viernes, noviembre 22, 2024

Convención concluida entre España e Inglaterra, transigiendo varios puntos sobre pesca, navegación y comercio en el Océano Pacífico y los mares del Sur; firmada en San Lorenzo el Real a 28 de octubre de 1790

Convención concluida entre España y Inglaterra, transigiendo varios puntos sobre pesca, navegación y comercio en el Océano Pacífico y los mares del Sur; firmada en San Lorenzo el Real a 28 de octubre de 1790 (1).

Estando dispuestas sus Majestades católica y británica a terminar por un convenio pronto y sólido las diferencias que se han suscitado últimamente entre las dos coronas; han hallado que el mejor medio de conseguir tan saludable fin sería el de una transacción amigable, la cual dejando a un lado toda discusión retrospectiva de los derechos y pretensiones de las dos partes, arreglase su posición respectiva para lo venidero sobre bases conformes a sus verdaderos intereses y al deseo mutuo que anima a sus Majestades de establecer entre sí en todo y en todas partes la más perfecta amistad, armonía y buena correspondencia. Con esta mira han nombrado y constituido por sus plenipotenciarios, a saber: su Majestad católica a don José Moñino, conde de Floridablanca, caballero gran cruz de la real orden española de Carlos III, consejero de estado de su Majestad y su primer secretario de estado y del despacho; y su Majestad británica a don Alleyne Fitz-Herbert, del consejo privado de su Majestad en la Gran Bretaña e Irlanda, y su embajador extraordinario y plenipotenciario cerca de su Majestad católica; quienes después de haberse comunicado sus respectivos plenos poderes, han convenido en los artículos siguientes.

Artículo 1.° Se ha convenido que los edificios y distritos de terreno situados en la costa de noroeste del continente de la América septentrional, o bien en las islas adyacentes a este continente, de que los súbditos de su Majestad británica fueron desposeídos por el mes de abril de 1789 por un oficial español, serán restituidos a los dichos súbditos británicos.

Artículo 2.° Además, se hará una justa reparación, según la naturaleza del caso, de todo acto de violencia o de hostilidad que pueda haber sido cometido desde el dicho mes de abril 1789 por los súbditos de una de las dos partes contratantes contra los súbditos de la otra; y en el caso que después de dicha época algunos de los súbditos respectivos hayan sido desposeídos por fuerza de sus terrenos, edificios, navíos, mercaderías o cualesquiera otros objetos de propiedad en dicho continente y en los mares o islas adyacentes, se les volverá a poner en posesión, o se les hará una justa compensación por las pérdidas que hubieren padecido.

Artículo 3.° Y a fin de estrechar los vínculos de amistad, y de conservar en lo venidero una perfecta armonía y buena inteligencia entre las dos partes contratantes, se ha convenido que los súbditos respectivos no serán perturbados ni molestados, ya sea navegando o pescando en el Océano Pacífico o en los mares del Sur; ya sea desembarcando en las costas que circundan estos mares, en parajes no ocupados ya, a fin de comerciar con los naturales del país, o para formar establecimientos, aunque todo ha de ser con sujeción a las restricciones y providencias que se especificarán en los tres artículos siguientes.

Artículo 4.° Su Majestad británica se obliga a emplear los medios más eficaces para que la navegación y la pesca de sus súbditos en el Océano Pacífico o en los mares del Sur no sirvan de pretexto a un comercio ilícito con los establecimientos españoles; y con esta mira se ha estipulado además expresamente, que los súbditos británicos no navegarán ni pescarán en los dichos mares a distancia de diez leguas marítimas de ninguna parte de las costas ya ocupadas por España.

Artículo 5.° Se ha convenido que así en los parajes que se restituyan a los súbditos británicos en virtud del artículo 1.°, como en todas las otras partes de la costa del noroeste de la América Septentrional o de las islas adyacentes, situadas al Norte de las partes de la dicha costa ya ocupadas por España, en cualquiera parte donde los súbditos de la una de las dos potencias hubieren formado establecimientos desde el mes de abril de 1789, o los formaren en adelante, tendrán libre entrada los súbditos de la otra y comerciarán sin obstáculo ni molestia.

Artículo 6.° Se ha convenido también por lo que hace a las costas tanto orientales como occidentales de la América Meridional y a las islas adyacentes, que los súbditos respectivos no formarán en lo venidero ningún establecimiento en las partes de estas costas, situadas al Sur de las partes de las mismas costas y de las islas adyacentes ya ocupadas por España. Bien entendido que los dichos súbditos respectivos conservarán la facultad de desembarcar en las costas e islas así situadas, para los objetos de su pesca, y de levantar cabañas y otras obras temporales que sirvan solamente a estos objetos.

Artículo 7.° En todos los casos de queja o de infracción de los artículos de la presente convención, los oficiales de una y otra parte, sin propasarse desde luego a ninguna violencia o vía de hecho, deberán hacer una relación exacta del caso y de sus circunstancias a sus córtes respectivas, que terminarán amigablemente estas diferencias.

Artículo 8.° La presente convención será ratificada y confirmada en el término de seis semanas, contado desde el día de su firma, o antes si ser pudiere.

En fe de lo cual, nosotros los infrascritos plenipotenciarios de sus Majestades católica y británica, hemos firmado en su nombre y en virtud de nuestros plenos poderes respectivos la presente convención, y la hemos puesto los sellos de nuestras armas. En San Lorenzo el Real a 28 de octubre de 1790.—El conde de Floridablanca.— Alleyne Fitz-Herbert.

ARTÍCULO SECRETO.
Como por el artículo 6.° del presente convenio se ha estipulado por lo que mira a las costas así orientales como occidentales de la América Meridional e islas adyacentes, que los súbditos respectivos no formarán en adelante ningún establecimiento en las partes de estas costas, situadas al Sur de las partes de las mismas costas ya ocupadas por España, se ha convenido y determinado por el presente artículo, que dicha estipulación no estará en rigor más que entre tanto que no se forme algún establecimiento en los lugares en cuestión por súbditos de otra potencia. El presente artículo secreto tendrá igual fuerza que si estuviese inserto en la convención. En fe de lo cual, nos los infrascritos plenipotenciarios de sus Majestades católica y británica hemos firmado el presente artículo secreto, y le hemos puesto los sellos de nuestras armas. Hecho en San Lorenzo el Real a 28 de octubre de 1790. —El conde de Floridablanca.—Alley- ne Fitz-Herbert.

Las ratificaciones del convenio y artículo secreto se canjearon en el mismo San Lorenzo el Real el 22 de noviembre de este año.

NOTAS.

(1) En fines de 1788 salieron del puerto mexicano de San Blas dos buques de la marina española bajo las órdenes del comandante don José Martínez, con el objeto de visitar la costa noroeste de aquel continente y destruir cualquier establecimiento extranjero que se hubiere formado en territorios del dominio de España. Llegó la expedición en 5 de mayo de 1789 al puerto de San Lorenzo de Nootka, descubierto y apellidado así en 1774 por el comandante de la fragata española Santiago, don Juan Perez.

Desde que el célebre Cook había recorrido estos mares en 1778, atraídos los ingleses por sus interesantes relaciones en que se encarecía la importancia comercial de Nootka con respecto al Asia, no solo dieron principio a un lucrativo tráfico de pieles y otros artículos que llevaban a China, sino que idearon también formar un establecimiento en San Lorenzo, en cuyo puerto ni aún vestigios se conservaban de la expedición del comandante Perez, y antes bien le había designado en la carta de sus viajes el capitán Cook bajo el nombre de Friendly Cove (Ensenada pacífica), tomando posesión a su vez de la isla de Nootka.

Don José Martínez halló en San Lorenzo dos buques angloamericanos que se ocupaban en descubrimientos, y uno portugués y otro inglés procedentes de Macao dedicados a objetos de comercio. La primera resolución del comandante español fue apresar estos cuatro buques, pero inmediatamente puso en libertad a los tres primeros, reteniendo solamente el último, que unido al Argonauta que llegó después mandado desde Londres por la compañía del mar del Sud con encargo de preparar sitio y habitaciones para la factoría inglesa que estaba proyectada, remitió a San Blas a las órdenes del virrey de México. Éralo a la sazón el conde de Revillagigedo, quien temeroso de las consecuencias que pudiera acarrear la impremeditada acción de Martínez, les levantó el arresto, dejándolos en libertad de marcharse, previa una fianza de responder en el juicio que se entablase por su conato de usurpación en la isla de Nootka. Al mismo tiempo retiró la comisión dada a aquel comandante, pero le reemplazó don Francisco Elisa que con una nueva expedición de tres buques recibió órdenes de consolidar la dominación española en San Lorenzo, dando ensanche y solidez a un fuerte que había empezado a construir don José Martínez.

La noticia de estos sucesos llegó a Madrid antes que a Londres. El 29 de enero de 1790 la comunicó el conde de Floridablanca al marqués del Campo, ministro de España en aquella corte, mandándole que se quejase al gobierno británico de la frecuencia con que sus súbditos intentaban actos de usurpación en las posesiones hispanoamericanas, obtuviese órdenes para que en lo sucesivo se reconociese el legítimo dominio de la corona española en Nootka, y al participar lo acaecido en San Lorenzo añadiese que considerando el virrey de México que los buques arrestados habían obrado con ignorancia y no deliberadamente había dispuesto que sin demora se les levantase el arresto.

El gabinete inglés, que se hallaba ya en frías relaciones con la corte de Madrid a consecuencia de las vivas disputas que sostenían aún desde la paz de 1783 sobre los establecimientos de Campeche y Mosquitos y que veía ahora contrariados los proyectos de extender sus factorías en la inmediación de la California, dio una agria contestación a la nota del marqués del Campo, negándose categóricamente a entrar en discusiones de dominio hasta tanto que el gobierno español diese una positiva satisfacción por el insulto hecho al pabellón británico. Como esta satisfacción hubiera envuelto una tácita o indirecta confesión nada favorable a los derechos que intentaba sostener la corona de España en Nootka, Floridablanca se negó a complacer al gobierno inglés sosteniendo que la pequeña falta que pudiera haber habido en la momentánea detención de los dos buques, quedaba indemnizada lo bastante con la espontánea e inmediata medida adoptada por el virrey de México.

Orgulloso aquel gobierno y conociendo que en las circunstancias políticas de la Francia no podría la corte de Madrid combinar ahora las mismas fuerzas que le habían dado la ley en 1783, empezó a armar sus escuadras, dio cuenta en el parlamento del pretendido insulto que acababa de recibir y pidió se le otorgasen nuevos subsidios. Al mismo tiempo reclamó de los estados generales los que se le debían en virtud del tratado de alianza de 15 de abril de 1788. La escuadra holandesa mandada por el almirante Kinsbergen recibió órdenes de unirse en Portsmouth a la del almirante Howe.

Grande era el conflicto del gobierno español. Floridablanca que tal vez contra sus principios, pero que arrastrado de la inclinación personal de Carlos III y de los atentados continuos de la Inglaterra durante este reinado, se había visto precisado a lanzarse de lleno en la alianza francesa, encontraba ahora que enflaquecido aquel reino por las divisiones consiguientes a su revolución, y menguada la autoridad real en el nuevo sistema político, ni sus oficios y mediación tenían influjo en Europa, ni había una voluntad unánime ni tampoco medios para ayudar a España en la lucha que amagaba. El sentimiento acerbo del ministro español por la revolución que tan inoportunamente había estallado en Francia, se retrata con mucha claridad en dos cartas, escrita la una al conde de Montmorin, ministro de negocios extranjeros y al cual hemos visto años atrás de embajador en Madrid y la otra al conde de Fernán Núñez, embajador de España en París. La primera es del 20 de enero de 1790 y dice así:

«Mi estimado amigo y señor: debo a V. dos cartas y pago con una respuesta a ambas; habiendo faltado antes la ocasión de darla por extraordinario, cuya expedición hemos suspendido por las ocurrencias de ese país. Compadezco a V. por la situación en que se halla, y compadezco tanto o más a esa ilustre nación y a su buen rey. Los españoles solemos decir que no hay cosa más enemiga de lo bueno que lo mejor; y en efecto muchas veces, o las más, por hacer cosas mejores, o se hacen muchas malas o se dejan de hacer las buenas o se destruyen las medianas y tolerables. Creo que en Francia sucede todo esto, y que mientras no se abran los ojos para ver y confesar la verdad de este proverbio español, no faltarán trabajos; y muchas personas serán la víctima de su propio celo estéril y aun perjudicial.

»Lo peor es que nuestros enemigos se deleitan con el espectáculo de esta tragedia, de la cual sacarán tantas ventajas, dejándola continuar, como interrumpiéndola con una guerra en el momento en que vean que han de sacar ventajas considerables. Este momento no puede tardar: ¿y qué esfuerzos hará entonces la

Francia sin dinero, sin crédito, sin ejército, sin marina y sin unión y subordinación de los miembros de ese gran cuerpo a una cabeza? ¿Harán los franceses en el peligro lo que los romanos, nombrando un dictador, o reconociendo esta autoridad en su rey? Pues, ¿a qué esperan cuando ven la Europa conjurada contra sí misma, amenazada de un incendio y metida en el centro que ha de abrasar a la propia Francia?

Perdone V. estas expresiones acaloradas o declamatorias, porque no puedo pensar, hablar ni escribir de las cosas de la Francia sin encenderme.

»Aquí estamos en continua observancia dentro y fuera. Dentro hay tranquilidad general, amor y fidelidad sin límites al soberano; fuera nos tienen alguna consideración, y nos tendrían más si la Francia se hallase o pusiese en estado de figurar unida con la España, lo que pudiera y debiera.

Subsiste en el rey mi amo el sistema de la unión íntima con la Francia; pero, ¿cómo trataremos y arreglaremos nuestra conducta recíproca y permanente, si el rey cristianísimo no puede responder del cumplimiento de lo que ofrezca y concierte, habiendo tantos obstáculos y desórdenes? ¡Quién pudiera imprimir esta reflexión en los corazones de todos los franceses!

»En fin, amigo mío, mientras ustedes no restablezcan la autoridad vigorosa de los tribunales para castigar a los delincuentes y turbadores del reposo público, y hacerles temer; y mientras no haya tropa y marina subordinada, se perderá el tiempo en discursos, y se convertirá en anarquía ese gobierno.»

La carta a Fernán Ñuñez, escrita el 6 de abril del mismo año, se halla concebida en los términos siguientes:

“Excelentísimo amigo y señor, vaya una especie que no escribo de oficio, pero servirá de gobierno a vuecencia para sus explicaciones, si le hablan. Los ingleses, viendo frustrados sus establecimientos del mar del Sur, y especialmente el de Nootka en que nos hemos anticipado impidiendo sus ideas, nos han respondido muy alto a un oficio amigable que Campo les pasó. Esto y el resentimiento que creo tengan de haber rehusado el rey un proyecto de alianza que nos insinuaron con mucha reserva por medio de Portugal, habrá excitado en ellos la gana de aprovechar a costa nuestra los armamentos que hagan con pretexto de sostener al rey de Prusia. Estamos pues en la necesidad de prepararnos; y si el ministerio británico nos pregunta por qué armamos, diremos que es para defendernos si en las turbulencias actuales se nos quiere insultar, y para estar a la vista de la conducta de nuestros propios súbditos ultramarinos, por si cunde la peste y el mal ejemplo de las colonias francesas. De camino haremos las más afectuosas protestas de amistad y de querer conservarla, como así es, y no perderemos medio de conseguir este fin. Entretanto, desnudos del apoyo de la Francia, será preciso que nos entendamos con alguna de las otras potencias o con todas las que tengan posibilidad y motivos de contener a la Inglaterra, como Rusia, Prusia y Viena; aunque la única de quien se puede esperar algo útil es la primera. Todo esto pide gran secreto.

Con los gastos de armamento conocerá vuecencia cuán imposible nos será dar dinero a esos señores, no habiendo traído ahora los navíos de Indias más que dos millones y medio de pesos para el rey, que están comidos con el duplo y más.

En Turín siguen las imprudencias, llenos de celo y de ignorancia, sin reparar en los peligros y reputación del jefe de la familia. Aseguro a vuecencia que es una triste necesidad la de tratar con gentes que no conocen su mismo bien y a quienes es preciso enojar para no destruirlas.”

Pero no por esto desmayó la corte de Madrid. En la casi seguridad de haber de medir las armas con el poder británico, el español procuró interesar a su causa a las potencias de Europa, extendiendo entre ellas un manifiesto en que se probaba el legítimo dominio de España en el territorio en cuestión y la mala fe con que la Inglaterra huía de entrar en la discusión de estos derechos, prefiriendo el medio violento de la guerra al de una pacífica negociación para ventilarlos. Además, se aumentaron las fuerzas de mar y tierra; y se dio orden a don José Solano para que saliese de Cádiz a cruzar en el Mediterráneo con una escuadra de treinta y dos navíos de línea y doce fragatas. Florida Blanca, cuya capacidad y genio activo no podía contenerse en los límites de su propio ministerio, extendió también un plan eventual de operaciones que se conserva escrito todo de su letra y contiene ideas de mucho interés. Dice así:

Plan de lo que conviene hacer en las circunstancias actuales de España con Inglaterra.

1. Continuar los armamentos en Cádiz, reuniendo allí todas las fuerzas marítimas que se puedan para acudir a donde convenga en los mares y dominios de Europa y América.

2. Arrimar todas las tropas que hubiere en proporción al mismo puerto de Cádiz y especialmente la infantería y dragones, así para el resguardo de aquel departamento y su arsenal, como para amenazar con alguna expedición a nuestros enemigos. Estas mismas tropas podrán tener en respeto a los negros marroquíes y contener las tentaciones de su nuevo rey, a quien sugerirán los ingleses cuanto puedan para un rompimiento. También podrán algunas de dichas tropas reforzar la línea del Campo de Gibraltar con algunos preparativos y disposiciones que cuesten poco dar aprehensión de que podremos renovar el bloqueo y sitio, y forzar por este medio a los ingleses a que mantengan mucha parte de sus fuerzas de mar y tierra en Europa, evitando sus expediciones en nuestra América.

3. Acercar también al Ferrol y Coruña las demás tropas que hubiere en proporción, así para impedir las ideas de perjudicar nuestros arsenales, como para combinar desde allí las amenazas y operaciones de que se tratará después.

4. Inclinar a los franceses, si arman en Tolón, a que pasen a Cádiz todos sus navíos, para que reunidos a los nuestros formen una armada superior a la de los enemigos.

5. Proponer también a los franceses que arrimen tropas a Brest y a los puertos del Canal o Mancha para dar aprehensión a la Inglaterra y aprovechar de cualquier descuido que tenga, si llega a creer que no es más que amenaza, desampara sus costas o disminuye allí sus fuerzas marítimas.

6. Procurar que los franceses armen cuanto puedan en Brest, y concertar el punto de unión de sus navíos con los nuestros, para que unos y otros no sean atacados de fuerzas superiores antes de estar unidos.

7. Pensar en acabar pronto la guerra con un golpe de mano y un desembarco pronto en Inglaterra, teniendo presente el plan que se concertó en la guerra pasada y no tuvo efecto por las timideces o por la política mal entendida del conde de Maurepas.

8. Para mover a los franceses convendrá pasar oficios fuertes al rey cristianísimo a fin de que diga lo que podrá hacer y lo efectúe por medio de preparativos y disposiciones activas; y que en su defecto no lleve a mal que España busque otros aliados que se hallen en estado de concurrir a su socorro y satisfacción, sin exceptuar potencia alguna. Por este medio si el rey de Francia oye a la asamblea se sabrá lo que hay que esperar de aquella nación y habremos de tomar otro partido, si vemos que es enteramente nula.

9. Poner en la isla de Cuba las tropas que se puedan en parajes de la costa del Sur proporcionados a hacer temer en la Jamaica alguna expedición; y ver dónde podría por aquella parte colocarse alguna escuadra que la sostuviese con barcos de transporte.

10. Renovar avisos a la América y especialmente a Puerto Rico, Trinidad y Bahía de Honduras, y donde pueden convenir algunas fragatas, que impidan los insultos que quieran hacer los ingleses de Jamaica, cubriendo la entrada del río San Juan y el puerto de Omoa.

11. En Filipinas son más necesarios los avisos por estar en distancia que es más difícil el remedio: y así se darán repetidos por Nueva España y por el Cabo de Nueva Esperanza teniendo estos prontos en Montevideo.

12. Atraer a Rusia, como ya se ha empezado a hacer, y a Dinamarca; poner en desconfianza a Suecia de los ingleses, y procurar en Holanda que los patriotas sacudan el yugo inglés y su alianza. Aun con el rey de Prusia puede trabajarse por lo que empieza a descontentarse de Inglaterra.

13. Asegurar al rey de Marruecos, por todos medios y gastos, como se ha empezado a practicar, para que no nos distraiga, y hacer lo mismo con las regencias.

14. A la corte de Lisboa se instruirá de nuestra razón, exigiendo solo la misma correspondencia que en la guerra pasada.

15. Convienen en Canarias y Menorca tener más vigilancia que en otras partes, por causa de los insultos que se intenten.

En fin, nos debemos proponer hacer una guerra ofensiva y examinar los medios que haya para lograrlo con algún suceso; pues la defensiva es imposible por los muchos distantes puntos que tenemos que guardar.

Por lo que toca al mar del Sur, está acordado ya enviar los navíos y fragatas que parecen necesarios.

Mientras así se aprestaban a la pelea los dos gobiernos, el portugués interpuso sus buenos oficios para suspender los armamentos y que se transigiese amistosamente la cuestión. El gabinete británico envió a Madrid para seguir la negociación al lord Alleyne Fitz-Herbert, el mismo que con el conde de Aranda había entendido en la del tratado de 1783. Desde mitad de junio empezaron las discusiones entre el nuevo plenipotenciario y el conde de Florida Blanca. Proponía aquel que ante todas cosas se sujetase el gobierno español a la restitución de los buques apresados, si alguno lo estuviese todavía, a la indemnización de cualquier daño que del tal apresamiento se les hubiere seguido y diese finalmente una declaración que hiciese veces de satisfacción por el ultrage hecho al pabellón británico. El ministro español, aunque hubiera querido que previamente se ventilase el punto del dominio territorial de Nootka, porque su resultado era el que con seguridad debía calificar lo justo o ilegítimo del acto del comandante Martínez, propuso sin embargo que este asunto se sometiese al fallo arbitral de uno de los reyes de Europa. Negóse a ello el ministro inglés; y por fin después de varias contestaciones, dirigidas todas a pedir el uno satisfacción y resarcimiento de daños, y el otro que se entrase en el examen del derecho o dominio territorial, viendo que colocada en este terreno la cuestión se haría interminable, tomaron un temperamento medio; esto es, hacer una declaración y contradeclaración en que se subsanase la ofensa que pudiera haber habido, pero sin que por ella se prejuzgase el punto de propiedad. Son como siguen aquellos documentos:

Declaración: “Habiéndose quejado Su Majestad Británica de la captura de ciertos barcos, pertenecientes a sus súbditos, hecha en la bahía de Nootka, situada en la costa noroeste de América, por un oficial al servicio de Su Majestad Católica; el infrascrito primer secretario de estado y consejero de Su Majestad, debidamente autorizado al efecto, declara en nombre y de orden de Su dicha Majestad, que Su Majestad se halla dispuesto a dar satisfacción a Su Majestad Británica por la injuria de que se queja, en la seguridad de que Su dicha Majestad Británica se conduciría del mismo modo en iguales circunstancias con Su Majestad Católica, y además se obliga Su Majestad a restituir enteramente todos los buques británicos que fueron en Nootka; y a indemnizar a los interesados en ellos de las pérdidas que hubieren sufrido, tan luego como pueda estimarse el valor de ellas: bien entendido que esta declaración no excluirá ni traerá perjuicio a la discusión ulterior de los derechos que alegue Su Majestad para formar exclusivamente un establecimiento en el puerto de Nootka.

En fe de lo cual firmo esta declaración y la pongo el sello de mis armas. Madrid, 24 de julio de 1790. — El conde de Florida Blanca.”

Contradeclaración: “Habiendo declarado Su Majestad Católica que estaba dispuesto a dar satisfacción por la injuria hecha al rey en la captura de ciertos barcos, pertenecientes a sus súbditos, en la bahía de Nootka; y habiendo firmado el señor conde de Florida Blanca en nombre y de orden de Su Majestad Católica una declaración para ello; en virtud de la cual se obliga también Su dicha Majestad a restituir enteramente los barcos apresados, y a indemnizar a los interesados en ellos de las pérdidas que hubieren sufrido, el infrascrito embajador extraordinario y plenipotenciario de Su Majestad cerca del rey católico, expresa y debidamente autorizado para ello, acepta dicha declaración en nombre del rey y declara, que Su Majestad considerará esta declaración con el cumplimiento de las obligaciones que encierra, como una plena y entera satisfacción de la injuria de que Su Majestad se ha quejado.

El infrascrito declara al mismo tiempo, que debe tenerse entendido que ni la declaración firmada por el señor conde de Florida Blanca, ni la aceptación que acaba de dar el infrascrito en nombre del rey, no excluye ni menoscaba parte alguna de los derechos que pudiere alegar Su Majestad a cualquier establecimiento que sus súbditos hubieren formado o formaren en lo sucesivo en dicha bahía de Nootka.

En fe de lo cual he firmado esta contradeclaración y la he puesto el sello de mis armas. En Madrid, a 24 de julio de 1790. — Alleyne Fitz-Herbert.”

Remitido a Londres este acuerdo, el gabinete británico se negó a darle la ratificación y antes bien hizo nuevos preparativos y amagos de guerra. La corte de Madrid, aunque a su pesar se vio en la necesidad de obrar del mismo modo. Entonces fue cuando pidió a Luis XVI los socorros estipulados en el pacto de familia. Este príncipe mandó desde luego que se armasen catorce navíos de línea; pero temiendo después las consecuencias de esta medida, si en ella no intervenía la asamblea nacional, sometió a su decisión la demanda de la corte de Madrid. Discutióse en sentidos varios por los representantes de Francia, entre los cuales el mayor número se inclinaba a no reconocer las obligaciones que emanaban de aquel tratado. Pero el voto del conde de Mirabeau, individuo de la comisión diplomática, cuyo odio a Inglaterra y rivalidad personal con respecto al ministro Pitt le llevó ahora a sostener que debían prestarse al gobierno español los socorros que reclamaba, triunfó en la asamblea; y ésta dio el 26 de agosto de 1790 el siguiente decreto:

“La asamblea nacional, deliberando acerca de la proposición formal del rey que se contiene en la carta de su ministro fecha en 1o de agosto decreta:

Que se pida al rey que haga conocer a Su Majestad Católica que la nación francesa tomando todas las medidas propias al mantenimiento de la paz, observará las estipulaciones defensivas y comerciales que el gobierno contrató anteriormente con España.

Decreta también que se pida al rey se entable inmediatamente una negociación con los ministros de Su Majestad Católica a efecto de estrechar y perpetuar por medio de un tratado lazos útiles a las dos naciones y fijar con precisión y claridad cualquier tratado que no sea enteramente conforme a las miras de una paz general, y a los principios de justicia en que se fundará desde hoy la política de los franceses.

Por lo demás, tomando en consideración la asamblea nacional los armamentos de varias naciones de Europa, su progresivo aumento, la seguridad de las colonias francesas y del comercio nacional, decreta que se pida al rey dé sus órdenes para que las escuadras francesas en comisión se aumenten a cuarenta y cinco navíos de línea con un número proporcionado de fragatas y otros buques.”

Aunque por este decreto se autorizaba al rey para un armamento, cuyo objeto verdadero era socorrer a España con las fuerzas navales que designa la penuria del tesoro y los términos indirectos de la concesión hicieron ver al gobierno de Madrid que la alianza de la casa de Borbón se había disuelto y que sería en vano esperar de allí ningún auxilio. Florida Blanca escuchó pues gustoso una segunda proposición de la reina de Portugal para que continuase la negociación sobre distintas bases. Fitz-Herbert presentó un nuevo proyecto de convenio, que se discutió detenidamente. Acordés se hallaban ya ambos plenipotenciarios; pero en España se miraba como indecorosa toda avenencia con la Inglaterra, acalorados como se hallaban los ánimos y herido el pundonor nacional de la arrogancia y tono de superioridad que había mostrado aquel gabinete en la cuestión actual. Así es que no atreviéndose Florida Blanca á reasumir toda la responsabilidad del convenio acordado, antes de ponerle su firma le sometió al examen de una numerosa junta de los primeros funcionarios, y para que su dictamen fuese seguro acompañó al convenio un papel en que trazaba ligeramente el estado de España en sus relaciones exteriores y medios propios. No era ciertamente muy lisonjero el cuadro; quizá de intento le había recargado el ministro para conseguir un voto favorable de la junta. Hé aquí el contenido de este documento.

Antes de examinar los artículos de convención que nos propone la Inglaterra en el papel simple que acompaña para impedir un rompimiento, conviene tener presente un breve resumen del estado en que la España se halla con las córtes principales de Europa, y el que ella tiene dentro de sí misma en sus diferentes ramos de guerra, marina, hacienda, economía y policía interna.

Respectivamente a la Francia, acaba esta de declarar en su asamblea nacional, que observará los empeños defensivos y comerciales con la España tomando todas las medidas propias para mantener la paz.

Consiguiente a esta declaración ha acordado la asamblea proponer al rey cristianísimo se armen hasta cuarenta y cinco navíos de línea con el competente número de fragatas y buques menores; pero sin decir que es para auxiliar a la España, sino en consideración a los armamentos que se hacen y aumentan por diferentes naciones de Europa, y a la seguridad de sus colonias y comercio.

Esta reserva y aquella especie de condición que contiene la declaración de mantener los empeños defensivos y comerciales con la España, ofrece algunos motivos para reflexionar con pausa la declaración de la asamblea. Digo especie de condición, porque parece que la resolución de mantener los tratados defensivos se hace depender de que antes se tomen todas las medidas propias para conservar la paz. Si el calificar estas medidas queda reservado a la asamblea, siendo compuesta de tantos miembros y ideas tan extraordinarias, no hay que esperar que les acomode lo que la España piense y practique para conservar la paz; y por consecuencia tampoco se debe esperar mucho de sus auxilios.

Se prescinde por ahora de que la asamblea quiera limitar la observancia de los tratados a lo defensivo y comercial, que es lo que puede tener cuenta a la Francia. Los casos de la alianza defensiva admiten tantas interpretaciones y cabilaciones que fácilmente la podrán eludir los miembros revoltosos de la asamblea, diciendo que no ha llegado el casus foederis y que la España tiene la culpa, o en los motivos de la agresión que se le haga o en no admitir todos los medios de conciliación que haya propuesto la Inglaterra, sean perjudiciales o indecorosos.

Después de esto quiere la asamblea que se negocie un tratado nacional con la España con el objeto sin duda de modificar o explicar los antiguos; y esto es lo mismo que pretender formar un nuevo sistema de unión con nosotros, en cuyas estipulaciones entre el cuerpo de la nación francesa que se cree representado por la misma asamblea. Puede haber muchas dificultades y peligros en reconocer la legitimidad y autoridad de aquel cuerpo usurpador de la soberanía; y también pueden no ser útiles, como no lo serían a la España las ideas de ensanchar en ella sus ventajas el comercio francés por medio de la negociación para los nuevos tratados.

A estos embarazos y justos recelos se sigue la poca probabilidad que hay de que los armamentos de la Francia sean efectivos y útiles a la España, aunque la asamblea quiera auxiliarnos de veras. La falta de fondos y dinero para los gastos por los desórdenes de aquel reino; la inobediencia notoria de sus tropas de mar y tierra a sus jefes, y el riesgo de que sus máximas y resabios de insubordinación puedan contaminar a nuestros soldados en cualquier unión o proyecto combinado, impedirán por muchos tiempos la ejecución y uso útil de cualquier armamento.

Así, pues, solo en caso de ser atacada la misma Francia por los ingleses, puede haber una prudente esperanza de que aquella nación haga y reúna sinceramente sus esfuerzos para defenderse; y en tal caso buen cuidado tendría ella de buscarnos, aunque podría entonces convenirnos responderle con tantas modificaciones y reservas como las de que ahora se vale la asamblea para respondernos.

Visto el estado de la Francia para con la España, corresponde recorrer y registrar el que esta tiene con las demás potencias; lo que conviene hacer empezando por las marítimas.

La Holanda es aliada de la Inglaterra, y aunque la puede perjudicar mucho en sus intereses y comercio el mezclarse en un rompimiento con la España; el partido dominante stadonderiano de aquella república es todo inglés; y así a pesar de los manejos de los patriotas y aun de los imparciales para no tomar parte en la guerra y de lo que se les ha cultivado a este fin por nuestra corte, prevalecerá la opinión de auxiliar a los ingleses, aunque será con la pereza y flojedad que lo hacen tales gobiernos populares y mercantiles.

La Rusia embarazada en su guerra actual, amenazada por el rey de Prusia y por la Inglaterra, y falta de recursos y de dinero, se verá precisada a ceder y acomodarse con la Suecia y los turcos. Si la España tuviera un gran tesoro para dar a los rusos, y se allanase a romper con la Inglaterra, impidiendo que esta enviase escuadras al Báltico, no hay duda que Catalina II entraría en una alianza con nosotros; pero ni tenemos aquel tesoro, ni debemos emprender una guerra contra ingleses, solo por favorecer a la Rusia.

Para el caso en que no pudiésemos honestamente evitar la guerra, y que fuésemos atacados, sería muy útil estar prevenidos con alguna alianza o convención de socorrernos recíprocamente españoles y rusos. A este fin se han dado con mucha anticipación algunos pasos por nuestra parte en la corte de Rusia; pero con tal tiento que no aceleremos el mal, en vez de evitarle, pues advertidos los ingleses de nuestra negociación, de que ya están recelosos, o la destruirían o se apresurarían a hacernos la guerra antes que asegurásemos formalmente la alianza. En fin esta es muy incierta, y solo sería probable para después de la guerra que es cuando menos la necesitaríamos.

El rey de Suecia tal vez entraría en una alianza; pero, según hemos tanteado, querría subsidios anuales de dinero, como se los daba antes la Francia, y para sacarnos más haría el juego doble de pedirlos mayores a la Inglaterra y Prusia, y aun diría que se los ofrecían; no teniendo en el día confianza de este príncipe, que por su crítica situación necesita comunicarlo todo a ingleses y prusianos.

La Dinamarca entraría también en ser nuestra aliada, si entraba la Rusia; pero también querría subsidios en dinero, según lo que hemos podido descubrir.

Con la corte de Lisboa solo se puede contar para una neutralidad exacta y amigable en que nos favorecerá cuanto pueda, y lo mismo se puede decir con las de Nápoles y Turín; y esto es lo más que conviene exigir de estas córtes, pues su afianza nos traería la carga de defenderlas, no pudiendo hacerlo ellas por sí solas, especialmente la de Lisboa que tiene dominios tan distantes y desamparados.

Los Estados-Unidos de América podrían ser nuestros aliados útiles que incomodarían al comercio y navegación inglesa, y podrían turbar la pesca de Terranova, y las posesiones del Canadá y nueva Escocia pertenecientes a la Gran Bretaña. Los hemos sondeado, y no ponen mala cara, pero querrán la navegación del Misisipí, que les abra la puerta al seno Mejicano y su contrabando, y tal vez pedirán la observancia de los límites que capitularon injustamente con la Inglaterra por lo tocante a la Florida, usurpándonos gran parte de esta.

La corte de Viena no está para nuevos empeños de guerra y alianzas, y cualquiera lo conoce a vista de la ley que acaba de recibir de la Prusia y la Inglaterra, sin que quede otra potencia de importancia a quien acudir para nuestra unión.

El rey de Prusia nos ha guardado y guarda una gran consideración dándonos cuenta de todos sus pasos aunque con algunas reservas y modificaciones; pero no pudiendo ser nuestro aliado útil, siendo lo de la Inglaterra, solo podría servirnos de mediador o de árbitro, lo cual lisongearía su vanidad, aunque disgustaría a las córtes de Viena y Rusia. La Inglaterra misma ha contado con nosotros para comunicarnos sus ideas de tres años a esta parte sobre la guerra de Levante, pidiendo consejo sobre ella y sobre el modo de contener a las córtes imperiales, pero en la hora que afianzó su alianza con la Holanda y con la Prusia y que vio alborotada la Francia, y debilitada empezó a recatarse y a obrar sin confianza con nosotros. Se lisongeó de separarnos de la Francia cuando esta era o se creía poderosa, pero cuando la ha visto arruinada no cuida mucho la Inglaterra de cultivarnos.

Con la Puerta Otomana estamos medianamente, pero de allí solo hay que esperar que no nos venga daño; y lo mismo digo de la regencia de Arjel y la de Trípoli; pero no nos podemos fiar de los tunecinos, con quienes solo tenemos tregua hasta ahora; y mucho menos del rey de Marruecos, que, como todos saben, nos amenaza con el sitio de Ceuta, y esta es una diversión a que sin duda le mueven los ingleses.

Siendo esta nuestra situación con las principales potencias de Europa y con las regencias de África, debe también reflexionarse el estado de nuestro ejército y marina, y el de nuestra hacienda real, sin olvidar el de nuestra economía y gobierno interno.

El ejército padece una gran diminución, pero podría reemplazarse para lo que podamos necesitar en una guerra marítima y de expediciones, sean dentro o fuera de la Península, como también para el bloqueo indispensable de Gibraltar, que nos haga dueños del estrecho, y cause esta diversión a la marina inglesa para socorrerle, desviándola de otras empresas distantes en nuestras Indias, que no podemos enteramente defender.

En la marina tenemos bastantes buques, pero debe pensarse en su reemplazo en caso de desgracias y en el de sus aparejos, según el estado de nuestros almacenes, a que se agrega el aumento de las tripulaciones y necesidad que habrá, para completarlas, de valerse de la tropa, como en la guerra anterior.

La real hacienda apenas puede con los gastos del tiempo de paz; y así para el de guerra en que bajan las entradas y suben los gastos es preciso recurrir al crédito: es de temer que no lo tenemos para hallar caudales dentro ni fuera de España; pero sobre esto dará luces el señor ministro a quien pertenece.

Finalmente, en la economía y policía interior, además de otras causas, las malas cosechas de muchos años, las epidemias y la debilidad de las justicias para contener los desórdenes han encarecido todas las cosas necesarias a la vida, aumentando los ociosos y los delincuentes y atrasando los recursos del comercio y de la industria; de modo que es difícil o imposible inventar nuevas cargas a los contribuyentes para la guerra sin aniquilar los pueblos y excitar clamores peligrosos en sí mismos y mucho más con el mal ejemplo de la Francia y otras potencias.

Con estas reflexiones preliminares se ha de entrar a reconocer el plan de convención que nos da la Inglaterra, y a extender el dictamen que cada uno debe formar sobre todos sus artículos, y sobre las demás ideas que convenga excitar. Para ello se debe tener presente no solo el perjuicio que pueda causar a nuestros derechos en las dos Américas, y a nuestro comercio, navegación y quietud interna de sus provincias cualquier establecimiento extranjero, sino el ejemplo que se dé a otras naciones y el incentivo a la inglesa para aumentar sus pretensiones y exigir otras condescendencias si nos ven fáciles en las primeras.»

No dejó de sufrir contradicción en la junta el proyecto de convenio, pero al fin hubo de ceder ante temores de una guerra inevitable, en la cual no podía entrar España con todas aquellas fuerzas que pudieran darle probabilidad de triunfo. Miróse, pues, como una necesidad esta transacción por más que fuese nociva a los intereses españoles y se creyesen menguados los derechos de la corona, tolerando el comercio inglés en el norte de la América y permitiendo la pesca en el mar del Sur.

Firmóse pues el 28 de octubre la presente convención, y para llevar a ejecución los artículos 1o y 2o se concluyeron dos nuevos convenios el 12 de febrero de 1793 y 11 de enero de 1794; el uno señalando la indemnización que debía satisfacer el gobierno español; y en virtud del otro comisionados de ambas cortes presenciaron la demolición del fuerte español de San Lorenzo, canjeando el 23 de marzo de 1795 en el golfo de Nootka las declaraciones de que se hace mérito en el último de estos convenios.

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Nicolas Boeglin

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