África y Asia, las otras crisis de asilo
Durante los últimos años, la llamada “crisis de los refugiados en Europa” se ha convertido en una de las secciones recurrentes en los medios, hasta casi el punto de la desensibilización por su frecuencia. Sin menospreciar la gravedad de la situación, lo cierto es que más allá del Mediterráneo existen otras grandes crisis humanitarias relacionadas con el asilo que reciben escasa o ninguna atención por parte de los medios.
Uno de los principales problemas vinculados al asilo y su trato en los medios es el empleo confuso de la terminología. Según la Declaración de Ginebra de 1951, un refugiado es aquella persona fuera de su país de nacionalidad que, “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas”, no pueda o quiera acogerse a la protección de tal país a consecuencia de esos temores.
Por otro lado, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), define el asilo como “la práctica mediante la cual un Estado garantiza la protección, el amparo y la asistencia” de aquellos que huyen por diferentes razones de su país de origen. Ahora bien, la definición se complica cuando hablamos del derecho de asilo. Podría decirse que este posee una triple naturaleza, integrada por el derecho del Estado a conceder asilo, el derecho del individuo a solicitarlo y, finalmente, el derecho a recibir asilo.
En Derecho internacional tan solo están reconocidos los dos primeros derechos. En otras palabras, como individuos carecemos legalmente del derecho a recibir asilo; tan solo poseemos el derecho a solicitarlo a otro Estado distinto al de nuestra nacionalidad bajo determinadas circunstancias. Al menos en la teoría, a pesar de su naturaleza soberana para decidir sobre la entrada dentro de su territorio, los Estados parte en la Convención de Ginebra y su protocolo de 1967 tienen la obligación de conceder asilo a aquellos que encajen bajo la definición de refugiado y lo soliciten.
Otra de las confusiones más habituales está vinculada a los conceptos de migrantes y de desplazados internos. La Organización International del Migrante define al primero como cualquier persona que se desplaza fuera de su lugar habitual de residencia con independencia de su situación jurídica, el carácter voluntario o no del desplazamiento y las causas y duración de su estancia.
Los desplazados internos, por su parte, se constituyen como una categoría compleja de personas: sus motivos para abandonar su lugar habitual de residencia son los mismos que los de los refugiados, pero no llegan a traspasar nunca fronteras internacionales. Esto los deja fuera de los tratados internacionales, lo que limita su protección al no poder ser considerados refugiados.
Todos estos conceptos permiten hablar de las otras crisis de asilo. Primero, de la “crisis de refugiados” más allá del Mediterráneo, concretamente en los continentes africano y asiático. La segunda permite incluir en el análisis aquellos grupos de personas que no encajan en la definición de refugiado, pero que requieren de la misma protección y cuyo desplazamiento también conlleva grandes retos demográficos, sociales y humanitarios.
Las grandes migraciones forzadas que se están produciendo en el continente africano son el resultado de la interacción entre la violencia de los conflictos que asolan numerosos países y el cambio climático. Según el informe más reciente de Acnur, realizado en 2017, es en África subsahariana donde se encuentra el principal foco de preocupación de la agencia: tan solo en esta zona existen un total de 5,6 millones de refugiados y solicitantes de asilo, 13 millones de desplazados internos y más de 700.000 apátridas.
Somalia es el ejemplo perfecto tras casi 20 años de conflicto interno, durante el cual grupos como Al Shabab se han hecho con el control efectivo de áreas rurales en el sur y centro del país. En cifras, el conflicto y la inestabilidad han causado el desplazamiento de más de 2,4 millones de personas en la zona del Cuerno de África. La suerte de gran parte de los somalíes desplazados acaba en Kenia, concretamente en el campo de refugiados de Dadaab, uno de los más grandes del mundo.
El Gobierno de Nairobi ha intentado en varias ocasiones su cierre y ha intensificado en paralelo un programa de repatriación voluntaria a Somalia que levantó varias alarmas por su dudosa transparencia y por implicar la colaboración de Acnur. A través de este programa se garantizaba que Somalia volvía a ser una zona segura, y cientos de familias aceptaron la repatriación. Con ello perdían el estatus de refugiados y la protección asociada para encontrarse de vuelta en Somalia con una situación mucho peor de la que vivían en los campos de Nairobi, lo cual daría lugar a una segunda migración desde cero en busca de asilo.
Podría afirmarse que el desconocimiento o falta de relevancia mediática de estas crisis humanitarias acarrea graves consecuencias para la financiación internacional de proyectos o ayudas para solventar las crisis en los países en los que suceden. No es sorprendente, pues, que cuatro de las seis situaciones más graves e infrafinanciadas del mundo —Sudán del Sur, Somalia, República Centroafricana y Burundi— se encuentren en esta región.
Resulta interesante detenerse en el caso de Burundi. Desde 2015 más de 419.000 burundeses han huido hacia Ruanda, República Democrática del Congo, Uganda o Tanzania. En estos países —a excepción de Tanzania, que revocó la medida en 2017— la población llegada de Burundi recibe automáticamente el estatus de refugiado, es decir, el Estado reconoce de oficio que la persona encaja con la definición debido a la situación aparente y objetiva de su lugar de origen.
También es necesario hacer referencia a la crisis de Sudán del Sur. El Estado fallido alberga 7,5 millones de personas que necesitan ayuda humanitaria urgente, de los cuales dos millones son desplazados internos y cerca de 275.000 provienen de otros países, lo cual complica aún más la situación. La presión que esto está generando en los países vecinos es demoledora. Sin ir más lejos, Uganda ha acomodado en doce meses una media de 1.800 sudsudaneses diarios, lo que lo convierte en el país africano que más refugiados acoge —Bidi Bidi es el mayor campo de refugiados del mundo con un total de 285.000 personas—.
Pero no solo la inestabilidad de algunos países de la región genera desplazamientos masivos; el cambio climático también está causando estragos. Este se ha convertido en un “ingrediente impredecible” que, añadido a una situación de tensiones económicas, políticas y sociales, puede desencadenar violencia y conflictos. Actualmente, se espera que las zonas del este africano y el Cuerno de África se encuentren entre las más negativamente afectadas en el mundo. Las frecuentes y prolongadas sequías junto con la desertificación de extensas áreas son fenómenos que azotan ya la región y que conllevan el desplazamiento masivo y forzoso de millones de personas.
Uno de los ejemplos más gráficos es el del lago Chad, fuente de agua para las más de 70 millones de personas que habitan en los países que lo rodean —Nigeria, Chad, Camerún y Níger—. Desde los años 70 ha perdido el 90% de su superficie, con el correspondiente desplazamiento de la población en busca de seguridad alimentaria y agua. Además, existe una correlación preocupante entre cambio climático, migraciones forzosas y la facilidad con la que grupos como Boko Haram reclutan nuevos miembros entre sus filas.
El noreste de Nigeria se ha convertido en el baluarte del grupo terrorista. No es casualidad que justamente sea la zona del país más cercana al cada vez más reducido lago Chad y que el 71,5% de la población viva en la pobreza y el 50% sufra malnutrición. Grupos como Boko Haram se fortalecen en este ambiente al constituirse como alternativas que ofrecen no solo un medio de vida, sino los elementos más básicos para subsistir: agua y comida. La presencia de grupos terroristas cierra el círculo vicioso de las migraciones forzosas en África, que incluyen refugiados, desplazados internos, solicitantes de asilo y migrantes: huir de los desastres naturales tan solo para encontrar nuevas situaciones de violencia que obligan a una nueva migración en busca de refugio.
Para ampliar: “Refugiados climáticos: ¿cómo evacuar un país?”, Abel Gil en El Orden Mundial, 2017
Asia y el Pacífico son las regiones con el mayor movimiento —con distintos propósitos— de personas indocumentadas del mundo. Cabe destacar, sin embargo, el escaso número de Estados asiáticos parte de la Convención de Ginebra y su protocolo sobre el estatuto de los refugiados. Por ejemplo, entre los países del sudeste asiático, área fuertemente afectada por los movimientos forzosos de personas, solo tres de ellos —Camboya, Filipinas y Timor Oriental— son parte de estos tratados. Además, otros Estados en Asia carecen de una legislación nacional en relación con el asilo, lo que hace frecuente el trato de situaciones de asilo y refugio como cuestiones de “inmigración ilegal”.
Una de las explicaciones detrás de estas políticas es el eurocentrismo de estos tratados, que dejan fuera a numerosos grupos de desplazados asiáticos que no encajan con la definición de refugiado, aparte de la preocupación de que esto acarree un peso insostenible para las economías en vías de desarrollo, como en el caso de Malasia e Indonesia. Es por ello que las políticas asiáticas juegan hábilmente con los conceptos de nacionalidad, fronteras o refugiado.
En el mundo existen alrededor de diez millones de apátridas, personas que carecen de nacionalidad, y el 40% de ellas se encuentran en la regiones de Asia y el Pacífico. La modificación de fronteras en Asia central tras la disolución de la Unión Soviética es la causa a la que más se suele hacer referencia como origen de la apatridia. Sin embargo, en el caso del sudeste y sur asiáticos, las leyes y políticas discriminatorias basadas en el sexo, la raza, la etnia o la religión son la principal causa de la apatridia y las numerosas crisis humanitarias y demográficas que han golpeado la región en los últimos años.
El caso más destacado es el de Myanmar y los rohinyá. Tras una larga Historia de persecución y negación, el golpe de efecto contra esta minoría étnica y religiosa tuvo lugar en 1982, cuando el Gobierno de Myanmar —Birmania en ese momento— cambió la legislación para garantizar la nacionalidad por nacimiento a 135 grupos étnicos del país. La medida dejó fuera, además de a otras minorías, a los casi 1,5 millones de rohinyás de Myanmar.
La privación de la nacionalidad implica la negación absoluta de los derechos que posee cualquier ciudadano, desde la falta reconocimiento de una identidad en el momento del nacimiento, pasando por la falta de acceso a educación —la tasa de analfabetismo entre rohinyás parece situarse en torno al 80%— o la emisión del voto. Cabe destacar, sin embargo, que se encuentran cubiertos bajo la protección de la Convención de Ginebra y su protocolo y pueden adquirir el estatus de refugiados en las mismas circunstancias que personas con nacionalidad.
Para ampliar: “La apatridia, pérdida de ciudadanía. El caso de los rohingya en Birmania”, Raquel Jorge Ricart en El Orden Mundial, 2015
La continua persecución y violencia a la que están sometidos —catalogada como crímenes contra la humanidad por Human Rights Watch— ha generado un flujo de refugiados en los países vecinos y un gran número de desplazados internos. El país colindante más afectado, sin duda, es Bangladés, que está a punto de construir dentro de sus fronteras el mayor campo de refugiados del mundo con los más de 817.000 rohinyás del sur del país.
En otros casos, la apatridia es consecuencia del desplazamiento, como es el caso de los miles de camboyanos que huyeron del régimen de los Jemeres Rojos a Vietnam en la década de los 70. Durante el éxodo, cientos de ellos perdieron su documentación o cualquier prueba de su ciudadanía, lo que ha resultado en la pérdida de su nacionalidad.
Para ampliar: “El devenir del Año Cero, los Jemeres Rojos en Camboya”, Fernando Salazar en El Orden Mundial, 2016
Otro caso poco conocido es el de los Sama Dilaut o bayaos, un pueblo marítimo indígena que habita en el área donde Borneo, Célebes y el sur de Filipinas se encuentran. Se trata de uno de los grupos menos conocidos y más discriminados en Malasia, Indonesia y Filipinas; ninguno de estos tres Estados quiere reconocerlos como ciudadanos y perpetúan la apatridia, que pasa de generación en generación. Además, al no contar con ningún tipo de protección o reconocimiento legal, sufren evicciones y desplazamientos forzosos a causa de iniciativas turísticas y de conservación en la zona.
China es Estado parte de la Convención de Ginebra y de su protocolo; sin embargo, la legislación del gigante asiático en materia de refugiados y asilo se encuentra aún en un estado incipiente de desarrollo. Hasta el año 2012, en el que se aprobó la Ley de Entrada y Salida, que otorga estatus legal a solicitantes de asilo y refugiados, tan solo existía una mención en la Constitución china que reconociera el derecho a conceder asilo político.
Las políticas del país en materia de asilo pueden llegar a parecer aleatorias. Por ejemplo, a finales de los 70 y principios de los 80 China acogió a más de 300.000 refugiados indochinos provenientes de Vietnam, Laos y Camboya, pero el Gobierno de Pekín se ha negado de manera estratégica a reconocer como refugiados a otros grupos que han intentado acceder al territorio, a pesar de garantizarles protección y asistencia. Uno de estos casos sería el de los más de 30.000 kokangs que llegaron en 2009 huyendo del conflicto en su país, Myanmar. China les proporcionó comida y refugio, pero nunca los reconoció como refugiados.
No corren la misma suerte los norcoreanos que tratan de solicitar asilo en China. Como regla general, la población de Corea del Norte interceptada en China es tratada como migrantes económicos. Desde este punto de vista, las autoridades chinas justifican su deportación automática al tratarse para ellos de un asunto de inmigración ilegal. Estas deportaciones se intensificaron a lo largo de 2017. De hecho, las autoridades chinas, en un movimiento nada desdeñable, afirmaron tras el informe de la Comisión de Investigación sobre los Derechos Humanos en Corea del Norte que se oponían firmemente a cualquier intento de convertir la cuestión de los “prófugos” norcoreanos en China en un asunto de asilo y, así, “internacionalizar y politizar el asunto”.
No obstante, varios documentos que salieron a la luz a finales de 2017 sugieren que China está construyendo cinco campos de refugiados a lo largo de su frontera con Corea del Norte. El país podría estar preparándose para el colapso del régimen norcoreano, lo que le dejaría en una posición de vulnerabilidad frente a las bases estadounidenses en Corea del Sur.
Casos como el anterior muestran tan solo un atisbo de la compleja realidad asociada a los movimientos forzosos de personas en todo el mundo. No solo existe una “crisis de los refugiados en Europa”; a diario se suceden numerosas crisis de la apatridia, de los desplazados internos o simplemente de aquellas personas que no encajan en una categoría legal, pero que necesitan protección. Todas ellas suponen grandes retos para los Estados en los que se encuentran. En el caso de África, los males de la guerra y del cambio climático se retroalimentan en una relación que, cuanto más se agudiza, más agrava las condiciones de los desplazamientos. Por otro lado, el caso asiático muestra que las leyes —pero sobre todo la voluntad política— son la base para la mejora de numerosas de estas situaciones.
Esta entrada fue modificada por última vez en 02/02/2018 15:58
Nicolas Boeglin, Profesor de Derecho Internacional Público, Facultad de Derecho, Universidad de Costa Rica (UCR).…
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