¿Estados fallidos o concepto fallido?
Los Estados fallidos son un fenómeno novedoso en la periferia mundial surgidos hace unas décadas, tras la desaparición del Bloque del Este. Caracterizados por la falta de control y seguridad dentro de su territorio, suponen una amenaza para la comunidad internacional. Sin embargo, ¿qué hay detrás de este concepto? ¿Sirve para justificar determinadas acciones contra esos países?
En las últimas décadas, ha aparecido una nueva categoría de países, los Estados fallidos, debido a las experiencias en países como Somalia, Libia o Sudán. Caracterizados como Estados que no pueden desempeñar sus funciones habituales con normalidad, se han convertido en refugio del crimen organizado y del terrorismo por el caos que reina en ellos, a la vez que un riesgo para la comunidad internacional.
¿Qué hay detrás de este concepto? ¿Qué causas lo incentivan? ¿Quién determina si un Estado lo es o no? ¿Se utiliza como justificación para intervenir en esos países? Analizamos la naturaleza de los Estados fallidos atendiendo al origen del concepto, sus causas y tres ejemplos: Somalia, Haití y Yemen.
Al hablar de Estados fallidos, lo normal es que asociemos el término a países devastados por la guerra, dictaduras que oprimen a un sector de la población o lugares azotados por desastres naturales de enormes proporciones. Sin duda, estos elementos suelen estar asociados a un Estado fallido, pero este término no está exento de polémica por su discriminación hacia los países calificados como tales y por ser utilizado como justificación de intervenciones extranjeras.
El término Estado fallido es joven en el campo de la ciencia política y las relaciones internacionales. De hecho, se trata de un concepto acuñado en los años noventa a raíz de la política exterior estadounidense en países como Somalia. No obstante, ha adquirido una relevancia enorme durante las últimas décadas no solo en disciplinas académicas, sino en el vocabulario político en general. Esto se debe al fenómeno novedoso que viene dándose en las zonas periféricas mundiales, que consiste en la imposibilidad de un Estado de cumplir con normalidad con los que se consideran sus principales cometidos.
Para ampliar: “El índice de fragilidad de Estados”, Adrián Blázquez en El Orden Mundial, 2015.
Estas funciones habituales incluyen la seguridad de sus ciudadanos, el acceso a las necesidades materiales más básicas, la sanidad y educación o las infraestructuras. También podríamos añadir que una característica básica de un Estado fallido sería la disputa por la legitimidad internacional entre varias facciones dentro de un mismo Estado. Así, en Libia, un país que difícilmente no se podría tildar de Estado fallido, encontramos a dos Gobiernos opuestos, el de Trípoli y el de Tobruk, que no buscan legitimidad sobre el territorio que controlan, sino sobre todo el territorio libio en sí.
Los Estados fallidos no suponen de por sí una amenaza internacional, como lo pueden suponer Estados expansionistas o violadores del Derecho internacional o grupos terroristas. No obstante, al ser un vacío de poder en un territorio, no ofrecen ninguna forma de control a actividades que se puedan desarrollar allí que sí suponen un peligro. Así, podemos destacar el aumento de tráfico de armas en Siria, las violaciones de los derechos humanos sobre inmigrantes en Libia o el tráfico de drogas en Afganistán.
Para ampliar: “Failed States, Collapsed States, Weak States: Causes and Indicators”, R. I. Rotberg, 2011
A mediados de los años noventa, en pleno “fin de la Historia” de Fukuyama, todo el aparato de seguridad nacional y política exterior del Gobierno de Estados Unidos se hallaba sin su adversario natural, la Unión Soviética y el bloque del Este. En esos años en que el espacio postsoviético entraba en caos y florecían conflictos armados de naturaleza distinta a la bipolar —como en Somalia, los Balcanes o Ruanda—, el Gobierno estadounidense trataba de analizar el mundo buscando nuevos peligros para su seguridad y sus intereses. Además del terrorismo, los Estados fallidos se convirtieron en el nuevo blanco de la política exterior estadounidense.
En el año 1995, la CIA encargó a un grupo de académicos una investigación acerca de las causas que favorecían la debilidad de un Estado. La investigación, titulada “Working Papers. State Failure Task Force Report”, analizó factores demográficos, económicos, medioambientales y políticos para determinar su importancia a la hora de la aparición de un Estado fallido. Algunas de las conclusiones de la investigación señalaban que un indicador común a la mayoría de Estados fallidos es la escasa inversión extranjera. Otros factores que podrían aumentar la debilidad estatal son la existencia de élites políticas que representan únicamente a una etnia o sector de la población. Pero ¿por qué surgen realmente los Estados fallidos?
La juventud del término indica que el contexto en el que comienza a aplicarse también es reciente. Los Estados fallidos surgen tras el final de la Guerra Fría por dos motivos: el fin de un mundo bipolar y la creación de nuevos Estados. Lo segundo es una constante que comienza tras la Segunda Guerra Mundial y culmina a finales de los años noventa tras el desmantelamiento del espacio postsoviético y la guerra en los Balcanes. Solamente del año 1990 a 1992, 20 nuevos Estados fueron reconocidos por la ONU. Desde la descolonización hasta el final del mundo bipolar, numerosos Estados obtuvieron la independencia y heredaron las estructuras coloniales, la pobreza y la desigualdad, que no solo impidieron su desarrollo, sino que aumentaron su fragilidad a la hora de tener que hacer frente a amenazas internas y externas.
Estos Estados, fundamentalmente africanos, lograron mantenerse lejos del colapso en gran medida gracias al apoyo del respectivo bloque al que perteneciesen, con la premisa de que seguían en su ámbito de influencia. Con la desaparición de la URSS y del mundo bipolar, a estos jóvenes Estados se los dejó actuar por su cuenta, sin el peligro estratégico de que acabasen bajo la influencia del otro bloque, con lo cual no resultaba peligroso —o al menos no tanto— que esos Estados no fuesen viables política y económicamente
Para ampliar: “Los estados fallidos”, Miguel Alonso Berrio en Cuadernos de Estrategia (IEEE), 2003
Sin embargo, existen causas más concretas que influyen en el colapso de un Estado, que pueden ser internas o externas. Las causas internas atienden principalmente a criterios demográficos, económicos y de seguridad. Así, un país en guerra civil o donde una minoría de la población se mantiene en el poder tiene mayor probabilidad de colapsar que uno donde exista una distribución equitativa y una división del poder. Por otro lado, las causas externas son más amplias y abarcan desde la presencia militar extranjera de un tercer Estado a la imposición de sanciones, su posición en el comercio mundial o los desastres naturales. Estos últimos, además de su efecto devastador sobre la población civil, pueden originar grandes déficits en las arcas públicas y son un factor de aumento de conflicto civil.
Asimismo, la imposición de sanciones internacionales afecta no solo al comercio y al desarrollo económico del país al que se aplican, sino que pueden incentivar la represión interna e impedir el disfrute de los derechos humanos de la población civil. En este sentido, el surgimiento de los Estados fallidos en los años 90 podría tener que ver con el auge de las sanciones económicas, tanto multilaterales como unilaterales, tras el fin de la Guerra Fría. La mitad de las sanciones económicas interpuestas por Estados Unidos desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta hoy en día se produjo en apenas cinco años, entre 1993 y 1998.
Existen muchas voces críticas respecto al concepto de Estado fallido que parten de la premisa de una visión del mundo occidentalizada, que atribuye una serie de valores inferiores a los países de la periferia mundial. Augusto Zamora, antiguo embajador de Nicaragua en España, afirma que, al emplear el concepto de Estado fallido, tácitamente aceptamos el de Estado exitoso, lo que acarrea una serie de connotaciones peyorativas, racistas y clasistas.
Otros estudiosos, como C. T. Call, afirman que los países occidentales ven a este tipo de Estados en función de sus intereses y de forma unilateral. Sin embargo, se trata de un concepto que no admite una zona gris: un Estado es fallido o exitoso. Pese a que la mayoría de los Estados fallidos se localicen en la periferia mundial, lo cierto es que este término no ilustra los retos y problemas a los que países de esa zona deben hacer frente o en qué medida son eficientes al hacerlo, sino que los recluye a un estado de incapacidad absoluta que justifica todo tipo intervención extranjera. Así, en un discurso intervencionista, el concepto de Estado fallido se acerca enormemente al de Estado canalla, que se podría entender como aquel que no solo no es democrático, sino que atenta contra los valores básicos de la democracia y la libertad, lo que en la práctica resulta en Estados contrarios y peligrosos para la democracia liberal occidental.
¿Es posible medir el éxito de un país? ¿Existen otras categorías más objetivas que no clasifiquen a los Estados peyorativamente? El problema del concepto de Estado fallido es que aquellos Estados que no hayan colapsado, pero sean muy frágiles no disponen de un término medio donde encuadrarse, puesto que otras categorías como países en vías de desarrollo hacen referencia a factores exclusivamente económicos. Sin embargo, recientemente la categoría de fragilidad estatal ha adquirido más relevancia.
Desde 2005, Fund For Peace (FFP) utiliza doce indicadores para elaborar su Índice anual de Estados Fallidos —Estados Frágiles desde 2013—. FFP justificó el renombramiento con el eufemismo frágil aduciendo que, aunque el calificativo fallido designaba un peligro real para los habitantes de un Estado colapsado, también suponía una distracción del objetivo de analizar las causas que impiden mejorar las condiciones de desarrollo o seguridad de estos países. No obstante, sigue habiendo voces disconformes con el cambio de denominación, que podría haberse aprovechado para adoptar un enfoque más neutral, por ejemplo con el nombre Índice de Estabilidad Estatal.
Para ampliar: “Terminology twist: from failed states to fragile states”, Heath Pickering, 2014
La teoría del sistema-mundo de Wallerstein identificaba dos zonas geográficas mundiales, el centro y la periferia, los cuales se relacionan entre sí por un intercambio desigual. El centro se caracteriza por la abundancia de capital y recursos económicos, agroindustriales y militares; posee, por tanto, una superioridad respecto a la periferia, caracterizada por sistemas de producción menos eficientes, economías de exportación y una subordinación al centro en lo político, militar y económico. Geográficamente, la periferia se corresponde, a grandes rasgos, con Asia, África y Latinoamérica. Si trasladamos esta perspectiva al plano de los Estados fallidos, encontramos que los diez Estados más frágiles del índice de 2016 se encuentran en la periferia mundial.
Para ampliar: “Un sistema-mundo dividido en centro y periferia”, Adrián Vidales en El Orden Mundial, 2013
Existen una serie de factores comunes a los tres países considerados que permiten explicar la excesiva fragilidad estatal en la que se encuentran. En primer lugar, los tres coinciden en una presencia excesiva de intervención externa. Desde el fin de la Guerra Fría, han sufrido intervenciones militares estadounidenses de algún tipo y han sido objeto de sanciones internacionales. Asimismo, coinciden en haber tenido misiones de las Naciones Unidas en su territorio: a Haití todavía se le provee de asistencia humanitaria a través de Minustah debido a los desastres naturales y epidemias que ha sufrido, Somalia es objeto de una misión de asistencia —Unsom— y existe un “enviado especial del secretario general” para Yemen.
En segundo lugar, encontramos en los tres casos rivalidades internas y conflictos entre élites. El caso de Yemen es el más obvio al estar envuelto en una guerra civil que enfrenta al Gobierno, representante de la población suní, y la milicia hutí, de mayoría chií, a lo que hay que añadir el respectivo apoyo de Arabia Saudí e Irán, así como otros actores, como Al Qaeda. En Somalia, un país que arrastra una grave crisis interna a raíz de una guerra civil prolongada desde los años 90, la rivalidad interna en el Gobierno se complementa con una estructura federal muy débil y territorios con aspiraciones de autonomía e independencia, como Somalilandia, a lo que hay que añadir las luchas internas entre clanes y el conflicto con Al Shabab. En Haití, un país que ha sufrido varias dictaduras hasta finales de los ochenta, existe una inestabilidad institucional elevada y las luchas por el poder entre partidos, entre otros factores, han propiciado una situación de interinidad del Ejecutivo que se prolongó durante casi un año, hasta el pasado febrero.
Factores como tasas elevadas de analfabetismo —50% en Yemen— o desempleo —65% en Haití— o un PIB per cápita reducido —400 dólares en Somalia— explican que los Estados fallidos sean característicos de la periferia mundial y que, debido a esa coyuntura económica, les resulte más difícil convertirse en un Estado exitoso. Estas causas, entre muchas otras, desembocan en unos servicios públicos deficientes, que no pueden proveer a sus ciudadanos con bienes como la seguridad, educación, salud, etc. y que impiden el crecimiento y el desarrollo, lo que supone que la solución a los Estados fallidos sea siempre a largo plazo.
Los Estados fallidos no han hecho más que crecer desde que aparecieran por primera vez en los años 90 y suponen uno de los desafíos más importantes para la seguridad y estabilidad internacionales, así como para el desarrollo regional. No obstante, el tratamiento que hace la comunidad internacional de estos Estados, particularmente Occidente, no solo facilita su origen y mantenimiento, sino que no aporta nada a su solución. Gran parte de las causas que provocan su aparición tiene su explicación en las políticas occidentales, que se basan en un concepto peyorativo para justificar cualquier tipo de acción hacia esos Estados, a los que convierten en más frágiles aún.
Para ampliar: “Causas externas de los Estados fallidos”, Trajan Shipley, 2016
Esta entrada fue modificada por última vez en 16/06/2017 19:38
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