De Maduro a la incertidumbre: ¿hacia dónde camina Venezuela?
Entre una crisis económica sin precedentes y una polarización política preocupante, el rumbo de Venezuela durante la presidencia de Maduro es incierto. El país ha tomado una deriva autoritaria que la oposición parece no conseguir capitalizar, al tiempo que la ausencia de soluciones solo tiene como destino el barranco.
Nadie le podía decir aquel 8 de marzo de 2013 a Gustavo Dudamel que su figura sería el ejemplo perfecto de los rápidos y caóticos cambios que desde entonces ha vivido Venezuela. Desde la balaustrada dirige la Orquesta Simón Bolívar en el funeral de Estado por un Hugo Chávez que yace en su féretro en el piso inferior, cubierto por la bandera de Venezuela. Aquel momento, además de una enorme responsabilidad para el barquisimetano, sería el último autohomenaje del mandatario chavista: las orquestas nacionales, emblema propagandístico de los logros de sus mandatos, oficiaban la banda sonora de la despedida definitiva del Comandante.
Poco queda de aquello en el director más joven en dirigir el concierto de Año Nuevo de Viena. Ante el deterioro de la situación política en Venezuela que se ha venido produciendo durante el mandato del presidente Nicolás Maduro, Dudamel ha reclamado en distintas ocasiones el fin de la violencia y una solución al Gobierno. En definitiva, ha hecho el mismo trasvase que millones de venezolanos: de apoyar abiertamente a Chávez a rechazar sin tapujos a Maduro, un presidente que hoy ronda el 20% de apoyo popular.
No les faltan motivos a los venezolanos para estar descontentos. Desde que murió Chávez, la crisis económica —ya incipiente entonces— ha arreciado hasta mutar en la mayor inflación del mundo, la escasez de productos básicos roza lo insostenible, la crisis política ha resultado en una enorme polarización social y, lo que es peor, no se prevé ni por lo más remoto una mejora. La manida expresión de estar al borde del barranco viene a los labios; eso sí, en el camino cuesta abajo, quienes han impulsado el carro hacia el abismo ganan por goleada a quienes han tratado de frenarlo.
El pájaro que no piaba
No sabemos qué vio Chávez en Nicolás Maduro. Eran dos figuras políticas muy distintas en el fondo y la forma, pero aun así —o quizás por eso— el barinés lo hizo hombre fuerte de su Gobierno en 2006 al nombrarlo canciller. Seis años después, en diciembre de 2012 y ya con su enfermedad avanzada, Chávez anuncia sus deseos de que Maduro se convierta en su sucesor al frente del partido y del país. Solo un par de meses antes, el mandatario había revalidado por cuarta vez consecutiva la presidencia; aunque muchos en Venezuela esperaban que la completase, apenas duró medio año.
Estas dos elecciones presidenciales en escasos seis meses dejaron entrever el coste político que tendría para el chavismo en general y para Maduro en particular la desaparición de Chávez. En las presidenciales de abril, Henrique Capriles, que había sufrido una contundente derrota a manos de Chávez en octubre, rozó la victoria contra Maduro: se quedó a menos de 240.000 votos de la presidencia. Por si quedaba algún escéptico que lo dudase, en aquella segunda oportunidad electoral para la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) se evidenció que el nuevo presidente carecía de buena parte del capital político y las habilidades de las que gozaba Chávez.
Decían de Maduro que su fortaleza era la lealtad a la figura del fallecido presidente y al partido, así como cierta diligencia al gestionar los asuntos al frente de la cancillería. Tenía, pues, el perfil adecuado para estar en la segunda fila del Gobierno. La oratoria, la visión política y la creación de un personaje eran los atractivos de Chávez, y no conviene obviar el impacto que suelen tener en política las expectativas incumplidas. Esta sucesión se planteaba en un sentido literal: que Maduro administrase el legado de Chávez sin plantear la construcción —mediática, social, cultural, política— de una nueva figura que, aunque no fuese un Chávez 2.0, tuviese cierta entidad y personalidad. De hecho, en los inicios de su mandato, no fueron pocas las ocasiones en las que Maduro recurrió a la figura del expresidente para tratar de apuntalar su capital político, a veces con cierta excentricidad.
Aquella primera victoria de Maduro no supuso sino un aliciente para los opositores de la MUD. Si como recién llegado apenas podía capitalizar la mitad de los votos, la erosión política propia de cualquier Gobierno y la ya evidente crisis económica que sufría Venezuela hipotecaban una reelección del presidente en 2019. Sin embargo, lejos de plantear una victoria de forma escalada —hasta las presidenciales había legislativas y regionales de por medio—, la oposición optó por la vía rápida. Antes que esperar cinco años, para ellos era más práctico deslegitimar la figura de Maduro y luego forzar la convocatoria de un referéndum revocatorio. Sobre el papel era factible, y tanto la MUD como el Gobierno sabían que, al contrario que Chávez en 2004, Maduro no saldría políticamente vivo; además, si lo lograban antes de cruzar el ecuador del mandato, automáticamente habría elecciones presidenciales. Todo cuadraba. Pero nunca conviene fiarse totalmente de un plan a priori perfecto. Al igual que los alemanes consideraban infalible el plan Schlieffen, que derivó en cuatro años de trincheras, la MUD tampoco pareció prever el atrincheramiento del Gobierno y buena parte del Partido Socialista. La guerra de desgaste venezolana había empezado.
Un pulso en punto muerto
Cerca de 40 muertos y varios centenares de heridos durante las protestas de aquel febrero de 2014 fueron para la Justicia venezolana motivo suficiente para enviar al opositor Leopoldo López, líder del partido Voluntad Popular, a la prisión de Ramo Verde. Tras año y medio entre rejas, llegaría la condena: 13 años de cárcel como autor intelectual de unos disturbios que acabaron en baño de sangre. Antes, durante y después, las críticas al Gobierno ya eran habituales por este proceso. Hacer pagar a la persona que convocaba unas protestas las consecuencias de estas, y no a los autores materiales, parecía jurídicamente endeble —especialmente desde el punto de vista de los derechos humanos—, pero para un Maduro a la defensiva la jugada parecía clara.
Leopoldo López era un látigo constante para el chavismo, muy lejos de la posición política que Capriles, la mayor cara visible de la MUD hasta entonces, mantenía. López justificaba los medios por el fin —nada más y nada menos que sacar a Maduro del poder—, frente a un Capriles que, aun siendo partidario de las protestas en la calle, solo había considerado las elecciones como única vía para mandar el chavismo a la oposición. Aquella condena con tintes arbitrarios dejaba fuera de juego a López. Pese a todo y sin quererlo, el chavismo creó un mártir. El exalcalde de Chacao se convirtió en el símbolo de los primeros ramalazos autoritarios de Maduro, y esta imagen fue vendida dentro —pero sobre todo fuera— del país con enorme éxito.
Para ampliar: “The Making of Leopoldo López”, Roberto Lovato en Foreign Policy, 2015
Durante aquellos meses, la crisis económica ya se empezaba a notar. El precio del crudo declinaba y Venezuela era extremadamente dependiente del oro negro. Con un petróleo a precios irrisorios, el sistema entero se descompensó. El cuádruple modelo cambiario hizo que la inflación se disparase al tiempo que motivó la especulación con el dólar paralelo y el florecimiento de un mercado negro. Ligado a esto, la extrema dependencia venezolana de las importaciones —una notable mayoría de los alimentos que se consumen en el país provienen del exterior— motivó la rápida desaparición de las estanterías de los supermercados de casi todos los productos básicos subvencionados por el Gobierno. Venezuela se resquebrajaba entre acusaciones del Ejecutivo a un empresariado que le hacía la “guerra económica” y una oposición que tenía en bandeja la crítica a la gestión del presidente.
Quizás por eso nadie se sorprendió al comprobar la abrumadora victoria de la MUD en las legislativas de diciembre de 2015. Apurando al máximo, la coalición opositora se hizo con la llamada supermayoría en la Asamblea Nacional, dos tercios de la cámara que le permitían hacer un importante contrapeso al Gobierno y otros poderes del Estado. Eso sí, ni siquiera las cuentas parlamentarias son tan sencillas en el país caribeño. El diputado que daba esta mayoría cualificada al bloque antichavista pronto estuvo en entredicho por las sempiternas pugnas de fraude electoral, por lo que rápidamente los dos tercios de la MUD comenzaron a tambalearse.
A partir de aquí, todo fue en caída libre. La oposición se apresuró a tratar de desarmar el chavismo desde la Asamblea Nacional mientras Maduro, sintiendo amenazada su supervivencia política, comenzó a instrumentalizar las instituciones del Estado en su beneficio. Todo valía para mantenerse en el poder y para llegar a él. Así, se produjo la convocatoria de un referéndum revocatorio impulsado por la oposición, con tantas trabas por parte del poder electoral que finalmente acabó en un cajón. Paradójicamente, la oposición utilizaba ahora los mecanismos de la Constitución chavista para sacar a Maduro del poder, y con cada embestida el Gobierno solo podía responder con algún giro autocrático, lo que a su vez empeoraba su posición.
En línea con esta estrategia, poco efectiva en lo práctico pero útil para ganar tiempo, Maduro ha parecido negarle cualquier victoria electoral a la oposición. Ojos que no ven, corazón que no siente. Simbólicamente, tiene su importancia: otra derrota en las urnas del nivel de las legislativas reforzaría la imagen de acorralamiento, y, aunque no se sabe muy bien cómo ni a través de qué, el Gobierno parece tener esperanzas en poder salir indemne de toda esta tormenta. Así se explican los obstáculos al revocatorio, los retrasos que han sufrido las elecciones regionales —programadas primero para diciembre de 2016, luego postergadas a finales de la primera mitad del 2017 y finalmente celebradas en octubre— o las dudas sobre la fecha de las presidenciales, sobre las que Maduro tuvo que salir a aclarar que se celebrarían en 2018.
Sin embargo, el episodio que evidenciaría el enorme choque de trenes en el que se había convertido el país aún estaba por llegar. Con la Asamblea Nacional como fortín opositor, el oficialismo solo vio como salida apostar todavía más fuerte. Como desde otros poderes del Estado era imposible frenar la labor de la MUD, de nuevo se recurrió a la Constitución como arma definitiva. La solución, políticamente original, fue convocar una asamblea constituyente para redactar una nueva Constitución y que esta fagocitase al Legislativo ordinario.
Huelga decir que Venezuela no necesita una nueva Constitución. La chavista de 1999 no ha dado muestras de agotamiento, ya que tanto oposición como oficialismo han recurrido a sus cláusulas en favor de sus objetivos políticos. Los mayores problemas del país precisamente radican en no respetar aspectos básicos de la ley suprema, como la separación de poderes o arbitrariedades en la aplicación de la ley —Leopoldo López, por ejemplo, cambió Ramo Verde por su domicilio por una decisión judicial tan arbitraria como la que lo llevó entre rejas—. El problema es del contenido, no del continente.
Más allá de esto, la maniobra de la constituyente fue un éxito para el chavismo. La MUD decidió boicotear la convocatoria, por lo que todos los asientos de la nueva asamblea fueron a manos de candidatos oficialistas. Esto era previsible; la gran incógnita radicaba en el nivel de participación que tendrían estos comicios. De nuevo, a Maduro le interesaba proyectar una imagen de respaldo popular que desde hace muchos meses no se refleja en encuestas y calles. Y lo consiguió. Según los datos oficiales, cerca de ocho millones de venezolanos salieron a votar a pesar de las numerosas sospechas de fraude —aumento de participantes, precisamente—, que incluso llegó a denunciar la propia empresa que había gestionado todas las citas electorales desde 2004 en el país. Con todo, el agua, aun turbia, se puede beber, balance más que suficiente para un chavismo que con la nueva asamblea constituyente apisonó a la Asamblea Nacional. La oposición, de nuevo, quedaba relegada a la calle y con un sentimiento de derrota. En muchas mentes —y el discurso de la oposición así lo deja entrever—, el chavismo es imbatible. Recurre a complicados giros a través de la Constitución, instrumentaliza los poderes del Estado e incluso al fraude electoral, pero siempre gana. Es precisamente esa apatía —natural o fomentada— uno de los factores que más rápido puede desmovilizar a la población de las calles y reducir las capacidades electorales de la MUD en unos futuros comicios presidenciales.
Para ampliar: “Herida en el corazón”, Pablo Stefanoni en Le Monde Diplomatique, 2017
Los retos por delante
La mediación internacional, ya fuese vaticana —que venía de conseguir importantes desbloqueos en Cuba y Colombia— o española —de la mano del expresidente Rodríguez Zapatero—, ha conseguido poco o nada. Para la MUD, era un altavoz importante hacia el exterior; para el Gobierno, otra forma de ganar tiempo y concesiones. De nuevo, ha sido a los segundos a quienes les ha salido la jugada.
La calle tampoco ha sido un elemento decisivo. Entre las legislativas de 2015 y la asamblea constituyente, la MUD apostó fuertemente por mostrar el descontento social mediante manifestaciones masivas. La muerte de decenas de personas en ellas, la enorme represión de la Guardia Nacional Bolivariana, las guarimbas opositoras y los colectivos del oficialismo han empeorado la vida de muchos venezolanos, pero su impacto en la escena política ha sido escaso. Incluso puede haber perjudicado a la oposición por insistir en dar cabezazos contra el muro en el que parece haberse convertido el Gobierno.
También es conveniente desterrar la idea de que la MUD es un partido al uso. Al tratarse de una amplia coalición de partidos unidos por un fin —sacar al chavismo del poder— más que por cuestiones ideológicas, su fragilidad es evidente. Dentro, además, se encuentra el llamado G4 —Primero Justicia, Voluntad Popular, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo—, entre los que existen claras discrepancias en cuanto a lo estratégico y evidentes luchas de poder por convertirse en el grupo hegemónico de la coalición. De igual manera, han cometido el error de ver la polarización de la sociedad venezolana como algo binario —o madurista u opositor— cuando hay al menos un tercer elemento tanto o más importante que el resto como es el chavista no madurista. Aunque la mala imagen que tiene el actual presidente Maduro es evidente, enormes capas de la población que en su día eran abiertamente afines a Chávez se han sentido desafectadas con la política de su sucesor, pero ello no implica un trasvase automático a las posiciones de la MUD.
Para muchas capas de la población venezolana la coalición no tiene ningún atractivo más allá de ser la oposición a Maduro. Su discurso se ha centrado en una crítica a la gestión presidencial, pero no se conoce un programa de gobierno amplio —lógico, por otra parte, dada su heterogeneidad—, y el perfil de sus dirigentes se percibe como una élite totalmente alejada de las clases populares venezolanas. Las caras más visibles de la MUD proceden de familias bien, tienen estudios en el extranjero y en muchos casos no han superado la ruptura racial existente en el país, algo que Chávez sí consiguió. Incluso su propia trayectoria de gobierno no tiene un impacto del todo positivo en su imagen: tanto López como Capriles fueron en su día alcaldes en municipios de elevado poder adquisitivo en el área metropolitana de Caracas —Chacao y Baruta, respectivamente—.
Esta fatiga política que parece estar sufriendo la MUD puede que le pasase factura en las pasadas regionales de octubre. Sin despreciar otros factores —participación, voto oculto, obstáculos del poder electoral…—, la coalición aspiraba a reeditar la victoria de las legislativas de 2015 y se encontró con una abultada victoria del oficialismo que le arrebató importantes feudos. Parece que a la agrupación opositora solo le queda sentarse a negociar, unas conversaciones que no vienen sino a ser una dilación del Gobierno hasta que se celebren las presidenciales. Zugzwang, que llaman en ajedrez.
No conviene pensar tampoco que por el lado del Gobierno las cosas están mejor. La desafección es evidente. Las sanciones internacionales por lo ocurrido estos meses siguen goteando, especialmente sobre la élite gubernamental, y se ha coqueteado con algunas de mayor calado. Además, las arcas venezolanas han empezado a dar síntomas de agotamiento, lo que llevaría a una nueva oleada de recortes o a la suspensión de pagos —y más protestas en la calle en ambos casos—. La ausencia de reformas por parte del Ejecutivo, así como el bajo precio del crudo, parece que aboca al país a una de las dos vías.
Para ampliar: “Venezuela, rumbo a ninguna parte”, Fernando Arancón en El Español, 2017
Todo ello parece ser una nueva reedición de los problemas y deficiencias estructurales que aquejan a Venezuela. Dependencia petrolera, corrupción, mala gestión, hiperliderazgos y un tacticismo sin límites siguen tan vivos como hace décadas. A pesar de que en 2018 se elija, como asegura Maduro, al nuevo presidente, todo apunta a que, sea quien sea, poco cambiará en la patria de Bolívar.