El TPP: un pulso geoeconómico sobrevuela Asia-Pacífico
Hubo un momento, no muy lejano en el tiempo, en el que Cuba puso en una complicada situación el futuro de la economía de los Estados Unidos. Debido a que la potencia norteamericana se negaba a relajar el bloqueo a la isla caribeña y las organizaciones internacionales a las que ambos pertenecían evitaban el tema a toda costa, el estado cubano tomó como política vetar por sistema el paquete comercial propuesto en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Estados Unidos necesitaba como fuese la aprobación del texto para aumentar el proteccionismo agrícola en el país, y Cuba no iba a cambiar de postura hasta que se aceptase relajar el bloqueo y la propia OMC condenase tal política. A finales de 2013, organización y superpotencia aceptaron las demandas cubanas, desbloqueándose lo que acabó conociéndose como el Paquete Bali.
A pesar de la efusividad con la que se celebraba este acuerdo en la OMC, la victoria para la comunidad internacional rozaba ser pírrica. Efectivamente, suponía haber desatascado la Ronda de Doha, empantanada desde 2008 por la abismal divergencia de intereses económicos y comerciales entre los países industrializados y los emergentes. Sin embargo, el paso adelante dado en Bali era mucho más corto del óptimo, por lo que todos los países asistentes tomaron buena nota del estado terminal en el que las negociaciones de la OMC se encontraban.
Estados Unidos, uno de los principales perjudicados en las eternas rondas negociadoras, decidió poner en práctica una máxima de las relaciones internacionales: cuando el sistema multilateral falla, potenciar los acuerdos bilaterales son la única salida. Bajo esta premisa, los norteamericanos han decidido reformular su política comercial patrocinando dos acuerdos comerciales de una envergadura gigantesca: hacia Europa el TTIP; hacia Asia-Pacífico, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP por sus siglas en inglés). El primero pretende mantener la influencia con un aliado tradicional, el segundo busca el pulso con China en la región hacia donde se desplaza el centro de gravedad de la economía global. Estados Unidos está apostando fuerte, pero tiene mucho que ganar.
Que el país norteamericano esté promoviendo e incluso forzando este tipo de acuerdos no debería resultar extraño, pues tiene enorme interés tanto de cara al interior como al exterior en modificar las reglas comerciales y de inversión con sus socios. La OMC, para ellos, se ha demostrado inservible. Acuerdos de mínimos con caminos que parecen interminables, firmados con poco gusto –cuando no a disgusto– de todos. En vista de su evidente declive en el peso económico relativo global en favor de los grandes emergentes, especialmente India y China, qué mejor para Washington que cambiar las reglas del juego y ponerlas a su favor.
Sus necesidades, y los intereses por los que se guía, son sencillos. Estados Unidos necesita de nuevos mercados a los que exportar, ya que su balanza comercial es negativa casi de manera crónica, algo que sólo puede compensar con deuda y el poder del dólar. Pero es consciente de que ese privilegio no es eterno, y la indiscutible primacía económica del país llega a su fin. Por tanto, la industria manufacturera nacional, así como el sector agrícola, necesitan vender en otros países, algo que no es sencillo si estos mantienen una política proteccionista respecto a ciertos sectores o productos para fomentar la economía nacional. Del mismo modo, encontrar nuevos destinos para el capital estadounidense se torna fundamental para fomentar la economía real y alejarlo de la cada vez mayor financiarización en la que se ha sumido el sistema.
Asia-Pacífico es el destino ideal para esta proyección. Economías con enorme potencial, bien insertadas dentro del sistema comercial global, mercados cuantitativamente numerosos –poblacionalmente hablando– con perspectivas de un gran desarrollo de las clases medias en las décadas venideras son puntos clave desde una perspectiva economicista. Sin embargo, la idoneidad de esta zona para Estados Unidos no termina ahí. Los estados emergentes del sudeste asiático no tienen una opinión pública fuerte, y la promesa de crecimiento económico, empleo y desarrollo es suficiente como para acallar cualquier contrapartida. Del mismo modo, los países “occidentalizados” –Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda– se ven atraídos por un pacto con Estados Unidos como promotor, al servir este de contrapoder al cada vez mayor expansionismo chino –militar y económico-comercial– por Asia-Pacífico. Aunque parezca una conclusión simplista, la lógica de tener que elegir entre estar bajo la égida de Estados Unidos o China está ampliamente extendida en los gobiernos de la región.
Así, el 5 de octubre de 2015, una docena de estados a ambos lados del Pacífico (Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur, Vietnam y los propios EEUU) aprobaban el comentado TPP. Aquellos que han decidido ampararse en Washington han tenido que aceptar buena parte del paquete comercial impulsado por Obama. Este tratado reduciría al mínimo muchas de las ya escasas barreras arancelarias en el sudeste asiático. Sin embargo, las intenciones comerciales norteamericanas no están encaminadas por esa vía, sino por la eliminación de restricciones o controles a la importación de productos, caso de barreras sanitarias o medioambientales. Es en este punto donde Estados Unidos ha sido acusado de promover un acuerdo que favorece enormemente a las multinacionales de importantes sectores del país, como el farmacéutico o el agroalimentario.
Mediante este acuerdo, que será firmado el 4 de febrero de 2016 y deberá ser ratificado en los dos años siguientes, Estados Unidos habrá cosechado importantes victorias en cuestiones como el no-etiquetado de productos genéticamente modificados –recientemente aprobaron el salmón como primer alimento con modificaciones genéticas–; mayor permisividad medioambiental en temas de emisiones; un aumento del proteccionismo para las patentes estadounidenses, tanto en longevidad como en exclusividad y la renegociación de ciertas cuotas arancelarias que blindan algunos sectores en los países asiáticos. En este último aspecto, el pulso con Japón ha sido duro, ya que el estado nipón protege fuertemente algunos productos, como el arroz o la carne de vacuno, y Estados Unidos quiere penetrar en esos mercados. Aunque el TPP se ha negociado en secreto y aún habrá que ver cuáles son las disposiciones finales, no sería extraño una relajación arancelaria japonesa a cambio de una medida similar estadounidense que favorezca la competitividad de los automóviles nipones en suelo norteamericano. Y todo ello sin contar con la siempre controvertida medida de las compensaciones por ventas “cercenadas” a futuro y los tribunales privados de arbitraje.
En lo que sí parece haber cierto consenso es en desterrar la visión neoliberal del TPP. Tanto autores a la izquierda, como el Nobel de Economía Joseph Stiglitz, que califica de “farsa” la libertad comercial propugnada con el acuerdo, como ultraliberales, aduciendo que el TPP no es neoliberal sino neomercantilista, critican el proteccionismo asimétrico auspiciado por Estados Unidos que se intenta vender como libertad comercial, cuando se trata de un acuerdo que desregula en un sentido del Pacífico –literalmente– para blindarlo en el otro. Algunas de las posturas a favor del TPP más relevantes se escudan en asociar mayor volumen comercial a mayor libertad de comercio, obviando los enormes intereses proteccionistas que Estados Unidos ha depositado en este acuerdo.
Con todo, este enorme cambio geoeconómico que supondría la consumación del TPP en el Pacífico tiene un trasfondo mucho mayor que el mero interés comercial norteamericano. Este tratado, al igual o incluso más que su primo atlántico, no deja duda de que es la línea a seguir por Estados Unidos para presentar batalla en el campo del soft power en Asia-Pacífico.
El “quiero y no puedo” en el que se ha convertido el reposicionamiento de Estados Unidos hacia la región asiática ha permitido que durante unos cuantos años, especialmente en la primera década del presente siglo, China tenga una libertad de acción considerable en su vecindario meridional. Sin embargo, en el decenio presente, tanto por iniciativa de Obama como por la clamorosa necesidad norteamericana, Estados Unidos vira hacia el océano más grande del mundo, dejando en segundo plano las desastrosas aventuras en Oriente Próximo iniciadas por George Bush.
Ahora bien, tanto en Pekín como en Washington son conscientes de que la unilateralidad ha aumentado enormemente los costes –políticos, económicos y militares–, por lo que es necesario legitimar de alguna manera los proyectos de hegemonía regional, y eso pasa irremediablemente por la aceptación, implícita o explícita, de los países involucrados en tales estructuras de dominación.
Es cierto que los proyectos geoestratégicos de China y Estados Unidos tienen dos orígenes totalmente distintos, además de encontrarse en otras fases y enfoques. Por un lado, China está construyendo actualmente su propio orden geopolítico en Asia-Pacífico mediante la consolidación de su seguridad energética y económica. En esta lógica se enmarcaría la acuciante presión de Pekín en el Mar de China y el afianzamiento del bautizado como Collar de Perlas a lo largo del Índico. Su agresivo expansionismo no le ha granjeado demasiadas amistades en la región, como es lógico, pero en Pekín han sido lo suficientemente hábiles como para compensar esta imagen mediante la reivindicación del papel contrahegemónico de China. Así, los proyectos económicos liderados por el gigante asiático, caso de la nueva Ruta de la Seda y los nuevos bancos regionales de desarrollo, han dado un respiro a la maltrecha imagen china. El Imperio del Medio no renuncia a la centralidad asiática y sus vecinos lo saben, pero algunos de ellos también constatan el provecho económico que podrían obtener en un sudeste asiático bajo el amparo de Pekín.
Por el contrario, Estados Unidos regresa a Asia-Pacífico para detener la “sinofilia” que se está instalando en la región. Para su estrategia geoeconómica, la potencia norteamericana tiene que contar con más alineamientos que los tradicionales, véase Japón, Corea del Sur, Australia o Singapur. Consolidar nuevos mercados es fundamental para ellos, algo que sólo pueden hacer de manera satisfactoria si en Asia-Pacífico se juega con sus reglas. De otra forma, los réditos serían muy inferiores.
Para el objetivo que ambos mantienen, crear una estructura o un marco donde ellos marquen las reglas es fundamental. Además, en gran medida supondría la exclusión del otro en el escenario asiático. China no se puede permitir, ni económica ni políticamente, jugar como quiere Estados Unidos, como tampoco Washington va a aceptar las normas de Pekín. Es por ello que además del ya comentado TPP, China está desarrollando un acuerdo homólogo llamado RCEP (Regional Comprehensive Economic Partnership en inglés). El TPP ya está acordado y listo para la firma; el RCEP aún sigue con rondas de negociaciones y hasta 2016 o 2017, como mínimo, no vería la luz un proyecto consolidado.
Ahora bien, la ventaja con la que juega China es el lugar en el que se enmarcaría su RCEP. La Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) declaró recientemente la constitución formal de un mercado único, en un claro avance por la integración económica. De formalizarse el RCEP, se enclavaría dentro de la comunidad del sudeste asiático, suponiendo un “extra” al libre comercio que haría de todo el este y sudeste asiático, además de India, una gigantesca zona de libre comercio con un mercado único en su interior. En este escenario, la derrota política y comercial de Estados Unidos sería calamitosa.
Así pues, y obviando los alineamientos ya producidos, el verdadero tesoro se encuentra en los miembros de la ASEAN que, aun encontrándose negociando con China, podrían ser susceptibles de alinearse con Estados Unidos en vez de con la República Popular. Vietnam, por ejemplo, Indonesia o incluso India podrían no converger con Pekín dadas sus escasas afinidades con el gigante asiático. El RCEP les conviene, pero no se cierran a escuchar una oferta mejor.
Y es que otra de las grandes ventajas geoeconómicas del TPP es el acceso a América Latina, otro gigantesco mercado emergente con el que China no sabe lidiar. La pertenencia de México, Chile y Perú al tratado transpacífico es un aliciente para las economías asiáticas, que si bien son conocedoras del impacto del comercio chino en la región, para no volverse demasiado dependientes –algo que en parte ya son– los países americanos del Pacífico son una buena salida. De esta forma, Estados Unidos también consigue atraer a su redil a la vertiente occidental de América Latina, agravando aún más la fractura entre Alianza del Pacífico y el Mercosur.
Lo normal es defender los tratados comerciales con las cifras económicas que, previsiblemente, estos van a aportar, y lo cierto es que Estados Unidos no puede sacar pecho en este aspecto. Las previsiones arrojan que de aquí a diez años el PIB estadounidense habrá crecido un tímido 0,1% gracias al TPP. En general las economías desarrolladas de la zona apenas verán aumentado su poder económico gracias al tratado, y únicamente las emergentes serán las grandes ganadoras. Malasia, Corea del Sur pero sobre todo Vietnam sentirán una inyección económica considerable durante la próxima década, si bien los tres países también estarían insertos en el entramado del RCEP.
En el otro lado encontraríamos a los perdedores, cuya merma económica como consecuencia del tratado es muy limitada, y simplemente se podría explicar por el volumen comercial desviado a los países con menos barreras arancelarias gracias al TPP. Comercialmente, por tanto, la victoria de Estados Unidos no aparece por ningún sitio.
Por ello, todo nos lleva a pensar que tanto RCEP como TPP van a quedar embarrados en un entramado de membresías y adscripciones que incapacitarán a ambos bloques de implementar adecuadamente sus ambiciones geopolíticas. Incluso no habría que descartar el refuerzo de la Asean como tercer bloque, una especie de movimiento de los No-Alineados del siglo XXI aplicado a Asia-Pacífico. Filipinas o Vietnam podrían acabar tornando favorables a Washington, incluso India podría acercarse políticamente a Estados Unidos y negociar un tratado de libre comercio bilateralmente.
Y es que buena parte de los esfuerzos son interposiciones en los movimientos del rival. En el fondo, el mejor escenario para ambos es simplemente no conseguir nada, ya que atraer a un puñado de estados asiáticos, si bien es un avance político y comercial, para Estados Unidos y China es claramente insuficiente. Sin embargo, esta situación podría permitir un acercamiento entre ambas potencias, ya que sus intereses no son totalmente incompatibles y bien es cierto que se podrían generar sinergias entre ambos. El resto, tratados transoceánicos mediante, son excusas.
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Esta entrada fue modificada por última vez en 09/02/2016 11:30
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