La inquietante transformación de la UE
Con la expansión de la condicionalidad, la Unión Europea corre el riesgo de ser vista como un vehículo para la imposición de las preferencias alemanas.
Los europeístas en Bruselas y otros lugares suelen imaginar la integración europea como un proceso más o menos lineal. En general, elogian la integración y denuestan la “desintegración”. Por ello, la propuesta de la Comisión Europea de profundizar la integración de la zona euro creando la figura de un ministro de Economía, un presupuesto común y convertir el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) en una especie de fondo monetario europeo –tal como se discute en la actualidad– es para los adalides del europeísmo un paso adelante. En efecto, gran parte del debate sobre el grado de europeísmo del nuevo gobierno que se forme en Alemania se ha centrado en su apertura a esas iniciativas, que fueron originalmente formuladas por el presidente francés Emmanuel Macron.
Existen dos maneras muy diferentes de pensar sobre las propuestas de la Comisión Europea. Para Macron, forman parte de un proyecto grandioso, el de L’Europe qui protège (la Europa que protege). En este contexto, el nuevo fondo monetario europeo sería una especie de embrión del Tesoro de la zona euro, con poderes para gastar fondos. Muchos en Alemania, incluido el ministro de Economía, Wolfgang Schäuble, parecen apoyar esta idea, aunque por razones diferentes. Schäuble ve en ese futuro Tesoro una herramienta para controlar más todavía los presupuestos de los Estados miembros de la Unión Europea y aplicar con más rigor la normativa fiscal de la zona euro, todo lo cual incrementaría la competitividad europea. Si se impusiera esta visión de las cosas, “más Europa” sería sinónimo de “más Alemania”, lo que podría decirse también de muchos de los pasos dados a lo largo de los últimos siete años, cuando se inició la crisis del euro.
Estos puntos de vista tan distintos permiten entender por qué profundizar la integración europea no tiene por qué ser algo automático o positivo. De hecho, convertir el MEDE en un fondo monetario europeo podría inaugurar un inquietante proceso transformador de la Unión que la devolvería quizá al inicio de la crisis del euro. Aunque la integración no ha dejado de avanzar desde entonces –y, en efecto, los países miembros de la UE han acordado poner en común sus cuotas de soberanía, algo de otro modo impensable– existen razones para creer que esta fase de la integración europea es cualitativamente distinta a otras anteriores. Podría darse que, queriendo buscar más Europa, naciese una UE diferente a la idealizada por el imaginario europeísta.
Una UE a imagen del FMI
En un artículo publicado en esta revista en mayo de 2013, sostenía que, además de haberse germanizado, la UE se ha hecho más coercitiva desde los inicios de la crisis del euro en 2010. En concreto, la integración ha ido en aumento pero, al mismo tiempo, es menos voluntaria y más obligada. Como expresó la canciller alemana, Angela Merkel, en el marco del debate sobre el primer rescate a Grecia ese mismo año: “No hay alternativa”. Esta integración, a su vez, ha dado pie a normativas más coercitivas y a su cumplimiento obligado, sobre todo en la zona euro. El sistema Maastricht III, emergido tras la crisis y fundamentado en una serie de medidas originadas en 2010 y que culminaron en el Pacto Fiscal Europeo (PFE), es más intrusivo e impone condiciones más estrictas y una mayor homogeneidad en la UE que sus dos predecesores.
Sorprende en particular que, a lo largo del proceso de aplicación de estas medidas, adquieran cada vez mayor peso en el funcionamiento de la Unión conceptos como “vigilancia presupuestaria” o “disciplina fiscal”. Un documento del ministerio de Economía alemán lo expresaba no sin cierto orgullo: “Los países europeos han creado un sólido sistema de vigilancia fiscal con la introducción del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), el PFE y el semestre europeo. El nuevo sistema mejorará la disciplina presupuestaria en todos los países y ayudará a garantizar el saneamiento de las finanzas públicas”.
Tras la cumbre europea de diciembre de 2011, en la que se acordó el PFE, Ian Traynor, periodista de The Guardian y poco sospechoso de euroescepticismo, escribió que de la crisis del euro estaba emergiendo una “lamentable unión de penas, castigos, correctivos y resentimientos encendidos”. Desde entonces, los acontecimientos han confirmado este diagnóstico sobre la transformación de la UE iniciada con la crisis del euro.
En particular, la cumbre de urgencia celebrada en Bruselas en julio de 2015 para debatir la situación de la deuda griega marcó, quizá, un punto de inflexión crítico en la historia de la UE. Justo antes de la cumbre, Schäuble propuso colocar 50.000 millones de euros de activos griegos en un fondo luxemburgués para luego privatizarlos, y expulsar “de forma provisional” a Grecia de la zona euro si no se avenía a las condiciones impuestas por sus acreedores. Grecia terminó capitulando y obtuvo un segundo rescate. Esta muy contundente manera de abordar el problema griego no solo ha convertido la divisa única en un sistema de tipo de cambio fijo, sino que ha tenido un efecto transformador sobre la Unión.
La “condicionalidad” desempeña un papel fundamental en esta presunta transformación de la UE. Este término se usó originalmente en el marco de los procesos de acceso a la Unión, como condicionalidad externa. Los Estados miembros que querían adoptar el euro estaban sujetos a las condiciones impuestas por el Tratado de Maastricht y el PEC. Tras la crisis del euro, se endureció la condicionalidad interna para los países de la zona euro. No obstante, esta parecía menos rigurosa que la externa, pues las amenazas contra los Estados miembros carecían de credibilidad. Esto cambió tras la amenaza de expulsar a Grecia del euro en julio de 2015, retomada durante la campaña electoral alemana por el líder del Partido Liberal (FDP), Christian Lindner.
El uso cada vez mayor de la condicionalidad interna transformó el significado del término “solidaridad” en el seno de la UE. Desde el inicio de la crisis del euro, se ha producido un intenso debate en torno a este concepto. Durante la crisis, los países deudores pedían solidaridad y se quejaban de que no la recibían debido a la negativa de países acreedores a una mayor mutualización de la deuda. Entretanto, estos argumentan que ya han dado muestras de solidaridad con su visto bueno a los rescates. La verdad reside en el medio: se ha producido cierto tipo de solidaridad en la zona euro desde el comienzo de la crisis, pero es el tipo de solidaridad que ofrece el Fondo Monetario Internacional (FMI): a saber, préstamos a cambio de reformas estructurales (ajustes estructurales, en términos del FMI). No es así como se entendía el término solidaridad en la UE. Es como si la Unión se estuviera reconvirtiendo a imagen y semejanza del FMI. Cada vez parece más un mero vehículo para imponer a los Estados miembros la disciplina del mercado, algo que difiere mucho de lo que habían imaginado los padres fundadores, y también de la visión de futuro que los europeístas tienen de la Unión.
En efecto, sorprende que en los debates acerca de la exoneración de la deuda a los países afectados por la crisis, la Comisión Europea se haya mostrado a menudo incluso más inflexible que el FMI. Como dijo el economista italiano profesor en la Universidad de Chicago, Luigi Zingales, en julio de 2015: “Si Europa no es otra cosa que una mala copia del FMI, ¿qué queda entonces del proyecto de integración europeo?”. La transformación del MEDE en un fondo monetario europeo sería, por tanto, el paso natural y último en este proceso de transmutación de la UE en el FMI.
El núcleo y la periferia
Las rigurosas propuestas que hace la zona euro, basadas en la condicionalidad, se han convertido en la pauta a seguir y, de hecho, están ya aplicándose en otras áreas. En otoño de 2015, cuando los Estados miembros se opusieron a las cuotas de refugiados que proponían Alemania y la Comisión Europea, el ministro de Interior alemán, Thomas de Maizière, amenazó con recortar los fondos de cohesión. Se está debatiendo también profusamente si debería sancionarse del mismo modo a Hungría y Polonia por incumplir la normativa de la UE acerca de la democracia y el Estado de Derecho. La Comisión Europea ha abierto ya contra Polonia el procedimiento contemplado en el Artículo 7 del Tratado de Lisboa. Y es probable que la normativa sobre fondos estructurales y de inversión, que se revisará antes del siguiente ciclo presupuestario, integrará lo que el comisario de Programación Financiera y Presupuestos, el alemán Günther Oettinger, ha llamado condicionalidad reforzada.
Es posible que estas propuestas fueran necesarias. La cuestión es que no parece haber alternativa. Resulta incluso más sencillo defender la aplicación de condiciones más estrictas en relación con el principio de legalidad, pues siempre pueden invocarse los valores europeos. Sin embargo, la condicionalidad en lo relativo al principio de legalidad forma parte de una amplia expansión subrepticia de medidas coercitivas en el seno de la Unión. Los Estados miembros de Europa Central y Oriental, contra los que probablemente se dirigirá esa condicionalidad, dan ya muestras de un resentimiento importante. Sin embargo, quienes desde otros Estados miembros se preocupan por la “desconsolidación democrática” de países como Hungría y Polonia y dan su aprobación a las propuestas más duras deberían preguntarse si estas podrían volverse contra ellos.
Lo que hace más problemática la extensión de la condicionalidad es la dinámica política en que se inscribe. Ya nos refiramos al principio de legalidad, a la política de la zona euro o a la de refugiados, es el núcleo europeo el que aplica la condicionalidad para disciplinar a la periferia. En el caso de la zona euro, esta periferia la conforman los países deudores. En el caso de la política de refugiados, está formada por los países de Europa Central y Oriental que accedieron a la UE en 2004. En cada uno de estos casos, el núcleo es Alemania, principal responsable de la expansión de la condicionalidad en la UE. El peligro es que la Unión pase a ser vista, cada vez más, como un vehículo para la imposición de las preferencias alemanas.
Una Europa ‘competitiva’
La figura que, más que ninguna otra, personifica esta transformación de la UE y más ha hecho por defenderla es Merkel. La canciller ha argumentado incansablemente que Europa debe ser “competitiva”; es decir, que debe competir económicamente, y quizá también geopolíticamente, con otras regiones del mundo. Sin embargo, en esta búsqueda de la competitividad se produce otra sutil transformación. Los europeístas consideraban antaño la UE una especie de modelo para el resto del mundo. Con Merkel a la cabeza, los europeístas abandonan hoy esta idea y se convencen de que la UE debe ser un competidor más. Quienes apoyan esta visión alegarán que, para ejercer como modelo, la UE necesita ser “competitiva”. Pero con tal de conseguir este objetivo, la Unión quizá esté socavando el modelo que antaño proponía.
La imagen de la UE más sorprendente e inquietante es la que describe Mark Leonard en ¿Por qué Europa liderará el siglo XXI?, donde compara la UE con un panóptico, el tipo de prisión de forma circular ideada por el filósofo británico Jeremy Bentham. Michel de Foucault en su libro Surveiller et punir (titulado en español Vigilar y castigar), veía en el panóptico el símbolo de una forma moderna de disciplina, que busca crear cuerpos dóciles. Leonard trata de aplicar el análisis de Foucault a la UE con un sentido positivo, dando a entender que la Unión ha usado el poder de una manera tan inteligente y eficaz que las reglas, en última instancia, se han interiorizado. Sin embargo, la metáfora de la UE como panóptico podría estar adelantada a su época en un sentido más oscuro: lo que parece estar emergiendo no es tanto una Europe qui protège como una Europe qui surveille et punit (Una Europa que vigila y castiga).
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