La crisis catalana ha puesto de manifiesto la creciente tensión que las democracias europeas presentan con sus respectivas regiones. No solo España, sino también Francia o Italia ven cómo comunidades tradicionalmente cohesionadas con la capital presentan de nuevo un vetusto anhelo independentista. Entender las actuales reivindicaciones de las naciones dentro de los diferentes Estados europeos es de vital importancia para comprender la dirección hacia la que se desplaza el continente en uno de sus mayores retos: la diversidad.
Europa siempre ha sido un continente turbulento. Desde la caída del Imperio romano en el año 476, el territorio ha estado dividido en numerosos reinos —francos en la Galia o visigodos en la península ibérica— y probablemente cada kilómetro ha sido objeto de diferentes pugnas por numerosos señores feudales, reyes o emperadores a lo largo de los años. La Paz de Westfalia, al término de la guerra de los Treinta Años, estableció en 1648 el concepto de soberanía nacional, con el cual se establecía el Estado como el sujeto político de mayor relevancia en el panorama internacional, lo que a priori zanjaba las habituales disputas territoriales.
Sin embargo, los siglos XVIII y XIX añadieron al Estado un componente social desestabilizador en algunos casos y apaciguador en otros que ha durado hasta nuestros días: la nación. La nación es, según la famosa definición de Stalin, “una comunidad estable de personas, históricamente constituida, formada sobre la base de una lengua común, territorio, vida económica y composición psicológica manifestada en una cultura común”. Como consecuencia del desarrollo de este concepto, los ciudadanos de la antigua Galia se comenzaron a identificar como un único pueblo unido al cantar La Marsellesa al unísono y los habitantes de Portugal reconocieron a Luís de Camões y sus Lusiadas como máximo exponente de su lengua común.
El siglo XX vivió la consolidación de los Estados nación en Europa tras la reunificación de Italia y Alemania, así como el auge de una vertiente del nacionalismo con catastróficas consecuencias: el nacionalismo étnico. Esta concepción de la raza entendida como un único pueblo homogéneo en su composición genética fue defendida por Adolf Hitler —“Lo que hace a un pueblo, o, para ser más correcto, a una raza, no es el lenguaje, sino la sangre”—, con terribles resultados para las minorías del país. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo fue rechazado como una ideología política aceptable, aunque el proceso de descolonización llevó a los nuevos Estados de África y Asia a desarrollar políticas de construcción de la nación con las cuales integrar las diferentes tribus y sociedades bajo una pertenencia común.
El fin de la Unión Soviética y de la República de Yugoslavia, así como la independencia de las naciones que las componían —Kosovo fue el último Estado en conseguirla tras un referéndum en 2008—, reafirmaban la conocida frase del filósofo Isaiah Berlin, que definía el nacionalismo como “la fuerza más grande del mundo de hoy”. A pesar de que el proceso nacionalista tuvo su mayor alcance en los países de Europa del Este, el frustrado proceso de independencia catalán y las reclamaciones en Córcega tras la apabullante victoria del partido nacionalista Por Córcega en diciembre de 2017 han vuelto a poner el foco internacional en este fenómeno. Un análisis de una posible futura balcanización de Europa es necesario para comprender hacia dónde se dirige este turbulento continente.
“Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. No hay más que ver la energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás”. Esta frase, escrita por el filósofo Ortega y Gasset en su obra La España Invertebrada, recogió ya en los años 20 del siglo pasado una idea todavía presente a lo largo del país: la nación española era una imposición de las tradiciones y culturas del pueblo de Castilla sobre el resto de pueblos de la Península. No es casualidad que la variante lingüística estandarizada como lengua vernácula sea el castellano, muchas veces utilizado como sinónimo de español. Como ya advertía Stalin, una lengua homogénea es indispensable para la existencia de una nación cohesionada.
Para ampliar: “Alfonso X El Sabio en la historia del español”, Inés Fernández Ordóñez en Historia de la lengua española, 2004
A pesar del dominio castellano, el siglo XIX supuso el renacimiento cultural de las llamadas lenguas periféricas: el gallego, el euskera y el catalán. El Rexurdimento, Renaixença o Pizkundea abogaba por una reivindicación de la lengua y cultura propias y su impacto en España sigue presente en nuestros días —el poema Os Pinos, del escritor Eduardo Pondal, fue adaptado como himno gallego—. La sucesiva estandarización de dichas lenguas, de la mano de figuras tan relevantes como Pompeu Fabra, y la revolución cultural favorecieron al desarrollo de los llamados nacionalismos periféricos, reivindicaciones de corte político por parte de diversas regiones de España para ser reconocidas como sujetos diferentes del centro, con capital en Madrid.
Los Estatutos de Autonomía de Cataluña, País Vasco y el fallido proyecto de Galicia fueron uno de los diferentes desencadenantes de la guerra fratricida vivida en España, que terminó en una dictadura de más de 40 años. El lema “Una, grande y libre” era un claro signo del propósito centralizador del nuevo régimen. Durante la dictadura franquista, los nacionalistas sufrieron una dura persecución, que en muchos casos, como el de Lluís Companys, presidente de la Generalitat y de la República Catalana proclamada en 1934, conllevaron la muerte.
La vuelta de la democracia conllevó también el retorno de las autonomías al país ibérico. A pesar de la descentralización del Estado, España dista de ser un sistema federal —como Alemania o Estados Unidos—, que reconozca de forma activa su diversidad cultural y lingüística, lo que ha provocado el descontento de regiones tradicionalmente soberanistas, como Cataluña o País Vasco, y ha llevado a la primera a embarcarse en un proceso de independencia unilateral. La pujanza económica de ambas regiones —País Vasco fue la segunda provincia y Cataluña la cuarta de España en cuanto a PIB por habitante en 2016— ha favorecido el desarrollo de un discurso nacionalista, en contraste con Galicia —undécima en el mismo estudio—, donde las reivindicaciones nacionales de carácter político no tienen el alcance de sus vecinos. A pesar de que Rosalía de Castro rezaba “Pobre Galicia, no debes / llamarte nunca española, / que España de ti se olvida / cuando eres, ay, tan hermosa”, este sentimiento parece no haber calado de forma tan profunda en sus connacionales.
Para ampliar: Otra idea de Galicia, Miguel-Anxo Murado, 2008
De esta manera, los nacionalismos periféricos en España han de ser entendidos como una mezcla de aspiraciones culturales e identitarias, pero el factor clave para su plasmación en la política es, sin duda, el factor económico. Sin una capacidad financiera fuerte, el anhelo de independencia solo existiría en el colectivo imaginario.
La República Francesa, arquetipo de sistema centralista, se ha caracterizado por su fuerte afán unificador desde el Antiguo Régimen. El rey Luis XIV, con su famosa frase “El Estado soy yo”, constituye un claro ejemplo de cómo el país siempre se ha aferrado a una figura central, de la cual emanaba toda la organización. Con la Revolución francesa y el triunfo jacobino, la Primera República adoptó como ley suprema la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyo primer artículo reconocía la igualdad de todos los hombres. La consigna igualitaria supuso una oposición total al reconocimiento de particularidades como las identidades minoritarias y se convirtió en la piedra angular de los sucesivos Gobiernos del país. Esta política homogeneizadora redujo Bretaña o Normandía al estatus de simples regiones dentro de la república.
Para ampliar: “Histoire de le Dire: Centralisme”, André Ropert en L’express, 2014
El centralismo galo no solo se gestó en la política, sino también en el ámbito cultural. Desde la publicación de la Enciclopedia en 1778, el francés de la capital se impuso por encima del resto de lenguas del país, despectivamente denominadas patois —‘jergas’— y habladas “en casi todas las provincias… solo hablamos la lengua en la capital”, tal y como podía leerse en la Enciclopedia. Con la obligatoriedad de la escuela en tiempos de Napoleón, el francés se impuso a los alumnos de todo el país y, a pesar del fracaso del imperio y de la sucesiva Restauración, el avance de la lengua gala no se detuvo.
Las lenguas minoritarias no fueron lo único constantemente reprimido por el país de Marianne, sino también sus hablantes. Los bretones, pueblo con una fuerte conciencia nacional, han estado fuertemente reprimidos, especialmente tras la eliminación de la autonomía con la Revolución. No obstante, tras la Primera Guerra Mundial el movimiento gozó de importantes cotas de popularidad gracias a la publicación de Breiz Atao —‘Bretaña Hoy’—, un periódico de corte nacionalista que reivindicaba de forma activa la lengua, la tradición celta de Bretaña y las aspiraciones autonomistas. Dichas aspiraciones fueron apoyadas por el Partido Nacional Bretón (PNB), formado en 1931 y desaparecido tras la Segunda Guerra Mundial. El PNB, debido a su colaboración con el régimen del mariscal Pétain, así como a su racismo —“El pueblo bretón forma una comunidad étnica”—, terminó denostado y, con él, el nacionalismo bretón desapareció de la primera línea política durante muchos años. En las últimas elecciones regionales de 2015, la lista nacionalista más votada fue la de Christian Troadec, que obtuvo el 6,7% de los votos en la primera vuelta, por detrás del Partido Socialista —51,4%—, Los Republicanos —29,7%— y el Frente Nacional —18,8%—.
Al otro lado del país, separado de la metrópolis por el mar Mediterráneo, encontramos el otro bastión nacionalista que hace frente al centralismo galo: Córcega. Esta isla mediterránea, república independiente entre 1755 y 1769, se ha caracterizado por su fuerte conciencia nacional y por reclamar una progresiva autonomía de la madre patria. A pesar de la pacífica conciencia nacional, el Frente de Liberación Nacional de Córcega —grupo armado calificado como terrorista y equiparado al movimiento ETA de País Vasco— atrajo la mayor parte de la atención mediática durante el último tercio del siglo XX hasta su disolución en 2014.
Para ampliar: “Le nationalisme corse, 40 ans de lutte”, France Info, 2017
No obstante, la lucha por el reconocimiento nacional ha sido en gran medida cívica y democrática, patente tras el creciente peso en el Parlamento regional de los grupos nacionalistas. Es destacable mencionar que, tras la segunda vuelta de las elecciones del pasado 10 de diciembre, la coalición nacionalista Por Córcega ha obtenido una mayoría absoluta, encabezado por el autonomista Gilles Simeoni, del partido Hagamos Córcega. Esta coalición está también formada por el partido Córcega Libre, de corte independentista y liderado por Jean-Guy Talamoni, quien tras la victoria proclamó: “Es el momento de hacer valer nuestra voluntad de implementar un modelo corso”. Sin embargo, el rechazo francés a cualquier tipo de reclamación por parte de la isla ha sido patente a lo largo de los años; en 2013 el primer ministro francés recordaba a Talamoni que “Córcega es Francia. Siempre será Francia”.
La implantación de un nuevo sistema político en 2018 —Colectividad Territorial Única de Córcega—, así como la reclamación de una mayor independencia frente a la metrópolis, marcarán la situación de la isla en un futuro próximo, el cual parece avanzar cada vez más hacia una progresiva diferenciación del Hexágono.
Francia y España constituyen los dos ejemplos más claros de nacionalismo político en la Unión Europea. Reino Unido, con un particular renacimiento nacionalista tras el comienzo del brexit, también ha experimentado un auge del nacionalismo dentro del país. Irlanda del Norte y Escocia, esta última con un referéndum sobre la independencia con resultado negativo en 2014, han sido las dos regiones con mayor sentimiento reivindicativo, mientras que en Gales este sentimiento ha sido más endeble.
Para ampliar: “Gales, conquistada”, Astrid Portero en El Orden Mundial, 2017
En el resto del continente, Italia se encuentra sumergida en una grave crisis política, panorama poco favorecedor si se tienen en cuenta las elecciones generales de este mismo año. El nacionalismo más relevante dentro del Estado es el llamado nacionalismo de Padania —territorio sin reconocimiento nacional ni internacional que engloba regiones al norte del país—, cuyo máximo representante ha sido la Liga Norte. Este partido político, con grandes oportunidades de convertirse en una pieza central del tablero político —los sondeos le otorgaban el 13% de los votos, cifra que ha elevado hasta casi el 18% en los pasados comicios—, ha sido el defensor tradicional de una mayor autonomía para el norte de Italia, aunque con su auge estatal ha adoptado un discurso federalista impulsado por su actual líder, Matteo Salvini.
Bélgica conoce de primera mano los nacionalismos dentro de los límites del país, ya que siempre ha estado dividida entre los valones, hablantes de francés, y los flamencos, hablantes de neerlandés, aunque una posible separación de ambas regiones no parece una realidad próxima. A pesar de sus dificultades —el país ostenta el récord mundial de Estado democrático sin Gobierno tras las negociaciones de 19 meses en 2011 que llevaron a Elio di Rupo a la presidencia—, Bélgica continúa unida en su diversidad.
Para ampliar: “Bélgica, ¿un Estado fallido en Europa?”, Abel Gil en El Orden Mundial, 2016
La república alemana parece ser el territorio más cohesionado de la región: Baviera, región tradicionalmente más autonomista del país, se encuentra bien integrada junto con el resto de territorios. Una decisión del Tribunal Constitucional rechazaba en 2017 cualquier intento de referéndum en la región, ya que los estados que conforman Alemania “no son maestros de la Constitución”, lo que frenó cualquier aspiración soberanista similar a la escocesa. Esta falta de sentimiento separatista queda reflejada en el escaso apoyo político a un proyecto independentista: el Partido de Baviera, principal formación que apoya el independentismo de la región, solo obtuvo el 2,1% de los votos en las últimas elecciones de 2013.
La cita de Isaiah Berlin sigue siendo aplicable a nuestros días. El nacionalismo, lejos de ser una ideología caduca y anacrónica, está presente en la vida de muchas personas y comunidades en todo el continente, en mayor o menor medida. Cómo integrar dichas aspiraciones en un proyecto común es uno de los mayores retos a los que se enfrentan no solo los Estados, sino también la Unión Europea. Equilibrar las aspiraciones y consignas democráticas de dichos movimientos a la vez que preservar la igualdad de toda la ciudadanía no es una tarea fácil, y menos aún en un mundo globalizado en el que los límites de cada identidad son difusos. Sin embargo, una Europa defensora de su inherente diversidad y riqueza cultural constituiría un punto de referencia en la construcción de un mundo más plural a la par que igualitario. El nacionalismo se ha consolidado y su desaparición en los próximos años no parece una realidad plausible.
Esta entrada fue modificada por última vez en 18/03/2018 18:36
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