Los derechos humanos descansan sobre una serie de convenciones, pactos y tratados internacionales; es decir, un conjunto de obligaciones entre los Estados asumidas de manera libre y voluntaria. Típicamente, estos acuerdos son refrendados por las legislaciones nacionales, siendo incorporados en sus respectivos ordenamientos constitucionales. En algunos casos incluso aparecen en el propio texto de la Constitución.
Ello supone una delegación de los Estados en las entidades supranacionales que protegen los derechos humanos. De este modo, los acuerdos en la materia implican una cierta abdicación de la soberanía, una porción de la cual es transferida a, y delegada en, la comunidad internacional.
La institucionalidad de los derechos humanos es, en consecuencia, de jurisdicción universal. Primero porque los crímenes y violaciones masivas constituyen una amenaza para la paz y la seguridad internacional. Y segundo porque es improbable que un Estado que implementa una deliberada política de abusos se juzgue a sí mismo.
Como en todo régimen internacional, en derechos humanos el principio de reciprocidad es fundante. La estabilidad —un bien público indispensable— se deriva de una normatividad compartida. La garantía reside en la mutua fiscalización. Los Estados tienen por ello incentivos racionales para ceder dicha porción de su soberanía, es decir, para aceptar la universalidad de la jurisdicción.
No es casual entonces que los gobiernos que violan los derechos humanos invoquen la soberanía con frecuencia. Su discurso habitual es rechazar la injerencia en asuntos internos y otras formulaciones similares. La racionalidad política es transparente: que el crimen permanezca “en privado”. El efecto inmediato es la reproducción de la impunidad.
Derechos Humanos, impunidad y soberanía. Donde dice “derechos humanos” léase ahora “corrupción”. O bien inclúyase “corrupción” en la ecuación. En muchos sentidos son procesos análogos, corren en paralelo.
“La corrupción mata”, frase que quedó instalada en nuestra conversación pública. La corrupción también empobrece, cuando medimos los recursos mal apropiados en porcentaje del PBI. La corrupción viola el Estado de Derecho, en tanto necesita de impunidad para perpetuarse. Por ende, la corrupción destruye el ethos democrático de una sociedad.
Y desde luego sus instituciones. Desgraciadamente, las calamidades anteriores tienden a ir juntas. La corrupción tiene raíces transnacionales, organizaciones criminales diversificadas sectorialmente y de gran movilidad territorial. El lado oscuro de la globalización, desarrollan economías de escala, lo cual les otorga capacidad para capturar la política y la justicia. La corrupción es un gobierno paralelo, algo así como un régimen político en la informalidad, la postdemocracia.
Financiar campañas o cooptar autoridades, el modus operandi no difiere en lo sustancial. Sea Odebrecht o los Guerreros Unidos en Iguala, México, quienes le siguen el rastro a las platas de la corrupción y el crimen transnacional comprueban cotidianamente que son lo mismo: lavado, tráfico, soborno y obra pública, todo ello barnizado por el poder.
Apenas hemos rasgado la superficie en cuanto a las implicancias jurídicas y políticas de un fenómeno de tal profundidad. Considérese una simple muestra, la parte visible del iceberg: Humala, Glas, Lula, Pérez Molina, Kirchner y De Vido ante la justicia o presos, más las sanciones internacionales a toda la primera línea del Gobierno de Venezuela. Como en derechos humanos, es improbable que el criminal se juzgue a sí mismo.
La enfermedad es pandémica, a través de toda la región, y el problema es sistémico, ingrediente central del sistema de dominación. Así comienza a tomar forma un régimen internacional contra la corrupción, o sea, un conjunto de normas y arreglos institucionales de carácter supranacional: la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, la Convención Interamericana contra la Corrupción, la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), entre otros.
Predeciblemente, la respuesta de los corruptos es igual a la de los violadores de derechos humanos: exigen respeto a la soberanía. Es también por ello que el combate contra la corrupción es por los derechos humanos. Su arquitectura institucional es un buen espejo. En América Latina, la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos han marcado camino. Tal vez puedan ser modelo para la creación de instancias similares contra la corrupción.
Es que si, además, la corrupción es de naturaleza transnacional, la solución del problema jamás podría ser únicamente local.