CASOS RELATIVOS AL ÁFRICA SUDOCCIDENTAL (SEGUNDA FASE)
Fallo de 18 de julio de 1966
Resúmenes de los fallos, opiniones consultivas y providencias de la Corte Internacional de Justicia
Los casos relativos al África Sudoccidental (Etiopía contra Sudáfrica; Liberia contra Sudáfrica), referentes a la continuación del Mandato del África Sudoccidental y a los deberes y la actuación de Sudáfrica como Potencia mandataria, fueron incoados mediante solicitudes de los Gobiernos de Etiopía y Liberia presentadas a la Secretaría de la Corte el 4 de noviembre de 1960. En virtud de una providencia de 20 de mayo de 1961, la Corte unió los procedimientos de los dos asuntos. El Gobierno de Sudáfrica formuló excepciones preliminares a la competencia de la Corte para conocer del fondo del asunto, pero la Corte desestimó estas excepciones el 21 de diciembre de 1962, y acordó que era competente para conocer del fondo de la controversia.
En el fallo que pronunció en la segunda fase de los casos, la Corte, con el voto decisivo del Presidente, por estar divididos por igual los votos (siete contra siete), decidió que no podía considerarse que los Estados demandantes hubiesen demostrado ningún derecho o interés jurídico en el asunto objeto de sus demandas y, por consiguiente, las rechazó.
El Presidente, Sir Percy Spender, agregó una declaración al fallo. El Magistrado Morelli y el Magistrado ad hoc van Wyk hicieron constar sus opiniones separadas. El Vicepresidente Wellington Koo, los Magistrados Koretsky, Tanaka, Jessup, Padilla Ñervo y Forster y el Magistrado ad hoc Sir Louis Mbanefo agregaron sus opiniones disidentes.
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Los demandantes, actuando en calidad de Estados que habían sido Miembros de la antigua Sociedad de las Naciones, formularon diversas alegaciones de infracciones del Mandato de la Sociedad de las Naciones para el África Sudoccidental por parte de la República de Sudáfrica.
Las alegaciones de los litigantes abarcaban, entre otras, las siguientes cuestiones: si el mandato del África Sudoccidental estaba aún en vigor y, en caso afirmativo, si la obligación de la Potencia mandataria de presentar informes anuales sobre su administración al Consejo de la Sociedad de las Naciones se había transformado en una obligación de informar igualmente a la Asamblea General de las Naciones Unidas; si, de conformidad con el Mandato, la parte demandada había fomentado al máximo el bienestar material y moral y el progreso social de los habitantes del Territorio; si la Potencia mandataria había infringido la prohibición, estipulada en el Mandato, referente a la “instrucción militar de los indígenas” y al establecimiento de bases militares o navales o la construcción de fortificaciones en el Territorio; y si Sudáfrica había infringido lo estipulado en el Mandato, en el sentido de que éste sólo podía modificarse con el consentimiento del Consejo de la Sociedad de las Naciones, al tratar de modificar el Mandato sin el consentimiento de la Asamblea General de las Naciones Unidas, la cual, según afirmaban los demandantes, había sustituido al Consejo de la Sociedad para ese y otros fines.
Sin embargo, antes de examinar estas cuestiones, la Corte consideró que había dos cuestiones de carácter previo, concernientes al fondo del asunto, que podrían hacer innecesaria la investigación de otros aspectos del mismo. Una de las cuestiones consistía en determinar si el Mandato subsistía aún en modo alguno, y la otra era la cuestión de la posición de los demandantes en esta fase de los procedimientos, es decir, su derecho o interés jurídico en relación con la cuestión objeto de sus demandas. Como la Corte basó su fallo en la conclusión de que los demandantes no poseían ese derecho o interés jurídico, no se pronunció sobre la cuestión de si el Mandato estaba aún en vigor. Además, la Corte subrayó que su decisión de 1962 acerca de la cuestión de la competencia se había adoptado sin afectar a la cuestión de la supervivencia del Mandato, cuestión que formaba parte del fondo del asunto, y que no se había tratado en 1962, salvo en el sentido de que debió suponerse la supervivencia con objeto de determinar la cuestión puramente jurisdiccional, que era la única que la Corte tenía entonces ante sí.
Refiriéndose a la base de su decisión en los procedimientos actuales, la Corte recordó que el Sistema de Mandatos se había constituido en virtud del Artículo 22 del Pacto de la Sociedad de las Naciones. Había tres categorías de mandatos, “A”, “B” y “C”, aunque las tres tenían diversos aspectos comunes en relación con su estructura. El elemento principal de cada instrumento de mandato consistía en los artículos que definían las facultades de la Potencia mandataria y sus obligaciones con respecto a los habitantes del Territorio y a la Sociedad y sus órganos. La Corte calificó a esas normas de disposiciones de “administración”. Además, cada instrumento de mandato contenía artículos que conferían ciertos derechos relativos al Territorio bajo mandato directamente a los Miembros de la Sociedad, como Estados individuales, o a sus súbditos. La Corte se refirió a los derechos de este tipo como “intereses especiales”, comprendidos en las disposiciones de los mandatos relativas a los “intereses especiales”.
Además, en cada mandato figuraba una cláusula jurisdiccional que, con una sola excepción, estaba formulada en términos idénticos y disponía que se sometiesen las controversias a la Corte Permanente de Justicia Internacional y que, según determinó la Corte en la segunda fase de los procedimientos, debía entenderse ahora, en virtud del Artículo 37 del Estatuto de la Corte, en el sentido de que las controversias debían someterse a la Corte actual.
La Corte estableció una distinción entre las disposiciones de los mandatos relativas a la “administración” y las referentes a los “intereses especiales”. Como la controversia actual se refería exclusivamente a las primeras, la cuestión que había que decidir consistía en determinar si los Miembros de la Sociedad de las Naciones estaban investidos individualmente de algún derecho o interés jurídico en relación con las cláusulas sobre “administración” de los mandatos, es decir, si los diversos mandatarios tenían alguna obligación directa con respecto a los otros Miembros de la Sociedad de las Naciones considerados individualmente, en lo tocante a la ejecución de las disposiciones sobre la “administración” de los mandatos. Si se respondía que no podía considerarse que los demandantes poseyesen el derecho o interés jurídico alegado, entonces, aun cuando quedasen demostradas las diversas alegaciones de infracciones del Mandato del África Sudoccidental, los demandantes seguirían sin tener derecho a los pronunciamientos y declaraciones que, en sus peticiones finales, solicitaban que hiciera la Corte.
Los demandantes comparecían ante la Corte en su calidad de Miembros de la Sociedad de las Naciones, y los derechos que alegaban eran aquellos de los que se decía que habían sido investidos los Miembros de la Sociedad en los tiempos de la misma. Por consiguiente, para determinar los derechos y obligaciones de las partes en relación con el Mandato, la Corte tenía que colocarse en el tiempo en que se implantó el Sistema de Mandatos. Cualquier investigación de los derechos y obligaciones de las partes debía desarrollarse principalmente basándose en el examen de los textos de los instrumentos y disposiciones dentro de la circunstancia de su época.
Análogamente, debía prestarse atención al carácter y la estructura jurídica de la institución en cuyo marcó se organizó el Sistema de Mandatos, es decir, la Sociedad de las Naciones. Un elemento fundamental era que el Artículo 2 del Pacto estipulaba que “la acción de la Sociedad, tal como queda definida en el presente Pacto, se ejercerá por una Asamblea y por un Consejo auxiliados por una Secretaría permanente”. Los Estados Miembros no podían actuar individualmente de un modo diferente en relación con los asuntos de la Sociedad, a menos que se dispusiese especialmente lo contrario en algún artículo del Pacto.
En el Artículo 22 del Pacto se especificaba que “el mejor método para realizar prácticamente el principio” de que “el bienestar y el desenvolvimiento” de los pueblos de las antiguas colonias del enemigo “aún no capacitados para dirigirse por sí mismos” constituía “una misión sagrada de civilización” sería el de “confiar la tutela de dichos pueblos a las naciones más adelantadas, que … consientan en aceptarla”, y se añadía expresamente que “esas naciones ejercerán la tutela en calidad de mandatarias y en nombre de la Sociedad”. Los mandatarios habían de ser agentes de la Sociedad y no de cada uno de los Miembros de la misma individualmente.
En el Artículo 22 del Pacto se estipulaba que convenía “incorporar al presente Pacto garantías para el cumplimiento” de la misión sagrada. En virtud de los párrafos 7 y 9 del Artículo 22, cada mandatario debía “enviar al Consejo una memoria anual concerniente al Territorio”; y una Comisión Permanente de los Mandatos estaría encargada de “recibir y examinar” esas memorias anuales y de “dar al Consejo su opinión acerca de las cuestiones relativas al cumplimiento de los mandatos”. Además, se estipulaba en los propios instrumentos de mandato que las memorias anuales deberían enviarse “a satisfacción del Consejo”.
Cada uno de los Estados miembros de la Sociedad sólo podía participar en el proceso administrativo mediante su participación en las actividades de los órganos por cuya mediación estaba autorizada a funcionar la Sociedad. No tenían un derecho de intervención directa en relación con los mandatarios: esta prerrogativa correspondía a los órganos de la Sociedad.
La forma en que se redactaron los instrumentos de mandato no hizo más que subrayar la opinión de que no se consideraba que los Miembros de la Sociedad en general tuviesen ninguna relación directa con el establecimiento de los diversos mandatos. Adémás, aunque se necesitaba el consentimiento del Consejo de la Sociedad para cualquier modificación de las cláusulas del mandato, no se especificó que se necesitase además el consentimiento de Miembros individuales de la Sociedad. Los distintos Miembros de la Sociedad no eran partes en los diversos instrumentos de mandato, aunque éstos los investían de derechos hasta cierto punto y en ciertos aspectos solamente. Sólo podían obtener de los instrumentos los derechos que los mismos les confiriesen inequívocamente.
Si los diferentes Miembros de la Sociedad hubiesen poseído los derechos que los demandantes afirmaban que habían tenido, habría sido insostenible la situación de un mandatario cercado por las diferentes expresiones de opinión de unos cuarenta o cincuenta Estados. Además, la Sociedad tenía como regla normal de votación la unanimidad y, como el mandatario era miembro del Consejo en las cuestiones que afectaban a su mandato, esas cuestiones no podían decidirse con el voto en contra del mandatario. Este sistema no coincidía con la situación que los demandantes reclamaban para los distintos Miembros de la Sociedad, y si, como Miembros de la Sociedad, no poseían los derechos alegados, no los poseían en la actualidad.
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Se había intentado deducir un derecho o interés jurídico en la administración del Mandato de la simple existencia, o principio, de la “misión sagrada”. Se había dicho que la misión sagrada era una “misión sagrada de civilización” y que, por lo tanto, todas las naciones civilizadas estaban interesadas en que se llevase a cabo. Sin embargo, para que ese interés pudiese adoptar un carácter específicamente jurídico, la propia misión sagrada tenía que ser o llegar a ser algo más que un ideal moral o humanitario. Para generar derechos y obligaciones de carácter jurídico, debía dársele expresión jurídica y enmarcarlo en una norma jurídica. El ideal moral no debía confundirse con las normas jurídicas destinadas a ponerlo en práctica. El principio de la “misión sagrada” no tenía ningún contenido jurídico residual que, respecto a cualquier mandato determinado, pudiese operar per se para originar derechos y obligaciones jurídicas fuera del sistema en su conjunto.
La Corte tampoco podía aceptar la sugerencia de que, aun en el caso de que la situación jurídica de los demandantes y de otros miembros de la Sociedad fuera la que sostenía la Corte, esto era así solamente durante la existencia de la Sociedad, y de que, al disolverse ésta, los derechos que correspondían previamente a la propia Sociedad o a los órganos competentes pasaron a los diferentes Estados que eran Miembros de la misma en la fecha de su disolución. Aunque la Corte había sostenido en 1962 que podía considerarse que los miembros de una Organización internacional disuelta, aunque ya no fuesen miembros de ella, conservaban derechos que, como miembros, habían poseído individualmente cuando la Organización existía, esto no podía ampliarse para adjudicarles, al ocurrir la disolución y con motivo de ella, derechos que nunca habían poseído individualmente, ni siquiera anteriormente en calidad de miembros. Y cualquier cosa que hubiese ocurrido después de la disolución de la Sociedad tampoco podía investir a sus Miembros de derechos que no poseían previamente como Miembros de la Sociedad. La Corte no podía interpretar que las declaraciones unilaterales, o declaraciones de intención, formuladas por los diversos mandatarios con motivo de la disolución de la Sociedad, expresando su voluntad de seguir guiándose por los mandatos en su administración de los territorios pertinentes, concedían individualmente a los Miembros de la Sociedad cualesquiera nuevos derechos o intereses jurídicos de un tipo que no poseían anteriormente.
Cabría decir que la opinión de la Corte, en cuanto conducía a la conclusión de que no había actualmente ninguna entidad capacitada para exigir la debida ejecución del Mandato, tenía que ser inaceptable, pero, si la correcta interpretación jurídica de una situación determinada mostraba la inexistencia de ciertos derechos alegados, debían aceptarse las consecuencias de tal hecho. Pretender la existencia de esos derechos para evitar las consecuencias equivaldría a emprender una labor fundamentalmente legislativa al servicio de fines políticos.
Refiriéndose a la alegación de que el derecho o interés jurídico de los demandantes había quedado establecido por el fallo de 1962 y no podía discutirse de nuevo en la actualidad, la Corte señaló que una decisión sobre una excepción preliminar nunca podría excluir una cuestión perteneciente al fondo, tanto si se había examinado efectivamente en relación con la excepción preliminar como si no se había examinado. Cuando la parte demandada en un asunto oponía excepciones preliminares, se suspendían los procedimientos sobre el fondo del asunto en virtud del párrafo 3 del Artículo 62 del Reglamento de la Corte. Desde entonces, y hasta que se reanudase el examen del fondo del asunto, no podía adoptarse ninguna decisión que determinase o que juzgase definitivamente cualquier aspecto del fondo del asunto. Un fallo sobre una excepción preliminar podía afectar a un aspecto del fondo del asunto, pero esto sólo podía hacerlo de un modo provisional, en la medida necesaria para decidir la cuestión planteada por la excepción preliminar. No podía considerarse como una decisión definitiva sobre el aspecto pertinente del fondo del asunto.
Aunque el fallo de 1962 decidió que los demandantes tenían derecho a invocar la cláusula jurisdiccional del Mandato, les faltaba demostrar, en cuanto al fondo del asunto, que tenían un derecho o interés tal en la ejecución de las disposiciones que invocaban que les daba derecho a los pronunciamientos y declaraciones que solicitaban de la Corte. No había ninguna contradicción entre una decisión en el sentido de que los demandantes tenían capacidad para invocar la cláusula jurisdiccional y una decisión en el sentido de que no habían demostrado la base jurídica de su demanda en cuanto al fondo del asunto.
Con respecto a la alegación de que la cláusula jurisdiccional del Mandato confería un derecho sustantivo a exigir al Mandatario que ejecutase las disposiciones de “administración del mandato”, había que señalar que sería notable que un derecho tan importante se hubiese creado de un modo tan fortuito y casi incidental. En realidad, esa cláusula jurisdiccional concreta no contenía nada que la diferenciase de otras muchas, y era un principio casi elemental del derecho procesal que debía hacerse una distinción entre el derecho a recurrir a un tribunal y el derecho de un tribunal a examinar el fondo de una demanda, por una parte, y el derecho jurídico del demandante con respecto al asunto objeto de su demanda, que debería demostrar a satisfacción del tribunal, por otra. Las cláusulas jurisdiccionales eran adjetivas, no substantivas, en su naturaleza y en su virtud: no determinaban si las partes tenían derechos sustantivos, sino únicamente si, en caso de que los tuviesen, podrían reclamarlos mediante el recurso a un tribunal.
La Corte examinó seguidamente los derechos de los Miembros del Consejo de la Sociedad en virtud de las cláusulas jurisdiccionales de los tratados referentes a las minorías firmados después de la Primera Guerra Mundial, y distinguió esas cláusulas de las cláusulas jurisdiccionales de los instrumentos de mandato. En el caso de los mandatos, la cláusula jurisdiccional tenía por objeto dar a los diferentes Miembros de la Sociedad los medios para proteger sus “intereses especiales” relativos a los territorios bajo mandato; en el caso de los tratados relativos a las minorías, el derecho de acción de los miembros del Consejo en virtud de la cláusula jurisdiccional sólo se destinaba a la protección de las poblaciones minoritarias. Además, cualquier “diferencia de opinión” se definía de antemano en los tratados relativos a las minorías como enjuiciable, porque había de “considerarse como una controversia de carácter internacional”. Por consiguiente, no podía surgir ninguna cuestión de carencia alguna de derecho o interés jurídico. Por otra parte, la cláusula jurisdiccional de los mandatos no tenía ninguna de las características o efectos especiales de las cláusulas de los tratados relativos a las minorías.
La Corte examinó a continuación lo que se había llamado el amplio e inequívoco lenguaje de la cláusula jurisdiccional: el significado literal de su alusión a “cualquier controversia” unido a las palabras “entre [el Mandatario] y otro Miembro de la Sociedad de las Naciones” y la expresión “acerca de … las disposiciones del Mandato”, que, según se decía, permitía someter a la Corte una controversia acerca de cualquier disposición del Mandato. La Corte no opinó que la palabra “cualquiera” que figuraba en el párrafo 2 del artículo 7 del Mandato hiciera algo más que dar énfasis a una expresión que habría significado exactamente lo mismo sin ella. La expresión “cualquier controversia” no significaba intrínsecamente nada diferente de “una controversia”; y tampoco la mención de “las disposiciones” del Mandato en plural tenía ningún efecto diferente del que se habría obtenido diciendo “una disposición”. Una proporción considerable de las aceptaciones de la jurisdicción obligatoria de la Corte en virtud del párrafo 2 del Artículo 36 del Estatuto estaban redactadas en un lenguaje análogamente amplio e inequívoco, e incluso más amplio. No podía suponerse en ningún caso que, basándose en este lenguaje amplio, el Estado aceptante quedaba dispensado de demostrar un derecho o interés jurídico en el asunto objeto de su demanda. La Corte no podía sostener la posición de que una cláusula jurisdiccional, al conferir competencia a la Corte, confería, por consiguiente y por sí misma, un derecho sustantivo.
La Corte se refirió seguidamente a la cuestión de la admisibilidad. Señaló que en el fallo de 1962 se había limitado a afirmar que era “competente para conocer del fondo del asunto” y que, si se planteara cualquier cuestión de admisibilidad, tendría que decidirse ahora, como había ocurrido con la fase del examen del fondo del asunto de Nottebohm; en tal caso, la Corte determi98
naría la cuestión exactamente de la misma manera. En otras palabras, considerando el asunto desde el punto de vista de la capacidad de los demandantes para formular su demanda actual, la Corte sostenía que no poseían esta capacidad y que, por consiguiente, la demanda era inadmisible.
Por último, la Corte examinó lo que se había denominado el argumento de “necesidad”. En esencia, éste consistía en que, como el Consejo de la Sociedad carecía de medios para imponer sus opiniones a la Potencia mandataria, y como ninguna opinión consultiva que pudiese obtener de la Corte sería obligatoria para el Mandatario, podría despreciarse fácilmente el Mandato. Se alegaba, por eso, que era fundamental, como salvaguardia o seguridad última para la misión sagrada, considerar que cada miembro de la Sociedad tenía un derecho o interés jurídico en ese asunto y podía adoptar medidas directas en relación con el mismo. Sin embargo, en la práctica del funcionamiento del Sistema de Mandatos se habían hecho grandes esfuerzos para llegar, mediante argumentos, deliberaciones, negociaciones y esfuerzos de colaboración, a conclusiones generalmente aceptables y para evitar situaciones en las que se obligara al Mandatario a acatar las opiniones del resto del Consejo sin llegar a emitir un voto en contra. En esas circunstancias, la existencia de derechos substantivos que los diversos Miembros de la Sociedad podrían ejercer independientemente del Consejo, en relación con el desempeño de los mandatos, habría estado fuera de lugar. Además, dejando a un lado la inverosimilitud de que si los creadores del Sistema de Mandatos hubiesen pretendido que fuera posible imponer una política determinada a un mandatario hubiesen dejado esto a la acción fortuita e incierta de los distintos Miembros de la Sociedad, era muy poco probable que un sistema que hacía deliberadamente posible que los mandatarios obstruyesen las decisiones del Consejo mediante el uso del veto (aunque, por lo que sabía la Corte, esto no se hizo nunca) invistiera simultáneamente a los diferentes Miembros de la Sociedad del derecho a formular una demanda si el mandatario hacia uso de ese veto. En la esfera internacional, la existencia de obligaciones que no podían imponerse por ningún procedimiento jurídico había sido siempre la regla y no la excepción, y esto era aún más cierto en 1920 que en la actualidad.
Además, el argumento de “necesidad” equivalía a una alegación de que la Corte debía consentir el equivalente de una actio popularis, o derecho de cualquier miembro de una comunidad a adoptar medidas jurídicas en defensa de un interés público. Ahora bien, ese derecho no se conocía en el derecho internacional en su forma actual, y la Corte no podía considerarlo como dimanante de “los principios generales del derecho” mencionados en el inciso c. del párrafo 1 del Artículo 38 de su Estatuto.
En definitiva, todo el argumento de “necesidad” parecía basarse en consideraciones de carácter extrajurídico que eran consecuencia de un proceso de conocimiento a posteriori. Fueron los acontecimientos posteriores a la época de la Sociedad, y no algo inherente al Sistema de Mandatos según su concepción original, lo que originó la “necesidad” alegada, la cual, si existía, pertenecía al terreno político y no constituía necesidad desde el punto de vista jurídico. La Corte no era un órgano legislativo. Las partes en una controversia siempre podían pedir a la Corte que emitiese una decisión ex aequo et bono, de acuerdo con el párrafo 2 del Artículo 38. Fuera de eso, el deber de la Corte era claro y consistía en aplicar el derecho tal como existía, no en crearlo.
Se podía argumentar que la Corte estaba autorizada a “llenar las lagunas” aplicando un principio teleológico de interpretación, en el cual debía dar a los instrumentos su máximo efecto con objeto de garantizar el logro de sus principios fundamentales. Este principio era sumamente polémico y, en todo caso, podía carecer de aplicación en aquellas circunstancias en las que la Corte tuviese que ir más lejos de lo que podría considerarse razonablemente como un proceso de instrumentación y hubiera de emprender un proceso de rectificación o revisión. No podía suponerse que existían los derechos simplemente porque parecía conveniente que existieran. La Corte no podía remediar una deficiencia si, para ello, tenía que sobrepasar los límites de la acción judicial normal.
También se podía argumentar que la Corte estaría autorizada a subsanar una omisión ocasionada por el hecho de que los interesados no hubiesen previsto lo que podía suceder, y a tener en cuenta lo que cabía suponer que los autores del Mandato habrían deseado, o incluso habrían dispuesto especialmente si hubieran sabido lo que iba a ocurrir. Sin embargo, la Corte no podía suponer cuáles habrían sido los deseos o intenciones de los interesados en el caso de que se produjesen acontecimientos que no habían sido previstos ni eran previsibles, y aun si pudiera hacerlo, sería ciertamente imposible hacer las suposiciones que alegaban los demandantes con respecto a cuáles eran dichas intenciones.
Habida cuenta de todas estas razones, la Corte decidió rechazar las demandas del Imperio de Etiopía y de la República de Liberia.