Brexit, una cuestión de identidad
Los resultados de la votación del brexit sorprendieron a ambas partes implicadas: la Unión Europea y Reino Unido. Sin embargo, si se realiza un análisis más exhaustivo, veremos que había motivos para pensar que el resultado era probable: la relación entre ambos actores siempre ha sido tirante. Al analizar esta relación y el papel identitario que juega en la isla, nos daremos cuenta de que la Unión Europea se podría enfrentar al mismo problema en otros países, ya que el referéndum se basó en cuestiones de identidad. Puede que el brexit no se trate de un hecho aislado, sino que ponga de manifiesto un síntoma que recorre los países y las naciones en la actualidad: el renovado rechazo a lo diferente.
En el último pleno del Parlamento Europeo sobre la futura relación entre Reino Unido y la Unión Europea, Jean-Claude Juncker se levantó, saludó a todos los presentes y afirmó que cada vez quedaba menos para la salida oficial de Reino Unido, momento en el que, según él, se arrepentirían de la decisión tomada. Estas palabras contrastaron con las risas de Nigel Farage, antiguo líder del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP por sus siglas en inglés), quien dedicó su discurso a defender que era el momento de que Reino Unido tomara sus propias decisiones y de que los británicos obedecieran sus propias leyes. El pleno se celebró en marzo de 2018, casi dos años después del referéndum y un año después de la comunicación oficial de la decisión. Poco parece haber cambiado desde entonces.
El 23 de junio de 2016 Reino Unido pulsó el botón del inicio del fin de su relación con la Unión Europea. El 52% de quienes votaron decidió que el futuro del país estaba mejor fuera del club y fueron a las urnas convencidos de que el camino británico sería más exitoso si lo realizaban en solitario. Nadie vio venir estos resultados. La incapacidad de predecir lo que estaba a punto de ocurrir puso de manifiesto que trabajar con números y probabilidades no es tan exacto como se creía, que las encuestas de opinión y de intención de voto son engañosas por diversos —y numerosos— motivos y, sobre todo, que hacer predicciones sobre decisiones basadas, especialmente, en emociones y pasiones humanas es una empresa inútil por la volatilidad de lo que se está intentando cuantificar.
Reino Unido fue el primer país perteneciente a la Unión Europea en expresar en voz alta y de forma oficial un síntoma que ha sobrepasado sus fronteras y se extiende por toda Europa: el repliegue de los Estados nación sobre sí mismos por la amenaza de estructuras políticas superiores que, a simple vista, amenazan los sistemas administrativos y políticos tradicionales y colocan la toma de decisiones importantes fuera de las fronteras tal y como las hemos conocido hasta ahora.
Que la relación entre Reino Unido y la Unión Europea nunca ha estado exenta de tiranteces no es ninguna sorpresa para nadie. El socio británico se ha hecho famoso, a lo largo de los años, por liderar siempre los movimientos internos en contra de más unión, más cooperación y más acuerdos que reforzaran el poder de la UE. Es común escuchar que Reino Unido decidió adherirse al proyecto cuando se dio cuenta de que podía proteger mejor sus intereses nacionales desde dentro, todavía con una mentalidad imperial dominante en el país. Esta posición privilegiada y su relación con Estados Unidos causó que rechazara de primeras unirse a la antigua CECA, la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, creada inicialmente para evitar que se produjeran de nuevo los estragos de las guerras mundiales controlando la producción del acero y el carbón.
A los dos primeros intentos de adhesión del Reino Unido al club europeo —en 1963 y en 1968, respectivamente— puso veto Charles de Gaulle, quien temía que los británicos hicieran perder el equilibrio a los franceses en dos cuestiones importantes: el buen funcionamiento del eje franco-alemán en el impulso del proyecto europeo y la influencia de la que disfrutaba Francia en la toma de decisiones dentro del espacio comunitario. En 1973, ya sin De Gaulle en escena, Reino Unido pasó a formar parte de la por entonces Comunidad Económica Europea (CEE) al mismo tiempo que Irlanda y Dinamarca. Su adhesión estuvo capitaneada por el conservador Edward Heath, el mismo que lo había intentado las dos ocasiones anteriores, y curiosamente tuvo que luchar en el Parlamento británico contra un euroescéptico Partido Laborista y el ala más nacionalista de los conservadores. Ambos sectores veían en este proceso algo que se ha repetido a lo largo de los años: una pérdida de competencias nacionales y de influencia mundial.
Ya en 1975, dos años después de la adhesión de Reino Unido a la CEE, tuvo lugar el primer referéndum sobre la permanencia británica. La consulta la orquestó Harold Wilson, primer ministro laborista británico, que había ganado las elecciones un año antes y vio en la crisis del petróleo una oportunidad perfecta para exigir una nueva negociación de los términos de permanencia y una reducción del dinero con el que contribuía al presupuesto europeo. En esa consulta, un 67% de los que votaron lo hicieron a favor de la permanencia, pero la opinión popular no se correspondía con la opinión de los partidos políticos.
Desde Reino Unido siempre han afirmado que, en lo que a los presupuestos europeos se refiere, la partida británica era superior al dinero que veían de vuelta en distintos sectores. Ese fue el pensamiento que guio a Margaret Thatcher, primera ministra conservadora, en las negociaciones con Europa que comenzaron al mismo tiempo que su primer mandato —1979— hasta 1984. En esa mesa, Thatcher se mostró implacable respecto al dinero con el que Reino Unido contribuía, entre otras cosas, a la Política Agraria Común, programa del que apenas se beneficiaba el país. Esa deficiencia entre el dinero aportado y el devuelto se solucionó entonces con el famoso “cheque británico”, una devolución del dinero a Reino Unido que compensaban en los presupuestos el resto de los países miembros. La victoria conservadora por ese lado se vio afectada, por el otro, con la entrada en vigor del Acta Única en 1986, que tuvo consecuencias impredecibles en su desarrollo y terminó permitiendo una política más bien intervencionista de la Unión Europea.
Para ampliar: “La PAC, un pilar europeo en cuestión”, Luis Martínez en El Orden Mundial, 2018
El Acta Única y sus consecuencias marcarían definitivamente la actitud reticente de los socios británicos hacia el proyecto europeo y ayudaría a relacionar la ideología con la postura hacia Europa. En ese sentido, el rechazo de Thatcher a Europa y su manera de hacer política causaría una fe renovada en la integración por parte del Partido Laborista, que veía en el intento europeo de políticas sociales la posible llegada del socialismo a Reino Unido. Esta clara división entre laboristas y conservadores y la promoción de los intereses nacionales británicos han seguido en la misma línea hasta la actualidad, lo que ha hecho de Reino Unido el permanente socio aguafiestas: rechazaron adherirse al euro y al espacio Schengen, se opusieron al pacto europeo sobre disciplina fiscal y no se comprometieron con la disciplina presupuestaria. Reino Unido, en definitiva, siempre ha tenido un pie y medio fuera del proyecto europeo.
En 2013, cuando David Cameron encadenó su victoria política a un nuevo referéndum, pulsó el pie en el acelerador. Cuando se enlaza una decisión tan relevante como la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea al nacionalismo y la identidad, el resultado puede ser —como fue— impredecible. La campaña, orquestada principalmente por el UKIP, no tuvo demasiada dificultad para encontrar a personas que escucharan su mensaje. En 2015 British Social Attitudes perfilaba al votante del UKIP como una persona enfadada con el sistema, que se sentía olvidada por el Gobierno y entre cuyas preocupaciones está la inmigración. Un año después, el mismo estudio revelaba que esa clase media que se sentía olvidada por el Gobierno suponía un 82% de los encuestados y en 2017 constataba que la inmigración sigue siendo una preocupación importante y existe el convencimiento de que Reino Unido debería tener el control sobre quién entra al país. Un 87% considera que deberían hablar inglés, un 84% cree que estas personas deben comprometerse a adaptarse al estilo de vida británico y un 82% cree que deberían tener profesiones o habilidades necesarias en el país, laboralmente hablando. El mensaje del UKIP y de todos los grupos que apoyaron la salida de Reino Unido de la Unión Europea era sencillo y claro: retomar el control. Volver a los tiempos de grandeza imperial, recuperar la habilidad de poner límites a la entrada de inmigrantes y estar sujetos a las leyes propias del país.
El rechazo con el que Thatcher comenzó a tratar los asuntos europeos ha resultado ser una herencia que continúa en la actualidad. En 2010 el 82% de los británicos encuestados afirmaba saber poco o nada sobre las instituciones o políticas europeas; cinco años después, solo el 27% de los encuestados respondió bien a preguntas básicas relacionadas con el funcionamiento de la UE. Algunos medios ya avisaban entonces: los resultados de un posible referéndum podían no ser tan optimistas; un 64% afirmaba sentirse “exclusivamente británico”, sin ningún apego europeo, un dato bastante por encima de la media del resto de países.
En Reino Unido la cuestión identitaria juega un papel importante, porque dentro de las islas ya existe una dualidad. En una cara de la moneda se encuentra la identidad británica, mientras que la otra contempla las distintas posibilidades: escocés, galés, norirlandés o inglés. Sin embargo, el mapa del voto y estudios sobre la autodefinición nacional ponen de manifiesto que este juego de pertenencia es más importante en unas regiones que en otras. Así, solamente Escocia e Irlanda del Norte han integrado la “identidad europea” como parte de su grupo de pertenencia; casualmente, las dos zonas en las que ganó remain —permanecer en la Unión— en la consulta.
Si la identidad jugó un papel importante en la decisión sobre el brexit, fue el nacionalismo inglés el que llevó la voz cantante de la cuestión. La campaña y el proceso pusieron de manifiesto los valores históricamente patrióticos ingleses, que pronto fueron los protagonistas de los mensajes. Partidos como el UKIP no dudaron en explotar esos sentimientos pasionales patrióticos buscando unos resultados que, por otro lado, beneficiaban solamente a ingleses o galeses, en todo caso; Escocia e Irlanda del Norte, por su pasado histórico y cultural —además de las fronteras compartidas, en el segundo caso—, tenían más que perder de producirse el brexit. Que la campaña fuera principalmente inglesa responde a su costumbre histórica de tener más peso y más importancia dentro del conjunto político y administrativo del país, pero también pone de manifiesto la profunda división de valores y percepciones que existe en Reino Unido y la incapacidad de la identidad inglesa de absorber valores de otras culturas —cuando contiene, irónicamente, ciudades con un porcentaje muy alto de inmigrantes—.
Para ampliar: “Escocia y el reino desunido”, Abel Gil en El Orden Mundial, 2016
El brexit puede describirse perfectamente como un pulso nacionalista en contra de la Unión Europea y de lo que representa. En la medida en que el proyecto europeo ha demandado más y más cooperación e integración, esto ha relegado a un segundo plano la importancia de los Estados nación en el panorama político internacional; el voto, por tanto, se podía traducir como “sí al Estado nación”, especialmente para aquellos que relacionan de una manera tan íntima la soberanía con la identidad nacional.
Aparte de esto, en primer lugar —y a pesar de que todos los británicos afirman estar orgullosos de serlo—, la idea de ser británico no queda del todo clara. El problema de que algo no esté bien definido es que, cuando se introducen ideas nuevas, surge el miedo de que desaparezca lo que ya existía desde antes o modifique su esencia. En el caso de la identidad británica, la exaltación patriótica puede encontrar su origen en 2008, cuando un comité del Gobierno anunció que había disminuido la percepción de la identidad británica a favor de una mayor cohesión social con otras culturas. Lejos de ser una buena noticia, la revelación propició la pretensión de que en todas las escuelas se hablara de la esencia de ser británico y de lo positivo de aprobar y adquirir ese modo de vida.
En segundo lugar, el brexit fue la respuesta a uno de los mayores logros históricos de la Unión Europea, pero también el mayor desafío: la libre circulación de personas, que ocasiona migraciones constantes. La mayor parte de las identidades se construyen sobre una base cultural o étnica. Debido a esto, el aumento de movimientos migratorios alrededor de Europa ha creado el efecto contrario del previsto: lejos de desechar la vieja idea del otro como oposición para construir una identidad, la ha reforzado. La mezcla de culturas y tradiciones ha creado y perpetuado el miedo a que alguna de ellas se diluya y, con ellas, la propia identidad. De este modo, si bien la libre circulación de personas debería haber ayudado a naturalizar al otro y lograr una cohesión sobre la cual construir una identidad europea, en el fondo ha logrado el fortalecimiento de movimientos nacionalistas, que, por definición, resultan excluyentes. Si bien uno podría pensar que en Europa se comparten más o menos los mismos valores democráticos, sociales y culturales —y que se podría hablar, por lo tanto, de una cuestión identitaria de mínimos que complementara las nacionales—, lo cierto es que la identidad británica nunca se ha sentido reflejada en el resto del continente.
Si no se logró predecir el resultado de un acontecimiento tan importante como el brexit fue, como ya se ha dicho, porque el voto pasional resulta muy complicado de medir. El nacionalismo, en definitiva, no es más que una forma pasional de invocar una sensación de pertenencia, de comunidad en términos de exclusión. Su construcción, de origen artificial e imaginado, puede tocar las teclas adecuadas en el momento propicio para lograr un repliegue de la población hacia dentro y volver a las estructuras tradicionales. En un contexto crítico, ya sea económico —como el que han sufrido varios miembros europeos desde 2006-2008— o identitario y de confianza —como el que sufre la Unión Europea desde hace los mismos años—, quienes pagan las consecuencias necesitan culpar a alguien de su pérdida de poder adquisitivo, oportunidades laborales o derechos y ayudas sociales. Estos contextos son los mejores amigos del populismo, de las campañas dirigidas a los sectores más desfavorecidos —por circunstancias en algunas ocasiones externas— que dicen en voz alta lo que quieren escuchar.
Para ampliar: “Gales, conquistada”, Astrid Portero en El Orden Mundial, 2017
En una coyuntura donde el poder de actuación de la Unión Europea queda en entredicho y donde el proyecto europeo no tiene clara la dirección futura, existen muchos motivos para poner en duda la permanencia en el barco. Este hecho, sumado a que la esencia del Estado nación es históricamente cerrada y en oposición a alguien, dificulta mucho una visión más amplia, cooperativa y solidaria del concepto identidad. En la medida en que la construcción identitaria siga planteándose de forma excluyente, la Unión Europea será incapaz de abarcar todas las identidades de sus miembros y crear algo que complemente y no recorte. Los Estados nación seguirán reservándose el derecho de decidir con qué relacionan su identidad nacional, y esto querrá decir que alguien, en algún lugar, se verá excluido del proceso siempre.
Esta entrada fue modificada por última vez en 30/03/2018 16:27
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