Trump, Jerusalén y el reto de reinventar la resistencia palestina
Diciembre 2017
Cuando Donald Trump declaró a Jerusalén como presunta capital de Israel el 6 de diciembre de 2017 argumentó que era necesario reconocer “la realidad en el terreno” para entender la lógica de sus palabras. Con aquella frase, Trump combinó la distorsión histórica con un tipo de romanticismo nacionalista al referirse a la ciudad como “la capital indivisible de Israel” creando una coyuntura propicia para que Benjamin Netanyahu buscara un empoderamiento político a nivel interno y, al mismo tiempo, para que solicitara a la Unión Europea la secunda del pronunciamiento estadounidense, misma que le fue negada de inmediato por varios líderes de la región entre ellos Emmanuel Macron, Angela Merkel y Federica Mogherini.
Pero Trump no delimitó el territorio que dijo reconocer. Tampoco trasladó personal diplomático de Tel Aviv a Jerusalén. Mucho menos pugnó por transformación alguna en el consulado de Jerusalén ni en el de Haifa. Si bien Trump cerró la oficina de la Organización para la Liberación de Palestina en Washington, el Dicho de otra manera, a pesar de que Trump apeló a los “hechos sobre el terreno” no ofreció nada concreto como base para su discurso. El mandatario estadounidense se limitó a exponer la retórica sensacionalista que le caracteriza, la cual en esta ocasión respondió más a la necesidad de mantener el respaldo del sector cristiano evangelista que votó por él en las elecciones presidenciales de 2016 que en hacer cambios sustanciales a favor de la paz en el conflicto árabe-israelí, narrativa que por cierto nadie tomó en serio y que, por el contrario, generó una respuesta masiva de rechazo e indignación mundial tal como cientos de protestas populares lo demostraron en ciudades como Beirut, Berlín, Doha, Moscú y Yakarta.
El exembajador estadounidense en Israel Martin S. Indyk afirmó en el Financial Times que “cuando los israelíes leyeran la letra pequeña del anuncio de Trump se sentirían un poco engañados, particularmente el ala derecha anexionista”. En efecto, el espectáculo de Trump solo sirvió para confirmar las redes que forman los cabilderos sionistas con sus homólogos de Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos en los pasillos del Congreso en Washington. De hecho, los discursos con los que el Presidente estadounidense se presenta ante los medios internacionales de comunicación parecen escritos por “intelectuales” que suelen usar la Biblia no solo como base histórica para construir la narrativa nacional israelí, sino también para justificar diversas formas de abuso de poder, de violencia explícita y de violaciones de derechos humanos contra la población civil en el terreno palestino.
La mayor organización sionista del mundo procede del sector evangélico y no del judaísmo. Por ejemplo, la organización texana creada en 1992, Cristianos Unidos por Israel, cuenta con más de dos millones de miembros y tiene una excelente relación con la elite anexionista israelí. Su labor principal es fomentar el apoyo cristiano protestante en Estados Unidos a favor de Israel y, entre otras ideas, cree que “los judíos del mundo deben reunirse en la tierra de Israel, antes de que el Mesías venga a la tierra, para después convertirse todos al cristianismo”. También creen que “la mezquita de Al Aqsa es la corte donde regresará Jesús, por lo que debe volver a su forma original”. A la par de esta organización existen múltiples parecidas. Empoderadas económicamente. Esparcidas entre la base social de Trump, mayoritariamente blancas y listas para criticar cualquier elemento relacionado con el Islam o las personas de origen negro africano. Netanyahu las ha llamado “los mejores amigos de Israel”.
Un reportaje de Deutsche Welle escrito por Armin Langer, describe que, contrario al imaginario popular sobre el tema, algunas organizaciones judías, como el Comité Judío Estadounidense, están preocupadas por la decisión de Trump. En un ejercicio en el que se quiso saber la posición de los judíos del país sobre un hipotético traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, únicamente el 16% apoyó esta medida, siendo el 44% el que la rechazó absolutamente y un 36% el que la aceptaría solo si la paz reinase entre ambos pueblos. De acuerdo con el mismo reportaje, la comunidad más grande de judíos fuera de Israel se encuentra en Estados Unidos pero ellos son personas de ideología liberal y votantes tradicionales del Partido Demócrata, tal como lo mostraron las elecciones de 2016 en las que el 71% de los judíos votaron por Hillary Clinton, mientras que durante las elecciones de 2008 Obama se llevó el 78% de sus votos.
Por estas razones, el sector evangélico es clave para Trump y para su reelección. El posicionamiento sobre Jerusalén fue tan solo un guiño de ojo para ese sector y una promesa de campaña fácil de cumplir, esto a diferencia de otros retos internos en los que el mandatario estadounidense ha fracasado, como la reforma sanitaria o la polémica investigación sobre la presunta injerencia extranjera en las elecciones en las que ganó la presidencia. En resumen, Trump está ocupando la esfera pública internacional, diseñando una geopolítica del desastre, caos y tensión, para distraer la atención de lo que ocurre a nivel interno en temas como la desigualdad económica, la pobreza, el déficit presupuestal, entre otros puntos que, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU), han hecho de Estados Unidos una de las economías más inequitativas del mundo.
Aunque Trump señaló las construcciones de los edificios del Knesset, de la Suprema Corte israelí, así como de la misma residencia oficial del Primer Ministro en Jerusalén como parte de “la realidad ineludible”, hay que decir que todos estos complejos son producto de un plan de urbanización y judaización que no solo ocurre en dicha ciudad sino en toda Palestina desde la ocupación militar israelí de 1967. Se trata de un proyecto de Estado que tiene el objetivo de reinventar a Jerusalén como una ciudad con menos elementos árabes e islámicos en su paisaje y simbolismo por medio de la adaptación de la ciudad a las necesidades discursivas y políticas del sionismo actual.
Lo anterior ha sido un proceso paulatino. Antes de 1947 Jerusalén no fue de interés para el proyecto sionista al grado que una elite burguesa se concentró en la construcción de Tel Aviv en 1909, ciudad que se diseñó como un centro económico y atractivo para los negocios y que captó un gran porcentaje de la población judía en detrimento de Jerusalén. Si para 1910 el 50% de los judíos de Palestina vivía en Jerusalén, para 1944 la población de judíos en dicha ciudad había disminuido a solo 20%. La preferencia de los judíos por la moderna Tel Aviv frente al barrio judío empobrecido de Jerusalén ayuda a entender las razones por las que la Agencia Judía para Israel ante el Mandato Británico aceptó la internacionalización de Jerusalén como parte del Plan de Partición de la ONU de 1947 y endosó la instauración de un Estado judío sin Jerusalén que se auto proclamó independiente el año siguiente. De acuerdo con Simone Ricca en Reinventing Jerusalem: Israel’s Reconstruction of the Jewish Quarter after 1967, es muy probable que en aquella época el liderazgo sionista estuviera más preocupado por hacerse del Monte Scopus que en controlar el Muro de los Lamentos, razón por la cual el Monte fue anexado por el ejército israelí en el contexto de los sangrientos episodios de 1948 conceptualizados por los palestinos como la Nakba.
La distribución de los migrantes judíos en las tierras confiscadas por Israel representó un reto y tal vez el origen de la política de asentamientos. Ante la conquista israelí de toda Jerusalén en 1967, comenzó de inmediato la modificación del paisaje arquitectónico, simbólico y demográfico de la ciudad mediante deportaciones masivas, expropiación de tierras, construcción de edificios gubernamentales, la ampliación del barrio judío y una arbitraria delimitación fronteriza que respondió a preocupaciones militares. En 1973, el Plan de Desarrollo de la cuenca de la Ciudad Vieja provocó una nueva reducción de tierras en los barrios musulmán y armenio, la cual fue acompañada de la demolición innecesaria de casas construidas en el barrio judío con estilos árabes las cuales fueron reconstruidas posteriormente con un performance diferente y con una carga simbólica y léxica muy alejada de la herencia árabe. Años después, la Ley de Jerusalén de 1980 tuvo como objetivo impulsar a la ciudad como la “capital indivisible de Israel” en el Parlamento israelí; sin embargo, la ONU la consideró nula e ilegal mediante la Resolución 478 del Consejo de Seguridad cuando invitó a los países que quisieran tener relaciones diplomáticas con Israel a que localizaran sus embajadas en Tel Aviv, todo esto con base en la Resolución 181 de 1947 y la 194 de 1948 de la Asamblea General.
Y aunque la Unión Europea y la mayoría de los países han negado la posibilidad de mover sus embajadas de Tel Aviv a Jerusalén, lo que ha hecho Trump no es poca cosa. En menos de un mes, la alianza Tel Aviv-Washington-Riad ha sacudido el destino político de cuatro líderes árabes (Saad Hariri, Mahmud Abbas, Ali Abdullah Saleh y Ahmed Shafiq) para demostrar su músculo político en la región, sobre todo después de la aparente derrota en Siria a manos del grupo encabezado por Damasco, Moscú y Teherán. En Yemen se está experimentando la crisis humanitaria más grave del siglo. Arabia Saudita está echando a andar reformas sociales y económicas de corte liberal que, salvo por algunos jóvenes, es fuertemente criticada por una población profundamente religiosa. Irán se enfrenta a una próxima sustitución del Líder Supremo y está a punto de conmemorar 40 años de la Revolución de 1979 con reformas sociales aún pendientes por cumplir. La situación en Líbano es frágil y está a merced de una economía dependiente de Riad y una seguridad militar conectada a los intereses de Hezbolá e Irán. Las aspiraciones kurdas en Irak y Siria, la situación sensible por la que pasa el Consejo de Cooperación de los Estados Árabes del Golfo (en particular el diferendo entre Doha y Riad) y la guerra encarnada entre la Hermandad Musulmana y el régimen de Abdel Fatah Al Sisi en Egipto dibujan un panorama en el que los palestinos tienen que reconceptualizar su estrategia de resistencia y un nuevo horizonte por el que deben trabajar tanto las nuevas como las experimentadas generaciones.
Aunque algunos se refirieron a Trump como el “Balfour del siglo XXI”, la diferencia con aquella declaración estriba en el atronador rechazo mundial. Las revoluciones árabes sacudieron a las élites en el poder y los resultados de dicho proceso los estamos experimentando actualmente. La gente está cansada de tantas injusticias en el mundo. Se trata de la “geopolítica del desastre” en palabras de Pablo Bustinduy. En este contexto, los palestinos saben bien que Israel no podrá imponerse tan fácilmente porque el mundo está observando, pero a la vez también son conscientes de que no tendrán los mismos derechos que goza la población israelí mientras la ocupación militar de sus territorios persista. Invariablemente, la resistencia palestina debe recuperar la centralidad en el conflicto y reinventar el liderazgo político entre sus jóvenes porque la élite que comanda Abbas ha perdido legitimidad y peso entre las nuevas generaciones. De hecho, es muy probable que Abbas ya supiera de la noticia en su visita a Riad en noviembre de 2017, a sabiendas que la Autoridad Nacional Palestina ha gastado su tiempo en coordinar más el presupuesto de donantes internacionales con el que mantiene el statu quo con Israel y el mundo árabe que en buscar soluciones políticas de base con implicaciones trasnacionales como el movimiento Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS).
Así, mientras los votantes de Trump estarán agradecidos por este guiño, mientras el dinero saudí va a llegar a Washington por la no certificación del pacto nuclear con Irán y mientras las palabras de Trump no cambiarán nada a favor de Palestina (pues al contrario su lengua larga ha causado la muerte de varios palestinos que se manifestaban en su contra), es con base en el terreno que los jóvenes palestinos tienen que reinventar su presente y su futuro. Nadie mejor que ellos conoce el terreno palestino, el desastre y la pertenencia.
El anuncio de Trump abre la necesidad deJerusalén, por su misma naturaleza, debe ser un lugar ecuménico y capital de un solo Estado democrático y secular. Mientras Jerusalen sea un sitio ocupado por Israel, la normalización a la que tanto aspira Netanyahu con el mundo árabe nunca se obtendrá. Israel tiene la intención de reducir a los palestinos a un estado similar al de los nativos estadounidenses: aislados unos de otros, divididos geográfica e ideológicamente, desanimados y con un sentimiento de pérdida total y desesperación. Pero, en palabras de Raja Halwani, “los palestinos son demasiado fuertes como pueblo para dejar que esto ocurra, por lo que nuestra tarea no solo es evitar que este estado de miseria suceda, sino también asegurar que la justicia, el respeto mutuo y el afecto se produzcan con el tiempo”. Aunque haya sido ignorado por Trump, el actor más fuerte en el terreno, en medio de la geopolítica del desastre, a final de cuentas siempre será el pueblo palestino.
MOISÉS GARDUÑO GARCÍA es doctor en Estudios Árabes e Islámicos Contemporáneos por la Universidad Autónoma de Madrid y maestro en Estudios de Asia y África con especialidad en el Medio Oriente por El Colegio de México. Es profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del Conacyt. Es coordinador de Pensar Palestina desde el sur global. Sígalo en Twitter en @Moises_Garduno.
Esta entrada fue modificada por última vez en 15/12/2017 19:20
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