domingo, diciembre 22, 2024
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España y Europa: dos caras de una misma moneda

España y Europa: dos caras de una misma moneda

La entrada española en 1986 en la Unión Europea fue un momento crucial para el destino geopolítico del Viejo Continente. El “Sí, quiero” hispano-europeo permitió oficiar el funeral de una inercia histórica de declive y desglobalización en España y, a su vez, relanzar desde la propia península ibérica un proyecto europeo estancado. El resultado: 32 años de progreso, enriquecimiento y reforzamiento mutuos entre España y Europa.

“Nuestra aspiración, hoy, y así tal vez comprenderán mejor nuestra tarea, es integrarnos con todos ustedes, con todos los europeos, en una construcción común y solidaria que sobrepasa nuestras fronteras, pero que afecta, fundamentalmente, al destino histórico de España”. De esta manera se dirigía el presidente español Felipe González a los socialistas alemanes en el congreso del partido celebrado en 1984 en Alemania. Con sus palabras, el líder andaluz del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) resumía el gran objetivo de la política exterior española durante la transición democrática: ligar por fin el destino de España al del conjunto de sus vecinos europeos y normalizar su condición de país democrático al abrigo de unos valores compartidos.

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Prioridades geopolíticas de España en el mundo. Fuente: Cartografía EOM.

Los primeros pasos en esta larga marcha hacia Europa ya se habían producido en los años inmediatamente posteriores a la muerte del dictador Francisco Franco en noviembre de 1975. El fin del régimen franquista con la aprobación de la Ley de Reforma Política, la adopción de la Constitución democrática de 1978 y el desbaratamiento del golpe de Estado de Tejero en 1981 facilitó que España comenzase a avanzar inexorablemente hacia Europa mientras esta empezaba a acercarse cada vez más a España. Fue así como, tras 40 años de relativo e intermitente aislamiento internacional, España pasó de ser la hipoteca política de Europa a una prometedora potencia europea del sur, plenamente integrada en el sistema institucional comunitario y con una vocación mundial especialmente acentuada en los ámbitos latinoamericano y mediterráneo.

En busca de las llaves de Europa

Europa siempre ha sido un anhelo de libertades y progreso para España. Antes incluso del estallido de la guerra civil española en 1936, algunos intelectuales novecentistas manifestaban ya la necesidad de europeizar España para alejarla del anquilosamiento tradicionalista de los nostálgicos del imperio perdido en 1898. Algunos de ellos, como Ortega y Gasset, llegaron a afirmar que, si España era el problema, Europa debía ser la solución. Semejante constatación no nacía fruto de una contraposición dicotómica entre España o Europa, sino a partir del reconocimiento de la naturaleza y vocación inequívocamente europea de España. Incluso durante el período franquista, Europa era observada con deseo y frustración a partes iguales: mientras el ministro Fernando Castiella trataba de conseguir en los años 60 un acuerdo de asociación con la Comunidad Económica Europea (CEE), el autoritarismo del régimen impedía avanzar hacia los estándares de sus vecinos y forzaba a una diplomacia de sustitución con los países árabes y latinoamericanos a la luz del repudio europeo expresado en el informe Birkelbach.

No sería hasta poco después de la muerte de Franco cuando el destino de España volvería a encontrarse con el Viejo Continente. En 1977, pese a no disponer todavía de una Constitución democrática, Europa dio un voto de confianza importante a una incipiente Transición española permitiendo su entrada en el Consejo de Europa. Este hecho precipitó que el entonces ministro de Exteriores Marcelino Oreja solicitase la adhesión de España a la CEE durante el Gobierno de la Unión de Centro Democrático, dirigida por Adolfo Suárez. Sin embargo, pese al espaldarazo inicial europeo, el proceso no fue sencillo y tanto en la época de Suárez como de su sucesor, Leopoldo Calvo-Sotelo, hubo que sortear las considerables complejidades derivadas del bloqueo francés durante las negociaciones de adhesión. El presidente galo Giscard d’Estaing mostró en todo momento una postura inflexible y muy escéptica, al igual que otras potencias agrícolas. Las presiones y protestas violentas de los agricultores franceses ante la aparición de competencia al sur de los Pirineos complicaron notablemente las relaciones bilaterales y torpedearon las negociaciones de adhesión. El propio Giscard propuso en más de una ocasión retrasar ad calendas graecas la entrada de España en el mercado común y mostró una actitud pasiva a la hora de cooperar con las autoridades españolas en la persecución de los miembros de la organización terrorista ETA durante los años de plomo.

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De ETA a la yihad: España sigue siendo líder en materia de lucha antiterrorista en la UE. Según Europol, España es el segundo país que más presuntos yihadistas ha detenido en 2016 en la UE. Fuente: Cartografía EOM.

En este delicado escenario, los distintos Gobiernos democráticos españoles persiguieron en la medida de sus posibilidades la integración en el proyecto europeo para alcanzar la normalización internacional de España y abandonar su estatus periférico en el continente. El Gobierno que apostó de manera más ambiciosa por la vía europea fue el de Felipe González. El líder socialista no solo logró desatascar las renqueantes relaciones hispano-francesas con su homólogo François Mitterrand, sino que también dio un impulso crucial a las relaciones con Alemania Occidental, un gesto que sin duda contribuyó a que el Gobierno de Helmut Kohl intercediese por el acceso de España, tal y como terminaría ocurriendo el 12 de junio de 1985 con la firma del tratado de adhesión a la CEE. Desde entonces, los fondos europeos aportarían 150.000 millones de euros al país y un impulso político e internacional que, con la adopción del Tratado de Maastricht y los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, permitiría un desarrollo socioeconómico de tal calibre que algunos llegarían a afirmar que la integración europea constituyó una suerte de Plan Marshall para España. De esta manera, después de 14 años de Gobierno socialista (1982-1996), España alcanzaría su normalización en Europa, donde participará activamente en todas las dinámicas institucionales como miembro de pleno derecho y con una influencia cada vez mayor en Bruselas.

Del giro atlantista al debilitamiento continental

La consolidación de la Transición y el impulso europeísta experimentado durante el Gobierno de González parecieron blindar los consensos básicos de la política europea en una España deseosa de proseguir la senda de la integración comunitaria. En los años 90 apenas existían controversias en relación con Europa más allá de la minoritaria oposición comunista al Tratado de Maastricht y el debate entre los partidarios de una Europa más intergubernamental y los de una Europa más federal.

Con la reorganización de la derecha española tras más de una década de oposición y la llegada al poder de José María Aznar en 1996, se impuso una visión utilitarista de la Unión Europea, aunque no por ello necesariamente antieuropea o poco fiable. Prueba de ello fue el apoyo del Gobierno a la unión económica y monetaria, la adopción del euro como moneda oficial y el desarrollo progresivo de los dos pilares que introdujo Maastricht: la política exterior y de seguridad común (PESC) y los asuntos de justicia e interior. Ahora bien, estos avances se defendían desde parámetros hobbesianos y economicistas, sensiblemente alejados del idealismo europeísta de González. Así lo dejaba entrever el propio Aznar al señalar que “España es Europa, pero no solo Europa”, en un claro guiño a su intención de convertir la entonces octava economía del planeta en una potencia americana con un papel internacional más autónomo y no únicamente dependiente de la Unión Europea.

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Aunque España nunca ha formado parte del G8, contó con la participación de Aznar en 2002, cuando ejercía la presidencia rotativa europea. Actualmente el país es considerado “invitado permanente” del G20. Fuente: Cartografía EOM

Esta ambición transatlántica dentro del internacionalismo neoconservador español ya se comenzó a anticipar con la integración en la estructura militar de la OTAN en 1999 y la proyección de importantes multinacionales españolas hacia América Latina en el marco de la diplomacia de negocios aznariana. No obstante, hubo que esperar a la segunda legislatura conservadora (2000-2004), con España como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, para observar la magnitud geopolítica del giro atlantista. Tras el 11S y la consiguiente guerra de Irak en 2003, Aznar aprovechó su afinidad ideológica con el presidente republicano George W. Bush para desmarcarse del eje franco-alemán y alinearse con EE. UU., Reino Unido y Portugal en su “guerra contra el terror”. Quizá la posición de Aznar se hubiese visto parcialmente animada por sus rencillas con los franceses por la complicidad de estos con Marruecos durante el episodio de Perejil y su afán de protagonismo en la zona euromediterránea, de particular relevancia estratégica para España. Sin embargo, la ruptura con sus aliados continentales —la participación en la guerra de Irak fue una apuesta personal de Aznar en contra de la opinión de sus asesores y altos cargos de la Administración— y el unilateralismo nacional de su partido fracturaron profundamente los consensos de la política europea española y distanciaron a España del entorno natural de su acción exterior.

En este contexto, el 11 de marzo de 2004 España sufría el mayor atentado terrorista de su Historia tras la explosión de múltiples bombas en la estación madrileña de Atocha. El ataque, que tuvo lugar a pocas horas de las elecciones generales de ese año y estuvo marcado por la polémica, contribuyó al retorno del PSOE al poder de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero. El cambio de ciclo político en España acarreó importantes consecuencias para su política europea y exterior. Mientras la retirada de las tropas españolas de Irak enfriaba drásticamente la luna de miel transatlántica del período aznariano, en el ámbito europeo Zapatero trataría de recuperar la confianza de sus homólogos de la UE con una política de corte más federalista que su predecesor. Aprovechando una opinión pública de talante europeísta, España se mostró favorable durante este período a europeizar numerosos ámbitos de su política exterior e incluso desbloquear la aprobación del tratado constitucional europeo, aunque sin renunciar por ello —con un éxito bastante limitado— a seguir españolizando la agenda comunitaria en lo tocante a sus áreas de interés tradicionales, como las regiones de América Latina o el Magreb. Una posición que, en definitiva, pretendía emular la concepción clásica de la política exterior española evocada en los 80 por el exministro de Exteriores socialista Fernando Morán: integrarse en Europa sin renunciar a las otras dimensiones de la política española.

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España es uno de los países más favorables a la UE y al euro. Fuente: Statista

El mandato de Zapatero preconizó una vuelta más clara a Europa que ligase el grueso de la acción exterior española a la PESC y a la diplomacia de valores comunitaria articulada en la “Estrategia europea de seguridad” de 2003. Así pues, España participó en diversas misiones civiles de la Unión Europea, continuó apoyando la profundización de la política común de seguridad y defensa y promocionó sin ambages el Tratado de Lisboa de 2009, cuyo primer impulso se había experimentado durante la presidencia rotatoria española del Consejo en 2002. Sin embargo, como consecuencia de factores estructurales como la ampliación europea hacia el este, España perdió en este período una cuota considerable de poder institucional y político para influir en la agenda europea. Y no solo eso: económicamente, España perdió cantidades nada desdeñables de los fondos europeos en favor de los países que acababan de incorporarse a la Unión. Esto, sumado a la crisis financiera que estalló en 2008 con la caída de Lehman Brothers cercenó unas aspiraciones internacionales en ocasiones excesivamente voluntaristas del Gobierno Zapatero, forzado finalmente a aplicar impopulares recortes que tuvieron un fuerte impacto en los medios y capacidades diplomáticas de España tanto en Europa como en sus otras zonas de influencia tradicionales.

Latinoamérica en la política europea de España

Una de las bazas tradicionales de la diplomacia española en Europa es su diálogo privilegiado con América Latina. Ya durante las negociaciones de adhesión a la UE, España buscó aprovechar sus activos políticos en el subcontinente para defender su rol como puente e interlocutor entre Europa y América. Esta relación especial era de sobra conocida por sus vecinos europeos, conscientes de que las relaciones con esta región estaban muy subdesarrolladas, carentes de una verdadera política regional y marcadas por una cierta indiferencia. La adhesión española y portuguesa en los 80 fue vista como una buena oportunidad para matar dos pájaros de un tiro: contribuir a la democratización de dos vecinos antaño sometidos por sendos regímenes autoritarios y, simultáneamente, reforzar el peso de Europa en América Latina, donde Lisboa y Madrid podían expandir la influencia europea en el mundo.

La resolución del primer Consejo Europeo en el que participó España, en junio de 1987, conocida como Memorándum Cheysson, dejó patente el interés comunitario en reforzar la dimensión latinoamericana de su acción exterior. Era la primera vez que el Consejo Europeo hacía referencia explícita a Latinoamérica y, en este marco, la normalización de la política exterior española podría contribuir a la “europeización de las políticas iberoamericanas de España y la apuesta por la iberoamericanización de las políticas europeas”. Precisamente en las últimas décadas, la política exterior de España hacia América Latina se caracterizaría por la convergencia entre planos de acción bilaterales, subregionales —con Centroamérica o la Comunidad Andina—, regionales e intercontinentales.

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España es el principal inversor europeo en Latinoamérica. Fuente: El País

La dimensión latinoamericana de la política europea dotó de nuevos instrumentos a la política exterior española, que multiplicó su relevancia en la región y abarató los costes de mantener una política regional exclusivamente autónoma. Sin embargo, mientras España siguió considerando Latinoamérica como una dimensión natural de su política exterior, algunos Estados miembros de la UE carecen de esta perspectiva americana y tienen un desinterés considerable por las relaciones con América Latina. De hecho, la posición de algunos Estados europeos está todavía hoy sumamente condicionada por su visión de América Latina como patio trasero de EE. UU. y temen una intromisión en la zona de influencia de un aliado clave para la defensa europea.

Aun así, España ha mantenido una política iberoamericana más autónoma frente a EE. UU. que sus aliados. A lo largo de sus diferentes presidencias en el Consejo, España ha buscado situar América Latina en el centro del debate europeo mostrándose como aliado de los intereses latinoamericanos en Europa. En los 90, España aprovechó su presidencia para alertar sobre el problema de deuda de numerosos países latinoamericanos y propuso un fondo europeo de garantía mientras en el terreno político apoyaba los procesos de democratización latinoamericanos. En los 2000, España trató de influir para evitar que la ampliación hacia el este desviase el interés —y los recursos— comunitario de América Latina e impulsar en cambio políticas comunitarias que permitiesen una profundización de las relaciones políticas y económicas de la Unión con estructuras iberoamericanas como Mercosur, Unasur o la Alianza del Pacífico.

Los resultados de estas políticas se tradujeron en una duplicación del comercio birregional desde 1991 hasta 2008, que coincidió con la etapa dorada de las Cumbres Iberoamericanas. Sin embargo, el potencial de un acercamiento estratégico podía ser mucho mayor todavía con un mejor aprovechamiento de las cumbres de la UE y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, un conocimiento mutuo más profundo y una orientación menos ideologizada y más coherente en las relaciones entre ambas regiones.

Europa, a la espera del impulso español

En líneas generales, con alguna que otra excepción, el papel de España en la Unión Europea en la primera década del siglo XXI ha sido más discreto de lo que le podría corresponder por su peso demográfico y económico. En los últimos años, la crisis financiera ha marcado la agenda del Gobierno español y el presidente Mariano Rajoy, sucesor de Aznar dentro del Partido Popular, ha optado por un enfoque más nacional durante su primera legislatura (2011-2016). Sin embargo, las transformaciones geopolíticas recientes —el brexit, la crisis económica, migratoria y política europea, el cambio de ciclo político en EE. UU. y los retos demográficos y de seguridad en el cinturón del Sahel— podrían forzar a España a desempeñar un papel más protagonista tanto en la construcción interna como en la proyección externa de la Unión Europea como actor internacional.

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A pesar de que Barcelona no ha sido seleccionada como sede de la Agencia Europea del Medicamento tras el brexit, España es el segundo país europeo con más agencias comunitarias. Fuente: Statista

España sabe que, tras el brexit y el reforzamiento de su cuota de poder institucional en la Unión, Europa espera más de ella para acometer las grandes y complejas reformas que necesita en cuestiones como la Cooperación Estructurada Permanente en defensa, el futuro del euro, el medio ambiente, el control migratorio o la lucha antiterrorista. Con los primeros signos de recuperación económica y desbloqueada la parálisis institucional de 2016, España deberá tratar de asumir ahora el papel que le corresponde como “cuarta potencia” de la Unión y sortear la difícil situación europea ante la oleada euroescéptica que atraviesa el continente. Si condicionantes internos como la crisis catalana lo permiten, el país está llamado a ejercer en los próximos años un papel importante como motor político y estabilizador de la integración europea. Quizá esta circunstancia podría motivar un reforzamiento paralelo de la influencia española en la agenda europea hacia Latinoamérica aprovechando la incertidumbre que rodea al Acuerdo Transpacífico y la necesidad que Europa posee en encontrar socios democráticos fiables. El éxito dependerá de la confianza que España demuestre en sus propias posibilidades como agente impulsor del desarrollo regional e internacional de Europa.

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