“El Mercosur ante el nuevo escenario latinoamericano”, por Federico Larsen
Los países de América Latina parecen estar atados por una suerte de hilo sutil que va marcando sus historias en un recorrido común. Un rápido análisis de las etapas vividas en el continente en el siglo XX refuerza esa idea: desde los movimientos liberales de empoderamiento de las clases medias de los años 20 hasta la vuelta a regímenes conservadores y oligárquicos para luego dar paso a los Gobiernos populares de los 40 y 50, la etapa del desarrollismo y los sanguinarios golpes de Estado militares que pusieron las bases de sistemas económicos neoliberales. Y luego las traumáticas vueltas a la democracia —en algunos casos en medio de guerras civiles y revoluciones—, el periodo pos Guerra Fría del Consenso de Washington, las rebeliones populares de principios del siglo XXI y el comienzo del último ciclo progresista. Claro que en cada país estos procesos se vivieron de manera muy diferente, guiados por las características e idiosincrasias locales, pero es innegable la vigencia de debates comunes en cada uno de ellos: la representatividad popular, el comercio exterior, la participación política, el desarrollo, la injerencia estadounidense, la seguridad regional y la inserción internacional.
En los años 80, en América del Sur se desarrolló una corriente de pensamiento que sostenía que la solución a buena parte de esos debates se podía encontrar en la integración regional. La cooperación entre los países latinoamericanos permitiría descomprimir antiguas rivalidades, proponer nuevas formas de participación de la sociedad civil, tejer alianzas estratégicas y, especialmente, potenciar el comercio exterior, la producción y la proyección global de los países de la región. Hacia principios de los 90, se comenzaron a poner las bases de este tipo de proyectos, profundamente marcados por el clima de la época, signado por el triunfalismo neoliberal y el nuevo orden mundial tras la caída del mundo bipolar.
Existe hoy bastante consenso en definir esta primera etapa de los proyectos de integración latinoamericana como de regionalismo abierto, cuyas principales expresiones son la creación del Mercosur en 1991, el Sistema de la Integración Centroamericana en 1993 y la Comunidad Andina de Naciones en 1996. Todas ellas compartían una visión economicista de la integración internacional, basada en la búsqueda de uniones aduaneras, revisiones arancelarias, la creación de cadenas productivas y bloques comerciales para fortalecer la inserción de la región en un mundo en vías de globalización, sin cuestionar de ninguna manera la forma en la que se estaba haciendo. Las recetas fueron las que dictaban en ese momento los gurús de la economía neoliberal: privatizaciones, reducción del aparato estatal, desregulación financiera, apertura de mercados, etc. Y esa también fue la lógica con la cual se encararon los procesos de integración.
El Mercosur en el regionalismo abierto
El Mercosur es quizás de los más interesantes en este sentido. Nacido de la necesidad de Argentina y Brasil de disminuir las tensiones bilaterales —no era absurdo pensar en los 80 en una escalada militar entre los dos países—-, su identidad y objetivos han ido cambiando a lo largo de los años en función de los cambios políticos en la región. Si en los años 80 se pensaba como un instrumento para desvincularse de la órbita de influencia norteamericana y fortalecer el rol de Brasil como potencia regional, en los 90 quedó relegado a órgano de aplicación de los designios estadounidenses para la región. Uruguay y Paraguay se sumaron así a un bloque con evidentes asimetrías y disparidades, que sin embargo funcionaba mientras el objetivo del libre comercio se mantuviera como horizonte del desarrollo del Cono Sur.
En 1994, sin embargo, la Administración Clinton reflotó un antiguo proyecto que había estado en la doctrina estadounidense para América Latina, inclusive desde la creación de las Conferencias Panamericanas en 1889: la unión aduanera hemisférica. La larga serie de Cumbres de las Américas que de allí siguió fue el teatro de las negociaciones para el establecimiento del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que los países del Mercosur miraban con desconfianza por el altísimo grado de entrega a ciegas que requería para sus economías y la negativa estadounidense a negociar el sector del agro —tal como lo ha hecho también en el ámbito multilateral de la Organización Mundial del Comercio—.
Pero no fue hasta 2005, con la cumbre de Mar del Plata, en Argentina, cuando los líderes del Mercosur lograron el apoyo suficiente para llegar a lo que querían desde hacía diez años: enterrar el ALCA. Ese apoyo vino del surgimiento de movimientos antisistémicos que reivindicaban otra integración mucho más antigua, la de la Patria Grande, y que, de las luchas sociales en Venezuela, Bolivia y Centroamérica, habían logrado constituirse en opciones de poder y dieron un nuevo empuje a la integración latinoamericana. Nació a partir de allí la etapa del llamado regionalismo posliberal.
La etapa posliberal
El periodo 2005-2015 fue de los más fructíferos en el ámbito de la política latinoamericana. Su éxito se debe a la politización del concepto mismo de integración, la centralidad de los Estados —y no de los mercados— en su proceso y la buena sintonía entre los diferentes países de la región. Brasil, gran ganador de la retirada estadounidense de América del Sur, logró proyectar sus intereses estratégicos a toda la región al acercar los países del Mercosur a los mercados chinos y promover una nueva institucionalidad regional que se materializó en la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). La disputa Caracas-Brasilia por la primacía energética en América Latina también se resolvió a favor de Brasil: Lula reforzó su alianza con Chávez favoreciendo el ingreso de este como miembro pleno del Mercosur en 2006 y, una vez fortalecido su rol en la región, pudo mostrar sus credenciales en las mesas de los BRICS, G20, Naciones Unidas —donde retomó su reivindicación de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad— y cuanto otro organismo internacional lo invitara.
América Latina adoptó durante este periodo tres estrategias de inserción en el mundo. La primera, rupturista y antisistémica, estaba basada en el cuestionamiento del orden internacional y una política exterior dedicada a entorpecer los movimientos de las grandes potencias en la región. La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), con Venezuela, Ecuador, Bolivia y Cuba a la cabeza, ha priorizado esquemas de cooperación sur-sur y otorgado protagonismo a las organizaciones sociales latinoamericanas en foros internacionales, además de proponer alternativas de desarrollo autónomo para la región —el ejemplo más claro ha sido el de la Nueva Arquitectura Financiera Latinoamericana, surgida en Quito a partir de 2008—.
Una segunda estrategia fue la de los países con Gobiernos neodesarrollistas, especialmente los del Mercosur, que buscaron su inserción internacional a partir de la reformulación de su rol en los organismos globales y restablecer su marco de alianza estratégica. Y, en tercer lugar, aquellos países que desde los años 90 habían mantenido su apego al libre comercio, que negociaron acuerdos preferenciales con EE. UU. y la Unión Europea y que abarcan buena parte de Centroamérica, México, Colombia, Perú y Chile, que a partir de 2011 formaron una nueva unión aduanera y financiera: la Alianza del Pacífico. A pesar de las diferencias, los tres grupos vivieron en este periodo una peculiaridad común: se favorecieron de los altos precios de las materias primas, que entraron en un ciclo de reprimarización de sus economías, y la siguiente caída de su precio internacional afectó a todo el continente.
Fue este el periodo en el cual más se pudieron ver las debilidades estructurales que el Mercosur aún hoy mantiene. Su integración imperfecta, basada sobre el acuerdo político entre Gobiernos independientes, que no someten sus decisiones a ningún órgano supranacional ni confían en los demás Estados lo suficiente como para renunciar a su presencia en algún organismo del bloque, por más insignificante que sea, es una prueba de la debilidad real de la integración en el Mercosur. La asimetría que divide Argentina y Brasil de sus socios menores, Uruguay y Paraguay, se hizo aún más evidente a pesar de los mecanismos de compensación creados al respecto. La falta de regulaciones comunes en el ámbito comercial hizo que cada país avanzara como podía bajo un pacto de no romper las reglas del bloque en lugar de avanzar justamente como tal.
Asimismo, pese a la retórica esgrimida por los Gobiernos de Argentina y Brasil particularmente, a las organizaciones de la sociedad civil se les ha concedido nulo espacio en el proceso, aunque demostrasen un altísimo grado organizativo, inclusive más que los Estados, a juzgar por el sostenimiento de las Cumbres Sociales del Mercosur o las actividades de la Coordinadora de Centrales Sindicales del Cono Sur (CCSCS) y otros movimientos sociales. El bloque sigue en deuda con los proyectos de ciudadanía del Mercosur, los fondos de financiación de proyectos sociales y muchas otras iniciativas prometidas y jamás realizadas. En otras palabras, en el ámbito social y de participación popular, el Mercosur mantuvo las características del periodo de regionalismo abierto, con una clara predilección hacia los sectores industriales y financieros, a pesar de los discursos del ciclo progresista.
Las debilidades del Mercosur progresista
La sintonía política entre Gobiernos de la etapa posliberal había logrado, como en los 90, matizar las diferencias en los intereses a largo plazo. El Mercosur respondió con celeridad ante el golpe de Estado en Paraguay en junio de 2012 suspendiendo al Gobierno de Federico Franco del bloque y permitiendo así la incorporación plena de Venezuela. La integración regional parecía entonces encaminarse hacia la consolidación de un actor internacional de peso, con Unasur, Mercosur, ALBA y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en vías de crecimiento y Brasil afirmándose como potencia intermedia y con vocación de ir por más. Pero una serie de factores externos e internos modificaron ese escenario: la caída de los precios de las materias primas debilitó enormemente a las economías latinoamericanas, que en el periodo de bonanza jamás habían querido renegociar los términos de intercambio con el centro de la economía-mundo —hay que tener en cuenta que, justamente con ese fin, en 1964 se creó, por iniciativa latinoamericana, el G77, que tampoco tuvo protagonismo en esta etapa—.
Argentina y Brasil recobraron a partir de 2008 cierto esplendor internacional al participar en el Grupo de los 20, espacio elegido para hilvanar nuevos acuerdos para la gobernanza mundial. Allí los Gobiernos del Cono Sur aceptaron poner a un lado las interesantísimas alternativas regionales —el Banco del Sur, inactivo desde su fundación nueve años antes; el Fondo del Sur, jamás implementado; el sistema único de compensaciones recíprocas para los intercambios comerciales internos, reducido a los países del ALBA; el abandono del dólar como moneda de intercambio, aplicado a poquísimos bienes y luego abandonado…— para obtener a cambio mayor protagonismo en las instituciones financieras tradicionales. Inflación, recesión y casos de corrupción en el seno de los Gobiernos progresistas carcomieron luego la confianza de la ciudadanía, más permeable a la consigna vacía que la derecha lanzó en cada rincón del continente: cambio.
Envalentonados tras una década de intentos de golpes de Estado —Venezuela (2002, 2014, 2017), Bolivia (2008), Honduras (2009), Ecuador (2010), Paraguay (2012), Brasil (2016)—, los sectores conservadores latinoamericanos lograron retomar el control de algunos de los Gobiernos de la región y con ellos el rumbo de los proyectos de integración. El derrumbe interno de Brasil y Venezuela conllevó una grave pérdida de gravitación internacional de Unasur y Celac. No es casual que la Organización de Estados Americanos, claramente vinculada al proyecto de ordenamiento norteamericano para el hemisferio, haya vuelto a ser reconocida como espacio legítimo de discusión entre los países latinoamericanos.
Los desafíos de esta nueva etapa
La llegada al poder de Gobiernos neoliberales en el Cono Sur —Macri en Argentina, Temer en Brasil, Cartes en Paraguay— también modificó notablemente las perspectivas del Mercosur. En líneas generales, se advierte una vuelta a los preceptos del regionalismo abierto. En lo discursivo, se ha logrado vincular las políticas de la etapa precedente con la cerrazón y el aislamiento, que la apertura financiera, los acuerdos de libre comercio y la priorización de las relaciones con las potencias mundiales vienen a rectificar. La suspensión de Venezuela por incumplir con las resoluciones del bloque —cuando el mismo canciller uruguayo, Nin Novoa, asegura que existen 89 normas nacionales que impiden la aplicación de las regulaciones del Mercosur en los demás países fundadores— no fue otra cosa que una señal del rumbo que seguir en el futuro.
Frente a la crisis sistémica que vive Brasil —que va mucho más allá de la situación económica—, es Argentina la que decidió tomar la iniciativa en el Mercosur. En tan solo un año, el Gobierno Macri aceptó las condiciones de los fondos buitre para volver a obtener créditos internacionales, se sumó a la larguísima lista de países observadores de la Alianza del Pacífico —con quienes también lanzó una alianza estratégica sellada en Buenos Aires a principios de abril—, reimpulsó las negociaciones para un tratado de libre comercio UE-Mercosur y logró el visto bueno de los directivos del Foro Económico Mundial para realizar por primera vez su encuentro latinoamericano en Buenos Aires como muestra de respaldo internacional.
Uruguay, a pesar de mantener el mismo partido en el Gobierno —que se supone progresista—, también se adaptó al cambio. Tabaré Vázquez comenzó ya los primeros contactos para concretar un tratado de libre comercio con China, cerró otro con Chile, se plegó a la decisión de sus socios de suspender al Gobierno venezolano y presiona para modificar la Resolución 32/00, que prohíbe a los países del Mercosur la firma de acuerdos comerciales bilaterales fuera del bloque. Algo parecido propone Paraguay, ansioso por profundizar su relación con su único aliado extrarregional, Corea del Sur, y tratando de evitar un acuerdo del bloque con China al ser el único país del Mercosur que reconoce la independencia de Taiwán.
La actualidad del Mercosur se debate en el cambio de perspectiva hacia un regionalismo abierto y en vías de actualización por la coyuntura internacional. La aparente vuelta al unilateralismo de Estados Unidos favoreció la vuelta al sur de algunos actores importantes para el bloque: Chile y especialmente México, que representan una virtual puerta al Pacífico para las economías del Atlántico; la UE, con la que se volvió a negociar el tratado de libre comercio, en suspenso desde 1998; China, que, si bien excluyó a América Latina de su estrategia “One Belt, One Road”, busca un interlocutor válido en la región tras las dificultades de las rondas con la Celac, y los mismos EE. UU., interesados en reafirmar su posición en Suramérica, especialmente por razones de seguridad estratégica y geopolítica en la zona del acuífero guaraní y la triple frontera entre Brasil, Argentina y Paraguay.
El futuro del Mercosur del cambio está más ligado a las necesidades del mercado que a las decisiones soberanas de sus Estados. Con una débil estructura institucional, un liderazgo volátil y poco claro, el alejamiento de los movimientos político-sociales de base del Cono Sur y un proyecto históricamente atado a los humores políticos regionales, su consolidación parece muy difícil. Pero las élites latinoamericanas —y mundiales— parecen ahora dispuestas a darle una nueva oportunidad.