El principio de no intervención en la política exterior de México
Álvaro Castro Espinosa
El ensayo El principio de no intervención en la política exterior de México de Juan Manuel Gómez Robledo tiene la gran virtud de ilustrar, con amplitud histórica y riqueza de ejemplos, cómo uno de los principios torales de nuestra diplomacia se ha interpretado de manera distinta en función de la evolución del país y del sistema internacional.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el principio de no intervención quedó plasmado en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y se afianzó como una condición esencial para asegurar la convivencia pacífica entre los países. México, que desde sus primeros años de vida independiente se enfrentó a todo tipo de intervenciones e intrigas provenientes del exterior, interiorizó tempranamente este principio con la Doctrina Carranza. El convulso periodo de entreguerras abrió la puerta para que durante episodios como el enfrentamiento ítalo-etíope, la guerra civil española y el Anschluss, los diplomáticos mexicanos se erigiesen como defensores notables del principio. Derivado de su traumática experiencia histórica, México adoptó —como corolario del principio de no intervención— la Doctrina Estrada, que rechaza las declaraciones de reconocimiento a los gobiernos por ser una práctica denigrante, en especial para los países de Latinoamérica, frecuentemente sujetos a los chantajes de las potencias.
Detrás de la defensa ortodoxa de la no intervención —dice Gómez Robledo— hay también intereses específicos. El discurso de no intervención permitió a los diplomáticos mexicanos dar sustento a decisiones delicadas, como los votos solidarios de
México para Cuba en la Organización de los Estados Americanos en 1962 y en 1964. En efecto, la política de México hacia Cuba respondió, en buena medida, a consideraciones de orden interno y de imagen en la región.
El entendimiento mismo del principio de no intervención y de la Doctrina Estrada ha variado también en función de intereses, coyunturas y gobiernos. Tras el golpe de Estado contra Salvador Allende, México rompió relaciones diplomáticas con el régimen de Augusto Pinochet y emprendió una campaña de denuncia en foros internacionales.
Tal como sucedió con la España franquista y con el gobierno electo de Anastasio Somoza, la ruptura con Chile no fue caracterizada por el gobierno de Luis Echeverría como un acto intervencionista, sino precisamente como la defensa de ese y otros altos principios, como la libre determinación de los pueblos. Estos casos dan cuenta de virajes de la política exterior que contrastaron con la práctica seguida en casos similares.
Los límites del principio de no intervención también han cambiado profundamente en el mundo conforme el concepto de la universalidad de los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario se han ido arraigando. La trascendental reforma constitucional de 2011 que, entre otros efectos, eleva los tratados internacionales al nivel de la Constitución, es una muestra del giro que México ha dado a su idea de la doctrina de no intervención. El anuncio, en 2014, de la participación de México en las Operaciones para el Mantenimiento de la Paz de la ONU es otra.
En un país donde predomina la falsa concepción de que los principios de política exterior son inmutables y que siempre se han interpretado de forma unívoca, la lectura de este esclarecedor ensayo es más que oportuna.