México ante Norteamérica: historias cambiantes de aliados constantes
Inés Carrasco Scherer
Octubre 2017
Una colaboración del Centro de Estudios Internacionales Gilberto Bosques
La creación de una identidad nacional es necesaria para la cohesión de cualquier Estado, así como para el avance de su agenda internacional y su relación con otros países. La historia es una herramienta primordial para la creación de identidades; sus características académicas, así como su supuesto incorruptible rigor, hace de la disciplina un aliado perfecto para legitimar mitologías e hilar historias que al combinarse, presentan una narrativa incuestionable de verdades y certidumbres.
No obstante, la creación de la historia es un proceso constante. Particularmente después de la segunda mitad del siglo XX, se comenzaron a cuestionar las historias nacionales de grandeza, aparentemente escritas por la misma persona en todos los países: los hombres educados, libres, ricos, victoriosos. La “historia desde abajo”, el fenómeno de la historia contada desde otras ópticas y por otros participantes cambió radicalmente las líneas discursivas; la historia revisionista que busca revisitar ideas o líderes pasados con la ventaja de una visión a más largo plazo, también ha implicado cambios en la manera que se entiende a una disciplina vieja, pero nunca cansada o inmóvil.
Pierre Nora, historiador e historiógrafo reconocido por sus teorías sobre la creación de la memoria y la historia, presentó el concepto de los lieux de mémoire, los espacios de memoria, que pueden convertirse en espacios simbólicos de herencia para alguna comunidad. Estos pueden ser lugares, objetos o conceptos a los cuales se les ha atribuido un gran peso histórico en la memoria colectiva popular.
La denominada “aceleración de la historia” determinada por Nora en 1989, confronta la llamada memoria real, pura y social y la historia, la cual es el modo de organizar el pasado por grupos y Estados. La memoria se cimenta en lo concreto, en espacios, gestos, imágenes y objetos. La historia se ata a continuidades temporales, a las relaciones entre entes. Lo que se preserva en el nombre de la historia es el material necesario para su trabajo, pero todo lo demás se destruye dado que se presta a los lieux de mémoire. Estos espacios son frecuentemente rescatados por comunidades opositoras, que los anclan como parte de su propia narrativa de la historia.
¿A quién sirve la historia?
La pregunta que siempre debe hacerse al buscar reescribir una narrativa nacional es: para quién. Hoy en Norteamérica, los tres países del continente están realineando su relación, estudiando sus valores, sus pasados y sus metas. Tras cambios radicales en la política mundial, por líderes electos, sí, pero también por las evidentes fallas de los sistemas neoliberales y el aparente fracaso de la doble agenda democrática que impulsa el capitalismo y simultáneamente los derechos humanos, Norteamérica se está reescribiendo. En conjunto, por los lazos geográficos, económicos, culturales y políticos que la atan, pero también por separado: en la región, los países angloparlantes están viviendo revoluciones culturales que han dado paso a la celebración de nuevos valores y al rescate de los llamados lieux de mémoire que permiten dichos cambios. Canadá, desde la elección del primer ministro Justin Trudeau del Partido Liberal y heredero del primer impulso multicultural iniciado por su padre, Pierre Trudeau (Primer Ministro de 1968 a 1979 y de 1980 a 1984) se ha convertido en el protector y líder de la multiplicidad de valores y personas. Mientras tanto, Estados Unidos ha volteado la mirada a un pasado más lejano, con raíz en la Guerra Civil y la gloria de un Estados Unidos blanco e industrial.
Para México, esto es de gran importancia en términos de cómo puede o debe el país manejar la relación bilateral con sus vecinos e importantes socios políticos y comerciales. Un cambio en la narrativa nacional frecuentemente indica también un cambio en los valores o principios de ese mismo país. Identificar diálogos que buscan formar nuevas narrativas nos ayudan a entender la razón detrás de cambios en la política de otros países que pudieran parecer ilógicos, lo cual parece más oportuno que nunca en el contexto norteamericano.
En 1971, durante el primer periodo de Pierre Trudeau, Canadá adoptó oficialmente una política multicultural. El impulso hacia el multiculturalismo se dio en respuesta a la amenaza de sucesión de la provincia de Quebec, la cual luchó hasta el referendo de 1995 para convertirse en un país soberano. No obstante, en 1971, se reconoció la composición multicultural del país y se aseguró el respeto a la diversidad de lenguajes, tradiciones y religiones. En 1982, el multiculturalismo fue reconocido bajo la Carta de Derechos y Libertades Canadienses, y en 1988 se publicó La Ley de Multiculturalismo de Canadá. Este último reconoce la herencia multicultural del país y exhorta su protección; reconoce los derechos de las personas aborígenes (también conocidas como las primeras naciones, la población indígena); reconoce el inglés y el francés como los únicos idiomas oficiales más no prohíbe el uso de cualquier otra lengua; reconoce los derechos igualitarios sin importar raza, religión o cualquier otra condición; reconoce el derecho de las minorías de preservar y compartir su legado cultural.
El país, según académicos y sus propios órganos de gobierno, considera la política multicultural uno de los pilares clave de la identidad del Estado. La definición del concepto según Canadá, se refiere a “un grupo de ideas e ideales que celebran la diversidad culturales y a las políticas que maneja la diversidad por medio de iniciativas a nivel municipal, provincial y federal”. La Ley de Multiculturalismo de Canadá señala explícitamente que el gobierno “reconoce y promueve el entendimiento de que el multiculturalismo es una característica fundamental del legado y la identidad canadiense y provee un invaluable recurso en la creación del futuro de Canadá”.
A diferencia de Canadá, Estados Unidos no menciona el multiculturalismo en su Constitución y la relación entre el Estado y la población continúa estando directamente ligada al individuo y no a grupos. Esta diferencia en el manejo de las políticas de identidad implica que Estados Unidos continúa abdicando por una integración de asimilación patriótica, lo cual requiere que los inmigrantes reconozcan por encima de toda identidad, su identidad estadounidense. Dentro de esta, se incluye un patriotismo y devoción por los ideales de los padres fundadores y los valores del país. Ejemplo claro es el Pledge of Allegiance, famoso Juramento de Lealtad a la bandera, cuya última estrofa asegura que esta es símbolo innegable de la grandeza estadounidense: un país bajo Dios, indivisible con libertad y justicia para todos.
La promulgación de dicha asimilación patriótica se evidencia en la crisis del Presidente estadounidense, más preocupado por la defensa de iconografía que se presta a su agenda política, que por la protección de sus ciudadanos. Hoy, ante crisis humanitarias en Puerto Rico, así como las continuas demandas de ayuda de Estados azotados por desastres naturales, además del resto de los problemas de un país de más de 300 millones de habitantes, el presidente Donald Trump escoge dedicar una incomprensible cantidad de atención a lo que él considera una falta de respeto ante los símbolos patrios. La protesta de jugadores de la NFL, que cabe destacar es una protesta al racismo y el abuso policiaco, no al país en sí, parece haber despertado en el mandatario grandes pasiones.
De igual manera, el líder del Ejecutivo se unió a la defensa de las estatuas de generales de la Guerra Civil que lucharon por mantener a la población negra esclavizada, “triste ver la historia y cultura de nuestro gran país arrancada con la eliminación de nuestras bellas estatuas y monumentos”. La historia es una herramienta importante para legitimar la posición del Presidente y este no ha dudado en usarla. Las referencias a la tradición y a los legados históricos han sido selectas pero útiles.
El patriotismo impulsado por Trump, desde su retórica hasta sus iniciativas de ley que prohíben la entrada de personas de países mayoritariamente musulmanes o buscan la creación de muros físicos entre aliados, ha revivido y reivindicado la historia gloriosa del estadounidense blanco. El celoso resguardo de íconos de la Guerra Civil, cuya lucha central fue la subyugación de las personas afrodescendientes responde a la advertencia de Nora de que, ciertas minorías, protegerán sus lieuxs de mémoire para evitar la desaparición de su historia.
Aunque la población blanca continua siendo una mayoría en Estados Unidos, el Presidente desde su campaña se ha centrado en repetir el mito de que el hombre blanco está siendo eliminado de su propio país. Sus llamados a recuperar “nuestro país” y “nuestras ciudades”, sus constantes declaraciones que asemejan las urbes al infierno, donde viven poblaciones negras y latinas; y finalmente, su aseveración de que las organizaciones antisemitas de Charlottesville cuentan con “finas personas”, muestra claramente un cambio de valores. Este es el comienzo de una nueva narrativa, vieja en términos absolutos, pero desconocida para la generación que cobró conciencia bajo el gobierno de Barack Obama.
Obama, además de ser el primer Presidente negro del país, fue un líder que reconoció en repetidas ocasiones la variedad de la experiencia estadounidense así como sus múltiples identidades. El 44vo. Presidente destacó la importancia de conocer otros países y otras culturas y señaló reiteradamente la fuerza que representa la diversidad en un pueblo unido. Justin Trudeau, de manera similar, ha buscado retomar las ideas del multiculturalismo posterior a una década bajo el conservadurismo de Stephen Harper. El conservadurismo canadiense, aunque comparte algunas similitudes con el estadounidense (en términos económicos, mayoritariamente) aún se presta al respeto de políticas multiculturales y de la constante evaluación de los valores canadienses. No está por demás señalar que bajo Harper, hubo avances y reconocimientos de gran significado para las minorías étnicas de Canadá.
La devoción a los símbolos patrios y su incuestionable rectitud moral, así como la defensa de íconos aunados a la narrativa de grandeza de la hegemonía blanca, son factores que serían inimaginables en Canadá. El país no considera su historia o su cultura como incuestionablemente buena o correcta y en efecto, ha buscado reparar los daños causados a las comunidades japonesas, chinas, aborígenes y negras por políticas racistas e injustas. Dichas enmiendas han implicado disculpas públicas y oficiales por primeros ministros, así como reparaciones económicas para descendientes de aquellos afectados.
Desde que tomó posesión en 2015, Justin Trudeau se ha disculpado oficialmente ante: canadienses detenidos en la Bahía de Guantánamo, migrantes sikhs e indios que fueron rechazados al buscar refugio en el país en 1914 y ciudadanos canadienses torturados en Siria gracias a la participación del gobierno de Canadá. Asimismo, el país ha anunciado su futura disculpa oficial a todo canadiense discriminado a nivel gubernamental por su sexualidad o identidad de género, la cual se espera suceda dentro de la actual legislatura. Las declaraciones, además de su importancia simbólica para los afectados y sus comunidades, muestran un país capaz de ser autocrítico y adaptativo, consciente de que los errores no son definitivos. Las partes más indeseables de la historia no buscan eliminarse, pero sí reconocerse y corregirse.
Al presidente Obama se le criticó por disculpar ciertas conductas estadounidenses, más las disculpas fueron en su mayoría, generalizadas y dadas como parte de su política exterior, generalmente durante discursos conciliatorios. Queda poca duda que al presidente Trump no se le criticará por lo mismo. Los símbolos, las ideas, la retórica y los héroes que ha escogido Trump para revivir un Estados Unidos glorioso, apuntan todos a una anticuada concepción del Estado que más se asemeja a un derecho divino. La grandeza de los héroes que portaban la bandera de la Confederación se volvió incuestionable, así como la protesta pacífica que tanto se defendió en años previos como un valor y privilegio estadounidense se ha tornado en un símbolo de falta de respeto a la patria misma. La historia de violencia e inequidad se convierten entonces, no en errores del pasado o lecciones para el futuro, sino en sucesos para libros de texto, realidades que ocurrieron pero a las cuales no se les atribuye ni causa ni peso.
Mientras tanto, en Canadá ha revivido la lucha y el reconocimiento por los derechos y la dignidad de la población indígena. El gesto equivalente, pero opuesto, a la defensa de las estatuas de la Guerra Civil por parte del Ejecutivo de Estados Unidos ha sido la inclusión de la contribución del pueblo iroqués en la nueva bandera de Montreal. La bandera original aseguraba reconocer la historia de las comunidades fundadoras, pero con la gran omisión de la primera población de Montreal: la población aborigen. La nueva bandera cuenta con un árbol de pino blanco en su centro, símbolo de la unidad de la Confederación Iroquesa, que incluye a varias naciones indígenas, además de preservar los símbolos de las comunidades europeas que fundaron la ciudad (Francia, representada con una flor de lis; Inglaterra con la rosa de Lancaster; Escocia con un cardo; e Irlanda, con un trébol). Asimismo, la ciudad se ha comprometido a renombrar una calle que antes honoraba al general Jeffrey Amherst, militar que promovía la erradicación de poblaciones indígenas. El reciente discurso de Trudeau ante las Naciones Unidas, donde reconoció que el trato que han recibido las poblaciones originarias puede resumirse como “mayormente humillante, negligente y abusivo” nuevamente resaltó el tipo de historias que se buscan construir en Canadá.
Así también, el Parlamento canadiense que tomó posesión en 2015 fue el más diverso de su historia, con más mujeres, más miembros musulmanes y de poblaciones indígenas que nunca. El gabinete de Trudeau también presume diversidad y es el primero en la historia del país que cuente con 50% hombres y 50% mujeres. La imagen oficial del equipo del Primer Ministro se convirtió rápidamente en un referente político que cimentó la imagen de Canadá como un país multicultural que no solamente tolera sus diferencias, sino que en realidad, las reconoce y representa. A estos cambios puede también agregarse la recepción de más de 40 000 refugiados sirios al país.
Nueva historia, vieja historia
Al tiempo que Estados Unidos se cierra al mundo y a las diferencias dentro de sus propias fronteras, Canadá se muestra como un país abierto, que continúa creyendo en las políticas del cosmopolitanismo y la diversidad. Las distintas retóricas usadas por los líderes de ambos países, sus gestos simbólicos y sus distintos usos de la historia pueden ser contrastantes pero son resultado de la misma meta: el rebranding nacional.
Desde México, hay que poner atención al nacimiento o resurgimiento consciente de nuevas/viejas narrativas en otros países que dañan nuestra imagen nacional, que ponen en peligro a nuestros connacionales y que apelan a jerarquías desacreditadas por toda ciencia y lógica. En parte, la elección de Trump fue sorpresiva para muchos porque no quisimos reconocer lo que ocurría paralelamente a la nación inclusiva, multiétnica y esperanzada de Obama, la narrativa que no era historia pero que se creó con lieux de mémoire. La historia escrita por los “indeseables” (como los catalogó Hillary Clinton) comenzó a tejerse desde que se cuestionó la nacionalidad de Obama y al igual que la historia oficial, tenía héroes, monumentos y banderas.
Asimismo, debemos de ser capaces de identificar aliados que continúan siendo defensores de los mismos valores de los cuales presume México. Luchar para reducir los efectos del cambio climático, por la igualdad de género, en contra del racismo, a favor de la cooperación multilateral y de los organismos internacionales son todas metas que tenemos en común con Canadá. Mientras que a principios de siglo Ottawa buscó alinearse con Washington acompañando sus guerras en medio oriente y haciendo caso de sus actitudes anti-mexicanas, hoy el país se separa de esa historia. No en silencio ni en secreto, pero ante el mundo, vocalmente. Hoy no queda duda que Canadá es un país completamente independiente de Estados Unidos, particularmente distinto en valores. Norteamérica ya no puede separarse fácilmente entre angloparlantes y México; la relación es más compleja pero también está más abierta al cambio. En 2018, ¿qué historias buscaremos reescribir nosotros?
INÉS CARRASCO SCHERER es investigadora del Centro de Estudios Internacionales Gilberto Bosques del Senado de la República. Es licenciada en Historia por King’s College London y maestra en Relaciones Internacionales por la London School of Economics & Political Science. Sígala en Twitter en @inesetcetc.