Geopolítica polar: conquistar un continente que no existe
El Ártico no solo es cuna de leyendas y cuentos invernales, sino una verdadera mina de oro —en sentido literal y figurado— que se desvela gracias a la erosión climática, un espejo en el cual se miran los países de la región, que aspiran a sacar partido del tesoro escondido bajo la nieve. Su conquista es peligrosa y extenuante, pero con una recompensa envidiable. Geopolítica en estado puro al extremo más septentrional del planeta.
La Historia es el resultado de la complejidad de las relaciones entre los cinco continentes habitados, relaciones de conflicto, de amistad y de intercambio que han dibujado las suaves fronteras de nuestra realidad. El progreso ha sido medido como la capacidad de estas regiones de moldear la naturaleza para continuar con la esencia de su existencia según ese tipo de relaciones. El progreso, en definitiva, ha sido consecuencia de la transformación artificial mientras la Historia se escribía.
Al norte y al sur del planeta, las inhóspitas condiciones climáticas hicieron que las expediciones que allí llegaron de los rincones intermedios se volvieran una demanda de prestigio medido en la acumulación de conocimiento y el reclamo formal del territorio. Por ello, ninguno de los polos fue jamás moldeado a imagen y semejanza de Europa o de las Américas, sino que fue dejado tal cual a la vista de otras prioridades.
El progreso es exigente y pedigüeño. Exige creatividad y recursos que antes se podían encontrar cerca de donde se producían. No obstante, lo agotable se acaba pronto y lo no renovable necesita la búsqueda de otros lugares donde encontrar el maná adecuado. Debido a que en los cinco continentes, como ya decía Mackinder en 1919, “apenas se encuentra una región sobre la que se pueda hacer valer una pretensión de posesión”, la mirada se ha dirigido al Ártico y a la Antártida, a donde las nuevas tecnologías apuntan que serán El Dorado de los tiempos en los que vivimos.
El Círculo Polar Ártico es la división artificial producida por el paralelo 66 al norte del planeta. Comprende territorios de Estados Unidos, Canadá, Dinamarca, Islandia, Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia. Además de esta definición física objetiva, el Ártico es una masa de agua rodeada de tierra, mientras que la Antártida es una gran masa de tierra rodeada de agua, como escriben Richard Sale y Eugene Potapov.
Este territorio representa el 6% del total de la superficie del planeta, cerca de 21 millones de km2, de los cuales ocho millones son terrestres y siete millones se traducen en plataformas continentales a menos de 500 metros de profundidad. Este hecho es la raíz de los problemas de indefinición de las fronteras árticas, un quebradero de cabeza para los países contendientes que aspiran a controlar los recursos que se esconden bajo la escarcha.
Para ampliar: “De quién es el Polo Norte y qué intereses tienen los países que reclaman su territorio”, BBC, 2014
Además de la creencia popular de que debajo de sus aguas el Ártico solo alberga petróleo y gas, estas también son fuente de importantes puntos de pesca y de metales valiosos, como bauxita, carbón, cobre, diamante, manganeso, molibdeno, níquel, oro, plomo o zinc. Conscientes de ello, a principios del siglo pasado comenzó ya —sobre todo en Svalbard a manos de la SNSK— la extracción de estos recursos, y desde entonces la demanda de producción no ha parado de crecer. Aunque ahora los ojos estén puestos en Groenlandia, donde la riqueza mineral y petrolífera alimenta los argumentos a favor de la independencia de Dinamarca, otros Arctic Five como Rusia y Estados Unidos también comienzan a interesarse y sus grupos empresariales ya navegan por el territorio.
No obstante, lo verdaderamente apetecible del Ártico, además de sus gemas, son las grandes reservas de hidrocarburos, fuente principal de energía del mundo industrializado. De las 33 provincias en las que el servicio geológico de los Estados Unidos (USGS en inglés) divide el Ártico destacan, en cuanto a los depósitos de gas natural, la Alaska ártica, la cuenca de Siberia occidental y la cuenca oriental del mar de Barents. Estas tres provincias solas abarcan el 73% de los cálculos del USGS. En materia de reservas de petróleo, la Alaska ártica vuelve a ser protagonista, así como su provincia vecina, la cuenca de Amerasia y los cráteres de la cuenca de Groenlandia oriental.
A pesar de que la provincia estadounidense de la Alaska ártica sea la más prolífica, no es desdeñable el Ártico ruso, mucho más amplio en extensión. Sin embargo, las zonas extraterritoriales —offshore— son las piezas centrales sobre las cuales se cimienta la disputa.
Para la economía nacional y el impuso tecnológico e industrial mundial, el Ártico es un diamante en bruto y los cambios en su estructura, facilitados por el calentamiento global, ayudan a descubrir las oportunidades que ofrece. Ya en 2008 John Hofmeister, exdirector de la petrolera Shell en Estados Unidos, apuntaba que “las reservas más prolíficas de petróleo y gas convencionales se hallan en el Ártico o Subártico”. Por su boca hablaba toda una industria que poco a poco se fue posicionando a su favor. No obstante, la explotación del norte trae consigo importantes riesgos y retos en materia de seguridad y preservación del medioambiente.
Por seguridad se ha de entender la conservación de las instalaciones y herramientas dispuestas para la extracción de los recursos, así como de las personas que trabajan para ello. El Ártico es la última frontera inexplorada del planeta junto con la Antártida y supone un ambiente difícil de domar, natural y salvaje. Aquí, donde las temperaturas extremas se juntan con gruesas capas de hielo que se extienden hasta donde alcanza la vista, pueden ocurrir fenómenos inesperados.
Los depósitos de gas y petróleo pueden ser dañados por las corrientes oceánicas y por el resultado de la acción de los barcos rompehielos. Los hummocks y bummocks —grandes bloques de hielo que se acumulan por la presión en la superficie o debajo de esta— pueden estropear las tuberías utilizadas durante el transporte de los recursos extraídos, así como el lecho marino, con su consecuente daño para la fauna autóctona. Además de ello, existen otros dos fenómenos polares con denominación propia: los ivus y pingos. Los primeros, también conocidos como olas de hielo, son grandes masas de agua congelada que se desplazan a gran velocidad hacia la costa; los segundos son bloques cónicos formados en el permafrost, la capa de hielo continuamente congelada. Aunque estos últimos suelen aparecer en la superficie, también pueden darse en el fondo marino, donde son más difíciles de localizar. Algunos pueden llegar a alcanzar los 50 metros de altura y pueden servir de conducto a sustancias inflamables como el metano, bastante abundante.
Para ampliar: The Scramble for the Arctic: Ownership, Exploitation and Conflict in the Far North, Richard Sale y Eugene Potapov, 2010
Toda actividad de transformación del medio conlleva un riesgo para los ecosistemas existentes y las criaturas asentadas en ellos. En el caso del Ártico, Greenpeace advierte de que “el impacto sería devastador”. Las extensiones de hielo en el inverno polar cada vez son menores y las capas de permafrost se reducen cada vez más. La erosión costera es un hecho y los glaciares son cada vez más pequeños. El Ártico se va despedazando pieza a pieza.
El desgaste natural es difícilmente reversible, pero mecanismos coordinados de seguridad efectivos podrían reducir el riesgo que sufren la fauna y la flora local por los perjuicios derivados de la extracción, almacenamiento o transporte de los recursos. Desastres como el de Exxon Valdez en 1989 cerca de Alaska con el vertido de 41 millones de litros de crudo al mar, que afectaron a cerca de 26.000 km2 de mar y sigue teniendo consecuencias, provocaron la muerte de cientos de miles de aves y mamíferos marinos.
La rápida transformación del ecosistema trae consigo la pérdida de la orientación de muchas especies de aves, lo que da lugar a migraciones desviadas y pausadas. La conservación medioambiental no es solo vital para la preservación de la flora y la fauna local, sino también para la subsistencia de las comunidades indígenas, casi cuatro millones de personas repartidas por los ocho países árticos, entre las que destacan las comunidades de Estados Unidos y Rusia. La consecuencia primaria del deterioro polar es su desplazamiento, que genera una importante pérdida de sus tradiciones, cultura e idioma y, en definitiva, de su modo de vida único.
Durante la Guerra Fría, el norte era la última frontera entre el bloque del este y el bloque occidental, capitaneado por los Estados Unidos. Las ventajas de su propia geografía hacían posibles despliegues militares que se podían ocultar a los radares del enemigo, así como acortar el tiempo de transporte entre un punto y otro del planeta. Para la URSS esto era vital, pues sus propias fronteras hacían que su marina se encontrara ubicada a un lado y otro de lo que era —y aún es la actual Rusia— el país más grande del mundo en extensión. Mientras que entre Múrmansk y Vladivostok había meses de distancia por las rutas convencionales con la posibilidad de bloqueos, por el Ártico solo serían semanas. Los países colindantes al gran bloque de hielo ártico —Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Noruega y URSS— llevaron a cabo campañas de militarización de la región por este motivo y, a pesar de los intentos de cooperación y desmilitarización ya al final de la Guerra Fría, el Ártico sigue siendo tema de disputa. Se trata de un enclave con demasiado valor estratégico.
Para ampliar: “Riesgos, límites y oportunidades de la militarización del Ártico”, Alejandro Márquez en El Orden Mundial, 2016
Hoy en día, en el siglo XXI, la ubicación geográfica y su riqueza geológica no son los únicos componentes que añaden valor al Ártico. Son las posibilidades de ganar espacio en el mercado de las materias primas y garantizar la seguridad energética de los Gobiernos lo que los lleva a invertir cada vez más en maquinaria y técnicas para evitar los obstáculos del terreno.
El Ártico es especialmente beneficioso para la Federación Rusa, que posee casi un tercio de su territorio a lo largo del continente euroasiático. Su estrategia de explotación de la región más al norte del planeta se articula en torno a dos ramas: el desarrollo de la Ruta Marítima Septentrional (NSR por sus siglas en inglés) y la explotación de los recursos naturales que se encuentran en su privilegiado entorno. Así lo manifestaba su presidente, Vladimir Putin, en el Foro Internacional Ártico del 31 de marzo de 2017, en el que desvelaba la existencia de un nuevo programa económico basado en estas dos máximas donde la colaboración entre lo público y lo privado será esencial.
El desarrollo de la NSR promete la reducción de los costes de transporte y de los tiempos de entrega y rivaliza exitosamente con la gran obra del presidente chino Xi Jinping, conocida popularmente como “la nueva Ruta de la Seda”, que pretende conectar por tierra y mar más eficazmente este gigante asiático con Europa. De lograr su propósito, Putin estaría ofreciendo a sus socios europeos —que representan más de la mitad de sus exportaciones a pesar de las sanciones— algo que Xi jamás podrá ofrecer: un gran atajo geográfico controlado casi en su totalidad por Moscú, lo cual le brinda la oportunidad de ser muy competitivo.
La nueva estrategia rusa también pone al descubierto la necesidad de desarrollar la tecnología disponible para la obtención de los recursos naturales. Las grandes bolsas de gas en Siberia podrían aumentar la ventaja competitiva de Gazprom y asegurar la seguridad energética del país, horizonte de los países más industrializados. En palabras de Putin, estas áreas de desarrollo principal no son simplemente territorios, sino “un conjunto de proyectos coordinados y complementarios, un cofre del tesoro de naturaleza única”.
La nueva década del siglo XXI promete abrir una nueva puerta a la regeneración climática —o, al menos, a la concienciación sobre su necesidad—. Sin embargo, aunque esto conforme el eje central en el discurso de muchos de los grandes líderes mundiales —muchas veces alimentado por el marketing político—, no es menos cierto que los intereses económicos son los que priman a la hora de configurar el orden mundial.
La memoria de los ecologistas recoge los desastres que la explotación del Ártico ha dejado, mientras que en la de gobernantes y accionistas son las promesas de encontrar activos de gran rentabilidad en el mercado. Se trata de la nueva fiebre del oro que procura adelantar la ventaja geopolítica que ya desde principios del siglo XX Mackinder venía aventurando: que el territorio de la Rusia actual es el corazón continental del planeta y sabe cómo aprovechar su frontera más al norte en un mundo donde el comercio comprende el tema central de las conversaciones de emprendedores y poderosos.
Esta entrada fue modificada por última vez en 07/09/2017 20:22
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