El problema de Kosovo es su excepcionalidad
Su declaración unilateral de independencia ha sido contestada siempre por España, pese a que fue legalizada por la ONU
No todos los problemas tienen solución y, desde luego, no todos ofrecen una solución que llegue a satisfacer a las partes enfrentadas. Kosovo es un ejemplo claro. Cuando una parte de la comunidad internacional, con EE UU a la cabeza, decidió impulsar la independencia de esta antigua provincia serbia se metió en un jardín legal del que resultaba difícil salir sin saltarse principios del derecho y sin romper promesas que se realizaron en tiempos de guerra. Kosovo no tiene nada que ver con Cataluña, ni España con la antigua Yugoslavia: ni por su historia, ni por su sistema político, ni por los problemas que llevaron al estallido de este país balcánico. El problema que plantea la independencia unilateral de Kosovo es que se trata de una excepción, es la demostración de que, si lo considera necesario, la comunidad internacional puede romper sus propias normas.
Todo esto no quiere decir que la independencia de Kosovo no esté justificada, ni que los albaneses de este territorio no se hayan ganado el derecho a construir un país, pero no se puede ocultar que logró su independencia con la oposición del Estado al que pertenecía, Serbia, y en clara contradicción con la promesa que la comunidad internacional hizo a Belgrado cuando las tropas de la OTAN entraron en 1999. Por estos motivos, el Gobierno español, sin importar el signo político, se ha mostrado siempre en contra de reconocer a Kosovo (algo que han hecho 112 países) y lo ha dejado claro con diferentes puñetazos diplomáticos sobre la mesa.
Kosovo declaró su independencia en febrero de 2008 y en marzo de 2009 el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero anunció la retirada de las tropas españolas que formaban parte de KFOR, la misión internacional que velaba por la seguridad en este territorio. Como revelaron los cables diplomáticos filtrados por Wikileaks y publicados por este diario en 2010, la retirada irritó a sus socios, sobre todo de EE UU. Un cable secreto de la diplomacia estadounidense señalaba que Washington “criticó la ausencia de consultas antes de la retirada y pidió a España que consulte con EE UU antes y de una forma más transparente en el futuro”.
El documento puntualizaba que la explicación que dio el Gobierno español fue que “tomó la decisión de retirarse hace un año y no podía mantener su participación en una misión una vez que Kosovo declaró su independencia y fue reconocido por numerosas naciones”. El autor del cable explicaba: “Cualquier indicación de que el Gobierno español apoya la disolución de un país en componentes regionales sería muy sensible políticamente e impulsaría los separatismos”.
Una década después, ante el desafío de los independentistas catalanes, el referéndum ilegal del pasado 1 de octubre y la aplicación del artículo 155, la situación ha ido a peor. Así, el Gobierno conservador de Mariano Rajoy ha vetado una declaración conjunta de la UE, que se iba a presentar en la cumbre de los Balcanes el próximo 17 de mayo. El motivo es que la declaración incluía a Kosovo. Otros cuatro miembros de la UE tampoco han reconocido a ese país —Grecia, Chipre, Rumania y Eslovaquia— y se han mostrado incómodos ante la cumbre, pero mucho menos beligerantes. En una entrevista con este diario, el primer ministro de Kosovo, el exguerrillero Ramush Haradinaj, insistía la semana pasada en que no existe ninguna analogía posible: “Kosovo y Cataluña no tienen nada en común. Kosovo nació de la desintegración de la Federación Yugoslava, en un proceso sangriento de todos contra todos. No es el caso de España, donde se respetan los derechos civiles y políticos”. Pero el problema no son las analogías.
Yugoslavia estalló de manera sangrienta en los años noventa. El país, creado como monarquía después de la Primera Guerra Mundial y refundado como una federación socialista después de la Segunda, estaba formado por seis repúblicas (Serbia, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Macedonia y Bosnia-Herzegovina) y dos provincias autónomas de Serbia, Kosovo y Voivodina. La situación de Kosovo era especialmente explosiva y muchos expertos consideran que las guerras de Yugoslavia comenzaron allí, cuando Belgrado le retiró su autonomía en 1990, y acabaron allí, cuando el presidente serbio Slobodan Milosevic lanzó una salvaje campaña de limpieza étnica contra los albaneses.
Kosovo es considerada la patria del nacionalismo serbio, porque allí se encuentran sus principales monasterios ortodoxos medievales y porque allí tuvo lugar, en 1389, la batalla del Campo de los Mirlos, en la que Serbia perdió su independencia frente a los turcos. Pero Kosovo tiene una población un 10% serbia y un 90% albanesa, que vivía durante la cruenta agonía de Yugoslavia bajo un apartheid cada vez más insostenible. En 1998, la situación ya era de guerra abierta y en 1999 intervino la OTAN con una campaña de bombardeos contra Serbia, entre el 24 de marzo y el 10 de junio. Tras una etapa de protectorado internacional, un pogromo antiserbio que incendió la provincia en marzo de 2004 llevó a la comunidad internacional a plantearse que las cosas no podían seguir así y, tras unas negociaciones que no lograron arrancar un acuerdo con Belgrado, Kosovo declaró su independencia. En 2010, Prístina logró una victoria cuando el Tribunal Internacional de Justicia de la ONU decretó que la independencia había sido legal.
El tribunal debía contestar a una cuestión planteada por Belgrado: “¿La declaración unilateral de independencia de las instituciones provisionales de la administración autónoma de Kosovo es conforme al derecho internacional?” El fallo del tribunal, desarrollado en 45 páginas, se podría resumir con un simple “no, no lo viola”. Hisashi Owada, el presidente del Tribunal de la ONU, lo formuló así: “El derecho internacional general no contempla prohibiciones sobre las declaraciones de independencia y, por tanto, la declaración del 17 de febrero de 2008 no viola el derecho internacional general”.
El problema al que se enfrentaba el Tribunal no era solo el hecho de que la declaración de Kosovo fuese unilateral, sino también a la resolución 1244 del Consejo de Seguridad que permitió la entrada de las tropas internacionales y que reafirmaba “la adhesión de los Estados miembros al principio de la soberanía e integridad territorial de la República Federativa de Yugoslavia y los demás Estados de la región”. La Corte pasó de puntillas sobre este asunto, aunque su dictamen, aprobado por nueve votos contra cinco, insistía en que su papel no era juzgar si existía un derecho a la secesión, “incluso como solución a un conflicto irresoluble”, y repetía varias veces que se trataba de una situación excepcional, de un caso único, inaplicable a otras reclamaciones nacionales.
Kosovo logró su independencia porque sus habitantes sufrieron una agresión brutal y, sobre todo, porque consiguieron contar con el apoyo de países tan poderosos como Estados Unidos. Para la ONU, no ha sentado ningún tipo de jurisprudencia. Pero el hecho es que Europa cuenta desde 2008 con un país nuevo, fundado en contra del criterio del Estado al que pertenecía tras una declaración unilateral de independencia y rompiendo una promesa realizada ante el Consejo de Seguridad. Es imposible que un Gobierno español se sienta cómodo con esta solución a un problema irresoluble, por lo menos hasta que no sea aceptada por Serbia.