¿Hay alguien cambiando el mapa?
Europa y Oriente Próximo asisten en los últimos años a varios intentos de redefinición de fronteras. La cuestión es si son movimientos espontáneos o responden a un plan con fines geoestratégicos
La imagen de un grupo de personas inclinadas sobre un mapa alrededor de una mesa mientras se reparten un país, un continente o el mundo entero se ha plasmado en la realidad en numerosas ocasiones a lo largo de la historia. Pueden cambiar las luces que iluminan la escena; las ropas de los protagonistas, su aspecto físico y las lenguas que hablan, pero al final siempre es lo mismo. Sobre la representación de un territorio, e independientemente de lo que esté sucediendo allí en la vida real en ese instante, el destino de miles o millones de personas queda marcado sin que ellos lo sepan.
No hace tantos veranos, los polacos poco podían sospechar, mientras esperaban que sus cosechas agostaran, que los ministros de Exteriores de la Alemania nazi y la Unión Soviética estaban dividiéndose su país y decidiendo su destino dependiendo del lado del trazo a lápiz rojo del que cayera la ciudad donde vivían. Pocos años después, mientras el objetivo de la mayoría de los civiles europeos era simplemente sobrevivir un día más a la guerra, Churchill, Stalin y Roosevelt perfilaban la geografía política del continente —y casi del resto del planeta— para prácticamente el resto del siglo XX.
Hoy mismo morirán varias personas en África por combates que tienen su origen en una serie de elegantes reuniones celebradas en Berlín entre 1884 y 1885, y la lengua materna de miles de recién nacidos también hoy en Latinoamérica será el español o el portugués sencillamente porque hace unos 500 años los gobernantes de dos países al otro lado del Atlántico se repartieron en Tordesillas, como si fuera una naranja, el recién descubierto redondo mundo.
Desde la perspectiva de una vida humana, las fronteras pueden parecer permanentes —y algunas hasta eternas—, pero en realidad se están moviendo constantemente. En cierto sentido el mapa político imita al mapa físico, que también cambia —las bahías se rellenan, la línea de costa avanza o retrocede, las montañas se elevan—, pero el ciudadano apenas percibe que esta transformación política se haga a mayor velocidad que en la naturaleza. Eso es, por ejemplo, lo que sucede con el proyecto que representa la Unión Europea. Un ciudadano español puede viajar sin presentar ningún papel al territorio que hoy es Lituania cuando hace 50 años no es que tuviera que presentar el pasaporte, es que, en principio, lo tenía prohibido. El problema, como en la naturaleza con sus terremotos, viene cuando ese cambio es rápido. Si hay suerte, como en el restablecimiento de las repúblicas bálticas tras la caída de la URSS, no hay casi incidentes. En cambio, si la suerte es mala, como en el caso de Yugoslavia, estallan sangrientas guerras.
Estamos asistiendo en estos últimos años a un intento acelerado de redefinición de fronteras en dos zonas concretas del mundo. En una de ellas, Oriente Próximo, se puede decir que el plan dibujado a colorines en 1916 sobre un mapa del Imperio Otomano por Mark Sykes y François Picot —ministros de Exteriores de Reino Unido y Francia respectivamente— ha sobrevivido durante 100 años sacudido por guerras entre quienes no lo aceptaban en su totalidad y sin que la mayor parte de la población afectada haya sabido lo que es la democracia. El referéndum de independencia celebrado en septiembre en Kurdistán es el último paso serio de abolición de dicho tratado. Un 3 de enero de hace 111 años, los kurdos quedaron repartidos entre cuatro Estados diferentes. Ahora, con un territorio propio, independiente de facto desde la guerra del Golfo de 2003 aunque nominalmente integrados en Irak, los kurdos se disponen a plasmar oficialmente esa modificación de mapas. Paradójicamente han sido sus peores enemigos —los yihadistas del Estado Islámico— los primeros que desafiaron explícitamente el orden establecido hace un siglo. De hecho, una de sus primeras acciones fue remover los mojones fronterizos entre Irak y Siria y declarar abolido el centenario acuerdo franco-británico.
Aunque obviamente estén situados en las antípodas por todo tipo de cuestiones y sin que sean en ningún caso equiparables, ambos movimientos tienen en común el propósito de transformación radical de las fronteras sin que, en principio, esto responda a un plan previamente acordado o diseñado por terceros. Ambos proclaman haber llegado a esta conclusión como reivindicación histórica. Y son conscientes de que la modificación fronteriza no termina aquí. Para los kurdos, el Kurdistán iraquí es solo una porción de la fragmentada nación kurda previa al reparto. El Estado Islámico es algo más ambicioso: quiere un califato mundial.
El otro escenario es Europa, donde la dramática reordenación del mapa provocada tras el hundimiento de la Unión Soviética puede no haber terminado todavía. Es más, parece haber entrado en una segunda fase de consecuencias imprevisibles. La primera dio origen al nacimiento (o renacimiento, según el caso) de una quincena de países, una veces de común acuerdo, otras no tanto y algunas tras crueles guerras de secesión. Y al igual que en Oriente Próximo, aquello aparentemente fue fruto de un movimiento “de abajo arriba” sin un plan preconcebido por parte de los líderes del momento, quienes, según la versión oficial, se limitaron a reaccionar ante los acontecimientos que se desarrollaban en las calles. Sin embargo, basta estudiar cada caso con detalle para, cuando menos, albergar dudas sobre la espontaneidad de la mayoría de estos movimientos. Lo curioso es que, cuando apenas se ha asentado el polvo de aquel cataclismo geográfico, las piezas en el mapa de Europa Occidental comienzan a moverse, como en un puzle sacudido, con intención de desencajarse.
Aunque la memoria informativa es corta, el primer gran cambio del mapa europeo occidental podría haberse producido ya si no fuera por los algo más de 300.000 votos que en septiembre de 2014 le dieron la victoria al no a la independencia de Escocia. El proceso independentista en Cataluña es el segundo gran intento —con formas diferentes— de hacer surgir un nuevo Estado a partir de otro históricamente consolidado. Y no es el final. Lombardía celebrará este mismo mes un referéndum de autonomía inédito en la historia reciente de Italia. Un evento cuyo verdadero significado puede transformarse en cuestión de días en algo muy diferente a lo planeado dependiendo, por ejemplo, de lo que ocurra en Cataluña. Desde hace décadas, Flandes avanza a pasos agigantados hacia una desconexión formal de Valonia. Solo en el interior de la UE, la lista es tan interminable como rica la historia del continente.
¿Asistimos a un espontáneo resurgir victorioso de proyectos nacionales históricos que vieron su oportunidad perdida ante el surgimiento de los modernos Estados-nación y ahora han encontrado finalmente su momento? ¿O, como ha sucedido antes a lo largo de la historia, todo responde más bien a un proyecto discutido y acordado delante de un mapa con algún fin geoestratégico? Tal vez ninguna de las dos cuestiones excluya a la otra. El que haya injerencias rusas en Europa, como parece ser que está ocurriendo, no significa necesariamente que estas respondan a un Yalta, un Berlín o un Sykes-Picot oculto. El Kremlin puede estar sencillamente aprovechando una corriente para utilizar una nueva y poderosa arma —la desinformación cibernética masiva— para debilitar a un bloque que hace apenas 25 proclamó su victoria sobre Moscú. Sin embargo, el hecho de que no se conozca un proyecto general de cambio de fronteras tampoco lo hace una hipótesis descartable. Como siempre, hay una pregunta cuya respuesta puede acercar a la verdad. ¿A quién beneficia?
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