China y la trampa de Tucídides
“¿Qué pasará cuando China despierte de verdad?”
Rudyard Kipling, 1889
El auge de Asia en general, y el de China y su acomodo en la escena internacional en particular, tiene interés prioritario para analistas, diplomáticos, periodistas e inversores. Es el tema esencial de la política internacional. El poderío económico y el peso demográfico hacen que la irrupción de China fuera visto primero con temor, después con fascinación por las posibilidades de negocio, y finalmente con cierta resignación cautelosa ante lo que ya se entiende como un inevitable traslado del eje geopolítico y económico hacia Asia. La incógnita esencial reside en si ese ascenso chino será pacífico o, en cambio, resultará en una guerra entre la potencia supuestamente declinante y la que está en auge.
Es lo que el profesor Graham Allison denominó “la trampa de Tucídides” en referencia al autor de Historia de la guerra del Peloponeso, que narró la guerra entre Atenas y Esparta. De los 16 casos históricos estudiados por Allison, 12 acabaron en enfrentamiento. La estadística no está de nuestra parte, pero cabe preguntarse hasta qué punto es realista dar por hecho el estatus incontestado de China que asumimos, al menos, en los análisis más divulgados. Mucho se ha citado esa trampa de Tucídides en la prensa nacional e internacional últimamente, hasta transformarse en un lugar común, en una potencial predicción que se autorrealiza. En España, Augusto Zamora R. escribía con contundencia en El Mundo que “la economía y el futuro están en Eurasia y en esta península Europa debería sumarse a ella, en vez de pensar suicidamente en retardarla”, y Màriam Martínez Bascuñán defendía en El País que “Donald Trump encarna el ego herido de un Occidente que pierde la hegemonía frente a Asia”.
El propio Allison advertía de que, de seguir el rumbo actual, el estallido de una guerra entre China y EE. UU. en las próximas décadas “no solo es posible, sino mucho más probable de lo que se piensa”. También el periodista del Financial Times Gideon Rachman ha dedicado el libro Easternisation: War and Peace in the Asian Century al mismo proceso de cambio geográfico del poder. Y especialmente interesante resulta el análisis del auge asiático que el escritor indio Pankaj Mishra ha hecho en De las ruinas de los imperios: La rebelión contra Occidente y la metamorfosis de Asia. Mishra amplía el foco y concede más peso a la Historia, la geografía y el choque de cosmovisiones culturales que a los datos económicos o las estadísticas sobre el número de divisiones o portaviones. Su tesis central es que el mundo está transformándose radicalmente “no ya a imagen de Occidente, sino en consonancia con las aspiraciones y los anhelos de unos pueblos anteriormente sojuzgados”.
Su análisis del confucianismo y del papel del comunismo como instrumento cohesionador —y no tanto ideológico— explica bien la Historia reciente de China desde su caída en el siglo XIX hasta el auge actual. Así, “mientras Occidente se refugia en sus neurosis pueblerinas, los países asiáticos parecen más extrovertidos, confiados y optimistas”. Mishra cita al maestro indio Sri Aurobindo (1872-1950), según el cual China se ha estado educando a un ritmo insospechado en el exterior, y a Ling Qichao (1873-1929), el reformista y pensador chino que definió en su día una política económica exterior “para proteger a los capitalistas, para que hagan todo lo posible por dedicarse a la competencia exterior”, de tal modo que todas las demás consideraciones estén subordinadas a dicha política.
En cuanto a política interna, Ling Qichao también fue claro y anticipatorio: el fomento del capital es la consideración principal y la protección de la mano de obra, la segunda. Con este precedente, similar a las proclamas protocapitalistas de Den Xiaoping, no es extraño el papel que China está intentando ocupar en el comercio mundial al tiempo que Trump retira a su país de foros y tratados. La llegada de Xi Jinping a la pasada cumbre de Davos no es tan sorprendente como se ha tendido a ver.
Parece que China no ha engañado a nadie en cuanto a sus intenciones de salir al mundo y, al menos económicamente, ser protagonista, así sea un país nominalmente comunista. En esta visión general, el esquema adoptado por el Partido Comunista Chino no ha sido más que la ideología occidental —Japón fracasó al importar el nacionalismo y el imperialismo— que ayudó a cohesionar una sociedad inmensa, étnica y religiosamente diversa, orográficamente compleja y devastada por el vecino nipón y los imperialistas europeos. Mishra es claro: “China necesitaba unas instituciones nuevas y comunes: colegios, Derecho y un servicio militar. Y, tras varios intentos fallidos, al final fue la ideología del comunismo la que contribuyó a crear la comunidad política requerida para la creación de un Estado-nación moderno”. Su conclusión es que no debe analizarse China desde su ropaje formal, sino desde una mezcla de valores confucianos y resentimiento nacional tras dos siglos en la lona. China, el Imperio del Centro, se había tenido a sí misma históricamente como “el Imperio de todas las personas bajo el cielo”, y no fue hasta que tuvo a sus puertas a sus vecinos japoneses y a los imperialistas occidentales cuando se dio cuenta de que se hallaba en una periferia insignificante.
Este renacer asiático ni es tan reciente ni es la primera vez que se anuncia. Desde el escritor inglés Rudyard Kipling hasta el filósofo español Ortega y Gasset, pasando por el francés André Malraux, la atención hacia Asia en general y China en particular ha sido habitual en los pensadores occidentales, unos con más miedos y precauciones, algunos con más condescendencia —“la carga del hombre blanco” kipliniana— y otros con inocultable fascinación por las culturas orientales. Malraux dedicó uno de sus primeros libros, La tentación de Occidente, a hacer una exégesis epistolar de la cultura china en relación a la modernidad y al desarrollo. En una de las cartas del corresponsal chino sale a relucir la cautela propia de nuestros días: “Europa cree que ha conquistado a todos estos jóvenes que visten sus prendas. Pero la odian. Están esperando a lo que la gente corriente llama sus ‘secretos’”.
Hace casi un siglo manteníamos el mismo debate que hoy. ¿No nos dice esto nada sobre la verdadera velocidad —más lenta, irregular e imprevisible— a la que China se reincorpora al escenario mundial? Ser tan categórico respecto a lo que ya ocurre, lo que va a ocurrir y sobre el único papel que queda a Occidente en la nueva configuración mundial es, como mínimo, precipitado.
No solo es un error porque se lleve anunciando y temiendo el auge asiático desde hace un siglo —en el que China pasó por hambrunas y experimentos sociales que le costaron varios millones de muertos— sin que las profecías se cumplieran, sino por la naturaleza de los conflictos y retos que China tiene planteados por razones que van desde su situación geográfica hasta su particular momento político, pasando por la incertidumbre sobre cómo le afectarán el cambio climático, las demandas de la creciente clase media, el auge del yihadismo en sus regiones y vecinos musulmanes en Asia central o cómo evolucionará la situación en Corea del Norte. Muchas de estas amenazas a la estabilidad son aún más alarmantes en los países vecinos con los que ha tejido alianzas y realizado proyectos con la conocida nueva Ruta de la Seda. El yihadismo supone un problema real en algunos de los países por los que transcurre la mítica caravana comercial, y no son pocos los análisis que alertan de la posibilidad de que la región se convierta en un refugio similar al que fueron —y son— Afganistán y zonas recónditas de Pakistán. Que el jefe de las fuerzas especiales tayikas desertara al Dáesh no es un dato anecdótico en la región, sino síntoma de un problema más enquistado.
Siendo así, es irrelevante lo que el profesor Zamora alaba de Oriente, frente a la supuesta inactividad occidental, a raíz de la colaboración entre India, Irán y Afganistán para construir un gran puerto en Chahabar (Irán) que sirva de enlace clave para el tránsito de mercancías entre dichos países y Asia central y Afganistán. ¿Podemos hacer un diagnóstico certero de Asia y China si para sus planes esenciales tiene socios tan amenazadores, inestables e imprevisibles como los países centroasiáticos y Afganistán? Si lo hacemos, corremos el riesgo de crear castillos en el aire. Además, si Occidente no firma este tipo de acuerdos ahora es, en muchas ocasiones, porque hace un siglo o dos que los firmó y los llevó a cabo. Y a todo ello hay que sumar los conflictos fronterizos con la India en el Himalaya —Foreing Policy se preguntaba hace unos días si la guerra no sería inevitable— y la imprevisibilidad norcoreana.
La corrupción, la desigualdad, la falta de libertades, la contaminación ambiental, la explotación laboral, la masificación urbana y el éxodo rural hacen que el atractivo de China sea nulo no ya fuera de sus fronteras, sino dentro, algo que la obliga a mantener un control férreo que impida cualquier tipo de disidencia. La reciente muerte del nobel de la Paz Liu Xiaobo en la cárcel es buena muestra de la debilidad real de China para erigirse como un actor mundial con autoridad moral, por más que Mishra afirme que Occidente ha perdido su superioridad por culpa de la desastrosa lucha contra el terrorismo en Afganistán e Irak y la pésima gestión de la crisis financiera. China no irradia ningún tipo de atractivo real, más allá de la curiosidad romántica por culturas desconocidas a lo Malraux. La difusión cultural de la red china de los Institutos Confucio y la mención de una “sociedad armoniosa” basada en los valores confucianos de ren, yi, xiao y zhong —benevolencia, decoro, devoción filial y lealtad— son contradictorias con la realidad cotidiana, en la que incluso los medios públicos ocultan a sus jugadores paralímpicos en pos de un ideal de perfección y eficacia ante el que todo se subordina. Cuesta creer que el mundo —tampoco el oriental— vaya echarse tan alegremente en esos brazos. Lejos de determinismos, deberíamos albergar algunas dudas.
Estos aspectos no son señalados solamente por los autores más críticos, como Ian Bremmer, presidente del Eurasian Group, sino que son reconocidos por los propios apologetas del auge asiático y chino. Mishra admite al final de su ensayo que “la política ética y teórica socioeconómicas chinas permanecen inexploradas en su mayoría” y que “no apuntan a ningún orden socioeconómico alternativo”. China parece estar atravesando una etapa dickensiana del capitalismo, con más espionaje industrial que innovación, y no un renacer confuciano con valores propios. En la visión de Bremmer y otros, el despliegue exterior militar —con su política expansiva por el control del mar del Sur, la botadura de un portaviones propio y la inauguración en Yibuti de su primera base militar formal en el extranjero—, la agresividad económica en África y América Latina y el órdago al orden financiero de la posguerra con la creación del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras nos han hecho perder la perspectiva de la verdadera situación de China en el mundo y los desafíos que afronta antes de dar por sentadas muchas cosas que afirmamos respecto de su futuro inmediato. Es como si hubiéramos hecho un análisis de situación como el que habrían hecho hoy los maestros de la geopolítica Mackinder o Spykman sin tener en cuenta las nuevas formas de poder y dominación: el intangible de las finanzas, el poder blando del prestigio cultural o la cibernética.
Si hay un auge sino-asiático, hay tres lugares comunes que desechar antes de confirmarlo o de valorar su dimensión real: ni es nuevo ni es culturalmente ajeno a etapas capitalistas menos sofisticadas ni es inmune a los conflictos políticos, económicos, sociales y ambientales que también afronta Occidente. Al contrario, China se ve más afectada por ellos. Así las cosas, cabe preguntarse si China no está más cerca de convertirse en un polo de inestabilidad mundial más que en la potencia emergente de la trampa de Tucídides que vendrá a ocupar el lugar de Estados Unidos y Occidente. Estamos más lejos de eso de lo que los análisis hegemónicos dejan ver, y estos conflictos latentes o presentes muestran que, en caso de una rivalidad enconada y abierta, Occidente tiene aún muchas opciones para reequilibrar la balanza a su favor.
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