“No hay nadie tan ciego como el que no quiere ver.” Antiguo proverbio.
¿Qué tienen en común el Brexit y el lío catalán? Una lista preliminar incluiría el deseo nacionalista de “recuperar el control”; el rechazo al percibido subsidio económico de los vecinos, por los que alguno sienten desdén; y que al mando hay periodistas convertidos en políticos: en el caso del Brexit, Boris Johnson; en el del independentismo catalán, Carles Puigdemont.
“Poder sin responsabilidad” fue la definición del periodismo que hizo hace un siglo un primer ministro británico. Responsabilidad hubo poca en la campaña a favor del Brexit, del “independence day”, que Johnson lideró el año pasado. Cada día que pasa queda más claro que hace mucho frío fuera de la Unión Europea.
Puigdemont comparte con Johnson un exuberante corte de pelo pero no sé lo suficiente sobre el presidente de la Generalitat para opinar si es igual de frívolo en sus motivaciones políticas que el excolumnista inglés, hoy ministro de Exteriores. Lo que sí sé es que no me gustan los impulsos nacionalistas que ambos comparten.
Los ingleses, no los escoceses, se han cavado su propia tumba
La idea de la independencia catalana, como la de la independencia inglesa, me parece primitiva, caprichosa, en el fondo mezquina, y, sospecho, económicamente catastrófica. No voy ni siquiera a disimular que soy objetivo. Mis opiniones son, como las del todo el mundo, fruto de mis circunstancias. Pero creo que lo que no es debatible si uno busca similitudes entre el Brexit y el lío catalán es lo siguiente: lo innecesario que ha resultado ser el tremendo problema en el que España/Catalunya y Reino Unido/Inglaterra se han metido.
Los ingleses (no los escoceses) se han cavado su propia tumba pero hay motivos para pensar que tanto los independentistas catalanes como el establishment político de Madrid comparten la culpa del choque de trenes que se avecina.
Cuando me mudé a Barcelona en 1998 el movimiento independentista apenas daba señales de vida. Catorce años después, en la fiesta nacional del 11 de septiembre de 2012, logró convocar a alrededor de un millón de personas en el centro de la ciudad. Los resultados de las encuestas desde entonces son muy discutidas pero nadie puede negar que en muy poco tiempo ha habido un crecimiento espectacular del sentimiento separatista.
Los catalanes se merecen el derecho a celebrar un referéndum
¿Se debe todo a la habilidad política de los Puigdemont de este mundo y a sus aliados radicales de las CUP? No son tan brillantes. Ni los catalanes son tan fácilmente manipulables. Desde Cataluña, donde viví 15 años y donde vuelvo con mucha frecuencia, cualquiera ve que los independentistas no hubieran conseguido ni la mitad de sus objetivos sin la ayuda del partido gobernante español y sus correligionarios en los medios. Acusan a los independentistas de ser unos niños irresponsables y gritones sin ver que ellos, creyéndose los adultos, se comportan igual.
Acabo de leer un libro titulado The Struggle for Catalonia (La lucha por Cataluña) del corresponsal del New York Times en España, el admirablemente equilibrado Raphael Minder. Una de las frases más lúcidas que Minder cita en su libro es de un catedrático español experto en nacionalismos llamado Ramón Maiz Suárez. “Si preguntas a los catalanes cuál es la principal razón por la que luchan por la independencia,” el catedrático cuenta, “dicen ‘el maltrato’. El factor realmente potente es emocional; la idea de que España nos odia.”
He visto una y otra vez cómo catalanes que se habían sentido serenamente españoles se han convertido en los últimos años en nacionalistas resentidos. Más allá de consideraciones económicas (no, no son todos unos tacaños), lo que ha echado más leña al fuego independentista que cualquier otra cosa ha sido la percepción generalizada de que el resto de España, empezando por el gobierno del Partido Popular, les falta el respeto. Oigo estas tres palabras casi siempre que hablo con amigos catalanes, incluso con aquellos que verían la independencia como una calamidad. Hasta las oí hace un par de meses en una cena en Bangladesh. Había un catalán y una catalana en la mesa. La catalana había vivido toda su vida adulta en el extranjero. Ambos dijeron que se habían convertido recientemente al independentismo. ¿Por qué? les pregunté. Respondieron al unísono: “falta de respeto”.
Lo oyen, lo ven, lo huelen los catalanes en las palabras y en las actitudes del Gobierno español y en lo que muchos consideran ser la tendenciosa presentación de las noticias de los medios de Madrid. En el caso del PP hay obviamente una dosis importante de cinismo electoral ya que saben que los catalanes tienen razón en sentirse odiados. Yo no soy catalán, ni me siento catalán, ni (vergonzosamente) hablo catalán. Hay pocas cosas que deseo más hoy que obtener la nacionalidad española. Pero cada vez que viajo fuera de Cataluña por España me irrita profundamente constatar lo extendido que está el prejuicio anticatalanista.
Hay más razones pero aunque fuera por esta sola los catalanes se merecen el derecho a celebrar un referéndum aceptado por el resto de los españoles. Lo mismo dicen muchos observadores extranjeros, por ejemplo los editorialistas de periódicos importantes como The New York Times o el Financial Times. Siempre el embajador español de turno les escribe, indignado, que no entienden nada, que hay que obedecer la Constitución. Siempre lo mismo: la Constitución, la Constitución. Como si la Constitución fuera la palabra final de Dios y no un texto terrenal, inevitablemente mejorable, para servir a la gente. Las constituciones están para fomentar la coexistencia pacífica entre los siempre complicados, básicos y tribales seres humanos. Poco hay más tribal que el sentimiento independentista. Por más que a muchos no nos guste, ahí está. Como el invierno. No tiene sentido decir que no debería existir. Hay que tomar medidas para soportarlo, en este caso cambiando algunas palabras de la Constitución.
Si el referéndum sobre el Brexit fue absurdamente opcional, un referéndum legal en Cataluña es necesario, entre otras cosas por una cuestión de respeto básico a la clara mayoría de catalanes que lo desea. Los que no lo ven o no lo admiten tendrán que aceptar su cuota de culpabilidad histórica, especialmente en el probable caso de que el lío catalán se vuelva más feo de lo que ya es.