Tiene la mano para organizar el mundo si prosigue el caos estadounidense, la desorientación europea y la nostalgia imperial rusa
Breve y efectivo. Con una sílaba basta: antes fueron Mao y Deng, ahora es Xi. Es el nombre del líder del mundo. No del líder del mundo libre, título vacante desde que lo detenta alguien que avergüenza a quienes le apoyan. Pero sí líder del mundo real y palpable que tenemos entre manos, no hay otro. La globalización, el libre comercio, el combate contra el cambio climático, incluso algo que merezca el nombre de orden mundial en el desorden mundial que vivimos, pertenecen a Xi más que a Trump.
El hombre más poderoso del mundo, según reza The Economist en su portada. Frente al imperio del caos, Xi. Frente a la esforzada pugna de Macron y Merkel por unir la desunida Unión Europa, ahí está Xi. Frente a la declinante Rusia de Putin, el zar añorante de las imperiales Rusias pretéritas, también ahí está Xi.
Estamos hablando de Xi Jinping en su XIX Congreso, momento único en la epifanía del poder chino, cuando el mundo atisba la dirección del viento en esa superpotencia que emerge lentamente y se impone por su propio peso: demográfico, geográfico, económico.
Xi supera a Deng Xiaoping, el pequeño timonel que sacó a China de la pobreza y la condujo por la vía de la economía de mercado. Pero le supera regresando al pasado del maoísmo, lejos ya de las direcciones grises y colegiadas: no hay complejos respecto a la autoridad del líder, ni al culto a su personalidad, ni a la determinación con que dentro se purga al partido y fuera se elimina a los disidentes.
El modelo original es Stalin. Sobre el padrecito de los pueblos versa la gran divergencia entre Moscú y Pekín en los años sesenta, cuando se juega el liderazgo del movimiento comunista internacional y sobre todo la dirección del Tercer Mundo. Mao no pudo aceptar nunca la denuncia del culto a la personalidad y de los crímenes del estalinismo que realizó Nikita Jruschev en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956. Visto desde Pekín, el último avatar del revisionismo fue Mijaíl Gorbachov, con sus debilidades, su tolerancia y al final su rendición ante el pluralismo que llevaron a la desaparición de la Unión Soviética. La respuesta china fue la represión de Tiananmen, un escarmiento fundacional que marca el actual camino.
Xi es la síntesis hegeliana de Mao y Deng, tesis y antítesis ahora superadas, una especie de Stalin posmoderno y adaptado al siglo XXI, igualmente desconfiado y propenso al culto a la personalidad, naturalmente digital y con economía de mercado, pero también vigilante con sus adversarios dentro del partido, ante la disidencia en la sociedad y pletórico de ambición personal, que es también nacionalista, como Stalin, para convertirse en quien gobierne los destinos de Asia primero y después o a la vez del mundo.
Le favorecen los vientos de cola. El clamoroso vacío geopolítico mundial. El arbitraje del conflicto nuclear coreano que tiene en sus manos. El Washington débil y desnortado que se rinde a sus posiciones. Tiene la mano para organizar el mundo a su antojo si prosigue el caos estadounidense, la desorientación europea y la nostalgia imperial rusa. El XIX Congreso es su momento, cuando puede asentar su poder personal y romper incluso la regla no escrita de las sucesiones ordenadas para instalarse como un nuevo Mao o un nuevo Deng, emperadores también fundacionales, persistentes, longevos.