Es la pregunta que muchos se hacen y pocos quieren responder. En el año del Brexit y los patinazos de las encuestas, una victoria de Donald Trump es improbable, pero no imposible. Sería un error descartarla de antemano. Al contrario, merece la pena asomarse al abismo de una hipotética presidencia Trump.
Supongamos que el candidato republicano gana las elecciones, convirtiéndose en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos y, a sus casi 71 años, el más anciano en asumir el cargo. El impacto inmediato es predecible: desplome de las bolsas, pánico en las cancillerías, jolgorio entre unas pocas formaciones políticas, como Rusia Unida y los partidos xenófobos de la Unión Europea.
¿Y después? Los optimistas piensan que Trump mostraría su faceta pragmática, rodeándose de asesores prestigiosos. Pero hasta ahora –es decir, durante toda su vida–, el candidato republicano ha priorizado devoción sobre competencia en los personajes que le rodean. Con excepciones contadas, como Roger Stone o su hija Ivanka Trump, su círculo de confianza no acostumbra a rebatir sus ideas. Nada hace pensar que el ala oeste de Trump estaría llena de expertos con criterios independientes.
Trump asumiría la presidencia el 20 de enero. Su equipo de transición ya ha diseñado una batería de propuestas para deshacer el legado de su predecesor tan pronto como entre en el Despacho Oval. Aunque revertir las directivas presidenciales de Barack Obama es relativamente sencillo, anular reformas como la del sistema sanitario requeriría colaborar con el Congreso. Y Paul Ryan, con quien Trump choca recurrentemente, dirigiría un legislativo dominado por republicanos. Pero en el senado, los demócratas retendrían suficiente fuerza como para bloquear iniciativas de la Casa Blanca.
En lo que concierne a medidas propias, el programa de Trump es desolador. Según Anthony Romero, director de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), las promesas electorales del multimillonario amenazan la primera, cuarta, quinta y octava enmiendas a la Constitución estadounidense. Cumplirlas desgarraría al país.
El ámbito más contencioso es el de la inmigración. Trump pretende deportar a 11 millones de inmigrantes ilegales en dos años, o 15.000 personas cada día: imposible sin arrestos en masa, abusos policiales y el desbordamiento del sistema judicial. También ha prometido construir un muro “impenetrable, físico [sic], alto, poderoso, precioso” en la frontera con México. Un engendro cuyo precio cifra en 8.000 millones de dólares (el Washington Post calcula que costaría el triple). Otra promesa estrella del candidato, la de bloquear la llegada de musulmanes al país, encontraría un sinfín de trabas legales.
La economía se resentiría. La Brookings Institution calcula que el plan fiscal de Trump, que incluye reducciones generalizadas de impuestos, generaría un déficit de un billón de dólares a lo largo de la siguiente década. Las tarifas comerciales que amenaza con imponer a China y México costarían siete millones de puestos de empleo en EEUU, según un informe de la agencia de rating Moody’s. En marzo, la unidad de análisis de The Economist situó una hipotética presidencia Trump entre los diez mayores riesgos para la economía global, comparable a un aumento global del terrorismo islámico.
La posición internacional de EEUU quedaría dañada. Además de emprender guerras comerciales con China y México, Trump ha prometido arruinar los logros diplomáticos de Obama en Irán y Cuba, suspender NAFTA y el TPP, descuidar la OTAN, anular el acuerdo de París y retomar los programas de tortura de George W. Bush. Paradójicamente, defiende una política exterior menos intervencionista que la de Hillary Clinton, una idea positiva, pero difícilmente reconciliable con el carácter volátil de quien promete ejecutarla. No es de extrañar que una victoria republicana sea la opción favorita en Moscú y tal vez Pekín.
¿Todo es negociable?
La clave es hasta qué punto el candidato republicano pretende llevar a cabo sus promesas electorales. Esta cuestión va al corazón del fenómeno Trump, en la medida en que obliga a confrontar la naturaleza del personaje: ¿fascista o farsante?
“Everything is negotiable”. Trump ha admitido ante la prensa que, efectivamente, todo se puede negociar. El candidato republicano apela frecuentemente a su trayectoria como hombre de negocios para sugerir que puede ser razonable y alcanzar buenos acuerdos con sus adversarios. Careciendo de anclajes intelectuales, Trump dependería ideológicamente de una administración repleta de operadores republicanos convencionales. El multimillonario ya se ha plegado a la ortodoxia republicana en cuestiones como la política fiscal y la nominación de jueces. Todo esto sugiere que, aunque haría guiños controvertidos a una base extremista, Trump podría quedar parcialmente contenido. Es una hipótesis que sería mejor no tener que testar.
Por otra parte, existe una legión de columnistas biempensantes que consideran a Trump una aberración sin precedentes. Conviene desdramatizar y situar al personaje en el contexto histórico y la cultura política a los que pertenece. Nominado de un partido cuya tradición racista ha interiorizado, si bien la expresa con demasiada vulgaridad como para sacarle rédito electoral. Candidato en la era de un presidente que ha deportado más inmigrantes que ninguno de sus predecesores. Heredero de la costumbre de Ronald Reagan de mentir en campaña. Y, de ser electo, un presidente tan atrapado en conflictos de interés (con la Organización Trump) como lo estaría su rival con la Fundación Clinton. Trump es, mal que le pese a la mitad de su país, un producto profundamente estadounidense.
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Esta entrada fue modificada por última vez en 09/11/2016 09:08
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