Éstas son algunas de las nacionalidades más difíciles de obtener.
Arabia Saudí: protección de la singularidad cultural y religiosa
Al igual que en otros países del Golfo, obtener la ciudadanía saudí es extremadamente difícil. Dado que los nacidos en Arabia Saudí de padres extranjeros no tienen derecho a ella, sólo hay dos circunstancias que permiten adquirirla de manera relativamente sencilla: que al menos uno de los progenitores del aspirante tenga nacionalidad saudí; o bien contraer matrimonio con un oriundo, lo que obliga al beneficiario a renunciar a su anterior nacionalidad.
Fuera de esas dos situaciones, los extranjeros pueden solicitar la ciudadanía si son mayores de edad y “mentalmente competentes”, tienen medios económicos para mantenerse, carecen de antecedentes penales y han residido de manera legal en el país durante al menos cinco años. Se tratan de requisitos similares a los establecidos en otros muchos lugares, pero la diferencia estriba en la arbitrariedad: la solicitud se envía al jefe de Gobierno, quien, con el asesoramiento del Ministerio del Interior, tiene la potestad de aprobar o desaprobar la candidatura sin necesidad de aportar razones objetivas.
El objetivo de este difícil e incierto camino a la nacionalidad es preservar los valores culturales y religiosos del país, que podrían diluirse si los nueve millones de extranjeros (el 31% de la población) que residen temporalmente en Arabia Saudí llegaran a obtener los derechos económicos y políticos derivados de la ciudadanía. Los trabajadores foráneos han solicitado repetidamente la nacionalidad, pero son muchas las voces del Reino que se oponen (éste es un ejemplo muy ilustrativo de las razones aducidas).
Quienes rechazan una política más permisiva en materia de naturalizaciones esgrimen no sólo la deficiente integración de los extranjeros, su aislamiento cultural y su desconocimiento del árabe; también arguyen que facilitar la obtención de la nacionalidad de los trabajadores extranjeros iría en contra del objetivo oficial de “saudización” del mercado de trabajo con el que las autoridades pretenden remplazar a los foráneos por saudíes en el sector privado.
Austria: la nacionalidad como última línea de defensa
Austria se rige por el principio del ius sanguinis, de tal forma que la nacionalidad no se obtiene por haber nacido en el país, sino cuando al menos uno de los progenitores sea austriaco. Si no es el caso, da comienzo un complicado proceso de naturalización que exige no sólo haber residido de manera continua durante al menos diez años (seis, para los ciudadanos del Espacio Económico Europeo), sino también renunciar a la anterior nacionalidad y tener un conocimiento demostrable del alemán y de las circunstancias culturales, históricas, constitucionales y geográficas de Austria. El matrimonio con una persona de nacionalidad austriaca facilita el proceso, pero la unión conyugal debe tener una antigüedad mínima de cinco años.
Hay, no obstante, maneras fáciles o automáticas de obtener la nacionalidad austriaca, como haber residido en el país durante treinta años o más, o, mejor aún, realizar una inversión directa en Austria por un valor de al menos diez millones de euros; si ése es el caso, no se exige conocimiento de alemán, y además la concesión de la nacionalidad será irrevocable.
Austria se resiste a arriesgar su bienestar con una política concesiva en materia de nacionalización que pueda generar el llamado “efecto llamada”. Además, el actual contexto geopolítico no ayuda: el país es punto de tránsito para cientos de miles de emigrados que huyen desde países como Siria. Unos 90.000 ya han solicitado asilo (una cifra superior al 1% de la población) y las alarmas se han encendido.
El problema de los refugiados ha espoleado a la extrema derecha en la oposición y debilitado a la coalición de gobierno. Tras haber reinstaurado controles fronterizos, las autoridades estudian ya medidas adicionales para reducir el número de refugiados y de solicitudes de asilo. En esas circunstancias, las dificultades para acceder a la naturalización se mantienen como la última línea defensiva del país.
Estados Unidos: en busca de la sacrosanta green card
EE UU reconoce tanto el ius solis como el ius sanguinis, por lo que hay dos formas sencillas de tener la nacionalidad: o nacer allí o ser descendiente de un estadounidense. Los demás aspirantes deben enfrentarse a un proceso complejo, empezando por el requisito preliminar de haber sido beneficiario, durante al menos cinco años, del documento de identidad para residentes permanentes no naturalizados (la famosa green card).
En este paso previo indispensable reside precisamente la principal dificultad para obtener la ciudadanía, ya que sólo se conceden unas 140.000 green cards al año (sobre todo a profesionales del sector tecnológico), frente a los alrededor de 900.000 inmigrantes que recibe el país en ese mismo periodo. Los trámites son tan farragosos que en muchos casos requieren de asistencia legal, lo que cuesta entre 5.000 y 7.500 dólares para completar todo el proceso de obtención del documento.
Los afortunados que ostentan la green card durante al menos cinco años pueden por fin afrontar los restantes requisitos exigidos por el Departamento de Ciudadanía e Inmigración. Éstos no son muy distintos de los de otros países, e incluyen el haber residido de forma continua en Estados Unidos desde el momento en el que se solicita la nacionalidad y el de manejar adecuadamente el inglés y conocer los elementos básicos de la cultura, historia y administración estadounidenses (los candidatos deben superar un test para verificarlo), así como adherirse a los principios constitucionales.
En un país en el que hay unos 11 millones de inmigrantes sin papeles, la cuestión de la naturalización es explosiva. Según un estudio de Gallup, la mayoría de los estadounidenses respaldan la legalización de los residentes indocumentados y la posterior concesión de la nacionalidad. Sin embargo, el plan del presidente Obama para aplazar la deportación e intentar la posterior regularización de unos 4 millones de inmigrantes cuyos hijos son ciudadanos estadounidenses o residentes legales en el país continúa empantanado en problemas legales. Mientras tanto, el republicano Donald Trump obtiene réditos con su criminalización de los inmigrantes, e incluso cuestiona la legitimidad de su rival Ted Cruz por haber nacido en Canadá.
Japón: un seguro contra la heterogeneidad
Dado que la inmensa mayoría de las candidaturas a adquirir la nacionalidad japonesa tienen éxito (se estima que el 99% de ellas prosperan), se podría pensar que la ciudadanía nipona es fácil de obtener. Nada más lejos de la verdad: los procedimientos son conocidos por su carácter estricto, largo y tedioso. Además, la naturalización exige que uno renuncie a su anterior nacionalidad.
La ley japonesa en la materia contiene requisitos semejantes a los que pueden encontrarse en otros países, como el de haber residido como mínimo durante cinco años en el país, tener al menos veinte años de edad, disfrutar de buena salud y carecer de antecedentes criminales. La dificultad estriba en que se exige una enorme cantidad de documentación para verificar la información aportada en las candidaturas. También es necesario cumplir con requisitos homogeneizadores como la elección de un nombre homologable a algunas de las grafías japonesas para el aspirante y sus familiares.
Aunque el Ministerio de Justicia cifre la duración de todo este proceso entre seis meses y un año, lo cierto es que puede ser mucho más que eso, ya que el procedimiento se ve ralentizado por sucesivas comprobaciones por parte de las autoridades (sobre todo para los solicitantes en zonas rurales o aisladas).
Las dificultades para la naturalización son el reflejo de la reticencia y el conservadurismo de uno de los países más étnicamente homogéneos del mundo. Desafíos presentes y futuros como el envejecimiento de la población podrían ser el acicate que lleve a una progresiva liberalización y simplificación de la obtención de la ciudadanía y, en general, a una actitud más proclive a acoger a nacionales de otros países. Pero, por el momento, la apertura a los extranjeros, que sólo constituyen el 2% de la población, continúa siendo casi un tabú.
Myanmar: minorías sin pasaporte
La obtención de la ciudadanía de Myanmar ha ido oscilando en paralelo a los cambios políticos. La antigua ley de nacionalidad otorgaba ese derecho a todos los nacidos en el país, pero la llegada de la dictadura militar en 1962 dificultó las cosas y excluyó a todas las minorías cuyos ancestros no se hubieran afincado en la antigua Birmania antes del año 1823.
Sobre la base de unas restricciones tan arbitrarias, y sin duda incendiarias en un país de graves fracturas étnicas, la obtención de la nacionalidad para los extranjeros (o para las personas pertenecientes a grupos considerados como tales, a pesar de haber nacido y vivido allí durante generaciones) es sencillamente imposible.
Las importantes reformas aperturistas que ha vivido Myanmar en los últimos cuatro años aún no han confrontado debidamente este hecho. Mientras que las restricciones políticas se suavizan, la cuestión de quién es un ciudadano legal del país y quién no sigue sin abordarse y se erige en el principal obstáculo para el progreso pacífico.
Los grandes perdedores son los alrededor de 800.000 miembros de la etnia rohingya (son musulmanes), que no son reconocidos por las autoridades ni por la mayor parte de sus vecinos budistas como ciudadanos de Myanmar. Los rohingya, por tanto, no forman parte de las 135 etnias listadas por las autoridades como oriundas del país y por tanto merecedoras de la nacionalidad, pero no son los únicos. También residen otros grupos étnicos procedentes de China e India que están igualmente privados de este derecho. En total, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estima que las actuales leyes niegan la ciudadanía a más de 1,2 millones de sus habitantes.
Suiza: triple filtro
El ius sanguinis es el principio básico de la política de ciudadanía suiza, y por ello la nacionalidad sólo la confiere que al menos uno de los progenitores tenga pasaporte helvético. Los extranjeros que deseen naturalizarse deben haber residido en el país durante doce años, aunque una ley aprobada recientemente y que entrará en vigor en 2017 reduce este periodo a diez. Asimismo, los candidatos deben estar integrados en la sociedad suiza, respetar la ley, conocer las costumbres y una de las lenguas del país, y no representar ninguna amenaza a la seguridad.
Aunque el periodo de residencia de doce años exigido es especialmente largo, los demás requisitos son similares a los de otros países que se rigen por el ius sanguinis. No obstante, esas exigencias son sólo las que plantea la Confederación nacional; si se supera este primer filtro, las solicitudes deben transferirse a otros dos niveles de gobierno: el del cantón y el del municipio.
Los requisitos de estos últimos varían considerablemente, de tal manera que algunos cantones requieren que el candidato haya vivido al menos dos años en la región, mientras que otros exigen que lo haya hecho durante diez. Por su parte, los municipios pueden exigir la realización de exámenes para valorar la idoneidad del candidato y su conocimiento de la zona, mientras que en otros casos la decisión final no pasa por un examen, sino por un acuerdo de la asamblea municipal.
El obstáculo adicional de tener que pasar los filtros cantonal y municipal no es baladí: recientemente salió a la luz la noticia de un ciudadano estadounidense que, después de vivir y trabajar como profesor en Suiza durante 39 años, vio su candidatura rechazada por un comité municipal de naturalización por considerar que no sabía lo suficiente sobre la geografía y la política de la región en la que quería obtener la nacionalidad. Ante tantas dificultades, buena parte de la población extranjera, que supone un 24% del total, ha optado por conformarse con la residencia en lugar de intentar naturalizarse.
Aun cuando Suiza no ha recibido un flujo de emigrados en tránsito comparable al de Austria, las reticencias populares y la inquietud políticas han surtido efectos similares. El discurso antirefugiados aporta más munición al partido de extrema derecha SVP, que ya en 2014 impulsó el referéndum que obligó al Gobierno a introducir nuevos límites a la inmigración.
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