La desregulación financiera y la crisis ambiental constituyen una grave amenaza para el mundo y pueden poner en jaque a la democracia. ¿Cuáles son sus implicaciones para América Latina? ¿Cómo construir respuestas que nos protejan de estos graves riesgos en un contexto de ampliación de los niveles de desigualdad y de concentración de la riqueza?
Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL (Comisión Económica para America Latina y el Caribe), afirmó recientemente frente a un auditorio colmado en la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires, a partir de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el mundo está reviviendo la amenaza potenciada de dos tragedias: la desreguladora y la ambiental. Esas palabras, pronunciadas por una de las funcionarias con mayor responsabilidad en el sistema de las Naciones Unidas, exigen una reflexión acerca de cuál es la hoja de ruta a seguir para anticipar algunas respuestas a ofensivas que ya conocimos en el pasado, así como a otras nuevas, aunque de igual inspiración y peores resultados.
En América Latina, esta ofensiva se fortalece en un contexto de alta concentración de la riqueza y, en algunos países, de aumento persistente de la desigualdad: entre 2002 y 2015, las fortunas de los multimillonarios latinoamericanos crecieron a un promedio anual de 21 %, un aumento seis veces superior al del PBI de toda la región. Como gran parte de esa riqueza se mantiene en paraísos fiscales, el grueso de los beneficios del crecimiento de América Latina ha sido acaparado por un pequeño número de personas muy ricas, a costa de los pobres y de una clase media cada vez más precarizada.
Apenas asumió, Donald Trump ordenó revisar la Ley Dodd-Frank de 2010, el último avance regulador que había logrado el sistema político estadounidense sobre las actividades financieras de Wall Street, después de la gran crisis de 2008, bajo la Administración de Barack Obama. En aquel momento, todos evocaron el crack bursátil de 1929, la Gran Depresión y la Ley Glass-Steagall de 1933, la cual, para evitar otro desastre, separó la banca de inversión de los bancos comerciales de crédito. En 1999, bajo la euforia neoliberal, esa barrera reguladora había sido desarmada y la especulación sin límite provocó la crisis de 2008 y la Gran Recesión.
El sistema financiero terminó siendo rescatado con multimillonarios fondos públicos. Hasta Trump alimentó su campaña electoral con diatribas contra los poderosos de Wall Street e insinuó que repondría la vieja Ley Glass-Steagall para defender a los ciudadanos estadounidenses indefensos ante los poderes globalizados. Aún así, Wall Street terminó 2016 con su mayor ganancia en tres años (13,4 %). Pocas semanas después, las cosas cambiarían y los argumentos e iniciativas, ahora desreguladoras, de Donald Trump darían sustento al optimismo de los grandes inversores.
“Tengo amigos que no pueden abrir empresas porque los bancos no quieren prestarles dinero bajo las reglas y controles de la Ley Dodd-Frank”, sostuvo Trump. Su jefe de gabinete económico, Gary Cohn, ex jefe operativo del gigante financiero Goldman Sachs, detalló: “Se trata de ser un jugador en un mercado global en el que vamos a tener una posición dominante, siempre y cuando no nos regulemos a nosotros mismos“.
Este contraataque desregulador excede largamente a Trump. La propia presidenta de la Reserva Federal estadounidense, Janet Yellen, adhirió públicamente a la corriente de economistas que desliga la crisis de 2008 de la desregulación bancaria: “Es importante buscar todas las maneras de aliviar el peso de las regulaciones”, sostuvo en febrero de este año.
Causalidades
Significativamente, el mismo día en que Donald Trump firmó la orden ejecutiva para desactivar la Ley Dodd-Frank, la mayoría legislativa republicana revocó una norma que intentaba contener la corrupción, específicamente, en las empresas de petróleo, de gas y de minería, un complejo extractivo muy influyente en la nueva administración. El nuevo canciller norteamericano, Rex Tillerson, es un ex CEO de la multinacional Mobil. En la misma jornada de sesiones, los legisladores republicanos, con un fuerte predominio en sus filas de los negacionistas del cambio climático, votaron a favor de eliminar el tope de emisiones de gases de efecto invernadero que se había impuesto a las operaciones de perforación de petróleo y gas bajo la Administración Obama.
Enseguida, Trump desbloqueó dos gigantescos oleoductos (Keystone XL y Dakota Access) resistidos durante años por ambientalistas y por pueblos originarios que habitan en los territorios afectados. Así mismo, ha anunciado recortes de 31 % en la Agencia Ambiental (EPA) y despedir a un cuarto de sus 15 mil agentes que, según el New York Times, afectará desde el control del agua potable hasta los test de emisiones de gases de los automóviles.
No es casualidad, sino causalidad. La obscena desigualdad que caracteriza al capitalismo posindustrial, tanto en países desarrollados como en los más empobrecidos, tiene correlato no sólo en la renovada desregulación financiera, sino también en la persistente y descontrolada explotación de los recursos naturales.
La tragedia desreguladora y ambiental, a las que se refiere Alicia Bárcenas, nacen del mismo desvío original: la suposición de que la simple y llana liberación de las fuerzas económicas y financieras constituye la única condición posible para el desarrollo del capitalismo de mercado.
Los desastres y catástrofes naturales ocurridos en 2016 provocaron daños por valor de 175 mil millones de dólares, el doble que en 2015, y dejaron más de 11 mil muertos. Con excepción de fenómenos como los terremotos o las erupciones volcánicas, ya no quedan dudas sobre una íntima relación entre el cambio climático provocado por la actividad humana y la mayor frecuencia e intensidad de los eventos climatológicos extremos.
En América Latina, donde las inversiones siguen concentrándose en sectores extractivos como la minería o en monocultivos como la soja, con deforestaciones a gran escala, es imprescindible sentar las bases prácticas de un desarrollo sostenible que evite una tragedia aún mayor, hoy traducida en una sucesión de sequías e inundaciones que impactan sobre las poblaciones más vulnerables. Ofrecer ventajas y aún mejores condiciones al capital financiero y liberar al máximo las fuerzas de la economía primaria (agropecuaria o minera) no frenan la tragedia medioambiental que estamos viviendo sino, más bien, constituyen una invitación a nuevos desastres económicos y naturales.
La desregulación total de los recursos financieros y naturales no expresa otra cosa que la opción por un modelo de desarrollo excluyente y desigual; construir, en definitiva, un mundo para pocos. Por el contrario, mantener regulaciones que eviten la híper concentración de la riqueza, sin afectar las posibilidades de un desarrollo basado en el uso de energías renovables que asegure el equilibrio ecológico, constituye un reto urgente que debemos asumir si lo que queremos es vivir en sociedades más democráticas, incluyentes, humanas y justas.
Dos tragedias se ciernen sobre el mundo. Y podemos evitarlas.
Esta entrada fue modificada por última vez en 13/05/2017 22:38
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