Reformar la Unión Europea en 2018: cinco propuestas, cinco voluntades políticas
En 2017 Bruselas recuperó su optimismo. Unidad y estabilidad se convirtieron en las nuevas palabras mágicas para una Unión en estado de transición permanente que necesitaba conjurar el mazazo político y anímico del Brexit. Los procesos electorales en los Países Bajos, Francia y Alemania, frenaron el asalto al poder de un populismo que, sin embargo, sigue vigente y en expansión, especialmente después de la formación del nuevo Gobierno de coalición austríaco.
La retórica europea ha cambiado. Pero, mientras la superación de la crisis no quede plasmada en políticas concretas, los nuevos discursos de espíritu reformista no serán suficientes. Las ambiciosas propuestas del presidente francés, Emmanuel Macron, para reformar y federalizar la eurozona -todavía sin el apoyo real de Berlín y con el recelo esperado de las capitales más temerosas de una Europa con socios de primera y de segunda- y las vagas conclusiones de la Cumbre Social de Gotemburgo -sin compromisos vinculantes pero con la constatación de que no puede haber renovación sin Europa social- han puesto los primeros cimientos del nuevo discurso europeo.
El eurobarómetro dibuja, además, la lenta recuperación de una confianza maltrecha por el legado de estos años de crisis, aún presente: grietas políticas y geográficas, emociones sociales a flor de piel, desigualdad y miedo. La pésima gestión de la emergencia financiera y sus consecuencias posteriores acabaron con el “consenso permisivo”, que permitió durante décadas una construcción del proyecto europeo basada en la delegación de la confianza política de los ciudadanos en sus gobernantes. Sin embargo, por primera vez desde el inicio de la crisis económica y financiera en 2007, los europeos tienen una opinión positiva de la situación actual de la economía europea (48%, 6 puntos porcentuales más que en el eurobarómetro de la primera mitad de 2017) más alta que la negativa (39%, 7 puntos porcentuales de más). El apoyo al euro está en su nivel más alto desde 2004 y un 57% de los europeos se muestran optimistas sobre el futuro de la UE. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en su último discurso sobre el estado de la Unión, habló de los vientos a favor que de nuevo empujan las velas de la UE. Vientos de cambio y de recuperación. Pero, no podrá haber una restauración de aquel consenso político en el proyecto comunitario sin recuperación previa de la confianza ciudadana. Con el nuevo milenio, la construcción europea dejó de ser un proyecto vertical. Fracasos como el proyecto de Constitución Europea y la expansión del populismo así lo demuestran. Juncker debería recordar que cualquier reforma de la arquitectura europea pactada únicamente entre las capitales a espaldas de un electorado crítico en las urnas seguirá levantando sombras sobre la legitimidad del proyecto.
El primer paso para reformar la Unión Europea a veintisiete estados es la voluntad política. Entre la Révolution que propone Macron en su libro-manifiesto con la convocatoria de una nueva convención ciudadana para debatir el futuro de Europa (demasiado parecida a la decepcionante convención pre-Constitución Europea) y los “Estados Unidos de Europa” que reclama el socialdemócrata alemán Martin Schulz, a muy tardar para 2025, está la Europa de los resultados. Repensar la Europa compleja de hoy obligaría a ir mucho más allá de las lógicas intergubernamentales de uno y otro. Para empezar, ésta es una Unión que priva de capacidad política directa a grandes ciudades más pobladas que algunos estados miembros, o que se resiste a ceder el control de la designación de los altos representantes comunitarios a través de procesos electorales que no consiguen despojarse de la lógica nacional. Por no mencionar el debate sobre soberanías y control político que subyace no sólo en el Brexit sino también en un revigorizado nacionalismo que campa a sus anchas por Europa. Pero, sobre todo, la UE debe preguntarse con urgencia ¿cómo se puede recuperar el apoyo de la ciudadanía sin recomponer la confianza entre socios comunitarios? ¿Cómo podemos volver a la idea de Europa como solución si no se renuncia a la treta de culpar a Bruselas de todos los males? ¿Cómo puede avanzar la UE sin superar las divisiones internas que la debilitan? El Brexit y la fractura por la llamada crisis de los refugiados -pero también la imposición absoluta de la intergubernamentalidad como motor único del proyecto europeo- han impuesto una lógica desintegradora que amenaza la idea fundacional de comunitarización política. Así lo reconoce el informe parlamentario de Guy Verhofstadt relativo a los posibles ajustes institucionales para la UE: “El método intergubernamental como bypass del método comunitario, tal y como lo definen los Tratados, no sólo conduce a un proceso político menos efectivo sino que contribuye a la falta de transparencia, a menos control democrático y menos rendición de cuentas.” La UE necesita repensarse a fondo.
2018 será el año de la reforma europea. O, al menos, el año en que se debatirá cómo debe ser la futura Unión Europea post-Brexit. Pero, sin la Europa de los resultados y sin la voluntad política necesaria para vestir esos cambios, la transformación de la UE -no sólo retórica sino también de percepción- no calará. Las posibilidades están ahí. Algunas de ellas incluso ya están en discusión y han generado movilización ciudadana transnacional para llevarlas a cabo. He aquí cinco propuestas concretas para empezar a transformar el discurso, la voluntad política y la imagen de Europa.
Representación democrática
La Unión Europea necesita reforzar su legitimidad política. El presidente Juncker se anticipó al debate poniendo sobre la mesa diversas propuestas para reforzar la legitimidad democrática de las instituciones europeas, desde la unificación en un solo cargo de la figura de presidente de la Comisión y del Consejo -una medida a medio camino entre la eficiencia y la lucha por el reparto de poder institucional en Bruselas- hasta el incremento del rol de los parlamentos nacionales en el control democrático de las decisiones comunitarias. La idea de conseguir “un solo capitán para gobernar el barco” -en palabras de Juncker- aún está muy lejos de realizarse, incluso si el propósito de hacer converger las presidencias de Consejo y Comisión se remonta ya a la época de Jean-Luc Dehaene como número 2 de la Convención europea para el futuro de la Unión. Durante su mandato al frente del ejecutivo comunitario, Juncker no ha tenido ningún reparo en enfatizar esta dualidad, aunque fuera echando mano de su conocida ironía. Lo hizo en mayo de 2017, durante el primer encuentro oficial con el presidente, Donald Trump, en Bruselas. “Sabe, señor presidente, en la UE tenemos dos presidentes”, le dijo el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk a Trump para romper el hielo frente a las cámaras de televisión. “Lo sé”, respondió el norteamericano. “Hay uno de más”, espetó Juncker señalando a Tusk. El reparto del poder institucional en Bruselas también está en transición y esta confrontación influirá, sin duda, en cualquier debate sobre reformas comunitarias que se plantee en los próximos meses.
Pero hay otras dos propuestas que ya se han abierto camino y que podrían materializarse en poco tiempo. La más avanzada: el embrión de las listas europeas transnacionales.
1. 73 escaños a repartir
La salida del Reino Unido de la Unión Europea liberará 73 escaños ocupados por eurodiputados británicos en el Parlamento Europeo. Estos escaños ya están en discusión y, por primera vez en años de debates y demandas de los movimientos federalistas europeos, se abre la posibilidad de crear un embrión de lista transnacional. Es una opción posibilista que no daña demasiado los intereses nacionales o de las grandes familias políticas pero sienta el precedente de una lista única formada por representantes de los veintisiete estados miembros, concebida con una lógica europea y no nacional, con un programa europeo y candidatos enrolados en una campaña transnacional. El Parlamento Europeo aún debe pronunciarse sobre la necesidad de reducir el número de escaños de la Cámara después del Brexit pero -con más o menos diputados- la idea de las listas transnacionales se ha abierto camino en esta misma discusión.
Emmanuel Macron, en su discurso Iniciativa para Europa del 26 de septiembre en la Sorbona de París, ya defendió la necesidad de contar con listas transnacionales para las elecciones europeas de 2019. Sería “la respuesta de Europa al Brexit”, retaba Macron.
El debate sobre el reparto de escaños, sin embargo, puede resultar complicado. Francia e Italia se han mostrado abiertamente a favor de las listas transnacionales. Socialistas y Liberales, también. Pero el principal grupo de la Eurocámara, el Partido Popular Europeo (PPE), recela de la idea porque no cree que facilite el acercamiento de los ciudadanos a la política europea. “Sería difícil para la CDU de Angela Merkel compartir lista con miembros del Fidesz de Viktor Orbán”, resume gráficamente un analista alemán. La estrategia de sumar fuerzas políticas de distinto pelaje para ensanchar los grandes grupos de la Cámara y la infiltración del populismo en la retórica y las agendas políticas de muchos partidos tradicionales han acabado creando incómodos compañeros de viaje, difíciles de defender ante el propio electorado. Sin embargo, ninguno de los 73 escaños británicos que se liberarán con el Brexit pertenecía al PPE lo que podría facilitar que esta lista embrión tuviera su oportunidad para las elecciones de 2019.
Sería paradójico también que el eurodiputado liberal británico, Andrew Duff, uno de los que más defendió la creación de un sistema transnacional para la elección de al menos una parte de los miembros de la Eurocámara, incluso desde antes de las elecciones europeas de 2009, acabe viendo cómo se materializa esta oportunidad, precisamente, a consecuencia de la salida del Reino Unido de la Unión.
2. Más Spitzenkandidaten
A medio camino entre elecciones europeas, ha vuelto a la palestra el debate sobre los Spitzenkandidaten, es decir, la idea de vincular al candidato ganador de las elecciones al Parlamento Europeo con la presidencia de la Comisión Europea. El proceso de elección de los altos cargos institucionales de Bruselas -Comisión, Consejo y Alto Representante para la Política Exterior- se había convertido en el símbolo del mercadeo oscuro y antidemocrático de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión, decidiendo el futuro de las instituciones comunitarias a partir de equilibrios geográficos, de familias políticas y, recientemente, si bien siempre en último lugar, también de género. Por tanto, esta idea buscaba aumentar la legitimidad democrática del proceso de designación y promover un cierto conocimiento entre la ciudadanía de los aspirantes a liderar el ejecutivo comunitario, que además debían enfrascarse en una campaña electoral transnacional. La idea de los Spitzenkandidaten siempre ha ido acompañada de críticas, especialmente porque fracasó en el intento de aumentar sensiblemente la participación electoral en los comicios a la Eurocámara de 2014, pero no ha habido, hasta hoy, ninguna propuesta alternativa para democratizar el método de elección de los futuros presidentes de Consejo y Comisión. Para revigorizar las elecciones europeas hace falta mucho más que un nombre. La participación democrática está directamente vinculada a la percepción del proyecto europeo y no solo a los candidatos en liza. Pero la senda de los Spitzenkandidaten ya está abierta y no debería ser revocada. Someter a los líderes comunitarios al escrutinio ciudadano, aunque sea por la obligación de participar en una campaña electoral que los lleve a pisar terreno, defender públicamente su idea de Europa más allá de su país de origen, reforzar -incluso tímidamente- el nivel de europeización de la esfera política de los Veintisiete y aceptar que sean las urnas y no unas negociaciones a puerta cerrada las que decidan su futuro, todo ello sólo puede ser positivo.
Profundizar en la idea de los Spitzenkandidaten y ampliarla a los futuros comisarios europeos contribuiría, además, a la democratización y la transparencia del proceso de designación del próximo ejecutivo comunitario. Cada Estado miembro debería aceptar que el candidato de la formación más votada en las elecciones europeas de 2019 en su país -incluso si no es del partido que ocupa el Gobierno- se convirtiera automáticamente en la persona designada para ocupar una cartera en la próxima Comisión. La ciudadanía ganaría un incentivo más para la participación electoral y se reforzaría el debate público sobre la Unión.
Las elecciones europeas de 2014 fueron un duelo entre un escepticismo fortalecido por la crisis y un esfuerzo mediático por promover un auténtico debate transnacional -aunque sólo llegara a los más convencidos-. La reticencia de algunas capitales -con Berlín a la cabeza- a renunciar a la prerrogativa de controlar los nombramientos clave en Bruselas amenazó, hasta el último minuto, con menospreciar un ejercicio democrático tildado de juego electoral. Incluso si el aumento de la participación electoral continúa siendo la principal asignatura pendiente de los comicios europeos, cualquier intento por rebajar la capacidad de influencia ciudadana sobre Bruselas supondría dar la espalda de nuevo a la transparencia. Si existe ambición política de reforma, la respuesta solo puede ser seguir involucrando, aún más, a los europeos.
Fortaleza económica y solidaridad
El optimismo de Bruselas también ha llegado a las finanzas. Las previsiones económicas para la eurozona en 2018 pronostican un crecimiento a su ritmo más rápido en una década. Superada la retórica de la excepcionalidad y la urgencia que marcó estos años de crisis, la eurozona necesita ahora razonar y explicar las reformas pendientes.
La Comisión ha propuesto transformar el mecanismo de rescate en un Fondo Monetario Europeo y crear un presupuesto para la zona euro. Ideas ambiciosas cubiertas de interrogantes: ¿qué resistencia opondrán algunos estados miembros para dotar financieramente este fondo, qué capacidad de intervención tendrá o ante quién rendirá cuentas? La reforma de la zona euro, así como la finalización de la Unión Bancaria, no podrán ponerse en marcha al menos hasta mediados de 2018 a la espera de que Alemania tenga un Gobierno consolidado y una idea clara de qué ajustes está dispuesta a aceptar más allá del mantra generalizado de su rotundo no a una “Unión de transferencias”. La solidaridad continúa marcando el fondo de la discusión.
La eurozona necesita reformarse pero no solo para garantizar una mayor integración política sino también para contrarrestar el déficit democrático que ha supuesto la excepcional transferencia de poder económico, político y fiscal, a la Comisión y al Eurogrupo sin ampliar, a su vez, la capacidad de control político del Parlamento Europeo sobre ellos.
La larga negociación sobre el próximo Gobierno alemán dilata los tiempos y encoge las posibilidades de una agenda reformista para este 2018. La división norte-sur marca el debate sobre los límites en la transformación de la eurozona y la fractura este-oeste el de la transferencia de competencias. Pero la necesidad de recuperar la Europa social es transversal. “La Europa que protege” -el eslogan de Macron, adoptado después por el presidente de la Comisión Europea- debería superar la fase de la retórica para pasar a la acción.
3. Medidas sociales
La crisis del euro subyace en el corazón del malestar europeo y la eurozona no puede ser reformada sin una lectura correcta de una desazón que no es solo política sino también social y que depende de las percepciones y de las oportunidades que los europeos sienten a su alcance. Un informe comparativo sobre la actitud de las élites y la ciudadanía europea respecto a la Unión, publicado en 2017 por Chatham House, aseguraba que solo el 34% de los ciudadanos europeos se siente beneficiado por la UE, frente a un 71% de las élites que la perciben como directamente positiva para ellos. Las desigualdades socioeconómicas han aumentado en la Unión Europea durante la última década. Según la OCDE, la crisis sacrificó la Europa social para salvar el proyecto económico, así que demasiadas heridas siguen aún abiertas y no se solucionarán únicamente con más integración política para los países de la moneda única. Una Europa estable pero injusta por su desigualdad es una Europa débil. Y esta desigualdad, según la OCDE, “mina la confianza social en las instituciones y alimenta la inestabilidad política y social”, lo cual se ha traducido en el aumento del voto protesta en favor de opciones políticas populistas.
La recuperación de la confianza ciudadana pasa forzosamente por la recuperación de una Europea garantía de protección y progreso. Sin embargo, la primera escenificación del compromiso europeo con el llamado Pilar Europeo de los Derechos Sociales quedó meramente en una declaración institucional no vinculante respecto a veinte grandes principios genéricos relativos a la igualdad de oportunidades, la protección social y las condiciones laborales. La Cumbre Social de Gotemburgo, celebrada en noviembre, sirvió como constatación de una idea fundamental: no habrá recuperación del respaldo perdido por parte de una población europea empobrecida si no se atacan las causas de este retroceso social.
Sobre la mesa de la Comisión está la propuesta de creación de una Autoridad Social Europea así como la iniciativa de incluir indicadores sociales en el semestre europeo. Bruselas analiza cada año en detalle los planes de reforma presupuestaria, macroeconómica y estructural de cada país para redactar, después, recomendaciones específicas para los siguientes meses. Este análisis se construye a partir de unos indicadores cuya elección resulta pues políticamente relevante, aunque eluda lo más básico: la Europa social se cimienta, en realidad, sobre distintos modelos de bienestar.
El Informe Prospectivo sobre el Crecimiento que la Comisión publicó para este 2018 enfatiza que “el desempleo se sitúa en el 7,5% en la UE y el 8,9% en la zona del euro, cifras que representan los niveles más bajos en nueve y ocho años, respectivamente”. Pero la realidad es mucho más desigual. El paro en Grecia continúa en el 20% y en España en el 16%. “El desempleo sigue afectando a 18,9 millones de personas, la inversión sigue siendo demasiado baja y el crecimiento de los salarios es endeble”. La precarización social es una realidad alarmante, al fin formalmente reconocida por Bruselas.
La Cumbre de Gotemburgo reconoció, además, el derecho a un salario mínimo, todavía inexistente en media docena de países de la Unión, e intentó dar un impulso a la idea de la renta básica y las políticas de vivienda social. Es un paso importante en la buena dirección. Sin embargo, si el discurso es europeo pero su materialización sigue siendo nacional, la Europa social continuará siendo una amalgama de medidas y realidades dispares. Y el populismo seguirá contando con la precariedad como uno de sus argumentos troncales. Está en manos de la Comisión y el Parlamento presionar políticamente a los estados miembros para la realización de estos compromisos y reclamar más capacidad financiera para la Europa social.
4. Un mayor compromiso presupuestario
El futuro presupuesto de la UE post-Brexit ya está en discusión. La salida del Reino Unido supone una pérdida de 9.000 millones de euros anuales para las arcas de Bruselas. La Comisión ya ha advertido que el presupuesto de la UE para 2014-2020, que asciende a un billón de euros, no es suficiente para financiar las crecientes ambiciones de la Unión. En paralelo, la UE abre también las negociaciones sobre las próximas perspectivas financieras para una Unión a veintisiete. Si bien el dilema es, de nuevo, la eterna disyuntiva de las discusiones presupuestarias (mayor aportación o recortes), el contexto resulta más relevante que nunca: una UE de 27 estados miembros, pérdida de las aportaciones británicas, desgaste social post-crisis, nuevas emergencias y necesidades políticas -fruto de las migraciones en el norte de África y el debate sobre la seguridad-, etc. Juncker cree que ha llegado el momento de abandonar el umbral del 1% del PIB que marca las aportaciones de los estados miembros. El presidente comunitario estrenó el año instando a los líderes europeos a establecer primero sus ambiciones políticas para la UE para luego discutir cómo financiar esos objetivos, en lugar de establecer un límite superior en el gasto y ajustar las prioridades a ese límite. Es una demanda no sólo de sentido común sino también de mínimos. En el debate político previo a la Agenda 2000 (el presupuesto comunitario para el cambio de milenio) se llegó a plantear una aportación del 1,5% del PIB. Desde entonces y hasta hoy el presupuesto de la Unión no ha parado de descender incluso después de la gran ampliación de 2004.
De hecho, el debate presupuestario europeo ha sido, en los últimos años, un auténtico ejercicio de cinismo. La UE se ha ido ampliando a nuevos estados miembros con un nivel de renta cada vez más inferior a la media comunitaria mientras los socios que los acogían iban recortando su aportación a las cuentas de donde debían salir los fondos que ayudarían a la modernización y al crecimiento de los nuevos compañeros de viaje. Este límite innegociable para muchas capitales, que fija las aportaciones de cada Estado al presupuesto alrededor del 1% de su PIB, es incompatible con los discursos políticos y las responsabilidades que, después, se piden a la Unión.
El mencionado informe de Chatham House asegura que existe un apoyo real hacia una unión basada en la solidaridad, tanto entre las élites como entre la ciudadanía en general. Según sus datos, el 77% de las élites y el 50% de la ciudadanía piensan que los estados miembros más ricos deberían apoyar financieramente a los estados miembros más pobres, mientras que solo el 12% de la élite y el 18% de la ciudadanía estarían en desacuerdo. La pregunta es qué se entiende realmente por solidaridad.
El ejecutivo comunitario es consciente del trabajo que tiene por delante, bajo presión para aumentar el gasto en numerosos frentes, incluida la cooperación en Defensa, la protección de fronteras o la inmigración capítulos que hasta ahora no tenían prácticamente presupuesto asignado- y garantizar suficiente financiación para la regiones de la cohesión que podrían salir perjudicadas. Los recortes previstos ya apuntan hacia los fondos estructurales y las subvenciones agrícolas, dos apartados que favorecen, sobre todo, a los estados con menor renta.
El presupuesto comunitario debe ser el principal instrumento para fortalecer la democracia europea y recuperar la confianza ciudadana. La Comisión querría tener un compromiso avanzado antes de las elecciones europeas de mayo de 2019 para que la campaña no interfiera en el debate político. De momento, las ambiciones políticas no coinciden con las institucionales. No puede haber políticas comunitarias sin presupuesto comunitario. El tono y la evolución de este debate mandarán un mensaje político contundente a la ciudadanía sobre el modelo de proyecto europeo y la confianza y autonomía que los estados miembros están dispuestos a depositar en él.
Una Europa de valores
La Unión Europea es una unión de derechos, una cuestión de valores, vinculantes legalmente desde 2009. Pero la Europa de los valores naufragó en el Mediterráneo. En agosto de 2015, Angela Merkel aseguró: “Si Europa fracasa en la cuestión de los refugiados, si se rompe el estrecho lazo con los derechos civiles universales, ya no estaremos ante la Europa a que aspirábamos”. Pero la UE no sólo ha roto su lazo con los derechos civiles, también ha incumplido sus propio compromiso con la Carta de Derechos Fundamentales de la UE: toda persona tiene derecho a su integridad física (artículo 3); nadie podrá ser sometido a tratos inhumanos o degradantes (artículo 4); se garantiza el derecho de asilo dentro del respeto de las normas de la Convención de Ginebra de 28 de julio de 1951 y del Protocolo de 31 de enero de 1967 sobre el Estatuto de los Refugiados y de conformidad con el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea (artículo 18); se prohíben las expulsiones colectivas (artículo 19-1) y nadie podrá ser devuelto, expulsado o extraditado a un Estado en el que corra un grave riesgo de ser sometido a la pena de muerte, a tortura o a otras penas o tratos inhumanos o degradantes (artículo 19-2).
Los más de 2.200 migrantes que murieron en 2017 intentando llegar a las costas europeas, la incapacidad de los estados miembros para cumplir con los compromisos de realojamiento de los refugiados que esperan en Grecia e Italia (poco más de 33.000 refugiados, de los 160.000 comprometidos por la Comisión, han sido realojados hasta hoy), el acuerdo con Turquía para propiciar las devoluciones y la dramática situación humanitaria en los campos y asentamientos convertidos en limbos legales sobre suelo europeo, todos estos hechos demuestran que la Carta de Derechos Fundamentales no protege a todos por igual.
5. Respuestas a la inmigración
La presión electoral marcó, en 2017, la retórica, los mínimos avances legislativos y la priorización securitaria de los compromisos europeos. Las políticas de inmigración focalizadas en el control de fronteras redujeron el número de llegadas pero fueron inútiles a la hora de avanzar en un sistema de asilo europeo acorde con la realidad europea. El cisma entre Este y Oeste por la mal llamada crisis de los refugiados se ha hecho más profundo. La UE sigue incumpliendo deliberada y reiteradamente sus obligaciones internacionales de asilo y refugio. El asilo es un derecho. Los Veintisiete deben garantizar rutas más seguras y regulares hacia Europa, como los visados humanitarios, abrir vías legales para la llegada de migrantes y avanzar en la reforma del convenio de Dublín. El Parlamento Europeo propone incluso un sistema de reubicación obligatorio que se aplicaría de forma general con independencia de la presión migratoria.
La unidad europea está rota en materia de inmigración. Pero algunas decisiones podrían acordarse fácilmente con una mínima voluntad política. Los Veintisiete deberían consensuar la definición de país seguro -recordando que, según la Convención de Ginebra, las devoluciones de solicitantes de asilo a un tercer país que no les ofrezca igual protección no son admisibles- y comprometerse a armonizar las condiciones de acogida y atención a los refugiados que ya se encuentran en territorio comunitario. La canciller, Angela Merkel, y el líder socialdemócrata, Martin Schulz, coincidieron durante la última campaña electoral alemana en la necesidad de armonizar a escala europea las prestaciones a los refugiados. El futuro presupuesto comunitario podría ser el instrumento clave para facilitar esta coordinación, como apuntaba la Comisión Europea justo antes del Consejo Europeo de diciembre: “existen ámbitos en los que los instrumentos de financiación de la UE pueden desempeñar un mayor papel en el futuro, por ejemplo, en el apoyo a las comunidades locales que reciben a un gran número de inmigrantes o refugiados, facilitando así́ la integración y abordando las cuestiones sociales y sanitarias.”
Cuando Jean-Claude Juncker asumió la presidencia del ejecutivo comunitario aseguró ante la Eurocámara que la suya era “la Comisión de la última oportunidad”. Momento decisivo para sacar a la Unión de la telaraña de crisis que la aprisionaban pero, sobre todo, punto de inflexión crucial para recuperar la confianza de la ciudadanía: 2018 es el año de la última oportunidad para Juncker. Si su voluntad es contrarrestar la deriva intergubernamental de la Unión, recuperar el espíritu social de la construcción europea y recuperar el liderazgo político de la Comisión, éste es el año clave. En 2017, el Brexit y los procesos electorales en Francia y Alemania coparon su agenda política. La aparición en escena de Emmanuel Macron monopolizó los focos del liderazgo europeísta. ¿Podrá ahora la Unión Europea retener este momentum?
Este será año electoral en Italia con la incertidumbre política que ello implica. En marzo de 2019, los británicos abandonarán definitivamente la UE y los Veintisiete entrarán en campaña para renovar el Parlamento Europeo. Con ello, se abrirá de nuevo el debate sucesorio para presidir las instituciones europeas. La Comisión Juncker habrá llegado a su fin. La renovación de cargos al frente de las instituciones comunitarias volverá a estar en discusión. Será también el final político de Juncker que, entre el Consejo, el Eurogrupo y la Comisión, habrá intervenido en dos décadas de política comunitaria. Antes de volver a caer en los cálculos electorales y en el mercadeo político institucional, los líderes europeos deben dar una oportunidad real a reformas plausibles que no exigen para materializarse sino la voluntad política de llevarlas a cabo. Más aún, el debate final no debe ser únicamente sobre qué Europa queremos sino para quién la queremos. El realismo, pero también la ambición política, se imponen.
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