La muerte del incombustible Shimon Peres marca el final de un ciclo histórico en Israel. Peres entró de forma precoz en política, cuando el fundador del Estado, David Ben Gurion, le nombró director general adjunto del ministerio de Defensa a sus 29 años. A partir de ahí, comenzó una carrera política y administrativa que le llevó a desempeñar diferentes carteras ministeriales dentro de una docena de gobiernos de diferentes colores y a ejercer como primer ministro en dos ocasiones. La primera como miembro rotatorio del gobierno de coalición entre el Partido Laborista y el Likud, entre 1984 y 1986, y la segunda tras el asesinato de Isaac Rabin, entre 1995 y 1996.
Su rápida promoción a director general de Defensa le llevó a asumir importantísimas responsabilidades a pesar de su juventud política. Peres tomó decisiones trascendentales para el futuro de Israel como la adquisición de armas francesas en vísperas de la guerra del Canal de Suez en 1956, y el desarrollo del programa nuclear a partir de la construcción de la central de Dimona, que serviría de centro de investigación para los dos centenares de ojivas con que supuestamente cuenta el arsenal atómico del Tsahal (Fuerzas Armadas de Israel).
Su gran habilidad diplomática le hizo ganarse el respeto de los militares, que recelaban de él precisamente por no tener experiencia castrense –aunque Peres siempre reivindicaba que hizo su servicio militar en la Armada– a diferencia de otros como Rabin o Moshé Dayan, que habían ejercido como Ramat Kal (jefe del Estado Mayor del Tsahal) antes de entrar en política. Pero sobre todo, su perfil de civil le permitió ganarse la admiración de los dirigentes de medio mundo, que vieron en él a un estadista que hacía todo lo posible por construir la paz en tres círculos concéntricos: palestinos, mundo árabe y países musulmanes.
Un “hombre de paz” –tal como le definió el Papa Francisco, con quien se reunió recientemente en El Vaticano– que contribuyó de igual manera a preparar a su país para la guerra. Consciente de los múltiples riesgos y amenazas a los que se enfrenta el Estado hebreo, Peres impulsó durante su juventud la construcción y desarrollo de Dimona gracias a sus contactos en París, y, durante su senectud, decidió la adquisición de nuevos submarinos nucleares alemanes de la clase Dolphin gracias a sus contactos en Berlín.
Peres fue también un camaleón político, siguiendo la estela de su maestro Ben Gurion. Primero en el Mapai –el principal partido de izquierdas tras la fundación de Israel– y en su escisión Rafi. Más adelante, en el Avodá, en el que militó la mayor parte de su longeva vida política (sirvió como diputado de la Knesset desde 1959 hasta el 2007 con una efímera interrupción de tres meses en 2006). A finales de 2005 se dio de baja en el Partido Laborista para unirse a las filas del liberal Kadima, fundado por el entonces primer ministro Ariel Sharon a partir de su escisión del Likud, junto a otros dirigentes como Ehud Olmert, Tzipi Livni o Saúl Mofaz.
Premio Nobel de la Paz
El “momento estelar de la humanidad” (según la terminología acuñada por el escritor austríaco Stefan Zweig) que contó con la presencia de Peres fue ese en el que el primer ministro israelí Isaac Rabin y el secretario general de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) Yaser Arafat –enemigos acérrimos hasta ese momento– se dieron la mano frente a la Casa Blanca tras firmar la Declaración de Principios, el 13 de septiembre de 1993, bajo la atenta mirada del entonces titular israelí de Asuntos Exteriores. Peres compartió con ellos el premio Nobel de la Paz de 1994. Un reparto a tres bandas sin precedentes, dado que tras la firma de los Acuerdos de Paz de Camp David con Egipto, los receptores fueron solo dos: Menajem Beguin y Anwar el Sadat.
Peres fue galardonado con un tercio del premio por su papel discreto en las negociaciones con los representantes de la todavía considerada terrorista OLP. La negociación se hizo a través de los académicos Ron Pundak y Yair Hirsfeld, que crearon la Fundación para la Cooperación Económica (ECF) para promover la integración política con Palestina y Jordania. El objetivo era que desempeñara en Oriente Próximo el papel que tuvo el Benelux en el proceso de integración europea tras la Segunda Guerra mundial.
El Proceso de Oslo le permitió a Peres recorrer el mundo como flamante ministro de Asuntos Exteriores. Fue sin duda el mejor embajador de Israel, junto a la exprimera ministra Golda Meir. Tras el magnicidio perpetrado por la extrema derecha contra Rabin, en noviembre de 1995, Peres ejerció de jefe de gobierno. Fue entonces cuando pasó sus peores momentos, al verse obligado a tomar decisiones que tuvieron una importante factura electoral en los comicios de 1996, en los que perdió frente a Benjamin Netanyahu.
La primera de esas decisiones fue el asesinato del “ingeniero” del movimiento islamista Hamás Yeyah Ayyash, responsable de la planificación de varios atentados que causaron la muerte de decenas de israelíes. Aunque esta acción (famosa en el ámbito del contraterrorismo debido a su sofisticación y “limpieza”, dado que no causó daño colateral alguno) le permitió descabezar al brazo militar de Hamás, abrió una sangrienta oleada de atentados suicidas –sobre todo contra autobuses– en vísperas de los comicios que permitieron a Netanyahu prometer “mano dura” y perfilarse como “Mr. Seguridad”.
La segunda decisión fue la puesta en marcha de la operación militar “Uvas de la Ira”, de castigo contra la guerrilla libanesa Hezbolá, que estaba lanzando decenas de cohetes Katiusha contra el norte de Israel en represalia por un impacto previo de obuses israelíes que habían causado la muerte a dos trabajadores libaneses. La sobrerreacción en la respuesta llevó al Tsahal a lanzar hasta 25.000 misiles, bombas y proyectiles contra territorio libanés. El resultado fue 170 personas muertas, la mayoría civiles. Entre los objetivos alcanzados por la maquinaria de guerra israelí estuvo un campamento de refugiados gestionado por las Naciones Unidas en el pueblo de Qana, donde murieron 106 refugiados y decenas resultaron heridos, además de varios cascos azules.
A partir de ahí, Peres se vio atrapado en un “Catch-22” preelectoral. Por un lado, un segmento importante de votantes de centro basculó hacia el candidato del Likud –que prometía mano más dura todavía contra los terroristas, tanto interiores como exteriores– y, por otro, la minoría árabe-israelí –el 20% de la población y que tradicionalmente votaba al laborismo– decidió quedarse en casa a modo de protesta en aquella crucial jornada electoral en la que Netanyahu se impuso por la mínima.
Presidente de todos
La vuelta a la oposición fue dura y amarga, sobre todo tras haber rozado la victoria electoral. El posterior retorno al poder del laborismo bajo la marca electoral Israel Ahad, de la mano de Ehud Barak, en 1999 le permitió a Peres desempeñar una vez más tareas de gobierno, primero con Barak y luego con Sharon. No obstante, su realización plena como político llegó tras ser elegido presidente de Israel en 2007 por una amplísima mayoría de la Knesset.
Su papel en la jefatura del Estado le permitió reconciliarse con una parte importante de la ciudadanía, que durante la década de los ochenta le percibió como un oportunista capaz de traicionar a cualquiera –como hizo en alguna ocasión con su compañero de filas Rabin– para alcanzar sus objetivos, y que durante los noventa le apreció como un idealista incapaz de lograr una inalcanzable paz con los palestinos. Su acceso a la jefatura del Estado le convirtió en el presidente de todos los israelíes, con unos altísimos índices de aceptación social.
Incluso entre los ultraortodoxos, pues supo ganarse el aprecio de algunos grandes rabinos como el sefardí del Shas Ovadia Yosef y el askenazi Meir Lau. También fue popular entre algunos colonos judíos, que recordaron cómo Peres hizo posible el primer asentamiento en el centro de Hebrón poco después de la Guerra de los Seis Días, en 1967 (algo de lo que quizá se arrepintió con el tiempo, pues desencadenó un proceso de colonización de Cisjordania y Jerusalén Oriental aparentemente imparable).
Durante sus últimos años como presidente, Peres se dio cuenta de que con Netanyahu al frente del gobierno sería imposible alcanzar acuerdo de paz alguno. Peres utilizó desde entonces su posición para hacer avanzar las negociaciones del llamado Estatuto Definitivo (demarcación de fronteras, acuerdo de seguridad, futuro de los asentamientos, gestión del agua, retorno de los refugiados y capitalidad de Jerusalén) y alcanzar un acuerdo marco con su homólogo en la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas.
Es probable que la muerte de Peres coadyuve a la progresiva desaparición del axioma de la resolución del conflicto con los palestinos a través del modelo de los dos Estados que vislumbraron los Acuerdos de Oslo. Un paradigma que desaparecerá también con la inminente marcha de la Casa Blanca de Barack Obama, quien no pudo –o no supo– hacer avanzar la solución de los dos Estados durante ocho años de gestión. Es un modelo que el propio Netanyahu aceptó de forma nominal en su declaración de política y estrategia de la Universidad de Bar Ilán, en julio de 2009, pero del que renegó públicamente en la víspera de las últimas elecciones generales de 2015. Con su actual coalición con HaBayit HaYehudi e Israel Beitenu, este paradigma ha quedado enterrado para siempre.
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