La salida de Cuba de la lista de Países Patrocinadores del Terrorismo del Departamento de Estado tiene implicaciones tangibles e intangibles que revisten una importancia histórica para Cuba en sus relaciones con Estados Unidos.
En primer lugar reduce las bases sobre las cuales la rama ejecutiva justificó toda la política de sanciones contra Cuba desde 1962. El embargo fue proclamado con una lógica de seguridad nacional asociada a la guerra fría. Cuba fue agregada a la lista en 1982 como pago a la Fundación Nacional Cubano-Americana por su apoyo a la cruzada antisandinista del presidente Reagan. Desde 1992, el Congreso ha agregado otras capas de castigos, con racionalidades como la promoción de la democracia, pero la columna vertebral del tema sigue siendo la narrativa de seguridad. Si Cuba no es una amenaza terrorista, es difícil decir que es una amenaza para EE UU dada la asimetría de poder entre los dos Estados. Al desaparecer la URSS, Cuba renunció a tener armamento nuclear al suscribir y ratificar el tratado de Tlatelolco y el de no proliferación nuclear.
En segundo lugar, reemplaza la imagen oficial estadounidense de Cuba como amenaza, con un diagnóstico de país en transición, algo que está más en línea con la propia percepción cubana y de los países latinoamericanos y europeos. Tal diagnóstico conlleva como prescripción una política estadounidense de más intercambio y contactos y una mayor posibilidad para EE UU de coordinar posiciones con sus aliados.
En tercer lugar, abre la posibilidad para que en septiembre, coincidiendo con el calendario de renovación de la autoridad presidencial para sancionar bajo la ley de Comercio con el Enemigo de 1917, Obama retire a Cuba de esa categoría (es el único país que queda). Tal decisión podría abrir las Cortes estadounidenses a reclamaciones legales contra algunas de las sanciones contra Cuba, en particular aquellas que limitan los derechos civiles, como los de viaje. Esas restricciones han sido fundamentadas desde una lógica de seguridad. Fuera de ese argumento es cuestionable que el Gobierno prohíba a los estadounidenses viajar a algún país por otras razones. (En la decisión Reagan vs Wald de 1982, la Corte Suprema respaldó a la autoridad presidencial para regular los viajes en el entendido de que no tenía jurisdicción para cuestionar a la autoridad presidencial de política exterior para decidir lo que era una amenaza).
En cuarto lugar, cierra la vulnerabilidad del Estado cubano a juicios de reclamaciones individuales contra actos ocurridos bajo su propia jurisdicción. En los últimos años, en particular en Florida, las Cortes estadounidenses aplicaron festinadamente la ley de inmunidad soberana extranjera (FSIA) desde la perspectiva de que Cuba, como Estado terrorista, tenía limitada su inmunidad soberana. Las Cortes tomaron casos de estricta jurisdicción cubana, confiscaron activos y adjudicaron compensaciones millonarias a los reclamantes desechando la doctrina del acto del Estado reconocida en el caso Sabatino vs. Banco Nacional de Cuba (1964) por la Corte Suprema. Cuba no ha concurrido a esos juicios al no reconocer ninguna validez a la calificación de terrorista y la reducción de sus inmunidades soberanas. La salida de la lista ayuda a la solución de las reclamaciones entre Cuba y EE UU en un proceso de normalización porque detiene el saqueo de los fondos cubanos iniciado bajo la Administración Bush que ha convertido a un problema difícil en inmanejable.
En quinto lugar, abre el camino a la apertura de embajadas y el restablecimiento de los vínculos diplomáticos oficiales al remover el principal escollo argumentado por el Gobierno cubano para ese propósito. Además, posibilita la apertura de cuentas bancarias para su misión en Washington. Del mismo modo, la salida de Cuba de la lista facilita la concesión de nuevas licencias para operaciones comerciales y financieras porque no solo aminora la presión sobre las instituciones bancarias con la que Cuba se relaciona, también rebaja los obstáculos, consideraciones y rutinas adversas a esos contactos.
La sexta, es un clavo en el ataúd del embargo o bloqueo porque facilita los acercamientos de otros países con Cuba pues elimina el riesgo que conlleva el estar relacionado con un Estado clasificado como terrorista y centra la atención de los problemas de la economía cubana donde residen fundamentalmente, en las ineficiencias heredadas de la economía de comando. Justo ahora que se plantea una revisión de la política europea hacia Cuba, es un aliciente para que Bruselas cuestione las sanciones extraterritoriales estadounidenses que afectan a compañías de otros Estados en su relación con la isla. Paradójicamente, ahuecando las leyes del embargo, la Administración Obama está creando licencias de excepción para que compañías norteamericanas comercien con Cuba, mientras castiga a entidades europeas realizando esas mismas actividades.
La presencia de Cuba en la lista de marras es vista en la isla como un insulto infundado. Eliminar esa manipulación construye confianza para posturas cubanas más flexibles tanto en el Gobierno como desde su sociedad. El poder blando de EE UU con numerosos sectores de la sociedad civil cubana se libraría de un lastre significativo. En América Latina y Cuba es más fácil tomar con buena voluntad las posiciones de Washington y aquellos sectores que les son más cercanos. Una de las declaraciones en su gira que más perjudicó a Yoani Sánchez, la bloguera opositora, fue su apoyo obcecado a la permanencia de Cuba en la lista por el argumento de que “los Castro no han guardado la pistola”.
La forma prescrita para sacar a Cuba de la lista, según las leyes estadounidenses, afectará a las percepciones en EE UU y América Latina sobre el poder de los grupos cubano-americanos proembargo y antinormalización. Dada la importancia que esos sectores han atribuido al tema, el procedimiento legal para lidiar la salida de Cuba de la lista los coloca en una trampa 22. El presidente comunica al Congreso su intención de sacar a la isla de la lista de países terroristas con un mínimo de 45 días. Obama requiere el consejo del Congreso, no su consentimiento. De esa forma, los congresistas pueden dar opinión y consejo pero no se requiere su apoyo. A los opositores de la acción del presidente, los senadores Marco Rubio, Ted Cruz y Robert Menéndez les queda el papel del coro en las tragedias griegas: exclaman, gritan y lloran pero no cambian nada.
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