El acuerdo de principios sobre el Brexit alcanzado en la mañanísima de este viernes por Jean-Claude Juncker y Theresa May supone una inequívoca rendición del Reino Unido a todas las condiciones impuestas por los europeos: en los tres grandes asuntos primordiales, los derechos de los residentes, la frontera entre el Ulster e Irlanda y la factura financiera. Es una rendición que apunta a un futuro acuerdo definitivo configurador de un Brexit no ya suave, sino suavísimo. Y solo viene compensada o endulzada por las (obvias) referencias de los comunitarios al respeto de la autonomía de las instituciones británicas insertadas en el Informe conjunto de los negociadores, a la espera de que lo apruebe la cumbre europea del próximo día 14.
No cabe la mínima duda de que Bruselas ha alcanzado sus objetivos al 100%, al menos de momento. Impuso su calendario de negociación, sin oposición; estableció —con protestas de la otra parte, ahogadas— el programa de la misma en dos fases sucesivas, primero los tres temas clave y solo tras un acuerdo en ellos, la discusión sobre el estatuto final; llevó la iniciativa en la media docena de sesiones bilaterales; y ha cubierto todas sus pretensiones.
Todo ello ha sido posible por la debilidad doméstica del Gobierno May y por el error inicial del negociante británico, David Davis, de intentar dividir a los casi exsocios, en vez de intentar fraguar la unanimidad de los mismos en favor de sus tesis. También por la habilidad del negociador de los 27, Michel Barnier, en inquirir primero a los británicos qué querían concretamente, de forma que fuese más fácil cohesionar el bloque europeo. El resultado ha sido que el propósito de la segregación del Reino Unido ha unido (en contra) a sus colegas como nunca, gracias al síndrome de defenderse del enemigo (pacífico) exterior. Hasta la muy problemática Holanda, que ve por vez primera a Gran Bretaña como competidora, y los ultraliberales-ultraconservadores del Este y del Báltico, necesitados del apoyo económico de la UE y desengañados por la escapada de una potencia militar que les ha ayudado a blindarse frente al peligro ruso.
La derrota más espectacular del Brexit duro se percibe en el acuerdo de principios sobre la cuestión de Irlanda. Finalmente, la imposible cuadratura del círculo de minimizar la frontera del Ulster con la Irlanda europea (lo que supone una paradójica frontera virtual, con libre circulación efectiva) y mantenerlo adscrito al mercado británico (lo que implicaría su doble militancia en dos espacios económicos distintos, como dos equipos deportivos rivales) se ha enhebrado sobre la idea de que el círculo siga siendo tal, sin cuadrarlo. ¿Cómo? Con el principio de que si ambos mercados (el europeo y el británico) resultan al final ser incompatibles, “el Reino Unido mantendrá su pleno alineamiento con las reglas del Mercado Interior y de la Unión Aduanera” (punto 49). O sea que al cabo, sería como Noruega. Estaría de facto en el mercado único pero sin poder co-dictar sus reglas. Subrayemos que este “pleno alineamiento” sustituyó a la idea de la “convergencia regulatoria”, expresión que a Londres le incomoda porque daba la idea de que siempre debería alcanzar a Europa; prefería el más frío sustantivo “alineamiento”, interpretable como paralelismo y esfuerzo de ambos en armonizar, más vendible para su engañado público. Pero al final quien debe “mantener el pleno alineamiento” es el Reino Unido.
Y así sucede con todo. Particularmente logrado es el capítulo del reconocimiento de los ciudadanos instalados en la otra zona. Los derechos cívicos de los europeos residentes en el Reino Unido el día D de la segregación seguirán protegidos por todas las directivas de la Unión: a residir, atraer a sus familiares, a sus parejas estables, todo como hasta hoy. Y también a los derechos sociales: a la carta sanitaria europea (punto 29), al principio de “igual trato” en “seguridad social, asistencia social, sanitaria, empleo, autoempleo, establecimiento, educación —incluida la universitaria—, y formación, social, y ventajas fiscales“ (punto 31). De repente, la Europa social a la que tantos acusan de inexistencia, aflora —aunque acotada— con fuerza.
¿Cómo se garantizará eso, más allá de las buenas intenciones? Londres se ha comprometido a dotar a la Ley de Retirada, en la que se incluirán sin modificaciones todas las normas europeas relativas de carácter superconstitucional. A saber, esta ley tendrá las mismas características excepcionales que los Tratados y directivas y reglamentos europeos exhiben frente a los ordenamientos nacionales: efecto directo (será directamente apelable) y primacía (en caso de duda prevalece la Ley de Retirada, o sea, las normas europeas integradas explícitamente en ella (punto 36). Los juristas europeístas —y sus clientes y todos los ciudadanos— pueden gritar de placer.
Y ello lo vigilará como hasta hoy el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) en su calidad de “árbitro único” al menos hasta el Día D. Luego, los tribunales británicos deberán prestarle “debido respeto” (due regard) a sus “decisiones relevantes” (punto 38). En ese marco, los jueces locales dirimirán en su territorio, pero tienen la ventaja de ser, a diferencia de los actuales gobernantes, muy poco sectarios. Y además, se les otorgará la posibilidad, en caso de que duden, de acudir al TJUE formulando una “cuestión prejudicial”, consulta que actualmente pueden presentar todas las instancias de la UE, desde un juez de base al Tribunal Constitucional alemán.
Queda el capítulo de la factura financiera. Casi nada nuevo bajo el sol. Pese a todas las colosales demagogias enervadas cuando el referéndum, Londres ni siquiera ha logrado un matiz, un adjetivo, un nuevo concepto. Pagará lo que le corresponde mientras sigue dentro de la UE, y da garantías sobre la parte proporcional de todos los programas (o instituciones) a los que siga perteneciendo (quedaba pendiente su aceptación de garantías a ciertas obligaciones “contingentes” derivadas de proyectos aún no realizados). De dinero contante y sonante no se ha hablado. Lo esencial es que el Gobierno May aceptó la metodología, los elementos y los períodos planteados por Bruselas: bingo total. Aunque eso resulta en una cuantía a pagar (durante años) por Londres equivalente a cerca de 60.000 millones netos (según los europeos) o próxima a los 50.000 (de acuerdo con fuentes británicas), bastante más que los 20.000 sugeridos hace un par de meses.
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