Bélgica, ¿un Estado fallido en Europa?
Bélgica nació, por accidente, como un término medio entre los intereses de las diferentes potencias. En sus fronteras quedaron francófonos, neerlandeses y alemanes unidos por su fe católica. Los francófonos se encargaron de diseñar el país a su gusto, pero, tras la crisis del 73 y la globalización, su modelo se vino abajo, y con él el porqué del Estado.
La situación en Bélgica es siempre tensa, ya que el Estado central apenas tiene la capacidad de mediar entre sus regiones, hasta el punto de que ha sido calificado como Estado fallido o, según el ex primer ministro Yves Leterme, un “accidente de la Historia”.
Bélgica está dividida en dos grandes comunidades: los flamencos, al norte, de habla neerlandesa, y los valones, al sur, francófonos. A ellos hay que sumar una pequeña comunidad alemana al sureste. Estas comunidades se reparten un Estado desde posiciones socioculturales, económicas e históricas diferentes, que llevan a continuos enfrentamientos, desde disputas por elegir un zoológico para osos pandas hasta rozar la xenofobia entre comunidades.
Entre 2010 y 2011, Bélgica mantuvo un Gobierno interino durante 541 días, un récord mundial. Sin embargo, la dificultad para formar Gobierno no se debió solo a intereses de los partidos políticos, sino a un enfrentamiento entre dos sociedades diferentes que estuvo cerca de costar la desaparición del país.
En el siglo IX, Bélgica era el centro del Imperio carolingio, un Estado con la pretensión de aglutinar a los pueblos latinos y germánicos. Sin embargo, en el 843 los nietos de Carlomagno firmaron en Tratado de Verdún, dividiendo el imperio entre Francia, Alemania y Lotaringia, el Estado medio, un país tapón entre germanos y franceses.
La tradición del Estado medio será recogida por el Ducado de Borgoña y, tras este, por la Casa de Habsburgo, primero española y después austríaca. Luego penetraría el calvinismo y se produciría la sublevación e independencia de los protestantes holandeses y la ruptura con la católica Bélgica. Tras la Revolución Francesa, Bélgica pasó a formar parte del Imperio francés, hecho que forzará el afrancesamiento de las élites flamencas y valonas.
Después de las guerras napoleónicas, durante el Congreso de Viena de 1814, las potencias europeas vieron la necesidad de redibujar el mapa de Europa para mantener el equilibrio de poderes y aislar a Francia. Para ello, Bélgica debía pasar de depender de Viena a Ámsterdam, formando el Reino Unido de los Países Bajos. El objetivo era crear un Estado tapón para frenar a Francia y evitar que volviese a anexionarse Bélgica, desequilibrando el juego de poderes.
Los roces no tardarían en surgir. El 60% de la población residía en la actual Bélgica; sin embargo, el poder político y económico estaba en la parte holandesa de la unión. El sur era católico, industrial y proteccionista, pero la política respondía a los intereses del norte, protestante, comercial y liberal. A esto hay que sumar una infrarrepresentación del sur en las instituciones, la imposición del neerlandés como única lengua oficial o los enfrentamientos entre la Iglesia católica y el Estado. Todo ello privó a los belgas del acceso a las instituciones y al poder político, pese a que poseían el poder económico gracias a una temprana industrialización.
En 1830 empezaba en París una oleada revolucionaria que se extendería por Europa contra el orden de Viena. Bruselas se alzó contra el Gobierno de Ámsterdam, a lo que siguieron revueltas en las principales comunidades profrancesas y la deserción de tropas. No obstante, había dos concepciones de la revolución antagónicas. Por una parte, estaban los defensores del ratachismo o reunionismo, de la unión de Bélgica con Francia, apoyada por los valones y la burguesía; por otra parte, los partidarios del orangismo, que pretendían una mayor autonomía para las provincias católicas del sur o la transformación de los Países Bajos en una confederación. La burguesía, temerosa de que la revolución se volviese contra ella, tomó el control de la situación e impuso sus tesis francófilas, que definirán Bélgica.
El nuevo Gobierno de Francia intervino en Bélgica en apoyo del ratachismo con la intención de anexionarse la región o parte de ella. Mientras, el resto de potencias se veían incapaces de intervenir al tener que sofocar revoluciones en otros puntos del continente.
Para evitar una nueva guerra, Gran Bretaña convocó el Protocolo de Londres, donde desarrollará sus tesis para asegurar el equilibrio de poderes. La situación belga se había deteriorado tanto que no era factible una reintegración con Holanda, pero tampoco era tolerable que Francia creciese hacia el norte. La solución fue crear un nuevo Estado bajo protección del Imperio británico. Así, se volvía a la idea del Estado medio, tapón entre los franceses y los pueblos germánicos, pero sin cumplirse los objetivos ni del ratachismo ni del orangismo.
El nuevo Estado tomó la forma de una monarquía parlamentaria con un sufragio censitario, así que el diseño del país quedó en manos de la burguesía francófona, que hicieron del francés la lengua del Estado. Bruselas, la capital, situada en pleno territorio flamenco, experimentó un cambio lingüístico al imponerse el francés en la Administración, formando una isla latina en la región flamenca.
Al control de las instituciones políticas y administrativas por parte de los francobelgas hay que sumar el poder económico, ya que Bélgica llegó a convertirse en la segunda potencia industrial, por detrás de Gran Bretaña, gracias a las minas de carbón y hierro de Valonia y la industria a su alrededor. Tal fue su poder que este pequeño Estado pudo mantener un imperio colonial.
En un principio, los flamencos no presentaron resistencia, dado que su sociedad agrícola no aspiraba a controlar las instituciones y se habían librado del calvinismo holandés, siendo además dependientes económicamente de Valonia. Un siglo después de la independencia, empezaron a aplicarse reformas que garantizasen la igualdad de ambas comunidades en un momento en el que la identidad flamenca estaba en auge y su economía empezaba a despegar gracias a los puertos, el conocimiento del neerlandés y del francés —que no poseían los valones— y, en definitiva, el control del comercio. Pero en 1932 se aprueba la fractura lingüístico-administrativa entre Flandes y Valonia ante la negativa valona de aceptar el bilingüismo en todo el país.
En los años 60, la división alcanzó su punto de inflexión. En 1968 la Universidad de Lovaina, en Flandes, la más antigua de Bélgica, se dividió ante las revueltas flamencas, fundándose una nueva ciudad en Valonia para albergar la sede francófona. A partir de ese momento, todas las instituciones, partidos políticos y medios de comunicación se dividieron en dos entidades independientes según la frontera lingüística.
Los movimientos de los 60 llevaron a que en 1970 se aprobase la creación de regiones autónomas, que debía zanjar el problema entre ambas comunidades. Pero en 1972 se inició la crisis del petróleo, que destruyó el modelo industrial occidental y el valón. Así, en una década la situación se invirtió y la próspera Valonia pasó a ser una región deprimida, con altas tasas de paro y dependiente de las ayudas del Estado, mientras que Flandes utilizó su sector comercial para convertirse en la región más avanzada.
Los flamencos se encontraron precipitadamente con el control del poder político y económico de un Estado que había sido diseñado por y para los valones. Las reivindicaciones históricas pasaron a ser el programa político del país, iniciando un proceso de continuas reformas constitucionales. Había llegado la hora del orangismo.
En 1993 Bélgica paso a ser un país federal con una compleja división territorial en tres regiones federales —Flandes, Valonia y Bruselas— y tres comunidades —flamenca, francófona y alemana— determinadas por la lengua cuyos límites no coinciden con los de las regiones. Se trata de dos tipos diferentes de sujetos federales superpuestos en el espacio e incluso en funciones sobre Bruselas. Flandes y la comunidad flamenca se fusionaron por simplicidad administrativa, pero aun así existen cinco administraciones regionales.
Esta división fue la solución para evitar la fractura del país ante la nueva posición de poder de la sociedad flamenca, pero la Constitución prohibió los partidos políticos nacionales, permitiendo únicamente aquellos que representasen a las comunidades. Ello supuso que los intereses de las regiones se impusieran en la política por encima del interés común, ya que los partidos solo tienen que responder antes los votantes de un lado de la frontera lingüística.
Sin embargo, la división no es meramente política, sino ante todo social. No se trata de un conflicto violento, sino de una división tan profunda que las comunidades flamenca y valona ni siquiera llegan a relacionarse entre ellas. Cada una cuenta con sus propios partidos políticos, sus propios medios de comunicación, sus sistemas y centros educativos y sanitarios y sus programas sociales. Flamencos y valones viven a espaldas unos de otros.
Muestras de esta división son que solo se produce un 1% de enlaces mixtos entre comunidades o que menos de la mitad de la población es capaz de comunicarse en las dos principales lenguas, aunque con diferencias entre valones y flamencos: mientras que casi el 60% de los flamencos habla francés, menos del 20% de los valones es capaz de hablar neerlandés.
Esto supone que los flamencos son capaces de comunicarse en francés, pero que los francófonos siguen empleando el francés en territorio flamenco, impidiendo trasvases de población del decadente sur al próspero norte y reduciendo las posibilidades de un flamenco de vivir en Bruselas, su capital histórica, sin hablar francés, debido a que deben emplear el francés en la vida cotidiana o el trabajo. Esta situación genera un sentimiento de resentimiento hacia los valones, máxime cuando Valonia produce menos de un cuarto de la riqueza nacional y debe mantenerse con los impuestos de Flandes y Bruselas.
Aunque Valonia fue el motor económico de Bélgica durante la mayor parte de su Historia, en la actualidad es una región deprimida, donde la tasa de paro es diez puntos superior a la flamenca; así, la sociedad que diseñó el Estado es dependiente de las ayudas económicas de la que fuera la oprimida. Esto ha supuesto que desde Flandes se acuse a los valones de vagos que no quieren trabajar y que viven de los impuestos de los flamencos y que se cuestione el sistema de financiación y las funciones del Estado en cuanto a servicios sociales o seguridad social, recortando progresivamente las competencias del Gobierno en favor de las regiones.
A estas comunidades hay que sumar la minoría alemana, que representa menos del 1% de la población. La región del este de Bélgica, donde se asientan, fue anexionada tras la I Guerra Mundial como compensación de guerra y apoyó la reconquista alemana del territorio en la II Guerra Mundial, pero al acabar la guerra fueron de nuevo incorporados por Bélgica.
Bruselas es un botón francófono que ha encontrado un hueco en territorio flamenco y que mantiene unidas a dos comunidades que de otro modo seguramente ya se habrían separado. Pero Bruselas es también la capital de capitales, capital de Flandes, de la Región de Bruselas, de la comunidad flamenca y la francófona, de Bélgica, y la capital de facto de la Unión Europea (UE).
Bruselas fue elegida como centro de las instituciones de la incipiente Comunidad Europea por ser una ciudad bilingüe entre los pueblos germánicos y latinos y por encontrarse entre las potencias de la Comunidad Europea: Francia y Alemania. Las instituciones europeas dinamizaron la ciudad e inyectaron gran cantidad de capital, que actualmente genera de modo directo el 15% del Producto Interior Bruto (PIB) bruselense y permiten que la ciudad genere el 20% del PIB belga pese a tener solo el 10% de la población, lo que la convierte en la segunda región más rica de la eurozona.
Aunque es un territorio teóricamente bilingüe, el 85% de la población es francófona y el francés es la lengua franca. Pero se encuentra en pleno territorio flamenco y ellos la consideran su capital, al igual que los valones. La prosperidad que han supuesto las instituciones europeas ha atraído a inmigrantes de Valonia, ya que es la única zona francófona tan dinámica como Flandes. Sin embargo, los requisitos del plurilingüismo de las Administraciones locales y de los órganos y empresas dependientes de las instituciones europeas han hecho que gran parte de esta inmigración valona sin conocimientos de idiomas haya quedado desempleada. Esto genera una triple contradicción: pese a ser la región con un PIB per cápita más alto, es también la región con mayor proporción de desempleo y mantiene rentas medias inferiores a la media nacional.
Además, quien trabaja en Bruselas no vive necesariamente en la Región de Bruselas, puesto que la ciudad ha crecido fuera de sus límites administrativos. Inicialmente se fueron a la periferia los flamencos cansados del dominio del francés, pero a estos los siguieron los francófonos en busca de viviendas más baratas. En primer lugar, se dirigieron hacia los municipios con facilidades lingüísticas —que reconocen ciertos derechos a las minorías lingüísticas— y luego a todos los demás que rodean la ciudad.
En la actualidad, en el distrito de Hal-Vilvorde, que rodea Bruselas, viven más de un 25% de francófonos, superando el 75% de la población en algunos municipios con facilidades lingüísticas, pero alcanzando el 20% en otros muchos sin estas facilidades. Ello ha supuesto que Bruselas deje de ser una isla francófona en Flandes y pase a ser una metrópolis francófona que avanza sobre territorio flamenco unida de facto a Valonia, generando mayores tensiones entre ambas comunidades.
Los flamencos se encuentran así con que, después de haber perdido su capital, siguen perdiendo terreno ante los francófonos, con miedo a situarse en inferioridad en sus propios municipios, como ya sucedió en Bruselas. Por su parte, los francófonos de la periferia se sitúan como minoría discriminada política, lingüística y administrativamente ante los esfuerzos flamencos por mantener el control en sus instituciones.
El conflicto en la periferia de Bruselas fue el principal detonante de la crisis de gobierno de 2010-2011 y, aunque la situación se acabó resolviendo, Bruselas y su periferia siguen siendo el principal foco de tensión en el país. Por una parte, los flamencos no están dispuestos a perder definitivamente Bruselas y temen que el afrancesamiento de los suburbios derive en la incorporación de estos municipios a la Región de Bruselas, lo cual la uniría con Valonia y supondría la pérdida definitiva de la ciudad. Por otra parte, los valones reclaman igualdad de derechos y ven en la posible ampliación de la Región de Bruselas una oportunidad, a la vez que garantizaría el acceso a la ciudad desde Valonia en caso de una secesión flamenca.
Bruselas se ha convertido en el nexo de unión entre ambas comunidades, dado que ninguna de ellas está dispuesta a renunciar a la ciudad, pero también en el foco de los rifirrafes. Además, ser la sede de las principales instituciones europeas ha dado un valor global a la marca Bélgica, muy difícil de conseguir para un país pequeño, que ni Valonia ni Flandes podrían conseguir por sí solas. A su vez, la pertenencia a la UE ha abierto grandes mercados, posicionando a Bélgica en el centro de ellos, que se podrían perder en caso de disolverse el país.
Por ello, aunque casi la mitad de los flamencos y dos terceras partes de los valones estarían de acuerdo con unirse a Holanda y Francia respectivamente, el apoyo a la separación del país era, en el momento de máxima tensión, de solo el 45% entre los flamencos, triunfando las posiciones más pragmáticas. De hecho, el primer partido del país, los nacionalistas de Nueva Alianza Flamenca (N-Va), ha llegado a renunciar a la independencia o, al menos, a la independencia oficiosa.
Y es que los políticos flamencos no han cesado en su tira y afloja con los valones al reclamar nuevas competencias en sucesivas reformas constitucionales. Las últimas proclamas del N-Va llegan a diseñar una Bélgica sin primer ministro, donde las relaciones internacionales estén transferidas a las regiones, buscando que Bélgica pase de ser un Estado confederado. Pero alcanzar ese tipo de descentralización supondría en realidad la disolución del Estado y la independencia de Flandes, pero sin el riesgo de salir de la UE o perder Bruselas y manteniéndose bajo el paraguas de la marca Bélgica.
Y todo esto en el corazón de la UE, una institución que promueve la integración, la desaparición de las fronteras y la diversidad. Aunque quizás sea esto lo que esté conduciendo a Bélgica hacia su desaparición. No hay que olvidar que Bélgica nació como Estado tapón artificial, y en la Europa del espacio común ya no hay nada que taponar.
Para ampliar: “Bélgica, dos países en uno”, En Portada de RTVE, 2008
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Esta entrada fue modificada por última vez en 12/11/2016 09:13
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