México y la OEA en un mundo anárquico
Alberto Lozano Vázquez
Marzo 2018
Una colaboración de la Asociación Mexicana de Estudios Internacionales
En la disciplina de las Relaciones Internacionales existe un concepto cardinal: la anarquía del sistema internacional. El término es más recurrido en los análisis de política mundial que en los de política exterior. De este concepto no solo los realistas sino también los liberalistas y los constructivistas han erigido su cuerpo teórico para entender, de una manera abstracta-intelectual, la conducta de los Estados intentando responder la pregunta fundamental: ¿por qué los Estados se conducen de cierta manera y no de otra? La anarquía puede ser definida como la ausencia de una autoridad supra jerárquica, universal, que se imponga a todos los Estados. En simples palabras —nos diría Alex Pichard en Justice, Order and Anarchy (2013)—, es la ausencia de un gobierno mundial o una autoridad final que regule o imponga una conducta desde arriba a los Estados con legitimidad y en todo el orden global. Esta condición anárquica nos va a traer problemas políticos e intelectuales sobre la convivencia de los Estados. Es tan importante que, para los realistas, ante la ausencia de un gran poder global, la anarquía es el principio ordenador que determina la estructura del sistema internacional en términos de poder (aunque para los constructivistas ésta es “lo que los Estados hagan de ella”).
Como nada impide la situación à la Hobbes, donde todos están contra todos (bellum omnium contra omnes) o donde unos Estados se devoren a otros como lobos (homo homini lupus est), garantizar la seguridad es primordial. Esta posible realidad, la del estado de naturaleza, la han experimentado varios países: México entre 1846 y 1848 con Estados Unidos; Polonia con Alemania en 1939; Ucrania, en el caso de Crimea en 2014, con Rusia, entre otros. En ningún caso hubo una autoridad mundial que regulara esto: la anarquía reina. Así, si no hay una autoridad mundial, la figura inmediata central será la del Estado. El mismo Thomas Hobbes, en la portada de su clásico Leviatán (1651) retrata al Estado con una cita en latín (sacada de la Biblia, del libro de Job): non est potestas super terram quae comparetur (no hay poder sobre la tierra que se le compare). Los realistas toman esta idea de ubicar al Estado como la figura máxima y central de todo análisis de política internacional. Se trata de un actor unitario, racional, súper ordinado, monolítico que tiene que vivir, convivir y sobrevivir en este mundo anárquico. Anarquía no es caos, sino la falta de regulación desde arriba. Bajo este esquema los Estados no tienen otra opción más que entrar en un sistema de autoayuda, compitiendo por la seguridad aumentando su poder militar para mantener su soberanía y garantizar su sobrevivencia. Tal es la ontología realista que casi por sentido común se toma como partida; por eso le llaman la ortodoxia de las Relaciones Internacionales.
Como nada impide la situación à la Hobbes, donde todos están contra todos o donde unos Estados se devoren a otros como lobos, garantizar la seguridad es primordial.
Esta visión deja poco espacio para la cooperación y la construcción de instituciones dado el egoísmo omnipresente y la búsqueda perpetua del poder. Aunque la óptica realista tiene mucha lógica, no podemos quedarnos con esta única interpretación teórica de la realidad internacional. No obstante, este primer planteamiento nos puede ayudar para entender el origen de las instituciones y su gran importancia dentro de un mundo anárquico. Dentro de los debates de las Relaciones Internacionales hubo una corriente intelectual posterior que puso en tela de juicio esta visión: se trata del liberalismo (y posteriormente el liberalismo-institucional). Es aquí es donde entran factores como la cooperación, la elección racional, las instituciones y los regímenes internacionales. Los liberalistas no niegan la condición anárquica, solo ofrecen una alternativa a su solución: la construcción de la cooperación por medio de diversos mecanismos —como las instituciones— para que todos lleguen a obtener ganancias absolutas. Así, en un ambiente anárquico donde los actores principales son los Estados, las instituciones son las que van a generar un contrapeso a aquellos que sean poderosos: van a “horizontalizar” y equilibrar las relaciones entre ellos.
De acuerdo con Robert Keohane y Lisa Martin, esta visión más optimista afirma que las instituciones importan por seis razones principales: reducen los costos de transacción; proveen información y transparencia (la incertidumbre decrece); incrementan la confianza entre los actores; hacen los compromisos más creíbles; la predicción es posible, y con todo, aumenta la reciprocidad y establecen puntos focales para la coordinación. Las instituciones serán entonces el mecanismo que procese la cooperación internacionalmente en distintos niveles y en condiciones de anarquía, creando así otras condiciones para aumentar la seguridad de los Estados.
Aunque mucho de estas narrativas se ha repetido ad nauseam, tenemos como academia una invitación permanente y pertinente a repensar por qué deben existir las instituciones, y si ya existen, porqué deben mantenerse y auto-renovarse conforme su circunstancia histórica. Evidentemente es un ejercicio para y sobre la Organización de Estados Americanos (OEA), a 7 décadas de su existencia, y para México siendo un país de instituciones, tanto interna como internacionalmente. Si lo reflexionamos, la OEA es una institución que busca la cooperación basada en la elección racional y que, eventualmente, puede fomentar los regímenes internacionales: el régimen de los derechos humanos, del medioambiente, de la transparencia, de la democracia, de la seguridad, etcétera. Esto la dota de un sentido de existir. Sus esfuerzos deben reducir las condiciones de anarquía en el continente americano en tanto institución regional. Sin embargo, eso no significa que esté o haya estado libre de contradicciones. Esas contradicciones han venido en parte por un factor tradicional de geopolítica: la desigualdad de poder (con sus equilibrios y desequilibrios). La OEA ha tenido que enfrentar dentro de sí misma las asimetrías de poder. Aunque los Estados comparten un continente y por lo tanto se esperaría que pudieran compartir un interés común, los desequilibrios de poder son un factor que afecta su conducta, es decir, la política exterior. Así, esta organización no ha estado exenta de estas asimetrías, por ejemplo, entre Cuba y Estados Unidos, que impiden una cooperación legítima, consensuada, que goce de la voluntad y el aprecio de todos los miembros.
Sobre esta misma línea, cuando pensamos en México y su experiencia en dicha organización, el excanciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa se refería a estos desequilibrios cuestionando si la OEA era el mejor mecanismo (el más conveniente) para los países latinoamericanos o si mejor convenía echar las bases de una autentica y natural comunidad de naciones latinoamericanas excluyendo a Estados Unidos. El mismo Castañeda y Álvarez de la Rosa diferenciaba panamericanismo y latinoamericanismo como rumbos distintos posibles dentro de una misma institución. También el discurso de Ernesto Che Guevara de 1961 refleja la racionalidad de los diferentes equilibrios de poder que representaban Brasil, Estados Unidos y México dentro de la OEA. Es evidente que las instituciones no nacen como entidades acabadas, van evolucionando; estas contradicciones no significan necesariamente que la institución en sí misma esté mal. Las asimetrías de poder son un reto que es común a casi todas las instituciones; no es exclusivo de la OEA. El reto de siempre es: en una institución que impone reglas iguales para todos, ¿cómo se manejan las asimetrías?
Aunque las instituciones no nazcan consumadas, pueden irse perfeccionando y se espera que evolucionen, no que involucionen.
Pero no todo es negativo. Aunque las instituciones no nazcan consumadas, pueden irse perfeccionando y se espera que evolucionen, no que involucionen. El fin de la Guerra Fría vino a crear un contexto de mayor entendimiento en el marco de la OEA y la adhesión de Canadá en 1990 es un ejemplo de ello, al pasar de la ambivalencia a su integración dentro del sistema interamericano. Adicionalmente, si el factor histórico cuenta, se dice que el Sistema Interamericano (estrechamente vinculado a la OEA) es el sistema institucional internacional más antiguo del mundo, contando con tres coyunturas críticas: Panamá en 1826, Washington D.C. en 1889 y Bogotá en 1948, y eso debería representar una ventaja como curva de aprendizaje histórica, al menos con los temas con los que empezó: cooperación, paz y comercio, por medio de las democracias.
Por su parte, México tiene una activa agenda en el multilateralismo. Como Estado-nación ha asumido la visión de que la cooperación colectiva, la búsqueda de ganancias absolutas y la construcción de regímenes internacionales con objetivos comunes es la forma más conveniente de interactuar con otros Estados-nación dentro del sistema internacional. Al estar en el continente americano se adhiere a la OEA con un importante papel en las relaciones internacionales regionales, fomentando notablemente la cooperación hemisférica en la OEA. Hay varios antecedentes: México ha estado presente en las reuniones de convivencia interamericana desde el siglo XIX; tuvo liderazgo para convocar la Conferencia de Chapultepec de 1945 para reorganizar las relaciones interamericanas de la segunda posguerra; su oposición a la expulsión de Cuba en 1962; su tendencia hacia la paz con la desnuclearización de Latinoamérica por medio de los esfuerzos de Alfonso García Robles —que le valieron uno de los tres premios Nobel que México ha recibido—, entre otros casos de colaboración más actuales (la Conferencia Nacional de Gobernadores, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o el Instituto Nacional Electoral) que crean un ambiente muy conveniente de interinstitucionalidad. En fin, México fortalece con sus acciones la misión y la naturaleza misma de la OEA. Y como un país de instituciones, la ley, el Derecho internacional y las instituciones internacionales deben de ser, en un mundo anárquico, el instrumento por medio del cual México construya cooperación y dirima sus diferencias con todos sus pares.
ALBERTO LOZANO VÁZQUEZ es Presidente de la Asociación Mexicana de Estudios Internacionales (AMEI). Es Director del Instituto de Estudios Internacionales Isidro Fabela y profesor investigador de tiempo completo en la Universidad del Mar, Campus Huatulco, Oaxaca. Es licenciado en Relaciones Internacionales por la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), así como maestro y doctor en Estudios Internacionales y Política Comparada por la University of Miami. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1. Sígalo en Twitter en @alozanov1.