La amenaza nuclear en el siglo XXI
La proliferación nuclear es el mayor desafío existente para la seguridad mundial. El temor a un conflicto interestatal de esta naturaleza fue la gran obsesión de la Guerra Fría, pero actualmente la amenaza es tan real como entonces, aunque la percepción pública del riesgo sea menor.
En 1981 el doctor Roger Fisher publicó en el Boletín de Científicos Atómicos una de las propuestas más sorprendentes jamás realizadas sobre la importancia de la no proliferación y la necesidad de evitar el uso de armas nucleares. Este profesor de la Universidad de Harvard propuso implantar los códigos que permiten al presidente de EE. UU. activar los misiles nucleares dentro de una pequeña cápsula en el interior del pecho de un joven voluntario. La única regla sería, por tanto, que para hacer operativas las armas el presidente debía asesinar con un cuchillo al portador de los códigos. Para el Dr. Fisher, antes de disparar un misil nuclear, el comandante en jefe del ejército debía mirar al voluntario a los ojos y decirle: “Lo siento, pero diez millones de personas deben morir”. Acto seguido, tendría que asesinarlo y darse cuenta de forma explícita y tangible de lo que significa arrebatar la vida a un solo inocente; solamente después de semejante baño de sangre —y realidad— podría proceder a la activación de los códigos. Al realizar esta propuesta en el Pentágono, los oficiales del Gobierno se escandalizaron y afirmaron que, ante una escena tan horrible, el juicio del presidente se vería distorsionado y, en tales circunstancias, es posible que jamás apretase el botón.
El planteamiento formulado por Fisher es tan solo un juguete heurístico, pero capta bien la obsesión que genera ―o debería generar― la perspectiva, por pequeña que sea, de que estas armas puedan llegar a utilizarse. Las armas nucleares son el mayor artefacto de destrucción masiva jamás creado por el hombre. Por esta razón, su irrupción en la escena internacional con el lanzamiento de las bombas Fat Man y Little Boy sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 fue uno de los momentos más dramáticos y transformadores de la Historia de la humanidad. La inédita decisión del presidente Harry S. Truman de bombardear Japón hizo que la civilización humana se percatase por primera vez de su propia mortalidad al observar cómo una sola bomba terminaba con la vida de más de 150.000 personas.
Las armas nucleares pueden ser principalmente de dos tipos: atómicas y termonucleares. Las bombas atómicas, conocidas como A-Bombs, fueron desarrolladas inicialmente durante la Segunda Guerra Mundial en el seno del proyecto Manhattan y operan mediante un proceso de fisión nuclear que desencadena reacciones en cadena altamente explosivas. Los dispositivos termonucleares o de hidrógeno, en cambio, fueron probados a partir de los años 50 y, a grandes rasgos, derivan su energía de un doble proceso con una etapa inicial de fisión y otra de fusión con átomos de hidrógeno.
Se deduce por tanto que para hacer operativa una bomba de hidrógeno es necesario haber desarrollado previamente la tecnología atómica. Esta combinación de fisión y fusión permite multiplicar el potencial destructivo de las armas nucleares. De hecho, la fusión nuclear ―que reproduce un proceso similar al que tiene lugar en el Sol y otras estrellas― puede liberar cantidades de energía, en teoría, ilimitadas. Los primeros ensayos controlados, como el de Ivy Mike en 1952 o el de la Bomba del Zar en 1961 —la más potente jamás probada—, fueron muestras tangibles de las consecuencias que podía llegar a tener una escalada nuclear con dispositivos de esta naturaleza.
Este desarrollo físico-militar se vio complementado por otra revolución técnica fundamental desde una perspectiva geopolítica y seguritaria: el boom ingenieril que supuso la miniaturización de las cabezas nucleares de hidrógeno. Esto permitió la reducción crítica de la masa de las cabezas nucleares, que pasaron de tener que ser transportadas en pesados bombarderos a poder ser insertadas en misiles balísticos de larga distancia terrestres, aéreos o submarinos —la “tríada nuclear”—. El avance no solo favoreció una evolución notable en el diseño de los dispositivos nucleares, sino también en su almacenamiento, transporte y sistemas de guiado. El desarrollo de estas nuevas herramientas contribuyó significativamente a la diversificación estratégica de las capacidades de ataque y defensa de las potencias nucleares: se facilita la versatilidad geográfica y flexibilidad operativa en su utilización y además se alcanza una mayor capacidad defensiva para evitar la destrucción completa de los propios arsenales nucleares ante un hipotético primer golpe enemigo.
La carrera nuclear de la Guerra Fría, acelerada por esta revolución tecnológica, desencadenó dilemas de seguridad con un componente de incertidumbre cada vez mayor. Las crisis geopolíticas —Berlín, Cuba, Europa oriental— y los ensayos nucleares aumentaron en cantidad y alcance. Todo ello obligó a buscar mecanismos de regulación y prevención de potenciales escaladas. Al fin y al cabo, fue en un contexto de tira y afloja entre las grandes superpotencias donde se debe situar el nacimiento del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) de 1968. Este tratado, que reconoce el derecho exclusivo de las cinco potencias del Consejo de Seguridad de la ONU a ser Estados con armas nucleares, se convirtió tras su entrada en vigor en la piedra angular del entramado jurídico internacional de no proliferación. Muy pronto sirvió como referencia ineludible para otros acuerdos, como el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, los acuerdos SALT, el Tratado del Espacio Exterior o los programas de desarme START, entre otros. Durante décadas, este marco jurídico mostró resultados bastante satisfactorios; sin embargo, en el siglo XXI su eficacia está en cuestión debido a la progresiva nuclearización de países no firmantes del TNP y el empeoramiento de las dinámicas de seguridad internacionales.
La desmembración de la URSS en 1989 puso fin a la Guerra Fría y alejó la larga sombra de un posible holocausto nuclear del debate público. Sin embargo, los riesgos asociados a la proliferación no terminaron de desaparecer con la caída del muro. Esto se debió, por un lado, a que la descomposición soviética y la consiguiente aparición de nuevos Estados independientes en su antigua órbita de influencia creó escenarios de alto riesgo. Tras la desmembración, algunos arsenales nucleares seguían almacenados en condiciones cuestionables en Ucrania, Kazajistán o Bielorrusia; existía una amenaza real de que estas cabezas nucleares, conocidas como loose nukes —’misiles sueltos’—, pudiesen ser sustraídas o desviadas en medio de un escenario de caos e inestabilidad por actores no estatales o terceros Estados.
Por otro lado, el pronosticado “fin de la Historia” tampoco llegó para enterrar definitivamente la geopolítica nuclear de la agenda mundial; además de los países firmantes del TNP, nuevos países habían desoído los acuerdos internacionales vigentes y coqueteado con sus propios programas nucleares. Es el caso de países como Pakistán, India, Israel, Corea del Norte, Irán o Sudáfrica. Aunque este último abandonó su programa atómico en 1990, el resto siguen representando retos para la estabilidad y la disuasión nuclear internacional al tratarse de potencias regionales que diezman la credibilidad del TNP.
En el caso de India y Pakistán, el legado de las múltiples guerras convencionales que lleva enfrentando a ambos países desde 1947 es un precedente especialmente peligroso para dos actores que desde los años 90 poseen aproximadamente cien cabezas nucleares cada uno. Los cálculos estratégicos de las respectivas cúpulas militares y gubernamentales en un ambiente de crispación transfronteriza, con frecuentes choques de baja intensidad en Cachemira o Kargil, son susceptibles de una escalada o posibles ataques nucleares preventivos tácticos con consecuencias potencialmente catastróficas tanto para el diálogo indo-pakistaní como para la seguridad de sus ciudadanos. En este contexto, los dilemas de seguridad y la interpretación de los movimientos rivales —ofensivo o defensivo— son la quintaesencia de las dinámicas de confrontación nuclear.
Para ampliar: “Cachemira: una historia de rivalidad”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2016
El ejemplo más claro y mediático es Corea del Norte. Desde que abandonase el TNP y emprendiese la vía nuclear, el régimen de Pionyang ha tensado la cuerda del modelo de seguridad estadounidense por la vía de los hechos para tratar de restar credibilidad a su doctrina de disuasión nuclear extendida, que ampara a países como Japón o Corea del Sur. En los últimos meses hemos asistido a un incremento en los ensayos nucleares y misilísticos norcoreanos y al supuesto éxito del proceso de miniaturización de cabezas nucleares aptas para ser introducidas en misiles teóricamente capacitados para alcanzar suelo estadounidense. Realistamente, estas acciones son más racionales de lo que aparentan, porque buscan crear dudas sobre la alianza: en caso de ataque sobre Japón o Corea del Sur, ¿estaría el presidente estadounidense dispuesto a arriesgar San Francisco por mantener su compromiso con la defensa de Tokio o Seúl?
Para ampliar: “Corea del Norte no va a ir a la guerra”, Blas Moreno en El Huffington Post, 2017
No existen respuestas sencillas para esta pregunta. La hipótesis de una guerra nuclear preventiva para evitar que Corea del Norte alcance estas capacidades no ha sido descartada por Washington. No obstante, la aplicación de esta doctrina preventiva no solo sería arriesgada desde el punto de vista militar y diplomático, sino que pondría en riesgo la vida de millones de inocentes en Tokio, Seúl y, por supuesto, Pionyang. Por otro lado, la propuesta de nuclearizar Japón y Corea del Sur realizada por Trump no solo supondría abordar un tema tabú hasta la fecha, sino que podría acelerar la carrera armamentística en la región. El dilema de seguridad regional está servido, y las opciones disponibles para frenar la nuclearización definitiva de Corea del Norte se están agotando.
El problema de fondo reside en que con estos nuevos actores nucleares no existe en general un marco jurídico funcional y vinculante de no proliferación y predominan los cálculos de poder relativo. La única excepción reciente a estas dinámicas multipolares pareció producirse con el Plan de Acción Conjunto y Completo de 2015, por el que Irán renuncia a su programa nuclear militar a cambio del levantamiento de las sanciones económicas occidentales. Con la llegada de Trump a la Casa Blanca, la implementación de este complejo acuerdo podría tambalearse a pesar de estar en principio obligado a su cumplimiento. Las consecuencias de un cambio de postura podrían acentuar el caos en Oriente Próximo y favorecer una carrera armamentística entre Israel y sus adversarios regionales. Ahora bien, los riesgos de la proliferación en la región no se circunscriben únicamente a estas dinámicas geopolíticas estatales: ¿qué ocurriría si en medio de esta situación de inestabilidad regional se desarrollasen armas nucleares y terminasen en las manos equivocadas?
La posibilidad de que actores no estatales logren hacerse con armas nucleares es una perspectiva tan poco alentadora como real. No es descabellado pensar que grupos terroristas bien financiados pudiesen llegar a poseer los medios para la elaboración o compra de un dispositivo nuclear rudimentario; de hecho, múltiples organizaciones han tratado de conseguir materiales fisibles para fabricar sus propios artefactos nucleares. Del mismo modo, tampoco resulta completamente inverosímil que se puedan producir casos de sustracción, sabotaje o robo de materiales sensibles.
En este sentido, el sur de Asia es uno de los escenarios que más quebraderos de cabeza presenta por la presencia tradicional de Al Qaeda y otros grupos yihadistas en Pakistán. A finales de los 90, Osama bin Laden declaró que conseguir “armas de destrucción masiva” (ADM) era un deber islámico y una prioridad para la yihad; desde entonces, las instalaciones nucleares pakistaníes han estado en el punto de mira de diversas organizaciones. A mediados de los 2000, el descubrimiento de las transferencias de tecnología nuclear de la red de Abdul Qadir Khan, padre del programa nuclear pakistaní, a países como Libia, Corea del Norte o Irán hizo saltar todas las alarmas. En mayo de 2015, Dáesh señaló en su publicación propagandística Dabiq su intención de explotar su red de contactos con oficiales pakistaníes corruptos para adquirir ADM. Los ejemplos abundan y muestran que las amenazas proceden tanto desde fuera como desde dentro del establishment militar del país. El blindaje de las instalaciones nucleares pakistaníes en un entorno inestable y corrupto plantea un gran desafío para la seguridad internacional.
Para ampliar: “El discurso del Estado Islámico: el populismo de Oriente Próximo”, Daniel Rosselló en IEEE, 2017
Pero el terrorismo nuclear no se circunscribe solo al sur de Asia. En Rusia también se han registrado casos de espionaje, sabotaje nuclear y planes de secuestro de submarinos nucleares por parte de grupos revolucionarios. Al ser el país con más cabezas nucleares del planeta, Rusia es particularmente vulnerable al lucrativo mercado de los traficantes de materias fisibles, los sobornos y la corrupción, que podría terminar por facilitar el acceso de actores no estatales a tecnologías y materiales potencialmente destructivos. Ya en el pasado, algunos grupos separatistas chechenos intentaron hacerse con bombas sucias y radiológicas.
Incluso en países avanzados como Japón existen precedentes preocupantes, como los atentados con gas sarín en el metro de Tokio en 1995 a manos de la secta apocalíptica Aum Shinrikyo. El ataque se produjo después de que su líder, Shoko Asahara, llevase años intentando acceder a materiales y armas nucleares. Ninguna agencia de espionaje conocía sus intenciones o tenía rastro de su actividad, pero Asahara realizó diversos viajes a Rusia con el objetivo de obtener armas y tecnologías con aplicaciones nucleares y llegó a comprar una granja en Australia para realizar su propio proceso casero de enriquecimiento de uranio. Frustrado por sus escasos y lentos avances en materia de centrifugado y enriquecimiento, decidió inclinarse por algo relativamente más sencillo, como las armas químicas y biológicas utilizadas en el atentado de Tokio.
Para ampliar: “La nueva amenaza a la seguridad internacional: el terrorismo NBQ”, Marina Romero en El Orden Mundial, 2015
Estos ejemplos demuestran que no se deben infravalorar las posibilidades de éxito de actores no estatales en el robo o sabotaje de instalaciones nucleares. Que no se haya conseguido nunca no significa que no se pueda lograr en el futuro; mientras existan armas nucleares, habrá riesgos no previstos y difíciles de cuantificar. Hoy por hoy, el mayor riesgo es la posibilidad de que organizaciones bien financiadas puedan emprender su propio proceso de enriquecimiento de uranio o conseguir fabricar un dispositivo nuclear casero.
Durante más de 70 años de existencia, no se ha producido ningún conflicto interestatal que condujese a la utilización táctica o estratégica de armas nucleares. Ello ha llevado a que algunas corrientes internacionalistas consideren que la proliferación conduce, paradójicamente, a una mayor estabilidad, previsibilidad y paz entre actores racionales. El argumento es que la disuasión nuclear funciona y que, por tanto, un escenario de más países con armas nucleares tejería un equilibrio disuasorio idóneo para evitar futuras guerras. En un mundo con más actores nucleares, los Estados tendrían que reprimirse más a la hora de emprender una acción ofensiva.
Este optimismo neorrealista no es compartido por todo el mundo. Incluso realistas como John Mearsheimer se muestran más bien escépticos ante la idea de que la disuasión entre Estados vaya a ser siempre defensiva, racional y predecible. La Guerra Fría mostró lo cerca que puede llegar a estar un conflicto nuclear en un sistema bipolar, hasta por cuestiones tan imprevistas o irracionales como una falsa alarma de ataque enemigo o una acción ofensiva no autorizada. La desconfianza es mayor si cabe en un mundo multipolar, con más actores nucleares y un mayor número de amenazas transnacionales.
En este sentido, la concesión del Premio Nobel de la Paz de 2017 a la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares fue un reconocimiento y un toque de atención importante ante los riesgos de la proliferación nuclear. Si algo muestra este galardón, es la urgencia de evitar los sesgos de la retrospección histórica para enfrentar las amenazas presentes. Los retos nucleares siguen hoy más vigentes que nunca en un sistema internacional cada vez más inestable e impredecible. Una vez más, como ocurriera en la Guerra Fría, el mundo se encuentra haciendo funambulismo geopolítico sobre el abismo. Pero en esta ocasión —y esto es lo importante— nada garantiza que en la próxima crisis nuclear tengamos tanta suerte como en las anteriores.
Nicolas Boeglin, Profesor de Derecho Internacional Público, Facultad de Derecho, Universidad de Costa Rica (UCR).…
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