Tercer pacto de familia entre los reyes de España y Francia, Carlos III y Luis XV; concluido y firmado en París el 15 de agosto de 1761 (1).
En el nombre de la Santísima e indivisible Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Así sea.
Los estrechos vínculos de la sangre que unen a los dos monarcas reinantes en España y Francia, y la singular propensión del uno para el otro, de que se han dado tantas pruebas, empeñan a su Majestad Católica y a su Majestad Cristianísima en formar y concluir entre sí un tratado de amistad y unión bajo el nombre de pacto de familia, cuyo principal objeto es hacer permanentes e indisolubles, tanto para sus Majestades cuanto para sus descendientes y sucesores, aquellas mutuas obligaciones que traen consigo naturalmente el parentesco y la amistad. La intención de su Majestad Católica y de su Majestad Cristianísima en los empeños que contraen por este tratado es perpetuar en su posteridad el insigne modo de pensar de Luis XIV de Francia, de gloriosa memoria, su común y augusto bisabuelo, y que en él subsista para siempre un monumento solemne del recíproco interés en que estriban los deseos de sus corazones y la prosperidad de sus familias reales.
Con esta mira y para llegar al logro de un fin tan conveniente y saludable, sus Majestades Católica y Cristianísima han dado sus plenos poderes; es a saber: su Majestad Católica a don Jerónimo Grimaldi, marqués de Grimaldi, su gentilhombre de cámara con ejercicio y su embajador extraordinario al rey de Francia, y su Majestad Cristianísima al duque de Choiseul, par de Francia, caballero de sus reales órdenes, teniente general de sus reales ejércitos, gobernador de Turena, jefe y superintendente general de los correos y postas de a caballo y coches, ministro y secretario de Estado, encargado de los despachos de Estado y de la Guerra; quienes informados de las disposiciones de sus respectivos soberanos, y después de haberse comunicado sus dichos plenos poderes, han convenido en los artículos siguientes:
Artículo 1°. El rey Católico y el rey Cristianísimo declaran que en virtud de sus estrechos vínculos de parentesco y amistad, y en consecuencia de la unión que contratan por el presente tratado, mirarán en adelante como enemiga común la potencia que viniere a serlo de una de las dos coronas.
Artículo 2°. Los dos monarcas contratantes se conceden recíprocamente en la forma más auténtica y absoluta la garantía de todos los estados, tierras, islas y plazas que poseerán en cualquier parte del mundo, sin reserva ni excepción alguna, cuando por primera vez, después de este tratado, se hallen uno y otro en plena paz con las demás potencias, y tales cuales entonces estuvieren sus respectivas posesiones.
Artículo 3°. Conceden su Majestad Católica y su Majestad Cristianísima la misma absoluta y auténtica garantía al rey de las Dos Sicilias y al infante don Felipe, duque de Parma, para todos los estados, plazas y tierras que actualmente poseen, suponiendo correspondan de su parte, garantizando todos los dominios de su Majestad Católica y de su Majestad Cristianísima.
Artículo 4°. Aunque la garantía mutua e inviolable que contratan sus Majestades Católica y Cristianísima debe ser sostenida con todo su poder y que lo entienden así, conforme al principio sentado que hace la base de este tratado de que quien ataca a una corona ataca a la otra; sin embargo han juzgado a propósito las dos partes contratantes fijar los primeros socorros que la potencia requerida tendrá obligación de suministrar a la potencia demandante.
Artículo 5°. Se ha convenido entre los dos reyes contratantes, que la corona requerida de suministrar el socorro, tendrá en uno o muchos de sus puertos tres meses después de la requisición, doce navíos de línea y seis fragatas armados, a la entera disposición de la corona demandante.
Artículo 6°. La potencia requerida tendrá en el mismo tiempo de los tres meses a disposición de la potencia demandante, si fuese España la potencia requerida, diez mil hombres de infantería y dos mil de caballería; y si lo fuese la Francia, dieciocho mil hombres de infantería y seis mil de caballería. En cuya diferencia de número se mira solo a las que hay entre las tropas que mantiene la España y las que la Francia tiene actualmente en pie; pues si llegase a ser igual, entonces será también igual la obligación. Y este número de tropas le ha de juntar y avocar la potencia requerida, sin salir desde luego de sus dominios en el paraje de ellos que la demandante señalase, para estar más a la mano de la empresa o del objeto con que las pida: y como haya de preceder a este objeto embarco y navegación o marcha de tropas por tierra, todo lo ha de costear la potencia requerida, dueña en propiedad del socorro.
Artículo 7°. En cuanto a dicho diferente número de tropas, hace el rey Católico la excepción de que la necesidad de ellas, sea para defender los dominios del rey de las Dos Sicilias, su hijo, o los del infante duque de Parma, su hermano; pues reconociendo la preferente, aunque voluntaria obligación que le impone su más inmediato parentesco, ofrece acudir en este caso con los mismos dieciocho mil hombres de infantería y seis mil de caballería, y aun con todas sus fuerzas sin exigir del rey Cristianísimo más que el mismo número ya estipulado y los demás esfuerzos a que le moviere su amor a los príncipes de su sangre.
Artículo 8°. Hace también por su parte el rey Cristianísimo la excepción de las guerras en que pudiese entrar o tomar parte en consecuencia de los empeños contraídos por la paz de Westfalia y otras alianzas con las potencias de Alemania y del Norte. Y considerando que dichas guerras en nada pueden interesar a la corona de España, su Majestad Cristianísima promete no exigir socorro ninguno del rey Católico, a menos de que tomase parte alguna potencia marítima en las expresadas guerras, o que los sucesos de ellas fuesen tan funestos a la Francia que se viese atacada por tierra en su propio país; en cuyo último caso, su Majestad Católica acepta y ofrece a su Majestad Cristianísima, sin excepción alguna, no solo dichos diez mil hombres de infantería y dos mil de caballería, sino también en caso necesario aumentar este socorro hasta los mismos dieciocho mil hombres de infantería y seis mil de caballería que su Majestad Cristianísima ha estipulado, no atendiendo su Majestad Católica para este caso a la desproporción expresada de las fuerzas terrestres entre la España y la Francia.
Artículo 9°. Será permitido a la potencia demandante enviar uno o muchos comisarios que nombrarán de entre sus súbditos para que vayan a asegurarse por sí mismos de que con efecto, pasados los tres meses de requisición ha juntado y tiene existentes la potencia requerida en uno o muchos de sus puertos los doce navíos de línea y las seis fragatas armadas en guerra y las tropas estipuladas, todo prontas a partir.
Artículo 10°. Dichos navíos, fragatas y tropas obrarán según la voluntad de la potencia que los necesite y que los haya pedido, sin que sobre los motivos u objetos que indicase para emplear estas fuerzas de mar y de tierra, pueda hacer la potencia requerida más que una sola y única representación.
Artículo 11°. Lo que se acaba de convenir se entiende siempre que la potencia demandante pidiese el socorro para alguna empresa de mar o de tierra, defensiva u ofensiva, de inmediata ejecución: pero no para que los navíos y fragatas de la potencia requerida vayan a fijarse en sus puertos ni las tropas en sus dominios; pues bastará que el requerido tenga dichas fuerzas de mar y tierra dispuestas y prontas en los parajes de sus dominios, que prefiriese la potencia demandante por más útiles a sus miras.
Artículo 12°. La requisición que uno de los dos soberanos hiciese al otro de los socorros estipulados por el presente tratado, bastará para probar la necesidad de una parte y la obligación de la otra, de suministrarlos; sin que sea necesario entrar en explicación alguna, sea de la especie que se fuese, ni bajo de pretexto alguno, para eludir la más pronta y más perfecta ejecución de este empeño.
Artículo 13°. En consecuencia del artículo precedente no tendrá lugar la discusión del caso ofensivo o defensivo en orden a los doce navíos, seis fragatas y tropas de tierra que se han de suministrar, debiendo mirarse estas fuerzas en todas ocasiones y tres meses después de la requisición, como pertenecientes en propiedad a la potencia que las hubiese pedido.
Artículo 14°. La potencia que suministrare el socorro, sea de navíos y fragatas, sea de tropas de tierra, las pagará en cualquier parte en donde su aliado las hiciese obrar, como si directamente para sí misma emplease estas fuerzas; y la potencia demandante estará obligada sea que hagan corta o larga mansión en sus puertos o tierras dichos navíos, fragatas o tropas, a hacerlas suministrar cuanto necesiten a los mismos precios que si fuesen propias, y guardarlas los mismos respetos y privilegios de que gozan sus tropas. Y se ha convenido que en ningún caso dichas tropas, navíos o fragatas causarán gasto a la potencia en cuyo servicio se empleasen, y que permanecerán a disposición de ella todo el tiempo que durare la guerra en que estuviese empeñada.
Artículo 15°. El rey Católico y el rey Cristianísimo se obligan a tener completos y bien armados los navíos, fragatas y tropas que sus Majestades se suministrarán recíprocamente, de suerte que apenas la potencia requerida hubiese suministrado los socorros estipulados en los artículos 5° y 6° del presente tratado, hará armar en sus puertos número suficiente de navíos y fragatas para reemplazar sin pérdida de tiempo los que puedan perderse en los accidentes de la guerra o del mar. Y la misma potencia tendrá igualmente preparadas las reclutas y reparaciones necesarias para las tropas de tierra que hubiese suministrado.
Artículo 16°. Los socorros estipulados en los artículos precedentes, según el tiempo y forma que se ha explicado, han de ser considerados como una obligación inseparable de los vínculos del parentesco y amistad, y de la unión íntima que desean los dos monarcas contratantes se perpetúe entre todos sus descendientes: y dichos socorros estipulados serán lo menos que la potencia requerida podrá hacer por la que los necesitare. Pero como la intención de ambos reyes es que en empezándose la guerra por o contra la una de las dos coronas, ha de venir a ser personal y propia también de la otra; se ha convenido que luego que los dos estén en guerra declarada contra el mismo o los mismos enemigos, cesará la obligación de dichos socorros estipulados, y ocupará su lugar la de hacer la guerra juntos empleando para ella todas sus fuerzas; a cuyo fin establecerán entonces los dos altos contratantes convenciones particulares relativas a las circunstancias de la guerra en que se hallasen empeñadas; concertarán y determinarán sus esfuerzos y sus ventajas respectivas y recíprocas, así como los planes y las operaciones militares y políticas; y adoptadas que sean las seguirán los dos reyes juntos, y de común y perfecto acuerdo.
Artículo 17°. Sus Majestades Católica y Cristianísima se empeñan y se prometen para el caso de hallarse ambos en guerra no escuchar ni hacer proposición alguna de paz, no tratarla ni concluirla con el enemigo, o los enemigos que tuviesen, sino de un acuerdo y consentimiento mutuo y común, y comunicarse recíprocamente todo lo que pudiese acaecer a una u otra de las dos potencias, en particular sobre el objeto de la pacificación; de suerte que tanto en guerra como en paz cada una de las dos coronas mirará como propios los intereses de la otra su aliada.
Artículo 18°. Siguiendo estos principios y los empeños contraídos en su consecuencia, han convenido sus Majestades Católica y Cristianísima que cuando se trate de terminar con la paz la guerra que hayan sostenido en común, compensarán las ventajas que una de las dos potencias haya podido lograr con las pérdidas que haya padecido la otra; de forma que tanto sobre las condiciones de la paz como sobre las operaciones de la guerra, las dos monarquías de España y Francia, en toda la extensión de sus dominios, han de ser consideradas y han de obrar como si no formasen más que una sola y misma potencia.
Artículo 19°. Concurriendo en el rey de las Dos Sicilias los mismos vínculos de parentesco y amistad y los mismos intereses que unen íntimamente a sus Majestades Católica y Cristianísima; estipula su Majestad Católica por el rey de las Dos Sicilias, su hijo; y se obliga a hacerle ratificar tanto por sí como por sus descendientes perpetuamente, todos los artículos del presente tratado: bien entendido que se determinarán en el acto de accesión de su Majestad Siciliana los socorros que haya de suministrar a proporción del poder de sus dominios.
Artículo 20°. Sus Majestades Católica, Cristianísima y Siciliana se obligan a concurrir, no solo a la conservación y esplendor de sus reinos en el estado en que se hallan actualmente, sino también a sostener primero que cualquier otro objeto y sin excepción la dignidad y los derechos de su casa; de suerte que cada príncipe que tendrá el honor de venir de la misma sangre, podrá estar asegurado en cualquier ocasión de la protección y asistencia de las tres coronas.
Artículo 21°. Debiendo ser considerado el presente tratado, según se anuncia en el preámbulo, como un pacto de familia entre todas las ramas de la augusta casa de Borbón, ninguna otra potencia que las que fueren de esta sangre podrá ser convidada ni admitida a acceder a él.
Artículo 22°. Los súbditos de los altos contratantes serán tratados, relativamente al comercio y a las imposiciones en los dominios de cada uno en Europa, como los propios súbditos del país adonde llegasen o residiesen; de suerte que la bandera española gozará en Francia los mismos derechos y prerrogativas que la bandera francesa, así como la bandera francesa será tratada en España con el propio favor que la española. Los súbditos de las dos monarquías, en declarando sus mercaderías, pagarán los mismos derechos que pagarían si fuesen de naturales; y esta misma igualdad se observará en cuanto a la libertad de la importación y exportación, sin que deban pagarse de una y otra parte más derechos que los que se perciban de los propios súbditos del soberano; ni ser materias de contrabando para unos las que no lo fuesen para los otros; y por lo que mira a estos objetos, quedan abolidos cualesquiera tratados, convenciones o establecimientos anteriores entre las dos monarquías; bien entendido que ninguna otra potencia extranjera gozará en España ni en Francia privilegio alguno más ventajoso que el de las dos naciones. Las mismas reglas se observarán en España y Francia con la bandera y súbditos del rey de las Dos Sicilias; y su Majestad Siciliana hará que los gocen recíprocamente en sus dominios las banderas y súbditos de las dos coronas de España y Francia.
Artículo 23°. Si los altos contratantes hiciesen en adelante algún tratado de comercio con otras potencias y les acordasen o les hubiesen ya acordado el tratado de la nación más favorecida en sus puertos o estados, se prevendrá a dichas potencias que el trato de los españoles en Francia y en las Dos Sicilias, el de los franceses en España y también en las Dos Sicilias, y el de los napolitanos y sicilianos en España y Francia sobre el mismo objeto es exceptuado en esta parte, y no debe ser citado ni servir de ejemplo, pues sus Majestades Católica, Cristianísima y Siciliana no quieren que otra alguna nación participe de los privilegios que hallan por conveniente hacer recíprocamente gozar a sus respectivos vasallos.
Artículo 24°. Los altos contratantes se confiarán recíprocamente todas las alianzas que pudiesen formar en lo sucesivo, y las negociaciones que pudiesen seguir, sobre todo las que tuviesen alguna conexión con sus intereses comunes, y en su consecuencia sus Majestades Católica, Cristianísima y Siciliana mandarán a los respectivos ministros que mantienen en las demás cortes extranjeras que vivan entre sí con la más perfecta inteligencia y la mayor confianza a fin que todas las operaciones hechas en nombre de cualquiera de las tres coronas, se encaminen a su gloria y a sus comunes ventajas, acrediten y sean una prenda constante de la intimidad que sus dichas Majestades quieren establecer y perpetuar entre sí.
Artículo 25°. El delicado objeto de la precedencia en los actos, funciones y ceremonias públicas es frecuentemente un estorbo para la buena armonía y estrecha confianza que conviene haya entre los ministros respectivos de España y Francia, porque estas especies de discusiones, cualquiera que sea el temperamento que se tome para cortarlas, indisponen siempre los ánimos. Estas disputas eran naturales cuando las dos coronas de España y Francia eran poseídas por principes de dos casas diferentes: pero actualmente y para todo el tiempo que haya determinado la divina Providencia mantener en ambos tronos soberanos de la misma familia, no conviene que subsista entre ellos una ocasión continua de sinsabor y descontento. En consecuencia, sus Majestades Católica y Cristianísima han convenido en cortar dicha ocasión, fijando por regla invariable a sus ministros, revestidos de igual carácter en las cortes extranjeras que en las de familia, como son al presente las de Nápoles y Parma, preceda siempre en cualquier acto, función o ceremonia el ministro del monarca cabeza de la familia; cuya precedencia se considerará como una consecuencia de la ventaja del nacimiento; y que en todas las demás cortes, el ministro, sea de España, sea de Francia que hubiese llegado último, o cuya residencia fuese más reciente, ceda al ministro de la otra corona y de igual carácter que hubiese llegado primero o cuya residencia fuese más antigua: de suerte que habrá desde hoy con respecto a esto una constante y fraternal alternativa, a la que ninguna otra potencia deberá ni podrá ser admitida, en atención a que esta disposición (que es únicamente un puro efecto del presente pacto de familia) cesaría si los tronos de ambas monarquías dejasen de ser ocupados por principes de la misma casa; pues entonces cada corona haría revivir sus derechos o pretensiones a la precedencia. Se ha convenido también que si por alguna casualidad los ministros de las dos coronas llegasen precisamente a un mismo tiempo a una corte que no sea de las de familia, el ministro del soberano, cabeza de la casa, precederá por este título al ministro del soberano, segundo de la misma casa.
Artículo 26°. El presente tratado o pacto de familia será ratificado y las ratificaciones canjeadas en el término de un mes, o antes si fuere posible, contando desde el día de la firma de dicho tratado. En fe de lo cual, nos los infrascritos ministros plenipotenciarios de su Majestad Católica y de su Majestad Cristianísima, en virtud de los plenos poderes que van copiados literal y fielmente al pie de este presente tratado, le hemos firmado y puesto en él los sellos de nuestras armas. En París a 15 de agosto de 1761. —El Marqués de Grimaldi. —Le Duc de Choiseul.
El 20 de agosto de este mes y año lo ratificó su Majestad el Rey de Francia; y el 25 su Majestad Católica en San Ildefonso; habiendo refrendado el instrumento Don Ricardo Wall, primer Secretario de Estado y del Despacho.
NOTAS.
(1) La alianza de París de 15 de agosto de 1761, conocida con el célebre nombre de pacto de familia, viene a ser una ampliación y complemento de los tratados de 7 de noviembre de 1733 y 25 de octubre de 1743. Mucho se ha hablado, no se ha escrito poco y aún dura la discusión en nuestros días, sobre el acierto o imprevisión de Carlos III y resultados de aquel pacto en la situación política de España. Abstengámonos de ventilar una cuestión que es ajena a este libro, pero no por eso dejaremos de notar que instando tiempo adelante la corte de Viena para que se la incluyese como contratante en el pacto de familia, lo rehusó dicho monarca, fundando la negativa su ministro de estado, marqués de Grimaldi en que el tal pacto era negocio de amor, no de política (affaire de coeur et non de politique); de suerte que por un afecto particular de familia, se comprometieron la sangre e intereses de todo un pueblo en los desaciertos o caprichos de un monarca extranjero.
Las estipulaciones de Aquisgrán ni habían extinguido los gérmenes de rivalidad que tan hostilmente se habían desenvuelto años anteriores entre Inglaterra y Francia, ni habían zanjado tampoco las interminables cuestiones de propiedad y límites que sostenían ambos gabinetes respecto a sus colonias de ultramar. Aunque discurrieron varios medios de avenencia, vióse muy luego que servirían únicamente para dilatar más o menos tiempo, pero no para impedir un rompimiento, que con diversos fines apetecían ambas naciones. El apresamiento de dos buques de guerra franceses cerca de Terranova, y el ataque y conquista de la isla de Menorca hecha por el mariscal de Richelieu, desalojando de todos los puntos de ella la guarnición inglesa, fue el principio de la guerra que se declaró en mitad del año de 1756 entre Luis XV y Jorge II, y que entre sucesos varios se prolongó hasta la paz de París de 1763. Solo la Holanda y Dinamarca se mantuvieron neutrales en la lucha; las demás potencias europeas fueron parte más o menos activa y aún puede decirse que todas se coligaron contra Prusia, sin que hubiesen podido rendir al célebre Federico II, que no tenía más amigo que al inglés y el escaso socorro de los electorados de Hannover y Hesse-Kassel.
Mientras el azote de la guerra sembraba muertes y desolación en América y Europa, sosegada España bajo el dulce reinado de Fernando VI oía de lejos el estruendo de las armas y florecía sin mezclarse en la contienda. Y no era ciertamente porque la Gran Bretaña y Francia dejasen de emplear todos sus esfuerzos para inclinarla en favor de sus respectivos intereses; pero aquellos fueron ineficaces y se estrellaron siempre en el constante sistema de neutralidad, cuya máxima fue el distintivo político de este monarca.
Queda indicado ya en otra nota que después de la paz de Aquisgrán había venido a Madrid como ministro de la Gran Bretaña el ya antes conocido Mr. Keene, tan sagaz como entendido y práctico en las costumbres y carácter de los españoles. Mal representado había estado Luis XV en los años anteriores. El altivo e intrigante obispo de Rennes fue reemplazado por Mr. de Vaugrenaut que, aunque de carácter débil, quiso proseguir manteniendo en el gabinete español aquel influjo político y oficiosa dirección que tradicionalmente ejercían los embajadores franceses desde el advenimiento de Felipe V.
No tardó Luis XV en penetrarse de que las circunstancias habían cambiado, y que un sistema de esta naturaleza bajo el reinado de Fernando VI en que el orgullo y delicadeza nacional se ostentaban latamente, lejos de ser favorable, contrariaba los intereses de Francia. Eligió pues para su embajador en Madrid al duque de Duras, y el cambio de política del gabinete de Versalles se vio muy a las claras en una comunicación que dirigió Noailles al encargado de negocios de España, anunciándole aquel nombramiento. Después de encarecer las ventajas de estar unidas las dos coronas; «confieso, le decía, que España tiene muchos y fundados motivos para quejarse de la conducta de Francia, y entre ellos ninguno más patente que el último tratado de Aquisgrán. También confieso que nuestros embajadores en Madrid constantemente se han mezclado en vuestros negocios interiores, queriendo aparecer a un tiempo ministros españoles y franceses. Algunos han atendido a sus intereses privados de un modo harto lucrativo, y los más han traspasado sus poderes, atormentándoos con cuestiones comerciales que debieran haber dejado a cargo de los cónsules y otros agentes inferiores.»
Las instrucciones del nuevo embajador se habían redactado bajo igual sistema. «Moderad vuestro celo, le decían, os ceñiréis durante los seis primeros meses a oír y conocer el carácter de la corte y de la nación, y en particular el de los ministros: hacéos, si podéis, flemático y tomad cierta dosis de opiniones, para poneros en concordancia con la mayor parte de la corte: no ofendáis la gravedad española; no despleguéis toda vuestra gracia y elegancia natural, porque sería una censura de los modales del país; sed cauto, sobre todo en los primeros tiempos de vuestra misión; y no olvidéis que un ministerio suspicaz espiará vuestras acciones.»
Al poco tiempo de haber llegado Duras a Madrid entabló la negociación de un pacto de familia entre Luis XV y Fernando VI. Había sondeado el terreno sin hallar otra cosa que palabras amistosas en el ministro de estado don José Carvajal. Creyó fácil tal vez arrancarle de este sistema de entretenimiento, dando un carácter oficial y positivo a sus gestiones por medio de una nota que le dirigió el 1 de septiembre de 1753, incluyendo ya formulado el proyecto de la nueva alianza que proponía. Son notables ambos documentos y muy útiles para fijar el verdadero carácter del reinado de Fernando VI en la política exterior. La nota se hallaba concebida en los términos siguientes:
«Muy señor mío: habiendo dado cuenta a mi corte de la conversación que tuve con vuestra excelencia sobre el tratado de Fontainebleau, el rey mi amo me manda decirle, que después de haberle examinado con toda atención, le encuentra lleno de condiciones ofensivas, que refiriéndose al tiempo en que fue concluido, son difíciles de conciliar en la actualidad; y que el tal tratado exigiría una reforma casi general para llenar los fines que tienen su Majestad católica y el rey mi amo de mantener la tranquilidad pública de Europa. Ocupado exclusivamente de este objeto su Majestad cristianísima y de dar pruebas de sincera amistad al rey su primo y del deseo de estrechar una unión perpetua entre Francia y España, adopta con mucho gusto las miras de su Majestad.
Vuestra excelencia me ha hecho la honra de decirme muchas veces que si Francia fuese atacada en sus estados de Europa o América por alguna potencia extranjera, su Majestad católica emplearía en su auxilio todas sus fuerzas de mar y tierra; cuya seguridad tuve encargo de hacer muchas veces también a vuestra excelencia de parte del rey mi amo, y la reitero ahora con la mayor satisfacción. Partiendo de este principio, propone hoy el rey mi amo una convención recíproca entre los dos monarcas para socorrerse mutuamente con todas sus fuerzas en el caso de que cualquiera de ellos fuese atacado en sus posesiones. Como esta convención es el resultado de recíprocas seguridades, lisongéase el rey mi amo que su Majestad católica la aceptará. Ya he tenido el honor de decir a vuestra excelencia que su Majestad cristianísima recibiría el mayor sentimiento de que se atribuyese a la más leve desconfianza la proposición que hace hoy, hija del cariño y amistad que tiene hacia el rey su primo. Decidido a aceptar los arreglos que se le propongan, mira la palabra de su Majestad católica tan segura como todos los tratados; pero el empeño con que las potencias enemigas naturales de la casa de Borbón procuran persuadir que Francia y España se hallan desunidas, requiere que se dé aquel paso. Al abrigo de tan falsa opinión, forman alianzas y proyectos que pueden ser funestos con el tiempo a los dos reinos, si no se toma la precaución de desengañar a la Europa por medio de una estipulación tan útil como honrosa, y que conservaría a la vez a la casa de Borbón el esplendor y superioridad que nadie la disputaría, conocida que fuese su unión.
Como el rey mi amo repugna proponer ningún arreglo que esté en oposición con los empeños que el rey su primo pudiere tener ya contraídos, también se abstiene de pretender que su Majestad católica adopte los compromisos que él ha contratado en virtud de la situación de sus dominios. La más tierna amistad, el engrandecimiento de su casa, el bien de sus súbditos y las ventajas de España y Francia son los objetos que le estimulan. Ruego a vuestra excelencia se sirva tomar las órdenes de su Majestad católica y comunicármelas, para que yo pueda decir a mi corte que he ejecutado las que me tiene dadas. Aprovecho esta ocasión para reiterar a vuestra excelencia las seguridades de aprecio y alta consideración etc.»
He aquí el proyecto de tratado que Duras enviaba a don José Carvajal con la nota que acaba de copiarse. «Siendo el más vivo deseo de sus Majestades cristianísima y católica estrechar los lazos que las unen, y cimentar invariablemente entre sí una amistad fundada en los vínculos de la sangre, han creído que nada contribuiría más a su gloria, a la seguridad de sus estados y esplendor de sus dominios que formar entre sí una convención de alianza defensiva con el fin principal de imponer a sus enemigos, y precaver las tentativas de las potencias que tienen envidia y celos de su engrandecimiento. Por estas consideraciones sus Majestades han dado plenos poderes a ; quienes después de haberlos exhibido han acordado lo siguiente; que sus dichas Majestades cristianísima y católica se garantizan mutuamente todos sus estados y posesiones así en Europa como en América, y prometen auxiliarse con todas sus fuerzas tanto por tierra como por mar, si se diere el caso de que sus dichos estados y posesiones tanto en Europa como en América fuesen invadidos por alguna potencia.
La presente convención a que se obligan sus Majestades contratantes, mirándola como el más fuerte apoyo de su casa y como pacto irrevocable de familia, de unión y de amistad, será ratificada en el término de seis semanas o antes si fuere posible. En fe de lo cual etc.»
Importunado el ministro español para que diese una contestación a la propuesta del gobierno francés, lo hizo al fin en una nota redactada de su puño en 14 de noviembre de este año de 1753. Es la siguiente:
«Excelentísimo Señor. Señor mío: ya a las instancias tan continuadas de vuestra excelencia di cuenta al rey mi amo del deseo del de vuestra excelencia y le leí el proyecto de pacto de familia que enviaron a vuestra excelencia de su corte.
En vista de todo quiso su Majestad saber si había algo nuevo ajustado o establecido entre otras potencias que obligase a esto. Infórmele que no había más que lo que le tenía dicho como iba ocurriendo; pero que esta fermentación casi general le parecía a Francia que exigía este pacto y testimonio de unión de las dos coronas: entonces me dijo su Majestad que la misma fermentación inducía a no hacer tal pacto, porque él la daría un impulso que llegase a rompimiento: que no podrían creer las demás potencias que estas dos tan grandes y unidas hacían un pacto no necesario sin algún grande objeto: que sobre este buen raciocinio adelantarían sus solicitudes, estrecharían y aumentarían sus alianzas, y para cortar el designio oculto de las dos, las prevendrían, rompiendo con algún pretexto una guerra: que a las dos coronas no les conviene guerra ahora, sino es descansar y ponerse en estado de poderla hacer o rechazar con suceso, en que están conformes los dictámenes de ambas: que no es razón hacer un pacto que tiene este riesgo, mucho más no siendo necesario, pues se han hecho otros de igual naturaleza entre las dos líneas, que aunque comprendían otros puntos temporales, no quita eso la perpetuidad de los que se establecen para ella: que sobre todo, la recíproca defensa de las dos se fonda en un tratado de dos artículos, pero infalibles: uno es la estrecha unión de sangre entre las dos, y otro la íntima amistad personal entre uno y otro: que sobre ellos cuenta su Majestad, si se halla oprimido de enemigos, pedir socorro a su primo, y que se le dará sin preguntar si hay tratado, y en esa confianza no ha propuesto que se haga alguno a Francia, y que sobre los mismos puede esperar el rey cristianísimo que si se hallase estrechado de sus enemigos, al preciso aviso tendrá su auxilio hasta donde alcancen sus fuerzas.
Condénese vuestra excelencia que es menester mucho ánimo para replicar a razones tan fundadas dichas por un amo: pues le tuve para decir a su Majestad, que aunque había yo dado las razones que se me habían ofrecido, todavía insistía vuestra excelencia en que le diese cuenta y dijese que era grande el deseo del rey su amo de que se efectuase este convenio.
Entonces me dijo con un tal cual viso de entereza: no, no puedo yo creer que el rey cristianísimo cuando sepa las razones porque me escuso, insista en que se haga el acto. Eso sería hacerme manifiesto que desconfiaba de mí y no se lo tengo merecido así; con que me daría un gran pesar y no puedo yo creer que él quiera darme que sentir. Haced que sepa mi respuesta con sus fundamentos y no dudéis que desistirá satisfecho.
Nada puedo o debo añadir, habiendo hecho una justa relación del hecho, lo cual hará ver a vuestra excelencia que no ha sido por ideas mías la dilación o resistencia a dar parte al rey del proyecto, sino es práctico conocimiento del sistema que su Majestad se ha formado de la quietud, observación y reparar sus reinos y sus fuerzas sin dar motivo de celos a nadie; y que el proyecto era contrario a esto y arriesgado a que entendiese que desconfiaba de él Francia.
Si inútiles fueron las tentativas de Francia, no fue más dichoso el representante de Inglaterra en las que empleó para atraer a su causa al gobierno español. El porfiado empeño del duque de Durás era un estímulo para la infatigable actividad de Mr. Keene. Apuraba toda especie de argumentos para convencer a Carvajal de las ventajas inmensas de una triple alianza entre España, Inglaterra y Austria. Cuando supo que aquel embajador había presentado el proyecto de que nos hemos ocupado, estrechó si cabe el círculo de sus gestiones y hablando con el ministro de estado de las objeciones que pudieran hacerse a la triple alianza: «hay un medio fácil y sencillo le decía; que el señor Carvajal, el conde de Miggazzí (embajador austríaco) y el embajador inglés adopten el proyecto francés, que le firmen y vuelvan de este modo contra los franceses sus mismas astucias.
Pero el ministro español cuyo tema favorito era el aún no es tiempo procuró eludir esta nueva demanda a expensas de su amor propio, asegurando que su valimiento no alcanzaba a llevar a cabo semejante proyecto, «Estoy tan convencido como usted, le contestaba, de la necesidad de una alianza con Inglaterra y Austria: mis inclinaciones van aún más allá de una vaga alianza: fuera mi deseo establecer una amistad permanente entre las dos coronas y no precisamente limitada al presente caso; porque aquel sería el medio de hacernos temibles al resto de Europa. Pero no me ruborizo de confesar, y usted no ignora, mi poco poder y los obstáculos que sufriría un arreglo de esta especie; y diré también con franqueza, que habiendo tan reciente y positivamente desechado las proposiciones de Francia, me veo en la necesidad de obrar del mismo modo por algún tiempo con Inglaterra y sus aliados. Semejante paso daría a mis enemigos harta superioridad sobre mí, y queriendo servir a ustedes en momento inoportuno, quedaría privado de los medios de ser útil ahora y en lo sucesivo.»
Este digno consejero de Fernando VI falleció cap repentina mente el 8 de abril de 1754. Para reemplazarle fue llamado don Ricardo Wall, a quien dejamos en la nota anterior desempeñando la embajada de España en Londres. En el sistema político del nuevo ministro pueden señalarse dos épocas: la una que precedió a la caída del marqués de la Ensenada, y en la cual por rivalidad y contradicción a este sostuvo más de lo que consentía su deber una amistad íntima con el representante británico, y la otra después que quedó árbitro del gabinete español, cuya inmensa responsabilidad y las cuestiones que más tarde se suscitaron con la Gran Bretaña acerca de nuestras provincias ultramarinas, neutralizaron en gran manera su afición a los intereses de esta potencia, llegando al punto de que en su tiempo se abrió, siguió y llevó a cabo la negociación del pacto de familia.
Luis XV intentó en el ministerio de don Ricardo Wall hacer valer las relaciones de familia e interesar nuevamente a Fernando VI en una alianza con su corona. Hacíasele ahora tanto más necesario cuanto que en hostilidad abierta con Inglaterra, aunque se había ligado con Austria y Rusia y concitado contra aquella potencia y Prusia todo el poder de Alemania, no desconocía los azares de la guerra y la veleidad de las naciones, dando por lo tanto un valor inmenso a la alianza española, cuya solidez reposaría en los afectos de la sangre y en la rectitud del carácter personal de Fernando.
Pero este príncipe estaba muy distante de abandonar su principio de estricta neutralidad. No le arrancaron de ella ni halagos ni promesas. Ofrecióle Francia en cambio de una alianza la restitución de Menorca y la recuperación de Gibraltar; interesarse en la elección del infante don Felipe para rey de Polonia, luego que quedase vacante por fallecimiento de Augusto III; y hasta viendo que no cedía a tan lisonjero estímulo, procuró el rey de Francia atraerse a la reina doña Bárbara, cuyo influjo era no pequeño en el ánimo de su esposo. Escribíale cartas muy afectuosas por conducto de la embajadora, pero aquella princesa las enviaba sin abrir al ministro de estado, y estrechada un día por esta señora sobre la urgente necesidad de unirse íntimamente las dos líneas de Borbón: «las mujeres no entendemos de estas cosas, la respondió, es preciso dejar que las traten el rey y sus ministros: no hablemos más.»
Mientras esto pasaba en la corte de España, agitada la de Londres por la pérdida de Menorca y los progresos del ejército francés en los estados prusianos y de Hanover, había confiado la dirección de los negocios al célebre Pitt. Este procuró escitar el ardor de sus conciudadanos y poner en juego todas las fuerzas de la Gran Bretaña para contrarestar al francés y sus aliados.
Quiso además arrancar al gobierno español de su neutralidad y creyó conseguirlo por medio de la oferta de restituirle la plaza de Gibraltar y el abandono de los establecimientos formados por los ingleses desde el año de 1748 en el golfo de México.
Es muy digno de conocerse el despacho que sobre este asunto escribió el Sr. Pitt en septiembre de 1757 al embajador británico en Madrid, Sr. Keene. Decía así:
“Por el objeto no menos importante que secreto, de que tendré la honra de hablaros en este despacho que os escribo de orden de su Majestad, como asimismo por la instrucción que va adjunta, os enterareis con profundo reconocimiento del aprecio que el rey os manifesta, y de la confianza que tiene en vuestra experiencia y capacidad, de que tan brillantes pruebas habéis dado. Lisongeámonos de que os habréis restablecido con el uso de las aguas minerales y que os hallareis en estado de ejecutar este importante y delicado encargo, que exige tanta circunspección y vigilancia como tacto y destreza.”
“Para explicar a Vuestra Excelencia con claridad y precisión el fin propuesto, ha parecido que el medio más seguro y breve sería trasladaros la nota unánimemente aprobada por los ministros del rey a quienes se consultan los negocios más secretos de la corona. En ella se contiene el número y sustancia de las medidas que el rey tiene la intención de adoptar en estas críticas circunstancias, con las razones en que aquellas se fundan. He aquí su resolución:”
“Habiendo considerado Sus Señorías los espantosos progresos de las armas francesas y los riesgos a que quedan expuestos la Inglaterra y sus aliados por el trastorno total del sistema político de Europa, y señaladamente por el peligroso desarrollo de la influencia de la Francia en la admisión de guarniciones francesas en Ostende y Nieuport; Sus Señorías, repito, piensan que en las desgraciadas circunstancias en que estamos, solo la unión íntima con la corona de España es lo que puede contribuir poderosamente a la libertad general de Europa, como igualmente a la continuación de la guerra actual, tan justa y tan necesaria hasta el momento en que pueda restablecerse la paz sobre sólidas y honrosas bases.”
“Para conseguir este indispensable objeto, Sus Señorías exponen muy humildemente a Su Majestad su opinión sobre la necesidad de abrir negociaciones con aquella corte para atraerla, si es posible, a que una sus armas a las de Su Majestad con el fin de alcanzar una justa y honrosa paz, y sobre todo para recuperar y restituir a la corona inglesa la importantísima isla de Menorca con todos sus puertos y fortalezas, como también para restablecer un equilibrio permanente en Europa. Para llegar a este gran resultado, creen Sus Señorías que es importante, hasta donde se juzgue necesario, el comprender en esta negociación con la corona de España el cambio de Gibraltar por la isla de Menorca con sus puertos y fortalezas. Sus Señorías someten muy humildemente también a Su Majestad su unánime opinión de que sin pérdida de tiempo se sondeen las disposiciones de la corte de España sobre el particular, y que en el caso de que fueren favorables, se abra inmediatamente dicha negociación y se termine cuanto antes con el más profundo secreto. Opinan igualmente Sus Señorías que se haga justicia a las reclamaciones de España relativas a los establecimientos formados por súbditos ingleses en la costa de Mosquitos y bahía de Honduras desde el tratado de Aquisgrán en octubre de 1748, con la cláusula de que se evacúen todos estos establecimientos.”
“Enterado por la nota antecedente de las miras e importancia de esta difícil negociación, resta que examineis para dirigiros los diversos documentos anejos que os envío y recomiendo de parte de Su Majestad; los cuales consisten en informes, instrucciones y datos necesarios, así sobre los desastres que han acaecido recientemente, como sobre otras calamidades de que nos hallamos amagados y que serán su consecuencia inevitable. Leyendo dichos documentos formareis una idea justa del aspecto de la guerra actual, y aun mucho más exacta de la que yo pudiera daros.”
“Aunque Su Majestad se halle tan convencido de vuestro celo en su servicio que crea inútil cualquier otra consideración para estimularos, con el fin de infundiros valor en la ejecución de esta gran obra, no puedo menos sin embargo de llamar vuestra atención sobre todo aquello que tiene relación al trastorno de Europa, conquistas de los franceses y sus devastaciones en la Baja Sajonia. Es por cierto penosísimo espectáculo para nosotros ver presa de los franceses los estados que constituían la antigua herencia de Su Majestad, y que por una serie de muchos siglos le habían transmitido sus ilustres antepasados.”
“Afligidísimos nos tiene también la suerte de nuestro ejército de observación, obligado a retroceder en medio de inminentes riesgos hasta Stade a las órdenes de Su Alteza Real. Tememos que no obstante la magnanimidad de Su Majestad y aunque dirigido por el valor y destreza de Su Alteza Real, no se vea en la cruel necesidad de recibir la ley del vencedor.”
“Pasaré en silencio otras aflictivas consideraciones, de las cuales es inútil enterar a Vuestra Excelencia. Le haré únicamente observar, antes de ocuparme de la ejecución del plan en cuestión, que estamos reducidos a tal punto, que las ténnes ventajas del tratado de Utrech, indeleble oprobio de la generación última, son todo lo que nos es lícito desear hoy, y sin esperanza no obstante de conseguirlo; porque el imperio no existe ya para nosotros, los puertos de los Países Bajos se han entregado al enemigo, no se ejecuta el tratado holandés sobre portazgos, hemos perdido Menorca y el Mediterráneo, y aun la América nos ofrece bien poca seguridad.”
“En semejante estado de cosas, por funesto y calamitoso que sea, Vuestra Excelencia tendrá una nueva prueba de que nada podrá disminuir la firmeza y ánimo de Su Majestad Británica, ni debilitar por un solo momento el interés que se toma por la gloria de su corona y conservación de los derechos de su pueblo. Ningún acontecimiento hay, cualquiera que sea, que pueda desviar los designios de su alta sabiduría de los verdaderos intereses de la Europa, ni impedirle el buscar, con generoso afán, que se evite el trastorno completo del continente, así como conservar la independencia entre las otras potencias.”
“Con tan saludables intentos, el rey escuchando los consejos de su prudencia, ha tomado la resolución de mandar que en tan alarmante crisis, se sondee la disposición de la corte de Madrid y que si fuere favorable, se abra al punto una negociación sobre las bases y para los objetos que se mencionan en lo anteriormente dicho.”
“El rey tiene tanta confianza en vuestros talentos y en el profundo conocimiento que teneis de la corte de Madrid, que sería inútil enviaros órdenes particulares e instrucciones sobre los medios y manera de proponer esta idea o de presentarla en términos tan ventajosos a primera vista, que pueda herir el espíritu y lisonjear las pasiones y deseos de aquella corte. Se espera sin embargo que la arrogancia española y los sentimientos personales del duque de Alba estarán acordes en esta ocasión con el gran interés de España, que no podría confiar en conservar el sistema de un egoísmo mezquino, y mantener una neutralidad peligrosa y sin gloria, en precio de la sumisión de la Europa, sin separarse de su sabia máxima que se gloria seguir como principio fundamental, a saber: que es preciso restablecer el esplendor e independencia de la monarquía española. El Sr. Wall no podrá dejar de conocer que está en el interés de un ministro el abrazar con ardor las opiniones nacionales y caballerescas de la nación que sirve.”
“Estas consideraciones, entre otras muchas, hacen esperar que la corte de España, por poco halagüeña que sea la perspectiva, no se dejará deslumbrar ni engañar por las ofertas ya hechas, o que se le puedan hacer aun de parte de la Francia, sobre todo cuando es evidente que semejantes ofertas, por deslumbradoras que sean, no pueden ser sino el precio de la dependencia y deshonor.”
“Debo no obstante comunicaros, en virtud de órdenes de Su Majestad, una idea importante que tiene íntima conexión con la medida de que se trata, y que proviene naturalmente de ella: consiste aquella en lisonjear los intereses y deseos del heredero presuntivo, y hallareis, al menos así se espera, un principio de donde podréis sacar algún beneficio para vuestra negociación. Puede también proporcionar a las potencias extranjeras nuevos medios de ejecución de sus planes de campaña, si sois bastante dichoso para conseguir un éxito completo en esta difícil empresa. El objeto predilecto del rey de las Dos Sicilias, en conformidad a su oposición a adherirse al tratado de Aranjuez, no puede ser otro que el asegurar a su hijo segundo la sucesión eventual del reino de que al presente disfruta Su Majestad Siciliana, en el caso en que llegase por sucesión a subir al trono de España. El rey considera como de la mayor importancia que procureis penetrar la opinión del rey y de la familia real, como también la de la nación española para aquel caso, que se encuentra en el orden de las cosas posibles. Su Majestad me manda os recomiende la mayor prudencia y una escrupulosa circunspección al tocar esta sensible cuerda, procurando solo hacer entrever esta materia delicada, en la que nos encontramos en la mayor oscuridad, y donde deben hallarse tantos intereses personales, tantas pasiones domésticas entre las testas coronadas y los príncipes de la familia de España.”
“En cuanto a la corte de Turín, tan interesada en cualquier proyecto concerniente a la Italia, es inútil haceros presente que todo nos prescribe una gran reserva, y que debe evitarse aun el pronunciar su nombre hasta que las cosas lleguen de cualquier manera a su madurez. Si nos encontrásemos en este caso, cuanto más el amor propio de la España la condujera a tomar la iniciativa y colocarse a la cabeza de los príncipes de Italia para obrar de concierto con ellos, tanto mejor se llenarían los deseos de Su Majestad, haciendo así más ventajosa para ella y más útil para el sistema futuro de la Europa, la condición de un aliado seguro y adicto como el rey de Cerdeña.”
“Es también acaso conveniente añadir que sabemos de muy buen origen que la corte de Nápoles se ha mostrado con razón, recelosa de los peligrosos proyectos de la casa de Austria, cuyo plan, por lo que hace a la Italia, es visiblemente impedir la comunicación entre las Dos Sicilias y la Cerdeña, estableciéndose en el centro de Italia, y poseer una extensión de territorio desde el mar de Toscana hasta la Sajonia y Belgrado.”
“Antes de terminar este despacho, ya demasiado largo, debo en conformidad de órdenes particulares de Su Majestad, recomendaros con repetición que empleéis la mayor reserva y mucha circunspección en la iniciativa del proyecto condicional relativo a Gibraltar, no sea que en lo sucesivo se interprete la proposición como una promesa de restituir esta plaza a Su Majestad Católica, aun cuando la España no aceptase la condición que ponemos para esta alianza. Durante la negociación de Gibraltar, tendréis un muy particular cuidado en pesar y medir cada expresión en el sentido más preciso y menos abstracto, de manera que se haga imposible toda interpretación capciosa y sofística, que presentase la proposición de cambio en los términos ya anunciados, como renovación de una pretendida promesa de ceder esta plaza.”
“Para hablar de un modo más claro y positivo sobre objeto de tan alta importancia, debo preveniros espresamente, aunque no lo creo necesario, que el rey aun en el caso propuesto, no tiene ánimo de entregar Gibraltar a la España, hasta que esta corte por medio de la unión de sus armas con la de Su Majestad, haya reconquistado y entregado a la corte de Inglaterra la isla de Menorca con todos sus fuertes y fortalezas.”
“En cuanto a la parte del informe concerniente a los establecimientos formados por los ingleses en la costa de Mosquitos y en la bahía de Honduras, advertiréis, al leer la copia adjunta de la última nota del Sr. de Abreu sobre el particular, que a pesar de la vaguedad de este escrito, da a entender claramente a su final, que la corte se contentaría por el pronto con la evacuación de la costa de Mosquitos y de los establecimientos fundados hace poco en la bahía de Honduras, es decir según su misma inteligencia, después de la conclusión del tratado de Aquisgrán.”
“Siento hallarme en la necesidad de recordaros al mismo tiempo el vivo interés que el rey manifiesta por aquellos de sus súbditos cuya propiedad ha sido despreciada en el apresamiento del Antigalicano: el rey espera de la reconocida rectitud de Su Majestad Católica, que en vista de sus reclamaciones, se tomará una decisión conforme a justicia y a la amistad que subsiste entre las dos naciones.”
Ciertamente que en otro tiempo no hubiera resistido el gobierno de Madrid a la interesante promesa que le hacía la Inglaterra, pero era ahora inadmisible por un gran número de circunstancias, y entre ellas la principal de que Fernando VI empezaba a ofenderse de la indiferencia con que el gabinete británico escuchaba sus multiplicadas y justísimas reclamaciones, ya contra el escandaloso atrevimiento de los colonos ingleses, que diariamente hacían usurpaciones en los territorios de Honduras, ya contra el tráfico fraudulento que ejercitaban en las posesiones españolas, unido a repetidos actos de piratería: y en fin contra la resistencia de la corte de Londres a consentir que los buques españoles concurriesen a la pesca del bacalao en Terranova.
El partido de Ensenada, que justa o injustamente pasaba por afecto al borbónismo, procuraba dar en Madrid un gran valor a esta conducta de la Inglaterra, realzando al mismo tiempo el eficaz empeño con que la Francia sostenía en la América los intereses españoles juntamente con los de sus propios colonos. Don Ricardo Wall, mirado con cierta prevención, por su nacimiento irlandés y por las íntimas relaciones en que se había visto con Mr. Keene hasta la caída de Ensenada, parecía de libertad para obrar, y ciertamente hubiera sido más favorable al británico el apoyo de otro cualquier ministro, que aunque no tan afecto tuviese más desembarazada la acción.
En prueba de ello bastará observar el modo con que se expresaba el ministro Wall en una de sus muchas conferencias con Mr. Keene acerca de la propuesta que hacía ahora la Inglaterra. “¿Qué momento elegís, le decía, para hablarnos de la libertad de Europa y de vuestra íntima unión con España? ¿Osáis hacernos semejante proposición después de tantos motivos de queja como nos habéis dado? ¿No sois solamente vos, sino vuestros enemigos los franceses y los austríacos quienes sin descanso se ocupan de soplar el fuego contra la Inglaterra, recordándonos vuestra conducta contra España? Aun admitiendo que la Europa quedase esclavizada, ¿qué mal peor que el actual pudiera resultarnos? Se nos despreciará quizá, pero al menos lo harán los más fuertes, serán los de nuestra propia sangre, vendrán las ofensas de nuestros mismos parientes. Pero, ¿qué esperaremos de vos después de la victoria, cuando tan mal nos tratáis en este momento en que vuestros negocios ofrecen tan poco lisongera perspectiva?”.
Desechada como hemos visto las alianzas francesa e inglesa, así en el ministerio de Carvajal como en el de su sucesor Wall, siguieron después, pero más sordamente, las intrigas de estos gobiernos. No se atrevieron ya a presentar nuevos proyectos y se resignaron a esperar el momento en que la situación política del gabinete español ofreciese una oportuna ocasión. No tardó mucho tiempo en llegar ésta. Fernando VI falleció el 10 de agosto de 1759, dejando por sucesor en la monarquía de España a su hermano don Carlos, rey de las Dos Sicilias.
Llegó a Madrid el nuevo monarca el 9 de diciembre del mismo año. Seguíale como embajador de Francia el marqués de Ossun, que después de haber llenado iguales funciones en Nápoles, se había captado el afecto de este príncipe, y venía ahora a reemplazar a Mr. Aubeterre. Este último fue nombrado en años anteriores en lugar del duque de Duras, cuyas molestas gestiones llegaron a incomodar de tal modo a Fernando VI que había pedido a Luis XV su remoción. El marqués de Ossun ya antes de emprender el rey su viaje le presentó en Nápoles un proyecto de alianza entre las dos coronas; pero Carlos III no se atrevió entonces, ni en algún tiempo después, a tomar una resolución positiva, por más afecto e interés que profesase hacia su primo el rey de Francia. Mientras vivió su esposa doña Amalia de Sajonia se neutralizaron los esfuerzos de aquel embajador, ya porque esta princesa se sentía naturalmente inclinada a la Inglaterra, ya porque era el vehículo por donde llegaban al rey las inspiraciones de don Ricardo Wall, que tuvo bastante arte para conservarse en el ministerio de Estado, y quería sostener aún el sistema de neutralidad del anterior reinado.
No dejaban sin embargo de inquietar a la corte de Madrid los progresos de la Inglaterra, cuyas armas, si abatidas en Europa, iban ocupando una a una las posesiones francesas en el continente americano. Temíase, y con razón, que destruido el equilibrio de estas dos potencias en el Nuevo Mundo, quedasen expuestos los dominios ultramarinos de España a la rapacidad y ambición británica. Daba nuevas fuerzas a tales conjeturas el constante empeño con que el gabinete inglés rehusaba hacer justicia a las sentidas y legítimas reclamaciones de Madrid con motivo de los reiterados excesos y usurpaciones de los colonos que progresivamente se aumentaban en Honduras. Finalmente el sincero y afectuoso corazón de Carlos III no podía oír sin un verdadero sentimiento las desgracias de la Francia, y las reconvenciones de su primo, que usaba para conmoverle el patético y expresivo lenguaje de familia.
Rindiéndose pues, y este paso atrajo sucesivamente los demás hasta la guerra, a interponer sus oficios con la Inglaterra para ajustar una paz marítima con la Francia. Dió sus órdenes al señor de Abren, que desde el anterior reinado continuaba de ministro en Londres, para que ofreciese su mediación al ministro Pitt. Desde el momento la rehusó este alegando, que atendidas las relaciones de los dos monarcas español y francés, carecería de imparcialidad la mediación del primero. Semejante evasiva hubiera sido tolerable porque en realidad no aparecía desnuda de fundamento; pero lo más impolítico del ministro británico fue que dominado quizá de un irresistible sentimiento de orgullo, añadió, dirigiéndose al español: “El poder de los imperios se aumenta con la guerra; la Francia misma debe a las usurpaciones su engrandecimiento; y ya que la fortuna es hoy favorable a la Inglaterra, justo es que aproveche sus ventajas para despojar y humillar a su rival”. El representante español repuso entonces con bastante entereza que el rey su amo no consentiría en ningún caso semejantes usurpaciones; cuya observación hizo conocer a Mr. Pitt la imprudencia que había cometido, y ya más sereno contestó: “Que el rey de Inglaterra no había pensado nunca conservar todas las posesiones de que se había apoderado, y que esperaba se le atrajese a la paz por medio de honrosas condiciones”.
El arrogante tono del gabinete inglés causó profunda sensación en Madrid. Conocióse desde entonces que el lance se hallaba empeñado ya, y que más o menos próxima era inevitable una guerra. Autorizóse en consecuencia al marqués de Grimaldi, que de la embajada española del Haya fue trasladado a la de París para seguir esta espinosa negociación, que manifestase a Luis XV la intención en que se hallaba el rey de España de formar una alianza entre los dos pueblos. Es inútil encarecer el júbilo con que en aquella corte se supo esta noticia que coronaba al fin los esfuerzos de tantos años, y se presentaba ahora como un áncora de salvación en medio de las azarosas circunstancias que rodeaban a la Francia. Sin embargo, era harto general e indefinida la promesa de una alianza; necesitábase fijar su carácter de defensiva u ofensiva, y un gran número de interesantes estipulaciones que debiera contener. Semejante tarea la tomó a su cargo el duque de Choiseul, dividiéndola en tres tratados: uno, el pacto de familia que debía considerarse como el lazo y unión sólida y permanente de las ramas de Borbón; otro, de alianza de circunstancias y aplicable solo al caso en que la España se determinase a unir ahora sus armas a las de Francia contra el inglés, cuyo proyecto llegó a ser la convención de 4 de febrero de 1762; y conociendo en fin que el entrar en discusiones comerciales sería un embarazo para las políticas que eran las verdaderamente urgentes, se descartaron formando el tercer proyecto que fue el núcleo de la célebre convención de 2 de enero de 1768.
Remitióse a Madrid el primero de estos tres proyectos en mayo de 1761. No disgustó en su totalidad, aunque en el contraproyecto se introdujeron notables alteraciones. Creyóse ante todo que el dictado de pacto de familia podría dar margen a recelos en Europa; pero según escribía Choiseul, agradaba de tal modo a Luis XV y se hallaba justificado con tan repetidos ejemplos de estipulaciones de este nombre entre los príncipes de Alemania, que aunque con cierta repugnancia, asintió don Ricardo Wall a que permaneciese en el tratado. No corrió igual suerte el artículo que determinaba el casus foederis. Quería el gabinete de Versalles que la España se obligase a tomar parte generalmente en las guerras que hubiere de sostener la Francia. Replicóse haciendo notar que ajena la primera a casi todas las cuestiones europeas, porque sus dominios se hallaban limitados a la península, se vería con frecuencia envuelta en guerras que ningún interés le reportarían, mientras por su parte no se daría caso de haber de llamar quizá una sola vez las armas francesas en apoyo de derechos o pretensiones continentales. El gobierno de París conoció la oportunidad de aquella objeción y el artículo se redactó en los términos que se halla el 8o del tratado.
Exigió también la corte de Madrid que la garantía que mutuamente se prestaba a los estados de los contratantes se extendiese a los que poseía en Italia el infante don Felipe. Hallábase el rey de Francia en un compromiso inconciliable con esta pretensión; y era que tenía prometido al rey de Cerdeña hacer de modo que se le entregase la parte del Placentino, ofrecida en el tratado de Worms ,y que retenía aún aquel infante. Pero como para terminar la presente alianza se procuraba vencer de buena fe todas las dificultades, se convino en que los dos monarcas buscarían el medio de compensar al de Cerdeña pecuniariamente o con otros territorios.
Finalmente, el punto de precedencia tal como se halla estipulado en el artículo 27, fue quizá el más debatido y sobre el cual ninguna de las cortes quería ceder en sus antiguas pretensiones. Zanjóse al fin de un modo favorable a España, si se atiende a la práctica anterior; y esta fue una de las disposiciones que más envanecían a Carlos III, y le hacían apreciable el pacto de familia.
Ajustado que fue dióse pleno poder al marqués de Grimaldi para que le firmase, como lo hizo con el duque de Choiseul en París a 15 de agosto de 1761.
(2) Los textos español y francés no están conformes en este punto. En el español se extiende, como se vé, la disposición a los estados del rey de España: en el francés se limita a los états du roi d’Espagne en Europa. De suerte que esta diferente redacción provocó explicaciones entre los dos gobiernos. El conde de Vergennes, ministro de estado en Francia, por nota dirigida el 30 de julio de 1778 al embajador español conde de Aranda, declaró que ni el presente ni otros tratados eran aplicables a las colonias ultramarinas, sino hechos exclusivamente para los dominios europeos.
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