Por Nicolás Carrillo Santarelli
Como argumento en mayor detalle y extensión en un artículo que se publicó a finales del año pasado, titulado “La legitimidad como elemento crucial de la efectividad de pronunciamientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos ante casos complejos y desafíos regionales”, que está disponible en este vínculo, los órganos principales del sistema interamericano de derechos humanos, a saber, la Corte y la Comisión, han sido fundamentales en la exposición y condena de graves abusos estructurales en la región americana, que lastimosamente persisten pero en parte han sido atajados gracias, precisamente, a las valientes actuaciones de aquellos órganos. Por ello, críticas y retiro de apoyo a los mismos con base en argumentos falsos y manipulaciones, como las críticas venezolanas de que el sistema era imperialista (absurdo, véase cómo ha criticado a los mismos Estados Unidos de América) cuyo verdadero trasfondo está basado en el temor del Estado venezolano de exponer sus abusos (ver aquí), son inaceptables. Este ha de ser el punto de partida de cualquier análisis, y por eso deseo dejar claro que mis críticas son formuladas con mucho aprecio (la CorteIDH es uno de los órganos internacionales que más admiro, y sus jueces han dado grandes contribuciones) y un deseo de que no se debilite la Corte y los Estados, cuya voluntad siempre pende como espada de Dámocles para la pervivencia o efectividad del sistema, no sea retirada (incluso, potencialmente, con argumentos razonables si la Corte es sorda a críticas legítimas).
Ahora bien, esto tampoco quiere decir que todo lo que la Corte haga es necesariamente acertado desde puntos de vista tanto políticos como jurídicos. De hecho, criticarla cuando proceda es conveniente para la propia Corte Interamericana, que así podrá fortalecer su práctica y evitar cuestionamientos a su legitimidad, lo que afectaría a tantas personas que se benefician directa e indirectamente (gracias a la recepción interna de su jurisprudencia incluso en casos en los que no sea parte su Estado) de su proceder. Precisamente por este impacto indirecto, la Corte, como discuto en el artículo referido atrás, ha incrementado su tono y opinión frente a los efectos de su jurisprudencia, con alusiones al control de convencionalidad, buscando erigirse en un órgano no sólo de protección en casos concretos sino en una suerte de órgano constitucional supranacional en la región americana. Esto, no obstante, chirría en parte con los pilares de las fuentes del derecho internacional, como revelan dos ejemplos: la Corte ha dicho, por ejemplo, que sus opiniones consultivas hacen parte del marco o parámetro de control de convencionalidad de obligatoria observancia por los Estados, lo que no se compadece con los efectos no vinculantes de las opiniones consultivas; y además no encuentra fundamento normativo si se considera que, ante la ausencia de stare decisis en el derecho internacional, como expone muy bien John H. Jackson, los casos sólo obligan a las partes en una controversia decidida judicialmente y únicamente en ese caso.
Evidentemente, la postura de la Corte es comprensible, pues busca tener un mayor impacto y hacer que sus decisiones sean de alguna forma ejemplarizantes o selectivas, evitando la reiteración de casos ante la esperanza de que los Estados sigan en lo sucesivo lo que expone, y así poder dedicar su atención a distintos problemas jurídicos identificados según la percepción de la Comisión y quienes acuden al sistema (los cuales no necesariamente son todos los problemas regionales ni los más apremiantes, ante la posibilidad de activismo incluso ideológico que busque beneficiarse de los estrados judiciales ante inconvenientes o desacuerdos en otros niveles y escenarios de autoridad, como los parlamentarios internos). Sin embargo, la otra cara de la moneda revela la tentación de que el sistema no sea verdaderamente uno de diálogo sino de imposición, como sugiere el hecho de que las referencias a decisiones o consideraciones internas son en ocasiones selectivas, ignorando aquellas posturas judiciales o comparadas opuestas a la propia, incluso si son mayoritarias o persuasivas (ver el caso Kopf contra Austria, ausente en cuanto a aquello que no le convenía -¿ideológicamente?- en opiniones de la Corte salvo en un voto particular de un juez en el caso Atala Riffo y niñas contra Chile, quizá no mencionado por el órgano judicial porque no le convenía); y su talante incluso autárquico cuando se observa que la Corte es reacia a acudir al margen de apreciación en casos polémicos, complejos e incluso sin claridad o decisiones homogéneas en Estados democráticos que los han discutido abiertamente. Así, la Corte prefiere imponer un criterio incluso en temas que admite son debatibles y controvertidos (como el de la fecundación in vitro, que ha sido acaso de las decisiones más cuestionadas o debatibles de la Corte), y eso la hace atractiva para quienes deseen cierta ingeniería social.
Pues bien, las anteriores inquietudes se ven reflejadas en un pasaje de una relativamente reciente Resolución de supervisión de cumplimiento de sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Artavia Murillo y otros contra Costa Rica, precisamente sobre la fecundación in vitro. La cita en cuestión se encuentra en el párrafo 26 y puede que tenga el designio (o el efecto inconsciente) de apoyar a un sector del Estado en contra de otro ante el controvertido tema. La transcripción es la siguiente. Según la Corte:
“26. Al haber mantenido la prohibición de practicar la FIV en Costa Rica a pesar de lo ordenado de la Sentencia y del efecto inmediato y vinculante que debería tener (supra Considerandos 8 y 9), el Estado ha incumplido sus obligaciones internacionales perpetuando una situación de violación a los derechos a la vida privada y familiar que podría generar graves e irreversibles consecuencias en aquellas personas que requieren acceder a esta técnica de reproducción (supra Considerando 25). Según lo declarado por este Tribunal en la Sentencia (supra Considerando 6), la prohibición de practicar la FIV es manifiestamente incompatible con la Convención Americana por violar dichos derechos y, por lo tanto, no puede producir efectos jurídicos en Costa Rica ni constituir un impedimento al ejercicio de los referidos derechos protegidos por la Convención. En consecuencia, a la luz de la Convención Americana y la reparación ordenada en la Sentencia, debe entenderse que la FIV está autorizada en Costa Rica y, de forma inmediata, se debe permitir el ejercicio del derecho a decidir sobre si tener hijos biológicos a través del acceso a dicha técnica de reproducción asistida, tanto a nivel privado como público, sin necesidad de un acto jurídico estatal que reconozca esta posibilidad o regule la implementación de la técnica. No puede imponerse sanción por el solo hecho de practicar la FIV. Por tanto, resulta necesario que el Estado cumpla con esta disposición e informe a la Corte al respecto” (subrayado propio).
El anterior pasaje es, por decir lo menos, curioso, pues asigna al sistema interamericano de protección de derechos humanos, de facto y por “decisión” propia, un carácter supranacional de efectos directos, como el que existe en el derecho de la Unión Europea. Esto lo hace de forma contraria a, y sin el consentimiento de, los Estados que crearon un sistema con otra dinámica. Además, se asume una relación entre derecho interno e internacional inexistente de forma potencial, pues se da un salto entre la identificación de un incumplimiento, que genera responsabilidad, como se advierte bien en un comienzo, a la idea de que ese incumplimiento no sólo es ilícito sino innecesario pues puede ignorarse automáticamente todo obstáculo interno y aplicar un derecho jurisprudencial de forma directa por todo órgano interno, incluso, podríamos decir, si el sistema fuese total o parcialmente dualista, lo cual es a todas luces erróneo. Reitero que está bien y es totalmente aceptable y necesario supervisar el cumplimiento de decisiones judiciales internacionales obligatorias y condenar su contravención, pero ello no supone que de por sí la decisión tenga plena recepción automática interna. Será el derecho interno el que diga cómo se cumple, y si hay incumplimiento esto claramente contraviene el deber consuetudinario y convencional (ej. art. 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos junto a su artículo 1.1) de adoptar toda norma y práctica interna a las obligaciones internacionales, convencionales del sistema incluidas.
Claramente, el argumento de la Corte puede gustar a quien tenga afinidad con lo decidido por ella, pero piénsese abstrayendo el tema e imaginando una decisión con la que no haya conformidad política. En este caso, habría críticas airadas sobre violación del sistema de fuentes y oponibilidad. Por ello, la legitimidad procesal de la CorteIDH no puede depender de la contingencia de lo dicho, sino además de su proceder. Como recuerdan Thomas Franck y Steven Ratner, la legitimidad no sólo se obtiene por la conformidad con ciertos criterios sustantivos, sino además con estándares procesales de participación, el principio de legalidad (al que todo órgano debe sujetarse), el debido proceso y otros aspectos.