El nuevo mapa de Oriente Próximo
La guerra de Siria y la lucha contra el Dáesh presentan oportunidades de redefinición de las fronteras en determinadas regiones de Oriente Próximo que, si bien podrían no consolidarse de forma física, podrán apreciarse demográficamente o como zonas de influencia. Las identidades, los recursos y los intereses geopolíticos son algunos de los factores que rediseñan el nuevo mapa de Oriente Próximo.
“Sueñas / que te despiertas / cuando no hay guerras”, escribía el poeta iraquí Basem Furat hace más de una década. Probablemente cualquiera en su país vecino habrá pensado lo mismo en algún momento. La guerra en Siria dura ya siete años y por el momento ha dejado más de 350.000 muertos, cinco millones de refugiados y un país arruinado económicamente. Ahora que el conflicto ha entrado en una nueva fase, con un Bashar al Asad triunfante sobre los rebeldes gracias a la intervención rusa y con un Dáesh reducido y acorralado en puntos concretos del país, viene la pregunta: ¿y ahora qué?
Nueve reuniones de las Naciones Unidas y un Congreso del Diálogo Nacional Sirio convocado por Rusia junto con Turquía e Irán han fracasado en el intento de establecer unas bases para el posconflicto sirio. En todo caso, en el documento final de este último se continúa respaldando a Al Asad y defendiendo “la total soberanía, independencia, integridad territorial y unidad de la República Árabe de Siria, su territorio y su pueblo”. Precisamente Siria es el punto alrededor del cual orbita un posible cambio de fronteras en Oriente Próximo.
La cantidad de actores que han intervenido en la guerra siria y la ubicación geográfica del país funcionarán como elementos claves para hacer un esbozo del futuro de la región una vez finalice oficialmente el conflicto. Las nuevas y, probablemente, breves alianzas surgidas al calor de la guerra —Rusia, Turquía e Irán con el añadido del Gobierno de Damasco y, sorprendentemente, Catar— y las rutas de recursos energéticos marcarán el futuro de la región.
Como una de las cartas eternas dentro de la baraja de posibilidades para el posconflicto sirio, la destitución del presidente Al Asad ha sido una de las más presentadas, especialmente por Estados Unidos. Los analistas estadounidenses han mantenido siempre dos líneas de discurso cuando se ha abordado el tema de la solución al conflicto sirio: que se constituyeran provincias con poder autónomo —al menos temporalmente— y que no gobernara Al Asad bajo ningún concepto. La primera propuesta hace un guiño a los kurdos; la segunda pretende que las regiones sirias conformen un Gobierno de mayoría suní que, sin Al Asad —de confesión alauita— al frente, favorezca los intereses de otros países suníes.
Que Al Asad goza de poca popularidad entre sus homólogos de los países vecinos no es ninguna sorpresa; por eso precisamente la tríada Turquía-Rusia-Irán es hipócrita. Mientras tanto, Rusia protege al presidente alauita, tal como ha hecho desde el inicio del conflicto; en realidad, el Gobierno de Moscú tampoco quiere ejercer en Oriente Próximo más influencia de la que le conviene, porque sabe que los aliados son coyunturales y que existen rivalidades entre ellos.
La excelente defensa de sus territorios contra el Dáesh tanto en Siria como en Irak y la autoadministración de las zonas que dominaban después han despertado simpatía por la causa kurda. Con el apoyo de Estados Unidos y también de Rusia, los kurdos evitaron el avance de Dáesh, recuperaron todo el norte y el este de Siria, liberaron ciudades y se encargaron de la población civil. Todo ello los hizo sentirse legitimados para la consagración, por fin, del Kurdistán sirio. Jamás se vieron en otra igual.
Para ampliar: “Los kurdos, el nuevo gran actor en Oriente Próximo”, Antonio Ponce en El Orden Mundial, 2014
Pero la creación de un Estado kurdo nunca ha interesado por razones históricas —en el caso de Turquía— y, sobre todo, geopolíticas —Siria e Irak—, relacionadas especialmente con el terreno sobre el que los kurdos se asientan, rico en recursos energéticos y naturales. Los kurdos han sido, de hecho, una de las principales preocupaciones de Turquía en relación a la guerra de Siria. El Gobierno de Ankara reprueba el nacimiento de un territorio autónomo kurdo en su frontera sur que pudiera hacer más intensa la insurgencia del Partido de los Trabajadores de Kurdistán en suelo turco. Por eso, en enero de 2018 Turquía atacó la provincia kurdosiria de Afrín, en el noroeste de Siria.
La incursión militar de Turquía tenía, por tanto, la intención de impedir la estabilidad y continuidad territorial de las regiones kurdas, especialmente en el entorno de sus fronteras, aunque maquillara la actuación como lucha antiterrorista. Actualmente, en la ciudad más importante de la región de Afrín, homónima, ya ondea la bandera turca. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, fue el encargado de confirmarlo con un discurso que puede interpretarse en clave imperialista, aunque el primer ministro turco previamente había zanjado cualquier conjetura al respecto negando que su país tuviera interés en expandir su territorio en Siria. En cualquier caso, tanto si Turquía mantiene sus tropas en Afrín como, sobre todo, si continúan avanzando, cabe poca duda de que habrá una prolongación del conflicto y borrones en la frontera del norte sirio.
Para ampliar: “Dentro de la provincia de Turquía en Siria: la ‘solución’ a la crisis migratoria en Europa”, Pilar Cebrián en El Confidencial, 2018
En Irak, como en Siria, los kurdos aprovecharon sus victorias contra el Dáesh para ganar territorio, con enclaves tan importantes como la ciudad petrolera de Kirkuk. Eufóricos, los kurdos iraquíes llegaron a celebrar en septiembre de 2017 un referéndum para decidir la independencia respecto de Irak y constituirse por fin como Estado. Pero fue una decisión precipitada: apenas un mes después, el ejército iraquí —con ayuda de Irán— retomó Kirkuk y obligó a los kurdos a replegarse hasta sus posiciones iniciales, esto es, la autonomía reconocida como kurda en la Constitución iraquí de 2005. Lo que en un principio era el sueño cumplido del Kurdistán quedó disuelto en pocos días. En realidad, la falta de cohesión de los diferentes grupos políticos kurdos es uno de los factores que mantiene estancado un resurgimiento del Kurdistán en Irak, lo cual no impide que pueda darse en los próximos años un nuevo intento de formación del Estado kurdo.
La escalada de tensión y violencia entre Arabia Saudí e Irán va mucho más allá de la supuesta rivalidad entre suníes y chiíes o el odio sectario convenientemente explotado: está en juego el dominio geopolítico de Oriente Próximo y también el control de los flujos de gas y petróleo en la zona. La competencia entre las dos potencias ha sido evidente en la guerra de Siria, pero sobre todo en el conflicto en Yemen. Aun así, más que juego de poderes o cambio de fronteras entre los Estados creados por el tratado de Sykes-Picot, en esta ocasión se trata de la predominancia de aliados a lo largo de toda la región. Y aquí Irán ya tiene mucho trabajo hecho.
En los últimos años, Irán ha construido un arco de influencia chií de oeste a este que le permite alcanzar el Mediterráneo a través de poblaciones y zonas aliadas. ¿Cómo lo ha conseguido? Teherán se ha valido de circunstancias como la situación inestable en Irak, la alianza con Siria, la lucha contra el Dáesh y, por supuesto, su contacto con Hezbolá para ganar presencia militar a lo largo de Oriente Próximo. El corredor sale de Irán por el suroeste para entrar en Irak a través de las provincias iraquíes de mayoría chií, situadas al sur. Las mismas milicias chiíes que ayudaron al Gobierno de Irak en el repliegue del Dáesh y de los kurdos aseguran el camino hacia el norte del país para finalmente entrar en Siria a través de las zonas dominadas por Al Asad. La salida al mar la tendría o bien a través de Hezbolá en el sur de Líbano o bien a través de la base militar rusa en Latakia (Siria).
Si se profundiza un poco más en cómo podría afectar ese corredor iraní a las fronteras de Oriente Próximo, hay que detenerse en el caso de Irak. Con el sambenito eterno de “Estado fallido”, el país enfrenta desde hace años un contexto de inestabilidad política y violencia que el vecino Irán ha aprovechado muy bien. El país persa ha extendido su influencia en Irak descentralizando aún más el poder del Estado y azuzando la espada de Damocles que encarna la fragmentación del país. Sin embargo, el daño causado por el Dáesh ha suavizado las tensiones internas, ya que ha despertado un sentimiento nacional por el que previsiblemente Bagdad, encabezado por los chiíes, se volcará con las áreas más afectadas, como Mosul, aunque estas zonas sean kurdo-suníes.
Por su parte, si es cierto, como recogen algunas fuentes, que están produciéndose trasvases forzados de población en Siria, la demografía del país cambiará para siempre. La mayoría de la población siria —aproximadamente el 70%— es suní. La guerra provocó la huida de la población civil —especialmente suníes, ya que minorías como las cristianas nunca fueron atacadas por el régimen—, que siete años después, con la consolidación de Al Asad en la mayor parte del país, regresa a sus hogares. No obstante, hay fuentes que indican que se están llevando a cabo ocupaciones en zonas anteriormente de mayoría suní con ciudadanos y milicianos de creencia chií, así como permutas de población suní y chií en zonas del oeste de Siria, en ciudades como Homs y Damasco; asimismo, hay indicios claros de una fuerte presencia militar iraní en Siria. Evidentemente, Al Asad se está asegurando zonas leales, sin rebeldes ni opositores, lo que consolidaría la influencia chií en una Siria de posguerra. Quedaría pendiente para más adelante la situación en los Altos del Golán.
Si en el norte tiene lugar una guerra de desgaste cuyo fondo es la cuestión kurda y es cierto que Al Asad está concentrando población de lo que hasta entonces eran minorías en Siria —cristianos, alauíes y otros grupos chiíes—, presumiblemente, en el oeste, los suníes quedarían desplazados hacia el este, colindando justo con las provincias de Irak de mayoría suní. De cumplirse esta previsión, se haría realidad parte de los famosos mapas hipotéticos que abogan por la división de Oriente Próximo según las diferentes ramas religiosas o entidades culturales. Eso sí, sería sobre todo en clave demográfica, ya que de facto habría que plantearse si políticamente los ciudadanos suníes sirios e iraquíes se identifican entre sí hasta el punto de querer conformar un país o renunciar al actual tan solo por coincidir en el tipo de islam que practican. Por otro lado, Al Asad quedaría retratado como el dirigente que sacrificó todo, incluso parte de su territorio, con tal de la victoria y de continuar gobernando. Y el gran beneficiado de todo ello sería Irán.
Si todo saliera según lo previsto, el arco de influencia o puente iraní incluirá carreteras y ferrocarriles que facilitarán el transporte tanto de efectivos como de mercancías o incluso armamento —para Hezbolá, por ejemplo— y, sobre todo, permitirá la construcción del gasoducto que Siria firmó con Irán en 2011 en el contexto de las primaveras árabes. La ejecución del gasoducto sería un gran triunfo para la república islámica y un golpe para países de corte suní como Catar y Turquía. En su momento, el reino catarí también aspiró a un proyecto similar, con una ruta que lo beneficiaba hasta Turquía; sin embargo, finalmente fue rechazado por Al Asad. Sin el presidente alauita y el apoyo de un hipotético Gobierno sirio suní, la aprobación de ese gasoducto tendría más posibilidades. Una vez finalizado el conflicto sirio, la reanudación de la pugna por este tipo de proyectos promete ser foco de nuevas tensiones en la zona, ya que las preferencias de Turquía e Irán, que por el momento comparten alianza con Rusia, difieren completamente con respecto a este tema.
Hubo un tiempo en que toda la parte del Levante mediterráneo era conocido como “la Gran Siria”. Desmembrada en cinco Estados —Siria, Líbano, Jordania, Palestina e Israel— y provincias delegadas a otros países, una vez más la zona podría enfrentarse a un nuevo dibujo de sus fronteras en las próximas décadas. La influencia desde Irán, los intereses territoriales para usos militares o energéticos y la lucha por o contra el reconocimiento del Kurdistán podrían considerarse factores de peso para una posible reconfiguración de la zona. Políticamente, hay elementos que lo favorecen: un Estados Unidos más impasible que de costumbre, una Rusia centrada en sus intereses concretos en la región y un miembro de la OTAN como es Turquía plenamente implicado. La intensidad de los movimientos por parte de Ankara, Teherán, Bagdad, los kurdos, la actividad de una Damasco dependiente de Moscú e Irán y las reacciones desde el Golfo por parte de Catar serán determinantes para establecer una posible reconfiguración de fronteras entre los países de la zona.
Siria se ha convertido en el tablero de juego de varias potencias de Oriente Próximo. Para 2018 es previsible la continuación de tensiones en la zona, pero además puede convertirse en el epicentro de un cambio cartográfico con fronteras permeables.
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