Tratado de indemnizaciones y comercio entre las coronas de España y de la Gran Bretaña; concluido y firmado en Madrid a 5 de octubre de 1750 para la ejecución del artículo 16 del tratado de paz de Aquisgrán (1).
Habiéndose establecido por el tratado definitivo de Aquisgrán en el artículo 16 que gozaría la Gran Bretaña el asiento de negros y navío anual por los cuatro años que había dejado de gozarle por causa de la última guerra con las mismas ventajas y condiciones que le había gozado antes de ella, y teniendo los embajadores de Su Majestad Católica y de Su Majestad Británica hecha una convención y firmada entre ellos en 24 de junio de 1748, de que se reglaría por una negociación particular de ministros nombrados a este efecto por una y otra Majestad un equivalente que la España diese en consideración del no goce de los años del dicho asiento de negros y navío anual acordados a la Gran Bretaña por el décimo artículo de los preliminares, firmados en Aquisgrán en 30 de abril de 1748.
Sus Majestades Católica y Británica a fin de dar cumplimiento a las convenciones de sus ministros para afirmar más y más una armonía sólida y durable entre las dos coronas, han convenido de hacer entre ellos el presente tratado particular sin intervención o participación de tercero, de suerte que cada una de las partes contratantes en virtud de las cesiones que ella hace adquiere un derecho de compensación en orden a la otra recíprocamente. Para lo cual han nombrado por sus ministros plenipotenciarios, a saber: Su Majestad Católica a don José de Carvajal y Lancaster, su ministro de Estado y decano del consejo de él; y Su Majestad Británica a don Benjamín Keene, su ministro plenipotenciario cerca de Su Majestad Católica, los cuales después de examinados y conferidos los asuntos los han concordado y convenido en la forma siguiente.
Artículo 1.
Su Majestad Británica cede a Su Majestad Católica su derecho al goce del asiento de negros y del navío anual durante los cuatro años estipulados por el artículo 16 del tratado de Aquisgrán.
Artículo 2.
Mediante la compensación acordada por Su Majestad Católica a la compañía del asiento de cien mil libras esterlinas que Su dicha Majestad se obliga a pagarla en Madrid o en Londres en el tiempo de tres meses a más tardar, contados desde la signatura del presente tratado, cede Su Majestad Británica a la misma Majestad Católica todo aquello que puede deberse y deba a la dicha compañía del asiento por saldo de cuentas, o que provenga en cualquiera manera que se pueda del dicho asiento, de tal forma que la dicha compensación será estimada y mirada como una satisfacción plena y entera de la parte de Su Majestad Católica, y extinguirá desde ahora para en adelante y para siempre todo derecho, pretensión o demanda que se pudiera formar en consecuencia del dicho asiento o navío anual de permiso, directamente o indirectamente de la parte de Su Majestad Británica o de la de la dicha compañía.
Artículo 3.
El Rey Católico cede a Su Majestad Británica todo aquello que él podría pretender o demandar en consecuencia del dicho asiento y navío anual, tanto en orden a los artículos ya liquidados, como en orden a los que serían fáciles o difíciles de liquidar, de suerte que ni de una parte ni de otra, se pueda jamás hacer de ello mención en adelante.
Artículo 4.
Su Majestad Católica consiente que los súbditos británicos no sean obligados a pagar mayores u otros derechos, ni sobre otras valuaciones de las mercaderías que hacen entrar o salir de diferentes puertos de Su Majestad Católica que los que ellos han pagado de las mismas mercaderías en el tiempo del rey de España Carlos II reglados por cédulas y ordenanzas del dicho rey o de sus predecesores. Y aunque el pie del fardo no esté fundado sobre ordenanza real alguna, Su Majestad Católica declara no obstante, quiere y ordena que sea observado ahora y en adelante como una ley inviolable y que todos los derechos serán pedidos y llevados ahora y en adelante con las mismas ventajas y favores a los dichos súbditos.
Artículo 5.
Su Majestad Católica permite a los dichos súbditos tomar y recoger sal en la isla de Tortuga sin impedimento alguno como ellos lo han hecho en el tiempo del citado Rey Carlos II.
Artículo 6.
Su Majestad Católica consiente que los dichos súbditos no pagarán en parte alguna mayores ni otros impuestos que aquellos que pagan los súbditos de Su Majestad Católica en el mismo lugar.
Artículo 7.
Su Majestad Católica consiente que los dichos súbditos británicos gozarán de todos los derechos, privilegios, franquicias, exenciones e inmunidades que ellos han gozado antes de la última guerra en virtud de cédulas u ordenanzas reales y por los artículos del tratado de paz y comercio hecho en Madrid en 1667, y los dichos súbditos serán tratados en España de la misma manera que la nación más favorecida, y por consiguiente ninguna nación pagará menos derechos de las lanas u otras mercaderías que ella haga entrar o salir de los reinos de España por tierra, que los dichos súbditos pagarán por las mismas mercaderías que ellos hagan entrar o salir por mar. Y todos los derechos, privilegios, franquicias, exenciones e inmunidades que se concedieren o permitieren a cualquiera otra nación serán también acordados o permitidos a los dichos súbditos británicos. Y Su Majestad Británica consiente que lo mismo sea acordado y permitido a los súbditos de España en los reinos de Su Majestad Británica.
Artículo 8.
Su Majestad Católica promete aplicar de su pacte todo el cuidado posible para quitar todas las innovaciones que se hayan introducido en el comercio, y para que se eviten en adelante. Su Majestad Británica promete asimismo aplicar todo el cuidado posible para evitar toda innovación y para evitarla en adelante.
Artículo 9.
Sus Majestades Católica y Británica confirman por el presente tratado el de Aquisgrán y todos los otros que son confirmados por él, en todos sus artículos y cláusulas a excepción de aquellos que quedan derogados por el presente, como también el tratado de comercio concluido en Utrecht en 1713 a reserva de los artículos que se hallaren ser contrarios al presente tratado, los cuales quedan abolidos y de ninguna fuerza, y nominadamente los tres artículos del dicho tratado de Utrecht, comunmente llamados espionatorios.
Artículo 10.
Todos los diferentes derechos, demandas y pretensiones recíprocas que podrían subsistir entre las dos coronas de España y de la Gran Bretaña (a las cuales cualquiera otra nación, sea la que fuere, no tiene parte, interés ni derecho de intervención) quedan así ajustadas y extinguidas por este tratado particular de compensación recíproca: y así los dos dichos serenísimos reyes se obligan mutuamente a la ejecución puntual de este tratado, el cual será aprobado y ratificado por Sus Majestades, y las ratificaciones canjeadas en el tiempo de seis semanas, contado desde la signatura, o antes si se puede. En fe de lo cual, nos los dichos ministros plenipotenciarios, a saber: don José Carvajal y Lancaster, de Su Majestad Católica; y don Benjamín Keene, de Su Majestad Británica, en virtud de nuestros plenos poderes que mutuamente hemos reconocido en nombre de Sus dichas Majestades hemos firmado el presente tratado, y le hemos hecho poner los sellos de nuestras armas. Dado en Madrid a 5 de octubre de 1750.
José de Carvajal y Lancaster.
Keene.
El Rey Británico ratificó este tratado el 5 de noviembre, y Su Majestad Católica el 5 de diciembre de dicho año de 1750, por instrumento firmado en el Buen Retiro, y refrendado por don Zenón Somodevilla, secretario del Despacho de la Guerra, Indias, Marina y Hacienda.
NOTAS.
(1) Anudadas las relaciones entre España e Inglaterra por la paz de Aquisgrán, vino a Madrid Mr. Keene con su antiguo carácter de ministro plenipotenciario; y Fernando VI acreditó en Londres a don Ricardo Wall, irlandés de nacimiento y que habiendo entrado a servir como aventurero en el ejército español, recorrió por su valor y actividad hasta los últimos grados de la milicia, y por su destreza y capacidad y también quizá por el afecto que tuvo siempre hacia los intereses británicos, no solo fue nombrado ahora para aquel importante puesto diplomático, sino que a poco tiempo fue llamado para ocupar el ministerio de Estado.
Con la muerte de Felipe V había cambiado notablemente el sistema político del gobierno español. Aunque su hijo y sucesor, Fernando VI, no llegó a mostrarse nunca en hostilidad abierta con la Francia, echóse de ver muy al principio que sus máximas e inclinación no le llevaban a estrecharse, ni aun a conservar relaciones de confianza con Luis XV. Muchas causas podían haber fortificado estas ideas en el ánimo del nuevo rey. Rivalidad hacia sus dos hermanos, don Carlos y don Felipe, que halagados por el príncipe francés hacían un sensible contraste con el de Asturias, que solo había visto en aquella corte y en la de su padre muestras de frialdad y desconfianza. Había visto también que las alianzas contraídas hasta entonces con la Francia, lejos de traer bienes positivos para España, la habían empeñado en ruinosos gastos sin otro resultado que el estéril establecimiento de aquellos dos infantes en Italia. Ni contribuyó poco a herir el orgullo del corazón español de Fernando VI el modo poco delicado con que se condujeron las negociaciones de Aquisgrán, no dando intervención a la corte de Madrid hasta el momento de pedírsela la accesión a los preliminares de la paz.
Su principio político fue pues mantenerse neutral entre las potencias europeas; en la práctica quizá se inclinó con preferencia a los intereses y amistad del gobierno inglés, dando motivo a que este ejerciese demasiado influjo en los consejos del gabinete de Madrid.
En sus tendencias antifranceses hallábase sostenido Fernando VI, tanto por su esposa doña María Magdalena Teresa Bárbara, hija de don Juan V de Portugal, como por los ministros que le rodearon desde el principio de su reinado. Eran estos don Zenón Somodevilla, el cual por sus brillantes cualidades, por su capacidad y penetración, de oscura cuna en un pueblo de la Rioja, se había elevado con el favor de los ministros don José Patiño y don José Campillo (no de más alta extracción tampoco) al puesto de primer ministro de España con el título de marqués de la Ensenada; y don José Carvajal Lancaster, hijo segundo del duque de Linares, secretario que había sido en la embajada de Alemania con el conde de Montijo, jefe después de legación y llamado últimamente por Ensenada para compartir el peso del gobierno en el ministerio de estado, pero bajo su inspección y dependencia.
Apenas se hallaba punto ninguno de contacto entre estos dos consejeros de Fernando VI. Amaba el de Ensenada la sociedad, el fausto y la opulencia, pues ascendía a dos millones de reales el valor de las decoraciones con que se adornaba: era brillante su talento sin que por eso dejase de ser sólido y profundamente cultivado; inclinábase en su interior a la alianza francesa y en su obsequio hacía ocultamente cuanto podía; pero conociendo que el viento no soplaba favorable en Madrid a los intereses de Luis XV, mostrábase ahora adicto a los británicos, aunque espiando ocasiones propicias a contrariarlos. Modesto Carvajal, en su trato, severo en las costumbres, imparcial y justo en los negocios no lucía tanto como su colega, pero no por eso dejaba de ser respetado de las gentes y favorecido del rey; que al poco tiempo le emancipó de Ensenada dejándole independiente en su ministerio de Estado. Cuéntase de este ministro que llevaba la dignidad nacional hasta el punto que jamás habló con los extranjeros otro idioma que el castellano. En política era su máxima, que el gobierno español se debía alejar cuanto pudiese de la Francia, pero sin acercarse demasiado a la Inglaterra y el Austria. Aunque sinceramente creyó obrar en todas ocasiones según este principio, no faltaron algunas en que, tal vez sin pensarlo, u obrando en él las simpatías de su segundo apellido Lancaster, abrió con harta facilidad su gabinete al representante de la Gran Bretaña.
Tal se hallaba la corte de Madrid cuando este último llegó a ella con el principal encargo de ajustar la convención, cuya base contenía el artículo 16 de la paz de Aquisgrán acerca de los negocios de la compañía del asiento y navío anual. Debía proponer al mismo tiempo que Fernando VI confirmase los dos tratados de Santander de 12 de setiembre de 1700 y de Madrid de 14 de diciembre de 1715, pactos ambos que restituían a los ingleses los abusivos privilegios con que habían hecho el comercio en España en el flaco reinado de Carlos II, y abrían ancha senda al contrabando.
En este sentido, pero sin reproducir ya las cuestiones de derecho de vista y otras relativas al comercio de América, que tanta irritación produjeron antes del año de 1739, presentó Mr. Keene a Carvajal un proyecto de tratado. Después de algunas ligeras modificaciones aceptó este los artículos que establecían la compensación de cien mil libras por los derechos que alegaban el gobierno inglés y la compañía del asiento: pero categóricamente se negó a confirmar aquellos dos tratados, mostrándose ofendido sobre todo en que exigiese la Inglaterra que el Rey Católico diese su sanción al de 1700, hecho por unos particulares en mengua de la corona, que es a quien únicamente pertenece aquella atribución.
En vano trató de convencerle Mr. Keene con los no infundados argumentos de que Felipe V había ratificado la estipulación, que su valor se derivaba del acto regio y que la actual negativa de Fernando vendría a ser una censura muy clara de lo que había ejecutado su augusto padre. El Rey y Carvajal se mantuvieron firmes en su propósito: el gobierno inglés que tenía miras de sentar con solidez su influjo en Madrid, se allanó a complacerles, y el tratado se firmó el 5 de octubre de 1750, no sin que se hubiesen estipulado estimables privilegios a favor de los súbditos británicos y su comercio en la Península.