¿Podemos terminar con la pobreza? Una pregunta que ha sido debatida durante muchos años por economistas, políticos, sociólogos, organizaciones internacionales… pero que a día de hoy sigue sin respuesta. Un repaso por los obstáculos que se tienen que superar para alcanzar el desarrollo, pero ¿hasta qué punto es posible escapar de estas trampas?
Más de mil millones de personas en el mundo viven con menos de un dólar al día. Menos de un 1% de lo que se gastó en armas en el siglo XX cada año habría valido para escolarizar a todos los niños del planeta a principios del 2000. Intermón Oxfam calcula que harían falta sesenta mil millones de dólares anuales para terminar con la pobreza extrema; eso supone un cuarto de los ingresos anuales de las cien personas más ricas del mundo.
Datos como estos han hecho que la pobreza se haya convertido en uno de los temas centrales en los debates de desarrollo; se ha tomado conciencia de la amenaza que supone para el sistema internacional y de que hay que centrar los esfuerzos en su erradicación. Sin embargo, como vamos a comprobar, no todas las medidas son las apropiadas, no siempre es fácil escapar de ella y, sobre todo, no hay una solución única y absoluta.
Una de las preguntas que más se han hecho en los últimos años es si de verdad se puede escapar de la pobreza o si, por el contrario, sus garras son en ocasiones más fuertes de lo que pensamos. En el estudio del desarrollo, estrechamente ligado al estudio de la pobreza, destacan dos figuras que han trabajado el concepto de “trampas de la pobreza”: Paul Collier y Jeffrey Sachs. Británico y estadounidense respectivamente, ambos economistas llevan años intentando dar respuesta a la pregunta que acabamos de plantear.
Coinciden en que hay una serie de impedimentos que hace difícil, si no a veces imposible, a los países pobres escapar de su situación. Lo que se intenta explicar con la idea de “trampas” es que la propia pobreza esconde una serie de obstáculos que la hacen imposible de superar; se asume que entraña condiciones que imposibilitan alcanzar un ritmo aceptable de desarrollo. En muchas ocasiones, la solución a una trampa supone el refuerzo de otra, lo que supone involucrarse en un círculo vicioso del que no se puede escapar.
La “trampa del conflicto” es una de las que Collier señala para entender los desafíos que entraña la lucha contra la pobreza. En muchos lugares parece existir una disposición al conflicto; sin embargo, no se debe simplificar la realidad. Lo que encontramos realmente es que el contexto hace que resulte más sencillo arrebatar el puesto de control a la persona que lo posee que desarrollar alguna actividad económica. En concreto, Collier hace referencia a lo rentable que resulta en muchos lugares dar un golpe de Estado y así tomar el control del capital proveniente de las ayudas; a veces es incluso más fácil que intentar controlar las fuentes de materias primas.
Otra de las trampas que se suelen mencionar y que afecta a muchos países del continente africano es la de los recursos o dependencia. Con base en la división norte-sur, el sistema de suministro de recursos se ha estructurado con los países pobres como exportadores de materias y compradores de productos manufacturados. La cuestión es que esta división atrapa a estos países en una espiral. Por un lado, centran su actividad económica en la exportación de materias primas, lo que puede generar un ingreso constante, pero bajo. Además hay que añadir la volatilidad de los precios de estos productos y el impacto que cualquier variación tiene para todo el sistema económico. La abundancia de recursos genera lo que se ha denominado “la maldición de los recursos”: en países con muchos recursos, la entrada de capital a través de su explotación hace que la clase dirigente pierda interés en cuidar de la sociedad; no existe una fiscalidad que mantenga las arcas del Estado —se llenan con los recursos—, por lo que crear un Estado del bienestar pierde sentido.
Para ampliar: “La maldición del oro negro: el robo de petróleo en Nigeria”, Adrián Blázquez en El Orden Mundial, 2015
Relacionado con la cuestión de recursos, Sachs y Collier hablan del determinismo geográfico de la pobreza. El británico se refiere a la trampa insular en la que se encuentran aquellos Estados que no pueden alcanzar un desarrollo apropiado por las circunstancias geográficas en las que se encuentran: falta de acceso al mar, escasez de suelos fértiles… Sachs añade a la ecuación el interés geopolítico que la localización de un país puede tener para otros que pueden encontrar beneficioso mantener en una situación de desventaja económica a dicho territorio para obtener de él lo que desee.
Ambos economistas coinciden en que, pese a que todas estas trampas son complejas, nada puede superar al obstáculo de la trampa del mal gobierno, los fallos fiscales, legales y de corrupción que generan las situaciones de pobreza. Por un lado, la ausencia de un sistema fiscal adecuado imposibilita el mantenimiento de un sector público aceptable, además de que no se genera una vinculación entre la población y el Gobierno. Al no existir un pago de impuestos, la legitimidad de la población para pedir la rendición de cuentas se reduce. Además, se hace más difícil alejar la corrupción del sistema público en tanto la etnia termina por mezclarse con el sector público: el desvío de capitales y el favorecimiento de los lazos tribales perpetúan a una clase cleptócrata que no recibe una presión adecuada de los movimientos sociales, porque no hay una conciencia de legitimidad para pedir la rendición de cuentas al Gobierno.
Así, vemos cómo todos los elementos se interconectan y forjan un ancla contra la que los países pobres poco pueden hacer. Todo en su conjunto conforma la gran trampa: la de la pobreza. Esta situación no permite un desarrollo basado en su erradicación, sino que empuja a los países a una espiral de la que no pueden escapar. La pobreza termina por ser la gran trampa, una estructura que se crea por la suma del resto de elementos. Entonces, ¿cómo podemos combatir una de las enfermedades más extendidas en nuestro planeta?
Para ampliar: The bottom billion: why the poorest countries are failing and what can be done about it, P. Collier, 2007
Ante la pregunta de cómo terminar con esta realidad, encontramos multitud de propuestas. Todos los especialistas se centran en hallar la forma de erradicar la pobreza —en especial en su forma más extrema— del planeta con diferentes soluciones, desde los que siguen una línea más liberal e intervencionista a aquellos que critican duramente las ayudas tildándolas de formas de dominación modernas. La idea más extendida, que queda personificada en los captadores de donantes con chalecos y carpetilla en mano en las calles de muchas capitales, es la de que la ayuda económica es la mejor solución para el problema de la pobreza.
Uno de los grandes abanderados de la ayuda como solución es Sachs. Este defiende que la ayuda que se entrega a los países pobres es poca y que la cantidad que llega a cada persona es mínima en relación con la cuantía total. Centra su enfoque en el desarrollo económico como forma de escape e imagina el desarrollo como una escalera a la que todos tienen que tener acceso. Sin embargo, es consciente de que el primer escalón es muy alto y se necesita un empujón para llegar a él. Este empujón consiste en una ayuda económica. Sachs, muy vinculado con los objetivos de desarrollo del milenio —ahora objetivos de desarrollo sostenible—, ha puesto en marcha lo que se conoce como aldeas del milenio. En estos espacios se dota a las comunidades de un acceso a los recursos necesarios para probar que, con la ayuda adecuada, las comunidades que viven en situación de extrema pobreza pueden escapar de la trampa.
Para ampliar: “La apuesta del milenio: erradicar el hambre en el mundo”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2016.
Otros defensores ven el proyecto de Sachs con buenos ojos en la medida que esto ayude al empoderamiento de la sociedad. Se relaciona con la idea de que un incremento del capital aumentará la renta, la aportación fiscal y empoderará a los ciudadanos; así, los líderes corruptos tendrán menos margen de maniobra. Sin embargo, no debemos percibir la pobreza como el fruto de una élite cleptócrata, sino como el resultado de una serie de factores —entre ellos, el mal gobierno— que llevan a esta situación.
Collier defiende que la ayuda, bien administrada, es beneficiosa para las sociedades y que puede ayudar a terminar con la pobreza. De hecho, afirma que hay que utilizarla como un incentivo, fijar una serie de mecanismos o estrategias que eviten que el capital se pierda. Además, apuesta por dar ese empujón a través de una ayuda en forma de capital humano, de habilidades, porque es más difícil que se saquee este recurso.
Aparte de estas aproximaciones, más materiales, podemos encontrar a otros defensores del libre mercado, que siguen una tesis más filosófica en cuanto a la ayuda como forma de traer la libertad económica. Entre ellos destaca Amartya Sen, que relaciona la libertad económica con la libertad social. Para el nobel, el derecho a trabajar se tiene que ver como una forma de resistencia, de liberación del sistema esclavista que genera la pobreza. De ese modo, la libertad económica generará otro tipo de libertades sociales e individuales que facilitarán el desarrollo.
Leyendo las propuestas y beneficios que se plantean, uno puede pensar que la ayuda económica es la mejor solución para el problema de la pobreza. Sin embargo, otros se han encargado de puntualizar las caras menos conocidas del altruismo.
Una de las referencias son las tesis de la economista zambiana Dambisa Moyo, quien señala dos elementos claves para desarrollar los problemas que la ayuda entraña: la creación de lobbies por parte de los donantes y la dinamitación de las estructuras económicas locales.
La idea de condicionalidad de Collier es muy usada por instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, una estrategia de “palo-zanahoria” que no hace sino reforzar ese lobby del que Moyo habla: la condicionalidad refuerza el sistema de dependencia que ya existe de estos países para con los donantes. Además, el propio Collier señala que la ayuda y su eficacia pueden ser entendidas como una campana de Gauss: llega a un punto en el que la eficacia alcanza su tope y a partir de ahí “más es menos”.
Otros, probablemente bajo el influjo de ideas racistas poscoloniales, argumentan que la existencia de esas ayudas hace que la clase cleptócrata no pueda resistirlo y se adueñe del capital de las ayudas. Estas ideas, aunque tuvieran algo de razón, sirven para reforzar una visión de los países pobres —en especial en el África subsahariana— como lugares dominados por pseudocaciques que buscan un enriquecimiento de su clan, una idea afropesimista que deja fuera del análisis otros factores que pueden influir o derivar en esta cleptocracia. Por ello hemos de tener cuidado al usar estos argumentos como crítica a la ayuda.
Sin embargo, es interesante hacer hincapié en la dinamitación de la economía interna. Collier, cuando habla del empujón económico, hace referencia a los riesgos que entraña, en concreto al conocido como “el mal holandés”. Esto supone que la entrada de capital —ayuda— en la economía de un país pobre hará que su moneda adquiera mayor valor, lo cual influirá en las exportaciones. La situación se podrá mantener mientras dure la ayuda, pero para cuando se termine muchas empresas pequeñas habrán desaparecido al no haber podido competir en el mercado de exportaciones con unos precios elevados.
Esto nos lleva a ser conscientes del doble filo de la ayuda. En Repensar la pobreza, los autores hablan de “las tres íes” —ideología, ignorancia e inercia— para explicar lo que lleva a cometer errores a la hora de distribuir la ayuda. Hay un ejemplo que ilustra a la perfección cómo la mala planificación puede acabar con el equilibrio económico y del poder, incluso cuando este está basado en la corrupción. En su libro Tras los pasos del señor Kurtz, Michaela Wrong hace referencia a la situación de crisis que se vivió en la región este del Zaire a mediados de los 90, cuando la llegada masiva de refugiados supuso la creación de grandes campos y la entrada de gran cantidad de ayuda económica. La mala planificación y distribución de esta ayuda afectó a la estabilidad del propio Zaire; llegó a tal punto que el PIB de los campos de refugiados ruandeses superaba en tres al del país de Mubutu. Esto derivó en una convulsión de todo el sistema clientelar y de corrupción que mantenía al Gobierno zaireño. El régimen de Mubutu perdió legitimidad, ya que no podía competir económicamente con los campos. De ese modo, la red de pagos ilícitos y caciquismo que hacía que el Gobierno se mantuviera se desmoronó: los líderes regionales encontraban más rentable hacer negocios con los campos de refugiados y recibir la mordida de ellos que depender del Gobierno.
Vemos de este modo cómo la mala planificación a la hora de distribuir la ayuda puede afectar a elementos que, aunque a primera vista parezcan menores o dañinos —como la corrupción—, son vitales para el equilibrio de una zona.
Ante este dilema, no resulta sencillo encontrar una solución al problema de la pobreza. No podemos confiar todo el trabajo a la ayuda económica como tal, porque, como vemos, puede no ser fácil de controlar y acabar generando más problemas que soluciones. Se hace necesario encontrar mecanismos que permitan mantener un control del camino de este capital, además de la búsqueda de alternativas a este tipo de ayudas, como puede ser la ayuda en forma de habilidades —personas con formación en cuestiones concretas—.
Sin embargo, no debemos perder de vista lo fácil que resulta convertir la ayuda en una herramienta de dominación. No tenemos que caer en teorías conspiranoicas que simplifican el problema: la realidad es que la entrada de ayudas económicas genera una serie de dependencias que pueden ser utilizadas por poderes —locales, nacionales o internacionales— para dirigir a los receptores en la dirección más oportuna.
Es por ello que desde los países donantes se tiene que tomar conciencia de la necesidad de no caer en un altruismo ciego que no mire más allá de lo que creen apropiado y necesario. El modelo de ayuda al desarrollo tiene que evitar caer en la ignorancia, la ideología y la inercia. El conocimiento de las zonas que van a recibir la ayuda —las dinámicas políticas, sociales y de poder internas— y el desarrollo de proyectos concretos para cada caso, alejados de modelos ideológicos preestablecidos, se hace totalmente necesario si se quiere terminar con la pobreza de manera efectiva.
La pobreza no es un problema aislado: es una amenaza para todo el sistema. J. F. Kennedy dijo que “una sociedad libre que no puede ayudar a sus muchos pobres tampoco podrá salvar a sus pocos ricos”. Si desde el mundo autodenominado desarrollado no trabajamos contra este mal, cabe preguntarse el rumbo y las consecuencias que supondrá con el tiempo.
Esta entrada fue modificada por última vez en 12/05/2017 12:30
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