquellas obligaciones . . que no implicaban la actividad de la Liga”-(cursiva mía).
43. Sin embargo, hubo otras dos circunstancias que sugieren de manera concluyente que en Ginebra no se contempló ningún régimen de mandatos provisionales
(a) El proyecto “chino”-En primer lugar (y lo que debe resolver todas las dudas) es el hecho de que anteriormente se había propuesto un tipo de resolución bastante diferente, pero no se había seguido adelante con ella. Se trata de lo que se conoce en los anales del complejo de casos SW. En primer lugar, lo que debe resolver todas las dudas es el hecho de que anteriormente se había propuesto un tipo de resolución muy diferente, pero que no se llevó a cabo. Decía lo siguiente: [p 248]
“La Asamblea,
Considerando que aún no se ha constituido el Consejo de Administración Fiduciaria y que todos los territorios bajo mandato de la Liga no han sido transferidos a territorios bajo administración fiduciaria;
Considerando que la función de la Liga de supervisar los territorios bajo mandato debe ser transferida a las Naciones Unidas, a fin de evitar un período de interregno en la supervisión del régimen obligatorio en estos territorios;-(cursivas mías),
Recomienda que las potencias obligatorias, así como las que administran territorios bajo mandato ex enemigo, continúen presentando informes anuales a las Naciones Unidas y sometiéndose a la inspección de la misma hasta que se haya constituido el Consejo de Administración Fiduciaria”.
Aunque esta propuesta habría requerido enmiendas debido a ciertos errores y defectos técnicos, no hace falta más que echar un vistazo para ver que, si se hubiera adoptado en esencia, habría hecho precisamente lo que desde entonces se ha afirmado tan continua y tediosamente que había hecho la Resolución realmente adoptada el 18 de abril de 1946. Habría impuesto a los mandatarios la obligación, como mínimo, de buscar la supervisión de las Naciones Unidas y someterse a ella, si la recibían, durante lo que la propuesta denominaba el “período de interregno” con respecto a los mandatos. Que las Naciones Unidas hubieran aceptado la función sugerida -y, naturalmente, ninguna resolución de la Liga podría haberlas obligado a hacerlo- no viene al caso. El hecho ineludible sigue siendo que, por la razón que sea (y esa razón no aparece en el expediente) la propuesta no fue adoptada; y por lo tanto las cosas no pueden, en derecho, ser exactamente lo mismo que si hubiera sido. Si se necesitara alguna prueba más, podría encontrarse en el hecho de que el propio Dr. Liang, al hablar sobre la Resolución del 18 de abril de 1946, tal como fue adoptada, recordó su anterior proyecto (no adoptado) y, después de afirmar que los artículos sobre administración fiduciaria de la Carta de las Naciones Unidas estaban “basados en gran medida en los principios del sistema de mandatos”, añadió “pero las funciones de la Liga a ese respecto no se transfirieron automáticamente a las Naciones Unidas” (cursivas mías). Por lo tanto, dijo, la Asamblea de la Sociedad debería “tomar medidas para garantizar la aplicación continuada de [esos] principios”. Pero, de hecho, la Asamblea de la Sociedad, al igual que la Asamblea de las Naciones Unidas, decidió basarse para ello en la conversión (no obligatoria) de los mandatos en fideicomisos, o bien en el artículo 73 e) de la Carta, al que ahora me referiré.
(b) La referencia al Capítulo XI de la Carta en la Resolución de 18 de abril de 1946 – Esta es la segunda circunstancia significativa que muestra cómo funcionaban las mentes en Ginebra en abril de 1946. La Resolución de 18 de abril (párrafo 3 – véase antepárrafo 41) se refería no sólo a los Capítulos XII
[p 249] y XIII de la Carta (administración fiduciaria), sino también al Capítulo XI (territorios no autónomos). Las razones para ello se expusieron en la Opinión disidente conjunta de 1962, en las páginas 541-545 del volumen de Informes de 1962, donde se llamaba la atención sobre la reproducción virtual en la disposición principal del Capítulo XI (Artículo 73) de la redacción del Artículo 22, párrafo 1, del Pacto de la Liga (ambos textos se exponían para su comparación en la nota a pie de página 1 de la página 541 de dicha Opinión). La importancia de la referencia al Capítulo XI en la Resolución de Ginebra -una referencia que de otro modo no habría tenido objeto- es que demuestra (i) que los delegados, incluidos los diversos mandatarios, consideraban que los territorios bajo mandato pertenecían en cualquier caso a la clase de territorios no autónomos, y (ii) que consideraban la presentación de informes en virtud del párrafo (e) del Artículo 73 como una alternativa a la colocación de los territorios bajo mandato bajo administración fiduciaria, al menos en el sentido de ser algo que llenaría el vacío antes de que esto último ocurriera, o si no ocurriera en absoluto. Además, tenía la ventaja de que, aunque implicaba una forma de presentación de informes menos estricta que la de los mandatos específicos o la administración fiduciaria, y que además no implicaba una rendición de cuentas propiamente dicha (véase el párrafo 59 infra), era obligatoria para los Estados Miembros de las Naciones Unidas que administraban territorios no autónomos, mientras que la Carta no imponía la obligación de someter a territorios bajo mandato o de otro tipo al sistema de administración fiduciaria. Por lo tanto, si se afirma que no puede haber habido intención de dejar el “vacío” totalmente sin llenar, la respuesta es que así es como se pretendía llenarlo; y hay pruebas de que varios delegados y/o gobiernos entendieron el asunto en ese sentido (véase I.C.J. Reports 1962, págs. 543-544). Pero está igualmente claro que no se pretendía llenar el vacío sobre la base de que los mandatarios, como tales, serían responsables ante las Naciones Unidas, ya que si esa hubiera sido la intención, se habría seguido el curso obvio de establecer un régimen provisional específicamente para los mandatos como tales, e invitar a las Naciones Unidas a supervisarlo. Por lo tanto, hubo un rechazo implícito de ese curso de acción, y si se trata de explicar las cosas (o disiparlas) sobre la base de que las Naciones Unidas, con la intención de convertir todos los mandatos en fideicomisos, probablemente no habrían aceptado la invitación, entonces sin duda esta es una explicación que habla por sí misma y sólo puede confirmar la opinión que aquí se presenta.
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44. 44. En relación con todos estos intentos de salvar la distancia entre mandato y fideicomiso, o de situar el mandato continuado en un plano más regular, la opinión del Tribunal es que su no adopción no implica necesariamente un rechazo de la idea subyacente. Yo mismo siempre había pensado que el caso absolutamente clásico de rechazo implícito era cuando se había considerado una propuesta y no se había seguido adelante, siendo, como cuestión de [p 250] aw, bastante irrelevante por quéFN29. Cuando se ha propuesto una idea, en términos muy parecidos, en varias ocasiones sucesivas, pero no se ha llevado a cabo, sólo las contraindicaciones más fuertes posibles (si las hubiera) bastarían para refutar la presunción, si no de rechazo, al menos de no aceptación deliberada. Si se sugiere algo pero no se prevé, la situación no puede ser la misma que si se hubiera hecho. Si hay una serie de propuestas sustancialmente en el mismo sentido, ninguna de las cuales se adopta, no puede interpretarse que las resoluciones bastante diferentes que finalmente se adoptaron tengan el mismo efecto que las que no lo fueron. Incluso un no jurista difícilmente puede dejar de admitir la lógica de estas proposiciones.
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FN29 En las conferencias internacionales, las propuestas a menudo no se llevan a cabo porque sus autores se dan cuenta de que no serán aceptadas, y esto, por supuesto, habla por sí mismo. Alternativamente, a menudo no se siguen porque, aunque deseables en sí mismas, implicarían dificultades, o conllevarían ciertas desventajas correspondientes; pero en ese caso se hace una elección, y como cuestión de derecho no puede alegarse después que “en realidad” la propuesta fue aceptada, o que al menos no fue “verdaderamente” rechazada. Tales alegaciones son de carácter puramente subjetivo, y la psicología no es derecho.
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(c) Razones y significado de la actitud de las Naciones Unidas sobre los mandatos
45. Estas persistentes evasiones de cualquier asunción de funciones en relación con los mandatos -incluso con carácter provisional o temporal- son una prueba clara de una política establecida de desinterés en todo lo que tuviera que ver con ellos que no adoptara la forma de su conversión en fideicomisos. Esto se ve confirmado por un factor adicional, a saber, que a pesar de las consideraciones expuestas en el párrafo 43 b) supra, la Asamblea de las Naciones Unidas se mostró desde el principio poco dispuesta a permitir que el Artículo 73 de la Carta pudiera considerarse relativo a los territorios bajo mandato y, cuando recibió informes sobre SW. África transmitidos sobre esa base (véanse los párrafos 59 y 60 infra), insistió en tratarlos a través del Consejo de Administración Fiduciaria. Los episodios individuales, aislados, pueden no haber significado gran cosa, pero el efecto acumulativo de todos ellos, tomado en su conjunto, es abrumador y sólo puede llevar a una conclusión: que las Naciones Unidas no tenían intención de asumir ninguna función política de la Liga, excepto mediante acuerdos especiales que nunca se hicieron, y que, como parte de esta política, no querían implicarse en los mandatos como tales. En realidad, esta actitud era comprensible. En primer lugar, dado que la Carta no preveía expresamente la supervisión de los territorios bajo mandato por parte de las Naciones Unidas, excepto si se convertían en fideicomisos, lo cual debía ser un acto voluntario y no podía obligarse, no existía ninguna base jurídica sobre la que la Organización pudiera pretender que tenía derecho a supervisar los mandatos no convertidos de este modo. La Carta no establecía ningún mecanismo independiente para hacerlo, por lo que habría tenido que crearse ad hoc, con dudosa legalidad. Supervisar los mandatos a través del Consejo de [p 251]fideicomisarios habría equivalido a tratarlos como territorios fideicometidos aunque no hubieran sido puestos bajo fideicomiso, ni tuvieran por qué estarlo. En consecuencia, hubo que concentrar todos los esfuerzos en tratar de incorporar los distintos mandatos al sistema de administración fiduciaria.
46. En segundo lugar, no puede caber la menor duda de que (aparte de la reticencia general a asumir las funciones de la Liga) la razón de la reticencia a asumir cualquier función relativa a los mandatos era el temor a que hacerlo tendiera o pudiera tender a perpetuar el sistema de mandatos al actuar como un incentivo para que los mandatarios mantuvieran el statu quo y se abstuvieran de someterse al sistema de administración fiduciaria (véase I.C.J. Reports 1962, pp. 540-541). A este respecto, hay que señalar -aunque sólo sea de forma accesoria- que este último sistema era en algunos aspectos más oneroso para los mandatarios que el sistema de mandatos, en particular por lo que se refiere al carácter y la composición del órgano que asesoraría a la autoridad de control. En el caso de los mandatos, se trataba de la Comisión Permanente de Mandatos, compuesta por expertos independientes de gran experiencia en la materia, que actuaban a título personal, no como representantes de sus gobiernos, y que no actuaban bajo instrucciones oficiales. En el caso del sistema de administración fiduciaria, debía ser el Consejo de Administración Fiduciaria, un órgano político formado por representantes de los gobiernos que actuaban bajo instruccionesFN30. Sea como fuere, es evidente que se consideró conveniente no dar a los mandatarios ninguna excusa para no transferir sus territorios bajo mandato al sistema de administración fiduciaria, excusa que bien podrían haber considerado tener si se les hubiera ofrecido una alternativa en forma de continuación ad hoc del sistema de mandatos. Además, existía el factor psicológico de evitar cualquier sugerencia, incluso indirecta, de que, posiblemente, no todos los territorios bajo mandato serían transferidos a la administración fiduciaria, como podría haberse transmitido al prever esa eventualidad.
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FN30 Por supuesto, esto se vio mitigado por el hecho de que la mitad de los miembros del Consejo de Administración Fiduciaria debían ser representantes de las Potencias administradoras.
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(d) Conclusión sobre los efectos jurídicos de esta actitud
47. Tales fueron, pues, las razones de la actitud de las Naciones Unidas respecto de los mandatos. Pero establecer las razones de algo no es anular el resultado, como a menudo parece querer sostener la Opinión del Tribunal. Confiar en la proposición de que, encontrar una explicación satisfactoria de por qué una propuesta no fue adoptada, equivale a demostrar que no fue realmente rechazada;-y por lo tanto debe ser tratada como si “realmente” hubiera sido adoptada, no puede mejorar el respeto por el derecho como disciplina.[p 252].
48. Lo que realmente ocurrió en las Naciones Unidas, en el período 1945/1946, fue que la Asamblea, con plena conciencia de la situación, hizo una elección, o una opción. La elección, la opción, fue la siguiente: en lo que respecta a las Naciones Unidas, iba a ser “administración fiduciaria” (aunque no obligatoria). La asunción de mandatos sobre cualquier otra base fue, en efecto, rechazada. Siendo así, no era jurídicamente posible a partir de entonces dar la vuelta y decir, en relación con cualquier territorio bajo mandato no colocado bajo administración fiduciaria, que aunque a las Naciones Unidas no se les había dado el derecho de supervisar la administración del territorio como territorio en fideicomiso, sin embargo tenían el derecho de supervisarlo como territorio bajo mandato. Esto sería simplemente una forma indirecta de hacer obligatoria la administración fiduciaria, que no lo era y nunca se pretendió que lo fuera. Sería como permitir que el que saca la pajita más corta se lleve también la más larga. Existe una incoherencia insalvable entre ambas posiciones. A pesar de varias advertencias, existía la expectativa -o la esperanza- de que, al final, la tutela de todos los mandatos se hiciera realidad; pero había que aceptar el riesgo de que no fuera así. Al final, esta expectativa o esperanza se hizo realidad, salvo en el caso de SW. África. El fracaso en este caso pudo haber sido muy molesto o incluso exasperante, pero no podía ofrecer una base jurídica para considerar que las Naciones Unidas poseían ex post facto funciones de supervisión con respecto a territorios bajo mandato que no estaban previstas en la Carta (fuera del sistema de administración fiduciaria), y que la Organización se negó deliberadamente, y con un propósito determinado, a asumir. En resumen, por lo que respecta a SW. En resumen, en lo que respecta al África sudoccidental, las Naciones Unidas apostaron por el caballo equivocado, ¡pero apostar por el caballo equivocado nunca se ha considerado hasta ahora una razón para repetir la carrera!
49. El error básico en 1945/1946 fue, por supuesto, no hacer obligatoria la conversión de los mandatos en fideicomisos para los Miembros de las Naciones Unidas, o no establecer expresamente un régimen provisional para los mandatos no convertidos. Pero cuando se tomó plena conciencia política de este error, ya era jurídicamente demasiado tarde; no habiéndose hecho ninguna de estas cosas (porque, en efecto, las Naciones Unidas habían preferido confiar en la suerte), apenas es posible ahora tratar la situación prácticamente como si se hubiera hecho una de ellas. Sin duda, hay un límite hasta el que la ley puede admitir un proceso de “tener las dos cosas”. No sirve a la causa del derecho no reconocer ese límite.
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50. Si las consideraciones anteriores son válidas, resulta que hay una y sólo una forma en la que las Naciones Unidas podrían haber sido investidas de cualquier función de supervisión con respecto a los mandatos, y es mediante el consentimiento de los mandantes en cuestión. Ahora se examinará si Sudáfrica lo dio alguna vez.[p 253].
5. La cuestión del consentimiento a la rendición de cuentas y la supervisión de las Naciones Unidas
(a) Principios generales
(i) Ausencia de una verdadera base de consenso
51. La cuestión del consentimiento puede resolverse, en sentido estricto, en una frase, pues, una vez que queda claro que, en aquel momento, las Naciones Unidas no aceptaban, no querían asumir ninguna función respecto de los mandatos como tales y, de hecho, aspiraban a la desaparición total del sistema de mandatos, se deduce que los mandatarios no tenían nada que consentir respecto de los mandatos, a menos que estuvieran dispuestos a iniciar negociaciones para la concertación de acuerdos de administración fiduciaria, cosa que no estaban obligados a hacer. Como dijo el Juez Read (en I.C.J. Reports 1950, p. 171) hablando de acontecimientos en una fecha aún más tardía (noviembre de 1946-mayo de 1948), era dudoso “si la Asamblea General estaba dispuesta, en cualquier etapa [cursiva mía], a aceptar cualquier arreglo que no implicara un acuerdo de administración fiduciaria . . .”. En estas circunstancias, no había base de consenso para ningún arreglo que implicara la supervisión por las Naciones Unidas de los mandatos como mandatos. Habría sido necesario que el “consentimiento” del mandatario adoptara la forma de una petición o súplica positiva, que sin duda habría recibido la respuesta de que si el mandatario quería, o estaba dispuesto a aceptar, la supervisión de las Naciones Unidas, lo único que tenía que hacer era negociar un acuerdo de administración fiduciaria.
(ii) Se trataba de una novación
52. Se han hecho varias referencias a este principio, que, en mi opinión, no ha sido invocado como tal en los procedimientos anteriores ante el Tribunal, salvo (implícitamente) por Lord McNair y el Juez Read en 1950. Como se ha visto en los párrafos 41 y 42 supra, la Liga declaró que sus funciones con respecto a los mandatos habían “llegado a su fin” y que el sistema “inaugurado por la Liga” había “llegado a su término”. No hubo cesión a favor de las Naciones Unidas de los mandatos como tales, ni podría haberla habido sin el consentimiento de los mandatarios, ya que lo que se habría producido era una parte nueva y diferente y, por lo tanto, de hecho, algo parecido a una novación de la obligación. Está bien establecido en derecho que una novación que implique la aceptación de una parte nueva y diferente, necesita el consentimiento para ser buena como tal; y, además, el consentimiento expresado de forma inequívoca e inequívoca, o al menos evidenciado por actos o conductas inequívocos. Es a la luz de este requisito que debe considerarse la cuestión del consentimiento. [p 254]
(iii) Las “declaraciones de intención” y sus efectos jurídicos
53. Habida cuenta de lo que se ha dicho en el párrafo anterior acerca de lo que se necesitaría en el presente contexto para constituir una prueba adecuada del consentimiento, no es necesario examinar aquí en detalle las numerosas declaraciones de intención hechas en nombre de Sudáfrica y de otros mandatarios en 1945 y 1946, indicativas de su actitud general en cuanto al futuro de sus mandatos, de las que se han tratado de extraer consecuencias en el sentido de una aceptación o reconocimiento de una función de las Naciones Unidas respecto de los mandatos como tales, es decir, mandatos no convertidos en fideicomisos,-pues casi ninguno de ellos está libre de ambigüedad. Por lo tanto, estoy de acuerdo con el veredicto de Lord McNair en 1950 (I.C.J. Reports 1950, p. 161) de que había “también muchas declaraciones en el sentido de que el Gobierno de la Unión continuará administrando el Territorio ‘en el espíritu del Mandato’. Estas declaraciones son en su conjunto contradictorias e incoherentes”; y, continuó, “no encontró en ellas pruebas adecuadas de que el Gobierno de la Unión haya dado su asentimiento a una sucesión implícita por parte de las Naciones Unidas… o haya contraído una nueva obligación…”. Sin embargo, yo iría más lejos y diría que las diversas declaraciones hechas, no sólo en nombre de Sudáfrica, sino en nombre de los demás mandatarios (véase el párrafo siguiente), tomadas en su conjunto (muchas de ellas figuran en diversos lugares de las págs. 616-639 del volumen de 1962 de los Informes del Tribunal) muestran las siguientes características comunes: (a) son declaraciones de actitud general, insuficientes, y que no pretenden transmitir ningún compromiso definitivo; (b) si había algún compromiso, era el de continuar administrando los territorios bajo mandato de conformidad con los mandatos, y la administración de un mandato es, por supuesto, una cosa separada de informar sobre ese procesoFN31; y (c) ninguno de ellos implicaba ningún reconocimiento de la existencia de una función de las Naciones Unidas relativa a los mandatos, ni ningún compromiso hacia esa Organización. A continuación examinaré los tres episodios o conjuntos de episodios en los que principalmente se ha confiado como indicativos del reconocimiento sudafricano de responsabilidad ante las Naciones Unidas pero que, en mi opinión, no justifican esa conclusión.
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FN31 Había una ambigüedad inherente en todas esas frases por las que los mandatarios decían que seguirían observando los mandatos según sus términos, o que observarían todas las obligaciones de los mandatos; porque en lo que respecta a la obligación de informar, se trataba, según los mandatos, de una obligación de informar al Consejo de la Liga, que seguía vigente hasta el 18 de abril de 1946. Por lo tanto, hasta esa fecha, cualquier mandatario tenía derecho a interpretar su declaración en ese sentido, y después de esa fecha a interpretarla como que ya no era – posible de ejecutar sobre la base del propio mandato. Lo que es seguro es que, en aquel momento, nadie, obligatorio o no, interpretó estas declaraciones como un compromiso de informar a la Asamblea de las Naciones Unidas.
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[p 255]
(b) Episodios particulares
(i) La resolución final de la Sociedad de Naciones de 18 de abril de 1946
54. Las características (a), (b) y (c), expuestas en el párrafo anterior, caracterizaron fuertemente los procedimientos de Ginebra que concluyeron con la Resolución final de la Sociedad de Naciones de 18 de abril de 1946[N32] en cuyos párrafos 3 y 4 tanto se confió en los procedimientos de 1950 y 1962 ante el Tribunal, y de nuevo ahora. Su efecto ya se ha considerado (párrafos 41-43 supra) en el contexto relacionado pero separado de la actitud de los Estados afectados sobre la cuestión “¿mandatos o fideicomisos?”. La cuestión que se plantea ahora es si el apartado 4, que es el que se aplica en este caso, implicaba algún tipo de compromiso en relación con los mandatos. Este clásico de la ambigüedad (texto en nota 32) consiste esencialmente en un considerando que describe una situación. Dado que se limita a “tomar nota” de algo, a saber, las “intenciones expresadas por los [mandatarios]”, no impone por sí mismo ninguna obligación, por lo que la cuestión es saber cuáles eran esas “intenciones expresadas” y si equivalían a compromisos vinculantes y, en caso afirmativo, a qué efecto. La declaración hecha en nombre de Sudáfrica se cita en el párrafo siguiente, y en la nota 2 de la página 528 del volumen de 1962 de la Recopilación de Jurisprudencia del Tribunal figura un resumen de las frases clave utilizadas por los demás mandatarios. Su carácter vago e indeterminado es inmediatamente evidente [N33] Como se resume y describe en el párrafo 4 de la resolución de la Liga de 18 de abril de 1946, las intenciones expresadas no tenían nada que ver con la aceptación de la supervisión de las Naciones Unidas. Eran, simplemente, “administrar [los territorios] para el bienestar y el desarrollo de los pueblos interesados”. Las palabras adicionales “de conformidad con las obligaciones contenidas en los mandatos respectivos” implican de inmediato las ambi-guidades sobre las que se ha llamado la atención en el párrafo 53 y la nota 31 supra. Estas palabras no tienen por qué significar más que las obligaciones relativas a la administración “para el bienestar y el desarrollo…”, etc., y es casi seguro que los mandatos pretendían especificarlas. .”, etc., puesto que, como ya se ha señalado, la presentación de informes y la supervisión se refieren a la administración, no a la administración en sí.
——————————————————————————————————————— [N32]El texto completo de esta resolución figura en la nota 1 a pie de página de las páginas 538-539 del volumen de 1962 de la Recopilación del Tribunal. A primera vista, sólo los apartados 3 y 4 son pertinentes en el presente contexto. En efecto, los términos del apartado 3 se han citado en el apartado 41 supra. El párrafo 4 decía lo siguiente
“4. Toma nota de las intenciones expresadas por los miembros de la Liga que administran actualmente territorios bajo mandato de continuar administrándolos para el bienestar y el desarrollo de los pueblos interesados de conformidad con las obligaciones contenidas en los respectivos mandatos hasta que se hayan convenido otros arreglos entre las Naciones Unidas y las respectivas potencias obligatorias.”
[N33]En cuanto a la cuestión de si, como consecuencia de esto, se consideraba que los mandatarios habían llegado a un acuerdo definitivo sobre los mandatos, un detalle digno de mención es que, mientras que los diversos acuerdos celebrados entre la Liga y las Naciones Unidas para la transferencia de fondos, edificios, archivos, biblioteca, etc., se registraron todos en virtud del artículo 102 de la Carta, no se registró nada con respecto a los mandatos.
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55. No es sobre bases endebles y dudosas de este tipo sobre las que pueden predicarse compromisos vinculantes (especialmente cuando dependen de declaraciones unilaterales), más concretamente cuando, como se ha visto, se trata de una novación de un compromiso, que necesita, en derecho, un consentimiento inequívoco. Por lo tanto, resulta instructivo ver cuáles eran, en esta ocasión, las “intenciones expresadas” por Sudáfrica, tal y como declaró su delegado en Ginebra el 9 de abril de 1946 (Diario Oficial de la Sociedad de Naciones, Suplemento Especial, nº 194, pp. 32-33). Éstas eran que, en espera de que se examinara el deseo sudafricano, sobre la base de los deseos expresados por la población, de incorporar SW. África en el territorio de la Unión (como era entonces), ésta, mientras tanto
“. . continuaría administrando el territorio escrupulosamente de acuerdo con las obligaciones del mandato, para el avance y la promoción de los intereses de los habitantes, como ha hecho durante los últimos seis años en los que no pudieron celebrarse reuniones de la Comisión de Mandatos.
La desaparición de [los] órganos de la Liga encargados de la supervisión de los mandatos, principalmente la Comisión de Mandatos y el Consejo de la Liga, impedirá necesariamente el cumplimiento completo de la letra del mandato. No obstante, el Gobierno de la Unión considerará que la disolución de la Liga no disminuye en modo alguno las obligaciones que le incumben en virtud del mandato, que seguirá cumpliendo con… plena y adecuada conciencia de sus responsabilidades hasta que se acuerden otras disposiciones relativas al futuro estatuto del territorio” (cursiva mía).
Los aficionados a los juegos de salón podrían pasar una hora interesante tratando de decidir qué significa exactamente esta declaración, también un clásico de la ambigüedad, en lo que se refiere a la aceptación sudafricana de la supervisión de las Naciones Unidas, porque esa es, por supuesto, la cuestión. El pasaje en cursiva excluye claramente la idea, presentando como lo hace la continuación de una situación que ya había durado seis años, en la que no se habían presentado informes, porque no había ninguna autoridad activa de la Liga a la que pudieran presentarse. El resto de la declaración, y en particular la frase “que no disminuye en modo alguno sus obligaciones en virtud del mandato”, implica precisamente las ambigüedades e incertidumbres sobre las que ya se ha llamado la atención (nota 31). A mí me parece el prototipo mismo de la falta de compromiso, en lo que se refiere a cualquier reconocimiento de responsabilidad ante las Naciones Unidas, y no soy capaz de encontrar en ella ningún indicio de tal reconocimiento. Soy consciente de que en este asunto, como en la mayoría de los demás, mi opinión y el razonamiento del Tribunal operan en longitudes de onda diferentes. Al ver en la declaración sudafricana un reconocimiento de la existencia de una obligación continua hacia los pueblos del territorio bajo mandato -el razonamiento del Tribunal da entonces el gran salto-, porque había ese grado de reconocimiento también lo había, y por tanto un reconocimiento de responsabilidad ante las Naciones Unidas. La falta de todo rigor en este razonamiento es evidente. Implica exactamente las mismas elipsis y telescopios de dos cuestiones distintas que caracterizaron el razonamiento del Tribunal en 1950, como ya se ha expuesto en los párrafos 20-22 supra. Nadie puede haber tomado esta declaración en ese sentido en aquel momento, porque todo el mundo sabía que la supervisión de las Naciones Unidas debía ejercerse únicamente a través del sistema de administración fiduciaria, y que no había obligación de incluir a los territorios bajo mandato dentro de ese sistema. Este es, en mi opinión, uno de los puntos más decisivos de todo el caso.
(ii) Cuestión de la incorporación de SW. África como parte de la propia Sudáfrica
56. El planteamiento hecho por Sudáfrica a las Naciones Unidas en noviembre de 1946 para la incorporación a su propio territorio de SW. África sudoccidental, sobre la base de los deseos expresados por los habitantes que habían sido consultados, constituye el único episodio que puede representarse plausiblemente como un reconocimiento -no ya de la responsabilidad ante las Naciones Unidas sobre la base de mandatos específicos (ni, como se verá, fue adoptado por la Asamblea en ese sentido)- sino de la existencia, sobre una base política, de un interés de las Naciones Unidas en asuntos que tienen un aspecto “colonial”. También era una forma conveniente de obtener un amplio reconocimiento internacional general para dicha incorporación FN34. Este último aspecto de la cuestión -que lo que se buscaba a través de las Naciones Unidas era el reconocimiento “internacional”- ya se había mencionado en otra parte de la declaración citada en el párrafo anterior, hecha en nombre de Sudáfrica en Ginebra a principios de año, en la que se anunciaba que en el próximo período de sesiones de la Asamblea de las Naciones Unidas se formularían “argumentos a favor de conceder a África Sudoccidental un estatuto en virtud del cual sería reconocida internacionalmente como parte integrante de la Unión [de Sudáfrica]” (cursivas mías).
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FN34 Por supuesto, éste no sería ni mucho menos el primer ejemplo histórico de búsqueda de un reconocimiento político de la incorporación de un territorio sin que exista ninguna obligación de hacerlo.
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57. Esta no fue la primera mención del asunto. La posibilidad de [p258] la incorporación se había presagiado en los términos más explícitos ya el 11 de mayo de 1945 en la larga y detallada declaración hecha entonces por el representante de Sudáfrica en el Comité II/4 de la Conferencia de San Francisco, que hay muchas razones para creer FN35 que terminó con una observación en el sentido de que el asunto se estaba mencionando-.
“. . . para que posteriormente no se pueda considerar que Sudáfrica ha dado su aquiescencia a la continuación del Mandato o a la inclusión del territorio en cualquier forma de administración fiduciaria bajo la nueva Organización Internacional” (cursivas mías).
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FN35 El texto completo de esta declaración, que sólo figuraba sumariamente en las actas de San Francisco, aparece en el párrafo 4, capítulo VIII, del alegato escrito de Sudáfrica en el presente caso. El texto y la procedencia de la observación final, cuya autenticidad intrínsecamente probable nunca ha sido cuestionada, aparece en la nota a pie de página 1 de la página 9 de dicho escrito. También se hace referencia a este asunto en el apartado (5) de la página 533 del voto particular conjunto de 1962.
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De ello se desprendía ya claramente que cualquier planteamiento definitivo de incorporación al hijo de las Naciones Unidas, si se hacía y cuando se hiciera, sería político, sobre una base voluntaria, no de reconocimiento de responsabilidad.
58. Sin embargo, cuando el asunto fue planteado en la Cuarta Comisión de la Asamblea de las Naciones Unidas en noviembre de 1946 por el Mariscal de Campo Smuts en persona, quedó claro que la reacción probable de la Comisión sería la exigencia de que el territorio quedara bajo administración fiduciaria. En consecuencia, el mariscal de campo Smuts hizo posteriormente otra declaración en la que afirmó que:
“No sería posible que el Gobierno de la Unión, como antiguo mandatario, presentara un acuerdo de administración fiduciaria en conflicto con los deseos claramente expresados de los habitantes. La Asamblea debería reconocer que la aplicación de los deseos de la población era el camino prescrito por la Carta y dictado por los intereses de los propios habitantes. Sin embargo, si la Asamblea no estaba de acuerdo en que los claros deseos de los habitantes debían ser aplicados, el Gobierno de la Unión no podía tomar otro camino que atenerse a la declaración que había hecho a la última Asamblea de la Sociedad de Naciones en el sentido de que continuaría administrando el territorio como hasta entonces como parte integrante de la Unión, y hacerlo en el espíritu de los principios establecidos en el mandato” (cursiva mía).
Cabe señalar dos cosas sobre esta declaración: En primer lugar, el orador se refirió a Sudáfrica como “antes” obligatoria. La cuestión no es si es correcto o no decir que Sudáfrica no sigue siendo un Estado obligatorio. La cuestión es que tal comentario es totalmente incoherente con cualquier reconocimiento [p 259] de responsabilidad con respecto al mandato. En segundo lugar, cuando al final de este pasaje, el orador declaró la intención de su Gobierno de seguir administrando el territorio “en el espíritu” de los “principios” establecidos en el Mandato -(y sería difícil encontrar una frase que reconociera menos la obligación)- no mencionó, y claramente no pretendía incluir, la presentación de informes del tipo indicado en el Mandato. En cambio, declaró su intención de informar sobre la base de los territorios no autónomos del Artículo 73 (e) de la Carta (cuyo efecto se considerará en la subsección siguiente); y lo que dijo fue que su Gobierno “de conformidad con” (no, cabe señalar, el Artículo 6 del Mandato, sino) “el Artículo 73, párrafo (e), de la Carta” transmitiría informes al Secretario General “para fines de información”, siendo esta última frase el lenguaje del propio Artículo 73 (e). Concluyó diciendo que había…
“. . . nada en las cláusulas pertinentes de la Carta, ni estaba en la mente de los que redactaron estas cláusulasFN36, para apoyar el argumento de que el Gobierno de la Unión podría ser obligado a celebrar un acuerdo de administración fiduciaria, incluso en contra de su propia opinión o la de las personas afectadas”.
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FN36 Entre los que, por supuesto, se encontraba el propio mariscal de campo.
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¿Y cuál fue la reacción de la Asamblea en su resolución 65 (1), que exigía la presentación de informes y la aceptación de la supervisión en virtud del artículo 6 del Mandato? En absoluto: recomendó que SW. África se sometiera al sistema de administración fiduciaria. Claramente, no más que el Mandatario, la Asamblea no contemplaba el ejercicio de ninguna función con respecto al territorio sobre la base de un mandato.
(iii) La oferta del Mandatario de facilitar información del tipo del artículo 73 (e)
59. En el caso de SW. En el caso del África sudoccidental, el Mandatario no tenía intención de negociar un acuerdo de administración fiduciaria ni de someterse a la supervisión del territorio por las Naciones Unidas sobre la base de mandatos; y, una vez más, lo importante no es la ética de esta actitud, sino la prueba que ofrece de la falta de consentimiento a rendir cuentas a las Naciones Unidas. Nada podría hacer esto -o la ausencia de todo terreno común- más claro que el siguiente episodio, que comienza con la declaración hecha en nombre de Sudáfrica en la Cuarta Comisión de la Asamblea, el 27 de septiembre de 1947, relativa a la propuesta sudafricana, hecha originalmente en noviembre de 1946 (véase el párrafo anterior), de transmitir información del mismo tipo que la requerida por el Artículo 73 (e) de la Carta con respecto a los llamados “territorios no autónomos”. Dicha información, [p 260] dada sobre colonias, protectorados, etc., no implica rendición de cuentas, y no es en el sentido formal y técnico “presentación de informes”. El Informe de la Cuarta Comisión en esta ocasión (fechado el 27 de octubre de 1947) describe la declaración del representante sudafricano de la siguiente manera:
“Su Gobierno suponía, dijo, que el informe [es decir, la información que debía transmitirse] no sería examinado por el Consejo de Administración Fiduciaria y no sería tratado como si de hecho se hubiera concertado un acuerdo de administración fiduciaria. Explicó además que, como la Sociedad de las Naciones había dejado de existir, el derecho a presentar peticiones ya no podía ejercerse, puesto que ese derecho presupone una jurisdicción que sólo existiría cuando hubiera un derecho de control y supervisión, y en opinión de la Unión Sudafricana tal jurisdicción no correspondía a las Naciones Unidas con respecto al África Sudoccidental” (cursivas mías).
Lo que se dijo de las peticiones era a fortiori aplicable con respecto a los informes del tipo contemplado en el artículo 6 del Mandato. Las palabras en cursiva constituían una negación general de la jurisdicción de las Naciones Unidas.
60. Hubo otras ofertas de proporcionar información sobre la misma base en el período 1947/1948, y de hecho se transmitieron uno o dos informes. Pero en todo momento se hicieron declaraciones en nombre de Sudáfrica que indicaban claramente que esto se hacía voluntariamente y sin admisión de obligación. Así, en una sesión plenaria de la Asamblea celebrada el 1 de noviembre de 1947, el representante de Sudáfrica dijo que:
“. . . la Unión Sudafricana ha expresado su disposición a presentar informes anuales para información de las Naciones Unidas. Ese compromiso se mantiene. Aunque estos informes, si se aceptan, se presentarán sobre la base de que las Naciones Unidas no tienen jurisdicción supervisora con respecto a este territorio, servirán para mantener informadas a las Naciones Unidas del mismo modo en que se las mantiene informadas en relación con los territorios no autónomos en virtud del Artículo 73 (e) de la Carta” (cursiva mía).
Y en una carta de 31 de mayo de 1948 al Secretario General se reafirmaba explícitamente toda la posición sudafricana de la siguiente manera (doct. ONU, T/175, 3 de junio de 1948, pp. 51-52):
“… la transmisión a las Naciones Unidas de información sobre el África Sudoccidental, en forma de informe anual o en cualquier otra forma, es voluntaria y sólo tiene fines informativos. Ellos [el Gobierno] han dejado claro en varias ocasiones que no reconocen ninguna obligación de transmitir esta información a las Naciones Unidas [p 261], pero en vista del interés generalizado en la administración del Territorio, y de acuerdo con la práctica democrática normal, están dispuestos y deseosos de poner a disposición del mundoFN37 los hechos y cifras que estén fácilmente a su disposición. . . El Gobierno de la Unión desea recordar que, al ofrecerse a presentar un informe sobre África Sudoccidental para información de las Naciones Unidas, lo hizo basándose en las disposiciones del Artículo 73 (e) de la Carta. Este artículo exige “información estadística y de otra índole de carácter técnico” y no hace referencia a la información sobre cuestiones de política. En estas circunstancias, el Gobierno de la Unión no considera que la información sobre cuestiones de política, en particular de política futura, deba incluirse en un informe (o en cualquier suplemento del informe) que pretende ser una relación fáctica y estadística de la administración del Territorio durante el período de un año natural. No obstante, el Gobierno de la Unión desea ser lo más útil y cooperativo posible y, por lo tanto, en esta ocasión ha respondido en su totalidad a las preguntas relativas a diversos aspectos de la política. Sin embargo, el Gobierno de la Unión no considera que esto siente un precedente. Además, las respuestas sobre política no deben interpretarse como un compromiso en cuanto a la política futura o como una medida de responsabilidad ante las Naciones Unidas por parte del Gobierno de la Unión. A este respecto, el Gobierno de la Unión ha observado que su intención declarada de administrar el Territorio de acuerdo con el espíritu del mandato se ha interpretado en algunos círculos como una medida de responsabilidad internacional. El Gobierno de la Unión no puede aceptar esta interpretación y recuerda una vez más que la Sociedad de Naciones, en su sesión final de abril de 1946, se abstuvo explícitamente de transferir sus funciones con respecto a los mandatos a las Naciones Unidas “FN38-(cursiva mía).
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FN37 El uso de expresiones como “interés generalizado” y “poner a disposición del mundo” confirma la opinión adoptada en el párrafo 56 supra en cuanto a la base del enfoque sudafricano de las Naciones Unidas sobre el tema de la incorporación.
FN38 Véase a este respecto el párrafo 42 supra, y el pronunciamiento de Lord McNair en el mismo sentido dos años más tarde, que se cita allí.
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Y de nuevo en la Cuarta Comisión de la Asamblea en noviembre de 1948 (Actas Oficiales de la 76ª Reunión, p. 288), se afirmó que:
“. . . la Unión no podía admitir el derecho del Consejo de Administración Fiduciaria a utilizar el informe para fines para los que no había sido concebido: menos aún podía el Consejo de Administración Fiduciaria arrogarse la facultad reivindicada en su resolución, es decir, ‘determinar si la Unión Sudafricana está cumpliendo adecuadamente sus responsabilidades en virtud de los [p262] términos del mandato. . Además, esa competencia se reivindicaba respecto a un territorio que no era un territorio en fideicomiso y respecto al cual no existía ningún acuerdo de administración fiduciaria. La delegación sudafricana consideró que, al actuar así, el Consejo se había extralimitado en sus competencias”- (cursiva mía).
Sin embargo, como la Asamblea persistió en tratar los informes a través del Consejo de Administración Fiduciaria, éstos se interrumpieron posteriormente. Por supuesto, es evidente que las “partes”, por así decirlo, estaban completamente enfrentadas. Pero no está menos claro (a) que la Asamblea no aceptaría nada, excepto la administración fiduciaria, y (b) que Sudáfrica no aceptaría nada que supusiera el reconocimiento de la obligación de rendir cuentas a las Naciones Unidas. En consecuencia, no hubo acuerdo ni consentimiento.
(c) Conclusiones sobre el consentimiento
61. Independientemente de lo que pueda pensarse de la actitud sudafricana desde un punto de vista más amplio que el del derecho, no cabe duda de cuál fue, desde el punto de vista jurídico, el carácter de esa actitud. A la vista de las declaraciones anteriormente expuestas, es imposible sostener que hubiera algún reconocimiento o aceptación de la responsabilidad ante las Naciones Unidas como una obligación que surgía para el Mandatario tras la disolución de la Liga. De hecho, hubo un rechazo expreso de la misma. En consecuencia, en una situación en la que, por las razones expuestas en los párrafos 51 y 52 supra, nada que no fueran expresiones positivas de reconocimiento o aceptación habría bastado, hubo de hecho repetidas negaciones y rechazos positivos. Siendo esto así, todos los intentos de implicación deben fracasar en principio por motivos a priori; ya que las implicaciones sólo son válidas en situaciones de relativa indeterminación en las que, si no hay indicaciones muy positivas “a favor”, tampoco las hay muy positivas “en contra”. Sin embargo, cuando, como en este caso, hay indicios positivos “en contra”, las meras implicaciones “a favor” no pueden prevalecer. El reconocimiento de la responsabilidad sólo podría atribuirse a Sudáfrica sobre la base de una conducta que no fuera explicable de otro modo. De hecho, era explicable y se explicó en repetidas ocasiones.
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62. Se trata aquí de un punto importante del ordenamiento jurídico internacional. Si, siempre que en situaciones de este tipo un Estado voluntariamente, y por razones de política, lleva algún asunto ante un organismo internacional, se [p 263] debe considerar que ha admitido tácitamente una obligación de hacerlo (como se ha tratado de mantener erróneamente en relación con la remisión por el Reino Unido de la cuestión de Palestina a las Naciones Unidas en 1948), entonces debe ponerse fin a toda libertad de acción política, dentro de la ley, y a toda confianza entre las organizaciones internacionales y sus Estados miembros.
63. Exactamente lo mismo cabe decir de los intentos de leer compromisos vinculantes en el lenguaje de lo que en realidad no son más que declaraciones de política, como lo fueron esencialmente las declaraciones formuladas en uno u otro momento por los diversos mandatarios. Es evidente que en el período de formación de las Naciones Unidas y de disolución de la Liga, la cuestión de los mandatos era un asunto de interés general. Los mandatarios estaban obligados a dar a conocer de manera general sus opiniones y actitudes. Evidentemente, había que llegar a alguna conclusión sobre su futuro. Pero igual de claro, si no más, es el hecho de que la conclusión a la que se llegó sobre su futuro fue que debían quedar bajo el sistema de administración fiduciaria y que las Naciones Unidas no debían tener nada que ver con ellos como mandatos. En otras palabras, la supervisión de las Naciones Unidas debía ejercerse a través del sistema de administración fiduciaria y no del de mandatos. Al mismo tiempo, la Carta no creó ninguna obligación legal para que los mandatarios convirtieran sus mandatos en fideicomisos. Por lo tanto, ahora no es legalmente posible (SW. Por lo tanto, ahora no es jurídicamente posible sostener que las Naciones Unidas tienen derecho a ejercer la supervisión sobre la base de mandatos, ya que el Suroeste de África no está bajo administración fiduciaria y no existe ninguna obligación legal de colocarla en esa situación. Tal argumento constituye un ejemplo excelente de un proceso al que no daré nombre, pero que no debería formar parte de ninguna técnica jurídica que se precie.
6. Conclusión general sobre la sección A
64. Dado que, por todas estas razones, las Naciones Unidas como Organización (incluidas, por tanto, tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad) nunca llegaron a estar investidas de las facultades y funciones del Consejo de la antigua Liga con respecto a los mandatos, en ninguna de las formas posibles indicadas en el párrafo 11 supra, debo sostener que era incompetente revocar el mandato de Sudáfrica, con independencia de que el propio Consejo de la Liga hubiera tenido esa facultad. No obstante, es importante averiguar si este último la tenía, ya que si no, entonces cadit quaestio incluso si las Naciones Unidas la hubieran heredado. A esta parte del tema me dirijo en consecuencia.
[p 264]
Sección B
Incluso si las Naciones Unidas fueron investidas con los poderes del antiguo consejo de la Sociedad de Naciones, éstos no incluían ningún poder de revocación unilateral de un mandato
1. Falta de competencia de las Naciones Unidas para ejercer respecto de los mandatos cualquier otro o mayor poder de supervisión que el que poseía la Sociedad de Naciones
65. Suponiendo -o postulando, como realmente debe ser- que, contrariamente a la conclusión a que se ha llegado en la sección precedente (sección A), las Naciones Unidas heredaron -o de otro modo se vieron investidas- de una función de supervisión respecto de los mandatos que siguieron siendo mandatos y no se convirtieron en fideicomisos de las Naciones Unidas, es necesario preguntarse cuál era la naturaleza y el alcance (o contenido) de esa función, tal como la ejercía o podía ejercer el Consejo de la Sociedad de las Naciones. Tal investigación se hace necesaria debido a un principio de derecho elemental pero fundamental. En la medida en que las Naciones Unidas podían ejercer legítimamente (si es que podían) alguna facultad de supervisión, se trataba forzosamente de facultades derivadas, facultades heredadas o asumidas del Consejo de la SociedadFN39. Por lo tanto, no podían exceder los del Consejo, ya que los poderes derivados no pueden ser otros o mayores que aquellos de los que derivan. No podía haberse transferido o transmitido desde la Liga lo que la propia Liga no tenía, pues nemo dare potest quod ipse non habet, o (el corolario) nemo accipere potest id quod ipse donator nunquam habuit. Este principio jurídico incontestable fue reconocido y aplicado por el Tribunal en 1950, y fue la base de su conclusión (I. C.J. Reports 1950, p. 138) de que:
“Por consiguiente, el grado de supervisión que debe ejercer la Asamblea General no debe exceder del que se aplicaba en el sistema de mandatos, y debe ajustarse en la medida de lo posible al procedimiento seguido a este respecto por el Consejo de la Sociedad de Naciones.”
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FN39 Huelga decir que incluso si, en contra de la conclusión a la que se ha llegado en la sección anterior, Sudáfrica consintiera, o pudiera considerarse que consintió, cualquier ejercicio de poderes de supervisión por parte de las Naciones Unidas, en ningún caso puede haber consentido, o considerarse que consintió, el ejercicio de poderes más amplios que los de la Sociedad.
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Esta conclusión se reafirmó específicamente en los asuntos posteriores Procedimiento de votación y Peticiones orales (1955 y 1956), ambos de los cuales se referían en efecto a si la forma en que la Asamblea proponía o quería interpretar y llevar a cabo su función supervisora en determinados aspectos, sería
[p 265] coherente con el principio así enunciado. Además, en el segundo de estos asuntos, el Tribunal volvió a expresar el principio. Refiriéndose a su dictamen original (1950), dijo (I.C.J. Reports 1956, p. 27)
“En dicho dictamen, el Tribunal. . dejó claro que las obligaciones del Mandatario eran las que se obtenían bajo el Sistema de Mandatos. Esas obligaciones no podían ampliarse más allá de aquellas a las que el Mandatario había estado sujeto en virtud de las disposiciones del artículo 22 del Pacto y del Mandato para el África Sudoccidental en virtud del Sistema de Mandatos. Por consiguiente, el Tribunal declaró que el grado de supervisión que debía ejercer la Asamblea General no debía exceder del que se aplicaba en virtud del Sistema de Mandatos [y que] el grado de supervisión debía ajustarse en la medida de lo posible al procedimiento seguido por el Consejo de la Liga…”.
66. La corrección de este punto de vista nunca ha sido cuestionada y, en principio, parece indiscutible. De ello se desprende inevitablemente que, si la Sociedad no poseía ninguna facultad de revocación unilateral de un mandato, las Naciones Unidas no podían subrogarse en tal facultad. Del mismo modo, desde el punto de vista del procedimiento (y aquí hay una conexión importante), se deduce que si, en virtud del sistema de mandatos de la Sociedad, el órgano supervisor, el Consejo de la Sociedad, no podía obligar a un mandatario sin su consentimiento, tampoco podían hacerlo los órganos de las Naciones Unidas, ya fuera la Asamblea General o el Consejo de Seguridad. En resumen, aunque se considere que la Asamblea -o, para el caso, el Consejo de Seguridad- tiene todos los poderes que podría pensarse que cualquiera de los órganos tiene o debería tener, éstos no podrían, en derecho, ejercerse en el ámbito de los mandatosFN41 con un efecto distinto o mayor que el que podría haber tenido el Consejo de la Liga. (Por supuesto, ambos órganos también están sujetos a las limitaciones de la Carta en cuanto a sus poderes, que se examinarán en la Sección C principal más adelante).
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FN40 El artículo “indefinido” – “un” mandato, no “el” mandato- se emplea aquí con un propósito determinado, ya que cualquiera que fuera la posición con respecto a los poderes de la Liga para revocar un mandato, era la misma para todos los mandatos, no sólo para el de SW. África. La opinión de que este último podía revocarse unilateralmente implica que los diversos mandatos australiano, belga, francés, japonés, neozelandés y del Reino Unido también podían revocarse.
FN41 Lo que el Consejo de Seguridad podría hacer, no sobre la base de los mandatos, sino sobre la base del mantenimiento de la paz, se examina por separado en los párrafos 110-116 infra.
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[p 266]
2. La Liga no tenía ningún poder de revocación unilateral, expreso o implícito
(a) Presunción en contra de la existencia de tal poder
67. El argumento para considerar que los mandatos de la Sociedad de Naciones estaban sujetos a una facultad de revocación unilateral por parte del Consejo de la Sociedad no se basa en ninguna disposición de los propios mandatos ni del Pacto de la Sociedad (de hecho, como se verá más adelante, éstos implican exactamente lo contrario). Como se ha señalado anteriormente, la pretensión se basa y sólo puede basarse en el supuesto de violaciones fundamentales del mandato de que se trate, como las que, si se tratara de un contrato de derecho privado, por ejemplo, podrían justificar que la otra parte lo diera por terminadoFN42. Por lo tanto, la alegación se basa totalmente en el argumento de que, en el caso de instituciones como los mandatos de la Liga, debe existir un poder inherente de revocabilidad en caso de incumplimiento fundamental, aunque no se exprese dicho poder; que, de hecho, no hay necesidad de expresarlo. Esta es, de hecho, la tesis del Tribunal.
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FN42 Obsérvese el uso intencionado de la expresión “al darlo por terminado” y no “al ponerle fin”. Hay una diferencia conceptual importante. En sentido estricto, todo lo que puede hacer una parte que alega incumplimientos esenciales por parte de la otra, es declarar que ya no se considera obligada a seguir cumpliendo su propia parte del contrato, que considerará resuelto. Pero si el contrato, en el sentido objetivo, ha llegado a su fin, es otra cuestión y no se deduce necesariamente (ciertamente no de la declaración unilateral de esa parte) – o habría una salida demasiado fácil de los contratos inconvenientes.
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68. 68. En apoyo de esta opinión, se establecen comparaciones con la situación de los contratos de derecho privado y los tratados y acuerdos internacionales ordinarios, respecto de los cuales puede decirse que los incumplimientos fundamentales de una parte liberarán a la otra de sus propias obligaciones y, por tanto, pondrán fin al tratado o contrato. Sin embargo, la analogía es engañosa en esta cuestión particular, en la que la situación contractual es diferente de la institucional, de modo que lo que puede ser cierto en un caso [p 267] no puede simplemente traducirse y aplicarse al otro sin distorsiones inadmisibles (véanse las notas 42 y 43).
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FN43 Se plantea inmediatamente la cuestión de quién o qué sería, en el caso de los mandatos, la otra parte, y cuáles serían sus obligaciones de las que podría reclamar la liberación debido a los incumplimientos del mandatario. En el caso de un mandato, ¿qué obligaciones existen aparte de las del mandatario? ¿Cómo y por quién debe establecerse la existencia de incumplimientos fundamentales con el efecto que tendría una sentencia (no un dictamen) de un tribunal de justicia competente (no de un órgano político laico)?
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69. No cabe duda de que aquí existe una auténtica dificultad, en la medida en que un régimen como el del sistema de mandatos parece tener un pie tanto en el ámbito institucional como en el contractual. Pero es necesario respetar al menos un mínimo de coherencia. Si, sobre la base de los principios contractuales, los incumplimientos fundamentales justifican la revocación unilateral, también es cierto que los principios contractuales exigen que no se pueda imponer una nueva parte en un contrato a una ya existente sin el consentimiento de esta última (novación). Dado que en el presente caso uno de los supuestos incumplimientos fundamentales FN44 es precisamente la evidente no aceptación de esta nueva parte, y de cualquier deber de rendición de cuentas hacia ella (siendo tal aceptación ex hypothesi, según los principios contractuales, no obligatoria), se revela una total incoherencia que se encuentra en la raíz de toda la Opinión del Tribunal en uno de sus aspectos más esenciales.
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FN44 Supuestos incumplimientos que, en cualquier caso, no han sido debidamente probados – véanse los apartados 2-5 al comienzo de las presentes conclusiones.
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70. 70. Si, para escapar a este dilema -y no es el único FN45-, se pasa al ámbito institucional internacional, lo que resulta evidente de inmediato es que las entidades implicadas no son personas privadas o entidades corporativas, sino Estados soberanos. Cuando se trata de un Estado soberano, y cuando además no se trata simplemente de pronunciarse sobre la situación jurídica, sino de expulsar a ese Estado de una función administrativa que está ejerciendo físicamente, no es posible basarse en ninguna teoría de poderes implícitos o inherentes. Sería necesario que éstas se hubieran concretado en cualesquiera que sean los instrumentos rectores. Si realmente se desea o se pretende, en el caso de que un Estado soberano acepte una misión con carácter de mandato, que la atribución sea revocable por pronunciamiento unilateral de otra entidad, con independencia de la voluntad del Estado de que se trate FN46, sería imprescindible prever expresamente el ejercicio de tal facultad.
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FN45 Por ejemplo, de acuerdo con los principios contractuales ordinarios, y sujeto a cualificaciones que no son relevantes aquí, la muerte o extinción de una de las partes de un contrato normalmente pone fin al mismo y libera a la otra parte de cualquier otra obligación, excepto de aquellas que ya se hayan devengado pero que permanezcan sin cumplir. Aplicado a los mandatos, esto habría significado su terminación tras la extinción de la Sociedad de Naciones, y la liberación de todas las obligaciones posteriores de los man-datorios, que habrían permanecido en una situación de ocupación física de la que en la práctica no podrían haber sido desalojados.
FN46Si se objeta que ningún Estado aceptaría voluntariamente o a sabiendas tales condiciones, no puedo sino estar de acuerdo, -pero esto de hecho refuerza y señala la totalidad de mi argumento. El absurdo obvio de toda la idea emerge de inmediato.
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71. 71. Esto no sería todo, ya que también habría que prever la forma de ejercerla, puesto que, evidentemente, en el momento de su ejercicio se plantearían de inmediato un sinfín de cuestiones jurídicas y prácticas que requerirían una solución rápida y que posiblemente demostrarían la existencia de problemas potenciales más graves que los que supuestamente se resolverían con la revocación. Dejar estas cuestiones en el aire -depender del funcionamiento fortuito de principios o normas no expresados- es una irresponsabilidad y no es la forma de hacer las cosas. Si realmente se hubiera contemplado la posibilidad de cambios en la obligatoriedad, el método normal habría sido prever una revisión tras un período inicial de años, o a intervalos determinados, e incluso esto no implicaría ningún poder general o ilimitado de revocación, sino más bien un proceso ordenado de reexamen periódico en el que participaría sin duda la propia obligatoriedad.
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72. En consecuencia, dentro de un sistema jurisprudencial que implica a Estados soberanos independientes y a las principales organizaciones internacionales de las que forman parte, debe existir una presunción natural contra la existencia de algo tan drástico como un poder de desplazar unilateralmente a un Estado de una posición o estatuto que ostentaFN47. Ninguna implicación basada en la supuesta inherencia del derecho, sino sólo la expresión concreta de alguna forma, podría ser suficiente para superar esta presunción, ya que lo que está en cuestión aquí no es una simple constatación de que las obligaciones internacionales se consideran infringidas, sino algo que va mucho más allá e implica una acción, o una supuesta acción, de carácter ejecutivo en el plano objetivo. Es como si se declarara que el Rey de Ruritania no sólo ha incumplido las obligaciones internacionales de Ruritania sino que, por ese motivo, ya no es Rey de Ruritania. No se pretende que la analogía sea exacta, pero servirá para dejar clara la cuestión, a saber, que las infracciones de un mandato pueden hacer que el mandatario en cuestión incumpla sus obligaciones internacionales, pero no pueden hacer que deje de ser el mandatario o que pueda ser depuesto como tal, al dictado de alguna otra autoridad, a menos que los instrumentos rectores así lo establezcan o lo impliquen claramente. En el presente caso no sólo no lo hacen sino que, como se verá, indican lo contrario.
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FN47 No es que los Estados soberanos estén por encima de la ley, sino que la propia ley tiene en cuenta el hecho de que no son ciudadanos particulares o entidades de derecho privado.
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(b) Indicios positivos que niegan la noción de revocabilidad
(I) basados en los términos de los instrumentos pertinentes y en determinados principios de interpretación aplicables
(i) Carácter esencialmente no imperativo del sistema de mandatos.
73. Este punto se tratará más ampliamente en relación con la regla básica de votación de la Liga que, con ciertas excepciones no aplicables [p 269] en el caso de los mandatos, era la de la unanimidad incluyendo el voto de la parte interesada y, por tanto, del mandatario afectado. Se menciona aquí a modo de introducción por ser un elemento esencial de conocimiento de fondo, ya que, dado que los mandatarios no podían, en última instancia, quedar vinculados por las decisiones del Consejo de la Liga a menos que estuvieran de acuerdo con ellas, o al menos las aceptaran tácitamente, o no se opusieran a ellas FN48, el sistema era necesariamente de carácter no imperativo; -y en relación con tal sistema hay obviamente un elemento de total irrealidad al hablar de un poder de revocación unilateral,-pues cualquier decisión de revocar habría requerido, para ser válida, la concurrencia de la FN49 obligatoria. Por lo tanto, no podría haber sido unilateral. Cualquier otro punto de vista implica una contradicción lógica inherente.
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FN48 En efecto, en sentido estricto, sin el acuerdo del mandatario no podría haber una decisión propiamente dicha: sólo podría haber algo parecido a una recomendación (no vinculante). Pero el mandatario podría abstenerse de ejercer su voto.
FN49 Es evidente que el principio nemo index esse potest in sua propria causa no puede aplicarse de manera que se anulen las normas de votación previstas en las constituciones de las organizaciones internacionales; de lo contrario, por poner un ejemplo evidente, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no podrían ejercer su “veto” en ningún asunto que afectara a sus propios intereses; -cuando uno de los objetivos de concederles el veto era, precisamente (aparte de la excepción específica contenida en el párrafo 3 del artículo 27 de la Carta, como también la análoga del Pacto de la Liga -véase el párrafo 80 infra), permitirles proteger dichos intereses.
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(ii) Alcance limitado de la denominada función de supervisión ejercida por el Consejo de la Liga
74. Como se mencionó al principio de esta Opinión (párrafo 14 supra), no se confirió, en términos generales, ninguna función de supervisión respecto de los mandatos al Consejo de la Liga, ni a ningún otro órgano de la Liga, ni por el propio mandato pertinente ni por el artículo 22 del Pacto de la Liga, que estableció el sistema de mandatos como un régimen e indicó su carácter con considerable detalle, pero no en este aspecto en particular. El papel o función de supervisión se dejó que surgiera por completo -o prácticamente- como una especie de deducción o corolario de la obligación de los mandatarios en cuestión de presentar informes anuales al Consejo. Por lo tanto, hay que tener en cuenta el carácter de dicha obligación para determinar el tipo y el alcance de la supervisión que puede inferirse legítimamente de ella.
Principio de interpretación aplicable
Cuando un derecho o una facultad no han sido objeto de una concesión específica, sino que sólo existen como corolario o contrapartida de una obligación corre-[p 270] pondiente, este derecho o esta facultad están necesariamente definidos por la naturaleza de la obligación en cuestión, y limitados en su alcance a lo que se requiere para dar el debido efecto a dicha correlación.
75. Todos los diversos mandatos (con una excepción no pertinente aquíFN50, y sujeta a pequeñas diferencias de lenguaje) trataban de la obligación de información de la misma manera. Citando el de SW. África, se disponía (artículo 6) que el Mandatario debía presentar al Consejo de la Liga “un informe anual a satisfacción del ConsejoFN51 que contenga información completa sobre el territorio e indique las medidas adoptadas para cumplir las obligaciones contraídas…”. Se trataba de un reflejo y una ampliación del párrafo 7 del artículo 22 del Pacto, que preveía un informe anual al Consejo “con referencia al territorio confiado a su cargo [del Mandatario]”. La única otra cláusula relevante era el párrafo 9 del Artículo 22, que preveía la creación de lo que se convirtió en la Comisión Permanente de Mandatos, “para recibir y examinar los informes anuales de los Mandatarios y asesorar al Consejo en todas las cuestiones relativas al cumplimiento de los mandatos”. Más tarde, mediante un acuerdo especial, también podrían recibirse y examinarse las peticiones escritas de los habitantes de los territorios bajo mandato, remitidas a través de los mandatarios.
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FN50 La de Irak, que se trató de forma diferente – véase la opinión disidente conjunta, I.C.J. Reports 1962, p. 498, n. 1.
FN51 La frase “a satisfacción del Consejo” no puede referirse a las medidas sobre las que se informó, ya que el mandatario sólo tenía que presentar un informe anual y no podía saber, en la fase de información, qué opinión tendría el Consejo sobre dichas medidas. Tampoco el mandatario revisó posteriormente su informe, aunque pudiera revisar sus medidas. El objeto del informe era, precisamente, informar al Consejo sobre las mismas; y, considerado como un elemento de información, el informe era necesariamente satisfactorio si contenía información completa y exacta sobre lo que se estaba haciendo, de modo que el Consejo, habiendo sido puesto así en posesión de todos los hechos, pudiera, basándose en el informe, indicar al mandatario si aprobaba las medidas en cuestión o qué otras medidas o medidas adicionales propugnaba.
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76. Queda claro, por tanto, que la única función específica real del Consejo era (a través de la Comisión de Mandatos Permanentes) “recibir y examinar” estos informes y peticiones. El Consejo podría exigir que los informes fueran de su satisfacción, es decir, que “contuvieran información completa” sobre el territorio bajo mandato, e “indicaran las medidas adoptadas” por el mandatario, etc. También sería un corolario natural que el Consejo pudiera comentar estos informes, indicar al mandatario qué medidas considera erróneas o inadecuadas, sugerir otras medidas, etc., pero en ningún caso con efecto vinculante a menos que el mandatario esté de acuerdo. El Consejo podría exhortar, intentar persuadir e incluso importunar; pero no podría [p 271] exigir u obligar, y no es posible, a partir de una obligación que, en su lenguaje, no es más que una obligación de presentar informes de un tipo específico, derivar una obligación adicional y muy diferente de actuar de acuerdo con los deseos de la autoridad a la que se informa. Esto tendría que preverse por separado, y es bastante seguro que ninguno de los diversos mandatarios entendió nunca la obligación de informar en un sentido como ese, e igualmente seguro que nunca la habrían asumido si lo hubieran hecho.
77. En otras palabras, la función de supervisión, tal como se contemplaba para los fines de la Liga, era en realidad muy limitada, opinión cuyo principio fue refrendado por Sir Hersch Lauterpacht en el asunto Voting Procedure cuando, hablando de los fideicomisos de las Naciones Unidas (pero por supuesto lo mismo se aplica a fortiori al caso de los mandatos) dijo lo siguiente (I.C.J. Reports 1955, pág. 116):
“. . . no existe ninguna obligación legal, por parte de la Autoridad Administradora, de dar efecto a una recomendación de la Asamblea General de adoptar o apartarse de un curso particular de legislación o de cualquier medida administrativa particular. La obligación legal que recae sobre la Autoridad Administrativa es la de administrar el Territorio en Fideicomiso de conformidad con los principios de la Carta y las disposiciones del Acuerdo de Administración Fiduciaria, pero no necesariamente de conformidad con cualquier recomendación específica de la Asamblea General o del Consejo de Administración Fiduciaria”-(cursiva mía).
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78. Tal era, pues, la naturaleza real y bastante limitada de la función de supervisión en la que se subrogó la Asamblea General, si es que se subrogó en alguna función con respecto a los mandatos. Era, como el término implica, estrictamente un derecho de “supervisión”; no era un derecho de control, no comprendía ningún poder ejecutivo, y por lo tanto claramente no podía haber comprendido un poder de carácter tan esencialmente ejecutivo como el de revocación. Entre una función de supervisión (pero no de control) y un poder para revocar un mandato y, por así decirlo, desalojar al mandatario -y hacerlo unilateralmente sin el consentimiento de este último- existe un abismo tan grande que es insalvable. Implicaría un poder diferente no sólo (y mucho) en grado, sino en especie. Esta es una consideración que, en ausencia de una disposición expresa para la revocación, hace que sea imposible implicar tal poder, y de hecho excluye toda la noción del mismo, como algo que no podría haber caído dentro de la muy limitada función de supervisión del Consejo de la Liga, y en consecuencia no puede caer dentro de la de la Asamblea de las Naciones Unidas, suponiendo que esta última tenga alguna función de supervisión[p 272].
(iii) La regla de votación del Consejo de la Liga
79. Las opiniones que acaban de expresarse se ven confirmadas con creces por la regla de votación del Consejo de la Liga, tal como figura en el párrafo 5 del artículo 4 del Pacto en combinación con el párrafo 1 del artículo 5 (textos en la nota 52)[FN52]. El efecto, en el caso de todos los asuntos que implicaban mandatos, era permitir a los mandatarios, si no eran ya miembros del Consejo (como lo eran invariablemente varios de ellos), asistir si lo deseaban y ejercer un voto que podía funcionar como veto. No se previó ninguna excepción para la posibilidad de revocación, y no puede deducirse tal excepción del hecho de que los mandatarios no siempre asistieran al Consejo cuando se les invitaba a hacerlo, o de que pudieran abstenerse en la votación, o de que en ocasiones pudieran emplearse ciertos dispositivos para evitar enfrentamientos directos entre ellos y los demás miembros del Consejo. El hecho de que no se tenga constancia de ningún caso en el que se haya hecho uso de este derecho de veto no altera la situación jurídica, sino que simplemente demuestra lo bien que funcionaba el sistema en manos de personas razonables. Sin embargo, nada de esto puede alterar el hecho de que los mandatarios siempre tuvieron derecho a asistir y ejercer su voto. La existencia de esta situación de voto fue confirmada por el Tribunal no sólo en su sentencia de 1966, sino también en la de 1962 (Recueil 1966, pp. 44-45; y Recueil 1962, pp. 336-337) [FN53]. Es evidente que una situación en la que el Consejo de la Liga no podía imponer sus puntos de vista a los mandatarios sin su consentimiento, es difícilmente conciliable con otra en la que [p 273] podía revocar unilateralmente sus mandatos sin su consentimiento; y por lo tanto, a fortiori, con la idea de que las Naciones Unidas poseyeran tal poder.
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FN52 Artículo 4, párrafo 5: “Todo Miembro de la Liga que no esté representado en el Consejo será invitado a enviar un Representante para que participe como miembro [la cursiva es mía] en cualquier sesión del Consejo durante la consideración de asuntos que afecten especialmente a los intereses de dicho Miembro de la Liga.”
Artículo 5, párrafo 1: “Salvo que en el presente Pacto se disponga expresamente otra cosa . . . las decisiones adoptadas en cualquier sesión del . . . Consejo requerirán el acuerdo de todos los Miembros de la Liga representados en la reunión”-(la cursiva es mía).
FN53 e.g. (pp. 336-337):
“. . la aprobación significaba el acuerdo unánime de todos los representantes [en la reunión del Consejo], incluido el del Mandatario que, en virtud del párrafo 5 del artículo 4 del Pacto, tenía derecho a enviar un representante a dicha reunión para participar en el debate y votar”. Y de nuevo (p. 337):
“En virtud de la regla de la unanimidad (artículos 4 y 5 del Pacto), el Consejo no podía imponer su propia opinión al Mandatario”. Puede parecer sorprendente a primera vista que el Tribunal, en su composición de 1962, estuviera tan dispuesto a admitir, e incluso a subrayar, la existencia de esta situación. La explicación es que se basaba en la ausencia de una “supervisión administrativa” eficaz en el sistema de la Liga como fundamento para postular la existencia de una “supervisión judicial” en forma de derecho, por parte de cualquier Miembro de la Liga insatisfecho con la ejecución de un mandato, a recurrir al antiguo Tribunal Permanente y, desde entonces, a la Corte Internacional de Justicia tal como se creó en virtud de la Carta de las Naciones Unidas. De ello se desprende que, si bien el presente dictamen (1971) del Tribunal está totalmente en consonancia con el tipo de conclusión a la que llegó el Tribunal en 1962, está totalmente en desacuerdo con el razonamiento de 1962 que se acaba de describir; ya que ese razonamiento debe, en lógica, conducir al resultado indicado anteriormente al final del párrafo 79.
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Principio de interpretación aplicable
Cuando una disposición [como la norma de votación del Consejo de la Liga] está redactada de tal forma que sólo puede tener un efecto, las excepciones previstas, para ser operativas, deben estar expresadas en términos.
80. 80. Este principio de interpretación está, por lo demás, bien ilustrado, y la opinión expresada en el párrafo precedente adquiere el carácter de una certeza virtual, por el hecho de que (aunque no en la esfera de los mandatos) el Pacto de la Sociedad preveía específicamente ciertas excepciones a la regla básica de la unanimidad de la Sociedad, a saber, en particular en virtud de los párrafos 4, 6, 7 y 10 del artículo 15, y del párrafo 4 del artículo 16, que se refieren a cuestiones de mantenimiento de la paz. Esto sirve para demostrar que quienes redactaron el Pacto eran plenamente conscientes de que había algunas situaciones en las que admitir el voto de la parte interesada sería contraproducente, y así lo previeron. No parece que pensaran lo mismo en el caso de los mandatos, ni se hizo nunca tal sugerencia en el curso [p 274] de las relaciones de la Liga con los mandatos. Sólo cabe concluir que nunca se contemplaron las terminaciones o los cambios de administración, salvo sobre la base de un acuerdo.
——————————————————————————————————————— [FN54] Se ha sostenido que la facultad otorgada al Consejo de la Sociedad por el párrafo 4 del artículo 16 del Pacto de expulsar a un Estado miembro que infrinja el Pacto (aunque en mi opinión se refiere únicamente a los compromisos de mantenimiento de la paz del Pacto -véase el párrafo 1 de este mismo artículo 16) ofrecía una forma de revocar un mandato. Dado que, según los términos expresos del apartado 4 del artículo 16, no se requería el voto concurrente del Estado expulsado para dictar una orden de expulsión, un mandatario que incumpliera sus obligaciones podía primero ser expulsado y luego, por haber dejado de ser miembro de la Liga, podía adoptarse sin él la decisión de revocar su mandato.
Sin embargo, este ingenioso argumento (sobre el que puede haber dudas de hecho que no vale la pena tratar aquí) no tiene en cuenta la cuestión real, ya que si no hubiera sido posible deshacerse de un mandante sin llegar a estos elaborados extremos, ¿qué mejor demostración podría haber de que la revocabilidad, ya sea sobre la base de la inherencia o de otro modo, simplemente no existía dentro de las cuatro esquinas del Pacto o de los mandatos, con respecto a cualquier mandante en la situación normal de seguir siendo miembro de la Liga? El hecho de que un mandante pudiera perder sus derechos si dejaba de ser miembro podría actuar en la práctica como elemento disuasorio, pero no tiene ninguna relación con la cuestión jurídica de cuáles eran sus derechos y obligaciones como miembro.
Exactamente el mismo principio se aplica con respecto a otra alegación basada en la circunstancia de que, en virtud del artículo 26, el Pacto podía ser enmendado (aunque sólo mediante una votación que debía incluir el voto unánime de todos los miembros del Consejo de la Liga). Es cierto que el Pacto podía ser enmendado, pero de hecho no fue enmendado: por lo tanto, lo que rige es el Pacto no enmendado. Es difícil saber cómo tratar este tipo de argumento que, jurídicamente, no puede tomarse en serio, salvo como un agarrarse a un clavo ardiendo.
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(iv) Consideración y rechazo contemporáneos de la idea de revocabilidad
81. Tampoco se trataba en modo alguno de un mero olvido. Las propuestas anteriores de un sistema de mandatos, en particular las presentadas por el Presidente Wilson en nombre de los Estados Unidos, contenían disposiciones para la sustitución de los mandatos, o para la sustitución de otro mandato, y estas cosas (contrariamente a lo que se da a entender en la opinión del Tribunal) sólo podían hacerse, por supuesto, revocando (o equivaldrían a una revocación) del mandato original. Ni siquiera se pasó por alto la posibilidad de infracciones, ya que las propuestas de Wilson también preveían, como se indica correctamente en el dictamen del Tribunal, un “derecho de recurso ante la Liga para la reparación o corrección de cualquier infracción del mandato”. Sin embargo, no tiene sentido seguir la opinión del Tribunal en un debate sobre el período exacto y el contexto preciso en el que se discutió la idea de la revocabilidad, porque lo que está fuera de toda duda es que, ya fuera sobre la base de la propuesta del Presidente Wilson o de alguna otra propuesta, se discutió. La prueba de ello es algo que la Opinión del Tribunal no menciona, a saber, que todos los posibles titulares de mandatos “C” y los representantes de los gobiernos destinados a ser titulares de la mayoría de los mandatos “A” y “B”, en particular el Sr. Simon en nombre de Francia y el Sr. Balfour (como era entonces) en nombre de Gran Bretaña, plantearon objeciones a la idea de la revocabilidad, y ambos señalaron las dificultades, económicas y de otro tipo, que surgirían si los mandatarios no tuvieran total seguridad de tenencia[FN55]. En consecuencia, no se siguió adelante con la idea, y el texto final de los mandatos, y del artículo 22 del Pacto, no contenía ninguna mención al respecto. Por lo tanto, desde el punto de vista jurídico, es imposible deducir que, a pesar de todo, quedara algún tipo de intención no expresada de que existiera un derecho de revocación, ya que esto llevaría a la curiosa proposición jurídica de que da igual que una cosa se exprese o no. Sin embargo, el caso clásico de la creación de una presunción irrefutable [p 275] a favor de una intención determinada es, precisamente, cuando se ha propuesto un curso diferente pero no se ha seguido. Los motivos en cuestión son jurídicamente irrelevantes, pero en este caso estaban claros.
———————————————————————————————————————[FN55] En las reuniones del Consejo de los Diez del 24-28 de enero de 1919, y posteriormente. Véase Relaciones exteriores de los Estados Unidos: La Conferencia de Paz de París, Vol. III, pp. 747-768. Fue el Sr. Balfour quien señaló (pp. 763-764) que aunque se había prestado mucha atención al aspecto de la Liga, se había prestado muy poca a la posición de los mandatarios, y que el sistema sólo podía funcionar si éstos tenían seguridad en el cargo. M. Simon señaló (p. 761) que los mandatarios tendrían pocos incentivos para desarrollar los territorios bajo mandato si su futuro era incierto.
FN56 En cuanto a la audacia, sería difícil igualar los intentos realizados en el curso del presente procedimiento para representar la declaración del Sr. Simon en el sentido de que cada mandato sería revocable y no podría haber ninguna garantía de su continuidad (que, por supuesto, habría sido el caso sobre la base de la idea anterior que el Sr. Simon estaba impugnando), como afín a la idea anterior. Simon), como prueba de la intención de que los mandatos fuesen revocables; y que no se procedió a ello sólo por el deseo de tener “tacto” con los mandatarios, aunque está perfectamente claro que M. Simon (y Mr. Balfour) se oponían a la idea de la revocabilidad, no por falta de tacto, sino por razones económicas y otras de carácter muy concreto, es decir, Francia y Gran Bretaña, no menos que los mandatarios “C”, no estaban dispuestos a aceptar mandatos sobre esa base.
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Principio de interpretación aplicable
Cuando una propuesta concreta ha sido considerada pero rechazada, por la razón que sea, no es posible interpretar el instrumento o la situación jurídica a la que se refería la propuesta como si ésta hubiera sido de hecho adoptada.
82. El episodio descrito en el párrafo anterior ilustra y confirma directamente la opinión expresada en los párrafos 70-72 supra. Cuando hombres de Estado como el Presidente Wilson pensaron en hacer revocables los mandatos (lo que sólo podía ocurrir en un contexto de posibles incumplimientos) no se contentaron con invocar ningún principio inherente de revocabilidad, sino que formularon una propuesta concreta que, de haber sido adoptada, habría figurado como artículo en el instrumento o instrumentos rectores eventuales. Sin embargo, como la idea suscitó objeciones específicas, no se llevó a cabo y no figura como tal. Por lo tanto, considerar que la situación es exactamente la misma que si lo hubiera sido, es inadmisible y contrario a la estabilidad y objetividad del ordenamiento jurídico internacional. Una vez más, el proceso de tenerlo en ambos sentidos es evidente.
(v) La cláusula de la “parte integrante
83. El artículo 22 del Pacto de la Sociedad estableció una clara distinción entre los territorios bajo mandato “C” y los demás territorios (“A” y “B”), en la medida en que en su párrafo 6 describía a los primeros como territorios que podían “ser mejor administrados con arreglo a las leyes del Mandatario como porciones integrantes de su territorio”,-y una cláusula a tal efecto figuraba [p 276] en los mandatos “C” en consecuencia (texto en la nota 57). FN57 Sin embargo, esta distinción no se mantuvo por completo, ya que una cláusula similar apareció finalmente también en los mandatos “B”, aunque sin justificación para ello en el Pacto. Pero esto no invalida la cuestión que se va a plantear porque, como se ha visto en la subsección anterior (párrafo 81), la noción de revocabilidad era tan inaceptable para los mandatos “B” como para los “C”. La cuestión es que la redacción de la cláusula de “parte integrante” se acercaba mucho al lenguaje de la incorporación; de hecho, apenas lo evitaba. Por supuesto, no llegó a eso, ya que uno de los objetivos del sistema de mandatos era evitar la anexión o la cesión de soberanía del territorio bajo mandato. Pero esta cláusula creó una situación que era totalmente irreconciliable con la revocabilidad unilateral, con la idea de que en una fecha futura las integraciones administrativas y legales existentes, y las leyes aplicables del mandato en cuestión, podrían ser desplazadas por la entrega del territorio a otro mandato, para ser entonces administrado como una parte integral de su territorio y sujeto a otro conjunto de leyes; y por supuesto este proceso podría en teoría repetirse indefinidamente, si la revocabilidad en principio de los mandatos llegara a admitirse.
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FN57En el Mandato para SW. África esa disposición decía lo siguiente:
“El Mandatario tendrá plenos poderes de administración y legislación sobre el territorio sujeto al presente Mandato como parte integrante de la Unión Sudafricana, y podrá aplicar las leyes de la Unión Sudafricana al territorio, con las modificaciones locales que las circunstancias requieran.”
La frase “sujeto al presente Mandato”, por supuesto, califica y describe la palabra “territorio”.
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84. En consecuencia, aunque los mandatos no contenían ninguna disposición que excluyera afirmativamente la revocabilidad, la cláusula de “parte integrante” de los mandatos “B” y “C” tenía en la práctica prácticamente el mismo efecto. Significativamente, dicha cláusula no figuraba en ninguno de los mandatos “A” que, desde el principio (párrafo 4 del artículo 22 del Pacto), se consideraron relativos a territorios cuya “existencia como naciones independientes puede reconocerse provisionalmente”. Naturalmente, la inserción de la cláusula de “parte integrante” en los mandatos “B” y “C” no impidió en modo alguno que los territorios en cuestión alcanzaran finalmente el autogobierno o la independencia, como de hecho ocurrió con la mayoría de ellos unos cuarenta años más tarde, con el consentimiento de los mandatarios interesados; pero eso es otra cuestión. Lo que sí excluía era cualquier cambio provisional de régimen sin el consentimiento del mandatario[p 277].
(c) Contraindicaciones positivas:-(2) basadas en las circunstancias que prevalecían cuando se estableció el sistema de mandatos.
85. Como es bien sabido, el sistema de mandatos representaba un compromiso entre, por una parte, el deseo del Presidente Wilson de colocar todo el territorio ex enemigo fuera de Europa o Asia Menor (e incluso algunos en Europa) bajo la administración directa de la Sociedad de Naciones,- y, por otra parte, el deseo de algunas de las naciones aliadas (más particularmente en lo que se refiere a los eventuales mandatos “C”) de obtener una cesión para sí mismas de estos territorios, que sus fuerzas habían invadido y ocupado durante la guerraFN58. El factor de la “contigüidad geográfica con el territorio del Mandatario”, mencionado específicamente en el párrafo 6 del artículo 22 del Pacto, era por supuesto especialmente (de hecho únicamente) aplicable al caso de SW. El compromiso al que acabamos de referirnos fue aceptado por la Comisión. El compromiso al que se acaba de hacer referencia sólo fue aceptado con dificultad por algunos de los mandatarios y, en el caso de los mandatos “C”, sólo después de que se les asegurara que los mandatarios les concederían la propiedad en todo menos en el nombre FN59. El hecho de que esta actitud no fuera ética según los criterios actuales (desde luego no lo era entonces) es jurídicamente irrelevante. Indica claramente cuáles eran las intenciones de las partes y sobre qué base se aceptaron los mandatos “C”. Por supuesto, esto no significa que los mandatarios obtuvieran la soberanía. Pero sí significa que nunca podrían, en el caso de estos territorios contiguos o muy cercanos a los suyos FN60, haber estado dispuestos a aceptar un sistema según el cual, a voluntad del Consejo de la Liga, podrían en algún momento futuro verse desplazados en favor de otra entidad -posiblemente hostil o inamistosa- (como de hecho es precisamente la intención ahora). Ningún Estado soberano en ese momento, ni en ningún otro, habría aceptado la administración de un territorio en esas condiciones. Para los mandatarios, su derecho de veto en el Consejo era una condición esencial para aceptar este compromiso, y el hecho de que lo consideraran extensible a cualquier cuestión que implicara un posible cambio en la identidad del mandatario está fuera de toda duda. He aquí, una vez más, una consideración que niega por completo la idea de la revocabilidad unilateral.
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FN58 Dicha ocupación, al ser en tiempo de guerra, no tenía carácter de anexión, y su resultado final tenía que esperar en cualquier caso el eventual acuerdo de paz.
FN59 Véase la declaración del Sr. Lloyd George al Primer Ministro de Australia, y la pregunta formulada por el Sr. Hughes de Canadá, según lo dado por Slonim en Canadian Yearbook of International Law, Vol. VI, p. 135, citando a Scott, “Australia During the War” en The Official History of Australia in the War of 1914-18, XI, p. 784.
FN60 Sobre la cuestión geográfica, véanse las observaciones muy directas sobre SW. En cuanto a la cuestión geográfica, véanse las muy francas observaciones hechas sobre el sudoeste de África por el Sr. Lloyd George al Presidente Wilson, tal como se recoge en The Truth About the Peace Treaties, Vol. I, pp. 114 y ss. y 190-191.
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[p 278]
3. Conclusión general
86. Tomando en conjunto estos diversos factores, tal como han sido expuestos en los párrafos precedentes, la conclusión debe ser que ninguna presunción o implicación no expresada de revocabilidad es aplicable en el presente caso, y que en todo caso serían abrumadoramente negadas por las más fuertes contraindicaciones posibles.
87. Prueba de esta conclusión: una buena prueba de esta conclusión es preguntar qué ocurrió con los antiguos territorios bajo mandato que finalmente se sometieron al sistema de administración fiduciaria de las Naciones Unidas. Aquí se presentó la oportunidad de que la Asamblea introdujera un poder expreso de revocación unilateral en los diversos acuerdos de administración fiduciaria celebrados en virtud del Artículo 79 de la Carta. Sin embargo, esto no se hizo, por una razón muy simple, a saber, que ni una sola autoridad administradora, con respecto a cualquier administración fiduciaria única, habría estado dispuesta a aceptar la inclusión de tal poder, más de lo que, como obligatorio, había estado dispuesta a aceptarlo en la época de la Liga. El punto en cuestión es exactamente del mismo orden (aunque en un contexto diferente pero relacionadoFN61) que aquel sobre el que se llamó la atención en los párrafos 93-95 de la Sentencia del Tribunal de 1966FN61, donde se afirmaba (I.C.J. Reports 1966, p. 49) que había una prueba que podía aplicarse para determinar lo que realmente se había pretendido, a saber,
“… preguntando qué hicieron los Estados que eran miembros de la Liga cuando se instituyó el sistema de mandatos cuando, como Miembros de las Naciones Unidas, se unieron para establecer el sistema de administración fiduciaria que debía sustituir al sistema de mandatos. En efecto. . hicieron exactamente lo mismo que se había hecho antes…”.
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FN61 La sentencia del Tribunal de 1966 consideró que los artículos de adjudicación obligatoria de los mandatos sólo se aplicaban a los litigios relativos a las cláusulas sobre los intereses económicos y otros intereses individuales de los miembros de la Liga, y no a las cláusulas relativas a la gestión de los propios mandatos, que era una cuestión que correspondía colectivamente a la Liga como entidad. Esta opinión se vio confirmada por el hecho de que, en los acuerdos de administración fiduciaria relativos a los antiguos territorios bajo mandato, sólo figuraba un artículo de adjudicación obligatoria en los acuerdos de administración fiduciaria que incluían cláusulas del primer tipo, pero no en los que se limitaban al segundo tipo de cláusula.
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Lo mismo ocurría con la revocación. Ya no se preveía nada al respecto. ¿Es realmente atribuible esto a la creencia de que no era necesario porque todos los mandatos y fideicomisos internacionales estaban intrínsecamente sujetos a revocación unilateral, independientemente del consentimiento de la autoridad administradora? o ¿sería más razonable suponer que era porque no se pretendía tal cosa? Si no se pretendía tal cosa en el caso de los territorios fideicometidos (todos ellos antiguos territorios mandatarios), ello se debía[p 279] a que no se había pretendido tal cosa, o nunca se había instituido, en el caso de los propios territorios mandatarios, como mandatos. Los antiguos mandatarios no hacían sino perpetuar a este respecto el mismo sistema que antes (y la Asamblea lo aceptó tácitamente en virtud de los diversos acuerdos de administración fiduciaria). Por supuesto, este sistema anterior se aplicaba, y se sigue aplicando, al territorio bajo mandato del Suroeste de África. África.
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88. Puesto que la conclusión a la que se ha llegado es que los mandatos de la Sociedad de Naciones no habrían estado sujetos a revocación unilateral por el Consejo de la Sociedad o -lo que viene a ser lo mismo- que se habría requerido la concurrencia del mandatario afectado para cualquier cambio de mandatario, o para la terminación del mandato sobre una base de autogobierno o independencia; -y puesto que las Naciones Unidas no pueden tener mayores poderes en la materia que los que tenía la Liga, se deduce que la Asamblea no puede haber tenido competencia para revocar el mandato de Sudáfrica, aunque se hubiera subrogado en la función supervisora del Consejo de la Liga, ya que dicha función no comprendía ningún poder de revocación unilateral.
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89. Sin embargo, hay otras razones, derivadas de la propia Carta de las Naciones Unidas, por las que los órganos de las Naciones Unidas no tenían competencia para revocar el Mandato, la hubieran tenido o no de otro modo; y éstas se examinarán ahora en la siguiente sección principal (Sección C).
Sección C
Limitaciones de la competencia y los poderes de los órganos de las Naciones Unidas en virtud de la Carta
90. En las dos secciones principales precedentes se ha sostenido, en primer lugar (Sección A), que las Naciones Unidas como Organización nunca fueron investidas de ninguna función de supervisión respecto de los mandatos no convertidos voluntariamente en fideicomisos, y nunca se subrogaron en la esfera de competencia de la antigua Sociedad de las Naciones respecto de los mandatos; y, en segundo lugar (Sección B), que, como en cualquier caso esa competencia no incluía ninguna facultad de revocación unilateral de un mandato, o de ponerle fin sin el consentimiento del mandatario interesado, las Naciones Unidas tampoco habrían tenido competencia para ejercer tal facultad aunque, [p 280] en principio, se hubiera subrogado en el papel de la Liga en materia de mandatos. Pero además de las limitaciones que se derivan, tanto de las normas generales del derecho como de las disposiciones de los instrumentos rectores pertinentes, está también la cuestión de las limitaciones impuestas a la competencia y a la esfera de autoridad de los órganos de las Naciones Unidas por la constitución de estas últimas, tal como está plasmada en su Carta. Dado que estos órganos (en el presente contexto, la Asamblea General y el Consejo de Seguridad) son creaciones de la Carta, están necesariamente sujetos a tales limitaciones y, prima facie, sólo pueden adoptar medidas válidas sobre esa base.
1. 1. Competencia y poderes de la Asamblea General en virtud de la Carta
91. En lo que respecta a la Asamblea, se plantea desde el principio una importante cuestión preliminar, a saber, si era competente para actuar (de hecho) como un tribunal de justicia para pronunciarse, como juez en su propia causa, sobre cargos respecto de los cuales ella misma era la demandante. En mi opinión no lo era; y esto basta por sí mismo para invalidar e inoperante la Resolución 2145, por la que la Asamblea pretendía revocar el Mandato para SW. África, inválida e inoperante. Sin embargo, para no romper el hilo de la presente argumentación, trato el asunto en la primera sección del Anexo a esta Opinión.
(i) La Asamblea carece de competencia general para adoptar medidas de carácter ejecutivo
92. A diferencia de la antigua Sociedad de Naciones, en la que los dos órganos principales, salvo en determinados casos específicos, actuaban por unanimidad, la estructura básica adoptada en la redacción de la Carta de las Naciones Unidas consistió en el establecimiento de un cuidadoso equilibrio entre un órgano pequeño, el Consejo de Seguridad, que actúa dentro de un ámbito comparativamente limitado, pero que puede, en ese ámbito, adoptar decisiones vinculantes para determinados fines; y un órgano más grande, la Asamblea General, con un amplio ámbito de competencia, pero que, en general, sólo está facultada para debatir y recomendar; esta distinción es fundamental. Las competencias del Consejo de Seguridad se examinarán más adelante. En cuanto a la Asamblea, la lista adjunta en la nota 62[FN62] indica el carácter general de sus competencias. De lo que se desprende de esta lista (vista en el contexto conceptual de la Carta), se desprende la presunción irrefutable de que, salvo en los pocos casos (véase la sección (d) de la lista) en los que se confieren específicamente poderes ejecutivos o operativos a la Asamblea, ésta no los tiene, por lo que respecta a la Carta. En consecuencia, todo lo que haga fuera de esos poderes específicos, sea lo que sea y esté redactada la resolución pertinente, sólo puede funcionar como una recomendación. No debería ser necesario señalar la falacia de un argumento que atribuyera a la Asamblea un poder residual para adoptar medidas ejecutivas en general, porque tiene un poder específico para hacerlo en virtud de determinados artículos (4, 5, 6 y 17). Por el contrario, la inferencia correcta es la inversa: cuando no se ha otorgado específicamente tal poder, no existe.
———————————————————————————————————————[FN62] La lista muestra que la Asamblea se limita a hacer recomendaciones, o que cuando puede hacer más, es como resultado de un poder específico conferido por los términos expresos de alguna disposición de la Carta. En otras palabras, la Asamblea no tiene ningún poder inherente o residual para hacer más que recomendaciones.
(a) Las funciones recomendatorias se describen de la siguiente manera:-.
[La Asamblea General]
Artículo 10: “podrá discutir… y… formular recomendaciones”;
Artículo 11, párrafo 1: “podrá examinar . . . y . . . formular recomendaciones”;
Artículo 11, párrafo 2: “podrá examinar . . . y . . . formular recomendaciones”; Artículo 11, párrafo 3: “podrá llamar . . . la atención sobre”;
Artículo 12, apartado 1: “no formulará ninguna recomendación . . . a menos que [así se le solicite]”;
Artículo 13: “iniciará estudios y formulará recomendaciones”; Artículo 14: “podrá recomendar medidas”; Artículo 15: “recibirá y examinará [informes]”;
Artículo 16: “ejercerá las funciones … que le sean asignadas [por los Capítulos
XII y XIII de la Carta]”; Artículo 105, párrafo 3: “podrá hacer recomendaciones”.
(b) Las funciones de mantenimiento de la paz conferidas a la Asamblea por el Artículo 35 están, por su tercer párrafo, específicamente declaradas como “sujetas a las disposiciones de los Artículos 11 y 12” (en cuanto a los cuales, véase más arriba).
(c) En cuanto a los Capítulos XII y XIII de la Carta (administración fiduciaria), las únicas disposiciones que se refieren a la Asamblea son:
El artículo 85, que (sin indicación alguna de cuáles son las funciones en cuestión) dispone que las funciones de las Naciones Unidas en materia de zonas no estratégicas “con respecto a los acuerdos de administración fiduciaria” (la cursiva es nuestra) “incluida la aprobación de los términos de” tales acuerdos, “serán ejercidas por la . . . Asamblea”.
Artículo 87, en virtud del cual la Asamblea puede “considerar informes” (“presentados por la autoridad administradora”); “aceptar peticiones y examinarlas” (“en consulta con [esa] autoridad”); “disponer visitas periódicas” a los territorios bajo administración fiduciaria (“en las fechas convenidas con la [misma] autoridad”); y “tomar estas y otras medidas de conformidad con los términos de los acuerdos de administración fiduciaria” (la cursiva es nuestra).
Nada de esto inviste a la Asamblea de poderes vinculantes o ejecutivos, excepto en la medida en que se le puedan conferir específicamente por los términos expresos de los acuerdos de administración fiduciaria. De hecho, ninguno de ellos lo hacía (véase la nota 64 infra).
(d) En consecuencia, las únicas disposiciones de la Carta que confieren poderes ejecutivos o cuasi-ejecutivos a la Asamblea son:
Los Artículos 4, 5 y 6, que permiten a la Asamblea admitir a un nuevo Miembro, o suspender o expulsar a uno ya existente, en cada caso sólo previa recomendación del Consejo de Seguridad; y el Artículo 17, en virtud de cuyo párrafo 1 la Asamblea “considerará y aprobará” el presupuesto de la Organización, con el corolario (párrafo 2) de que los gastos de la Organización serán sufragados por los Miembros “según prorratee la Asamblea”. En virtud del párrafo 3, la Asamblea “considerará y aprobará” los acuerdos financieros con los organismos especializados, pero sólo “examinará” sus presupuestos “con el fin de hacerles recomendaciones”.
(e) La Asamblea tiene, naturalmente, aquellos poderes ejecutivos puramente domésticos, internos y de procedimiento sin los cuales un órgano de este tipo no podría funcionar, por ejemplo, elegir su propia Mesa; fijar las fechas y horas de sus reuniones; determinar su orden del día; nombrar comités permanentes y ad hoc; establecer el estatuto del personal; decidir la celebración de una conferencia diplomática bajo los auspicios de las Naciones Unidas, etc., etc.
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93. De lo anterior se desprende ineluctablemente que la Asamblea no tiene poderes implícitos, salvo los mencionados en la nota 62 (e). Todos sus poderes, ya sean ejecutivos o sólo de recomendación, están formulados con precisión en la Carta y no existe ningún residuo. Naturalmente, debe considerarse que todo órgano dispone de las competencias necesarias para poder desempeñar las funciones específicas de las que está investido. Esto es lo que tenía en mente el Tribunal cuando, en el asunto Injuries to United Nations Servants (Count Bernadotte) (I.C.J. Reports 1949, p. 182), dijo que las Naciones Unidas: [p 282] “. . debe considerarse que tienen los poderes que, aunque no estén expresamente previstos en la Carta, se les confieren por implicación necesaria por ser esenciales para el desempeño de sus funciones”.
Esto es aceptable si se lee como relacionado y confinado a los deberes existentes y especificados; pero sería otra cosa muy distinta, por un proceso de implicación, tratar de lograr una extensión de funciones, tal como resultaría para la Asamblea si se considerara (fuera de los Artículos 4, 5, 6 y 17) que tiene un poder no especificado, no sólo para discutir y recomendar, sino para tomar medidas ejecutivas, y para obligar.
94. Del mismo modo, mientras que la práctica de una organización, o de un órgano determinado de la misma, puede modificar la forma de ejercicio de una de sus funciones (como, por ejemplo, en el caso del veto en el Consejo de Seguridad, que no se considera implicado por una simple abstención), dicha práctica no puede, en principio, modificar o añadir nada a la función misma. Sin negar en absoluto que, mediante una conducta suficientemente constante y prolongada, pueda surgir un nuevo acuerdo tácito que tenga un efecto modificador, la presunción es contraria a ello, especialmente en el caso de una organización cuyo instrumento constitutivo prevé su propia modificación y prescribe con cierta particularidad cuáles han de ser los medios para llevarla a cabo. Existe aquí una estrecha analogía con el principio enunciado por el Tribunal de Justicia en el asunto de la Plataforma Continental del Mar del Norte (Recueil 1969, p. 25), según el cual cuando un convenio ha sido enmendado en virtud de una convención, el Tribunal de Justicia debe decidir si lo hace o no. 25), según el cual, cuando un convenio establece un método [p 283] particular para llevar a cabo un proceso (en ese caso, se trataba del método para quedar vinculado por el convenio), “no cabe presumir a la ligera que”, aunque no se haya seguido este método, el mismo resultado “se haya logrado de algún modo de otra manera”, principio que, de haber sido aplicado por el Tribunal en el presente asunto FN63, habría conducido a un resultado totalmente diferente, como se desprende de las secciones A y B anteriores.
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FN63 Esto constituye un excelente ejemplo (y podrían darse muchos más) del hecho de que, debido a los constantes cambios en la composición del Tribunal de Justicia, debidos al sistema de elecciones trienales creado por su Estatuto, el Tribunal no siempre se atiene a su propia jurisprudencia.
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95. 95. Trasladando esto al ámbito particular de los mandatos, está claro que, al igual que la Asamblea no tendría poder para conceder la independencia soberana a un territorio no autónomo en virtud de los Artículos 73 y 74 de la Carta, ni para poner fin a una administración fiduciaria sin el consentimiento de la autoridad administradora (véanse las cláusulas pertinentes de los diversos acuerdos de administración fiduciaria celebrados en virtud del Artículo 79 de la CartaFN64), tampoco la Asamblea, dado el lenguaje real de la Carta, tiene poder para desalojar a un mandatario. Por lo tanto, cualquier resolución de la Asamblea que pretenda hacerlo sólo podría tener el estatus de una recomendación no vinculante y funcionar como tal. El poder otorgado a la Asamblea por los artículos 5 y 6 de la Carta para suspender o expulsar a un Estado miembro (por recomendación del Consejo de Seguridad) le permitiría, por supuesto, suspender o expulsar a un mandatario de su condición de miembro de las Naciones Unidas; pero esto no puede extenderse de forma analógica al acto muy diferente de pretender revocar el mandato del mandatario.
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FN64 Los diversos acuerdos de administración fiduciaria tratan de manera diferente la cuestión de la terminación o posible terminación de la administración fiduciaria, pero el efecto es que en ningún caso la Asamblea posee un poder unilateral en la materia. Por lo tanto, si ninguna administración fiduciaria puede darse por terminada sin el consentimiento, dado de una forma u otra, de los poderes administradores, ¿por qué debería ser tan impensable que un mandato no pueda darse por terminado sin el consentimiento del mandatario?
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96. De todo esto, sólo es posible una conclusión, a saber, que en lo que respecta a los términos de la propia Carta, la Asamblea no tiene poder para poner fin a ningún tipo de administración sobre ningún tipo de territorio.
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97. 97. Sin embargo, puede alegarse que la cuestión no termina ahí, ya que puede ser posible que se confieran a un órgano internacional facultades distintas o mayores que las suyas normales aliunde o ab extra, para algún fin particular -por ejemplo, en virtud de un tratado- y, de ser así, ¿por qué no habría de ejercerlas? Este argumento debe examinarse ahora.
(ii) La Asamblea sólo puede ejercer los poderes que le han sido conferidos o derivados aliunde o ab extra siempre que se mantenga dentro de los límites de su función constitucional según la estructura de la Carta.
98. La cuestión que se plantea aquí es si es jurídicamente posible que un órgano como la Asamblea, en el supuesto ejercicio de lo que podría denominarse convenientemente poderes “extramuros”, actúe de una manera que, en el ejercicio intramuros de sus funciones normales, le estaría vedada por su constitución. Para poner el asunto en su forma más gráfica, supongamos, por ejemplo, que un grupo de Estados miembros de las Naciones Unidas -en una región particular, tal vez- celebraron un tratado en virtud del cual confirieron a la Asamblea, en relación con ellos mismos y para esa región, exactamente los poderes de mantenimiento de la paz que, en virtud de la Carta, el Consejo de Seguridad está facultado para tomar con respecto a los Estados miembros de las Naciones Unidas colectivamente. ¿Podría entonces sostenerse válidamente que, aunque sería ultra vires que la Asamblea actuara así en virtud de la Carta, si se tratara de una acción en virtud de la Carta, sin embargo podría hacerlo en este caso concreto porque había adquirido, aliunde, el poder necesario con respecto a los Estados miembros concretos del grupo regional en cuestión, en virtud del tratado celebrado entre ellos por el que se investía a la Asamblea de dicho poder? De hecho, es aproximadamente sobre la base de una teoría como ésta, que aquellos que (a su favor) sienten cierta dificultad en atribuir poderes ejecutivos a la Asamblea, fuera de los especificados en los Artículos 4, 5, 6 y 17 de la Carta, se basan para sostener que, aunque en virtud de la Carta la Asamblea no podía hacer más que discutir y recomendar en el ámbito de los mandatos, sin embargo, podía ir más allá de esto si hubiera derivado de la Sociedad de las Naciones el poder de hacerlo.
99. Debe tenerse en cuenta que la cuestión planteada en el párrafo anterior no es meramente académica: está estrechamente relacionada con situaciones que han surgido realmente en la historia de las Naciones Unidas. Ha habido ocasiones en que la mayoría de los Estados miembros se han mostrado insatisfechos con el funcionamiento del Consejo de Seguridad, cuya acción se había paralizado debido a la actitud de uno o varios de los Miembros Permanentes. En tales circunstancias, se recurrió a la Asamblea, que adoptó resoluciones que contenían recomendaciones que, si bien no eran vinculantes, podían ser consideradas, y fueron consideradas por la mayoría de los Estados interesados, como una autorización para adoptar medidas que de otro modo no habrían considerado justificadas. Si tales situaciones volvieran a producirse y persistieran, no habría más que dar un paso para intentar investir a la Asamblea con una medida de poder ejecutivo mediante el proceso ya descrito, o algo análogo a él.[p 285].
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100. Sucede que el principio de la cuestión que nos ocupa surgió en el caso del Procedimiento de Votación, y fue tratado tanto por el Tribunal como por tres jueces individuales en un sentido adverso a la contención que ahora se considera. Fue Sir Hersch Lauterpacht quien dio la negativa general más directa; y aunque hablaba con referencia a la cuestión de la regla de votación, el principio implicado era exactamente el mismo (I.C.J. Reports 1955, en p. 109):
“. . la . . . Asamblea no puede actuar de esa manera. No puede anular una disposición aparentemente imperativa de la Carta mediante el recurso de aceptar una tarea conferida por un tratado. De lo contrario, sería posible alterar, mediante tratados ajenos, el carácter de la Organización en un aspecto importante de su actividad” (cursiva mía).
El pasaje en cursiva es precisamente aplicable a la situación que se produciría si se considerara que la Asamblea puede aceptar, ab extra, funciones de carácter ejecutivo que van más allá de su papel básico en la Carta de examen, discusión y recomendación. Aun cuando no esté fuera del alcance de la Carta que la Asamblea se ocupe de alguna forma de los territorios bajo mandato no colocados bajo administración fiduciaria -por ejemplo, por ser, como mínimo, territorios no autónomos en el sentido del Artículo 73-, sólo puede ocuparse de ellos por la vía de la discusión y la recomendación, no de la acción ejecutiva.
101. En el asunto del Procedimiento de Votación, el propio Tribunal pensó lo mismo que Sir Hersch. Teniendo en cuenta la opinión expresada en su anterior Dictamen (1950) en el sentido de que el grado de supervisión en la Asamblea no debía exceder el del Consejo de la Liga, y debía seguir en la medida de lo posible el procedimiento de este último (véase el apartado 65 supra), resultaba evidente que si la Asamblea aplicaba su regla habitual de votación por mayoría, o por mayoría de dos tercios, en el curso de su supervisión del mandato, no se estaría ajustando al procedimiento del Consejo de la Liga, que se basaba en una regla de unanimidad, incluido incluso el voto del preceptivo. Además, es evidente que esta última norma (más favorable para el mandatario, ya que dificulta la adopción de decisiones contrarias a sus puntos de vista) implica, en consecuencia, un menor grado de control que la norma de votación de la Asamblea. Siendo así, se planteó la cuestión de si la Asamblea, para permanecer dentro de los límites de los poderes derivados de o a través del instrumento de mandato, ya que estos poderes habían sido ejercidos por el Consejo de la Liga, podría proceder de acuerdo con una regla de votación que no era la prevista por la [p 286]
en resumen, podía apartarse de la Carta a este respectoFN65. El Tribunal respondió a esta cuestión con una negativa decidida en los siguientes términos (I.C.J. Reports 1955, p. 75):
“La constitución de un órgano suele prescribir el método de votación por el que el órgano llega a sus decisiones. El sistema de votación está relacionado con la composición y las funciones del órgano. Constituye una de las características de la constitución del órgano. La adopción de decisiones por mayoría de dos tercios o por mayoría simple es uno de los rasgos distintivos de la Asamblea General, mientras que la regla de la unanimidad era uno de los rasgos distintivos del Consejo de la Sociedad de Naciones. Estos dos sistemas son característicos de órganos diferentes, y un sistema no puede sustituirse por otro sin una modificación constitucional. Transplantar a la Asamblea General la regla de la unanimidad del Consejo de la Sociedad . . . equivaldría a desconocer una de las características de la . . Asamblea”.
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FN65 La forma en que se planteó la cuestión en el caso del procedimiento de votación fue un poco diferente, en la medida en que la cuestión no era si la Asamblea podía actuar de una forma no prevista en la Carta, sino si podía hacerlo si ello implicaba un régimen de supervisión más estricto que el del sistema de la Liga. Pero la cuestión de fondo era la misma, es decir, ¿podía la Asamblea, en el ejercicio de sus funciones adicionales, actuar mediante una norma de votación distinta de la prevista en la Carta y, en cualquier caso, podía aplicar, de conformidad con la Carta, la norma de la unanimidad de la Liga?
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Esta opinión fue compartida de forma independiente por los Jueces Basdevant, Klaestad y Lauterpacht. El Juez Basdevant dijo (en la p. 82):
“La regla de la mayoría establecida por el artículo 18 de la Carta y la regla de la unanimidad prescrita por el Pacto de la Sociedad de Naciones son algo más que reglas de procedimiento: determinan una característica esencial de los órganos en cuestión y de sus instituciones internacionales matrices.” (Para la opinión del Juez Klaestad, véase el apartado 104 infra y el apartado a) de la nota 66).
102. Los criterios así enunciados por el Tribunal de Justicia y por el Juez Basdevant fueron, obsérvese, formulados precisamente en el contexto del sistema de mandatos. Por lo tanto, es legítimo aplicarlos al presente caso; y si esto se hace en términos de las dos últimas frases de la cita anterior de la Opinión de 1955 del Tribunal, el resultado es que “no puede. . sin enmienda constitucional” “sustituirse” por un sistema que sólo permite a la Asamblea discutir y recomendar, “otro” sistema que le permitiría, además, tomar medidas ejecutivas y perentorias, y que, considerar que la Asamblea está investida de tal poder “equivaldría a hacer caso omiso de una de [sus] características” dentro del sistema de la Carta.
***[p 287]
103. Debe concluirse que incluso si los poderes de supervisión del Consejo de la Liga hubieran pasado en principio a la Asamblea, y hubieran incluido el derecho a revocar un mandato existente, tal derecho no podría, constitucionalmente, ser ejercido por la Asamblea, ya que ello sería incompatible con la filosofía básica de su función dentro de la estructura general de las Naciones Unidas.
(iii) Elementos que confirman las conclusiones anteriores
104. Dilema de los jueces Klaestad y Lauterpacht en el asunto del procedimiento de votación-El problema en el asunto del procedimiento de votación era que, como ya se ha mencionado, el hecho de que se pudiera llegar más fácilmente a las decisiones con arreglo a la norma de votación de la Asamblea que con arreglo a la norma de la Liga de la unanimidad, incluido el voto del preceptivo, implicaba para esta última un “mayor grado de supervisión” que la de la Liga. Sin embargo, tal como concluyó el Tribunal (véase ante, párrafo 101), la Asamblea no podía, de conformidad con la Carta, apartarse de su propia regla de votación. El Tribunal resolvió este problema sosteniendo que aunque, en el ejercicio de su función de supervisión, la Asamblea no debía apartarse de la esencia del mandato, el procedimiento mediante el cual desempeñaba esa función debía ser el procedimiento previsto en la Carta; y que el pronunciamiento anterior del Tribunal (1950), que indicaba que el grado de supervisión no debía ser mayor que el de la Liga, sólo debía aplicarse a cuestiones de fondo, no de procedimiento. Sin embargo, dado que la norma de votación de la Asamblea implicaba, en principio, un mayor grado de supervisión que la norma de la Liga, al hacer posible que se llegara a decisiones sin la concurrencia obligatoria, este pronunciamiento del Tribunal en el asunto Procedimiento de votación implicaba un claro elemento de incoherencia. En consecuencia, esta solución no satisfizo a los Jueces Klaestad y Lauterpacht, que llegaron a otra diferente y más lógica, que evitaba las contradicciones y, al mismo tiempo, confirmaba de forma muy llamativa las opiniones expresadas anteriormente sobre los límites impuestos por la Carta a los poderes de la Asamblea. En efecto, señalaron que las decisiones adoptadas por este órgano en el marco del control del mandato, al no tener carácter de decisiones internas, internas o de procedimiento (véase la letra e) de la nota 62 supra), sólo podían funcionar como recomendaciones y, por lo tanto, no podían en ningún caso ser vinculantes para el mandatario si éste no había votado al menos a favor de ellas [FN66]. De ahí que la regla de los dos tercios de la Asamblea, aunque teóricamente más gravosa para el mandatario que la regla de la Liga de la unanimidad que incluye el voto del mandatario, no lo sería en la práctica, [p 288] ya que en ninguno de los dos casos el mandatario podría quedar vinculado sin su propio acuerdo. De este modo se mantendría o restablecería el equilibrio entre el peso de la supervisión del Consejo de la Liga y el de la Asamblea.
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FN66 (a) Distinguiendo entre las categorías “domésticas” o “internas” y las no domésticas de las decisiones de la Asamblea, el juez Klaestad (I.C.J. Reports 1955, p. 88) declaró que, en su opinión, “las recomendaciones . . relativas a informes y peticiones referentes a. . . Sudáfrica pertenecen … a la última categoría mencionada”. Y prosiguió:
“No son jurídicamente vinculantes para la Unión … en su calidad de Potencia Mandataria. Sólo si el Gobierno de la Unión, mediante una votación concurrente, ha dado su consentimiento a la recomendación, puede dicho Gobierno quedar jurídicamente obligado a cumplirla. En este sentido, la situación jurídica es la misma que bajo la supervisión de la Liga. Sólo un voto concurrente puede crear una obligación jurídica vinculante para la Unión Sudafricana” (cursiva mía).
(b) El Juez Lauterpacht ilustró su punto de vista haciendo referencia a la posición de la administración fiduciaria, que consideraba relevante para la de los mandatos. El pasaje en cuestión es tan sorprendente que vale la pena citarlo in extenso y, por supuesto, es aplicable a fortiori al caso de los mandatos (loc. cit., p. 116):
“Esta es también, en principio, la posición con respecto a las recomendaciones de la Asamblea General en relación con la administración de los territorios en fideicomiso. Los acuerdos de administración fiduciaria no prevén la obligación jurídica de la autoridad administradora de cumplir las decisiones de los órganos de las Naciones Unidas en materia de administración fiduciaria. Por lo tanto, no existe ninguna obligación legal, por parte de la Autoridad Administradora, de dar efecto a una recomendación de la Asamblea General de adoptar o apartarse de un curso particular de legislación o de cualquier —— medida administrativa particular. La obligación legal que recae sobre la Autoridad Administrativa es administrar el Territorio en Fideicomiso de conformidad con los principios de la Carta y las disposiciones del Acuerdo de Administración Fiduciaria, pero no necesariamente de conformidad con cualquier recomendación específica de la Asamblea General o del Consejo de Administración Fiduciaria. Esto es así tanto en virtud de la legislación vigente como de los principios de buen gobierno. La Autoridad Administradora, y no la Asamblea General, es la responsable directa del bienestar de la población del Territorio en Fideicomiso. No hay garantía suficiente de la oportunidad y viabilidad de una recomendación concreta hecha por un órgano que actúa ocasionalmente en medio de la presión de los negocios, a veces privado de asesoramiento e información de expertos, y no siempre capaz de prever las consecuencias de una medida concreta en relación con la totalidad de la legislación y la administración del territorio fideicometido. La Asamblea General ha formulado recomendaciones en el ámbito de la administración fiduciaria con frecuencia y de forma habitual. Sugerir que cualquiera de estas recomendaciones es vinculante en el sentido de que existe una obligación legal de ponerla en práctica es ir en contra no sólo de la norma suprema de que la Asamblea General no tiene poder legal para legislar o vincular a sus Miembros a través de recomendaciones, sino, por las razones expuestas, también de consideraciones convincentes de buen gobierno y administración” (cursiva mía).
“De hecho, los Estados que administran territorios en fideicomiso han afirmado a menudo su derecho a no aceptar las recomendaciones de la Asamblea General o del Consejo de Administración Fiduciaria aprobadas por la Asamblea General. Ese derecho nunca ha sido seriamente cuestionado. Existen numerosos ejemplos de negativa expresa por parte de la Autoridad Administradora a cumplir una recomendación.” [A continuación (loc. cit., pp. 116-117) el juez Lauterpacht citó, con referencias, una larga lista de casos concretos].
(c) Con respecto a los mandatos igualmente, en un pasaje de particular importancia en las circunstancias del presente caso, Sir Hersch Lauterpacht dijo (loc. cit., en P. 121):
“Esta ausencia de una maquinaria puramente legal y la confianza en la autoridad moral de las conclusiones y los informes de la Comisión de Mandatos son, de hecho, la característica esencial de la supervisión del sistema de Mandatos. La opinión pública -y la actitud resultante de las Potencias mandatarias- se vieron influidas no tanto por las resoluciones formales del Consejo y de la Asamblea [de la Liga] como por los informes de la Comisión de Mandatos, que era el verdadero órgano de supervisión… sin embargo, no se impuso ninguna sanción legal por el incumplimiento o la desatención de las recomendaciones, las esperanzas y los lamentos de la Comisión”- (cursiva mía).
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[p 289]
105. 105. Esta conclusión no podía ser más que correcta, ya que si las decisiones de la Asamblea vinculaban a los mandatarios sin su consentimiento, mientras que las de la Liga no lo hacían, se impondría un grado de supervisión no sólo mucho mayor, sino totalmente diferente del de la Liga. Dicho de otro modo, si la sustitución del Consejo de la Liga por la Asamblea no podía tener por efecto aumentar las obligaciones del mandatario, tampoco podía tener por efecto aumentar los poderes del órgano de control, y menos aún conferirle un poder que el antiguo órgano de control no había tenido nunca o que sólo habría podido ejercer de una determinada manera y mediante un determinado tipo de votación. De ello se desprende que tal poder tampoco podría ser ejercido por la Asamblea, sobre todo teniendo en cuenta que esta última tampoco puede vincular a los mandatarios y no puede ir más allá de las recomendaciones sin sobrepasar los poderes que le confiere la Carta constitucional. En consecuencia, la Resolución 2145, incluso si fuera válida por otros motivos, no podría tener mayor estatus o efecto que, o funcionar excepto como, una recomendación de que la administración de Sudáfrica debería terminar, y no como una terminación real de la misma. Tengo que señalar en conclusión que la totalidad de este aspecto más importante de la cuestión, resultante de la propia jurisprudencia del Tribunal, tal como fue enunciada en el asunto del Procedimiento de Votación de 1955, es ahora completamente ignorada, y ni siquiera mencionada, en la presente Opinión del Tribunal; por la razón suficiente, sin duda, de que no hay respuesta satisfactoria que se le pueda dar.
106. La respuesta dada por el Tribunal en 1950 a la pregunta intitulada c) que se le planteó en el procedimiento consultivo de entonces -Esta preguntaba dónde residía la competencia para modificar el estatuto internacional de SW. Esta pregunta se refería a la competencia para modificar el estatuto internacional de Sudáfrica, en el supuesto de que no correspondiera a Sudáfrica actuando unilateralmente. El Tribunal respondió (I.C.J. Reports 1950, p. 144):
“. .. que la Unión Sudafricana actuando por sí sola no tiene competencia para modificar el estatuto internacional del territorio de África Sudoccidental, y que la competencia para determinar y []p 290]modificar el estatuto internacional del Territorio corresponde a la Unión Sudafricana actuando con el consentimiento de las Naciones Unidas”-(cursivas mías).
Es evidente que, aunque el propio Mandato persistiera bajo otra autoridad, el cambio de autoridad (en particular si la nueva autoridad fueran las Naciones Unidas como tales) implicaría incuestionablemente una modificación del estatuto internacional del territorio, no sólo mediante la sustitución de la administración existente por una nueva, sino mediante la sustitución por una que no podría estar sometida a ninguna supervisión, excepto la suya propia, y que tendría que rendirse informes a sí misma (¿y so-quis custodiet ipsos custodes?). Por lo tanto, de lo dicho por el Tribunal acerca de la modificación del estatuto del territorio, se deduce que la competencia para efectuar cualquier sustitución de este tipo (o cualquier otro cambio de carácter obligatorio) correspondería “a la Unión Sudafricana actuando con el consentimiento de las Naciones Unidas”, -lo cual inviste a Sudáfrica de la iniciativa, y niega la existencia de cualquier derecho independiente de terminación residente en las Naciones Unidas actuando por sí sola. Incluso teniendo en cuenta el hecho de que la cuestión en aquel momento era si la obligatoriedad tenía algún poder unilateral de modificación, es imposible reconciliar la fraseología empleada con la idea de que el Tribunal en 1950 pudiera haber pensado que las Naciones Unidas, o cualquier órgano de las mismas, actuando en solitario, tuviera tal poder. Como señala mi colega el Juez Gros, ambos aspectos de la cuestión se habían planteado en el curso del procedimiento.
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FN67 Incluso si la Asamblea hubiera “heredado” la función de supervisión de la Liga, es evidente que esta función no puede incluir la administración, ya que la esencia de la supervisión es su ejercicio por un órgano separado, que no es la autoridad administradora. La idea de mandatos administrados directamente por la propia Liga sin un mandatario como intermediario, que formaba parte de las propuestas originales del Presidente Wilson en Versalles, no fue adoptada, y no formó parte del sistema de mandatos de la Liga que se afirma que heredaron las Naciones Unidas.
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(iv) Conclusión sobre los poderes de la Asamblea
107. Las consideraciones precedentes llevan a la conclusión de que, aunque la Asamblea heredara una función de supervisión del Consejo de la Liga, sólo podría ejercerla dentro de los límites de su competencia en virtud de la Carta, a saber, mediante debate y recomendación. Tal situación no tiene cabida y es totalmente incompatible con cualquier facultad de revocar un mandato. En consecuencia, la Resolución 2145 de la Asamblea sólo podía tener efecto como recomendación. [p 291]
2. Competencia y poderes del Consejo de Seguridad en relación con los mandatos
(i) Carácter consecuencial de las resoluciones del Consejo de Seguridad en el presente caso
108. Es estrictamente superfluo considerar cuáles eran (si es que existían) las competencias del Consejo de Seguridad en relación con los mandatos, porque está bastante claro que el Consejo nunca adoptó ninguna medida independiente para poner fin al mandato de Sudáfrica. Todas sus resoluciones fueron consecuentes y se basaron en una supuesta terminación ya efectuada o declarada por la Asamblea. Sin el acto de la Asamblea, los actos del Consejo de Seguridad, que fueron en gran medida una especie de intento de hacer cumplir lo que la Asamblea había declarado, habrían carecido de toda razón de ser; por otra parte, si la resolución 2145 de la Asamblea carecía en sí misma de validez y efecto jurídico, ninguna “confirmación” por parte del Consejo de Seguridad podría validarla o conferirle tal efecto, o provocar de forma independiente la revocación de un mandato.
(ii) Sobre la base de los mandatos, los poderes del Consejo de Seguridad no son mayores que los de la Asamblea.
109. Las palabras “en relación con los mandatos” se han insertado a propósito en el título de esta subsección, porque es necesario distinguir claramente entre lo que el Consejo de Seguridad puede hacer sobre la base de mandatos y lo que podría hacer sobre la única otra base posible en la que podría actuar, a saber, una base de mantenimiento de la paz. Sobre la base de los mandatos, el Consejo de Seguridad no tiene mayores poderes que la Asamblea, ya que (véase el Dictamen del Tribunal de 1950 en la p. 137) [FN68] fueron las Naciones Unidas en su conjunto las que heredaron -o no heredaron- el papel de la Sociedad de Naciones con respecto a los mandatos, junto con (si lo hicieron) los poderes que estaban comprendidos en ese papel. En consecuencia, en lo que respecta a cualquier poder de revocación, el Consejo de Seguridad está exactamente en las mismas condiciones que la Asamblea en lo que respecta a cuestiones tales como si las Naciones Unidas tienen alguna función de supervisión y, en caso afirmativo, si incluye algún poder de revocación; con la salvedad, sin embargo, de que en 1950 el Tribunal señaló muy claramente (loc. cit.) a la Asamblea como el órgano apropiado para ejercer la función de supervisión de la que consideraba que estaban investidas las Naciones Unidas. Por lo tanto, cabe preguntarse si el Consejo de Seguridad tiene alguna función específica con respecto a los mandatos como tales, similar a la que tiene con respecto a las administraciones fiduciarias estratégicas. De ser así, el Consejo de Seguridad sólo sería competente para adoptar medidas en relación con un mandato a efectos del mantenimiento de la paz.
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FN68 Hablando de la resolución final de disolución de la Liga de 18 de abril de 1946 (véanse los párrafos 41 y 42 supra), el Tribunal dijo: “Esta resolución presupone que las funciones de supervisión ejercidas por la Liga serían asumidas por las Naciones Unidas” (cursiva mía).
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(iii) Competencias más amplias en el ámbito de los mandatos que sólo pueden ejercerse sobre la base del mantenimiento de la paz
110. En cuanto a la base alternativa de la intervención del Consejo de Seguridad, es evidente que no se puede impedir a este órgano que ejerza sus funciones normales de mantenimiento de la paz por el mero hecho de que la amenaza a la paz, si la hay, haya surgido en un contexto de mandatos, siempre que la intervención tenga un objetivo genuinamente de mantenimiento de la paz y no sea un ejercicio encubierto de supervisión de mandatos. Lo que el Consejo de Seguridad no puede hacer correctamente es, con el pretexto del mantenimiento de la paz, ejercer funciones relativas a los mandatos, cuando esas funciones no le corresponden propiamente ni como órgano autónomo ni como parte de las Naciones Unidas en su conjunto. No puede, bajo la apariencia de mantenimiento de la paz, revocar un mandato, como tampoco puede, bajo la apariencia de mantenimiento de la paz, ordenar transferencias o cesiones de territorio.
111. Sin embargo, en mi opinión, las diversas resoluciones del Consejo de Seguridad implicadas no pretendían, por su lenguaje, estar en el ejercicio de la función de mantenimiento de la paz. De hecho, hay algo así como una cuidadosa evitación de la fraseología que sería demasiado inequívoca a este respecto. Siendo así, su efecto fue el indicado en los párrafos 108-109 anteriores. No eran vinculantes para el Mandatario ni para otros Estados miembros de las Naciones Unidas. Al igual que las de la Asamblea, sólo podían tener un efecto recomendatorio en el presente contexto.
(iv) Alcance adecuado de los poderes de mantenimiento de la paz del Consejo de Seguridad en virtud de la Carta
112. Esta cuestión, por lo que respecta a los términos reales de la Carta, se rige por los apartados 1 y 2 del artículo 24, que dicen lo siguiente:
“1. A fin de asegurar la acción rápida y eficaz de las Naciones Unidas, sus Miembros confieren al Consejo de Seguridad la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales y convienen en que, en el desempeño de las funciones que le impone esa responsabilidad, el Consejo de Seguridad actúe en nombre de ellos.
2. En el desempeño de estas funciones, el Consejo de Seguridad actuará de conformidad con los propósitos y principios de las Naciones Unidas. Las facultades específicas otorgadas al Consejo de Seguridad para el cumplimiento de estas funciones se establecen en los Capítulos VI, VII, VIII y XII”- (cursiva mía). [p 293]
No puedo estar de acuerdo con la interpretación extremadamente amplia que la Opinión del Tribunal hace de esta disposición. No cabe duda de que no limita las ocasiones en que el Consejo de Seguridad puede actuar para preservar la paz y la seguridad, siempre que la amenaza de que se trate no sea una mera invención o un pretexto. Lo que sí hace es limitar el tipo de acción que el Consejo puede llevar a cabo en el desempeño de sus responsabilidades de mantenimiento de la paz, ya que el segundo párrafo del artículo 24 establece en términos que las competencias específicas otorgadas al Consejo de Seguridad a estos efectos se establecen en los Capítulos indicados (VI, VII, VIII y XII). Según los cánones normales de interpretación, esto significa que, por lo que respecta al mantenimiento de la paz, no se encuentran en ninguna otra parte y sólo pueden ejercerse en la medida en que lo permitan dichos Capítulos. Por lo tanto, es a ellos a los que hay que recurrir para determinar cuáles son las facultades específicas de mantenimiento de la paz del Consejo de Seguridad, incluida la facultad de obligar. Si se hace esto, se comprobará que sólo cuando el Consejo actúe en virtud del Capítulo VII, o posiblemente en ciertos casos en virtud del Capítulo VIII, sus resoluciones serán vinculantes para los Estados miembros. En los demás casos, sus efectos serían meramente recomendatorios u exhortatorios. (La acción de mantenimiento de la paz en virtud del Capítulo XII -fideicomisos estratégicos- no me parece realmente un caso aparte, ya que es difícil ver cómo podría dejar de adoptar la forma de una acción en virtud de los Capítulos VI o VII, según el caso).
113. Estas limitaciones se aplican igualmente al efecto del artículo 25 de la Carta, en razón de la salvedad “de conformidad con la presente Carta”. Si, en virtud del capítulo o del artículo pertinente de la Carta, la decisión no es vinculante, el artículo 25 no puede hacer que lo sea. Si el efecto de dicho artículo fuera hacer automáticamente vinculantes todas las decisiones del Consejo de Seguridad, las palabras “de conformidad con la presente Carta” serían totalmente superfluas. No añadirían nada a la frase precedente y única del artículo, a saber, “Los Miembros de las Naciones Unidas convienen en aceptar y cumplir las decisiones del Consejo de Seguridad”, que claramente pretenden calificar. En efecto, sólo lo hacen si las decisiones a las que se refieren son las que son debidamente vinculantes “de conformidad con esta Carta”. De lo contrario, el lenguaje utilizado en partes de la Carta como el Capítulo VI, por ejemplo, indicativo de funciones meramente recomendatorias, estaría en contradicción directa con el Artículo 25, o el Artículo 25 con ellas.
114. 114. Dado que, en consecuencia, la cuestión de si una resolución determinada del Consejo de Seguridad es vinculante o meramente recomendatoria debe ser objeto de una determinación objetiva en cada caso concreto, se deduce que el Consejo no puede, por el mero hecho de invocar el Artículo 25 (como hace, por ejemplo, en su Resolución 269 de 12 de agosto de 1969), conferir carácter obligatorio a una resolución que, de otro modo, no lo tendría según los términos del capítulo o artículo de la Carta sobre cuya base actúa o debe considerarse que actúa el Consejo.
(v) El Consejo de Seguridad no es competente, ni siquiera con auténticos fines de mantenimiento de la paz, para efectuar cambios definitivos en la soberanía territorial o en los derechos administrativos.
115. Y aún hay más. Incluso cuando actúa en virtud del Capítulo VII de la propia Carta, el Consejo de Seguridad no tiene competencia para derogar o alterar derechos territoriales, ya sean de soberanía o de administración. Ni siquiera la ocupación de un país o territorio en tiempo de guerra puede operar en ese sentido. Debe esperar al acuerdo de paz. Este es un principio de derecho internacional tan bien establecido como cualquier otro que pueda existir, y el Consejo de Seguridad está tan sujeto a él (ya que las Naciones Unidas son en sí mismas un sujeto de derecho internacional) como cualquiera de sus Estados miembros. El Consejo de Seguridad puede, después de tomar las decisiones necesarias en virtud del Artículo 39 de la Carta, ordenar la ocupación de un país o territorio para restablecer la paz y la seguridad, pero no puede por ello, o como parte de esa operación, derogar o alterar los derechos territoriales; y el derecho a administrar un territorio bajo mandato es un derecho territorial sin el cual el territorio no puede ser gobernado ni el mandato puede ser operado. El Consejo de Seguridad se creó para mantener la paz, no para cambiar el orden mundial.
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116. Estas limitaciones a los poderes del Consejo de Seguridad son necesarias debido a la excesiva facilidad con la que cualquier situación internacional agudamente controvertida puede representarse como una amenaza latente para la paz y la seguridad, incluso cuando realmente es demasiado remota como para constituirla. Sin estas limitaciones, las funciones del Consejo de Seguridad podrían utilizarse para fines nunca previstos originalmente, y el presente caso es una muy buena ilustración de ello: ya que el Consejo de Seguridad no sólo no estaba actuando en virtud del Capítulo VII de la Carta (lo que obviamente no podía hacer, aunque queda por ver por qué medios y sobre qué bases se determinará que existe la amenaza necesaria, el quebrantamiento de la paz o el acto de agresión); -No sólo no existía ninguna amenaza para la paz y la seguridad que no pudiera crearse artificialmente como pretexto para la realización de fines ulteriores, sino que toda la operación, que no terminará necesariamente ahí, tenía por objeto la abrogación de los derechos de administración territorial del Mandatario, a fin de asegurar (no finalmente, sino muy pronto) la transformación del territorio bajo mandato en el Estado soberano independiente de “Namibia” y su surgimiento como tal. Esto es lo que se declara en términos, no sólo en la propia Resolución 2145, sino también en la posterior Resolución 2248 (S-V) de la Asamblea de 1967, en la que se especifica junio de 1968 como fecha prevista para la transferenciaFN69,-y éste es por excelencia el tipo de propósito, en cuya promoción, el Consejo de Seguridad (y a fortiori la Asamblea) se extralimita en sus competencias, y por lo tanto actúa ultra vires.
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FN69 Véase más adelante en el Anexo, párrafo 15 de la sección 3.
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Sección D
Las consecuencias jurídicas para los Estados
1. En general
117. Sobre la base de las conclusiones anteriores, la respuesta a la pregunta formulada al Tribunal en el presente procedimiento, en cuanto a cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en el territorio bajo mandato de SW. África, a pesar de la resolución 276 de 1970 del Consejo de Seguridad es, estrictamente, que no existen consecuencias jurídicas específicas para los Estados, ya que no se ha producido ningún cambio en la situación jurídica. Dado que ni el Consejo de Seguridad ni la Asamblea tienen competencia para revocar el Mandato de Sudáfrica, las diversas resoluciones de estos órganos que pretenden hacerlo, o declararlo terminado, o confirmar su terminación, carecen todas y cada una de ellas de efectos jurídicos. El resultado es que el Mandato aún subsiste, y que Sudáfrica sigue siendo el Mandatario. Sin embargo, de esta última conclusión se derivan ciertas consecuencias jurídicas tanto para Sudáfrica como para otros Estados.
2. Consecuencias para Sudáfrica
118. Para Sudáfrica existe la obligación
(1) de reconocer que el Mandato sobrevivió a la disolución de la Liga, -que tiene carácter internacional,- y que en consecuencia SW. África no puede incorporarse unilateralmente al territorio de la República;
(2) a cumplir y ejecutar íntegramente todas las obligaciones del Mandato, cualesquiera que éstas sean.
119. Con respecto a este último requisito, he dado mis razones para pensar que, no siendo las Naciones Unidas el sucesor en derecho de la Sociedad de Naciones, el Mandatario no está, y nunca estuvo sujeto [p 296] a ningún deber de informar a ella, o aceptar su supervisión, particularmente en lo que se refiere a la Asamblea. Pero como se ha señalado anteriormente en el presente Dictamen (párrafos 17 y 20), no se deduce que la obligación de informar haya caducado por completo; y es el hecho de que podría llevarse a cabo por los medios alternativos indicados en el párrafo 16. Así las cosas, se plantea la cuestión de si el Mandatario tiene el deber jurídico de adoptar algunas de las medidas allí indicadas. La cuestión no está exenta de dudas. En 1950, el Tribunal consideró que la obligación de informar era una parte esencial del Mandato. Por otra parte, el juez Read consideró que aunque su ausencia podría “debilitar” el Mandato, éste no se vería afectado de otro modo. Una vez más, si se considera el Mandato como un tratado o un contrato, el efecto normal de la extinción de una de las partes sería poner fin por completo al tratado o contrato.
120. Sin embargo, la mejor opinión parece ser que la obligación de informar sobrevivió, aunque quedando latente tras la disolución de la Liga, y ciertamente no se transformó en una obligación relativa a las Naciones Unidas. No obstante, si bien no es un elemento absolutamente esencial, es una parte suficientemente importante del mandato como para imponer al Mandatario la obligación de revivirlo y llevarlo a cabo, si es posible hacerlo, por algún otro medio FN70. Pero el Mandatario tendría derecho a insistir (a) en que el nuevo órgano de supervisión sea aceptable para él en cuanto a su carácter y composición (aceptación que no debe denegarse injustificadamente), (b) en que la naturaleza y las implicaciones (en cuanto al grado de supervisión) de la obligación de informar sean las indicadas en los párrafos 76-78 anteriores, -(c) que, al igual que en el caso del Consejo de la Liga, el Mandatario no tendría ninguna obligación legal de llevar a cabo las recomendaciones del órgano supervisor, al igual que los Estados que administran territorios en fideicomiso no están obligados a aceptar las opiniones de la Asamblea de las Naciones Unidas como órgano supervisor (véanse supra, párrafos 77 y 104 y nota 66).
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FN70 Sin embargo, ex hypothesi, no sería a las Naciones Unidas a quien correspondería hacerlo, o simplemente se daría la misma situación bajo otra forma.
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121. 121. Otra medida, o más bien alternativa, que podría considerarse que incumbe a Sudáfrica, aunque como consecuencia de la Carta y no del Mandato, sería reanudar la presentación de informes en virtud del apartado e) del Artículo 73 de la Carta (véase a este respecto la opinión disidente conjunta de 1962, I.C.J. Reports 1962, págs. 541-548 y el apartado b) del párrafo 43 supra), dado que, desde cualquier punto de vista, Sudáfrica es un Estado no autónomo. África es un territorio no autónomo. Sin embargo, esta reanudación debe hacerse en el entendimiento de que los informes no serán tratados por el Consejo de Administración Fiduciaria a menos que Sudáfrica así lo acuerde.
[p 297]
3. Para otros Estados
122. Para otros Estados, las “consecuencias jurídicas” del hecho de que el Mandato de Sudáfrica no haya sido válidamente revocado y siga subsistiendo en derecho son:
(1) reconocer que las Naciones Unidas no son, más que el Mandato, competentes para cambiar unilateralmente el estatus del territorio mandatado;
(2) respetar y acatar el derecho continuado del Mandatario a administrar el territorio, a menos y hasta que se produzca cualquier cambio por medios legales.
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123. 123. Sobre la base de lo anterior, me resulta innecesario considerar cuáles serían las consecuencias jurídicas para los Estados si la opinión adoptada en el dictamen del Tribunal fuera correcta; aunque, dado que las medidas indicadas por el Tribunal parecen basarse principalmente en resoluciones del Consejo de Seguridad que, por las razones expuestas en los párrafos 112 a 114 supra, yo consideraría que sólo tienen un efecto recomendatorio, me vería obligado a cuestionar la pretensión de que estas medidas tengan el carácter propio de “consecuencias jurídicas”, incluso si por lo demás estuviera de acuerdo con dicho dictamen. (También comparto las opiniones de mis colegas los Jueces Gros, Petr!!!en, Onyeama y Dillard en cuanto a la legitimación de algunas de estas medidas).
124. Sin embargo, hay otro aspecto de la cuestión al que concedo importancia y que creo que es necesario subrayar. Por esta razón, el 9 de marzo de 1971, durante el procedimiento oral (véase el Acta, C.R. 71/19, p. 23), formulé una pregunta al Abogado de los Estados Unidos de América, que en ese momento se dirigía al Tribunal. No creo que pueda hacer nada mejor que citar esta pregunta y la respuesta escrita a la misma, tal como se recibió en la Secretaría del Tribunal unos diez días más tarde (18 de marzo de 1971):
Pregunta: En opinión del Gobierno de los Estados Unidos, ¿existe alguna norma de derecho internacional consuetudinario que, en general, obligue a los Estados a aplicar sanciones contra un Estado que ha actuado, o está actuando, ilegalmente, tales como cortar las relaciones diplomáticas, consulares y comerciales con el Estado autor del daño? En caso negativo, ¿de qué manera se verían obligados los Estados a actuar así, no sólo por deber moral o en ejercicio de una facultad, sino en virtud de obligaciones jurídicas positivas?
Respuesta: Estados Unidos opina que no existe ninguna norma de derecho internacional consuetudinario que imponga a un Estado el deber de aplicar [p 298] sanciones contra el Estado que ha actuado o está actuando ilegalmente. Sin embargo, en virtud de la Carta de las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad está facultado para decidir que los Estados miembros apliquen sanciones contra el Estado que actúe de determinadas formas ilegales. Así, si el Consejo de Seguridad determinara que un acto ilegal de un Estado constituye “una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de agresión”, tendría el deber, en virtud del artículo 39, de “hacer recomendaciones o decidir qué medidas se tomarán de conformidad con los artículos 41 y 42, para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales”. Siempre que el Consejo de Seguridad tome tal determinación y decida que deben cortarse las relaciones diplomáticas, consulares y comerciales de conformidad con el artículo 41 de la Carta, todos los Miembros de las Naciones Unidas tienen el deber de aplicar tales medidas.
Si la última parte de esta respuesta pretende indicar que, en términos generales, sólo como consecuencia de las decisiones adoptadas en virtud del Capítulo VII de la Carta, tras una determinación previa de la existencia de una “amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión”, surgiría un deber jurídico para los Estados miembros de adoptar medidas específicas, no puedo sino estar de acuerdo.
Postscriptum
Otras consecuencias
125. En la última parte de su declaración separada, el Presidente del Tribunal de Justicia ha formulado algunas observaciones que, aunque están estrechamente relacionadas con las cuestiones jurídicas planteadas en este asunto, tienen un carácter diferente. Siguiendo su ejemplo, me gustaría hacer lo mismo. En el período 1945/1946, Sudáfrica podría haberse enfrentado a las Naciones Unidas con un hecho consumado mediante la incorporación del Suroeste de África a su propio territorio, como una provincia componente al mismo nivel que la provincia del Cabo, Natal, el Transvaal y el Estado Libre de Orange. Si esto se hubiera hecho, no habría habido forma de evitarlo, o de deshacerlo posteriormente, salvo con una guerra. Sabiamente, sin embargo, aunque ejerciendo al mismo tiempo una considerable moderación desde su propio punto de vista, Sudáfrica se abstuvo de hacerlo. Sin embargo, si la “incorporación” es algo que las Naciones Unidas creen que nunca podrían aceptar, debería haber igualmente una comprensión recíproca y correspondiente del hecho de que la conversión de SW. África en el Estado soberano e independiente de Namibia (a menos que fuera sobre una base muy diferente de lo que ahora parece contemplarse) sólo podría llevarse a cabo por medios cuyas consecuencias serían incalculables, y que no es necesario especificar. Por lo tanto, en una situación en la que no se puede servir a ningún propósito útil lanzando la fuerza irresistible contra el objeto inamovible, los estadistas deben buscar un modus vivendi, mientras haya tiempo.
(Firmado) G.G.Fitzmaurice
[P 299]
Anexo
Asuntos preliminares e incidentales FN1
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FN1 La relegación a este anexo no implica en modo alguno que las cuestiones tratadas en él se consideren de importancia secundaria, sino todo lo contrario: se trata de cuestiones tan destacadas a su manera como cualquier otra del caso. Pero haberlas tratado en la fase anterior a la que realmente pertenecen habría retrasado o interrumpido el desarrollo del argumento principal que deseaba exponer en primer lugar.
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1. Incompetencia de la Asamblea de las Naciones Unidas para actuar como tribunal de justicia
1. Cuando, mediante su Resolución 2145 de 1966, la Asamblea pretendió declarar la terminación del mandato de Sudáfrica, sobre la base de supuestas violaciones fundamentales del mismo, y declarar esto no como una mera cuestión de opinión, sino como un acto ejecutivo que tenía el efecto operativo previsto de poner fin al Mandato -o registrar su terminación- y de hacer ilegal cualquier administración ulterior del territorio bajo mandato por parte de Sudáfrica, -estaba haciendo pronunciamientos de carácter esencialmente jurídico que la Asamblea, no siendo un órgano judicial, y no habiendo remitido previamente el asunto a ningún órgano de ese tipo, no era competente para hacer.
2. La opinión aquí expresada no tiene nada de particular. Por el contrario, representa el estado normal de las cosas, que consiste en que el órgano competente para realizar un acto, en el sentido ejecutivo, no es el órgano competente para decidir si se dan las condiciones que justifican su realización. En todos los demás ámbitos, la regla es la separación de funciones. Así, el poder legislativo es el único competente para promulgar una ley, el poder ejecutivo o la administración son los únicos competentes para aplicarla o ejecutarla, el poder judicial es el único competente para interpretarla y decidir si su aplicación o ejecución está justificada en el caso concreto. En el ámbito institucional, la justificación del acto de un órgano u organismo puede basarse en consideraciones de carácter político o técnico, o de conducta o disciplina profesional, y si es así, el órgano u organismo político, técnico o profesional en cuestión será, en principio, competente para tomar las decisiones necesarias. Sin embargo, cuando la cuestión gira, y gira exclusivamente, en torno a consideraciones de carácter jurídico, un órgano político, aunque sea competente para adoptar cualquier medida resultante, no es competente por sí mismo para realizar las determinaciones jurídicas necesarias en las que debe basarse la justificación de dicha medida. Esto sólo puede hacerlo un órgano jurídico competente para ello. [p 300]
3. Debe añadirse que, además de ser ultra vires bajo este epígrafe, la actuación de la Asamblea fue arbitraria y prepotente, en la medida en que actuó como juez de su propia causa en relación con cargos de los que ella misma era denunciante, y sin ofrecer al “acusado” ninguna de las facilidades o salvaguardas que forman parte normal del proceso judicial.
4. Se ha afirmado que la competencia de la Asamblea para adoptar decisiones de carácter jurídico queda demostrada por el hecho de que el Artículo 6 de la Carta le confiere el derecho (previa recomendación del Consejo de Seguridad) de expulsar a un Estado miembro “que haya violado persistentemente los principios contenidos en… la Carta”. Sin embargo, esto sólo significa que los redactores de la Carta confirieron a la Asamblea esta facultad específica concreta, en términos expresos, sin indicar si sólo debía ejercerse tras la determinación previa de las supuestas violaciones por un órgano jurídico competente. Argumentar a partir de la facultad así conferida específicamente por el Artículo 6, que por lo tanto debe considerarse que la Asamblea posee una facultad general en virtud de la Carta para adoptar determinaciones jurídicas, es claramente falaz.
5. El argumento de que la Resolución 2145 no puso fin realmente al mandato de Sudáfrica, sino que simplemente registró su terminación por la propia Sudáfrica, a través de sus violaciones del mismo, es decir, que la Resolución era meramente declarativa y no ejecutiva, no es claramente más que un recurso dirigido a evitar la dificultad, ya que incluso como sólo declarativa, la resolución equivalía a una conclusión de que había habido violaciones del Mandato, de lo contrario no habría habido base ni siquiera para una resolución declarativa. Por otra parte, es una doctrina jurídica extraña y novedosa que, mediante la infracción de una obligación, se pueda poner fin a la misma, pero sin duda bienvenida por aquellos que buscan una salida fácil a una empresa incómoda.
6. No menos expeditivo es el argumento de que Sudáfrica había “renegado del Mandato” desde 1946. La actitud de Sudáfrica siempre ha sido que, como cuestión de derecho, o bien el Mandato estaba tan ligado a la Sociedad de Naciones que no podía sobrevivir a la disolución de esta última, o bien, que si lo hacía, no sobrevivía en la forma reclamada en las Naciones Unidas. Tanto si esta opinión era correcta como si no, no equivalía en ningún sentido a una “negación” del Mandato. Negar la existencia de una obligación no es ex hypothesi lo mismo que repudiarla[FN2]. Tampoco puede deducirse legítimamente que no se presentaran informes ni se aceptara la supervisión de la Asamblea, basándose como se hizo en el argumento (considerado correcto por un importante cuerpo de opinión profesional) de que no existía ninguna obligación legal a tal efecto. De no ser así, ninguna de las partes de un litigio podría argumentar su caso sin que se le dijera que, al hacerlo, había “renegado” de sus obligaciones.
——————————————————————————————————————— [FN2] Por esta razón, la justificación para la revocación del Mandato que el Tribunal encuentra en el Artículo 60, párrafo 3 (a), de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 está bastante fuera de lugar.
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7. También se ha argumentado que la Asamblea había intentado “en vano” obtener las conclusiones necesarias de la Corte a través de los procedimientos contenciosos interpuestos por Etiopía y Liberia en el período 1960-1966. Pero esto equivaldría a: a) decir que, como la Asamblea no obtuvo la sentencia que deseaba en 1966, estaba justificado que se tomara la justicia por su mano, lo que, sin embargo, no serviría en modo alguno para validar la Resolución 2145; b) admitir que la sentencia de 1966 tenía razón al ver a los entonces demandantes como agentes de las Naciones Unidas y no, como ellos se representaban a sí mismos, como litigantes en procedimientos contenciosos que defendían sus propios intereses; y c) reconocer que la Asamblea había intentado “en vano” obtener las conclusiones necesarias de la Corte a través de los procedimientos contenciosos entablados por Etiopía y Liberia en el período 1960-1966; -y (c) reconociendo que, como se insinuó con fuerza en los párrafos 46-48 (especialmente el último) de la Sentencia de 1966, lo correcto habría sido que la Asamblea, como órgano, hubiera solicitado al Tribunal una opinión consultiva sobre la cuestión de las violaciones del Mandato, en relación con la cual la objeción en cuanto al interés jurídico no habría sido relevante. El Tribunal aún podía hacerlo, por ejemplo en 1967. Por lo tanto, no se puede sino dar una impresión errónea si se dice que la Asamblea en 1966 no tenía otro camino abierto que adoptar la Resolución 2145 sin haber solicitado previamente asesoramiento jurídico sobre esta base.
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8. Estas diversas justificaciones que se alegan para que la Asamblea adopte decisiones jurídicas, sin ser ella misma un órgano jurídico competente y sin ninguna referencia a dicho órgano, o incluso a un órgano ad hoc de juristas (como era la práctica habitual del Consejo de la Liga en todos los casos importantes), son claramente ilusorias. En consecuencia, la conclusión debe ser que el acto de la Asamblea era ultra vires y, por lo tanto, que la Resolución 2145 era inválida, incluso si no hubiera sido ineficaz desde el punto de vista jurídico para poner fin al mandato de Sudáfrica.
2. El derecho del Tribunal a examinar los supuestos en los que se basa cualquier Solicitud de Opinión Consultiva
9. Aunque la Corte ha entrado en cierta medida en la cuestión de la validez y el efecto de la Resolución 2145 de la Asamblea, no ha examinado adecuadamente [p 302] la cuestión de su derecho a hacerlo teniendo en cuenta la forma en que estaba redactada la Solicitud de Opinión Consultiva en el presente caso. Sin embargo, la cuestión es tan importante para todo el estatuto y la función judicial de la Corte que se hace necesario examinarla.
10. El Tribunal no podría haberse basado correctamente en la redacción literal de la Solicitud, para considerar que su tarea en el presente procedimiento se limita únicamente a indicar cuáles son, en los supuestos contenidos en la Solicitud, y sin ningún examen previo de su validez, las consecuencias jurídicas para los Estados de la presencia continuada de Sudáfrica en SW. Dichas suposiciones son que el Mandato sobre dicho territorio había finalizado legalmente y que, por tanto, dicha presencia era ilegalFN3. El Tribunal no puede hacerlo por la sencilla pero suficiente razón de que la cuestión de si el Mandato ha finalizado legalmente o no va a la raíz de toda la situación que ha llevado a formular la Solicitud. Si el Mandato sigue existiendo jurídicamente, la cuestión planteada al Tribunal sencillamente no se plantea y no puede darse una respuesta. Alternativamente, la cuestión sería puramente hipotética, una respuesta a la cual, en esas circunstancias, no serviría de nada, de modo que la situación, en un nivel diferente, se parecería a la que, en el caso de los Cameruneses del Norte (I.C.J. Reports 1963, p. 15), hizo que el Tribunal sostuviera (en la p. 38) que no podía “pronunciarse sobre el fondo de la reclamación” porque, entre otras cosas, las circunstancias eran tales que “harían que cualquier pronunciamiento careciera de objeto”. En los asuntos consultivos anteriores se ha subrayado constantemente (y esto se confirmó también en el asunto contencioso que se acaba de mencionar, en el que surgió la ocasión de considerar la práctica consultiva) que en los procedimientos consultivos, al igual que en los contenciosos, el Tribunal debe seguir actuando como un tribunal de justicia (y no, por ejemplo, como un mero órgano de asesores jurídicos), que “la autoridad del Tribunal para emitir opiniones consultivas debe ejercerse como una función judicial” (ibid., en pág. 30),-y que, para utilizar la redacción de uno de los dictados más citados de la Corte Permanente en el caso Carelia Oriental, P.C.I J., Serie B, No. 5 (1923) en pág. 29, la Corte “siendo una Corte de Justicia, [no] puede, ni siquiera al emitir opiniones consultivas, apartarse de las reglas esenciales que guían [su] actividad como Corte”.
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FN3 El hecho de que ciertos representantes de Estados miembros en el Consejo de Seguridad dijeran que entendían la Solicitud en este sentido, e incluso que sólo la aceptaran sobre esa base, no puede, por supuesto, vincular en modo alguno a la Corte. Ni los representantes de los Estados, ni órganos tales como el propio Consejo de Seguridad, poseen competencia alguna para restringir a la Corte en cuanto a lo que debe tener en cuenta al emitir un dictamen jurídico.
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11. Tanto es así que la tendencia original en el pasado era cuestionar si la mera prestación de asesoramiento, incluso en forma solemne como por medio de una opinión consultiva de la Corte, era compatible con la función judicial en absolutoFN4. Por supuesto, el Tribunal no ha adoptado este punto de vista sino que, [p 303]para citar a una muy alta autoridad y antiguo juez del Tribunal PermanenteFN5:
“. . . el Tribunal . . . ha concebido su competencia consultiva como una función jurisdiccional, y en el ejercicio de esta competencia se ha mantenido dentro de los límites que caracterizan la acción jurisdiccional. No ha actuado como una ‘academia de juristas’ sino como una ‘magistratura’ responsable”-(cursivas mías).
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FN4 Véase la discusión en Manley O. Hudson, The Permanent Court of International Justice, 1920-1942, pp. 510-511.
FN5 Hudson, op. cit., p. 511.
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Las palabras en cursiva en el pasaje que acabamos de citar contienen la clave de la cuestión. Si un órgano como la Asamblea General o el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas desea plantear una cuestión a un órgano de expertos jurídicos, ya sea permanente o creado ad hoc a tal efecto, al que se encarga que responda sobre la base de determinados supuestos especificados que deben darse por sentados, actuará perfectamente si procede en consecuencia, porque no es un tribunal de justicia y no está desempeñando ni intentando desempeñar ninguna función judicial: en efecto, está obligado por sus instrucciones, que el órgano en cuestión tiene derecho a darle. Pero el Tribunal, que es en sí mismo uno de los seis órganos principales originales de las Naciones Unidas, y no inferior en estatuto a los demás, no está obligado a recibir instrucciones de ninguno de ellos, en particular en cuanto a cómo debe ver e interpretar sus tareas como tribunal de justicia, que es y debe seguir siendo siempre, cualquiera que sea la naturaleza y el contexto de la tarea de que se trate; y mientras que un cuerpo de expertos puede muy bien, como una especie de ejercicio técnico, dar respuestas sobre la base de ciertos supuestos subyacentes, independientemente de su validez o no, un tribunal no puede actuar de esta manera: está obligado a examinar cuidadosamente lo que se le pide que haga, y a considerar si el hacerlo sería compatible con su estatus y función como tribunal.
12. Esta facultad constituye en realidad el fundamento del derecho admitido del Tribunal de Justicia, derivado de la redacción del artículo 65, apartado 1, de su Estatuto, y consagrado en su jurisprudencia, a negarse por completo a atender una solicitud de opinión consultiva si estima que, por razones suficientes, sería improcedente o desaconsejable que lo hiciera; – Y si el Tribunal de Justicia puede así negarse por completo, con mayor motivo puede y debe insistir en que se examinen previamente los presupuestos en los que se basa cualquier solicitud, en particular cuando, como en el caso de autos, dichos presupuestos son de tal naturaleza que, si no están fundados, la cuestión planteada carece de sentido o sólo admite una respuesta. Dicho de otro modo, que un tribunal dé respuestas que sólo pueden tener significado y relevancia si se presume que existe una determinada situación jurídica, pero sin indagar si existe (en Derecho), no equivale más que a entregarse a un interesante juego de salón, que no es para lo que están los tribunales de justicia. En el presente caso, si el Tribunal se hubiera prestado a ello, no estaría ejerciendo una actividad jurisdiccional, sino que habría tenido que abjurar de su verdadera función de tribunal de justicia y, de hecho, habría actuado como si, en palabras del juez Hudson, fuera “una academia de juristas”.
3. Debería el Tribunal haber cumplido con la Solicitud en este caso
13. No cabe duda de que la cuestión planteada al Tribunal era de carácter jurídico, y que tenía la facultad de responder a ella si lo consideraba oportuno, especialmente si (como debe ser) se considera que la cuestión se refiere no sólo a las consecuencias jurídicas de la Resolución 2145 de la Asamblea General, sino también a la validez de la propia Resolución y a sus efectos sobre el Mandato para el África Sudoccidental.
14. 14. Por otra parte, si el Tribunal hubiera considerado que la forma de la cuestión que se le había planteado le impedía seguir cualquier otro camino que no fuera el primero (es decir, ocuparse únicamente de las “consecuencias”), y excluía, o pretendía excluir, cualquier consideración por su parte de la validez y el efecto del acto del que se suponía que se derivaban esas consecuencias -es decir, la Resolución 2145 de la Asamblea General-, entonces esto se consideraría un error, La Resolución 2145 de la Asamblea, entonces, habría sido un motivo para negarse a cumplir con la Solicitud, ya que, por las razones expuestas en la sección anterior de este Anexo, es inaceptable que cualquier órgano que formule una solicitud de este tipo pretenda limitar los factores que la Corte, como tribunal de justicia, considera necesario tener en cuenta para cumplir con ella, o prescribir la base sobre la cual debe responderse a la pregunta contenida en ella. Otro elemento es que el Tribunal, al no estar formalmente obligado a dar cumplimiento a la solicitud en absoluto (aunque de otro modo podría ser correcto que lo hiciera), es necesariamente el dueño, y el único dueño, de la base sobre la que lo hará, si de hecho decide dar cumplimiento.
15. Sin perjuicio de lo que se acaba de decir, estoy de acuerdo con la conclusión del Tribunal de que debe cumplir con la Solicitud, aunque no con algunos de los razonamientos en los que se basa dicha conclusión [FN6]. Adopto este punto de vista a pesar de que no tengo ninguna duda de que el presente procedimiento representa un intento de utilizar al Tribunal para un fin puramente político, a saber, como un paso hacia la creación del territorio del suroeste de África como un nuevo Estado soberano independiente, que se llamará “Namibia”, independientemente de cuáles puedan ser las consecuencias de esto en la coyuntura actual. Este objetivo queda perfectamente claro en los párrafos 1, 2 y 6 de la parte dispositiva de la propia Resolución 2145 [p 305], que reproducimos aquí in extenso :
———————————————————————————————————————[FN6] En particular en lo que se refiere a la cuestión de la existencia en este caso de una “controversia” o “cuestión jurídica pendiente” entre Estados -para lo cual véase el apartado 4 infra. Pero la “pendencia” de un litigio o de una cuestión jurídica no es per se un motivo por el que el Tribunal deba negarse a emitir una opinión consultiva al órgano solicitante. La culpa fue del Tribunal, que no aplicó el procedimiento contencioso al presente procedimiento consultivo, como estaba facultado para hacer (véase de nuevo la sección 4 infra).
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“La Asamblea General,
Reafirmando el derecho inalienable del pueblo de África Sudoccidental a la libertad y la independencia, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, de 14 de diciembre de 1960, y las resoluciones anteriores de la Asamblea relativas al Territorio bajo Mandato de África Sudoccidental,
Recordando la Opinión Consultiva de la Corte Internacional de Justicia de 11 de julio de 1950, aceptada por la Asamblea General en su resolución 449 A (V) de 13 de diciembre de 1950, y las opiniones consultivas de 7 de junio de 1955 y de 1 de junio de 1956, así como la sentencia de 21 de diciembre de 1962, que han establecido el hecho de que Sudáfrica sigue teniendo obligaciones en virtud del Mandato que se le confió el 17 de diciembre de 1920 y que las Naciones Unidas, como sucesoras de la Sociedad de Naciones, tienen poderes de supervisión con respecto al África Sudoccidental,
Gravemente preocupado por la situación en el Territorio bajo Mandato, que se ha deteriorado gravemente tras la sentencia de la Corte Internacional de Justicia de 18 de julio de 1966,
Habiendo estudiado los informes de los diversos comités que se han establecido para ejercer las funciones de supervisión de las Naciones Unidas sobre la administración del Territorio bajo Mandato del África Sudoccidental,
Convencida de que la administración del Territorio bajo Mandato por Sudáfrica se ha llevado a cabo de manera contraria al Mandato, a la Carta de las Naciones Unidas y a la Declaración Universal de Derechos Humanos,
Reafirmando su resolución 2074 (XX) de 17 de diciembre de 1965, en particular su párrafo 4, que condenaba las políticas de apartheid y discriminación racial practicadas por el Gobierno de Sudáfrica en el África Sudoccidental como constitutivas de un crimen contra la humanidad,
Subrayando que el problema del África Sudoccidental es una cuestión que entra dentro de los términos de la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General,
Considerando que todos los esfuerzos de las Naciones Unidas para inducir al Gobierno de Sudáfrica a cumplir sus obligaciones con respecto a la administración del Territorio bajo Mandato y para garantizar el bienestar y la seguridad de los habitantes indígenas han sido en vano,
Consciente de las obligaciones de las Naciones Unidas para con el pueblo de África Sudoccidental,
Observando con profunda preocupación la situación explosiva que existe en la región meridional de África,
306 NAMIBIA (ÁFRICA SUDOCCIDENTAL) (DISS. OP. FITZMAURICE)
294
Afirmando su derecho a tomar las medidas apropiadas en la materia, incluido el derecho a revertir a sí misma la administración del Territorio Mandatado,
1. Reafirma que las disposiciones de la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General son plenamente aplicables al pueblo del Territorio bajo Mandato del África Sudoccidental y que, por consiguiente, el pueblo del África Sudoccidental tiene el derecho inalienable a la libre determinación, a la libertad y a la independencia, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas;
2. Reafirma además que el África Sudoccidental es un territorio que tiene estatuto internacional y que mantendrá este estatuto hasta que logre la independencia;
3. Declara que Sudáfrica ha incumplido sus obligaciones respecto a la administración del Territorio Mandatado y a garantizar el bienestar moral y material y la seguridad de los habitantes indígenas del Sudoeste de África y que, de hecho, ha renegado del Mandato;
4. Decide que el Mandato conferido a Su Majestad Británica para ser ejercido en su nombre por el Gobierno de la Unión Sudafricana queda, por consiguiente, terminado, que Sudáfrica no tiene ningún otro derecho a administrar el Territorio y que, en lo sucesivo, el África Sudoccidental queda bajo la responsabilidad directa de las Naciones Unidas;
5. Resuelve que, en estas circunstancias, las Naciones Unidas deben desempeñar dichas responsabilidades con respecto al África Sudoccidental;
6. Establece un Comité Ad Hoc para el África Sudoccidental -compuesto por catorce Estados Miembros que serán designados por el Presidente de la Asamblea General- para que recomiende los medios prácticos por los cuales debe administrarse el África Sudoccidental, a fin de que el pueblo del Territorio pueda ejercer el derecho de libre determinación y lograr la independencia, y para que informe a la Asamblea General en un período extraordinario de sesiones lo antes posible y, en todo caso, a más tardar en abril de 1967;
7. Exhorta al Gobierno de Sudáfrica a que se abstenga y desista inmediatamente de toda acción, constitucional, administrativa, política o de otra índole, que de alguna manera altere o tienda a alterar el actual estatuto internacional del África Sudoccidental;
8. Llama la atención del Consejo de Seguridad sobre la presente resolución;
9. 9. Pide a todos los Estados que cooperen de todo corazón y presten asistencia en la aplicación de la presente resolución;
10. Pide al Secretario General que preste toda la asistencia [p 307] necesaria para aplicar la presente resolución y para que el Comité Especial para el África Sudoccidental pueda desempeñar sus funciones.
1454a sesión plenaria, 27 de octubre de 1966″.
Si pudiera haber alguna duda, ésta quedaría resuelta por las dos pruebas siguientes, más recientes y concluyentes:
(a) La Resolución 2248 (S-V) de la Asamblea General, de 19 de mayo de 1967, tras reafirmar la Resolución 2145 y nombrar un “Consejo para el África Sudoccidental”, que más tarde pasó a denominarse “Consejo para Namibia”, terminaba como sigue:
“Decide que el África Sudoccidental sea independiente en una fecha que se fijará de acuerdo con los deseos del pueblo y que el Consejo hará todo lo que esté a su alcance para que la independencia pueda alcanzarse en junio de 1968”.
(b) El 29 de enero de 1971, cuando todo el asunto ya estaba sub judice ante el Tribunal y el juicio oral había comenzado FN7, el “Consejo para Namibia” de las Naciones Unidas emitió una declaración comentando la propuesta sudafricana de celebrar un plebiscito en SW. África bajo la supervisión conjunta de la Corte y el Gobierno de la República, y terminando de la siguiente manera:
“Además, lo que está en juego es la independencia de Namibia, y no si el Gobierno de Sudáfrica o las Naciones Unidas deben administrar el Territorio. Las decisiones de las Naciones Unidas en este asunto tienen por objeto lograr la independencia de Namibia, y no su administración por las Naciones Unidas, salvo durante un breve período de transición.”
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FN7 El 27 de enero de 1971 se celebró una sesión a puerta cerrada para escuchar la solicitud sudafricana de nombramiento de un juez ad hoc. Las audiencias públicas comenzaron el 8 de febrero.
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16. A pesar del carácter revelador de estas declaraciones, y a pesar de su evidente trasfondo y motivación políticos, la cuestión planteada al Tribunal es, en sí misma, esencialmente jurídica. Además, de hecho, la mayoría de los procedimientos consultivos tienen un trasfondo político. Difícilmente podría ser de otro modo, como señaló el Tribunal en el asunto Certain Expenses con referencia a las interpretaciones de la Carta (I.C.J. Reports 1962, p. 155, in fine). Pero como el Tribunal de Justicia señaló igualmente en ese asunto (haciéndose eco de una sentencia similar [p. 308] dictada en una ocasión anterior), tales antecedentes no confieren por sí mismos un carácter político a la cuestión que se pide al Tribunal de Justicia que responda, y ésta es la consideración importante. Por lo tanto, parece que el trasfondo político de una pregunta sólo justificaría una negativa a responder cuando este trasfondo fuera tan grande que confiriera un carácter político a la pregunta. A pesar de las dudas sobre si algo de este tipo no ha ocurrido en el presente caso FN9, el carácter jurídico de las propias preguntas se mantiene.
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FN8 Véase, por ejemplo, el primer asunto Admisiones de nuevos miembros (I.C.J. Reports 1947/1948, p. 61).
FN9 El presente asunto bien podría considerarse, como mínimo, limítrofe, ya que el carácter político del trasfondo es inusualmente destacado. Sin embargo, las dos cuestiones principales que se plantean, a saber, si el Mandato ha concluido válidamente o no y, en caso afirmativo, cuáles son las consecuencias jurídicas para los Estados, son en sí mismas cuestiones de Derecho. La duda surge de la forma en que se formula la petición, que sugiere que el Tribunal sólo debe responder a la segunda cuestión y postula que la primera ya está resuelta. Es sobre todo esto lo que da un toque político a toda la petición.
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4. La cuestión del nombramiento de un juez sudafricano ad hoc
(A) Las disposiciones pertinentes del Estatuto y del Reglamento de la Corte
17. El rechazo por parte de la Corte de la solicitud sudafricana de que se le permitiera nombrar un juez ad hoc en el presente caso se plasmó en la Providencia de la Corte de 29 de enero de 1971, a la que mis colegas los Jueces Gros, Petrén y yo adjuntamos una declaración disidente conjunta reservándonos el derecho de dar razones al respecto en una fase posterior. En mi opinión, este rechazo fue erróneo desde el punto de vista jurídico, y también injustificado como cuestión de equidad y trato justo, ya que era obvio, y de hecho no podía ser negado por el Tribunal, que Sudáfrica tenía un interés especial directo, distintivo y concreto que proteger en este caso, muy diferente del interés general y común que tenían otros Estados como Miembros de las Naciones Unidas. En resumen, Sudáfrica tenía, y era el único que tenía, precisamente el mismo tipo de interés en todo el asunto que tiene un demandado litigante, y por lo tanto se le debería haber concedido el mismo derecho que posee cualquier litigante ante el Tribunal, a saber, que, si no hay ya un juez de su propia nacionalidad entre los jueces ordinarios del Tribunal, puede, en virtud del artículo 31 del Estatuto del Tribunal, nombrar a un juez ad hoc para que actúe a los efectos del caso FN10.
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FN10 Naturalmente, no habría habido objeción al nombramiento también de un juez ad hoc para representar el interés común de lo que era en efecto “la otra parte”, -y véanse además las notas 14 y 15 infra.
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18. 18. La negativa del Tribunal a permitir esto se vio especialmente agravada [p 309] por el rechazo casi simultáneo, en las tres Providencias del Tribunal de fecha 26 de enero de 1971, de la impugnación sudafricana relativa a la conveniencia de que tres jueces ordinarios del Tribunal conocieran del caso, cuestión sobre la cual, en cuanto a la tercera de estas Providencias, deseo asociarme a las opiniones expresadas en la primera parte de su opinión disidente en el presente caso por mi colega el Juez Gros. A la luz de las explicaciones dadas al respecto en las conclusiones del Tribunal de Justicia, debe concluirse que, fuera de los términos literales del artículo 17, apartado 2, del Estatuto, ninguna relación previa con el objeto de un asunto, por estrecha que sea, puede impedir a un juez actuar, a menos que él mismo decida no hacerlo por una cuestión de conciencia.
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19. Sobre la cuestión del juez ad hoc, la disposición inmediatamente pertinente es el artículo 83 del Reglamento del Tribunal de Justicia, que dice lo siguiente
“Si la Opinión Consultiva se solicita sobre una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados, se aplicará el artículo 31 del Estatuto, así como las disposiciones del presente Reglamento relativas a la aplicación de dicho artículo.”
Si esta disposición fuera la única pertinente, de ella se deduciría razonablemente que no podría admitirse un juez ad hoc a menos que el asunto tuviera el carácter especificado. En el presente caso era obvio que se trataba de una cuestión jurídica, pues de lo contrario el Tribunal habría carecido de toda competencia para atender la solicitud de opinión consultiva (véanse el párrafo 1 del Artículo 96 de la Carta de las Naciones Unidas y el párrafo 1 del Artículo 65 del Estatuto del Tribunal). Pero, ¿podría decirse que se trata de una cuestión “realmente pendiente entre dos o más Estados”? Más adelante expondré mis razones para pensar que se trataba de este tipo. Pero a los efectos de mi motivo principal para sostener que la petición sudafricana debería haber sido admitida, no me resulta estrictamente necesario determinar si las cuestiones jurídicas en cuestión estaban “pendientes”; y si estaban pendientes, “realmente pendientes”; y si estaban realmente pendientes, entonces realmente pendientes “entre dos o más Estados”, y en tal caso cuáles, etc., etc.; pues en mi opinión la cuestión no se rige exclusivamente por las disposiciones del artículo 83 del Reglamento, que considero que no agotan la facultad de la Corte para permitir el nombramiento de un juez ad hoc.
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20. La opinión contraria se basa en una interpretación errónea de la verdadera intención y efecto del artículo 83 cuando se considera en relación con el artículo 68 del Estatuto, que dice así : [p 310]
“En el ejercicio de sus funciones consultivas, la Corte… FN11 se guiará por las disposiciones del presente Estatuto que se aplican en los casos contenciosos en la medida en que las reconozca aplicables.”
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FN11 La palabra omitida es “además”, que es bastante ociosa en el contexto ya que no hay ningún otro párrafo, o artículo del Estatuto que trate de la materia a la que éste podría ser “además”.
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Por supuesto, esta disposición cubre el artículo 31 del Estatuto y, por lo tanto, confiere al Tribunal un poder general para aplicar dicho artículo permitiendo el nombramiento de un juez ad hoc si así se solicita. Además, las disposiciones del Reglamento están subordinadas a las del Estatuto. La Corte no está facultada para dictar Reglamentos que entren en conflicto con su Estatuto: por lo tanto, cualquier norma que entrara en conflicto sería pro tanto inválida, y prevalecería el Estatuto.
21. Sin embargo, no veo ningún conflicto entre el artículo 83 y el artículo 68 del Estatuto. Tratan aspectos diferentes de la cuestión. Este último (artículo 68), a pesar de su forma cuasiobligatoria, confiere lo que en realidad es una facultad o discrecionalidad a la Corte para asimilar las solicitudes de opiniones consultivas a casos contenciosos, ya sea en su totalidad o en parte. Por otra parte, el artículo 83 contiene lo que equivale a una instrucción del Tribunal de Justicia a sí mismo sobre la forma en que debe ejercer esta facultad discrecional en determinadas circunstancias específicas. Si se dan esas circunstancias, la Regla obliga al Tribunal a permitir el nombramiento de un juez ad hoc. Pero esto no significa en modo alguno, ni nunca se pretendió que significara, que al establecer la Regla 83 la Corte se desprendiera de la discreción residual que tiene en virtud del artículo 68 del Estatuto, y que en ninguna otra circunstancia que las especificadas en la Regla 83 la Corte pudiera permitir tal nombramiento. El objeto de la Regla no era especificar la única clase de casos en los que la Corte podía actuar así, sino indicar la única clase en la que debía hacerlo, y garantizar que, al menos en el tipo de casos contemplados en la Regla, la discreción de la Corte se ejerciera de forma positiva, en el sentido de aplicar el artículo 31 del Estatuto. Todo ello sin perjuicio de que pudieran existir otros casos distintos de los indicados en la Regla, en los que la Corte pudiera considerar que, aunque no estuviera obligada a aplicar el artículo 31, debía hacerlo por una u otra razón. Esta opinión se ve confirmada por la redacción del artículo 82, apartado 1, del Reglamento, que se refiere a la aplicación en los procedimientos consultivos de cualquiera de las disposiciones del procedimiento contencioso, no sólo las del artículo 31. Tras recapitular el lenguaje general del artículo 68, continúa diciendo que “a tal efecto” (es decir, para determinar el ámbito de aplicación -en su caso- del procedimiento contencioso), el Tribunal debe considerar “ante todo” “si la solicitud. . se refiere a una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o
[p 311] más Estados”. Esta redacción convierte claramente el criterio de la pendencia jurídica en un factor primordial, pero igualmente claro que no concluyente.
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22. 22. Se ha alegado que, aunque la anterior descripción de la relación entre las diversas disposiciones en cuestión podría ser correcta, debe sin embargo derrumbarse por la propia redacción del artículo 31, en particular sus párrafos segundo y tercero, que, según se ha afirmado, no sólo contemplan claramente el caso de “partes” en un litigio real, sino que son prácticamente incapaces de funcionar en cualquier otra circunstancia, de modo que, como mínimo, los requisitos de la regla 83 constituyen una condición mínima y sine qua non, en ausencia de la cual no es posible ninguna aplicación del artículo 31. Me resulta difícil seguir la lógica de este punto de vista que, si fuera correcto, en la práctica llegaría a anular casi todo lo que se supone que ha sido conferido por la Regla 83, y convertiría esa disposición en un trozo de palabrería inútil, ya que incluso cuando el caso es indudablemente el de una cuestión jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados, sería raro en los procedimientos consultivos encontrar una situación tal que el artículo 31 pudiera aplicarse a ella integralmente tal como está esa disposición, y sin glosa o adaptación. De hecho, es evidente que las disposiciones del Estatuto y del Reglamento relativas a los asuntos contenciosos se redactaron de forma natural e inevitable teniendo en cuenta los litigios y las partes en los litigios. Por lo tanto, estas disposiciones tienen que estar -como lo están- llenas de pasajes y expresiones que no son literalmente aplicables a los casos en los que no hay litigio real y no hay partes técnicamente en la posición de litigantes, en resumen, a la gran mayoría de los casos en los que hay procedimientos consultivos. En consecuencia, la facultad otorgada al Tribunal por el artículo 68 del Estatuto de guiarse por el procedimiento contencioso quedaría en gran medida anulada en la práctica, a menos que se considerase que incluye la facultad de adaptar y ajustar este procedimiento a la situación consultiva. Las propias palabras “se guiará por” indican que se contempla tal procedimiento.
23. 23. En el presente caso en particular, no podría haber surgido ninguna dificultad, por la razón suficiente de que, aparte de Sudáfrica, ningún otro Estado que presentara declaraciones escritas u orales solicitó que se le permitiera designar a un Juez ad hoc, aunque de hecho tuvieron la oportunidad de hacerlo [FN12], -y además los representantes de cuatro de dichos Estados asistieron de hecho [p 312] a la vista oral separada y preliminar celebrada (a puerta cerrada FN13) sobre este asunto, pero ninguno de ellos intervino ni para oponerse a la solicitud ni para presentar una similar. Si se hubieran recibido dos o más solicitudes de este tipo, además de la de Sudáfrica, el Tribunal habría tenido que considerar, en virtud del artículo 3, párrafo 2, de su Reglamento, si los Estados en cuestión, o cualquier grupo de ellos, que no incluyeran ya entre ellos un juez de la nacionalidad de uno de ellos entre los jueces ordinarios del Tribunal, tenían “el mismo interés” FN14, en cuyo caso sólo se habría permitido un juez ad hoc por cada grupo FN15.
——————————————————————————————————————— [FN12] El Tribunal no invita normalmente al nombramiento de un juez ad hoc. La cuestión es totalmente potestativa, y se han dado casos en los que, incluso en un litigio, y a pesar de que ninguna o ninguna de las partes contaba con un juez de su nacionalidad en el Tribunal, no se ha procedido a la designación de un juez ad hoc.
FN13 Véase el artículo 46 del Estatuto. La vista se celebra ante el pleno del Tribunal y en la sala principal como si se tratara de una sesión pública, pero la prensa y el público están excluidos. La decisión de celebrar la vista en privado, a pesar de las firmes declaraciones de Sudáfrica en sentido contrario, fue, en mi opinión, errónea e imprudente (como se admitió implícitamente posteriormente en la decisión de publicar el acta literal de la vista).
FN14 Lo cual, en los procedimientos consultivos, podría interpretarse como la adopción de un punto de vista prácticamente idéntico sobre las principales cuestiones jurídicas implicadas. Cualquier Estado que solicite la designación de un juez ad hoc y que haya manifestado su intención de participar en el procedimiento oral, pero que no haya presentado previamente ninguna declaración por escrito, podría haber sido invitado a proporcionar una breve indicación de sus principales puntos de vista o alegaciones.
FN15 En el presente procedimiento, todos los Estados que intervinieron, ya sea en la fase escrita u oral del procedimiento (salvo Sudáfrica), podían considerarse con el mismo interés (jurídico), excepto Francia, pero ya había un juez francés entre los jueces ordinarios del Tribunal.
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24. 24. En la Opinión del Tribunal se hace referencia a la Providencia del Tribunal Permanente de 31 de octubre de 1935 en el asunto de los Decretos Legislativos de Danzig (Anexo 1 a la Serie A\B, Nº 65, en las págs. 69-71). Sin embargo, ese caso no tiene relevancia para el presente, ya que en 1935 ninguna disposición correspondiente a lo que es ahora el artículo 68 del Estatuto figuraba en el Estatuto tal como estaba entonces. Este último, de hecho, no contenía disposición alguna sobre la competencia consultiva, que descansaba enteramente en el artículo 14 del Pacto de la Liga y en el propio Reglamento del Tribunal. Por lo tanto, era inevitable que el Tribunal considerara que no tenía ningún poder discrecional en cuanto al nombramiento de un juez ad hoc a menos que el asunto estuviera estrictamente dentro de los términos de dicho Reglamento. De ahí que el asunto de los Decretos Legislativos no constituya un precedente, ni para considerar que el Tribunal carece ahora de discrecionalidad, ni para negarse a ejercer esa discrecionalidad (que el Tribunal Permanente, al no disponer entonces de ella, no podría haber ejercido en ningún caso). Siendo la situación, en consecuencia, muy diferente, resulta evidente que si, en virtud del artículo 68 del Estatuto, que tiene precedencia sobre el Reglamento, existe (como es incuestionablemente el caso) la facultad discrecional de “guiarse por las disposiciones del . . . Estatuto que se aplican en los casos contenciosos” (incluido, por tanto, el artículo 31) debe existir la facultad discrecional de permitir el nombramiento de un juez ad hoc, una de las partes más importantes del proceso contencioso. Ninguna doctrina (manifiestamente inexistente) sobre la incapacidad del Tribunal para regular su propia composición podría operar para impedirlo. [p 313]
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25. A la luz de estas diversas consideraciones, es evidente que el Tribunal no carecía en modo alguno de facultades para acceder a la petición sudafricana, sino que simplemente no estaba dispuesto a hacerlo. En mi opinión, esto no estaba justificado, especialmente teniendo en cuenta que no hubo oposición a la solicitud, lo que, en mi opinión, indicaba un reconocimiento tácito por parte de los otros Estados intervinientes de las características contenciosas del caso. El presente procedimiento, aunque consultivo en su forma, tenía todas las características de un caso contencioso en cuanto al fondo de las cuestiones implicadas FN16, no menos que el litigio real entre Sudáfrica y algunos otros Estados que terminó hace cinco años, y del que este procedimiento consultivo no ha sido más que una continuación en una forma diferente. Por consiguiente, aunque el Tribunal no considerase que el asunto entraba en el ámbito de aplicación del artículo 83 de su Reglamento, de forma que le obligase a permitir el nombramiento de un juez ad hoc, debería haber ejercido sus facultades discrecionales residuales a los mismos efectos.
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FN16 Como consecuencia de ello, el Tribunal de Justicia se vio obligado en la práctica, y de un modo prácticamente sin precedentes en anteriores procedimientos consultivos, a celebrar la vista oral como si se tratara de un litigio en curso.
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(b) La existencia de un litigio o de una cuestión jurídica pendiente entre Estados.
26. La anterior expresión de opinión ha partido del supuesto de que, para determinar si el Tribunal podía acceder a la solicitud sudafricana, y debía hacerlo, era innecesario decidir si el caso entraba dentro de los estrictos términos de la Regla 83. Sin embargo, en realidad considero que el Tribunal no estaba en condiciones de responder a la solicitud sudafricana. De hecho, sin embargo, considero que sí, y que cualquier otra conclusión es poco realista y sólo puede alcanzarse cerrando los ojos a la verdadera posición. En realidad, se trata de algo que se acerca mucho a equiparar las palabras “una cuestión jurídica realmente pendiente entre dos o más Estados” de la Regla 83, con circunstancias en las que dos o más Estados se encuentran en una situación de litigio real o inmediatamente inminente. Pero, como ya he señalado, tal interpretación prácticamente anularía el efecto pretendido de la Regla 83 al restringir su ámbito de aplicación a situaciones que rara vez adoptan esa forma precisa en los procedimientos consultivos.
27. El quid de toda la dificultad reside en la palabra “pendiente”; pero si se toma en su acepción normal del diccionario FN17 de “que queda por decidir” o “que aún no se ha decidido”, y “que no ha terminado” o “que queda por resolver”, -o en pocas palabras “todavía pendiente”, – entonces es evidente que hay toda una serie de cuestiones jurídicas en cuestión (o en disputa) entre Sudáfrica, por un lado, y varios otros Estados, y que estas cuestiones son, en este sentido, pendientes y sin resolver, en la medida en que la opinión mantenida por un lado en cuanto a su solución correcta difiere in toto
[p 314] de la adoptada por la otra. ¿Sería posible, por ejemplo, encontrar una cuestión más concreta y fundamental de este tipo que la que gira en torno a si el Mandato para SW. África ha terminado legalmente o sigue existiendo; si Sudáfrica es functus officio en SW. Si Sudáfrica es functus officio en el Suroeste de África o todavía tiene derecho a administrar ese territorio, y si la presencia continuada de Sudáfrica allí es una usurpación ilegal o es el ejercicio legítimo de una autoridad constitucional. Seguramente sería difícil pensar en una situación más controvertida que aquella en la que, dependiendo de las respuestas que se den a estas preguntas, por un lado se pide a Sudáfrica que abandone el territorio, mientras que ella misma afirma su derecho a permanecer allí, en la que por un lado se mantiene que todo el asunto ha sido resuelto por la resolución 2145 de 1966 de la Asamblea General, y por otro que esta resolución era ultra vires y carecía de efecto legal, y por lo tanto no resolvía nada. De hecho, el caso se ajusta exactamente a la definición de controversia que, siguiendo a mi antiguo colega el Juez Morelli, di en mi voto particular en el asunto de los Cameruneses del Norte (I.C.J. Reports 1963, p. 109), cuando dije que el requisito esencial era que:
“. . . la parte [o las partes] formulen o hayan formulado una queja, reclamación o protesta sobre un acto, omisión o conducta, presente o pasada, de la otra parte, que ésta refuta, rechaza o niega, ya sea expresamente o implícitamente, al persistir en los actos, omisiones o conducta objeto de la queja, o al no tomar las medidas o no efectuar la reparación exigida”.
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FN17 Según se recoge en publicaciones actualizadas como el Chambers Twentieth Century Dictionary y el New Penguin English Dictionary.
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Si esto no describe la situación que ha existido durante mucho tiempo, y que existe ahora, entre las Naciones Unidas o muchos de sus Estados miembros, y Sudáfrica, no sé qué lo hará.
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28. No obstante, se puede sugerir que estas cuestiones, concretas y sin resolver como son, y por lo tanto, en el sentido natural y ordinario, “pendientes” y “realmente pendientes”, no están, en el sentido primordial de las palabras, pendientes “entre dos o más Estados”, porque se encuentran demasiado entre Sudáfrica y las Naciones Unidas como entidad, o un grupo de sus Miembros, más que como Estados individuales. En otras circunstancias podría haber mucho que decir a favor de este punto de vista. Pero la resolución de la Asamblea que pretendía poner fin al Mandato ha conducido a una situación en la que, como era uno de sus objetivos, esta resolución se está convirtiendo en la base de las acciones individuales emprendidas fuera de las Naciones Unidas por una serie de Estados en sus relaciones con Sudáfrica [p 315] respecto a SW. África, como describió con cierto detalle el abogado de Sudáfrica en la vista oral preliminar celebrada el 27 de enero de 1971 FN18.
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FN18 Transcripción del acta literal, C.R. (H.C.) 71/1 (Rev.), pp. 19-28.
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29. Un ejemplo debe ser (pero será) suficiente, a saber, la situación que ha surgido en torno a la aplicación a Sudáfrica del Convenio Internacional de Telecomunicaciones de Montreux de 1965. Al convertirse en parte de este Convenio, Sudáfrica notificó en debida forma su aplicación a SW. África. A continuación, varios Estados FN19 dirigieron comunicaciones oficiales a la Secretaría de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, todas ellas en el mismo sentido, a saber, que precisamente en virtud de la resolución 2145 de la Asamblea que pretendía poner fin al Mandato, Sudáfrica ya no tenía derecho a administrar o hablar en nombre de SW. África y que, en consecuencia, la aplicación del Convenio a dicho territorio era inválida y carecía de efecto. Entonces, en mayo de 1967, el Consejo de Administración de la Unión envió una circular a los Estados miembros solicitando su opinión sobre el asunto, que se les planteó en forma de si el derecho de Sudáfrica a representar a SW. África “debería retirarse”. El 23 de mayo de 1967, Sudáfrica envió una respuesta completa y razonada en la que afirmaba que seguía teniendo derecho a representar a SW. Africa. Sin embargo, en la siguiente sesión de la Unión, la mayoría votó a favor de la “retirada”. En consecuencia, ahora existe una disputa clara y concreta, no sólo entre Sudáfrica y la mayoría de los miembros de la Unión como tal, sino también individualmente entre Sudáfrica y aquellos miembros específicos que iniciaron y plantearon la cuestión en primer lugar. El objeto de esta disputa es si el Convenio de 1965 es o no aplicable a SW. África; y esta disputa, o cuestión jurídica (para utilizar el lenguaje de la Regla 83), no sólo está realmente pendiente entre Sudáfrica y esos Estados, y continúa estándolo, sino que también constituyó una de las posibles “consecuencias jurídicas” de la supuesta terminación del Mandato que el Tribunal podría tener que considerar en el presente procedimiento.
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FN19 Estos fueron, en el orden nombrado en el expediente (ver nota precedente), la República Federal de Camerún, Yugoslavia, Tanzania, República Árabe Unida, Unión Soviética, R.S.S. de Ucrania, R.S.S. de Bielorrusia y Polonia.
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30. Por estas razones, si fuera necesario sostener (como en mi opinión no lo es) que la Corte no tenía ningún poder residual fuera de la Regla 83 para permitir el nombramiento de un juez sudafricano ad hoc, yo debería adoptar la opinión [p 316] de que las condiciones especificadas en la Regla se cumplían plenamente y que era aplicable para obligar a la Corte a conceder la solicitud, como la justicia y la equidad en cualquier caso lo exigían, en el ejercicio de su indudable poder discrecional. De hecho, si alguna vez hubo un caso para permitir el nombramiento de un juez ad hoc en procedimientos consultivos, ese caso era éste.
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31. Sobre la base de las opiniones precedentes se derivarían dos consecuencias un tanto graves. La primera es que, al negarse a permitir el nombramiento de un juez ad hoc, el Tribunal decidió de hecho que el procedimiento no entrañaba controversia alguna, prejuzgando así el fondo de una serie de cuestiones planteadas por Sudáfrica que dependían de la existencia o no de una controversia, a pesar de que todavía no se había oído ningún alegato sobre estas cuestiones, ni se oyó hasta después de que se hubiera dictado la Providencia que incorporaba la decisión del Tribunal sobre la cuestión. Esto creó una situación en la que, en la mayoría de los sistemas jurídicos nacionales, el caso habría sido devuelto para un nuevo juicio. Del mismo modo, el Tribunal prácticamente se excluyó a sí mismo de entrar en cualquier cuestión de hecho; ya que las cuestiones de hecho controvertidas son difíciles de tratar salvo sobre la base de un procedimiento contencioso que implique el reconocimiento de la existencia de un litigio. De nuevo, esto se hizo antes de escuchar los argumentos sudafricanos sobre la cuestión de la admisión de más pruebas de hecho, aunque el Tribunal fue, desde el principio, informado por escrito de la opinión sudafricana de que dichas pruebas eran pertinentes e importantes. Estas opiniones no se ven afectadas por el hecho de que, como señala correctamente la Opinión del Tribunal, la decisión sobre la cuestión de un juez ad hoc, al tratarse de una cuestión relativa a la composición del Tribunal, tuviera que tomarse antes de todo lo demás, aunque esta situación bien puede señalar un defecto algo grave en el Reglamento actual. Sin embargo, no puede afectar al hecho de que, al haber rechazado la solicitud de nombramiento de un Juez ad hoc -y por el mero hecho de que no había ningún litigio o cuestión jurídica pendiente (ya que si el Tribunal hubiera considerado que sí los había, la Regla 83 le habría obligado a acceder a la solicitud)- el Tribunal se vio impedido en la práctica, en relación con cualquier cuestión que surgiera posteriormente en el asunto, a llegar a una conclusión diferente sobre la existencia de un litigio o cuestión jurídica pendiente. Si el Tribunal, sin prejuzgar estas cuestiones, se hubiera limitado a ejercer su facultad discrecional en el sentido de permitir el nombramiento (como, en mi opinión, debería haber hecho en cualquier caso), no habría surgido ninguna dificultad. Pero al menos, y en esa fase, debería haber oído una argumentación completa sobre la cuestión, en el curso de las audiencias públicas ordinarias.
32. 32. En segundo lugar, el hecho de no haber permitido la designación de un juez ad hoc, unido a las opiniones expresadas por mi colega el Juez Gros, que comparto, en relación con la tercera de las tres Providencias del Tribunal de Justicia mencionadas [p 317] en el apartado 18 del presente anexo, suscita en mí una serie de recelos, respecto de los cuales bastará decir aquí que me adhiero plenamente a lo expuesto al final del apartado 17 de las conclusiones del Juez Gros.
(Rubricado) G.F.
[p318] Cuadro sinóptico
Párrafos
Parte I: Consideraciones introductorias
1-10
Parte II: Sustancia.
11-123
Sección A:
No subrogación de las Naciones Unidas en los poderes de la Sociedad de Naciones en materia de Mandatos
11-64
Sección B:
En ningún caso los poderes de la Sociedad incluían un poder de revocación unilateral
65-89
Sección C:
Limitaciones de la Carta a la competencia y poderes de los Principales
de las Naciones Unidas.
90-116
Sección D:
“Las consecuencias jurídicas para los Estados”
117-124
Postscriptum :
Otras consecuencias
125
Anexo :
Cuestiones preliminares e incidentales
1-32
Detalles
Parte I: Consideraciones introductorias
1-10
1. Las verdaderas cuestiones del caso
1-9
2. Ordenación y exposición de las principales conclusiones
10
Parte II: El fondo
11-125
Sección A:
No subrogación de las Naciones Unidas en los poderes de la Sociedad de Naciones en materia de Mandatos
11-64
1. 11-64 1. Las Naciones Unidas no son sucesoras de la Sociedad de Naciones.
Posibles métodos de sucesión: por acuerdo, por implicación, por consentimiento (novación)
11-13
2. Ausencia de sucesión automática por implicación
14-19
(i) La función de supervisión como corolario de la
obligación de informar.
14
[p 319]
(ii) Distinción entre la obligación de informar in se
y el derecho a reclamar su cumplimiento
15
(iii) Obligación de informar que puede cumplirse de otra manera que no sea informando a un órgano de las Naciones Unidas
16
(iv) No hay conversión automática de la obligación de presentar informes en un deber para con la Asamblea de las Naciones Unidas, entidad nueva y diferente-Declaración de diferencias
17-18
(v) Conclusión sobre la sucesión implícita
19
3. 20 3. Argumentos en contra de esta conclusión
20-34
(a) Opinión del Tribunal de Justicia de 11 de julio de 1950
21-22
(b) Cuestión de las implicaciones que se derivan de la
la Carta
23-32
(i) En general
23
(ii) Artículo 10
24-25
(iii) Artículo 80
26-32
(c) El argumento de la “comunidad mundial organizada
33-34
4. Rechazo político en las Naciones Unidas (1945-1946) de
cualquier continuidad con la Sociedad de Naciones
35-50
(a) En general y en principio
35-38
(i) Actitud hacia la Sociedad
35-36
(ii) Resolución XIV de la Asamblea del 12 de febrero de 1946
37-38
(b) En particular en lo que respecta a los mandatos
39-44
(i) Política establecida de preferencia y confianza en,
el sistema de administración fiduciaria
39-40
(ii) La resolución final de la Liga sobre los mandatos
(18 de abril de 1946)
41-44
El proyecto “chino
43(a)
La referencia al Capítulo XI de la Carta
43 (b)
(c) Razones de la actitud de las Naciones Unidas sobre los mandatos: su importancia
45-46
(d) Conclusión sobre los efectos jurídicos de esta actitud
47-50
5. La cuestión del consentimiento-ningún reconocimiento por parte del Mandatario
de ninguna responsabilidad ante las Naciones Unidas
51-64
[p 320]
(a) Principios generales
51-53
(i) Ausencia de cualquier base de consenso
51
(ii) Hubo novación
52
(iii) Efectos jurídicos de las “declaraciones de intenciones
53
(b) Episodios particulares
54-62
(i) La resolución final de la Sociedad de Naciones de 11 de abril de 1946
54-55
(ii) La cuestión de la incorporación de SW. África
como parte de la propia Sudáfrica
56-58
(iii) La oferta del Mandatario de presentar informes en virtud del Artículo 73 (e) de la Carta.
59-60
(c) Conclusiones sobre el consentimiento
61-63
6. 61-63 6. Conclusión general sobre la Sección A.
de supervisión a las Naciones Unidas
64
Sección B: En cualquier caso, los poderes de la Liga no incluían
incluían ningún poder de revocación unilateral
65-89
1. Las Naciones Unidas no podían ejercer poderes distintos o superiores a los que poseía la Sociedad
65-66
2. La Liga no tenía ningún poder de revocación unilateral de un mandato, ni expreso ni tácito.
67-85
(a) Presunción contra la existencia de tal poder
67-72
(b) Contraindicaciones positivas:-(1) basadas en los términos de los instrumentos pertinentes y los principios de interpretación recibidos
73-84
(i) Carácter esencialmente no imperativo del sistema de mandatos
73
(ii) Alcance limitado de la función de supervisión ejercida por el Consejo de la Liga
74-78
(iii) La regla de votación por unanimidad de la Liga, que incluye
el voto de los mandatarios
79-80
(iv) Consideración contemporánea y rechazo
de la noción de revocabilidad
81-82
(v) La administración como cláusula “parte integrante” del mandato
83-84
(c) Contraindicaciones positivas:-(2) basadas en las circunstancias que prevalecían cuando el sistema de mandatos
fue establecido
85
3. Conclusión general sobre la sección B. Los mandatos no estaban
no pretendían ser revocables unilateralmente
86-89
Prueba de esta conclusión
86-89
[p 321]
Sección C: Limitaciones de la Carta a la competencia y
poderes de los Órganos Principales de las Naciones Unidas
90-116
1. En el caso de la Asamblea
91-107
(i) Ausencia, en principio, de poderes ejecutivos-Carácter no vinculante y puramente recomendatorio de sus resoluciones
92-96
(ii) Poderes adquiridos ab extra o aliunde sólo ejercitables dentro de los límites de la competencia de la Carta de la Asamblea
97-103
(iii) Factores que confirman estas conclusiones
104-106
Las opiniones Klaestad-Lauterpacht en el asunto Procedimiento de votación
104-105
La respuesta del Tribunal a la cuestión c) en el procedimiento consultivo de 1950
106
(iv) Conclusión sobre las competencias de la Asamblea – En el ámbito de los mandatos no puede hacer más que recomendaciones – No tiene competencia para revocar
107
2. En el caso del Consejo de Seguridad
108-116
(i) Carácter consecuencial de las resoluciones del Consejo de Seguridad en el presente caso
108
(ii) El Consejo de Seguridad no posee competencias distintas o superiores a las de la Asamblea en materia de mandatos propiamente dichos
109
(iii) No tiene competencia para ejercer mayores poderes bajo la apariencia de mantenimiento de la paz, a menos que exista una amenaza real para la paz y la seguridad
110-111
(iv) Alcance adecuado de las funciones de mantenimiento de la paz del Consejo de Seguridad en virtud de la Carta – Efecto de los Artículos 24 y 25
112-114
(v) El Consejo de Seguridad no puede, ni siquiera con fines de mantenimiento de la paz, efectuar cambios en la soberanía territorial o en los derechos de administración territorial
115-116
Sección D: “Las consecuencias jurídicas para los Estados”.
….
117-124
1. En general
117
2. Para Sudáfrica
118-121
3. Para otros Estados
122-124
Postscriptum: Otras consecuencias
125
[p 322]
Apartados
Anexo: Cuestiones preliminares e incidentales
1-32
1. 1. Incompetencia de la Asamblea de las Naciones Unidas para actuar como tribunal de justicia
1-8
2. El derecho del Tribunal a examinar los supuestos en que se basa
cualquier Solicitud de Opinión Consultiva
9-12
3. ¿Debería el Tribunal haberse negado a acceder a la solicitud
en el presente caso?
13-16
4. La cuestión del nombramiento de un juez sudafricano
ad hoc
17-32
(a) Las disposiciones pertinentes del Estatuto y del Reglamento de la Corte
77-25
(b) La cuestión de la existencia de una controversia
26-32
[p323]
Opinión disidente del Juez Gros
[Traducción]
Lamentándolo mucho, no puedo estar de acuerdo con la Opinión Consultiva, ni en cuanto al fondo ni en cuanto a ciertos problemas de carácter preliminar, y me propongo explicar mi desacuerdo a continuación.
1. Con carácter preliminar, el Tribunal dictó cuatro Providencias sobre cuestiones relativas a su composición, y como voté en contra de dos de ellas debo exponer mis razones para hacerlo. La primera de ellas es la Providencia nº 3, de 26 de enero de 1971, en la que, teniendo en cuenta el artículo 48 del Estatuto, se rechazó por 10 votos contra 4 una recusación formulada contra un miembro del Tribunal, pero no se expusieron los motivos. La segunda Providencia sobre la que debo pronunciarme es la de 29 de enero de 1971, que, a la luz de los artículos 31 y 68 del Estatuto y del artículo 83 del Reglamento del Tribunal, rechazó por 10 votos contra 5 una solicitud del Gobierno de Sudáfrica para el nombramiento de un Juez ad hoc; tampoco motivó su decisión, e iba acompañada de dos declaraciones conjuntas, una de tres y otra de dos Miembros del Tribunal.
2. El Tribunal ha dicho: “El propio Tribunal, y no las partes, debe ser el guardián de la integridad judicial del Tribunal” (Recueil 1963, p. 29). Aunque uno de los Gobiernos representados en el procedimiento no hubiera planteado el problema decidido por la Providencia nº 3 de 26 de enero de 1971, el Tribunal se habría visto obligado a examinarlo en aplicación de su Estatuto. La observancia de las disposiciones de su propio Estatuto es una obligación estricta, como subraya la decisión del Tribunal de 1963.
3. En la sesión del Consejo de Seguridad del 4 de marzo de 1968, el representante de Pakistán, hablando en nombre de los copatrocinadores del proyecto de resolución S/8429 sobre Namibia, que se convertiría en la resolución 246 (1968) del Consejo de Seguridad, declaró:
“Los siete copatrocinadores reconocen con gratitud la constructiva cooperación que les han brindado el Sr. . . y el Sr. . . . y la gran contribución que hicieron a la formulación del proyecto de resolución” (S/PV. 1395, p. 32).
La primera persona mencionada se ha convertido desde entonces en miembro del Tribunal; ahora, la resolución 246 (1968) de 14 de marzo de 1968, en su preámbulo, tiene en cuenta la resolución de la Asamblea General, 2145 (XXI), “por la que la Asamblea General de las Naciones Unidas puso fin al Mandato de Sudáfrica sobre el África Sudoccidental y asumió la responsabilidad directa del territorio hasta su independencia” (14 de marzo de 1968, S/PV. 1397, págs. 6-10). Las actas contienen asimismo resúmenes de varios discursos, [p 324] algunos de ellos extensos, que esa misma persona pronunció sobre el problema de fondo que ahora decide el Tribunal (véase S/PV. 1387, pp. 61-66; S/PV. 1395, pp. 41 y 43-45; S/PV. 1397, pp. 16-20).
4. Tales son los hechos. Hasta ahora, la práctica del Tribunal de Justicia ha consistido en determinar en cada caso de este tipo si era aplicable el artículo 17 del Estatuto y en comprobar si había existido una participación activa de un diputado, antes de su elección, en una cuestión sometida al Tribunal (cfr. Stauffenberg, Statut et Réglement de la Cour permanente de Justice internationale, 1934, p. 76, que cita una decisión de la Corte Permanente, adoptada en su vigésima sesión, en la que el punto material era que un Miembro no había desempeñado una “parte activa” en el tratamiento de la cuestión por el Consejo de la Liga). Fue en aplicación de ese principio que un miembro del Tribunal decidió no intervenir en el asunto relativo a la Anglo-Iranian Oil Company porque había representado a su país en el Consejo de Seguridad cuando éste había estado examinando un asunto derivado de la reclamación del Reino Unido contra Irán, y que el Tribunal expresó su acuerdo con esa decisión (I.C.J. Yearbook 1963-1964, p. 100).
Ningún lector de las actas que he citado en el párrafo 3 puede albergar duda alguna sobre el carácter y la sustancia de las posiciones adoptadas por el entonces representante, ahora juez, sobre la cuestión de la revocación del Mandato por efecto de la resolución 2145 (XXI). Sin embargo, dicha resolución constituye el problema fundamental del presente procedimiento, en la medida en que se refiere a la determinación de sus consecuencias jurídicas. Por consiguiente, debe señalarse que la Providencia Nº 3, de 26 de enero de 1971, marcó un cambio en la práctica, y que el Tribunal ha descartado el criterio de la participación activa.
En efecto, en el presente caso, no era la participación en la elaboración de una convención general lo que había que considerar, sino la expresión de una opinión sobre el estatuto internacional del Mandato después y en función de la declaración de revocación por la resolución 2145 (XXI), que es el punto jurídico subyacente del procedimiento. Así, vemos que el representante en el Consejo de Seguridad se pronunció sobre el fondo del asunto después de la fecha crítica de octubre de 1966. Por lo tanto, no hay comparación con ciertos precedentes citados en la Opinión Consultiva (párrafo 9), que son casos de jueces que han contribuido a la redacción de tratados internacionales aplicables en casos que surgieron mucho más tarde y en los que no habían participado.
La decisión del Tribunal contradice el principio, al que da expresión formal el artículo 17 del Estatuto, de que un miembro no debe participar en la decisión de ningún asunto en el que haya intervenido anteriormente en otra calidad. Este artículo, además, es una aplicación de un principio generalmente aceptado de organización judicial derivado de una evidente preocupación por la justicia. La nueva interpretación que se le ha dado no puede, por tanto, justificarse.
5. Ahora debo explicar por qué considero que el artículo 68 del Estatuto [p 325] y los artículos 82 y 83 del Reglamento deberían haber recibido una aplicación diferente de la elegida por el Tribunal al adoptar la Providencia de 29 de enero de 1971.
La Providencia de 29 de enero de 1971 por la que se rechazó la solicitud de un juez ad hoc se dictó tras una vista a puerta cerrada, celebrada el 27 de enero, en la que se escucharon las observaciones del Gobierno sudafricano. El Juez Sir Gerald Fitzmaurice, el Juez Petrén y yo nos reservamos el derecho de dar a conocer las razones de nuestra disidencia, las cuales, en la medida en que se referían al fondo desde ciertos aspectos, no podían ser reveladas en el momento en que se dictó la Providencia que las descontaba. El Tribunal dio forma definitiva a su interpretación de los artículos pertinentes del Estatuto y del Reglamento al denegar el nombramiento de un juez ad hoc -cuestión que, por tanto, hizo irreversible- sin revelar, no obstante, ninguna motivación del auto en el que se plasmaba la decisión. Al tratarse de una interpretación de normas que vinculan al Tribunal de Justicia, es necesario examinar su motivación.
La denegación de un juez ad hoc sólo está justificada si no se cumplen los requisitos legales para el ejercicio de la facultad de solicitar tal nombramiento. En efecto, el Tribunal de Justicia no dispone de ninguna libertad de elección en la materia, ya que el artículo 83 del Reglamento prevé expresamente que si se trata de “una cuestión jurídica efectivamente pendiente entre dos o más Estados” en el marco de un procedimiento relativo a una solicitud de opinión consultiva, el Tribunal de Justicia debe aplicar el artículo 31 del Estatuto, que se refiere al nombramiento de un juez ad hoc a petición de un Estado no representado en la Sala. Además, el Tribunal debería haberse pronunciado sobre este problema jurídico “avant tout” [“por encima de todo”] (Reglamento, art. 82), pero no lo hizo, al no tratar la cuestión como una cuestión preliminar que debe resolverse con pleno conocimiento de todos los factores afectados, incluidos los relacionados con cuestiones de fondo. Huelga decir que la idea de una cuestión prejudicial no es nada nuevo en el procedimiento consultivo, y habría sido natural, en vista de las circunstancias particulares del caso, adoptar en este punto un enfoque análogo al del procedimiento contencioso, como recomienda el artículo 68 del Estatuto. Este es un punto que el Tribunal tuvo que tratar, por ejemplo, en relación con su Opinión Consultiva sobre las sentencias del Tribunal Administrativo de la OIT relativas a reclamaciones presentadas contra la Unesco (Recueil 1956); la objeción de Polonia a la competencia del Tribunal en International Status of South West Africa (Pleadings, p. 153, in para. 2) era de carácter preliminar, al igual que la planteada en Interpretación de los Tratados de Paz con Bulgaria, Hungría y Rumanía por el Gobierno de Checoslovaquia, que se basó específicamente en el artículo 68 del Estatuto y en el artículo 82 del Reglamento para solicitar al Tribunal que aplicara el procedimiento de excepción preliminar (Alegaciones, p. 204). (Nótese también la Providencia del Tribunal Permanente de 20 de julio de 1931 sobre el nombramiento de jueces ad hoc en Régimen Aduanero entre Alemania y Austria, pronunciándose con carácter prejudicial sobre la aplicabilidad del artículo 71 de su Reglamento (art. 82 en el del presente Tribunal) y del artículo 31 del [p 326] Estatuto: P.C.I.J., Series A/B, No. 41, p. 89; véase también la Opinión Consultiva sobre la Concordancia de Ciertos Decretos Legislativos de Danzig con la Constitución de la Ciudad Libre, 1935, P.C.I.J. Series A/B, No. 65, p. 69, y la explicación de la misma dada por mi colega el Juez Sir Gerald Fitzmaurice en su opinión disidente, Anexo, párrafo 24). Un examen preliminar minucioso no habría provocado ningún retraso, ya que la deliberación sólo habría requerido algunas reuniones y el intervalo que separa la Providencia del debate oral sobre este punto, que era de dos días, apenas se habría alargado. Abordar el problema mediante una desestimación no motivada, y sin un examen adecuado, es confundir lo preliminar con lo prima facie. Una cuestión preliminar es objeto de un tratamiento exhaustivo y de una decisión definitiva; un examen prima facie nunca puede, por definición, ser exhaustivo, y nunca puede conducir sino a una decisión provisional. Los artículos 82 y 83 implican decisiones irrevocables, como se ha visto en el presente procedimiento.
6. El hecho de que el Tribunal no haya examinado avant tout si la solicitud se refería a una cuestión jurídica pendiente constituye una negativa a aplicar una disposición categórica del Reglamento que toca un problema relativo a la composición del Tribunal. No es réplica argumentar (párrafo 36 de las conclusiones) que, en cualquier caso, la decisión de denegar un juez ad hoc dejó abierta la cuestión de la competencia del Tribunal sobre las cuestiones de fondo; lo que prohíbe el artículo 82, al exigir un examen avant tout de la cuestión de derecho, es fijar la composición del Tribunal de forma distinta a la prevista en el artículo 83, y sólo después de que se decida sobre esa cuestión por motivos fundados tras un examen jurídico exhaustivo puede producirse la denegación de un juez ad hoc, y no a la inversa.
7. Por consiguiente, la forma en que se decidió el problema constituye, a mi juicio, una violación del sistema general establecido en el Estatuto y el Reglamento, cualquiera que sea la opinión que pueda tenerse de la idea de una cuestión jurídica realmente pendiente. Además, considero que el presente procedimiento está de hecho relacionado con una cuestión jurídica realmente pendiente (véanse los párrafos 37-45 infra), lo que debería haber dado lugar a una deliberación sobre el nombramiento de un juez ad hoc o, posiblemente, de jueces ad hoc en plural.
La Opinión Consultiva afirma la existencia de una obligación jurídica por parte de los Estados que nunca han dejado de afirmar que dicha obligación no existía. La existencia o inexistencia de obligaciones jurídicas para los Estados es la cuestión que se plantea al Tribunal; incluso fue objeto de viva controversia durante los debates en la Asamblea General y en el Consejo de Seguridad, según la documentación que obra en el presente procedimiento (cf. infra, párrs. 20 y ss.). A juzgar por las declaraciones hechas en nombre de los Estados, hubo conflicto de opiniones y muchas vacilaciones en cuanto al derecho aplicable.
8. El Tribunal de Justicia considera en su dictamen que no se trata de un litigio entre Estados, ni siquiera entre la Organización y un Estado. Se trata de una visión puramente formal de los hechos del asunto que, a mi juicio, no se corresponde con la realidad. Si bien es cierto que la opinión consultiva se dirige al órgano facultado para solicitarla, y no a los Estados (Interpretación de los Tratados de Paz, Primera Fase, Recueil 1950, p. 71), la presente petición se ha formulado de tal modo que se solicita una opinión sobre “las consecuencias jurídicas para los Estados”, formulación que el Tribunal no ha intentado modificar en su respuesta a pesar de su ambigüedad en relación con la norma subrayada por el Tribunal en Interpretación de los Tratados de Paz. El curso tomado por el procedimiento oral ante el Tribunal, así como el texto de la presente Opinión del Tribunal, han colocado a Sudáfrica en la posición de demandado de una manera difícil de distinguir de los procedimientos contenciosos. (Véanse los párrs. 133, 118 y 129, que se enmarcan como pronunciamientos judiciales en forma de decisiones).
9. El Tribunal observó en su sentencia de 21 de diciembre de 1962:
“La mera afirmación no basta para probar la existencia de un litigio, como tampoco la mera negación de la existencia del litigio prueba su inexistencia” (Recueil 1962, p. 328).
Basta con sustituir “controversia” por “cuestión jurídica efectivamente pendiente” para constatar que el Tribunal tenía la obligación de tratar el asunto en profundidad y llevarlo más allá de la mera afirmación de que, si bien existían cuestiones controvertidas entre Estados, ello representaba, como en el caso de los Dictámenes de 1950, 1955 y 1956, una divergencia de opiniones sobre puntos de derecho, como en casi todos los procedimientos consultivos (párrafo 34).
10. En lugar de generalizaciones, es necesario aplicar al presente procedimiento el criterio adoptado por el Tribunal en 1950, cuando afirmó que la aplicación de las disposiciones del Estatuto que se aplican en los asuntos contenciosos “depende de las circunstancias particulares de cada caso y que el Tribunal dispone de un amplio margen de apreciación en la materia” (Recueil 1950, p. 72).
¿Cuáles son entonces las circunstancias particulares del caso que podrían haber llevado al Tribunal a ejercer ese “amplio margen de apreciación”? La solicitud de Opinión Consultiva se refiere a un problema de fondo sobre el que Sudáfrica y otros Estados se oponen; la existencia de ligeras divergencias de opinión sobre algunos puntos entre esos otros Estados es irrelevante, siendo la cuestión jurídica de fondo para todos ellos sin excepción la de la revocación del Mandato con la que, como decisión vinculante, algunos Estados se enfrentan a Sudáfrica, pero que suscita dudas y vacilaciones por parte de otros; la Opinión Consultiva tiene por objeto informar a la comunidad internacional de la situación jurídica actual del Territorio de Namibia (África Sudoccidental) y determinar así el sentido de un determinado estatuto internacional. Es otra forma de plantear de nuevo la cuestión planteada al Tribunal en 1950: “¿Cuál es el estatuto internacional del territorio?”. Esa, con el añadido de “desde la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General”, podría haber sido de hecho la petición.
Sin embargo, cualquier respuesta que pretenda informar a los Estados del alcance de sus obligaciones posteriores a la resolución 2145 (XXI) debe connotar no sólo la eliminación del conflicto de opiniones entre el titular del Mandato revocado [p 328] y los Estados que instigaron y finalmente pronunciaron la revocación, sino también la imposición a todos los Estados de una determinada línea de conducta.
11. No basta con calificar el problema de “situación” para que cesen las dificultades. Como ha dicho el Tribunal respecto a los litigios, “una mera afirmación no es suficiente”. Desde el punto de vista del derecho, el calificativo de “situación” utilizado por el Consejo de Seguridad carece de efecto para el Tribunal. Sin negar que el asunto Namibia es y sigue siendo para el Consejo de Seguridad una situación, el Tribunal, para determinar su propia competencia, tuvo que indagar si, al margen de lo que pudiera pensar el Consejo de Seguridad, la solicitud de 29 de julio de 1970 se refería o no a una cuestión jurídica realmente pendiente entre Estados, en el sentido del Reglamento del Tribunal (como hizo el Tribunal en su Dictamen sobre la interpretación de los Tratados de Paz con Bulgaria, Hungría y Rumania, Primera fase, Recueil 1950, pp. 72-74). Cualquier otra opinión conferiría a los órganos políticos de las Naciones Unidas el derecho a interpretar, sin recurso alguno, el Reglamento de la Corte.
12. El Tribunal se enfrentó a una cuestión jurídica con marcados rasgos políticos, lo que ocurre a menudo, pero que es lo suficientemente candente como para invalidar el argumento de que la cuestión es, en el fondo, jurídica. El objeto de la controversia es el conflicto de opiniones entre, por una parte, los Estados que, a través de los procedimientos de que disponen las Naciones Unidas, han solicitado y conseguido la revocación del Mandato de Sudáfrica sobre el Territorio de África Sudoccidental y, por otra, Sudáfrica, que ataca dicha revocación y los efectos que pudiera tener. La forma en que se formuló la petición añade a esta cuestión básica la de los efectos para todos los Estados, es decir, incluso para los Estados que no han tomado parte activa en el desarrollo de la acción llevada a cabo en las Naciones Unidas; pero esto se refiere a las consecuencias, como dice la propia petición, y no a la cuestión jurídica esencial. Todo esto se desprende llamativamente de los procedimientos escrito y oral, en los que el Gobierno de Sudáfrica se comportó como un demandado, respondiendo a verdaderas alegaciones y escritos presentados por otros Gobiernos (con excepción del Gobierno francés, cuya declaración escrita tiene más bien el carácter de una intervención de amicus curiae).
13. Existe, dijo el Tribunal en 1962, un “conflicto de opiniones e intereses jurídicos entre el demandado, por una parte, y los demás Miembros de las Naciones Unidas… por otra” (South West Africa, Preliminary Objections, Judgment, I.C.J. Reports 1962, p. 345). 345); y esta observación no fue modificada en la sentencia de 1966, que desestimó las demandas no porque no existiera controversia, sino únicamente en relación con la cuestión de si los demandantes tenían un interés jurídico en la ejecución de las cláusulas de “conducta” del mandato. Por lo tanto, es imposible deducir de ello una negativa del Tribunal a pronunciarse en cualquier circunstancia sobre si se habían producido incumplimientos del Mandato (por el contrario, cabe señalar la alusión en los párrs. 11 y 12 de la sentencia de 1966 al artículo 5 del [p 329] Mandato para África Sudoccidental y al derecho de todo miembro de la Liga a emprender acciones para garantizar su observancia, lo que connota el reconocimiento de un interés jurídico en la prueba de determinados incumplimientos del Mandato). La Opinión Consultiva, como se desprende de su contenido, responde a la preocupación, expresada durante los debates en el Consejo de Seguridad que precedieron a su solicitud, de probar que el Mandato fue revocado legalmente; y esto, según admite la propia Opinión, comprende una cuestión jurídica arraigada en los orígenes mismos del Mandato, una cuestión que, en cualquier caso, como veremos más adelante (párrafo 25), apareció ante el Tribunal ya en 1950.
La Corte tal vez se habría animado a admitir la existencia de una verdadera controversia entre Estados si hubiera tomado nota del hecho de que la propia Asamblea General, en su resolución 1565 (XV) de 18 de diciembre de 1960, se pronunció sobre “la controversia surgida entre Etiopía, Liberia y otros Estados miembros, por una parte, y la Unión Sudafricana, por otra” (subrayado mío). ¿Es necesario hacer algo más que recordar este hecho y plantear la cuestión de si, en palabras de la Opinión Consultiva del Tribunal de 30 de marzo de 1950 sobre la Interpretación de los Tratados de Paz, “la posición jurídica de las partes… no puede verse comprometida en modo alguno por las respuestas que el Tribunal pueda dar a la cuestión que se le plantea” (Recueil 1950, p. 72)? El Juez Koretsky tenía en mente un punto similar cuando, en lo que era en muchos aspectos un caso comparable, observó que el Tribunal, en su Opinión Consultiva, estaría dando “una especie de juicio como si tuviera ante sí un caso concreto” (Ciertos Gastos de las Naciones Unidas (Artículo 17, párrafo 2, de la Carta), opinión disidente, I.C.J. Reports 1962, p. 254).
14. El hecho de que un órgano político de las Naciones Unidas incluya una situación en su orden del día no puede tener como efecto jurídico la desaparición de un litigio entre dos o más Estados interesados en el mantenimiento o la modificación de la situación. Se trata de dos planos distintos y paralelos; uno es la manifestación del interés político de las Naciones Unidas en facilitar la solución de una situación de interés general para la comunidad de Estados, el otro es la determinación de la existencia entre determinados Estados de intereses jurídicos opuestos que les confieren una posición especial en la apreciación de la situación de interés general. Naturalmente, el hecho de que exista una divergencia de puntos de vista sobre el derecho no priva al Consejo de Seguridad ni a la Asamblea General de los derechos que les confiere la Carta para examinar la situación tal como se presenta. Pero del mismo modo es imposible admitir que la mera invocación de una situación general por los órganos políticos de las Naciones Unidas pueda hacer desaparecer el elemento de controversia entre Estados si existe tal elemento subyacente a la situación general, cuando tal supuesto está de hecho previsto en el Reglamento de la Corte. Por ello, en cada caso se plantea la cuestión de si se está o no ante lo que es realmente un litigio. De lo contrario, los artículos 82 y 83 del Reglamento del Tribunal de Justicia carecerían de sentido, cuando su finalidad es garantizar a los Estados que, en caso de que se solicite una Opinión Consultiva en relación con una cuestión jurídica sobre la que estén divididos, [p 330] gozarán del derecho a exponer su punto de vista de la misma forma y con las mismas garantías que en el procedimiento contencioso, más concretamente en lo que se refiere a la composición del Tribunal de Justicia.
15. Concluir sobre este punto afirmando, como hacen las conclusiones, que no existe controversia y que no se plantea la cuestión de la aplicación de los artículos 82 y 83 del Reglamento, equivale a suponer que el Tribunal de Justicia pudo resolver, el primer día del procedimiento, la cuestión de fondo, a saber, la existencia de una facultad en las Naciones Unidas, como organización internacional, para revocar el mandato. Pero el día en que se dictó la Providencia de 29 de enero de 1971, antes de cualquier discusión o deliberación sobre las cuestiones de fondo, lo menos que puede decirse es que éste era todavía un punto que quedaba por probar. Se trata de una cuestión tan importante para todo el examen posterior del caso que el Tribunal debería haberla resuelto “avant tout”, pero no lo hizo. El argumento de que fue la Providencia de 29 de enero de 1971 la que estableció que no había ninguna cuestión jurídica pendiente entre Sudáfrica y otros Estados, sino simplemente una opinión que debía darse a un órgano político sobre las consecuencias y repercusiones de sus decisiones, equivale a afirmar que, antes de cualquier procedimiento oral sobre el fondo del asunto, el Tribunal podría haber resuelto judicialmente el problema de fondo al que se refería la solicitud de opinión consultiva. Rechazar el juez ad hoc solicitado por Sudáfrica antes de resolver esta cuestión de fondo era prejuzgarla irremediablemente. Las cuestiones de si existía un litigio, en qué consistía y quiénes podían ser las partes quedaban todas ellas resueltas in limine litis por el mero efecto de la desestimación de la solicitud de juez ad hoc, ya que a partir de entonces era imposible volver atrás y modificar dicha denegación, aunque el examen de las cuestiones de fondo hubiera llevado finalmente al Tribunal a concluir que existía efectivamente una cuestión jurídica pendiente entre Estados. El hecho de que el Tribunal de Justicia haya confirmado la decisión de denegar un juez ad hoc en su examen del fondo no le exonera de la acusación de no haber examinado la cuestión de Derecho “avant tout”.
16. Añadiré que, aunque el Tribunal, tras un examen preliminar exhaustivo de la cuestión de derecho, hubiera decidido que el artículo 83 no le obligaba a aceptar la solicitud de nombramiento de un juez ad hoc, el artículo 68 del Estatuto le dejaba la facultad de hacerlo, y sobre este punto me remito a la declaración de mis colegas los Jueces Onyeama y Dillard adjunta a la Providencia de 29 de enero de 1971. Cuando se trata de decidir si a un Estado se le ha retirado legalmente un título jurídico y de determinar las consecuencias jurídicas de esa revocación, redunda en el interés imperioso del Tribunal que éste aplique la cláusula de su Estatuto que prevé una mayor aproximación del procedimiento consultivo al contencioso. No puedo aceptar el argumento del apartado 39 de las conclusiones, en el sentido de que las circunstancias contempladas en el artículo 83 del Reglamento son las únicas en las que el Tribunal puede acordar el nombramiento de un juez ad hoc en un procedimiento consultivo (cf. el razonamiento del Juez Sir Gerald Fitzmaurice en el apartado 25 del anexo [p 331] a su voto particular, y el del Juez Onyeama en su voto particular).
17. Las dos decisiones del Tribunal relativas a su composición afectan a la regla constantemente seguida según la cual el Tribunal, cuando emite una Opinión Consultiva, está ejerciendo una función jurisdiccional (Constitución del Comité de Seguridad Marítima de la Organización Consultiva Marítima Intergubernamental, Opinión Consultiva, I.C.J. Reports 1960, p. 153: “El Tribunal, como órgano jurisdiccional, está … obligado, en el ejercicio de su función consultiva, a mantenerse fiel a las exigencias de su carácter jurisdiccional”; fórmula reiterada en Northern Cameroons, I.C.J. Reports 1963, p. 30). Porque es cierto que, si bien las sentencias consultivas y las opiniones consultivas son para la Corte dos formas diferentes de decisión, son siempre la expresión de su opinión confirmada como tribunal sobre las normas de derecho internacional. No hay dos formas de declarar el Derecho. Por las razones que he expuesto en los párrafos precedentes, la Providencia Nº 3 de 26 de enero de 1971 y la Providencia de 29 de enero de 1971 no me parecen satisfacer los requisitos de esa buena administración de justicia que el Estatuto y el Reglamento tienen por objeto garantizar.
***
18. Otra desviación de la línea jurisprudencial del Tribunal se observa en la forma en que el Tribunal ha vacilado en examinar la legalidad del acto jurídico que dio lugar a la cuestión sobre la que se pide al Tribunal que se pronuncie, es decir, la resolución 2145 (XXI) de la Asamblea General. En los apartados 88 y 89 de las conclusiones, el Tribunal declara que la cuestión de la validez o de la conformidad con la Carta de la resolución 2145 (XXI), o de las resoluciones del Consejo de Seguridad, no constituía el objeto de la solicitud de opinión consultiva. No solía ser costumbre del Tribunal dar por sentadas las premisas de una situación jurídica cuyas consecuencias se le ha pedido que declare; en el asunto relativo a Ciertos gastos de las Naciones Unidas declaró que:
“El rechazo de la enmienda francesa no constituye una directiva al Tribunal para que excluya de su examen la cuestión de si determinados gastos fueron ‘decididos de conformidad con la Carta’, si el Tribunal estimara oportuna tal consideración. No se supone que la Asamblea General pretenda obstaculizar o encorsetar al Tribunal en el desempeño de sus funciones jurisdiccionales; el Tribunal debe tener plena libertad para considerar todos los datos pertinentes de que disponga al formarse una opinión sobre una cuestión que se le haya planteado para que emita una opinión consultiva.” (I.C.J. Reports 1962, p. 157.)
La situación en los dos casos es paralela; en Ciertos gastos de las Naciones Unidas, como en el presente caso, se cuestionaba la conveniencia de afirmar que el Tribunal debía examinar el conjunto de la situación jurídica y, en particular, la validez de los actos de la Asamblea General.
[p 332] Asamblea General. Pero, a diferencia de lo que ha ocurrido en el presente caso, y aunque la Asamblea General evitó situar el mandato del Tribunal sobre la base más amplia cuando rechazó la enmienda de Francia presentada a tal efecto, el Tribunal, sin embargo, en aquella ocasión, consideró que tenía competencia y estaba obligado a llevar a cabo ese examen exhaustivo para cumplir plenamente su tarea judicial. En efecto, ¿cómo puede un órgano jurisdiccional deducir una obligación de una situación dada sin haber comprobado previamente la legalidad de los orígenes de dicha situación? Entre la decisión del Tribunal de Justicia de 1962 y las presentes conclusiones se aprecia un cambio de actitud.
19. En el presente caso, en el que el Tribunal ha basado su Opinión en una interpretación de los artículos 24 y 25 de la Carta en cuanto a los poderes del Consejo de Seguridad, y en una interpretación de la naturaleza jurídica de los poderes de la Asamblea General, habría parecido particularmente apropiado haber ejercido sin ambigüedad la facultad del Tribunal de interpretar la Carta, que la propia Asamblea General, en la resolución 171 (II) de 14 de noviembre de 1947, reconoció formalmente que posee. Dicha resolución recomienda la remisión a la Corte de las cuestiones de derecho “relativas a la interpretación de la Carta”.
20. Debo, pues, indicar brevemente las razones por las que discrepo de la Corte en cuanto a la naturaleza jurídica de la resolución 2145 (XXI) y sus efectos.
Es el contenido de la resolución 2145 (XXI) el que determina el alcance de esta decisión; contiene varias declaraciones:
(a) en cuanto al derecho de los pueblos del África Sudoccidental a la libertad y la independencia, basadas en la Carta, la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General y sus resoluciones anteriores relativas al Territorio (párrafos primero y séptimo del preámbulo, párr. 1 de la resolución 2145 (XXI));
(b) recordando las obligaciones contraídas en virtud del Mandato y las facultades de supervisión de las Naciones Unidas como sucesor de la Sociedad de las Naciones (segundo párrafo del preámbulo, párr. 2 de la resolución);
(c) en cuanto a la administración del Territorio de una manera considerada contraria al Mandato, a la Carta y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos (quinto párrafo del preámbulo, párrafo 3 de la resolución);
(d) en cuanto a la condena del apartheid y de la discriminación racial como constitutivos de un crimen contra la humanidad (sexto párrafo del preámbulo);
(e) en cuanto al derecho a asumir la administración del territorio bajo mandato (undécimo párrafo del preámbulo; párrafos 4, 5, 6 y 7 de la resolución).
21. También es importante recordar que, bajo la cuasi unanimidad que a menudo se esgrime a favor de que la resolución 2145 (XXI) tenga ciertos efectos jurídicos, subyacen serias diferencias de opinión.
[P 333]
(a) La Unión Soviética y otros nueve Estados (Albania, Bielorrusia, Cuba, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Ucrania y Yugoslavia) expresaron reservas (véase la segunda declaración escrita del Secretario General, párrs. 30 a 39) con respecto a la creación de un organismo de las Naciones Unidas para la administración del Territorio de Namibia, que es uno de los objetos esenciales de la resolución 2145 (XXI) (véase el último párrafo del preámbulo y los párrs. 4 y 5 de la resolución).
(b) Australia y Japón llamaron la atención sobre la complejidad de los problemas jurídicos planteados y recordaron a la Asamblea General que “debe mantenerse estrictamente dentro del marco de la Carta y del derecho internacional” (ibíd., Australia: párr. 49; Japón: párr. 57).
(c) Canadá dijo que “la Asamblea General no estaba llamada a emitir un juicio jurídico sobre si en un aspecto u otro el gobierno encargado del Mandato había sido negligente en el cumplimiento del Mandato que se le había confiado. . .” (ibid., párrafo 50), mientras que, como hemos visto en el párrafo 20 supra, los párrafos quinto y sexto del preámbulo y el párrafo 3 de la resolución hacen declaraciones formales al respecto.
(d) El representante de Bélgica explicó “que el apoyo de su delegación al texto [resolución 2145 (XXI)] a favor del cual había votado no implicaba, en modo alguno, que la delegación lo aprobara sin dudas ni reservas. Su delegación habría preferido que el punto de derecho de la competencia de la Asamblea General se aclarase lo más completamente posible” (ibid., párr. 40).
Del mismo modo, Brasil declaró que la decisión de que se revocara el Mandato y de que las Naciones Unidas asumieran la responsabilidad directa del Territorio “se basaría en fundamentos jurídicos dudosos” y “expresó una serie de reservas”. Por ejemplo: “no era. . . legítimo que la Asamblea General decidiera revocar el Mandato” (ibíd., párr. 60).
(e) Italia y los Países Bajos reservaron formalmente su posición con respecto al párrafo 4, relativo a un punto esencial de la resolución 2145 (XXI): la asunción por las Naciones Unidas de la responsabilidad directa sobre Namibia (ibid., párrs. 45 y ss.). Nueva Zelanda reiteró su posición con respecto a los métodos de aplicación.
(f) Israel consideró “que el aspecto político de la cuestión del África sudoccidental tenía más peso que los posibles problemas jurídicos, y que incluso la preocupación más escrupulosa por las sutilezas jurídicas podría ceder su lugar en esta coyuntura a la sabiduría política de la mayoría de la Asamblea General” (ibíd., párr. 51).
(g) Se recordará que dos Estados votaron en contra de la resolución 2145 (XXI) y que tres se abstuvieron, mientras que todos indicaron reservas definitivas. [p 334]
22. Así pues, hubo 24 Estados que, de un modo u otro, manifestaron oposición, reservas o dudas. El hecho de que 19 de estos Estados votaran a favor de la resolución 2145 (XXI) no disminuye en absoluto el efecto de las observaciones y reservas que formularon sobre el texto, ya que al votar a favor de ella los Estados en cuestión no las retiraron; por tanto, sus votos significaron la aceptación de una solución política de la que algunos rasgos seguían siendo, para cada uno de ellos, objeto de las opiniones expresadas. La Resolución 2145 (XXI), por lo tanto, no fue votada con cuasi unanimidad de intención; fue votada por una gran mayoría, claramente bajo la fuerte impresión de que no se estaba haciendo ley.
Se argumentó ante el Tribunal, en nombre del Secretario General, que el concepto de reservas no era aplicable a la votación de decisiones en los órganos de las Naciones Unidas (audiencia del 8 de marzo de 1971). Como el dictamen no se pronuncia sobre este punto, baste recordar que se trata de una práctica constante, necesaria por la necesidad de proporcionar a los Estados que desean disociarse de una línea de conducta un medio de manifestar su actitud (sobre la utilidad y el sentido de tales reservas, véase la opinión del Juez Koretsky en Certain Expenses of the United Nations, I.C.J. Reports 1962, p. 279). La consecuencia del rechazo de esta práctica y de sus efectos sería tratar a los órganos políticos de las Naciones Unidas como órganos de decisión similares a los de un Estado o de un super-Estado, que, como declaró el Tribunal en una ocasión en una frase muy citada, es lo que no son las Naciones Unidas. En efecto, si una minoría de Estados que no están de acuerdo con una decisión propuesta debe estar vinculada, vote lo que vote, y cualesquiera que sean sus reservas, la Asamblea General sería un parlamento federal. En cuanto al Consejo de Seguridad, afirmar la inexistencia de los derechos de reserva y de abstención sería, para los miembros permanentes, una simple incitación a utilizar el veto. El funcionamiento cotidiano de las Naciones Unidas se vería privado de toda la flexibilidad que posibilitan las declaraciones de reserva y de abstención; como dijo el juez Koretsky:
“La abstención en la votación de las resoluciones sobre estas o aquellas medidas propuestas por la Organización debe considerarse más bien como una expresión de la falta de voluntad de participar en estas medidas (y eventualmente también en su financiación) y de la falta de voluntad de obstaculizar la aplicación de estas medidas por parte de quienes votaron ‘a favor’ de ellas.” (C.I.J. Recueil 1962, p. 279.)
23. La resolución 2145 (XXI) es una recomendación de la Asamblea General relativa a un territorio bajo mandato. Salvo algunas excepciones, las recomendaciones no tienen fuerza vinculante para los Estados miembros de la Organización. Por lo tanto, es en el derecho de los mandatos o en la Carta donde debe descubrirse la justificación de una excepción.
24. En primer lugar, reexaminemos la cuestión de la revocación en el marco del sistema de [p 335]mandatos tal como se estableció originalmente. El estatuto internacional del territorio bajo mandato fue definido por el Dictamen del Tribunal de 1950, y “es conforme a los sanos principios de interpretación que el Tribunal debe salvaguardar la aplicación de su Dictamen de 11 de julio de 1950 no sólo en lo que respecta a sus cláusulas individuales, sino en relación con su finalidad principal” (voto particular del Juez Sir Hersch Lauterpacht anexo al Dictamen de 1 de junio de 1956, Recueil 1956, p. 45). Es en este espíritu en el que debe examinarse si la facultad de revocación del Mandato fue considerada, ya sea en el Dictamen de 1950, que constituye la exposición más amplia de los principios que rigen la materia, ya sea en los procedimientos y argumentos que precedieron a dicho Dictamen, como un elemento del estatuto internacional definido por el Tribunal.
25. Se recordará que la cuestión planteada por la letra c) de la solicitud de dictamen contenida en la Resolución de la Asamblea General de 6 de diciembre de 1949 era la siguiente
“¿Tiene la Unión Sudafricana competencia para modificar el estatuto internacional del territorio del África Sudoccidental o, en caso de respuesta negativa, dónde reside la competencia para determinar y modificar el estatuto internacional del territorio?”.
Esta pregunta se formuló de forma lo suficientemente genérica como para que hubiera sido posible, bien en la Opinión del Tribunal, bien en las opiniones separadas y discrepantes, plantear la cuestión de la modificación unilateral del estatuto del Territorio por parte de las Naciones Unidas; la competencia “para determinar y modificar el estatuto” es el tipo más amplio de competencia, ya que permite tanto definir las obligaciones existentes y establecer sus límites como “modificarlas”. Por lo tanto, es importante observar que la única declaración del Tribunal sobre el punto (c), que se encuentra en idénticos términos en el razonamiento y en la propia respuesta, fue:
“que la competencia para determinar y modificar el estatuto internacional del África Sudoccidental corresponde a la Unión Sudafricana actuando con el consentimiento de las Naciones Unidas”.
Si bien es cierto que la conclusión del Tribunal respondía, en su momento, a una pretensión del Mandatario de modificar unilateralmente el estatuto del Territorio, la fórmula utilizada en el Dictamen es absoluta, y no contiene ninguna sugerencia de excepciones, como por ejemplo el caso de revocación unilateral del Mandato, o de cualquier modificación parcial, menos sustancial, del estatuto por parte de las Naciones Unidas. Hay que reconocer que ni el Tribunal ni ninguno de los jueces que participaron en el proceso de 1950 estaban dispuestos a admitir la existencia de un poder de revocación que correspondiera a las Naciones Unidas en caso de violación de las obligaciones del Mandato.
Sin embargo, esto no se debió a que el problema no se planteara ante el Tribunal en aquel momento. La declaración escrita del Gobierno de los Estados Unidos se refirió a la cuestión (I.C.J. Pleadings, International Status of [p 336] South West Africa, pp. 137-139) y el Secretario General, en su declaración oral, le atribuyó suficiente importancia como para convertirla en una de sus conclusiones:
“En cuarto lugar, no se excluía completamente la posibilidad de revocación en caso de incumplimiento grave de una obligación por parte de un mandatario. Se sugirió que, en caso de una circunstancia excepcional de este tipo, la decisión correspondería al Consejo, al Tribunal Permanente o a ambos” (ibid., p. 234).
A continuación, la declaración pasaba a discutir la noción de “una solución acordada entre las Naciones Unidas y la Potencia obligatoria” (ibid., p. 236, cursiva en el original), que debía ser confirmada por la Corte en su respuesta a la pregunta (c). Sobre este punto, la declaración terminaba de la siguiente manera:
“¿No se podría poner a la Corte Internacional de Justicia en condiciones de desempeñar un papel constructivo?”. [para la interpretación y aplicación del Mandato] (ibid., p. 237).
Sin pretender basar una argumentación decisiva en estos hechos, éstos hacen, sin embargo, imposible avanzar en el argumento contrario de que la razón por la que la cuestión de la revocación unilateral del Mandato no se mencionó en la respuesta del Tribunal a la pregunta (c) fue porque el problema no se había mencionado durante el procedimiento. Como es evidente, había sido planteado por los Estados Unidos y por el Secretario General.
26. Ya el 14 de diciembre de 1946, la Asamblea General había adoptado la resolución 65 (I), invitando a la Unión Sudafricana a proponer un acuerdo de administración fiduciaria para su consideración por la Asamblea General. Y a partir de entonces se sucedieron las invitaciones a negociar; resolución 141 (II) de 1 de noviembre de 1947, resolución de 26 de noviembre de 1948, y así hasta la solicitud de opinión consultiva de 6 de diciembre de 1949. Después de la Opinión del 11 de julio de 1950, la Asamblea General prosiguió sus esfuerzos de negociación con la Unión Sudafricana (resolución 449 A (V) del 13 de diciembre de 1950; resolución 570 A (VI) del 19 de enero de 1952, en la que la Asamblea: “Hace un llamamiento solemne al Gobierno de Sudáfrica para que reconsidere su posición, y le insta a reanudar las negociaciones … con el fin de concluir un acuerdo que prevea la plena aplicación de la opinión consultiva”; resolución 651 A (VII) de 20 de diciembre de 1952, que mantuvo las instrucciones de negociar dadas al Comité Ad Hoc de los Cinco por la resolución 570 A (VI) de 19 de enero de 1952, resolución 749 A (VIII) de 28 de noviembre de 1953, etc.). Hasta la celebración del undécimo período de sesiones, en 1957, la Asamblea General no parece haber concebido otro medio de solución del problema del África Sudoccidental que el de la negociación, y sólo en la resolución 1060 (XI), de 26 de febrero de 1957, se encargó al Comité sobre el África Sudoccidental que examinara los medios jurídicos de que disponían los órganos de las Naciones Unidas, los Miembros de las Naciones Unidas o los antiguos [p 337] Miembros de la Sociedad de las Naciones; De ahí surgió la iniciativa de los dos Estados miembros de las Naciones Unidas, que también eran antiguos miembros de la Sociedad de Naciones, que dio lugar a las Sentencias del Tribunal de 1962 y 1966. La pregunta que se planteó a la Comisión sobre África Sudoccidental fue la siguiente:
“¿Qué acción legal tienen a su disposición los órganos de las Naciones Unidas, o los Miembros de las Naciones Unidas, o los antiguos Miembros de la Sociedad de Naciones… para garantizar que la Unión Sudafricana cumpla la obligación asumida por ella en virtud del Mandato…”. (énfasis añadido).
La línea general seguida por las Naciones Unidas fue, pues, obtener el compromiso sudafricano de negociar un acuerdo de administración fiduciaria, con ciertos intentos de arreglar un estatuto internacional provisional, como recuerda el Dictamen en el párrafo 84.
27. Bastará observar que entre 1950 y 1960, fecha de las demandas presentadas por Etiopía y Liberia, cuando se trataba de proseguir la labor realizada por el Tribunal en su Dictamen de 11 de julio de 1950, nadie afirmaba que existiera una facultad de revocación del mandato por los órganos de las Naciones Unidas, ni siquiera una facultad de modificar las disposiciones del mandato por esa vía unilateral. Los hechos ofrecen la prueba: en 1960 se sabía que los procedimientos contenciosos ante el Tribunal serían largos y entrañarían cierto riesgo, mientras que, según la opinión actual del Tribunal, siempre ha existido una facultad de revocación unilateral del mandato por la Asamblea General, desde que Sudáfrica se negó a someterse a supervisión y a presentar informes sobre su administración del territorio. Lo menos que puede decirse es que la Asamblea General no era ciertamente consciente en 1960 de que tenía tal poder, cuando se contentó con elogiar a Etiopía y Liberia por su iniciativa (resolución 1565 (XV) de 18 de diciembre de 1960), y que los Estados que se oponían a las pretensiones de Sudáfrica no estaban mejor informados desde entonces, como se puso de manifiesto en octubre de 1966, habría sido infinitamente más sencillo y rápido “modificar” el mandato mediante una acción unilateral en 1960, incluso después de haber consultado a la Corte sobre los medios a utilizar, mediante una solicitud de Opinión Consultiva similar a la que la Corte ha respondido ahora ex post facto. Pero esto no se contempló en ningún momento antes de la revocación declarada en octubre de 1966, tan endeble parecía la idea de un poder unilateral para revocar el Mandato.
28. En 1955, con ocasión de la Opinión Consultiva de 7 de junio de 1955 sobre el procedimiento de votación de las cuestiones relativas a los informes y peticiones referentes al territorio de África del Sudoeste (Recueil 1955, pp. 67 y ss.), el Juez Lauterpacht estudió exhaustivamente todos los problemas planteados por la aplicación de la Opinión de 11 de julio de 1950, incluido el de la situación jurídica de un mandatario que se negaba sistemáticamente a tener en cuenta las recomendaciones que se le dirigían (cf. su voto particular en pp. 118, 120-121 y 122). Es importante señalar que, incluso [p 338] cuando supone que el Mandatario había sobrepasado “la línea imperceptible entre incorrección e ilegalidad, entre discrecionalidad y arbitrariedad, entre el ejercicio del derecho legal a no tener en cuenta la recomendación y el abuso de ese derecho” (p. 120), el Juez Lauterpacht no se pronuncia sobre las posibles sanciones legales, y no hace mención alguna a la idea de revocación por violación de la obligación del Mandatario de actuar de buena fe. El objeto de su argumentación es la afirmación de la naturaleza jurídica de dicha obligación, invocándose la idea de sanción únicamente como confirmación de la misma.
29. La conclusión que debe extraerse de la conducta de las Naciones Unidas y de los Estados más directamente interesados en la solución del problema del África Sudoccidental es que la facultad de revocación no es una característica del sistema de mandatos tal como se estableció originalmente. No es coherente con ninguna interpretación razonable de las facultades de la Asamblea General en materia de mandatos descubrir hoy que ha tenido durante 25 años lo que el Consejo de la Sociedad de Naciones nunca había reclamado, y por lo tanto no sólo tiene medios para revocar el Mandato, sino también, por el mero hecho de llamar la atención sobre dicha facultad, la posibilidad de obligar al Mandatario a rendirle cuentas, lo cual es un argumento que nunca se empleó.
30. El sistema descrito en el Dictamen de 11 de julio de 1950, que no llegaba a afirmar la existencia de una obligación jurídica de negociar un acuerdo de administración fiduciaria, no entrañaba, ni siquiera implícitamente, el concepto de revocación unilateral, poniéndose el acento exclusivamente en la idea de negociación entre las Naciones Unidas y el Mandatario. Como explicó posteriormente la Sentencia de 21 de diciembre de 1962 en los asuntos del África Sudoccidental, “el Consejo no podía imponer su propio punto de vista al mandatario… y éste podía seguir haciendo oídos sordos a las amonestaciones del Consejo” (Recueil 1962, p. 337); la Opinión Consultiva de 1950 sobre el Estatuto Internacional del África Sudoccidental había dicho que “el grado de supervisión que debía ejercer la Asamblea General no debía, por tanto, exceder del que se aplicaba en el sistema de mandatos…”. (I.C.J. Reports 1950, p. 138).
La existencia en el sistema de mandatos de un poder de revocación no ha sido probada.
31. La segunda justificación presentada para apoyar la revocación del mandato se refiere a una facultad especial de las Naciones Unidas para adoptar una decisión de revocación, aunque tal facultad no existiera originalmente con respecto a los mandatos, mediante una especie de transposición de una norma general relativa a la violación de tratados. Se pretende justificar la resolución 2145 (XXI), en cuanto a sus efectos, apelando a la teoría general de la violación de las obligaciones convencionales, y afirmando la existencia de un derecho de las Naciones Unidas, como parte en un tratado, a saber, el Mandato, a poner fin a dicho tratado mediante una sanción por la negativa de la otra parte, el Mandatario, a cumplir sus obligaciones.
En primer lugar, la idea de que el sistema de mandatos es un tratado o [p 339] resulta de un tratado no es históricamente correcta, como recordó el juez Basdevant:
“El Tribunal se ha sentido capaz de basarse en lo que reconoce como el carácter de tratado del Mandato establecido por la decisión del Consejo de la Sociedad de Naciones de 17 de diciembre de 1920. Yo no suscribo esta interpretación. Me adhiero al carácter de instrumento hecho por el Consejo de la Sociedad de Naciones el 17 de diciembre de 1920… No he encontrado nada que indique que en aquel momento se discutiera el carácter particular del instrumento del Consejo” (Recueil 1962, p. 462; énfasis añadido).
Debe añadirse que, incluso si se admite que el Mandato es un tratado, no existe ninguna norma en el derecho de los tratados que permita a una parte, a su discreción, poner fin a un tratado en un caso en el que alegue que la otra parte ha cometido una violación del tratado. Es necesario un examen de las alegaciones rivales, y una no puede prevalecer sobre la otra hasta que haya habido una decisión de un tercero, un conciliador, un árbitro o un tribunal.
32. Habiéndose establecido el sistema de los mandatos en el plano internacional, su obligatoriedad queda sujeta a las condiciones en las que se estableció, es decir, sin incluir en él ningún poder de revocación. Para modificar cualquier estatuto internacional de tipo objetivo, deben aplicársele las normas que le son propias. El argumento a favor de la facultad unilateral de revocación del mandato por la Asamblea General no tiene otro fundamento que la idea de necesidad, sea cual fuere el ropaje que se le dé. Y, como recordó el juez Koretsky en 1962, el fin no justifica los medios (Recueil 1962, p. 268). Decir que un poder es necesario, que resulta lógicamente de una situación determinada, es admitir la inexistencia de toda justificación jurídica. La necesidad no conoce ley, se dice; y, en efecto, invocar la necesidad es salirse de la ley.
33. En estas circunstancias, para mí el problema de las consecuencias jurídicas de la resolución 2145 (XXI), y de las resoluciones conexas del Consejo de Seguridad, se plantea de un modo muy distinto al adoptado por el Tribunal. Como dijo el Juez Lauterpacht en 1955, y como dijo el Juez Koretsky en 1962, considero que las recomendaciones de la Asamblea General, “aunque en ocasiones apropiadas proporcionan una autorización legal a los Miembros decididos a actuar sobre ellas individual o colectivamente,… no crean una obligación legal de cumplirlas” (I.C.J. Reports 1955, p. 115). En el presente caso, a falta de un poder de revocación en el sistema de las fechas-hombre, ni la Asamblea General ni siquiera el Consejo de Seguridad pueden hacer nacer ex nihilo tal poder. Así pues, nos encontramos ante recomendaciones eminentemente dignas de respeto, pero que no vinculan jurídicamente a los Estados miembros a ninguna acción, colectiva o individual. Este punto de vista clásico fue expuesto ante el Tribunal por el representante de la URSS en el asunto relativo a ciertos gastos de las Naciones Unidas [p 340] (declaración escrita, I.C.J. Pleadings, p. 273; declaración oral, ibid., pp. 411 y ss.). En 1962 y en 1970, Francia también alegó que las Naciones Unidas no podían, por vía de recomendación, legislar de forma que vinculara a los Estados miembros (alegaciones de la C.I.J., Ciertos gastos de las Naciones Unidas, pp. 133 y ss.; declaración escrita de Francia en el presente asunto, alegaciones, vol. I, pp. 365368, con el recordatorio de las reservas expresadas con frecuencia, ibid, p. 368, nota; véase también la declaración del Gobierno de los Estados Unidos sobre la actitud de ciertos Estados a raíz del Dictamen sobre ciertos gastos de las Naciones Unidas, en particular sobre el problema del doble rasero existente entre los Estados miembros: doc. ONU. A/AC.121/SR.15.Corr.l).
La Resolución 2145 (XXI) es una recomendación con un impacto político considerable, pero los Estados miembros de las Naciones Unidas, incluso aquellos que votaron a favor de su adopción, no tienen ninguna obligación legal de actuar de conformidad con sus disposiciones, y siguen siendo libres de determinar su propio curso de acción.
34. Queda por considerar el argumento de que el Consejo de Seguridad ha “confirmado”, en su caso, la resolución 2145 (XXI) (cf. las declaraciones hechas en este sentido en nombre del Gobierno de los Estados Unidos por el Sr. Stevenson, audiencia del 9 de marzo de 1971). Pero, ¿cómo puede un acto irregular ser legitimado por un órgano que sólo ha declarado haber “tomado nota” de él o haberlo “tenido en cuenta”? Regularizar un acto connota la facultad de hacer uno mismo lo que el primer órgano no podía hacer propiamente. Y el Consejo de Seguridad no tiene más poder para revocar el mandato que la Asamblea General, si tal poder de revocación no estaba incorporado en el sistema de mandatos. De ahí que el problema persista.
En cuanto a la afirmación de que el Consejo de Seguridad estaba facultado en virtud de los Artículos 24 y 25 de la Carta para intervenir directamente en la revocación del Mandato y adoptar decisiones vinculantes para los Estados porque la situación se estaba tratando en el marco del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, se trata de otro intento de modificar los principios de la Carta en lo que respecta a las facultades conferidas por los Estados a los órganos que instituyeron. Afirmar que un asunto puede tener una repercusión lejana en el mantenimiento de la paz no basta para convertir al Consejo de Seguridad en un gobierno mundial. El Tribunal ha definido bien las condiciones de la Carta:
“No es lo mismo que decir que [las Naciones Unidas] son un Estado, lo que ciertamente no son, o que su personalidad jurídica y sus derechos y deberes son los mismos que los de un Estado. Menos aún es lo mismo que decir que es un ‘super-Estado’, sea cual sea el significado de esta expresión”. (Recueil 1949, p. 179.)
35. No hay un solo ejemplo de asunto sometido al Consejo de Seguridad en el que algún Estado miembro no hubiera podido alegar que la persistencia de una situación dada representaba una amenaza inmediata o remota [p 328] para el mantenimiento de la paz. Pero la Carta se redactó con demasiadas precauciones como para permitir la alteración de su equilibrio. Aquí también son pertinentes las palabras utilizadas ante el Tribunal en 1962 por el representante soviético:
“Oponer la eficacia de la Organización de las Naciones Unidas a la observancia de los principios de la Carta de las Naciones Unidas es jurídicamente infundado y peligroso. Es evidente para todos que la observancia de los principios de la Carta de las Naciones Unidas es la condición necesaria de la eficacia de las Naciones Unidas. La experiencia de las Naciones Unidas demuestra claramente que sólo sobre la base de la estricta observancia de los principios de la Carta de las Naciones Unidas puede convertirse la Organización en un instrumento eficaz para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales y el desarrollo de relaciones amistosas entre los Estados.” (I.C.J. Pleadings, Certain Expenses of the United Nations (Article 17, paragraph 2, of the Charter), pp. 411 y ss.; véase también la declaración escrita del Gobierno francés en el mismo asunto, ibid., p. 134, y cf. la declaración parlamentaria del Gobierno de S.M. sobre la naturaleza jurídica de las obligaciones derivadas de las recomendaciones del Consejo de Seguridad: Hansard, Vol. 812, núm. 96, 3 de marzo de 1971, pp. 1763 y ss.).
Este mismo punto fue subrayado por los delegados de varios Estados en los debates del Consejo de Seguridad sobre el asunto del que ahora se ocupa el Tribunal. Señalaron que la única manera de obligar a los Estados sería que el Consejo adoptara una decisión basada en el Capítulo VII de la Carta después de proceder a efectuar las determinaciones necesarias, método que el Consejo optó por no adoptar.
El grado de solidaridad aceptado en una organización internacional viene fijado por su constitución. No puede modificarse posteriormente mediante una interpretación basada en fines y principios siempre definidos de forma muy amplia, como la cooperación internacional o el mantenimiento de la paz. De lo contrario, una asociación de Estados creada con vistas a la cooperación internacional sería indistinguible de una federación. Sería precisamente el “super-Estado” que no son las Naciones Unidas.
36. Por consiguiente, no hay más consecuencias para los Estados que la obligación de examinar de buena fe la aplicación de las recomendaciones formuladas por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad sobre la situación en Namibia (cf. declaración oral en nombre de los Estados Unidos, audiencia del 9 de marzo de 1971, sección IV in fine).
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37. No obstante, habida cuenta de la importancia de los intereses humanitarios en juego y de la cuestión de principio planteada ante el Tribunal desde hace más de 20 años, no se puede, a mi juicio, limitarse a consignar estas constataciones jurídicas y dejar el asunto ahí. Sería lamentable no indicar los medios para proseguir lo que el Tribunal estableció en 1950. En mi opinión, el Tribunal podía adoptar ante la cuestión planteada por el Consejo de Seguridad un enfoque diferente, que no sólo habría sido más conforme con sus tradiciones, sino que también habría ofrecido a las Naciones Unidas algunas perspectivas de solución, en lugar de un callejón sin salida. Sin embargo, como ese enfoque no fue adoptado, no puedo hacer más que esbozarlo.
Lo esencial en el caso de una solicitud de opinión consultiva, como en el de una demanda contenciosa, es su objeto real, no el razonamiento expuesto en el curso del procedimiento. El tribunal que conoce de un asunto debe juzgar ese asunto y no otro (cf. Société Commerciale de Belgique, P.C.I.J., Serie A/B, núm. 78, p. 173; Fisheries, I.C.J. Recueil 1951, p. 126, relativa a “des éléments qui… pourraient fournir les motifs de l’arrêt et non en constituer l’objetFN1” ; del mismo modo, en la sentencia Minquiers y Ecrehos, I.C.J. Recueil 1953, p. 52, el Tribunal distinguió entre los motivos invocados y las solicitudes formuladas). La petición formulada a la Corte era que definiera el estatuto jurídico actual de Namibia, y las alegaciones opuestas de los Estados no eran más que explicaciones propuestas a la Corte, algunas sosteniendo que la revocación del Mandato era definitiva, otras que era dudosa o ilegal. Pero se trata realmente de una petición para que la Corte declare qué ha sido del Mandato y cuáles son las consecuencias jurídicas de diversas acciones, ya sea por parte del Mandatario o por parte de las Naciones Unidas. El Tribunal era libre de responder a esa petición con referencia a otras razones que las aducidas ante él, y mediante otro sistema de argumentación, con una condición, que no respondiera a otra petición que la formulada y que evitara así transformar el caso “en otra controversia que es de carácter diferente” (P.C.I.J., Serie A/B, Nº 78, pág. 173; subrayado mío).
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FN1 El texto inglés de la sentencia no expresa tan claramente como el francés, que es el texto autorizado, la distinción entre motivos (motifs) y objeto (objet).
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38. La Opinión Consultiva de 1950 define el África Sudoccidental como “un territorio bajo el Mandato internacional asumido por la Unión Sudafricana el 17 de diciembre de 1920” (Recueil 1950, p. 143). Así pues, existe un régimen imperativo internacional que permanece en vigor mientras no se le ponga fin mediante un procedimiento jurídicamente oponible a todos los Estados interesados. El principio de la protección de los pueblos que aún no son plenamente capaces de gobernarse a sí mismos, que constituye “un deber sagrado de la civilización” concretado en el estatuto de mandato de 1920, sigue siendo válido. La Corte había mostrado en 1950 el camino legal a seguir para modificar y, si así se deseaba, poner fin a ese estatus. Era ese camino el que debía haberse seguido.
39. La Opinión Consultiva de 11 de julio de 1950 no imponía a Sudáfrica, como obligación legal, la celebración de un acuerdo de administración fiduciaria. El Tribunal se abstuvo de llevar a su extremo lógico la posición de principio que adoptó al decir “Retener los derechos derivados del Mandato y negar las obligaciones derivadas del mismo no podría justificarse” (J.C.J. Reports 1950, p. 133) y declinó decir que las obligaciones del Mandatario incluían la de convertir el Mandato en un acuerdo de administración fiduciaria. Pero ahí no acaba la cuestión, como lo demuestra la sugerencia del Juez De Visscher formulada en escritos posteriores que completan las opiniones de su Dictamen de 1950 sobre el sentido de la obligación de negociar (I.C.J. Reports 1950, págs. 186 y ss.) y también el tratamiento del problema por el Juez Lauterpacht en 1955 (párr. 28 supra).
40. En mi opinión, el Tribunal de Justicia debería haber recogido y aplicado en sus presentes conclusiones las observaciones formuladas sobre este punto por los dos jueces mencionados. En su sentencia de 20 de febrero de 1969 (Plataforma continental del Mar del Norte, Recueil 1969, p. 48) recordó el alcance de toda obligación de negociar, ya definida en la Opinión Consultiva sobre el tráfico ferroviario entre Lituania y Polonia: se trata de una obligación “no sólo de entablar negociaciones, sino también de proseguirlas en la medida de lo posible con miras a concluir acuerdos” (P.C.I.J., Serie A/B, nº 42, 1931, p. 116). En 1969, el Tribunal consideró que las negociaciones llevadas a cabo con anterioridad a los asuntos de la Plataforma Continental del Mar del Norte no habían satisfecho esa condición.
41. Recordemos brevemente a este respecto la posición del Gobierno sudafricano, según la cual le era imposible negociar con las Naciones Unidas a raíz de la Opinión Consultiva de 11 de julio de 1950. Esta alegación se expone muy claramente en la Contramemoria sudafricana y en la declaración oral de 11 de octubre de 1962 (I.C.J. Pleadings, South West Africa, Vol. II, pp. 86-95, y Vol. VII, pp. 241-250). Según este Gobierno, el Comité ad hoc creado en 1950 y el Comité sobre África Sudoccidental en 1953 se habían encargado de buscar los medios para aplicar la Opinión Consultiva; del mismo modo, el Comité de Buenos Oficios creado en 1957 debía buscar un acuerdo por el que el Territorio en su conjunto siguiera teniendo un estatuto internacional compatible con los fines de las Naciones Unidas. El argumento de Sudáfrica se basa en estos estrictos términos de referencia y los identifica como la causa de la ausencia de negociaciones con vistas a la aplicación del Dictamen de 1950. Así, en 1959, Sudáfrica ofreció “entablar conversaciones con un órgano ad hoc apropiado de las Naciones Unidas que podría ser nombrado previa consulta con el Gobierno sudafricano y que tendría plena oportunidad de enfocar su tarea de manera constructiva, previendo la discusión más completa de todas las posibilidades”, y esta declaración se repitió en idénticos términos en 1960 (ibid., Vol. I, p. 83, Memorial de Etiopía; y Vol. II, p. 91, Contramemoria).
42. Incluso antes del Dictamen de 1950, la Asamblea General, mediante resoluciones sucesivas en 1946, 1947 y 1948, había instado por su parte en tres ocasiones a Sudáfrica a negociar un acuerdo de administración fiduciaria. Después de que el Tribunal [p 344] determinara que Sudáfrica no tenía ninguna obligación legal de incluir el Territorio en el sistema de administración fiduciaria, la Asamblea tomó muchas otras iniciativas a las que alude el párrafo 84 del presente Dictamen (véase también el párrafo 26 supra).
43. El conflicto de puntos de vista puede resumirse a grandes rasgos de la siguiente manera: El objetivo de las Naciones Unidas era llegar a la negociación de un acuerdo de administración fiduciaria, mientras que Sudáfrica no quería convertir el Mandato en una administración fiduciaria. Es necesario determinar qué parte ha abusado de su posición jurídica en esta controversia sobre el alcance de la obligación de negociar. La diferencia en la apreciación del problema jurídico entre 1950 y hoy se refiere únicamente a este punto. En 1950, el Tribunal no podía, en su dictamen, contemplar la hipótesis de que pudieran surgir dificultades sobre la aplicación de la obligación de observar una determinada línea de conducta que consideraba incumbía a Sudáfrica al declarar que debía celebrarse un acuerdo para la modificación del Mandato; de ahí su silencio sobre este punto. Pero las normas generales relativas a la obligación de negociar son suficientes. Si las negociaciones se hubieran iniciado de buena fe y si, en una coyuntura dada, se hubiera considerado imposible llegar a un acuerdo sobre ciertos puntos precisos y objetivamente discutibles, entonces podría argumentarse que el Dictamen de 1950, al considerar que no había obligación de poner el Territorio bajo administración fiduciaria, impedía llevar el asunto más lejos, en la medida en que la negativa del Mandatario a aceptar un proyecto de acuerdo de administración fiduciaria podría en ese caso considerarse razonablemente justificada: “Ninguna parte puede imponer sus condiciones a la otra” (I.C.J. Reports 1950, p. 139). Pero los hechos son otros: las negociaciones para la conclusión de un acuerdo de administración fiduciaria nunca comenzaron, y de ello era responsable Sudáfrica. La norma jurídica infringida en este caso es la obligación de negociar de buena fe. Afirmar que las Naciones Unidas deberían haber aceptado la negociación de cualquier otra cosa que no fuera un acuerdo de administración fiduciaria sobre las bases propuestas por Sudáfrica, eso, viniendo del Gobierno de Sudáfrica, es interpretar la Opinión Consultiva de 1950 en sentido contrario al suyo y abusar de la posición de ser la parte cualificada para modificar el Mandato. Al tratar de imponer a las Naciones Unidas su propia concepción del objeto de las negociaciones para la modificación y transformación del Mandato, Sudáfrica ha incumplido la obligación establecida por la Opinión de 1950 de observar” una determinada línea de conducta.
Por otra parte, las Naciones Unidas no abusaron en absoluto de su posición jurídica cuando se negaron a negociar con otro fin que no fuera la conclusión de un acuerdo de administración fiduciaria, ya que tal era el objetivo reconocido por el dictamen de 1950 y ya previsto por la resolución de la Sociedad de Naciones de 18 de abril de 1946. “Evidentemente, la intención era salvaguardar los derechos de los Estados y de los pueblos en todas las circunstancias y en todos los aspectos, hasta que cada territorio se sometiera al régimen de administración fiduciaria” (I.C.J. Reports 1950, p. 134). Hubiera sido
[p 345] legítimo que las Naciones Unidas hubieran tomado nota del bloqueo y exigido a Sudáfrica el cumplimiento de su obligación de negociar.
44. Esta opinión se ve reforzada por la interpretación coherente de Sudáfrica de sus propios poderes, ya se trate de su pretensión de incorporar el Territorio -algo esencialmente incompatible con el régimen del mandato- o de sus alegaciones con respecto a sus títulos jurídicos aparte del Mandato. La posición jurídica de Mandatario formalmente reconocida por el Tribunal en 1950 otorgaba a Sudáfrica el derecho a negociar las condiciones de la transformación del Mandato en fideicomiso; desde 1950 esa posición ha sido utilizada para obstruir el principio mismo de dicha transformación.
45. Un análisis en este sentido, si lo realizara el Tribunal de Justicia y se basara en una conclusión judicial de que se había incumplido la obligación de transformar el Mandato mediante negociación, como prescribía el Dictamen de 1950, habría tenido consecuencias jurídicas respecto a la presencia continuada de Sudáfrica en el territorio bajo mandato. Considero que, en ese contexto, las consecuencias jurídicas en cuestión se habrían fundado en razones jurídicas sólidas.
(Firmado) Andre Gros.