Como las diferencias movidas de algunos años a esta parte entre las dos coronas de España y de la Gran Bretaña a causa de la visita, fondeo y presas de bajeles, embargos de efectos, demarcación de límites y otros perjuicios alegados por una y otra parte, así en las Indias occidentales como en otras partes, son tan graves y de tal naturaleza que si no se procurase atajarlas enteramente ahora y precaucionar el que no se repitan en lo futuro, podrían originar un entero rompimiento entre las enunciadas coronas: su Majestad el rey de España y su Majestad el rey de la Gran Bretaña, no deseando otra cosa tanto como continuar y fortalecer la buena correspondencia que tan felizmente ha subsistido, han considerado por conveniente el autorizar con sus plenos poderes; es a saber, su Majestad Católica a don Sebastian de la Cuadra, caballero del orden de Santiago, del consejo de Estado y su primer secretario de Estado y del Despacho; y su Majestad Británica a don Benjamín Keene, su ministro plenipotenciario cerca de su Majestad Católica, los cuales después de haber exhibido ante todas cosas sus plenos poderes, y conferenciado juntos, convinieron en los artículos siguientes:
Artículo 1°
Como esta antigua amistad tan apetecible y necesaria para el interés recíproco de las dos naciones y particularmente para su comercio, no puede establecerse con un fundamento durable, a menos que no se procure, no solo ajustar y arreglar las pretensiones para la reparación recíproca de los daños ya padecidos, sino hallar principalmente un medio de obviar semejantes motivos de queja para en adelante, y apartar absolutamente y para siempre todo lo que pueda darlos: se ha convenido en trabajar incesantemente con toda la aplicación y diligencia imaginables para llegar a un fin tan apetecible: y a este efecto se nombrarán respectivamente por parte de sus Majestades Católica y Británica, inmediatamente después de haber firmado la presente convención, dos ministros plenipotenciarios que se juntarán en Madrid dentro del término de seis semanas, que han de contarse desde el día del cambio de las ratificaciones, para conferir y reglar enteramente las pretensiones respectivas de las dos coronas, así por lo que mira al comercio y navegación en América y en Europa, y a los límites de la Florida y Carolina, como por lo tocante a otros puntos que piden también determinación, todo según los tratados de los años de 1667, 1670, 1713, 1715, 1721, 1728 y 1729, incluso el del asiento de negros y la convención de 1716. Y se ha convenido asimismo en que los plenipotenciarios así nombrados comenzarán sus conferencias seis semanas después del cambio de las ratificaciones, y las finalizarán en el término de ocho meses.
Artículo 2°
La demarcación de los límites de la Florida y Carolina, que según lo convenido últimamente debía decidirse por comisarios de una y otra parte, será del mismo modo cometida a los dichos plenipotenciarios para conseguir un ajuste más sólido y efectivo, y durante el tiempo de la discusión de este negocio, quedarán las cosas en los referidos territorios de la Florida y Carolina en la situación en que están al presente, sin aumentar sus fortificaciones, ni ocupar nuevos puestos: y a este fin harán expedir su Majestad Católica y su Majestad Británica las órdenes necesarias inmediatamente después de firmada esta convención.
Artículo 3°
Después de haber considerado debidamente los créditos y pretensiones de las dos coronas y de sus respectivos súbditos, para la reparación de los daños padecidos de una y otra parte, y todas las circunstancias que tienen conexión con esta importante dependencia; se ha convenido que su Majestad Católica hará pagar a su Majestad Británica la suma de noventa y cinco mil libras esterlinas por saldo o balance que se ha regulado como debido a la corona y súbditos de la Gran Bretaña después de deducidos los créditos de la corona y súbditos del de España, a fin de que la referida suma, juntamente con el importe de lo que se ha reconocido deberse por parte de la Gran Bretaña a la España por sus pretensiones, pueda emplearse por su Majestad Británica para la satisfacción, descuento y pago de los créditos de sus súbditos sobre la corona de España; bien entendido, no obstante, que no se podrá pretender que este descuento recíproco se extienda o alcance en ningún modo a las cuentas o diferencias que están por reglar entre la corona de España y la compañía del asiento de negros, ni a ningunos contratos particulares o privados que puedan subsistir entre cada una de las dos coronas o sus ministros con los súbditos de la otra, o entre súbditos y súbditos de cada nación respectivamente; a excepción no obstante de todas las pretensiones de esta clase mencionadas en el plan presentado en Sevilla por los comisarios de la Gran Bretaña y comprendidas en la cuenta de daños padecidos por los súbditos de la referida corona formada últimamente en Londres, y especialmente las tres partidas puestas en aquel plan, que se hallan en una sola en esta, e importan ciento y diez y nueve mil quinientos y doce pesos, trece reales y tres cuartillos de plata; y los súbditos de una y otra parte tendrán el derecho y libertad de recurrir a las leyes, o de tomar otras medidas convenientes para hacer cumplir las sobredichas obligaciones, del mismo modo que si no existiese la presente convención.
Artículo 4°
El valor del navío nombrado la Paz de Lana, que fue apresado y conducido al puerto de Campeche el año de 1732, del Leal Carlos, del Despacho, del Jorge y del Príncipe Guillermo, que fueron llevados a la Habana el año de 1737, y del San Jaime a Puerto-Rico en el mismo año, habiendo sido comprendido en la valuación hecha de las pretensiones de los súbditos de la Gran Bretaña, del mismo modo que otros muchos apresados antes, si sucediese que en consecuencia de las órdenes expedidas por la corte de España para su restitución, se hubiese ejecutado esta en el todo o en parte; las sumas así recibidas se deducirán de las noventa y cinco mil libras esterlinas que se deben pagar por la corte de España según lo arriba estipulado; bien entendido que no se retardará por esta razón la pago de las noventa y cinco mil libras esterlinas, salva la restitución de lo que haya sido antecedentemente recibido.
Artículo 5°
La presente convención se aprobará y ratificará por su Majestad Católica y por su Majestad Británica: y las ratificaciones se entregarán y canjearán en Londres dentro del término de seis semanas, o antes si pudiere ser, contándose desde el día de la firma.
En fe de lo cual nosotros los abajo firmados ministros plenipotenciarios de su Majestad Católica y de su Majestad Británica en virtud de nuestros poderes hemos firmado la presente convención, y hecho poner el sello de nuestras armas.
Hecho en el Pardo a 14 de enero de 1739.
Don Sebastian de la Cuadra.
B. Keene.
Felipe V ratificó este tratado el 15, Jorge II el 24 de dicho mes de enero de 1739.
PRIMER ARTÍCULO SEPARADO.
En consecuencia de haberse resuelto en el primer artículo de la convención firmada hoy día de la fecha por los ministros plenipotenciarios de España y de la Gran Bretaña que se nombrarán respectivamente por parte de sus Majestades Católica y Británica inmediatamente después de firmada la referida convención, dos ministros plenipotenciarios que han de juntarse en Madrid dentro de seis semanas contadas desde el día del cange de las ratificaciones; las dichas Majestades a fin de que no se pierda tiempo en alejar con un solemne tratado que debe concluirse a este efecto, todo motivo de queja en lo sucesivo, y en establecer así entre las dos coronas una perfecta buena inteligencia y una durable amistad, han nombrado y nombran por sus ministros plenipotenciarios, por las presentes, es a saber: su Majestad Católica a don José de la Quintana, consejero en el supremo de Indias y a don Esteban José de Alvarín, caballero de la orden de Calatrava, superintendente de las contadurías del mismo consejo y su consejero en él; y su Majestad Británica a don Benjamín Keene, ministro plenipotenciario de la expresada Majestad cerca de su Majestad Católica, y a don Abraham Castres, cónsul general de su Majestad Británica en la corte de su Majestad Católica, a los cuales se instruirá inmediatamente para comenzar las conferencias.
Y habiéndose resuelto en el artículo 3° de la convención firmada hoy día de la fecha que la suma de noventa y cinco mil libras esterlinas se debe por parte de la España como saldo o balance a la corona y súbditos de la Gran Bretaña, después de deducidas las pretensiones de la corona y súbditos de España; su Majestad Católica hará pagar en Londres en dinero en el término de cuatro meses, que han de contarse desde el día del canje de las ratificaciones, o antes si es posible, la referida cantidad de noventa y cinco mil libras esterlinas a las personas autorizadas por parte de su Majestad Británica para recibirla.
Este artículo separado tendrá la misma fuerza que si hubiese sido inserto palabra por palabra en la convención firmada hoy: se ratificará del mismo modo y se canjearán las ratificaciones al propio tiempo que las de la dicha convención.
En fe de lo cual, nosotros los abajo firmados ministros plenipotenciarios de su Majestad Británica y de su Majestad Católica, en virtud de nuestros plenos poderes, hemos firmado el presente artículo separado, y hecho poner el sello de nuestras armas.
Hecho en el Pardo el día 14 de enero 1739.
Sebastián de la Cuadra.
B. Keene
ARTÍCULO SEGUNDO SEPARADO.
Como los abajo firmados ministros plenipotenciarios de sus Majestades Británica y Católica han firmado hoy en virtud de los plenos poderes expedidos a este efecto por los reyes sus amos, una convención para reglar y ajustar todas las pretensiones de una y otra parte de las coronas de España y de la Gran Bretaña, respectivas a los embargos, presas de bajeles etc., y a la satisfacción del saldo o balanza que se debe por esto a la corona de la Gran Bretaña, se ha declarado que el bajel nombrado el Suceso, apresado en 14 de abril de 1738 al salir de la isla de la Antigua por un guarda-costas español que le llevó a Puerto-Rico, no está comprendido en la convención mencionada: y su Majestad Católica promete que el dicho bajel y su carga se restituirán inmediatamente o su valor a los propietarios legítimos.
Bien entendido que antes de la restitución del referido bajel el Suceso, darán en Londres los interesados a satisfacción de don Tomás Geraldino, ministro plenipotenciario de su Majestad Católica, fianzas de estar a lo que se decidiere en este asunto por los ministros plenipotenciarios de sus dichas Majestades, nombrados para reglar y finalizar según los tratados las disputas pendientes entre las dos coronas. Y su Majestad Católica conviene en cuanto pendiere de sí en la remisión del expresado navío el Suceso al examen y decisión de los plenipotenciarios: e igualmente ofrece su Majestad Británica en cuanto pendiere de sí, remitir a la decisión de los plenipotenciarios el bergantín Santa Teresa, arrestado en el puerto de Dublin en Irlanda el año de 1735.
Y los dichos abajo firmados ministros plenipotenciarios declaran por las presentes, que el tercer artículo de la convención firmada hoy no se extiende, ni se entenderá extenderse a ningunos bajeles y efectos que puedan haber sido apresados o tomados después del día 10 de diciembre de 1737, o que puedan ser tomados o apresados de aquí adelante; en los cuales casos se hará justicia según los tratados, como si no existiese la sobredicha convención; pero entendiéndose esto solamente en cuanto a la indemnización o pago de los efectos tomados o presas hechas, porque la decisión del caso o casos que puedan acaecer así, deberá ir a los plenipotenciarios por quitar cualquier pretexto o discordia, para que lo determinen según los tratados.
Este artículo separado tendrá la misma fuerza que si hubiese sido inserto palabra por palabra en la convención firmada hoy: se ratificará de la misma manera, y las ratificaciones se canjearán al propio tiempo que la referida convención. En fe de lo cual nosotros los abajo firmados ministros plenipotenciarios de su Majestad Británica y de su Majestad Católica, en virtud de nuestros plenos poderes, hemos firmado el presente artículo separado, y hecho poner el sello de nuestras armas.
Hecho en el Pardo el día 14 de enero de 1739.
Sebastian de la Cuadra.
B. Keene
El canje de las ratificaciones de ambas cortes, tanto del tratado como de los dos artículos separados, se hizo en Londres el 23 de enero/5 de febrero del citado año.
NOTAS.
(1) El verdadero objeto y resultado más común de los tratados, es restablecer la paz entre dos naciones por medio del arreglo de sus mutuas diferencias y de nuevas obligaciones que mantengan la armonía en lo venidero. Sin embargo, el actual convenio entre España e Inglaterra, por una irregularidad poco frecuente, lejos de haber estrechado la amistad de estos países ocasionó entre ellos una encarnizada guerra de nueve años.
Verdad es que empezada esta en fines de 1739, a consecuencia de las disputas relativas al comercio y posesiones de ultramar, se complicó muy luego por los nuevos intereses y alianzas a que dio margen el fallecimiento del emperador Carlos VI, acaecido el 20 de octubre del siguiente año. La guerra se generalizó entonces en Europa, y entre la gravedad de las cuestiones suscitadas por la sucesión de los estados austriacos y el encarnizado furor con que se ventilaron, quedó olvidado el origen y causas del rompimiento de las cortes de Madrid y Londres hasta la paz de Aquisgrán, que transigió a un tiempo estas y las otras diferencias. Se dará pues aquí una idea de las que mediaban entre los reyes de España e Inglaterra antes de la presente convención, como asimismo de la lucha que sostuvieron en América, debiendo buscarse el desenlace y arreglo de estas cuestiones en el tratado de 18 de octubre de 1748.
Fundados los reyes de España en el descubrimiento y otros derechos que dimanaban de concesiones pontificias, no solo se consideraban dueños del continente e islas de las Indias Orientales, sino que se creían autorizados para prohibir la navegación de aquellos mares a los súbditos extranjeros, y con mayor razón el ejercicio de todo género de comercio en los establecimientos ultramarinos. Esta idea era más fácil de concebir que de ejecutar. Los portugueses, cuyo genio emprendedor en el siglo XV los había llevado por otra parte a no menos útiles que gloriosos descubrimientos, llegaron a encontrarse con los españoles, precisamente en el centro mismo del continente americano. Habían fundado pues la colonia del Brasil que, reunida más tarde con el Portugal a la monarquía española, entró en igual sistema restrictivo que las demás posesiones hispano-americanas.
La falta de un conocimiento exacto de aquellas playas y la fuerza marítima de España detuvo toda tentativa de los extranjeros durante los reinados de los dos primeros monarcas de la casa de Austria. Pero en la decadencia del poder español a principios del siglo XVII y conocido ya el camino de las regiones americanas, se poblaron sus mares de piratas y corsarios que tan pronto ejercían el tráfico fraudulento con las posesiones españolas, como espiaban y hacían víctima de sus robos las expediciones que tornaban a la Península.
Era expuesto, incierto y no muy lucrativo este ejercicio. Necesitaban los extranjeros, para darle fuerza y seguridad, tener establecimientos en la América que sirviesen como punto de apoyo a sus empresas comerciales y de refugio a los corsarios. Los ingleses, franceses y holandeses fundaron sucesivamente varias colonias. Los primeros se apoderaron de Jamaica, una de las islas que rodean el golfo mejicano, y con el aliciente de la corta del palo de campeche, extendieron sus establecimientos a la bahía de este nombre en la provincia de Yucatán, llevándolos paulatinamente hasta Honduras y Mosquitos.
El agitado y pendenciero reinado de Felipe IV había dado todas las facilidades necesarias para estas y otras usurpaciones. En el de su hijo casi siempre se mantuvieron unidas las córtes de Madrid y Londres. Dos años después de la muerte de aquel monarca vino a España, como plenipotenciario del rey de Inglaterra, el conde de Sandwich, quien firmó con el de Peñaranda, a 23 de mayo de 1667, el tratado de paz que se inserta en el de Utrech (pág. 127). Como el flaco gobierno del rey menor necesitaba la alianza y cooperación del monarca inglés para resistir las tentativas del de Francia, dió oídos a los ruegos de su plenipotenciario que buscaba ya la sanción o reconocimiento de la corte de Madrid con el fin de legitimar sus viciosas adquisiciones de ultramar. Díjose pues en el tratado, que se hacían ostensibles a los ingleses los privilegios concedidos en la América a los holandeses por el de Munster de 30 de enero de 1648. En este último no se habla una palabra de semejantes privilegios, aunque sí se reconocen como legítimas las adquisiciones hechas por los súbditos de las Provincias-Unidas de los Países-Bajos en las islas y continente del Nuevo-Mundo. Infíérese, pues, que la Gran-Bretaña buscó en el tratado de 1667 este modo indirecto de que España declarase también la legitimidad de sus establecimientos. Pero en cuanto al tráfico y navegación, se reservó terminante y exclusivamente a los súbditos de cada nación en sus respectivos dominios o posesiones.
Sin embargo de la amistosa inteligencia que reinaba entre las dos naciones, los súbditos ingleses continuaban extendiendo sus usurpaciones y ejercitando sobre todo un extenso contrabando en los dominios ultramarinos de España. El gobierno de Madrid, para reprimir este tráfico fraudulento, tenía en aquellos mares un gran número de guarda-costas, que obrando a veces con arreglo a instrucciones, y en otras según el capricho y circunstancias, no solo visitaban y declaraban de comiso los buques británicos que cogían haciendo el comercio con los españoles, sino que con frecuencia se entregaban a actos violentos e ilegales.
Esto dió lugar a sérias quejas del gobierno inglés y a mutuas recriminaciones de ambas cortes. Carlos II envió a la de Madrid un nuevo negociador para transigir las diferencias. Era el caballero Guillermo Godolphin: en su plenipotencia se halla una cláusula notable que prueba la astucia con que el gabinete de Londres procuraba halagar a doña Mariana de Austria, tutora y regente del reino de su hijo Carlos II.
«Por cuanto ninguna cosa puede haber mas conveniente, dice el monarca británico, y conforme a la inclinación natural de nuestro ánimo, a las razones fundamentales de nuestra corona y a los prudentes ejemplares de nuestros predecesores, que cultivar incesantemente una amistad y confederación estrecha y muy constante con la corona católica, con la cual ha manifestado una larga experiencia que han florecido maravillosamente en todas partes y tiempos las dos naciones británica y española, así en el comercio y utilidades del tráfico con que se han enriquecido recíprocamente, como en la fama y reputación de sus fuerzas, con que siempre han causado terror a los enemigos propios y comunes, etc.»
El caballero Godolphin consiguió traer las negociaciones a buen término, firmando en Madrid juntamente con el conde de Peñaranda el tratado de 18 de julio de 1670, cuyo objeto fue «restablecer la buena inteligencia y amigable correspondencia, interrumpida muchos años ha en la América, entre españoles e ingleses.» Compúsose este documento de 16 artículos, destinados los seis primeros a poner término a las disensiones, restitución de ciertas presas y libertad de los súbditos prisioneros. El 7° es el mas digno de atención porque llegó a ser en lo sucesivo origen de innumerables contestaciones entre las dos coronas. La de España aseguró por él al rey británico el dominio de todos los territorios que poseía en la actualidad en la América. Ignoraban los ministros del rey católico que en aquel inmenso continente, extensas costas e innumerables islas, los ingleses habían formado sigilosamente establecimientos, cuya existencia ni aun se sospechaba. La indisculpable generalidad con que se extendió el artículo, quiso enmendarse más tarde, publicando el gobierno español en 7 de junio de 1689 una real cédula que designaba como posesiones inglesas la Barbada, la Nueva Inglaterra, una parte de San Cristóbal, el Canadá y la Jamaica. Pero el gobierno inglés rehusó sujetarse a esta limitación, pretendiendo que sus dominios alcanzaban extensión más grande.
Los restantes artículos del tratado de 1670 consagraron el principio de la libertad de los mares de América para la navegación de unos y otros súbditos; pero prohibiendo mutuamente el tráfico en sus respectivas posesiones, y para que no degenerase en fraude la protección y hospitalidad que se mandaba dispensar a los buques y navegantes que por tormentas o averías arribaren a sus puertos, dictábanse varias reglas prohibiendo en tales casos el desembarque de mercancías o mandó hacerlo con ciertas precauciones que evitasen su venta fraudulenta.
Si al formar las antecedentes estipulaciones tenían las dos cortes un sincero deseo de componer las diferencias de sus súbditos de América, equivocáronse en los medios. Aquellas fueron ineficaces. Los ingleses continuaron haciendo el comercio o contrabando; los españoles no desperdiciaron ocasión de mostrarles su antipatía; pero el gobierno de Madrid tenía más tolerancia, pues si bien publicó tres ordenanzas de corso en 31 de diciembre de 1672, 27 de setiembre del siguiente año y 22 de febrero de 1674, para estimular con privilegios a los armadores, y fijar las condiciones y parte de presas que debieran tener los que le hiciesen en América, sus guarda-costas se conducían con harta moderación en las visitas y apresamiento de buques británicos. El último vástago de la casa de Austria necesitaba la amistad del monarca inglés en Europa: hubiera sido irregular hostilizar a sus súbditos en ultramar.
Mal avezados, llegaron pues estos al siglo XVIII, en que no solo el trono español cambió de dinastía, sino también se adoptaron en Madrid máximas de gobierno enteramente diversas del anterior reinado. Que uno de los principales objetos que llevó la Inglaterra al tomar parte en la guerra de sucesión fue apoderarse del comercio de la América española, conócese fácilmente en el cuidado con que miró este punto en sus transacciones, ya reconociendo al principio como legítimos los derechos del archiduque, ya contribuyendo después muy activamente en Utrech a afirmar la corona en las sienes de Felipe V. En el primer caso estipuló con el austriaco el tratado de comercio de 1707 (pág. 48), en cuyo artículo secreto, no solo se proyectaba la erección de una compañía mixta de ingleses y españoles en la América para hacer el comercio entre aquellas posesiones y la metrópoli, sino que en extremo generoso el archiduque, desde luego otorgaba a la reina Ana el privilegio de enviar cada año a las colonias españolas diez navíos con cinco mil toneladas de géneros para traficar en ellas: obligándose al mismo tiempo a excluir perpetuamente a los franceses de semejante comercio.
Perdida la causa del archiduque, no se perdieron las esperanzas de los ingleses, ni se enfriaron sus conatos de extender el comercio en la América española. Ya que las circunstancias no habían consentido la creación de la compañía antes proyectada, no por eso dejó de establecerse en 1710 en Londres la que se llamó de la mar del Sud, alcanzando su gobierno que Felipe V la confiase, en 26 de marzo de 1713, el asiento para la introducción de esclavos en sus posesiones de ultramar, privilegio apreciable que hasta entonces habían explotado otros países con crecidas utilidades, según queda dicho en otra parte (pág. 32). No se limitó la Inglaterra a los beneficios de este contrato, antes bien procuró a su sombra multiplicar las expediciones fraudulentas. Semejante conducta provocó medidas de rigor, y que el gobierno de Madrid estableciese buques guarda-costas, cuya comisión se desempeñó con harta violencia, señaladamente desde 1718 hasta 1721, en que las dos naciones se estrecharon por medio de una paz tan efímera como poco sincera. Las violencias, quejas y recriminaciones aparecieron de nuevo en 1726, y parecía que tendrían término con el tratado de Sevilla de 1729, en cuyos artículos 4°, 5° y 6° se procuró transigir las diferencias, señaladamente con el nombramiento de una comisión mixta, a cuyo fallo se sujetasen los dos gobiernos. La comisión debía pronunciar: 1° sobre mutua restitución de presas; 2° acerca de los abusos que decían haberse introducido en el comercio de América, y 3° respecto de otras muchas cuestiones de límites y quejas de los respectivos súbditos. Reuniéronse los comisarios en Madrid, pero no pudieron concluir un arreglo, porque al mismo tiempo que el gobierno inglés erigía una indemnización de ciento ochenta mil libras esterlinas, el de España negándose a satisfacer mas cantidad que el tercio de aquella suma, reclamaba por su parte otra de setecientos setenta y cinco mil duros.
Continuaron pues las cosas en el mismo estado, aunque irritados los ánimos de las dos naciones: la inglesa por las trabas que sufría su comercio a consecuencia del derecho de visita que los guarda-costas españoles ejercían con el mayor rigor en sus buques mercantes, y en la Península se alzaba el grito, no solo por el contrabando sino también por actos inhumanos a que alguna vez se entregaban los piratas en las colonias hispano-americanas. Roberto Walpole, primer ministro de la Gran Bretaña, temiendo justamente los males que una guerra produciría al tráfico de los súbditos ingleses, procuraba calmar allí los ánimos, mientras que Mr. Keene le ayudaba en sus miras conciliadoras buscando medios de transacción cerca del gobierno de Madrid. Seguíase una negociación en Londres por el plenipotenciario español don Tomás de Geraldino, la cual dio por resultado un convenio en que este representante prometió a nombre del rey católico indemnizar los daños del comercio inglés con una suma de ciento cuarenta mil libras esterlinas.
Rehusó el gabinete español ratificar el convenio, no tanto quizá por la cantidad estipulada, como por un principio de justa indignación a las injurias y amenazas que se oían diariamente en el parlamento contra los españoles. Hízose allí la moción de que el gobierno inglés intimase al de Madrid que inmediatamente se abstuviese de ejercer el derecho de visita. Aprobóse en la cámara de los lores por un solo voto, pero los comunes la desecharon, aunque por muy corta mayoría. Aprovechó este momento el ministro Walpole y no obstante la contradicción del de negocios extranjeros, duque de Newcastle, que opinaba por la guerra, pudo alcanzar que Mr. Keene concluyese en el Pardo con don Sebastian de la Cuadra el presente convenio de 14 de enero de 1739.
Basta el más ligero examen para conocer que semejante estipulación era mas un paliativo que específico radical. Fuera de las noventa y cinco mil libras esterlinas que prometió entregar el rey de España al de Inglaterra como saldo o balance de los débitos que se calcularon en favor de la corona y súbditos británicos, deducida la suma de las indemnizaciones que reclamaba el gabinete de Madrid, las demás cuestiones de derecho de visita, de límites en la Florida y Carolina, de los privilegios que por tratados reclamaba el comercio y navegación inglesa en América y finalmente sobre adjudicación o devolución de presas, quedaron a la decisión de una comisión que debía instalarse en esta corte; como si estos delegados pudiesen tener la fuerza necesaria para vencer dificultades ante las cuales habían retrocedido los respectivos gobiernos.
Compúsose la comisión por parte de España de los consejeros de Indias don José Quintana y don Esteban José de Albarín, y el rey británico nombró a su plenipotenciario don Benjamín Keene y a don Abraham Castres, cónsul general de Inglaterra en Madrid. Mientras la comisión se entretenía en infructuosas conferencias, había llegado el convenio a Londres, donde fue recibido con un grito unánime de reprobación. La compañía de la mar del Sur, que había creído quedar absuelta del pago de los alcances que tenía en favor de España por el asiento de negros, hallóse con una declaración positiva del gobierno de Madrid concebida en los términos siguientes:
«Don Sebastian de la Cuadra, consejero y primer secretario de Estado de su Majestad católica y su ministro plenipotenciario para la convención que se trata con el rey británico, de orden de su soberano y en consecuencia de las repetidas memorias y conferencias que han mediado con don Benjamín Keene, ministro plenipotenciario de su Majestad británica, y de haber convenido en ellas con recíproco acuerdo, en hacer la presente declaración, como medio esencial y preciso para vencer tan debatidas disputas y que se pueda firmar la mencionada convención, declara formalmente que su Majestad católica se reserva íntegro el derecho de poder suspender el asiento de negros y expedir las órdenes necesarias a su ejecución, en el caso de que la compañía no se sujete a pagar dentro de un breve término las sesenta y ocho mil libras esterlinas que ha confesado deber del derecho de esclavos, según la regulación de cincuenta y dos peniques por peso y de los útiles del navío la real Carolina, y igualmente declara que bajo la validación y vigor de esta protesta, se procederá a firmar la citada convención y no en otro modo; porque en este firme supuesto, y sin que por motivo ni pretexto alguno quede eludido, se ha allanado a ella su Majestad católica. El Pardo a 10 de enero de 1739. — Don Sebastian de la Cuadra.»
Por más que el ministro Walpole trabajó para sosegar al pueblo inglés, no pudo conseguir otra cosa que la aprobación del convenio en una cortísima mayoría del parlamento. Y aun arrastrado este por la opinión general vióse precisado al mismo tiempo a conceder al gobierno considerables subsidios para prepararse a la guerra contra España, caso que esta rehusase definitivamente acceder a las demandas que se le hicieren. Hiciéronse en efecto aprestos para la guerra, y la escuadra del almirante Haddock se presentó en las aguas de Gibraltar con el fin de dar fuerza a aquellas reclamaciones.
Tan insolente manera de negociar exaltó el amor propio de los españoles y cerró la puerta a toda transacción. La corte de Madrid contestó con demandas a demandas. Lejos de allanarse a suprimir el derecho de visita, exigió que terminantemente le reconociesen los ingleses: suspendió la ejecución de la convención y el pago de las novecientas cincuenta mil libras esterlinas hasta que la compañía del Sud no cancelase sus obligaciones y aun amenazó suspender el asiento y tomar otras medidas hostiles, si la escuadra británica no se retiraba de sus aguas.
La Inglaterra por fin hizo una declaración de represalias el 20 de agosto del mismo año de 1739 y publicó la guerra a España en 30 del siguiente octubre. El 28 de noviembre respondió la corte de Madrid con iguales declaraciones y un extenso manifiesto en que recapitulaba los actos de piratería e inhumanidad de los contrabandistas ingleses en América, y las injustas y soberbias pretensiones de su gobierno. Pero el golpe más sensible para este fue la prohibición rigurosa que se hizo en España de todo objeto de sus manufacturas, y la multitud de corsarios que se armaron contra los buques mercantes de Inglaterra; si se ha de dar crédito a las relaciones oficiales de Madrid, en dos años apresaron dichos corsarios más de cuatrocientos de estos buques, cuyos cargamentos se estimaron en un millón de libras esterlinas.
Las empresas de Inglaterra se dirigieron casi exclusivamente contra las posesiones españolas de ultramar, por la doble razón de privar a la metrópoli de aquellas rentas y abrir mercados al comercio británico. Por fortuna sus expediciones le fueron tan inútiles como ruinosas. El almirante Vernon zarpó de Jamaica con nueve buques de línea, además de otros menores, y su primer tentativa sobre la Guaira se malogró completamente. Apoderóse después de Portobelo, cuyos habitantes habían retirado ya sus efectos más preciosos. Con escasísimo botín abandonaron pues los ingleses esta plaza. Reforzados en 1740 con la formidable escuadra de 21 navíos de línea que condujo a aquellos mares sir Chaloner Ogle, emprendió Vernon a principios del siguiente año la conquista de Cartagena. Estaba bien fortificada, defendíala el valiente don Sebastian de Eslava, virrey de nueva Granada; pero cuando el arrojado esfuerzo de los sitiadores les daba una fundadísima esperanza de salir con su empresa, cuando la corte de Londres celebraba con regocijos y demostraciones públicas la victoria, y se esperaba con temores en Madrid el desenlace de un suceso de tanto influjo en el resto de la América, por la situación e importancia de aquel pueblo, sus heroicos defensores, auxiliados por el clima y la división que se introdujo en las tropas inglesas las rechazaban y obligaban a reembarcar con gran pérdida y quebranto.
Todavía quiso Vernon hacer nuevos ensayos sobre Panamá, cuya plaza se abstuvo de envestir, temeroso de los refuerzos que la enviaba el virrey del Perú; y de Cuba adonde entró con un respetable cuerpo de tropas de desembarco, fue echado sin que hubiese podido afirmarse en ningún punto de la isla.
Más dichoso el comodoro Anson, que con una flotilla de tres buques había sido destinado a cruzar sobre las costas del Perú y de Chile, pudo entrar en la ciudad de Paita, retirándose con preciosos despojos, que se aumentaron después con el navío de Acapulco, Nuestra Señora de Covadonga, la más rica de las presas que hayan entrado en puertos británicos.
Las desgraciadas expediciones de Vernon habían costado a la Inglaterra la pérdida de más de veinte mil hombres. Enflaquecida la escuadra y ya muy inferior a la combinada de España y Francia, que posteriormente se presentó en aquellos mares, mantúvose casi siempre estacionada durante el resto de la guerra, a que dio fin el tratado de Aquisgrán de 18 de octubre de 1748, cuyos artículos 5°, 9° y 16 son relativos al arreglo de las diferencias de España e Inglaterra sobre sus posesiones e intereses de ultramar.
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