La secesión catalana sustituye a la salida de Reino Unido como preocupación sobre el futuro de la Unión
Hay un Brexit duro y otro Brexit blando o amable. Aunque en grado distinto, ambos son nocivos y tóxicos y ni siquiera es seguro que pueda llegar a buen puerto ninguno de los dos. Su negociación ha sido hasta ahora como un tobogán. Tan pronto se acelera y llena de optimismo como se estanca y oscurece hasta dibujar el peor Brexit de todos, que es un final sin acuerdo, con una desconexión catastrófica, mala para Reino Unido y mala también, aunque algo menos, para los Veintisiete.
Theresa May consiguió relanzar la negociación gracias a un discurso conciliador en Florencia el pasado 22 de septiembre. Le ha durado algo más de un mes. Su ministro de Exteriores, Boris Johnson, fanático y popular apóstol del Brexit heavy metal, quiere demostrar que el gabinete está dividido y que él mismo puede hacerlo mejor que May. Por eso le ha trazado unas líneas rojas en artículos de prensa y en sus celebradas intervenciones en la conferencia anual del partido conservador, hasta el punto de que Manfred Weber, el jefe del grupo del Partido Popular Europeo en el hemiciclo de Estrasburgo, el mayor de la Cámara, ha pedido su destitución si los británicos desean que las negociaciones de divorcio lleguen a buen puerto y en plazo.
Si el momento es difícil para la Unión Europea, para su Parlamento es una oportunidad. La aprovechará con el Brexit, que necesita su aprobación. Y la aprovechó ayer en otra crisis, encapsulada en su país de origen, pero ahora en plena implosión internacional. Antes y mejor que los diputados de la carrera de San Jerónimo, antes y mejor que los diputados del Parc de la Ciutadella, en Estrasburgo se ha hablado de “la Constitución española, del Estado de derecho y de los derechos fundamentales en España a la luz de los acontecimientos de Cataluña”.
El Brexit fue el primero de la serie. Luego llegó Trump, con sus vociferantes alegatos antieuropeos y sus simpatías por Nigel Farage, al que quería de embajador británico en Washington No hubo el tres en raya populista, con Marine Le Pen en la presidencia de la República y la UE en crisis de destrucción, pero llega ahora la secesión catalana, recibida por la ultraderecha, Farage incluido, como muestra de que Bruselas es Moscú y la UE de los 27 una cárcel de pueblos. No es porque el secesionismo sea de ultraderecha, que no lo es. Es porque es esencialmente populismo antieuropeo, por método, por proyecto e incluso por los valores cívicos que dice defender.
“¿A quién aprovechará esta fractura?”, se ha preguntado el jefe de filas liberal, el flamenco Guy Verhofstad. “A los antieuropeos, a quienes quieren destruir nuestra unión”, ha sido su respuesta. La independencia catalana no se producirá encapsulada en la política española, y solo tendrá visos de realidad si consigue infectar a Europa y amenazar a los socios europeos con la destrucción del euro y la fragmentación de la Unión. La Comisión y los principales grupos parlamentarios han dado ya su respuesta a esta amenaza más letal que el Brexit: respeto a la legalidad constitucional y diálogo político y, por supuesto, actuaciones inteligentes y proporcionadas para restaurar el orden desafiado por la rebelión.