La tragedia de Nauru: la gran caída de un pequeño país
Los antiguos griegos usaban las tragedias para narrar el auge y caída de un personaje heroico y solían terminar con una enseñanza para el público a modo de moraleja. Lo que aquí se relata no tiene nada que ver con la mitología helena, sino que es el caso real de una nación que llegó a estar entre las más ricas del mundo y que hoy en día sobrevive a duras penas. Esta es la historia de Nauru, un relato de codicia y orgullo en medio del océano Pacífico.
Al ver la imponente Ciudad del Vaticano y su majestuosa Basílica de San Pedro, pensamos en la riqueza y poder que se esconden tras esos muros de mármol. Si se camina por las concurridas calles del Principado de Mónaco, el lujo y la ostentación envuelven al viandante por dondequiera que pase. Quién podría imaginarse que estas micronaciones fueron superadas en riqueza por una remota isla del Pacífico llamada por sus habitantes Naoreo.
La República de Nauru, independiente desde enero de 1968, llegó a ser el país más rico del mundo al comienzo de la década de los 80, con una renta per cápita que superaba con creces la de dos mencionados Estados. Hoy en día, como si del final de una tragedia clásica griega se tratara, la pequeña república ve cómo sus ingresos han caído en picado, sus ciudadanos tienen graves problemas de salud y, lo que es peor, sus valiosos recursos naturales —y su explotación a pequeña escala— están muy próximos a agotarse.
Nauru se encuentra muy cerca de la línea del Ecuador, al norte de las Islas Salomón y al oeste de Kiribati. En 1886, tras la firma de la declaración anglo-germana que delimitaba las esferas de influencia de ambos imperios, la isla quedó integrada dentro del protectorado de Nueva Guinea, parte del Imperio alemán. Las doce tribus nauruanas, que en la anterior década habían luchado entre ellas —lo que provocó la muerte de la mitad de la población—, tuvieron que hincar la rodilla ante un gobernador europeo tras mil años de independencia.
A principios del siglo XX, se descubrieron fosfatos en la isla y se comenzaron a explotar. Este recurso, indispensable para la agricultura —el fósforo fortalece las raíces de las plantas y las ayuda en su metabolismo—, era utilizado para la creación de fertilizantes. Después de milenios como parada obligatoria de millones de aves durante sus procesos migratorios, Nauru se había convertido en un territorio muy rico en guano.
Los primeros en desear explotar tal recurso fueron los alemanes, que constituyeron la Jaluit-Gesellschaft en 1887 con tal de explotar este recurso de sus colonias del Pacífico, especialmente de las Islas Marshall y el atolón Jaluit, de donde proviene el nombre de la compañía. Junto a esta, la australiana Trading Company Burns Philp & Co y la británica Pacific Phosphate Company se disputaban el monopolio del fosfato en el océano Pacífico.
En 1906 la compañía alemana cedió sus derechos de explotación en Nauru a los británicos a cambio de una considerable suma de dinero y de privilegios comerciales en la zona. Estos fueron los que desarrollaron las primeras prospecciones a gran escala. Junto con la isla Banaba —también conocida como Ocean—, los británicos se esmeraron en sacar rédito económico a tales yacimientos con el permiso del Reich hasta la Primera Guerra Mundial, cuando la isla fue tomada por fuerzas australianas, país al cual se le transfirió la isla en fideicomiso, con Gran Bretaña y Nueva Zelanda en calidad de coadministradores. En 1919 los tres países fundaron la British Phosphate Commission (BPC), una entidad creada para sustituir a las antiguas compañías mineras como única y legítima dueña de los recursos de Nauru tras adquirir las minas y derechos de explotación de la Pacific Phosphate. Además, la nueva explotadora se comprometía a pagar a los ciudadanos de la isla compensaciones por los daños ecológicos que sus operaciones pudieran causar.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la conquista de la isla por parte de los japoneses, un millar de nativos fueron deportados a la isla de Truk, donde fueron obligados a trabajar en el aeródromo. Tan solo unos centenares volvieron con vida a Nauru. Al final del conflicto, la isla volvió a manos de australianos, neozelandeses y británicos y, al igual que muchos archipiélagos del Pacífico, pasó a ser un fideicomiso de las Naciones Unidas, lo que garantizaría el futuro autónomo de la metrópolis. A mediados de los 50, el incremento de las regalías sobre los fosfatos permitió al Consejo Local contratar a diplomáticos y abogados australianos para negociar el futuro de los nauruanos, que en un principio pasaba por establecerse en algún territorio cedido por Australia.
Con más de la mitad de la isla siendo objeto de la explotación masiva, la población se agolpaba en la capital, Yaren, y sus alrededores. Nadie consideraba que aquella isla donde habían vivido sus antepasados podía ser el hogar de sus hijos y nietos, por lo que el Consejo Local de Nauru se sentó a negociar con las autoridades australianas y acordaron estudiar la posibilidad de reubicar a la población insular en algún lugar de Australia o Nueva Zelanda.
El premier aussie Robert Menzies se vio con la obligación de proveer un futuro satisfactorio para los nauruanos dadas las importantes sumas de dinero que había reportado el fosfato de la isla, así que se puso manos a la obra rápidamente. Creó un Comité para el Reasentamiento y diversos expertos comenzaron a buscar algún territorio adecuado. Fiyi, Papúa Nueva Guinea, las Islas Salomón o en el vasto Territorio del Norte australiano fueron algunas de las opciones propuestas, pero todas ellas fueron descartadas por un motivo u otro. Una opción que gustó a los nativos pero que finalmente fue rechazada por los australianos —presionados por el lobby maderero— fue la isla Fraser, en las costas de Queensland.
Así pues, el Comité de Reasentamiento propuso otra isla de Queensland: la Isla Curtis. Se les ofreció a los habitantes de Nauru el reasentamiento sin coste alguno, una autonomía respecto a Australia y la nacionalidad australiana, pero nunca una independencia total. Escuchadas las propuestas, los representantes del pueblo nauruano se negaron en rotundo. Menzies y su equipo continuaron buscando opciones, pero los orgullosos jefes tribales se negaron a perder su nacionalidad.
Los reasentamientos no eran algo nuevo para la metrópolis. Ya en 1945, el pueblo banabano fue llevado a otra isla a centenares de millas de su tierra natal. Su isla tuvo la suerte —si se puede llamar así— de ser visitada por Albert Fuller Ellis, el mismo que inició las prospecciones en Nauru, quien halló grandes yacimientos de fosfatos. Banaba fue completamente arrasada —en 1979 el 90% de su superficie era impracticable— por las compañías mineras, por lo que las autoridades coloniales británicas trasladaron a toda su población a la isla Rabi, en Fiyi, sin posibilidad de negociar.
Para ampliar: “Refugiados climáticos: ¿cómo evacuar un país?”, Abel Gil en El Orden Mundial, 2017
La hostilidad con la que la población de Curtis recibió a los jefes nauruanos hizo que estos desecharan la idea. Finalmente, en 1968 la isla consiguió su anhelada independencia de las tres metrópolis ante la incredulidad de estas y se convirtió en la república más pequeña del mundo. Se compraron los derechos de explotación a la BPC y se creó una compañía minera pública con el nombre de Nauru Phosphate Corporation. El guano y los fosfatos convirtieron a sus menos de diez mil habitantes en personas ricas, muy ricas. La renta per cápita del país en los 70 superaba a la de Estados Unidos o la Unión Soviética y podían permitirse lujos como construir rascacielos en Australia o tener una pequeña aerolínea. En 1975 alcanzó su pico al llegar a los 363 millones de dólares y una renta per cápita de 50.000 dólares. Pero los líderes isleños no pensaron en el futuro y eso les pasaría factura a las generaciones venideras.
Tras la dorada época de los 70 y unos buenos años 80, llegó el fin del milenio y, con este, el desastre para la economía de Nauru. Las reservas de fosfatos y guano comenzaron a agotarse a principios de los noventa. La corrupción se destapó —muchos millones provenientes de la minería no llegaron jamás al erario público— y la población observó atónita cómo el nivel de vida que había llevado hasta la fecha comenzaba a declinar.
El lucrativo negocio del que los isleños se habían beneficiado durante un siglo cayó estrepitosamente al pasar de generar más de mil millones de dólares australianos en 1991 a 138 millones en 2002. Además, la mayor parte del suelo de Nauru estaba demasiado acidificado como para intentar salir de la crisis con explotaciones agrícolas.
La población pasó de ser de las más ricas del mundo a la más obesa en 2007. La sociedad nauruana dejó de lado costumbres antiguas, como la pesca y el conreo, y abrazó la comida importada de Occidente, un error que les costó, según la Organización Mundial de la Salud, que un 94% de los nauruanos tengan sobrepeso. La Federación Internacional de Diabetes confirmó Nauru como el país con más afectados por este desorden metabólico del mundo, con un tercio de la población. De la noche a la mañana, el antaño orgulloso país de los doce clanes se había convertido en una nación en crisis, sin un plan de desarrollo a largo plazo y donde el pollo frito y el refresco de cola habían substituido a la pesca como plato típico.
La isla necesitaba dinero y no había manera de producirlo. Lo primero que hicieron fue deshacerse de sus posesiones en Australia —hoteles, la Torre Nauru, etc.— y vender su único avión. Como con esto no había suficiente, la república se vio obligada a usar su posición como Estado miembro de las Naciones Unidas para sacar tajada. En el año 2002 la pequeña nación reconoció a la República Popular China como la única China a cambio de un equivalente a 90 millones de euros. Pero la cosa no quedó así: un año más tarde, Yaren cerró su embajada en Pekín para abrir otra en 2005 en Taipéi, lo que ofuscaría a los líderes comunistas. Desde entonces, el Gobierno de Taiwán se convirtió en uno de los principales socios comerciales de Nauru. De hecho, menos de 20 Estados continúan manteniendo relaciones diplomáticas con la República de China y seis de ellos son pequeñas naciones del Pacífico sur por idéntico motivo.
Para ampliar: “Taiwán, el polvorín de las relaciones sino-estadounidenses”, Diego Mourelle en El Orden Mundial, 2017
Aunque la ayuda de los taiwaneses aligeraba la ardua situación económica, no era suficiente para ahuyentar la más que probable bancarrota —en 2002 había cortes de electricidad, puesto que no había dinero para sufragarla—. Tras unos coqueteos con el lavado de dinero a principios del nuevo siglo y con una tasa de desempleo por las nubes, Nauru optó por conseguir dinero de una forma más o menos lícita y aceptó ser parte de la Solución Pacífico.
Para ampliar: “Nauru: Cómo hacer inviable un país en 10 fáciles pasos”, Blog de Banderas, 2013
A partir de 2001, Australia permitió trasladar a aquellos que demandaran derecho de asilo a centros de internamiento fuera de sus fronteras. Así, los inmigrantes ilegales provenientes en barco del archipiélago indonesio o del sudeste asiático son redirigidos por la marina a islas como Nauru o Manus, isla de Papúa cuyo centro fue cerrado gracias a la presión internacional. El diario The Guardian realizó un reportaje titulado “The Nauru Files” que hizo visible a la comunidad internacional lo que pasaba en estos centros, pero que no consiguió cerrarlo. ¿Por qué? Pues porque actualmente es lo único que libra a la isla de la bancarrota. Si echamos una ojeada al gráfico anterior, vemos cómo desde que Yaren aceptó formar parte de la Solución Pacífico su renta per cápita ha remontado notablemente. Nauru cobra mil dólares mensuales por asilado, lo cual permite al Estado ganar varias decenas de millones anuales. Ni las reiteradas denuncias de abusos ni la presión de las diversas ONG han frenado a Canberra y Yaren; no le interesa a ninguno de los dos.
Para ampliar: “Australia, la isla de los emigrantes”, Lorena Muñoz en El Orden Mundial, 2016
Cuando los nauruanos pidieron la independencia de su isla, las autoridades australianas se quedaron pasmadas: no creían que los nauruanos pudieran crear una nación de la nada en una isla donde menos de la mitad del territorio puede considerarse fértil; de hecho, algunos expertos consideraron que sería inhabitable a mediados de los 90. Hoy en día, Nauru está entre los primeros puestos del índice de vulnerabilidad medioambiental de la Comisión de Geociencia Aplicada del Pacífico Sur (SOPAC por sus siglas en inglés) —con el apoyo de las Naciones Unidas—, por lo que la catarsis para esta tragedia griega parece no tener fecha.
Sin embargo, sí hay pequeños pero significativos avances. Australia aceptó pagar una compensación a Nauru por la destrucción causada por su actividad minera durante la época colonial. Además, se han empezado las tareas para rehabilitar las zonas afectadas con la población reclusa mencionada anteriormente. Se está estudiando la posible explotación de la dolomita, un mineral que la ONU considera útil para solucionar el problema del desempleo entre las naciones más pobres del Pacífico y que se encuentra entre las rocas abandonadas del centro de la isla. Los Emiratos Árabes también están ayudando a la isla en la construcción de un parque solar y dotarla así de una autosuficiencia energética… No será fácil, pero no es imposible. Quizás, en un futuro no muy lejano, los descendientes de aquellos jefes tribales que se negaron a irse a la Isla Curtis puedan volver a enorgullecer a su pueblo.
Esta entrada fue modificada por última vez en 25/05/2017 10:28
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